[alex Cross 4 El Gato Y El Raton-kous

Alex Cross series buenas de novela, de escritura creativa de varios autores contemporáneos
View more...
   EMBED

Share

Preview only show first 6 pages with water mark for full document please download

Transcript

El brillante detective y psicólogo Alex Cross deberá enfrentarse a su peor pesadilla precisamente cuando trata de rehacer su vida. Gary Soneji, un asesino múltiple al que Alex Cross envió a la cárcel, ha escapado y ahora reclama venganza. Una experiencia traumática durante su infancia provoca en Soneji una obsesión enfermiza por los túneles; por eso ha escogido las estaciones de tren como escenario para sus cruentas actuaciones. Sin duda busca protagonismo y disfruta teniendo un público al que aterrorizar, pero es a Alex Cross a quien desea tener como espectador estrella. Gary Soneji ha regresado del mundo de los condenados para convertir en realidad los temores del detective. Pero lo más terrible es que no lo ha hecho solo; un misterioso asesino, conocido con el nombre de señor Smith, siembra el terror en varias ciudades de Europa. ¿Qué extraña relación guardan los espantosos asesinatos que se suceden sin descanso a ambos lados del Atlántico? El gato y el ratón es un trepidante viaje a los oscuros túneles de la sinrazón, un juego cruel en el que cada movimiento puede significar la caída en la cenagosa frontera entre la vida y la muerte. James Patterson El gato y el ratón Alex Cross 4 ePub r1.1 j666 17.09.13 Título original: Cat & Mouse James Patterson, noviembre de 1997 Traducción: Roger Vázquez de Parga y Sofía Coca Retoque de portada: j666 Editor digital: j666 Corrección de erratas: betatron ePub base r1.0 PRÓLOGO Atrapa a una araña 1 Washington La casa de los Cross estaba a veinte pasos y la proximidad y la visión de la misma hacían que Gary Soneji sintiera un hormigueo por toda la piel. La casa era de estilo Victoriano, tenía ripias blancas y estaba extremadamente bien conservada. Mientras Soneji la contemplaba con detenimiento, situado en la acera de enfrente de la calle Quinta, iba dejando lentamente al descubierto los dientes en una mueca maliciosa que podría haber pasado por una sonrisa. Aquello era perfecto. Había ido allí a asesinar a Alex Cross y a su familia. Sus ojos se movieron lentamente de una ventana a otra mientras tomaban nota de todo, desde las cortinas de encaje blancas con apresto hasta el viejo piano de Cross que se encontraba a la entrada y la cometa de Batman y Robin que se había atascado en el canalón del tejado. «La cometa de Damon», pensó. En dos ocasiones llegó a vislumbrar a la anciana abuela de Cross mientras ésta pasaba arrastrando los pies junto a una de las ventanas de la planta baja. La larga e inútil vida de Nana Mama acabaría pronto. Pensar en aquello hizo que se sintiese muchísimo mejor. «Disfruta de cada momento; detente unos instantes para oler bien las rosas —se recordó a sí mismo Soneji—. Saborea las flores, cómete las rosas de Alex Cross: las flores, los tallos y las espinas». Finalmente cruzó la calle Quinta teniendo buen cuidado de permanecer en las sombras. Luego desapareció entre los espesos tejos y los arbustos de forsitias que se alineaban como centinelas a lo largo del frente de la casa. Con mucha cautela dirigió los pasos hacia la puerta blanca del sótano, que quedaba a un lado del porche, justo al lado de la cocina. Tenía un candado Master, pero logró abrir la puerta en cuestión de segundos. ¡Estaba dentro de la casa de los Cross! Estaba en el sótano y el sótano es una pista para los que coleccionaban pistas. «El sótano vale por mil palabras. Y también por mil fotos del forense». Era importante para todo lo que iba a suceder en un futuro muy próximo. ¡El asesinato de los Cross! No había ventanas grandes, pero Soneji decidió no correr ningún riesgo encendiendo las luces. Utilizó una linterna Maglite. Sólo para echar un vistazo por allí y así aprender unas cuantas cosas más acerca de Cross y de su familia, para alimentar aún más su odio, si eso era posible. El sótano estaba muy bien barrido, tal como él esperaba que estuviese. Las herramientas de Cross se encontraban dispuestas de cualquier modo en un tablón Masonite que habían sujetado con clavijas. En una percha había colgada una gorra de béisbol de Georgetown. Soneji se la puso en la cabeza. No pudo resistir la tentación. Pasó las manos sobre ropa lavada y doblada, que estaba colocada en una mesa larga de madera. Ahora se sentía cerca de aquella familia condenada a muerte. Los despreciaba más que nunca. Tocó con los dedos las copas del sujetador de la anciana. Tocó la ropa interior Jockey del niño. Se sentía un completo canalla, y eso le encantaba. Soneji cogió un jersey pequeño con un estampado de renos. Debía de ser de la talla de Jannie, la niña de Cross. Se lo acercó a la cara e intentó captar el olor de la pequeña. Se imaginó el asesinato de Jannie y le entraron deseos de que Cross también llegara a verlo. Vio un par de guantes Everlast y unos zapatos Pony negros atados alrededor de un gancho; estaban junto a una vieja y gastada bolsa de boxeo. Pertenecían a Damon, el hijo de Cross, que ya debía de tener nueve años. Gary Soneji pensó que al niño lo mataría de una paliza. Finalmente apagó la linterna y se quedó sentado allí, solo y a oscuras. Hubo un tiempo en el que él había sido un secuestrador y un asesino. Y ahora aquello iba a suceder de nuevo. Soneji regresaba con una venganza que los dejaría perplejos a todos. Cruzó las manos sobre el regazo y suspiró. Había tejido su telaraña perfectamente. Alex Cross pronto estaría muerto, y también todas las personas a las que amaba. 2 Londres El asesino que por entonces estaba aterrorizando a Europa se llamaba señor Smith, nombre que en realidad era un alias. Aquel nombre se lo había puesto la prensa de Boston, y luego había empezado a utilizarlo la policía de todo el mundo. Él había aceptado aquel nombre como los niños aceptan el que les ponen sus padres, por muy vulgar, molesto o miserable que el nombre pueda ser. Señor Smith… bien, pues sea. En realidad a él le sucedía algo extraño con los nombres. Estaba obsesionado con ellos. Parecía que los nombres de todas sus víctimas los tuviese grabados a fuego en la cabeza y también en el corazón. Primero, y por encima de todo, estaba Isabella Calais. Luego venían Stephanie Michaela Apt, Ursula Davies, Robert Michael Neel y tantos otros. Podía recitar los nombres completos hacia adelante y hacia atrás, como si se los hubiera aprendido de memoria para un cuestionario de Historia o para una ronda estrafalaria de Trivial Pursuit. De momento, nadie parecía comprender, nadie lo entendía. Ni el legendario FBI. Ni la famosa Interpol, ni Scotland Yard, ni ninguna de las fuerzas de policía local de las ciudades donde había cometido asesinatos. Nadie comprendía la pauta secreta que relacionaba a las víctimas, que empezaba con Isabella Calais en Cambridge, Massachusetts, el 22 de marzo de 1993, y continuaba ese día en Londres. La víctima actual era Drew Cabot. Era inspector jefe… una de las cosas más necias que uno puede ser en la vida. Ahora estaba en la candelera en Londres, pues había detenido recientemente a un asesino del IRA. El asesinato de aquel policía electrizaría la ciudad, causaría un gran revuelo. A la civilizada y sofisticada Londres le encantaba un asesinato sangriento tanto como a cualquier población pequeña. Aquella tarde el señor Smith estaba operando en el sector de Knightsbridge, elegante y de buen tono. Estaba allí «para estudiar la raza humana»; por lo menos así era como lo describían los periódicos. La prensa de Londres y de toda Europa también solía llamarlo por otro nombre: Alien. La teoría predominante era que el señor Smith era extraterrestre. «Ningún humano podía hacer las cosas que él hacía». O eso decían. El señor Smith tuvo que inclinarse para hablarle al oído a Drew Cabot a fin de tener mayor intimidad con su presa. Ponía música mientras trabajaba, toda clase de música. La selección de aquel día era la obertura de Don Giovanni. La ópera bufa era muy apropiada al caso. Iba muy bien con aquella autopsia en vivo. —Unos diez minutos después de tu muerte las moscas ya habrán captado el aroma de gas que acompaña a la descomposición de tus tejidos —le comentó el señor Smith—. Las moscas verdes pondrán unos huevos diminutos dentro de los orificios de tu cuerpo. Irónicamente, el lenguaje me recuerda al doctor Seuss: «Moscas verdes y jamón». ¿Qué podría significar eso? No lo sé. Pero es una curiosa asociación. Drew Cabot había perdido mucha sangre, pero todavía no se rendía. Era un hombre alto y robusto con el pelo de un color rubio plata. La clase de tipo que nunca dice jamás. El inspector sacudió la cabeza hasta que Smith por fin le quitó la mordaza. —¿Qué pasa, Drew? —le preguntó—. Habla. —Tengo esposa y dos hijos. ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué a mí? —le susurró. —Oh, digamos que porque eres Drew. Mantengámoslo en un plano simple y nada sentimental. Tú, Drew, eres una pieza del rompecabezas. Tiró de la mordaza del inspector y volvió a colocársela en su sitio. Se acabó la palabrería por parte de Drew. El señor Smith continuó con sus observaciones mientras practicaba los siguientes cortes quirúrgicos y Don Giovanni seguía sonando. —Cuando esté cerca la hora de la muerte, la respiración se irá haciendo forzada, intermitente. Es exactamente lo que estás sintiendo ahora, como si cada vez que respiras fuese la última. El cese tendrá lugar dentro de dos o tres minutos —susurró el señor Smith, susurró el temido Alien—. Tu vida acabará. Que yo sea el primero que te felicite. Lo digo sinceramente, Drew. Lo creas o no, te envidio. Ojalá yo fuera Drew. PRIMERA PARTE Asesinatos en la estación del ferrocarril 3 —¡Yo soy el gran Cornholio! ¿Me estáis desafiando? ¡Soy Cornholio! —dijeron los niños a coro. Y se pusieron a reír. Beavis y Butthead golpean de nuevo… en mi vecindario. Me mordí los labios y decidí que era mejor dejarlo correr. ¿Para qué luchar contra aquello? ¿Para qué avivar los fuegos de la preadolescencia? Damon, Jannie y yo estábamos apretados en el asiento delantero de mi viejo Porsche negro. Necesitábamos comprar un coche nuevo, pero ninguno de nosotros quería deshacerse del Porsche. Estábamos instruidos en la tradición, en los clásicos. Nos encantaba aquel viejo coche al que le habíamos puesto los nombres de Lata de Sardinas y Viejo sin Pintura. En realidad, entonces yo ya estaba preocupado, y eso que eran las ocho menos veinte de la mañana. No era una buena manera de empezar el día. La noche anterior habían encontrado en el río Anacostia a una niña de trece años que era alumna de la escuela superior Ballou. Le habían disparado y después la habían ahogado. El disparo le había dado de lleno en la boca. Lo que los forenses llaman un «agujero en uno». Cierta extraña estadística estaba causando estragos en mi estómago y mi sistema nervioso central. Ya se habían cometido, y todavía estaban sin resolver, más de cien asesinatos de mujeres jóvenes en los barrios céntricos, y eso sólo en los tres últimos años. Nadie había pedido que se realizase una investigación como es debido. A ninguno de los poderosos parecía importarles demasiado las muchachas negras e hispanas que habían muerto. Cuando nos detuvimos delante de la escuela Sojourner Truth vi que Christine Johnson les daba la bienvenida a los niños y a los padres a medida que llegaban, recordándoles así a todos que aquélla era una comunidad de gente buena y cariñosa. Ella, desde luego, era una persona así. Recordé la primera vez que nos vimos. Fue el otoño anterior, y las circunstancias no hubieran podido ser peores para ninguno de los dos. Nos habían enviado juntos, «arrojado juntos», me dijo alguien en cierta ocasión, a la escena del crimen de una niñita llamada Shanelle Green. Christine era la directora del colegio al que asistía Shanelle, el mismo colegio donde yo en aquel momento estaba dejando a mis hijos. Mi hija Jannie iba por primera vez aquel semestre a la escuela Sojourner Truth. Damon era ya todo un veterano, iba al cuarto curso. Me volví hacia los niños, que nos miraban alternativamente a Christine y a mí como si estuvieran mirando un partido de tenis. —¿Qué estáis mirando vosotros dos con la boca abierta, sinvergüenzas? —¡Pues te estamos mirando a ti con la boca abierta, papá, y tú también estás mirando con la boca abierta a Christine! —me explicó Jannie. Y se echó a reír como la malvada niña bruja en que es capaz de transformarse a veces. —Para ti es la señora Johnson —le recordé. Y le dirigí a Jannie una mirada de soslayo. Jannie se encogió de hombros sin hacer caso de aquella mirada mía y, al tiempo que fruncía el entrecejo como sólo ella sabe hacerlo me dijo: —Ya lo sé, papá. Es la directora de mi colegio. Sé exactamente quién es. Mi hija ya comprendía muchas de las conexiones y gran parte de los misterios importantes de la vida. Yo tenía la esperanza de que quizá algún día me los explicase a mí. —Damon, ¿tienes tú alguna opinión que creas que tenemos que oír? —le pregunté—. ¿Algo que te gustaría añadir? ¿Te apetece compartir con nosotros un poco de camaradería y de tu ingenio esta mañana? Mi hijo hizo un gesto negativo con la cabeza, pero también estaba sonriendo. Le caía estupendamente Christine Johnson. Como a todo el mundo. Incluso Nana Mama la encontraba aceptable, cosa que era inaudita, tanto que ya empezaba a preocuparme. Al parecer, Nana y yo nunca estábamos de acuerdo en nada, y con la edad eso empeora. Los niños ya estaban saltando fuera del coche, y Jannie me dio un beso de despedida. Christine me saludó con la mano y luego se acercó. —Qué padre más bueno y más bien plantado que eres —me dijo. Aquellos ojos castaños chispeaban—. Cualquier día de estos vas a hacer muy feliz a alguna señora del barrio. Eres muy bueno con los niños, razonablemente atractivo y conduces un coche deportivo con mucha clase. Caramba, caramba, caramba. —Caramba, caramba contigo —le dije. Para colmo era una hermosa mañana de principios de verano. El cielo azul reverberaba, la temperatura era de poco más de veinte grados, el aire resultaba vivificante y estaba relativamente limpio. Christine vestía un traje de color beige claro y una blusa azul, y llevaba zapatos sin tacón también de color beige. Tranquilo, corazón mío. Me apareció una sonrisa en la cara. No había modo de detenerla, de reprimirla, y además yo no quería hacerlo. Iba muy bien con aquel día estupendo que comenzaba para mí. —Espero que no estés enseñándoles a mis hijos esa clase de cinismo e ironía en este colegio tuyo de tanto lujo. —Por supuesto que sí, y también todos mis profesores. Estamos muy bien entrenados en cinismo y todos somos expertos en ironía. Y lo que es aún más importante, somos unos excelentes escépticos. Y ahora tengo que irme, pues no podemos perder ni un precioso segundo del tiempo de adoctrinamiento. —Para Damon y Jannie es demasiado tarde. Ya los he programado. Un niño se alimenta de leche y alabanzas. Y ellos tienen los temperamentos más alegres del vecindario, probablemente los más alegres de todo el sureste de la ciudad, y puede que de toda la ciudad de Washington. —Oh, ya nos hemos dado cuenta, y aceptamos el reto. Tengo que darme prisa. Hay que encontrar la manera de cambiar y dar forma a esas mentes jóvenes. —¿Te veré esta noche? —le pregunté a Christine cuando estaba a punto de dar media vuelta y encaminarse hacia la escuela Sojourner Truth. —Atractivo como el pecado y conduciendo un bonito Porsche… Pues claro que me verás esta noche —respondió. Luego dio media vuelta y se dirigió al colegio. Estábamos a punto de tener nuestra primera cita «oficial» aquella noche. George, el marido de Christine, había muerto el invierno anterior, y ahora ella opinaba que estaba preparada para salir a cenar conmigo. Yo no la había presionado en ningún sentido, pero estaba ya impaciente. Media docena de años después de la muerte de María, mi esposa, me daba la impresión de estar saliendo de un surco profundo, puede que incluso de una depresión clínica. La vida me parecía tan buena como me lo había parecido hacía mucho, mucho tiempo. Pero Nana Mama me lo había advertido a menudo: «No confundas el borde de un surco con el horizonte». 4 «Alex Cross es hombre muerto. El fracaso es imposible». Gary Soneji miró con los ojos entornados por la mira telescópica que había quitado de un rifle automático marca Browning. El campo de visión era de una rara belleza. Contempló aquella escena que conmovía el corazón. Vio a Alex Cross dejar a los dos mocosos y charlar un rato con aquella bonita señora amiga suya delante de la escuela Sojourner Truth. «Piensa lo impensable», se instó a sí mismo. Soneji hizo rechinar los dientes mientras se agazapaba en el asiento delantero del Jeep Cherokee negro. Estuvo observando cómo Damon y Jannie entraban a la carrera en el patio del colegio, donde saludaron a algunos compañeros de juegos chocando las palmas arriba y abajo. Años atrás él había estado a punto de hacerse famoso por secuestrar a dos colegiales, dos mocosos, allí mismo, en Washington. ¡Qué tiempos aquellos, amigo! Qué tiempos aquellos. Durante una temporada había sido la estrella oscura de la televisión y de los periódicos de todo el país. Y ahora todo iba a ocurrir de nuevo. Estaba seguro de que iba a ser así. Al fin y al cabo, el que se le reconociera como el mejor no era más que simple justicia. Dejó que la mirilla del rifle se detuviera en la frente de Christine Johnson. «Ahí, ahí, mira qué bonito». La mujer tenía los ojos castaños y muy expresivos, y una amplia sonrisa que, desde lejos, parecía auténtica. Era alta, atractiva y tenía una presencia imponente. La directora del colegio. Unos cuantos cabellos sueltos se le rizaban sobre la mejilla. Era fácil darse cuenta de lo que Cross veía en ella. Qué buena pareja hacían, y qué tragedia iba a ser aquello, una puñetera lástima. A pesar del desgaste natural que produce el tiempo, Cross seguía teniendo un buen aspecto, impresionante, un poco parecido a Mohamed Alí en sus mejores momentos. Lucía una sonrisa deslumbrante. Cuando Christine Johnson se alejó y se dirigió al edificio de ladrillo rojo que era el colegio, Alex Cross miró de pronto en la dirección en la que estaba el Jeep de Soneji. El alto inspector parecía estar mirando precisamente a la parte del parabrisas que correspondía al asiento del conductor. Justo a los ojos de Soneji. Estaba bien. No había nada de qué preocuparse, nada que temer. Sabía lo que hacía. No iba a correr ningún riesgo. Allí no, todavía no. Todo estaba dispuesto para empezar al cabo de un par de minutos, pero en su cabeza los hechos ya habían sucedido. Habían sucedido cien veces. Conocía todos y cada uno de los movimientos desde aquel punto hasta el final. Gary Soneji puso en marcha el Jeep y se dirigió a la estación Union. Era la escena del crimen que se había de cometer, la escena de aquella obra maestra teatral suya. —Piensa lo impensable —masculló en voz baja—, y luego haz lo impensable. 5 Cuando hubo sonado el último timbre y la mayoría de los niños ya estaban en sus clases sanos y salvos, Christine Johnson dio un lento paseo por los largos pasillos desiertos de la escuela Sojourner Truth. Lo hacía casi cada mañana, y lo consideraba uno de los placeres que se permitía darse a sí misma. Una tiene que hacerse regalos a veces, y aquello era mejor que acercarse a Starbucks a tomarse un café latte. Los pasillos estaban vacíos y agradablemente silenciosos… y siempre relucientes de limpios, como ella creía que debía estar un buen colegio. Hubo una época en que ella y unos cuantos de sus profesores fregaban los suelos ellos mismos, pero ahora el señor Gómez y un portero llamado Lonnie Walker los limpiaban dos noches a la semana. Una vez que se consigue que unas cuantas personas buenas piensen como es debido, resulta sorprendente ver cuántas de ellas se muestran de acuerdo en que un colegio debe ser un lugar limpio y seguro, y están siempre dispuestos a ayudar. Una vez que la gente cree que lo correcto puede suceder en realidad, sucede bastante a menudo. Las paredes de los pasillos estaban cubiertas de dibujos vistosos y llenos de vida que habían hecho los niños, y a todos les encantaba la esperanza y la energía que en ellos se advertía. Christine echaba una ojeada rápida a los dibujos y carteles cada mañana, y siempre encontraba algo diferente, cierta perspectiva especial de algún niño que le llamaba la atención y deleitaba su fuero interno. Aquella mañana en particular se detuvo a mirar un dibujo hecho a lápiz, un dibujo simple pero deslumbrante, de una niña que le daba la mano a su mamá y a su papá delante de una casa nueva. Todos tenían la cara redonda y sonrisas de felicidad, daban la impresión de estar muy resueltos. Luego estuvo examinando unas cuantas historietas ilustradas: «Nuestra comunidad», «Nigeria», «La pesca de la ballena». Pero aquel día se encontraba allí fuera paseando por un motivo diferente. Estaba pensando en George, su marido, y en cómo había muerto y por qué. Deseó poder hacerlo volver a la vida y hablar con él. Quería abrazar a George por lo menos una vez más. Oh, Dios, necesitaba hablar con él. Se acercó lentamente al aula 111, situada al final del pasillo, que era de color amarillo claro y se llamaba «Ranúnculo». Los niños se habían encargado de ponerles nombres a las clases, y los cambiaban cada año en otoño. Al fin y al cabo, era su colegio. Christine abrió la puerta unos centímetros poco a poco y sin hacer ruido. Vio que Bobbie Shaw, la maestra de segundo grado, estaba borrando la pizarra. Luego fue fijándose en una fila tras otra de rostros, en su mayoría atentos; entre ellos estaba el de Jannie Cross. Se sorprendió a sí misma sonriendo mientras miraba a Jannie, que casualmente estaba hablando con la señora Shaw. Jannie Cross era muy animada e inteligente, y tenía una encantadora perspectiva del mundo. Se parecía mucho a su padre. Lista, sensible, guapa como el pecado. A continuación Christine siguió andando. Preocupada, se encontró subiendo la escalera de hormigón que conducía a la segunda planta. Incluso las paredes de la escalera estaban decoradas con proyectos y dibujos de vivos colores, lo cual formaba parte del motivo por el que la mayoría de los niños consideraban aquel colegio como suyo. Una vez que una persona entiende que algo es suyo, lo protege, se siente parte de ello. Era una idea bastante simple, pero una idea que al parecer el gobierno de Washington no lograba entender. Se sintió un poco tonta al hacerlo, pero también fue a ver a Damon. De todas las criaturas que había en la escuela Sojourner Truth, probablemente Damon era su preferido. Lo había sido ya antes de conocer a Alex. Y no sólo porque Damon fuera brillante, jovial y capaz de resultar encantador si quería, sino porque además el niño era muy buena persona. Lo demostraba continuamente en su trato con los demás niños, con los maestros e incluso con su hermana pequeña, que había entrado en el colegio aquel último semestre. La había tratado como si fuera la mejor amiga que tenía en el mundo… y quizá comprendiera que era así. Finalmente, Christine se dirigió a su despacho, donde la aguardaba la habitual jornada de diez o doce horas. Ahora pensaba en Alex, y suponía que por eso se había acercado a ver a los hijos de éste. Estaba pensando que no le hacía excesiva ilusión la cita que tenía con él para cenar aquella misma noche. Le daba miedo que llegase el momento, incluso sentía un poco de pánico, y creía saber por qué. 6 Un poco antes de las ocho de la mañana, Gary Soneji entró en la estación Unión caminando como Pedro por su casa. Se sentía tremendamente bien. Apretó el paso a medida que su espíritu parecía elevarse hasta las alturas de los techos de la estación de ferrocarril. Sabía todo lo que había que saber acerca de la famosa entrada de trenes con destino a la capital. Había estado admirando durante bastante rato la fachada neoclásica que recordaba los famosos Baños de Caracalla de la antigua Roma. De muchacho había estudiado durante muchas horas la arquitectura de la estación. Incluso había visitado el Gran Almacén de Trenes, que vendía exquisitas maquetas y algunos otros recuerdos de tema ferroviario. Podía sentir y oír los trenes que pasaban por debajo en medio de un gran estruendo. Los suelos de mármol temblaban cuando los potentes trenes Amtrak llegaban y salían, casi siempre con puntualidad. Las puertas de vidrio que daban al mundo exterior retumbaban, y él podía oír cómo los vidrios tintineaban contra los marcos. Le encantaba aquel lugar, le gustaba todo lo que había en él. Era realmente mágico. Las palabras clave de aquel día eran «tren» y «sótano», y sólo él comprendía por qué. La información era poder, y él la tenía toda. Gary Soneji pensó que era posible que estuviese muerto a la hora siguiente, pero la idea, la imagen, no le molestaba. Cualquier cosa que sucediera sería porque tenía que suceder, y además él quería irse de este mundo haciendo mucho ruido, desde luego, no con un lloriqueo cobarde. ¿Y por qué demonios no iba a ser así? Tenía planeada una larga y emocionante carrera después de su muerte. Gary Soneji se había puesto un mono liviano de color negro con el emblema de Nike en color rojo. Llevaba consigo tres bolsas voluminosas. Se imaginaba que parecía un viajero yuppie más de los que transitaban por la estación. Aparentaba estar grueso y tenía el pelo canoso de momento. En realidad medía un metro setenta y siete centímetros, pero aquel día las plataformas que tenían los zapatos lo elevaban hasta un metro ochenta y cinco. Todavía conservaba algún vestigio de su antigua buena apariencia. Si alguien hubiera querido adivinar su profesión, quizá hubieran dicho que era profesor. No había perdido la ironía vulgar. En otro tiempo había sido profesor, uno de los peores que han existido. Había sido el señor Soneji… el Hombre Araña. Había secuestrado a dos de sus propios alumnos. Ya había comprado el billete para el Metroliner, pero no se dirigió hacia el tren todavía. En lugar de eso, Gary Soneji cruzó el vestíbulo principal, y se alejó a toda prisa de la sala de espera. Subió por unas escaleras que había junto al Center Café y llegó a la galería del primer piso, que daba al vestíbulo, el cual quedaba a unos seis metros por debajo. Miró hacia abajo y se puso a observar a las personas solitarias que iban y venían de un lado a otro por el gran y tenebroso vestíbulo. La mayoría de aquellos imbéciles no tenía ni la menor idea de lo inmerecidamente afortunados que eran aquella mañana en particular. Para cuando el espectáculo comenzase, tan sólo dentro de algunos minutos, estarían a salvo a bordo de sus trenecitos de cercanías. «Qué lugar más hermoso es éste», pensó Soneji. Cuántas veces había soñado con aquella escena. ¡Precisamente aquella misma escena y allí, en la estación Unión! Largos haces de luz matinal penetraban hacia abajo por delicados tragaluces y se reflejaban en las paredes y en el alto techo dorado. El vestíbulo principal que tenía ante sí albergaba un mostrador de información, un magnífico tablón electrónico con las salidas y llegadas de los trenes, y algunos restaurantes: el Center Café, el Sfuzzi y el América. La explanada iba a dar a una zona de espera a la que en otro tiempo se había llamado «la sala más grande del mundo». Qué escenario tan grandioso e histórico había escogido para aquel día, su cumpleaños. Gary Soneji sacó una llavecita del bolsillo. La tiró hacia arriba y la cogió en el aire. Abrió con ella una puerta metálica de color gris plata que lo condujo a una habitación que había en la galería. Él la consideraba su habitación. Por fin tenía su propia habitación: en el piso de arriba, con todos los demás. Cerró la puerta tras él. —Felicidades, querido Gary. Feliz cumpleaños. 7 Aquello iba a ser increíble, más allá de cualquier cosa que hubiera intentado hasta el momento. Casi era capaz de hacer la parte que venía a continuación con los ojos vendados, trabajando sólo de memoria. Lo había hecho muchísimas veces, con la imaginación, en sueños. Llevaba esperando con anhelo aquel día desde hacía más de veinte años. Instaló un trípode de aluminio plegable dentro de la pequeña habitación y colocó sobre él, en posición, un rifle automático Browning. El rifle era de primera clase, con un dispositivo de mira Milspec, y un gatillo electrónico que se había hecho fabricar por encargo. Los suelos de mármol continuaban temblando mientras sus amados trenes entraban y salían de la estación, enormes bestias míticas que acudían allí a alimentarse y a descansar. No existía ningún lugar donde quisiera encontrarse mejor que aquél. Acariciaba aquel momento. Soneji lo sabía todo acerca de la estación Unión, y también acerca de los asesinatos masivos llevados a cabo en lugares públicos muy concurridos. De niño había estado obsesionado con los llamados «crímenes del siglo». Se había imaginado a sí mismo cometiendo aquellos actos y llegando a ser temido y famoso. Se dedicaba a planear asesinatos perfectos, asesinatos al azar, y luego empezó a llevarlos a cabo. Cuando tenía quince años enterró a su primera víctima en la granja de un pariente suyo. Todavía no habían hallado el cuerpo. Él era Charles Starkweather; era Bruno Hauptmann; era Charlie Whitman. Pero él era mucho más listo que ninguno de ellos, y no estaba loco como ellos. Incluso se había inventado un nombre: Soneji, pronunciado So-ni-yi. Ese nombre le había parecido temible incluso cuando tenía trece o catorce años. Y seguía pareciéndoselo. Starkweather, Hauptmann, Whitman, Soneji. Había comenzado a disparar con rifle desde que era niño en los oscuros y profundos bosques que rodeaban Princeton, en Nueva Jersey. Durante el último año había hecho más disparos, había cazado más y había practicado más de lo que lo había hecho hasta entonces. Estaba en su mejor momento y muy bien preparado para aquella mañana. Demonios, hacía años que estaba preparado. Soneji se había sentado en una silla plegable de metal y se había puesto lo más cómodo posible. Se puso un impermeable de color gris plomo que se mezclaba con el fondo de las oscuras paredes de la terminal de ferrocarriles y se acomodó debajo del impermeable. Iba a desaparecer, a formar parte del escenario, iba a ser un francotirador en un lugar muy público. ¡En la estación Unión! Un altavoz pasado de moda estaba anunciando en ese momento la hora y la vía del siguiente Metroliner con destino a Baltimore, Wilmington, Filadelfia y la estación Penn de Nueva York. Soneji sonrió para sí: aquél era el tren en el que iba a escapar. Tenía el billete, y todavía pensaba subirse a aquel tren. Iría en el Metroliner o todo habría terminado. Nadie podía detenerlo ya, excepto quizá Alex Cross, y ni siquiera eso importaba ahora. Su plan tenía prevista cualquier contingencia, incluso su propia muerte. Luego Soneji se perdió en sus propios pensamientos. Los recuerdos eran su refugio. Tenía nueve años cuando un estudiante llamado Charles Whitman se puso a disparar desde una torre de la Universidad de Texas, en Austin. Whitman era un antiguo marine y tenía veinticinco años. Aquel suceso sensacionalista y atroz galvanizó ya entonces a Soneji. Había coleccionado todos los artículos sobre los tiroteos, largos recortes de Time, Life, The New York Times, The Philadelphia Inquirer, London Times, Paris Match, Los Ángeles Times y Baltimore Sun. Todavía guardaba aquellos preciados artículos. Los tenía en casa de un amigo, donde los almacenaba para la posteridad. Eran la prueba… de los crímenes pasados, presentes y futuros. Gary Soneji sabía que era buen tirador, aunque tampoco tenía que ser un as con aquella bulliciosa multitud de blancos, pues ningún disparo que tuviera que hacer en la terminal de trenes sería a más de cien metros. Y él era certero hasta una distancia de quinientos metros. «Ahora salgo de mi propia pesadilla y entro en el mundo real», pensó al cristalizarse el momento. Sintió que un estremecimiento frío y duro le recorría el cuerpo. Era delicioso, seductor. Enfocó con la mira telescópica a la multitud ajetreada, nerviosa, arremolinada. Buscó la primera víctima. La vida era mucho más hermosa e interesante viéndola a través de una mira telescópica. 8 «Ahí estás». Recorrió el vestíbulo con sus miles de viajeros de cercanías apresurados y otros viajeros que se iban de vacaciones de verano. Ninguno de ellos tenía la menor idea del riesgo mortal que corrían en aquel momento. Ninguno parecía creer que algo horrible pudiera ocurrirle. Soneji observó a una manada de estudiantes, unos mocosos que llevaban chaquetas de color azul vivo y camisas blancas almidonadas. Guaperas, condenados guaperas. Reían y corrían a coger el tren con un deleite poco natural. A él no le gustaba nada la gente feliz, especialmente los niños burros que se creían que tenían el mundo a sus pies. Le pareció que podía distinguir algunos olores desde allí arriba: el combustible diesel, las lilas y las rosas de los vendedores ambulantes de flores, la carne y las gambas con ajo procedentes de los restaurantes del vestíbulo. Los olores le abrieron el apetito. El círculo del punto de mira hecho por encargo tenía un poste negro para indicar el punto en vez del más corriente ojo de buey. Él prefería el poste. Estuvo observando el montaje de formas, movimiento y colores que flotaban mientras entraban y salían del punto de muerte que era la mira. Aquel pequeño círculo de la segadora inexorable era ahora su mundo, autosuficiente e hipnotizante. Soneji hizo descansar el punto de mira en la amplia y arrugada frente de una mujer de negocios de aspecto cansado; tendría unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Era una mujer delgada y nerviosa, con ojos ojerosos y labios pálidos. —Da las buenas noches, Gracie —susurró Soneji suavemente—. Buenas noches, Irene. Buenas noches, señora Calabaza. Estuvo a punto de apretar el gatillo, estuvo a punto de empezar la masacre de la mañana, pero luego, en el último instante, aflojó. «No merece el primer disparo —pensó regañándose a sí mismo por la impaciencia—. No es ni mucho menos lo bastante especial. Sólo una fantasía pasajera. Sólo una vaca más de la clase media». El punto de mira se acomodó y se mantuvo allí como un imán, atraído por la espalda de un mozo de estación que empujaba una carga desigual de cajas y maletas. El mozo era un negro alto y guapo, muy parecido a Alex Cross, pensó Soneji. Su piel oscura brillaba como un mueble de caoba. Aquélla era la atracción de la diana. Le gustaba la imagen, pero… ¿quién podría captar el mensaje sutil y especial aparte de él mismo? No, tenía que pensar también en los demás. Aquél no era el momento de ser egoísta. Volvió a mover el punto de mira, el círculo de la muerte. Había una cantidad asombrosa de viajeros de cercanías con traje azul. El rebaño de los hombres de negocios. Un padre y su hijo adolescente se metieron en el círculo, como si los hubiera puesto allí la mano de Dios. Gary Soneji cogió aire y luego lo exhaló despacio. Era el ritual que seguía para disparar, el que había practicado durante muchos años él solo en los bosques. Se había imaginado haciendo aquello muchísimas veces. Liquidar a un perfecto desconocido sin que hubiese ninguna buena razón. Suavemente, muy suavemente, fue apretando el gatillo hacia sí, hacia su ojo. Tenía el cuerpo completamente inmóvil, casi sin vida. Podía percibir el débil pulso en el brazo, en la garganta, la velocidad de los latidos del corazón, que iba en aumento. El disparo produjo un chasquido fuerte, y el sonido pareció seguir el vuelo de la bala hacia abajo, hacia el vestíbulo. El humo al ascender formó una espiral a tan sólo unos centímetros delante del cañón del rifle. Aquello era algo verdaderamente hermoso de observar. La cabeza del adolescente estalló dentro del círculo telescópico. Hermoso. La cabeza salió volando en pedazos ante los ojos de Soneji. El Big Bang en miniatura, ¿no? Luego Gary Soneji apretó el gatillo por segunda vez. Asesinó al padre antes de que tuviera oportunidad de sufrir por lo sucedido a su hijo. No sintió absolutamente nada por ninguno de los dos. Ni amor, ni odio, ni lástima. No vaciló, no se estremeció, ni siquiera parpadeó. Ya no había manera de parar a Gary Soneji, no había punto de retorno. 9 ¡Hora punta! Las ocho y veinte de la mañana. ¡Jesús, Dios todopoderoso, no! Un loco andaba suelto en el interior de la estación Unión. Sampson y yo corrimos junto a los dos carriles de coches atascados que llenaban la avenida Massachusetts hasta donde alcanzaba la vista. «Ante la duda, galopa». La máxima de la antigua Legión Extranjera. Conductores de coches y de camiones hacían sonar la bocina llenos de frustración. Los peatones gritaban, caminaban de prisa o salían corriendo de la estación de ferrocarril. Los coches patrulla de la policía ya estaban por todas partes. Más adelante, en North Capitol, vi el imponente edificio de granito de la terminal de la estación Unión con sus muchos añadidos y renovaciones. Todo estaba sombrío y gris alrededor de la terminal excepto la hierba, que parecía especialmente verde. Sampson y yo pasamos volando junto al nuevo edificio Thurgood Marshall Justice. Oímos disparos que venían de la estación. Sonaban lejanos, apagados por las gruesas paredes de piedra. —Es en serio —comentó Sampson mientras corría a mi lado—. Está aquí. Ya no cabe la menor duda. Yo estaba seguro de que sería así. Una llamada urgente había llegado a mi mesa hacía menos de diez minutos. Había cogido el teléfono, distraído por otro mensaje, un fax de Kyle Craig, del FBI, que estaba leyendo. Decía que necesitaba ayuda desesperadamente en aquel tremendo caso del señor Smith. Quería que me reuniese con un agente llamado Thomas Pierce. Esta vez yo no podía ayudar a Kyle. Estaba pensando en marcharme de Homicidios, en no aceptar más casos, especialmente un desastre tan grave como el del señor Smith. Reconocí la voz por el teléfono. —Soy Gary Soneji, doctor Cross. Soy yo de verdad. Le llamo desde la estación Unión. Estoy sólo de paso por la ciudad y, contra toda esperanza, confiaba en que usted quisiera verme otra vez. Pero dese prisa. Será mejor que se apresure si no quiere que me escape. Luego el teléfono quedó silencioso. Soneji había colgado. Le encantaba controlar la situación. Ahora Sampson y yo corríamos a toda máquina por la avenida Massachusetts. Avanzábamos con muchísima más rapidez que el tráfico. Yo había dejado abandonado mi coche en la esquina de la calle Tercera. Los dos llevábamos chalecos antibalas encima de las camisas deportivas. Como me había aconsejado Soneji por teléfono, corríamos cuanto podíamos. —¿Qué demonios está haciendo ahí dentro? —me preguntó Sampson con los dientes fuertemente apretados—. Ese hijo de perra siempre ha estado loco. Nos encontrábamos a menos de cincuenta metros de las puertas de vidrio y madera de la fachada principal de la terminal. La gente continuaba saliendo en tropel. —De pequeño le gustaba disparar —le expliqué a Sampson—. Solía matar animales de compañía en su barrio, a las afueras de Princeton. Tiraba al blanco desde los bosques y los mataba. Nadie lo descubrió entonces. Él me contó lo de esos disparos cuando lo entrevisté en la prisión de Lorton. Se llamaba a sí mismo «el asesino de mascotas». —Pero al parecer después se graduó con personas —masculló Sampson. Corrimos por la larga entrada para coches en dirección a la terminal, que tenía ochenta y ocho años de antigüedad. Sampson y yo nos movíamos a toda prisa, quemando las suelas de los zapatos, y parecía que había transcurrido una eternidad desde la llamada de Soneji. Hubo una pausa en los disparos y luego volvieron a empezar. Aquello era realmente raro. Parecían descargas de rifle que procedían del interior. Coches y taxis salían marcha atrás por la entrada para coches tratando de alejarse de la escena de disparos y locura. Los viajeros de los trenes de cercanías y otros destinos seguían abriéndose paso a empujones por las puertas principales del edificio. Nunca me había visto en una situación como aquélla, en la que había un francotirador. Durante el tiempo que había vivido en Washington había estado en el interior de la estación Unión centenares de veces. Pero nunca había visto nada igual. —Ha quedado atrapado ahí dentro. ¡Atrapado a propósito! ¿Por qué demonios lo habrá hecho? — me preguntó Sampson cuando llegamos a las puertas principales. —A mí también me preocupa —le dije. ¿Por qué me había telefoneado Gary Soneji? ¿Y por qué, en efecto, se había quedado atrapado en la estación Unión? Sampson y yo entramos en el vestíbulo de la estación Unión. Los disparos, que provenían de la galería, de algún lugar allí arriba, volvieron a empezar de pronto. Los dos nos tiramos al suelo. ¿Nos habría visto ya Soneji? 10 Mantuve la cabeza baja mientras mis ojos examinaban el enorme y portentoso vestíbulo de la estación de ferrocarril. Buscaba desesperadamente a Soneji. ¿Podría verme él a mí? Uno de los dichos de Nana se me metió en la cabeza: «La muerte es el modo que tiene la naturaleza de decir hola». Estatuas de legionarios romanos montaban guardia alrededor del imponente vestíbulo principal de la estación Unión. En una época, los ejecutivos políticamente correctos del Ferrocarril de Pensilvania quisieron que los guerreros fueran completamente vestidos. El escultor, Louis Saint-Gaudens, se las arregló para que una de cada tres estatuas apareciera en su condición histórica correcta. Vi a tres personas que yacían en el suelo del vestíbulo, probablemente muertas. El estómago se me revolvió ante la escena y mi corazón comenzó a latir aún más de prisa. Una de las víctimas era un adolescente que llevaba unos pantalones a la altura de la rodilla y un jersey de entrenamiento de los Redskins. La segunda víctima parecía ser un padre joven. Ninguno de los dos hacía el menor movimiento. Cientos de viajeros y empleados de la terminal estaban atrapados en el interior de las tiendas y de los restaurantes que había en los soportales. Varias docenas de personas asustadas se habían apretujado dentro de una pequeña tienda llamada Bombones Godiva, y también dentro de un café que estaba abierto y se llamaba América. Los disparos habían cesado de nuevo. ¿Qué estaría haciendo Soneji? ¿Y dónde estaría exactamente? Aquel silencio momentáneo resultaba enloquecedor y fantasmagórico. Se suponía que en la terminal tenía que haber muchísimo ruido. Alguien arrastró una silla sobre el suelo de mármol y el sonido rechinante que produjo resonó muchísimo. Le enseñé mi insignia de inspector a un policía de uniforme que se protegía detrás de una mesa volcada del café. Al agente el sudor le corría a raudales por la cara y descendía hasta los pliegues de grasa que tenía en el cuello. Estaba sólo unos centímetros más adentro que una de las puertas del vestíbulo principal. Respiraba con dificultad. —¿Se encuentra bien? —le pregunté mientras Sampson y yo nos las arreglábamos para llegar agachados hasta aquel lugar detrás de la mesa. Hizo un gesto de asentimiento y luego gruñó algo, pero no lo creí. Tenía los ojos muy abiertos a causa del miedo. Sospeché que él tampoco se había visto nunca involucrado en un asunto con francotirador. —¿Desde dónde dispara? —Le pregunté al hombre de uniforme—. ¿Lo ha visto? —Es difícil de decir. Pero está ahí arriba, en alguna parte, en esa zona general. Señaló hacia la galería sur que corría por encima de la larga hilera de puertas de la fachada de la estación Unión. Ahora nadie utilizaba aquellas puertas y Soneji tenía el control más completo. —Desde aquí abajo no podemos verlo —gruñó Sampson a mi lado—. Podría estar moviéndose por ahí y cambiar continuamente de posición. Así es como actuaría un buen francotirador. —¿Ha dicho algo? ¿Ha hecho alguna petición? ¿Alguna exigencia? —le pregunté al patrullero. —Nada. Sólo ha empezado a dispararle a la gente como si estuviera haciendo prácticas de tiro al blanco. De momento hay cuatro víctimas. Ese cabrón sabe disparar. No conseguí ver el cuarto cuerpo. Lo más probable era que alguien, un padre, una madre o un amigo, lo hubieran arrastrado hasta apartarlo de allí. Pensé en mi propia familia. Soneji había ido a nuestra casa una vez. Y me había llamado para que fuera allí, me había invitado a su fiesta de presentación en sociedad en la estación Unión. De pronto, desde la galería que había encima de nosotros, ladró un rifle. El estallido rotundo del arma resonó en las paredes gruesas de la estación de ferrocarril. Aquello era una galería de tiro al blanco con dianas humanas. Una mujer lanzó un grito en el interior del restaurante América. La vi caer pesadamente como si hubiera resbalado sobre hielo Luego se oyeron muchos gemidos procedentes del interior del café. El fuego cesó de nuevo. ¿Qué demonios estaría haciendo allí arriba? —Vamos a hacerle salir antes de que dispare de nuevo —le indiqué en voz baja a Sampson—. Hagámoslo ahora. 11 Con las piernas moviéndose al mismo ritmo y la respiración entrecortada y ronca, Sampson y yo nos arrastramos por una escalera de mármol oscuro hasta la galería saliente. Allí arriba, agentes de uniforme y un par de inspectores estaban agazapados listos para disparar. Vi a un inspector del destacamento de la estación de ferrocarril, que normalmente es una unidad de delitos menores. Nada parecido a aquello, nada ni siquiera cercano a tratar con un francotirador certero. —¿Qué se sabe de momento? —le pregunté. Me pareció que el inspector se llamaba Vincent Mazzeo, pero no estaba seguro. Aquel hombre rondaba los cincuenta años y se suponía que aquél era un detalle sin importancia para él. Recordé vagamente que Mazzeo estaba considerado como un tipo bastante bueno. —El tipo está dentro de una de esas antesalas. ¿Veis esa puerta de allí? El espacio del que se ha apropiado no tiene techo. Es posible que podamos llegar hasta él desde arriba. ¿A ti qué te parece? Eché una ojeada al alto techo de cobre. Recordé que la estación Unión se consideraba la mayor columnata cubierta de Estados Unidos. Desde luego lo parecía. A Gary Soneji siempre le habían gustado las carpas grandes. Ahora tenía otra. El inspector sacó algo del bolsillo de la camisa. —Tengo una llave maestra. Con esto podremos entrar en algunas de las antecámaras. Puede que incluso en la habitación donde está él. Cogí la llave, pues aquel hombre no iba a usarla. No pensaba hacerse el héroe. No quería encontrarse con Gary Soneji y con su rifle de certero tirador aquella mañana. Otra ráfaga de disparos se oyó de pronto procedente del interior de la antesala. Los conté. Fueron seis disparos, exactamente igual que la última vez. Como a muchos psicópatas, a Soneji le gustaban los códigos, las palabras mágicas, los números. Me pregunté qué sentido tendría el seis. ¿Seis, seis, seis? Ese número no había salido en nada que tuviera que ver con él en el pasado. El tiroteo cesó bruscamente otra vez y de nuevo se hizo el silencio en la estación. Yo tenía los nervios de punta. Allí había demasiada gente que corría peligro, demasiada gente a la que proteger. Sampson y yo continuamos adelante. Estábamos a menos de siete metros de la antesala donde Soneji estaba disparando. Nos apretamos contra la pared con las Glocks bien dispuestas. —¿Estás bien? —le pregunté en un susurro. Ya nos habíamos visto así antes, en situaciones igual de graves, pero eso no mejoraba las cosas. —Esto es jodidamente divertido, ¿verdad, Alex? Y encima es lo primero de la mañana. Ni siquiera me he tomado el café y el donut. —La próxima vez que dispare iremos a por él —le dije—. Ha disparado seis tiros cada vez. —Ya me he fijado en eso —me indicó Sampson sin mirarme. Me dio una palmadita en la pierna y aspiramos grandes bocanadas de aire. No tuvimos que esperar mucho tiempo. Soneji comenzó otra tanda de disparos. Seis disparos. ¿Por qué aquel tipo haría seis disparos cada vez? Soneji sabía que yo vendría a buscarlo. Demonios, me había invitado personalmente a aquella juerga de tiroteo. —Vamos allá —dije. Los dos echamos a correr por el pasillo de piedra y mármol. Luego saqué la llave de la antesala y la apreté entre los dedos índice y pulgar. Le di la vuelta a la llave. ¡Click! ¡La puerta no se abría! Moví el pomo. Nada. —¿Qué demonios sucede? —Me preguntó Sampson, que estaba detrás de mí, con el enojo reflejado en la voz—. ¿Qué le sucede a la puerta? —Pues que acabo de cerrarla —le expliqué—. Soneji nos la había dejado abierta. 12 En el piso de abajo una pareja y dos niños pequeños echaron a correr. Se precipitaron hacia las puertas de vidrio y la posible libertad. Pero uno de los pequeños tropezó y se cayó de rodillas dándose un fuerte golpe. La madre lo arrastró hacia adelante. Fue espantoso, pero consiguieron lo que pretendían. ¡Los disparos empezaron de nuevo! Sampson y yo irrumpimos en la antesala, los dos agachados y con la pistola en la mano. Vislumbré delante de nosotros un impermeable de color gris oscuro. Un rifle de francotirador sobresalía de debajo de la cobertura y camuflaje del impermeable y apuntaba a algún sitio. Soneji estaba debajo, oculto. Sampson y yo disparamos. Media docena de disparos de pistola resonaron en las cercanías. Se abrieron agujeros en el impermeable y el rifle quedó silencioso. Crucé corriendo la pequeña habitación y rompí el impermeable para apartarlo. Lancé un gruñido, un sonido profundo que revolvía las tripas. No había nadie debajo del impermeable. ¡Ni rastro de Gary Soneji! Un rifle automático Browning estaba atado a un trípode de metal, con un temporizador sujeto a una vara y al gatillo. Todo aquello estaba hecho por encargo. El rifle disparaba a intervalos programados. Seis disparos, luego una pausa, luego seis disparos más. Y ni rastro de Gary Soneji. Yo ya me estaba moviendo otra vez. Había puertas de metal en las paredes norte y sur de la pequeña habitación. Tiré violentamente de la que estaba más cerca de mí para abrirla, pues esperaba que hubiese una trampa. Pero el espacio de comunicación estaba vacío. Había otra puerta de metal gris en la pared de enfrente. La puerta estaba cerrada. A Gary Soneji seguía encantándole jugar. Y su truco favorito era aquél: él era el único que sabía las reglas del juego. Crucé precipitadamente la segunda habitación y abrí la puerta número dos. ¿Sería ése el juego? ¿Una sorpresa? ¿Un premio al peor competidor detrás de la puerta uno, dos o tres? Me encontré con otro espacio reducido, otra cámara vacía. Pero Soneji no estaba allí. No había el menor rastro de él en ninguna parte. La habitación tenía una escalera metálica que parecía que fuera a dar a otro piso. O puede que a una buhardilla baja encima de nosotros. Subí por las escaleras moviéndome a impulsos y deteniéndome de vez en cuando para no proporcionarle a Soneji un blanco claro si decidía dispararme desde arriba. El corazón me golpeaba el pecho y las piernas me temblaban. Confiaba en que Sampson me siguiera de cerca. Necesitaba que me cubriera. En lo alto de las escaleras había una escotilla abierta. Tampoco allí había ningún rastro de Gary Soneji. Me estaba atrayendo cada vez más hacia alguna clase de trampa, hasta el interior de su telaraña. El estómago me daba vueltas y sentí que un dolor agudo se me iba formando detrás de los ojos. Soneji seguía en algún lugar en el interior de la estación Unión. Tenía que estar allí. Había dicho que quería verme. 13 Soneji iba sentado tan tranquilo como el director de una sucursal bancaria de un pueblo pequeño; fingía que leía el Washington Post en el Metroliner de las 8.45 de la mañana con destino a la estación Penn de Nueva York. El corazón todavía le palpitaba, pero nada de aquella excitación se le notaba en el rostro. Vestía un traje gris, camisa blanca y corbata a rayas azules. Tenía exactamente el mismo aspecto que el resto de los imbéciles viajeros de cercanías. Acababa de darnos esquinazo de un modo fantástico, ¿no es así? Había llegado donde muy pocos se hubieran atrevido a llegar. Acababa de dejar pequeño al legendario Charles Whitman, y aquello sólo era el principio de su época dorada. Había un dicho que le gustaba mucho: «La victoria siempre es del jugador que comete el penúltimo error». Soneji entraba y salía de un ensimismamiento en el cual volvía a sus amados bosques en los alrededores de Princeton, en Nueva Jersey. Volvía a verse a sí mismo de nuevo cuando era niño. Recordaba al detalle aquel terreno denso, desigual, pero a menudo espectacularmente hermoso. Cuando tenía once años había robado en una de las granjas de los alrededores un rifle del calibre 22. Lo guardaba escondido en una cantera de piedra cerca de su casa. Tenía el arma cuidadosamente envuelta en hule, papel de aluminio y sacos de arpillera. Aquel rifle era la única posesión terrenal que le importaba, la única cosa que era verdaderamente suya. Recordó cómo solía descender por una garganta muy empinada y rocosa hasta llegar a un lugar donde el suelo del bosque se nivelaba, justo después de una maraña de zarzas. Había un claro en la hondonada, y ése era el lugar de sus secretas y prohibidas prácticas de tiro al blanco en aquellos años tempranos. Un día llevó una cabeza de conejo y un gato desde la cercana granja de Ruocco. No había muchas cosas que le gustasen más a los gatos que una cabeza de conejo fresca. Los gatos eran unos pequeños demonios necrófagos. Se podía decir que eran como él y hasta el presente eran mágicos para él. La manera como acechaban y cazaban era la más perfecta. Por eso les había regalado uno al doctor Cross y a su familia. La pequeña Rosie. Cuando hubo colocado la cabeza cercenada del conejito en el centro del claro, abrió el saco de arpillera y dejó libre al gatito. Aunque le había hecho unos agujeros al saco para que entrara aire, el gato casi se había asfixiado. —Búscalo. ¡Busca al conejito! —le ordenó. El gato percibió el aroma de carne fresca y emprendió una carrera dando botes. Gary se echó al hombro el rifle y se puso a observar. Centró la mirilla sobre el blanco que se movía. Acarició el gatillo del 22 y luego disparó. Estaba aprendiendo a matar. «Te estás aficionando demasiado», se regañó a sí mismo volviendo al presente en el tren Metroliner. Pocas cosas habían cambiado desde entonces, cuando era el niño malo de la zona de Princeton. Por aquel entonces su madrastra, aquella horripilante puta sin talento de Babilonia, solía encerrarlo a menudo en el sótano. Lo dejaba solo y a oscuras, a veces hasta diez o doce horas. Soneji aprendió a amar la oscuridad, a ser la oscuridad. Aprendió a amar el sótano, a hacer que para él fuese el lugar favorito del mundo. Pero Gary ganó a su madrastra en su propio juego. Él vivía en el inframundo, en su propio infierno privado. Y creía verdaderamente que era el Príncipe de las Tinieblas. Gary Soneji tuvo que esforzarse por volver al presente, a la estación Unión y a su hermoso plan. La policía del Metroliner estaba registrando los trenes. ¡La policía estaba allí fuera en aquel momento! Y lo más probable era que Alex Cross se encontrase entre ellos. Qué gran comienzo para las cosas, y sólo era el principio. 14 Podía ver a los idiotas de los policías vagando por los andenes de la estación Unión. Parecían asustados, perdidos y confusos, y también medio derrotados ya. Era bueno saberlo, una información valiosa, pues ello establecía el tono de las cosas que se avecinaban. Le echó una ojeada a una mujer de negocios que estaba sentada enfrente de él. También parecía asustada: tenía los ojos como los de un ciervo sorprendido por los faros de un coche, los nudillos se le habían puesto blancos de apretarse las manos y mantenía los hombros echados hacia atrás como los cadetes de una escuela militar. Soneji se puso a hablar con ella. Se mostró educado y discreto, tal como sabía ser cuando quería. —Me parece que esta mañana tiene que ser un mal sueño. Cuando era niño solía decir: «¡Uno, dos, tres, despierta!» Y de ese modo podía despertarme cuando tenía una pesadilla. Pero seguro que hoy no funciona. La mujer asintió como si Soneji hubiese dicho algo profundo. Había conectado con ella. Gary siempre había sido capaz de hacer aquello, alargar la mano y tocar a alguien si lo necesitaba. Se imaginaba que en aquel momento necesitaba hacerlo. La cosa sería más natural si estaba hablando con una compañera de viaje cuando la policía pasara por aquel vagón para inspeccionarlo. —Uno, dos, tres, despierta —repitió la mujer en voz baja desde su asiento—. Dios mío, espero que estemos a salvo aquí abajo. Espero que ya hayan capturado a ese tipo. A quienquiera, quienquiera, que sea. —Seguro que lo cogerán —la tranquilizó Soneji—. ¿No es así siempre? Las personas así de locas siempre acaban por caer en la trampa. La mujer asintió de nuevo, pero no parecía estar demasiado convencida. —Es verdad, siempre terminan por cogerlos. Estoy convencida de que tiene usted razón. O al menos eso espero. Y rezo porque así sea. Dos inspectores de la policía de la ciudad entraban en aquel momento en el vagón. Tenían el rostro tenso y fruncido. La cosa iba a ponerse interesante. Soneji vio que otros policías se aproximaban por el vagón restaurante, que se encontraba sólo un vagón más adelante. Seguro que había ya cientos de policías en el interior de la terminal. Había llegado la hora del espectáculo. Segundo acto. —Yo voy a Wilmington, en Delaware, mi tierra natal. —Soneji seguía hablando con la mujer—. Si no, ya me habría ido de la estación. Es decir, si nos permitiesen volver a subir. —No dejan. Yo lo he intentado —le respondió la mujer. Tenía la mirada helada. Perdida en algún lugar extraño. A él le encantaba aquella mirada, y le resultaba difícil apartar la vista de la mujer, enfocar a los policías que se aproximaban, que podían suponer una amenaza. —Necesitamos ver el carnet de identidad de todos ustedes —estaba anunciando uno de los inspectores. Tenía una voz seria y profunda que atrajo la atención de todo el mundo—. Tengan el carnet con la foto a la vista cuando pasemos. Gracias. Los dos inspectores llegaron a la fila de asientos donde estaba Soneji. Ya estaba, ¿no? Qué extraño, no sentía gran cosa. Estaba dispuesto a cargarse a los dos policías. Soneji controló la respiración y también los latidos del corazón. Control, eso era lo que hacía falta. Él tenía control sobre los músculos del rostro, especialmente de los ojos. Aquel día se había cambiado el color de los ojos. Se había cambiado el color del cabello de rubio a gris. Se había cambiado la forma de la cara. Parecía blando, abotagado, tan inofensivo como la mayoría de los viajeros. Mostró el carnet de conducir y una tarjeta Amex a nombre de Neil Stuart, de Wilmington, en Delaware. También tenía una tarjeta VISA y un carnet con foto del Club Deportivo de Wilmington. No había nada memorable en su aspecto. Sólo otra oveja de los negocios. Los inspectores estaban comprobando su identificación cuando Soneji vislumbró a Alex Cross fuera del vagón de tren. «Dame el día». Cross avanzaba en dirección a él, e iba mirando a los pasajeros desde el exterior por las ventanillas. Cross seguía teniendo muy buen aspecto. Medía un metro noventa y estaba bien constituido. Se movía como un atleta y aparentaba menos de los cuarenta y un años que tenía. «Dios mío, Dios mío, Dios mío, qué cacao mental. Le he dado bien el esquinazo. Aquí estoy, Cross. Casi podrías tocarme si quisieras. Mírame, Cross. ¡Te ordeno que me mires ahora!». La tremenda ira y la furia que iban en aumento en su interior eran peligrosas, y Soneji lo sabía. Podía esperar hasta tener encima a Alex Cross, y entonces levantarse y meterle media docena de tiros en la cara. Seis disparos a la cabeza. Cada uno de los seis lo tendría bien merecido por lo que Cross le había hecho. Aquel hombre le había arruinado la vida… no, Alex Cross lo había destruido. Cross era la causa de todo lo que estaba ocurriendo entonces. Cross tenía la culpa de los asesinatos de la estación de tren. Todo era culpa de Alex Cross. «¡Cross, Cross, Cross! ¿Había llegado ya el final? ¿Era aquél el gran final? ¿Cómo podía serlo?». Cross parecía todopoderoso al andar, parecía estar muy por encima de la refriega. Eso tenía que reconocerlo. Era seis u ocho centímetros más alto que los demás policías y tenía la piel tostada. Sugar… así era como solía llamarlo su amigo Sampson. Bien, pues él tenía una sorpresa para Sugar. Una sorpresa grande e inesperada. Aguafiestas para la sorpresa del siglo. «Si me atrapas, doctor Cross, también te atrapas a ti mismo. ¿Entiendes lo que te digo? Bueno, no te preocupes, pronto lo entenderás». —Gracias, señor Stuart —le dijo el inspector a Soneji mientras le devolvía la tarjeta de crédito y el carnet de conducir de Delaware. Soneji asintió con la cabeza y le ofreció una discreta sonrisa al inspector; luego los ojos se le dispararon de nuevo hacia la ventana. Alex Cross estaba allí mismo. «No pongas esa cara de humildad, Cross. No eres tan grande». Tenía ganas de empezar a disparar ya. Se sentía acalorado y sentía unos deseos apremiantes. Podía cargarse a Alex Cross en aquel mismo momento. De eso no cabía la menor duda. Odiaba aquella cara, aquellos andares, todo lo relacionado con aquel doctor-inspector. Alex Cross aminoró el paso. Luego miró directamente a Soneji. Estaba a un metro y medio de distancia. Gary Soneji dirigió la mirada lentamente hacia Cross, luego la trasladó con mucha naturalidad a los otros inspectores y luego otra vez a Cross. «Hola, Sugar». Cross no lo reconoció. ¿Cómo iba a reconocerlo? El inspector lo miró directamente a la cara y después siguió caminando. Continuó andando por el andén y aceleró el paso. Cross le daba la espalda y resultaba una diana casi perfecta, un blanco que invitaba de manera irresistible. Un inspector situado más adelante estaba llamando a Cross, le hacía señas para que se acercase. A Soneji le encantaba la idea de dispararle por la espalda. Un asesinato cobarde, eso era lo mejor. Era lo que la gente odiaba de veras. Entonces Soneji se relajó y se recostó en el asiento del tren. «Cross no me ha reconocido. Qué bueno soy. Soy con mucho el mejor al que se ha enfrentado y voy a demostrarlo». «No te confundas al respecto. Yo ganaré». «Voy a asesinar a Alex Cross y a su familia, y nadie puede impedir que eso ocurra». 15 Eran ya más de las cinco y media de la tarde y yo ni siquiera podía pensar en marcharme de la estación Unión. Había estado atrapado allí dentro todo el día, interrogando a testigos, hablando con balística, con el médico; haciendo bocetos toscos de la escena del crimen en el bloc de notas. Sampson había estado paseando aproximadamente desde las cuatro de la tarde. Me daba cuenta de que estaba deseando marcharse de allí, pero estaba acostumbrado a mi meticulosidad. Había llegado el FBI y yo había recibido una llamada de Kyle Craig, que se había quedado en Quantico trabajando en el caso del señor Smith. Había un enjambre de periodistas fuera de la terminal. ¿Cómo podía ir peor? Yo no hacía más que pensar: «El tren ha salido de la estación». Era uno de esos juegos de palabras que se le meten a uno en la cabeza y no se van. Tenía legañas y estaba agotado al final del día, pero también estaba todo lo triste que recordaba haber estado nunca en la escena de un crimen. Desde luego, aquélla no era la escena de un crimen corriente. Yo había metido en la cárcel a Soneji, pero en cierto modo me sentía culpable de que estuviera libre otra vez. Soneji era un hombre muy metódico, y había querido que yo estuviera en la estación Unión. Pero ¿por qué? Todavía no encontraba la respuesta a esa pregunta. Finalmente salí a escondidas de la estación a través de los túneles, para evitar a la prensa y demás. Me fui a casa, me duché y me puse ropa limpia. Eso me ayudó un poco. Me tumbé en la cama y cerré los ojos durante diez minutos. Necesitaba olvidarme de todo lo que había ocurrido aquel día. No me estaba funcionando. Pensé en cancelar la cita que tenía con Christine Johnson. Una voz de aviso se me había metido en la cabeza. «No lo eches a perder. No la asustes con el trabajo. Ella es única». Yo ya presentía que Christine tenía problemas con mi trabajo de inspector de homicidios. No podía culparla por ello, especialmente aquel día. Rosie, la gata, vino a hacerme una visita y se ovilló sobre mi pecho. —Los gatos sois como los baptistas —le dije en un susurro—. Uno sabe que os gusta armar jarana, pero nunca se os puede atrapar haciéndolo. Rosie ronroneó para indicar que estaba de acuerdo conmigo y se echó a reír para sus adentros. Somos amigos de ese modo. Cuando por fin bajé, me encontré con «el negocio» de mis hijos. Hasta Rosie se unió a la diversión y se puso a correr por el cuarto de estar como si fuese la jefa de animadoras designada de la familia. —Estás muy bien, papá. Estás realmente «precioso» —me dijo Jannie mientras me hacía un guiño y me daba su aprobación con sobresaliente. Era sincera, pero también le estaba dando mucho bombo a mi «cita» de aquella noche. Era evidente que estaba encantada con la idea de que yo me hubiera emperifollado tanto para ver precisamente a la directora de su colegio. Damon era aún peor. Me vio bajar las escaleras y empezó a reírse con una risita tonta. Una vez que empezaba no era capaz de parar. —Precioso —murmuró. —Ya te devolveré ésta —le advertí—. Multiplicada por diez, puede que por cien. Espera a que traigas a alguien a casa para que conozca a tus papis. Ya te llegará el día. —Pero vale la pena —me contestó Damon. Y continuó riéndose como el pequeño loco que a veces podía ser. Sus payasadas le hicieron tanta gracia a Jannie que ésta acabó rodando por la alfombra. Rosie se puso a saltar adelante y atrás por encima de los dos niños. Me tumbé en el suelo, gruñí como el monstruo Jabba y empecé a pelearme en broma con los niños. Como de costumbre, ellos me estaban curando de todos mis males. Miré hacia Nana Mama, que estaba de pie bajo el marco de la puerta, entre la cocina y el cuarto de estar. Era extraño, se mostraba muy callada y no se unía a nosotros como solía hacer normalmente. —¿No quieres un poco de esto, abuela? —le pregunté mientras sujetaba a Damon y frotaba con suavidad mi barbilla contra su cabeza. —No, no. Pero, desde luego, es evidente que estás tan nervioso como Rosie esta noche —me dijo Nana, y por fin se echó a reír ella también—. Vaya, no te había visto así desde que tenías más o menos catorce años e ibas a ver a Jeanne Allen, si no recuerdo mal el nombre. Pero Jannie tiene razón, desde luego. Digamos que estás… bastante elegante. Finalmente dejé que Damon se levantase del suelo. Me puse en pie y me sacudí la ropa elegante que me había puesto para ir a cenar. —Bueno, sólo quiero daros las gracias a todos por proporcionarme vuestro apoyo en los momentos en que tanta falta me hace. Lo dije con falsa solemnidad y con una expresión ofendida en el rostro. —¡De nada! —Me contestaron todos a coro—. ¡Que te lo pases bien en tu cita! ¡Estás precioso! Me dirigí al coche sin mirar atrás para no darles la oportunidad de dirigirme una última sonrisa de mofa o cualquier otra manifestación de entusiasmo. Pero me sentía mejor, desde luego, extrañamente revivido. Le había prometido a mi familia, pero también a mí mismo, que ahora llevaría una clase de vida normal y no sólo una vida profesional, no una serie de investigaciones de asesinatos. Y sin embargo, mientras me alejaba en coche de la casa, mi último pensamiento fue: «Gary Soneji está otra vez en la calle. ¿Qué vas a hacer al respecto?». Para empezar, iba a tener una cena estupenda, pacífica y excitante con Christine Johnson. No pensaba dedicarle a Gary Soneji otro pensamiento durante el resto de la noche. Iba a estar deslumbrante, si es que no estaba francamente «precioso». 16 Kinkeads, en Foggy Bottom, es uno de los mejores restaurantes de Washington y de cualquier otra ciudad en los que yo he comido. La comida allí podía ser incluso mejor que la de casa, aunque yo nunca le diría eso a Nana. Aquella noche iba a utilizar todos mis recursos, o por lo menos lo iba a intentar, para hacerlo lo mejor posible. Christine y yo habíamos quedado en encontrarnos en el bar a eso de las siete. Llegué un par de minutos antes de las siete, y ella entró justo detrás de mí. Como almas gemelas. Así empezó la primera cita. Hilton Felton estaba tocando al piano, como de costumbre, una seductora música de jazz en la planta baja, cosa que hacía seis noches a la semana. Los fines de semana se le unía Ephrain Woolfolk al bajo. Bob Kinkead entraba y salía de la cocina, adornando e inspeccionando cada plato. Todo parecía perfecto. No podía estar mejor. —Este sitio es realmente fantástico. Hacía años que quería venir —me confió Christine mientras echaba un vistazo de aprobación a su alrededor desde la barra de madera de cerezo; luego miró hacia la escalera que conducía al restaurante principal. Yo nunca la había visto como aquella noche, tan bien arreglada, y estaba todavía más guapa de lo que me había imaginado. Llevaba puesto un vestido largo de color negro que le dejaba al descubierto unos hombros bien formados, y un chal color crema ribeteado de encaje negro le colgaba de un brazo. Lucía un collar hecho con un broche antiguo que me gustaba muchísimo. Calzaba unos zapatos negros planos, pero aún así medía casi un metro ochenta. Olía a flores. Abría mucho los ojos castaños aterciopelados y le chispeaban con esa clase de deleite que yo sospechaba ella veía en sus alumnos del colegio, pero que estaba ausente en los rostros de la mayoría de los adultos. Sonreía sin esfuerzo. Parecía contenta de estar allí. Yo quería parecer cualquier cosa antes que inspector de homicidios, así que había elegido una camisa de seda negra que Jannie me había regalado por mi cumpleaños. Ella la llamaba mi «camisa de tío bueno». También me había puesto un pantalón negro, un elegante cinturón de cuero negro y zapatos del mismo color. Ya sabía que estaba «precioso». Nos acompañaron a un reservado acogedor en el entresuelo. Suelo mantener el «atractivo físico» en el lugar que le corresponde, pero todas las cabezas se giraban cuando Christine y yo atravesábamos el comedor. Se me había olvidado por completo cómo era salir con una mujer y que pasara aquello. Debo confesar que en cierto modo me gustaba esa sensación. Empezaba a recordar lo que significa estar con alguien con quien quieres estar. También estaba recordando cómo es sentirse completo, o casi completo, o por lo menos en el camino para volver a estar completo. Nuestro acogedor reservado daba a la avenida Pennsylvania, y desde él también se veía sin estorbos a Hilton tocando el piano. Perfecto. —¿Cómo te ha ido el día? —me preguntó Christine cuando nos hubimos instalado en el reservado. —Sin novedad —repuse, y me encogí de hombros—. Sólo un día más en la vida del Departamento de Policía de Washington. Christine también se encogió de hombros. —He oído algo en la radio acerca de un tiroteo en la estación Unión. ¿No estuviste tú involucrado con Gary Soneji en cierto momento de tu ilustre carrera? —Lo siento, ahora estoy fuera de servicio —le indiqué—. Por cierto, me encanta tu vestido. «También me encanta ese viejo broche que has convertido en collar. Y me gusta que te hayas puesto zapatos planos sólo por si yo necesitaba sentirme un poco más alto esta noche, cosa que no ocurre». —Treinta y un dólares —me respondió Christine. Y sonrió con una timidez encantadora. Aquel vestido, puesto en ella, daba la impresión de valer un millón. O al menos eso me parecía a mí. La miré a los ojos para ver si se sentía bien. Habían pasado más de seis meses desde la muerte de su marido, pero eso realmente no es demasiado tiempo. Me pareció que se sentía muy bien, y sospechaba que si esa situación cambiaba, me lo diría. Elegimos una estupenda botella de Merlot. Luego compartimos unas almejas de Ipswich, que estaban muy llenas y poco aliñadas, pero que eran un buen comienzo para una cena en Kinkeads. De plato principal pedí un aterciopelado estofado de salmón. Christine eligió aún mejor. Langosta con col rehogada en mantequilla, puré de alubias y aceite de trufas. No paramos de hablar durante el rato que estuvimos comiendo. Ni un minuto. No me había sentido tan libre y a gusto junto a alguien desde hacía muchísimo tiempo. —Damon y Jannie aseguran que eres la mejor directora que existe. Me han pagado un dólar cada uno para que te lo diga. ¿Cuál es tu secreto? —le pregunté a Christine en un momento de la conversación. Me sorprendí al darme cuenta de que estaba luchando contra el impulso de limitarme a parlotear cuando estaba cerca de ella. Christine se quedó pensando durante unos instantes antes de contestar. —Bueno, supongo que la respuesta más fácil y quizá la verdadera es, sencillamente, que enseñar me hace sentirme bien. La otra respuesta que me gusta dice así: «Si eres diestro, es realmente difícil escribir con la mano izquierda». Pues bien, la mayoría de los niños son todo mano izquierda al principio. Siempre intento recordarlo. Ése es mi secreto. —Cuéntame cómo te ha ido hoy en el colegio —le pedí mientras la miraba fijamente a los ojos castaños, pues era incapaz de no hacerlo. A Christine le sorprendió aquella pregunta. —¿De verdad quieres saber cómo me ha ido el día en el colegio? ¿Por qué? —De verdad que sí. Pero no sé por qué. «Excepto porque me encanta el sonido de tu voz. Me encanta tu forma de ver las cosas». —En realidad hoy ha sido un gran día —comenzó a explicarme, y los ojos se le volvieron a iluminar—. ¿Estás seguro de que quieres que te lo cuente, Alex? No quiero aburrirte con historias del trabajo. Asentí. —Sí, estoy seguro. No hago preguntas cuyas respuestas no quiero oír. —Bueno, pues te contaré cómo me ha ido el día. Hoy todos los niños tenían que hacer como que tenían setenta u ochenta años. De manera que tenían que moverse un poco más despacio de lo que acostumbran; tenían que vérselas con los achaques, con el hecho de estar solos y con no ser siempre el centro de la atención. A eso lo llamamos «ponerse dentro de la piel de los demás», y lo hacemos a menudo en la escuela Truth. Es un programa estupendo y he pasado un día muy bueno, Alex. Gracias por preguntármelo. Has sido muy amable. Christine volvió a preguntarme cómo me había ido a mí el día, y le conté lo menos posible. No quería intranquilizarla, y a mí tampoco me convenía revivir aquel día. Estuvimos hablando de jazz, de música clásica y de la última novela de Amy Tan. Christine parecía estar enterada de todo; se sorprendió de que yo hubiera leído Los cien sentidos secretos, y se sorprendió aún más de que me hubiese gustado. Me explicó cómo había sido para ella criarse en el sureste, y me contó un gran secreto: lo de Dumbo-Diente. —Durante toda la escuela primaria fui Dumbo-Diente —me confió Christine—. Así es como me llamaban algunos niños. Tengo las orejas bastante grandes, ¿sabes? Como Dumbo, el elefante volador. —Se retiró el cabello hacia atrás—. Mira. —Muy bonitas —comenté. Se echó a reír. —No destroces tu credibilidad. Es verdad que tengo las orejas grandes. Y también tengo esta sonrisa grande, con montones de dientes y encías. —De manera que algún niño listillo salió con lo de Dumbo-Diente ¿no? —Fue mi hermano Dwight. También me llamaba Dumbo Din. Todavía no me ha pedido disculpas. —Bueno, yo te las pido por él. Tienes una sonrisa deslumbrante y el tamaño de tus orejas es perfecto. Christine volvió a reírse. Me encantaba oír aquella risa suya. En realidad me encantaba todo en ella. No podría haberme sentido más feliz la primera noche que salíamos. 17 El tiempo pasó volando. Estuvimos hablando de escuelas privilegiadas, de un curriculum nacional, de una exposición de Gordon Parks en el Corcoran y también de muchas tonterías. Habría asegurado que eran más o menos las nueve y media cuando casualmente le eché una ojeada al reloj. En realidad eran ya las doce menos diez. —Mañana hay colegio —me recordó Christine—. Tengo que irme, Alex. De verdad. La carroza se convertirá en una calabaza y todo eso. Christine tenía aparcado el coche en la calle Diecinueve, y fuimos andando juntos hasta allí. Las calles estaban silenciosas, vacías, relucientes bajo las farolas. Notaba como si hubiera bebido un poco en exceso, pero sabía que no era así. Me sentía libre, sin preocupaciones, y recordé cómo era sentirse así. —Me gustaría repetir esto alguna vez. ¿Qué te parece mañana por la noche? —le pregunté. Y empecé a sonreír. Dios mío, me gustaba mucho cómo iba aquello. De pronto algo se estropeó. Descubrí una mirada suya que no me gustó: tristeza y preocupación. Christine clavó la vista en mis ojos. —Me parece que no, Alex. Lo siento —me dijo—. De verdad que lo siento. Creía que estaba preparada, pero me he dado cuenta de que en realidad todavía no lo estoy. Dicen que las cicatrices crecen con nosotros. Aspiré un poco de aire. No me esperaba aquello. En realidad no recuerdo haberme equivocado nunca tanto sobre cómo me estaban yendo las cosas con alguien. Fue como si me hubiesen dado un puñetazo repentino en el pecho. —Gracias por llevarme al restaurante más agradable en el que he estado nunca —me dijo—. Lo siento mucho, de veras. No es por nada que tú hayas hecho, Alex. Christine continuó mirándome a los ojos. Parecía estar buscando algo, e imagino que no lo encontraba. Se metió en el coche sin decir nada más. De pronto me pareció muy eficiente, alguien que lo tenía todo bajo control. Puso en marcha el vehículo y se alejó. Me quedé de pie en la calle vacía, mirando hasta que las resplandecientes luces de freno del coche desaparecieron. «No es por nada que tú hayas hecho, Alex». Podía oír aquellas palabras suyas repitiéndose en mi cabeza. 18 El niño malo estaba de regreso en Wilmington, Delaware. Tenía trabajo que hacer allí. En cierto modo, hasta puede que aquélla fuera la mejor parte. Gary Soneji anduvo paseando lentamente por las bien iluminadas calles de Wilmington, aparentemente sin que le preocupase nada en el mundo. ¿Por qué iba a preocuparse? Era lo bastante hábil con el maquillaje y los disfraces como para engañar a todos aquellos tiesos que vivían allí, en Wilmington. Los había podido engañar en Washington, ¿no? Se detuvo y se quedó mirando un enorme cartel que había cerca de la estación. Decía, en letras rojas sobre fondo blanco: «Wilmington: un lugar para ser alguien». Qué chiste tan estupendo y sin intención, pensó. También lo era un mural de tres pisos de abotagadas ballenas y delfines que daba la impresión de que lo hubieran robado de alguna ciudad costera del sur de California. Alguien debería contratar al Ayuntamiento de Wilmington para trabajar en Saturday Night Live. Era bueno, realmente bueno. Soneji llevaba consigo una bolsa de lona, pero no llamaba la atención. Las personas que vio durante aquel pequeño paseo parecían vestidas con ropa sacada de un catálogo de Sears de alrededor de 1961. Montones de prendas que no servían precisamente para favorecer la figura; telas a cuadros de colores horrorosos. Y todo el mundo llevaba zapatos marrones cómodos. También oyó unas cuantas veces ese acento irritante que es una mezcla del acento inglés y del norteamericano, un dialecto feo y simple para pensamientos feos y simples. Caramba, mira que haber vivido en aquel lugar. ¿Cómo demonios había sobrevivido durante aquellos estériles años? ¿Por qué se había molestado en volver ahora? Bueno, él sabía la respuesta a aquella pregunta. Soneji sabía por qué había regresado. Por venganza. Era la hora de hacer pagar. Salió de la calle North y se adentró en su antigua calle, la avenida Central. Se detuvo enfrente de una casa de ladrillo pintada de blanco y la estuvo contemplando durante largo rato. Era modesta, de estilo colonial, y tenía dos plantas. Había pertenecido a los abuelos de Missy, y por eso ella no se había mudado a otra parte. «Pega un taconazo, Gary. Caray, no hay nada como el propio hogar». Abrió la bolsa de lona y sacó su arma preferida, un arma de la que estaba especialmente orgulloso. Había esperado mucho tiempo para usarla. Finalmente, Gary Soneji cruzó la calle y caminó con paso vivo hasta la puerta principal como si fuera el amo. Utilizó la llave que tenía desde hacía cuatro años, desde la última vez que había estado allí, el día que Alex Cross había irrumpido en su vida junto con su compañero John Sampson. Abrió la puerta y… qué dulce… su esposa y su hija lo estaban esperando levantadas; comían Poppycock y miraban Friends en el televisor. —Hola. ¿Os acordáis de mí? Las dos se pusieron a gritar. Su propia y dulce esposa, Missy. Su querida hijita, Roni. Se pusieron a gritar como desconocidas, porque lo conocían muy bien y porque habían visto el arma. 19 Si alguna vez empiezas a afrontar todas las verdades, lo más probable es que no te levantes por la mañana. Nuestro cuartel general dentro de la sede de la policía estaba lleno a reventar de teléfonos que sonaban, de ordenadores que funcionaban, de material de vigilancia de vanguardia. A mí no me engañaba toda aquella actividad ni el ruido. Todavía no habíamos llegado a ninguna parte en el caso del tiroteo. Para empezar me pidieron que diera un informe sobre Soneji. Se suponía que yo lo conocía mejor que nadie, aunque a mí me parecía que no sabía lo suficiente, sobre todo en ese momento. Celebramos lo que se llama una mesa redonda. En el transcurso de una hora resumí los detalles del secuestro de dos niños perpetrado por aquel hombre hacía unos años en Georgetown, cómo había ido su captura y las docenas de entrevistas que había tenido con él en la prisión Lorton antes de que escapase. Una vez que todo el equipo operativo se puso en marcha, yo también me puse a trabajar. Necesitaba averiguar quién era Soneji, quién era realmente; y por qué había decidido regresar precisamente en aquel momento; y también por qué había vuelto a Washington. Seguí trabajando durante la hora de comer y no me fijé en la hora. Tardé todo ese tiempo en ordenar la montaña de datos que habíamos recopilado acerca de Soneji. Alrededor de las dos de la tarde me di cuenta con pesar de la cantidad de chinchetas que había en el gran tablón en el que recogíamos la información importante. Un cuartel general no es un cuartel general si no hay mapas clavados con chinchetas y un gran tablón de anuncios. En lo más alto de nuestro tablón estaba puesto el nombre que el jefe de detectives le había dado al caso. Había elegido «Telaraña», pues Soneji ya se había percatado de que se le conocía con el mote de Araña en los círculos policiales. En realidad era yo quien había acuñado el mote. Venía de las complejas telarañas que aquel tipo siempre había sido capaz de tejer. Una sección del gran tablón estaba dedicada a las «pistas civiles». Éstas eran en su mayoría explicaciones de testigos presenciales de fiar que se encontraban la mañana anterior en la estación Unión. Otra sección se dedicaba a las «pistas policiales», la mayoría de las cuales consistían en informes del inspector de la terminal de ferrocarril. Las pistas civiles son informes de «ojos no entrenados»; las pistas policiales lo son de «ojos entrenados». Hasta el momento, el tono de todos los informes era que nadie tenía una buena descripción del aspecto que Gary Soneji presentaba en la actualidad. Puesto que Soneji había demostrado una inusitada habilidad con los disfraces en el pasado, aquella noticia no era sorprendente, pero a todos nos resultaba perturbadora. El historial personal de Soneji estaba expuesto en otra parte del tablón. Una larga y enroscada lista impresa por ordenador enumeraba todas las jurisdicciones donde en una u otra ocasión se le había acusado de algún crimen, incluidos varios homicidios de sus primeros años que seguían sin resolver en Princeton, Nueva Jersey. Fotos polaroid prendidas también en el tablero mostraban las pruebas que teníamos hasta el momento. Habían escrito con rotulador debajo de las fotografías y los pies de foto decían cosas como «Habilidades conocidas, Gary Soneji», «Localización de escondites, Gary Soneji», «Características físicas, Gary Soneji», «Armas preferidas, Gary Soneji». En el tablón había una categoría para «socios conocidos», pero todavía estaba vacía. Y era probable que permaneciera así. Por lo que yo sabía, Soneji siempre había trabajado solo. Me pregunté si esa suposición seguiría siendo exacta. ¿Habría cambiado aquel hombre desde nuestro último altercado? Alrededor de las seis y media de la tarde recibí una llamada del laboratorio de pruebas del FBI, en Quantico. Era Curtis Waddle, un buen amigo mío que estaba al corriente de lo que yo sentía acerca de Soneji. Me había prometido que me pasaría información siempre y cuando él la tuviera. —¿Estás sentado, Alex? ¿O estás paseando con uno de esos estúpidos teléfonos inalámbricos en la mano? —me preguntó. —Estoy paseando, Curtis. Pero llevo conmigo un teléfono anticuado. Hasta es negro. El propio Alexander Graham daría su aprobación. El jefe del laboratorio se echó a reír y me imaginé su cara, ancha y pecosa, y el rizado cabello rojo recogido con gomas en una cola de caballo. A Curtis le encanta hablar, y he descubierto que hay que dejarle hacerlo, pues si no, se siente herido y hasta puede que un poco despechado. —Buen chico, buen chico. Escucha, Alex. Tengo algo aquí, pero no creo que te vaya a gustar. A mí no me gusta. Ni siquiera estoy seguro de confiar en lo que tenemos. Logré intervenir con unas cuantas palabras en la conversación. —Hum, ¿y qué tienes, Curtis? —La sangre que hallamos en la culata y en el cañón del rifle que estaba en la estación Unión, ¿te acuerdas? Encaja perfectamente con otra. Pero, como te decía, no sabemos si fiarnos de lo que tenemos. Kyle está de acuerdo. ¿Lo adivinas? No es sangre de Soneji. Curtis tenía razón. No me gustaba oír todo aquello, pues odiaba las sorpresas en cualquier investigación de asesinato. —¿Qué demonios significa eso? ¿De quién es la sangre, Curtis? ¿Lo sabes ya? Lo oí inspirar profundamente y luego lanzar el aire con un soplido. —Es tuya, Alex. Es tu sangre la que estaba en el rifle del francotirador. SEGUNDA PARTE La caza del monstruo 20 Era la hora punta en la estación Penn de la ciudad de Nueva York cuando llegó Soneji. Había llegado puntual, justo según lo planeado, para el siguiente acto. Tío, había vivido aquel momento con toda exactitud mil veces antes. Legiones de patéticos seres humanos agotados iban de camino a casa, donde se dejarían caer en la almohada (nada de manoseos para aquellos casos penosos), dormirían durante lo que les parecería un instante y luego, a la mañana siguiente, volverían a ponerse de camino al tren. ¡Caray…! ¡Y decían que él estaba loco! Aquél era absoluta, positivamente, el mejor momento… Llevaba soñando con él más de veinte años. ¡Con aquel preciso momento! Había planeado llegar a Nueva York entre las cinco y las cinco y media, y allí estaba. ¡Aquí está Gary! Se había imaginado a sí mismo, se había visto a sí mismo saliendo de los profundos túneles oscuros de la estación Penn. Además sabía que cuando llegase arriba iba a estar furioso, fuera de sí. Lo sabía antes de empezar a oír la música ambiental de circo, una cancioncilla para desfilar de John Philip Sousa totalmente demente a la que se superponían anuncios de trenes con sonido metálico. —Ahora pueden acceder por la puerta A hasta la vía 8, Bay Head Junction —proclamaba una voz paternal para aquellos que estuvieran despistados. Todos a bordo con destino a Bay Head Junction. ¡Todos a bordo, imbéciles patéticos, robots chalados! Miró a un pobre y estúpido mozo de estación que tenía una expresión aturdida y vacía, como si la vida lo hubiera abandonado hacía treinta años. —No puedes dejar en tierra a un hombre malo —le dijo Soneji al hombre de la gorra roja que pasaba junto a él—. ¿Me oyes? ¿Oyes lo que te digo? —Que te jodan —le contestó el de la gorra roja. Gary Soneji soltó una risotada. Tío, cómo le gustaban aquellos oprimidos malhumorados. Los había por todas partes; últimamente, eran como una plaga. Se quedó mirando al hosco hombre de la gorra roja, y decidió castigarlo, dejarlo vivir. «Hoy no es tu día para morir. Tu nombre se queda en el Libro de la Vida. Sigue caminando». Estaba furioso, justo como sabía que lo estaría. Lo veía todo rojo. La sangre que le corría por el cerebro provocaba un sonido resonante y ensordecedor. No era agradable. No llevaba a un pensamiento racional y cuerdo. ¿Y la sangre? ¿Lo habrían averiguado ya los sabuesos buscadores? La estación estaba llena hasta los topes de neoyorquinos, en el peor momento del día, que se daban empujones y gruñían sin parar. Aquellos condenados viajeros de cercanías eran increíblemente agresivos e irritantes. ¿No se daría cuenta de eso ninguno de ellos? Bueno, demonios, seguro que sí. ¿Y qué hacían al respecto? Se ponían aún más agresivos y detestables. Pero ninguna de aquellas personas tenía ni una sombra de la ira hirviente que sentía él. Ni remotamente. El odio de él era puro. Destilado. Él era ira. Él hacía aquellas cosas acerca de las cuales la mayoría de los demás sólo fantaseaban. La ira de aquella gente era confusa y borrosa, y les estallaba en la cabeza, que era como una burbuja. Él veía la ira con claridad y por ello actuaba sobre ella con rapidez. Era estupendo estar dentro de la estación Penn, crear otra escena. Sin duda ya se estaba ambientando. Se estaba fijando en todo al máximo, en tres dimensiones. Dunkin Donuts, Knot Just Pretzels, Limpiabotas Shoetrician. Y debajo, el omnipresente estruendo de los trenes. Era exactamente como siempre se lo había imaginado. Sabía perfectamente lo que venía a continuación… y cómo acabaría todo. Gary Soneji tenía un cuchillo de quince centímetros apretado contra la pierna. Era una auténtica pieza de coleccionista. Tenía el mango de nácar y una hoja afilada de forma serpenteante. —Un cuchillo vistoso para un individuo vistoso —le había dicho un vendedor repeinado hacía muchísimo tiempo. —¡Envuélvalo! —le pidió él. Desde entonces lo había tenido siempre. Para las ocasiones especiales como aquélla. O, en cierta ocasión, para matar a un agente del FBI llamado Roger Graham. Pasó junto a Hudson News con todas aquellas revistas de papel satinado que mostraban rostros mirando hacia el mundo, mirándolo a él, tratando de hacerle llegar su propaganda. Seguía recibiendo empujones y codazos de sus compañeros, los viajeros de cercanías. ¿Es que no paraban nunca? ¡Vaya! Vio a un personaje sacado de sus sueños de mucho tiempo atrás, cuando todavía era niño. Allí estaba el tipo. No cabía la menor duda. Reconoció el rostro, el modo como aquel hombre movía el cuerpo, todo en él le resultaba conocido. Era el tipo del traje a rayas grises, del traje de negocios, el hombre que le recordaba a su padre. —¡Te lo tenías buscado desde hace mucho tiempo! —Le susurró Soneji al señor Rayas Grises con un gruñido—. Te lo tenías buscado hace mucho. Empujó la hoja del cuchillo, la sintió hundirse en carne. Era tal como lo había imaginado. El hombre de negocios vio cómo el cuchillo se le hundía en el pecho cerca del corazón. Una expresión asustada y perpleja le cruzó el rostro. Luego cayó al suelo de la estación, muerto, frío como una piedra, con los ojos en blanco y la boca petrificada en un grito silencioso. Soneji sabía lo que tenía que hacer a continuación. Dio la vuelta, saltó hacia su izquierda y le clavó el cuchillo a una segunda víctima que parecía un tipo gandul. El individuo llevaba una camiseta Naked Lacrosse. Los detalles no importaban, pero algunos de ellos se le quedaron grabados en la mente. Luego hirió a un hombre negro que vendía Street News. Tres por tres. Lo que realmente importaba era la sangre. Soneji se quedó observando cómo la preciosa sangre se derramaba sobre el suelo de cemento sucio, manchado y moteado. Salpicó la ropa de los viajeros de cercanías, formó charcos debajo de los cuerpos. La sangre era una pista, un test de Rorschach para que la analizasen los especialistas de la policía y el FBI. La sangre estaba allí para que Alex Cross intentase adivinar. Gary Soneji dejó caer el cuchillo. Había una confusión increíble, gritos por todas partes, tanto pánico en la estación Penn que por fin despertó a los muertos andantes. Levantó la vista hacia el laberinto de letreros color granate, cada uno de ellos con pulcra grafía helvética: «Salida a la Calle 31», «Comprobación de paquetes», «Información para visitantes», «Metro Octava Avenida». Conocía la salida de la estación Penn. Todo estaba previsto. Había tomado aquella decisión un millar de veces antes. Echó a correr de nuevo hacia los túneles. Nadie trató de detenerlo. Volvía a ser el niño malo. Puede que su madrastra hubiera estado en lo cierto en aquello. Su castigo sería montar en los metros de Nueva York. Brrrr. ¡Qué miedo! 21 Eran las siete de aquella misma tarde. Una extraña y poderosa sensación se apoderó de mí. Sentí que estaba fuera de mí, mirándome a mí mismo. De camino hacia casa pasé con el coche por delante de la escuela Sojourner Truth. Vi estacionado el coche de Christine Johnson y me detuve. Bajé del coche y la esperé. Me sentía increíblemente vulnerable. Y un poco tonto. No me esperaba que Christine estuviera en el colegio a una hora tan tardía. Por fin, a las siete y cuarto, salió del colegio. Desde que la vi no pude contener la respiración. Me sentía como un colegial. Puede que aquello estuviera bien, puede que fuera bueno. Por lo menos, yo volvía a sentir de nuevo. Estaba tan fresca y atractiva como si acabase de llegar al colegio. Se había puesto un vestido de flores amarillas y azules ceñido alrededor de la cintura, que era muy estrecha. Calzaba zapatos de tacón azules abiertos por el talón y llevaba un bolso del mismo color colgado del hombro. El tema central de Esperando un respiro no dejaba de darme vueltas en la cabeza. Yo estaba esperando, desde luego. Christine me vio e inmediatamente pareció turbarse. Siguió andando como si tuviera prisa por estar en otra parte, en cualquier parte menos allí. Llevaba los brazos cruzados sobre el pecho. «Eso es mala señal», pensé. El peor lenguaje corporal posible. Protector y temeroso. Una cosa quedaba ya definitivamente clara: Christine Johnson no deseaba verme. Yo me daba cuenta de que no debería haber ido allí, de que no debería haberme detenido allí, pero no había podido evitarlo. Necesitaba comprender qué había pasado cuando nos fuimos de Kinkeads. Sólo eso, nada más. Una explicación simple y sincera, aunque me doliera. Aspiré hondo y me acerqué a ella. —Hola —la saludé—. ¿Quieres dar un paseo? Hace una noche muy bonita. Casi no podía hablar, y eso que yo no me quedo nunca sin palabras. —¿Te estás tomando un descanso en una de tus habituales jornadas laborales de veinticuatro horas? Christine esbozó una media sonrisa, o por lo menos intentó hacerlo. Le devolví la sonrisa, aunque me sentía muy mal, e hice un movimiento negativo con la cabeza. —He terminado por hoy. —Comprendo. Claro, podemos pasear un poquito, unos minutos. Hace una noche agradable, tienes razón. Torcimos por la calle F y entramos en el parque Garfield, que estaba especialmente bonito a principios de verano. Estuvimos caminando en silencio. Finalmente nos detuvimos cerca de un campo de béisbol que estaba atestado de niños. Jugaban un frenético partido. No nos encontrábamos lejos de la carretera Eisenhower, y el ruido sibilante del tráfico en hora punta era constante, casi resultaba tranquilizador. Las magnolias estaban en flor, lo mismo que los tulipanes. Algunos padres jugaban con sus hijos; todo el mundo estaba de buen humor aquella tarde. Aquél había sido el parque de mi barrio durante casi treinta años, y durante las horas de luz del día casi podía resultar idílico. María y yo solíamos ir allí con mucha frecuencia cuando Damon era muy pequeño y ella estaba embarazada de Jannie. Gran parte de todo aquello está empezando a desvanecerse ya, cosa que probablemente sea buena señal, aunque también resulta triste. Finalmente, Christine se decidió a hablar. —Lo siento mucho, Alex. —Había empezado a hablar con la mirada clavada en el suelo, pero luego levantó aquellos preciosos ojos suyos hacia los míos—. Siento lo de la otra noche. Aquella escena desagradable junto a mi coche. Supongo que me dejé llevar por el pánico. Para serte sincera, ni siquiera sé con exactitud qué me sucedió. —Seamos sinceros —le pedí—. ¿Por qué no? Me daba cuenta de que a Christine le resultaba difícil, pero yo necesitaba saber cómo se sentía. Necesitaba algo más de lo que me había dicho al salir del restaurante. —Voy a intentar explicártelo —me comentó. Se apretaba las manos. No dejaba de dar golpecitos rápidos con un pie. Todo ello era mala señal. —Quizá haya sido culpa mía —le dije—. Fui yo quien no dejó de pedirte que salieras a cenar conmigo hasta que… Christine adelantó una mano, la puso encima de la mía y me interrumpió. —Por favor, déjame terminar —me pidió. Apareció de nuevo su media sonrisa—. Déjame que te diga esto de una vez por todas. Bueno, de todos modos iba a llamarte. Tenía pensado llamarte esta noche. Y ten la seguridad de que lo habría hecho. Ahora estás nervioso, y yo también. Dios mío, qué nerviosa estoy —dijo en voz baja—. Sé que he herido tus sentimientos, y eso no me gusta. Es la última cosa que quería hacer. Tú no te mereces que nadie te haga daño. —Christine estaba tiritando ligeramente. La voz también le temblaba mientras hablaba—. Alex, mi marido murió a causa de esa clase de violencia con la que tú tienes que vivir cada día. Tú aceptas ese mundo, pero yo no creo que pueda hacerlo. No soy de esa clase de personas, sencillamente. No podría soportar perder a alguien cercano otra vez. ¿Tiene algún sentido lo que te estoy diciendo? Me siento un poco confusa. Ahora las cosas se iban aclarando. Al marido de Christine lo mataron en diciembre. Ella decía que habían tenido graves problemas en su matrimonio, pero lo amaba. Christine vio cómo le disparaban en su casa, lo vio morir. En aquel entonces yo la abracé, pues formaba parte del equipo que llevó el caso de su asesinato. Quería abrazarla de nuevo, pero sabía que era un error. Christine seguía abrazándose a sí misma con fuerza, y yo comprendía sus sentimientos. —Por favor, escúchame, Christine. Probablemente no me muera hasta que tenga cerca de noventa años. Soy demasiado testarudo y corriente para morir. Y eso nos concedería más tiempo juntos del que hemos vivido hasta ahora cualquiera de los dos. Cuarenta y tantos años. Me parece que eso es también mucho tiempo para estar esquivándonos el uno al otro. Christine movió la cabeza ligeramente de un lado a otro, y siguió mirándome fijamente a los ojos. Por fin le asomó una sonrisa a los labios. —Desde luego, hay que reconocer que me gusta cómo piensas. Tan pronto eres el inspector Cross… como eres este niño tan abierto y dulce. —Se llevó las manos a la cara—. Oh, Dios mío, ni siquiera sé lo que estoy diciendo. Todo dentro de mí me decía que lo hiciera, todos mis instintos, todos mis sentimientos. Lenta y cuidadosamente alargué las manos y cogí a Christine en mis brazos. Encajaba perfectamente. Sentí que me derretía y me gustó. Incluso me gustó advertir que tenía las piernas temblorosas y débiles. Nos besamos por primera vez; Christine tenía la boca suave y muy dulce. Apretó los labios contra los míos y no se retiró, como yo había imaginado que quizá haría. Le pasé la punta de los dedos por una mejilla, luego por la otra. Tenía la piel suave y yo sentía cosquillas en la punta de los dedos. Era como si hubiese estado sin aire durante mucho tiempo y de pronto pudiera volver a respirar. Podía respirar. Me sentía vivo. Christine había cerrado los ojos, pero ahora los abrió. Nuestros ojos se encontraron y sostuvimos la mirada. —Justo como me lo imaginaba —me susurró—. Unas cuatrocientas cincuenta veces. Y entonces ocurrió lo peor que podía imaginarse: sonó el timbre del busca. 22 A las seis en punto en la ciudad de Nueva York sonaban por todas partes sirenas de coches patrulla de la policía y de ambulancias de urgencia en un radio de cinco manzanas; el tráfico, siempre muy congestionado, era terrible alrededor de la estación Penn. El inspector Manning Goldman aparcó el Ford Taurus de color azul oscuro delante del edificio de correos de la Sexta Avenida y corrió hacia la escena del asesinato múltiple. La gente se paraba en aquella transitada avenida para mirar a Goldman. Por todas partes se volvían las cabezas tratando de averiguar qué ocurría y cómo encajaba en ello aquel hombre que iba corriendo. Goldman tenía el pelo largo y ondulado de color caramelo y gris. Un pendiente de oro le brillaba en un lóbulo. Goldman parecía más un músico de rock o de jazz entrado en años que un inspector de Homicidios. El compañero de Goldman era otro inspector, que estaba en su primer año en la policía, llamado Carmine Groza. Tenía una constitución fuerte y el cabello negro y ondulado, y a la gente le recordaba a Sylvester Stallone de joven, con el que Groza odiaba que lo comparasen. Goldman rara vez le hablaba y, en su opinión, Groza nunca había pronunciado una sola palabra que mereciera la pena escucharse. No obstante, Groza seguía de cerca a su compañero de cincuenta y ocho años, que en la actualidad era el inspector de Homicidios más viejo de Manhattan que seguía trabajando en las calles; posiblemente era el más listo y, desde luego, el cabrón más mezquino y gruñón que Groza había conocido. Se sabía que, en lo referente a política, Goldman se situaba a la derecha de Pat Buchanan y de Rush Limbaugh; pero, como la mayoría de los rumores, o lo que él llamaba «asesinatos caricaturescos», aquél estaba equivocado. En ciertos temas, como la detención de delincuentes, los derechos de éstos frente a los derechos de otros ciudadanos y la pena de muerte, Goldman era definitivamente un conservador radical. Sabía que cualquiera que tuviera medio cerebro y que trabajase en Homicidios durante un par de horas llegaría exactamente a las mismas conclusiones a las que había llegado él. Por otra parte, en lo referente al derecho a elegir de las mujeres, a los matrimonios del mismo sexo o incluso en lo tocante a Howard Stern, Goldman era tan liberal como su hijo de treinta años, que precisamente era abogado del Sindicato Americano de Libertades Civiles. Naturalmente, eso se lo guardaba Goldman para sí mismo. Lo último que deseaba era echar a perder aquella reputación de cabrón insufrible. Si le ocurría eso, quizá tendría que hablar con aquellos memos jóvenes y emprendedores como Sly Groza. Goldman se conservaba en buena forma; mejor que Groza, a pesar de su rígida dieta de comidas rápidas, bebidas de cola y tés azucarados. Ahora Goldman corría a contra corriente de la marea de gente que salía a raudales de la estación Penn. Los asesinatos, por lo menos de los que él tenía conocimiento hasta el momento, se habían cometido en y alrededor de la zona principal de espera de aquella estación de trenes. El asesino había escogido la hora punta por alguna razón, iba pensando Goldman cuando apareció ante su vista la zona de espera de la estación de trenes. O bien eso, o bien el asesino sólo se había vuelto loco por casualidad a una hora en que la estación estaba atestada de presuntas víctimas. Manning Goldman se preguntaba qué sería lo que había llevado a aquel chiflado a la estación Penn en hora punta. Él ya tenía al respecto una teoría que daba miedo, aunque de momento se la guardaba para sí mismo. —Manning, ¿tú crees que sigue por aquí? —le preguntó Groza desde atrás. La costumbre de Groza de llamar a todo el mundo por el nombre de pila realmente lo irritaba. Goldman hizo caso omiso de su compañero. No, él no creía que el asesino continuase en la estación Penn. El asesino andaba suelto por Nueva York. Eso sí que le preocupaba enormemente. Le revolvía las tripas, que últimamente no tenía demasiado bien; en realidad, no las había tenido bien durante los dos últimos años. Dos vendedores ambulantes que empujaban carritos cortaban mañosamente el paso hacia la escena del crimen. Un carrito se llamaba Montego City Slickers Leather; el otro, Desde Rusia con Amor. Deseó que regresaran a Jamaica y a Rusia respectivamente. —Departamento de Policía de Nueva York. Abran paso, por favor. ¡Y quiten del medio esos carritos! —les gritó Goldman a los vendedores. Se abrió paso a empujones entre la multitud, compuesta de mirones, otros policías y personal de la estación de trenes; se habían congregado cerca del cadáver de un hombre negro que llevaba el pelo trenzado y la ropa ajada. Había ejemplares del Street News esparcidos alrededor del cuerpo, y Goldman adivinó el oficio del muerto y el motivo por el cual se encontraba en la estación de trenes. Al acercarse más vio que la víctima debía de tener unos treinta años y que yacía sobre una enorme cantidad de sangre, algo fuera de lo normal. Demasiada. Todo el cuerpo estaba rodeado por un charco de color rojo vivo. Goldman se acercó a un hombre que iba vestido con un traje azul oscuro y llevaba una prominente insignia de Amtrak azul y roja en la solapa. —Inspector Goldman, de Homicidios —le dijo al tiempo que le mostraba la placa—. Vías diez y once. —Goldman señaló hacia uno de los letreros que había en lo alto—. ¿Qué tren había venido por esas vías justo antes de los apuñalamientos? El director de Amtrak consultó un grueso librito que guardaba en el bolsillo del pecho. —El último tren que ha entrado por la diez… sería el Metroliner procedente de Filadelfia, Wilmington y Baltimore, con origen en Washington. Goldman asintió. Era exactamente lo que se había temido cuando oyó que un asesino había actuado en la estación de trenes y que había conseguido escapar. Eso indicaba que tenía las ideas claras. El asesino tenía un plan en la cabeza. Goldman sospechaba que el asesino de la estación Unión y el de la estación Penn podían ser uno solo, el mismo… y que ahora quizá aquel maníaco estaba allí, en Nueva York. —¿Tienes ya alguna idea, Manning? —volvió a ladrar Groza a su lado. Finalmente Goldman le dirigió la palabra a su compañero, aunque sin mirarlo. —Sí, estaba pensando que hay tapones para los oídos, y también tapones para toneles, así que me pregunto por qué no habrá tapones para bocazas. Luego Manning Goldman se dirigió a un teléfono público. Tenía que hacer una llamada a la ciudad de Washington. Creía que Gary Soneji había ido a Nueva York. Quizá hubiera empezado una gira de asesinatos por veinte o treinta ciudades. Últimamente cualquier cosa era posible. 23 Contesté al busca y era una noticia inquietante que había llegado del Departamento de Policía de Nueva York. Habían atacado otra estación de trenes llena de gente. Eso me mantuvo trabajando hasta medianoche. Lo más probable era que Gary Soneji estuviese en Nueva York. A no ser que se hubiera trasladado a otra ciudad que hubiera elegido como escenario para más asesinatos. ¿A Boston? ¿A Chicago? ¿A Filadelfia? Cuando llegué a casa, las luces estaban apagadas. Encontré tarta de limón en la nevera y me la terminé. Nana tenía un artículo sobre Oseola McCarty pegado en la puerta de la nevera. Oseola había estado lavando ropa durante más de cincuenta años en Hattiesburg, en Mississippi. Había ahorrado ciento cincuenta mil dólares y los había donado a la Universidad del Sur de Mississippi. El presidente Clinton la había invitado a Washington y le había concedido la medalla de Ciudadano Presidencial. La tarta estaba excelente, pero yo necesitaba algo más, otra clase de alimento. Fui a ver a mi consejera particular. —¿Estás despierta, abuela? —susurré a la puerta del dormitorio de Nana. Ella siempre dejaba la puerta entreabierta por si los niños necesitaban hablar o acurrucarse junto a ella durante la noche. «Abierto 24 horas, igual que el 7-Eleven», solía decir ella siempre. También había sido así mientras yo crecía. —Depende de las intenciones que tengas —la oí decir en la oscuridad—. Oh, ¿eres tú, Alex? — preguntó riéndose. Le dio un pequeño ataque de tos. —¿Quién iba a ser? ¿Quieres decírmelo? ¿En mitad de la noche a la puerta de tu habitación? —Podría ser cualquiera. Algún caco de los que hay en este barrio nuestro tan peligroso. O uno de mis caballerosos admiradores. Así van las cosas entre nosotros dos. Siempre ha sido así y siempre lo será. —¿Es que tienes algún amigo en particular del que quieras hablarme? Nana volvió a reírse. —No, pero sospecho que tú sí tienes una amiga de la que quieres hablarme a mí. Espera a que me adecente un poco. Pon a calentar agua para hacerme un té. En la nevera hay tarta de merengue de limón… Bueno, por lo menos había tarta. Pero ¿sabes que tengo admiradores, Alex? —Voy a poner el té —le respondí—. El merengue de limón ya se ha ido al cielo de las tartas. Pasaron unos minutos antes de que Nana apareciera en la cocina. Llevaba puesta una bata de lo más mono, a rayas azules y con grandes botones en la parte delantera. Parecía que se dispusiera a comenzar el día a las doce y media de la noche. —Solamente tengo que decirte tres palabras, Alex. Cásate con ella. Puse los ojos en blanco. —No es lo que crees, abuela. No es tan simple. Se sirvió un poco de té humeante. —Oh, sí, es así de simple, nietecito. Últimamente se te nota cierta alegría al andar y un bonito resplandor en los ojos. Hace tiempo que estás perdido, señor. Tú eres el último en enterarte. Dime una cosa, y ésta es una pregunta seria… Suspiré: —Todavía estás un poco perdida en tus dulces sueños. ¿Qué pasa? Hazme esa pregunta tonta. —Bueno, es ésta: si yo te cobrase, pongamos noventa dólares por nuestras sesiones, ¿sería más probable que siguieras mis fantásticos consejos? Los dos nos echamos a reír por aquel chiste malicioso y de su sentido del humor único. —Christine no quiere verme. —Ah, vaya —dijo Nana. —Sí, ah, vaya. No se ve a sí misma viviendo con un inspector de Homicidios. Nana sonrió. —Cuantas más cosas oigo de Christine Johnson, más me gusta esa mujer. Es una señora bastante lista. Tiene una buena cabeza sobre esos bonitos hombros. —¿Vas a dejarme hablar? —le pregunté. Nana frunció el entrecejo y me dirigió una mirada seria. —Siempre logras decir lo que quieres, pero no en el momento exacto en que quieres decirlo. ¿Amas a esa mujer? —Desde la primera vez que la vi sentí algo extraordinario por ella. El corazón guía a la cabeza. Aunque sé que suena como una locura. Nana movió la cabeza a ambos lados, pero aun así se las arregló para sorber el té humeante. —Alex, tan listo como eres y a veces parece que lo entiendas todo al revés. No suena como una locura en absoluto. Lo que pasa es que estás mejor por primera vez desde que María murió. ¿Quieres que veamos las pruebas que tenemos? Vuelves a tener alegría en los andares. Los ojos te brillan y están sonrientes. Hasta estás más amable conmigo últimamente. Si lo pones todo junto…, es que el corazón vuelve a funcionarte. —Christine teme que yo pueda morir a causa del trabajo. A su marido lo asesinaron, ¿te acuerdas? Nana se levantó de la silla, situada ante la mesa de la cocina, dio unos pasos arrastrando los pies y se situó muy cerca de mí. Se la veía bastante más pequeña que tiempo antes, y eso me preocupó. No podía imaginarme mi vida sin Nana. —Te quiero, Alex —me dijo—. Hagas lo que hagas, te seguiré queriendo. Cásate con ella. Por lo menos vete a vivir con Christine. —Se echó a reír—. Vaya, no puedo creer que haya dicho eso. Nana me dio un beso y después se encaminó otra vez a su habitación para acostarse. —Yo también tengo pretendientes —me dijo en voz alta desde el recibidor. —Pues cásate con uno —le contesté. —Pero es que yo no estoy enamorada, hombre de merengue de limón. Y tú sí. 24 A primera hora de la mañana, a las 6.35 para ser exactos, Sampson y yo cogimos el Metroliner hacia la estación Penn de Nueva York. Era casi tan rápido como ir en coche hasta el aeropuerto, aparcar, trampear con las líneas aéreas…, y además, yo quería pensar un poco en trenes. El Departamento de Policía de Nueva York había adelantado la teoría de que el hombre que acuchillaba en la estación Penn era Soneji. Tendría que enterarme de más cosas sobre los asesinatos que se habían cometido en Nueva York, pero era el modo de llamar la atención por el que Soneji se había visto atraído en el pasado. El viaje en tren fue tranquilo y cómodo, y tuve la oportunidad de pensar en Soneji durante gran parte del trayecto. Lo que no lograba entender era por qué aquel hombre estaba cometiendo crímenes que aparentaban ser actos de desesperación. A mí me parecían actos suicidas. Yo había entrevistado a Soneji docenas de veces después de haberlo detenido hacía unos años. Fue en el caso Dunne-Goldberg. Y, ciertamente, entonces no creí que se tratase de un suicida. Aquel tipo tenía demasiado de egomaníaco, incluso de megalomaníaco. Puede que los de las estaciones fueran crímenes de imitación. Sea lo que fuere lo que Soneji estuviese haciendo ahora no seguía la misma trayectoria. ¿Qué había cambiado? ¿Era Soneji quien estaba cometiendo los asesinatos? ¿Estaría poniendo en práctica alguna clase de truco? ¿Podía ser aquello alguna clase de trampa inteligente? ¿Cómo demonios había conseguido poner sangre mía en el rifle de francotirador en la estación Unión? ¿Qué clase de trampa? ¿Y por qué motivo? Soneji se obsesionaba con sus crímenes. Con él todo tenía un propósito. Entonces…, ¿por qué matar a desconocidos en las estaciones Penn y Unión? —Oh, oh, te sale humo de la cabeza, Sugar. ¿Eres consciente de eso? —Sampson me miró y se dirigió a las encantadoras personas que iban sentadas a nuestro alrededor en el vagón del tren—. Pequeñas columnas de humo blanco. ¿Lo ven? Precisamente aquí y aquí. Se inclinó mucho hacia mí y empezó a golpearme con el periódico como si estuviera intentando apagar un pequeño incendio. Sampson suele poner una cara inexpresiva cuando hace payasadas, y aquel cambio de ritmo surtió efecto. Los dos nos echamos a reír. Hasta las personas que iban sentadas a nuestro alrededor sonrieron y levantaron la mirada de los periódicos, de las tazas de café y de los ordenadores portátiles. —Bueno. Parece que ya se ha apagado el incendio —observó Sampson, y se echó a reír—. Muchacho, si se te toca se da uno cuenta de que tienes la cabeza más caliente que el Hades. Debes de haber estado dándole vueltas a algunas ideas importantes. ¿Estoy en lo cierto? —No, estaba pensando en Christine Johnson —le confié a Sampson. —Eres un mentiroso. Deberías haber estado pensando en Christine Johnson. Entonces yo hubiera tenido que apagarte el incendio en otro sitio. Bueno, ¿cómo os va a los dos? Si me permites el descaro de preguntártelo. —Es estupenda, es la mejor, John. Sin duda es diferente. Es lista y es divertida. Jo, jo, ja, ja. —Y además es casi tan guapa como Whitney Houston, y es tremendamente sexy. Pero nada de eso responde a mi pregunta. ¿Qué está pasando con vosotros dos? ¿Es que intentas esconderme tu amor? Mi espía, la señorita Jannie, me ha contado que saliste con ella la otra noche. ¿Acaso pasaste una noche estupenda y no me lo has querido contar? —Fuimos a cenar a Kinkeads. Lo pasamos muy bien. Buena comida y estupenda compañía. Sin embargo, hay un problema sin importancia: tiene miedo de que me maten, así que no quiere volver a verme. Todavía está llorando por su marido. Sampson asintió y luego se bajó las gafas de sol para examinarme sin el filtro de luz. —Eso es interesante. Todavía lo llora, ¿no? Demuestra que es una buena mujer. Por cierto, ya que has sido tú quien ha sacado el tema prohibido, hay algo que debería decirte. Si alguna vez caes en acto de servicio, tu familia te llorará un tiempo indecentemente largo. Yo mismo llevaría la antorcha del luto durante todos los servicios funerarios. Eso es. Aunque tú ya deberías saberlo. ¿Así que vosotros dos, enamorados, vais a volver a salir juntos? —A Sampson le gustaba hablar como si fuéramos dos amigas de una novela de Terry McMillan. A veces podíamos ser así, lo que no es habitual entre hombres, especialmente tratándose de dos tipos duros como nosotros. Ahora iba embalado—. A mí me parece que hacéis muy buena pareja. Todo el mundo lo piensa. Toda la ciudad habla de ello. Los niños, Nana, tus tías. —Ah, ¿eso dicen? Me levanté y fui a sentarme al otro lado del pasillo. Ambos asientos estaban vacíos. Extendí las anotaciones que tenía sobre Gary Soneji y me puse a repasarlas de nuevo. —Aunque tú nunca cogerías la indirecta —me comentó Sampson mientras estiraba todo aquel ancho cuerpo suyo sobre los dos asientos. Como siempre, no había nada como trabajar con él en un caso. Christine se equivocaba en aquello de que yo iba a resultar herido alguna vez. Sampson y yo íbamos a vivir para siempre. Ni siquiera necesitaríamos melatonina para contribuir a ello. —Vamos a colgar a Gary Soneji de los cojones. Christine se va a enamorar perdidamente de ti, como tú obviamente ya te has enamorado de ella. Todo será precioso, Sugar. Tiene que ser así. —No sé por qué, pero yo no podía creérmelo—. Sé que ya piensas mal —continuó diciendo Sampson sin mirarme siquiera—, pero tú observa. Esta vez no habrá nada más que finales felices. 25 Sampson y yo llegamos a la ciudad de Nueva York alrededor de las nueve de la mañana. Yo recordaba con toda claridad una melodía de Stevie Wonder que hablaba de bajarse del autobús por primera vez en Nueva York. La mezcla de esperanzas, miedos y expectativas que la mayoría de las personas asocian con la ciudad parece una reacción universal. Cuando subíamos las inclinadas escaleras de piedra desde las vías subterráneas de la estación Penn, tuve una intuición acerca del caso. Si estaba en lo cierto, ello acabaría por relacionar definitivamente a Soneji con las dos masacres acaecidas en ambas estaciones de tren. —Puede que tenga algo sobre Soneji —le confié a Sampson cuando nos acercábamos a las brillantes luces que resplandecían en lo alto de las escaleras. Sampson volvió ligeramente la cabeza hacia mí, pero siguió subiendo. —No voy a adivinarlo, Alex, porque mi cabeza no va nunca a donde va la tuya. —Luego masculló —: Le doy gracias al Señor y a Jesús Salvador por eso, hermano cabeza loca. —¿Tratas de divertirme? —le pregunté. Ahora podía oír música procedente de la terminal principal; parecía Las cuatro estaciones de Vivaldi. —En realidad intento evitar que el hecho de que Gary Soneji esté mezclado en esta locura que nos ocupa acabe por desequilibrarme, de lo contrario voy a coger una depresión de narices. Y ahora dime lo que estás pensando. —Cuando Soneji estaba en la prisión Lorton y yo lo entrevisté, siempre hablaba de que su madrastra lo encerraba en el sótano de su casa. Estaba obsesionado con eso. Sampson movió la cabeza con desaprobación. —Conociendo a Gary como lo conocemos, no puedo culpar a la pobre mujer por eso. —Lo dejaba allí abajo durante horas, a veces durante un día entero, cuando su padre se encontraba ausente de casa. Le apagaba las luces, pero él aprendió a encender velas. Leía a la luz de las velas sobre secuestradores, violadores, asesinos múltiples y demás niños malos. —Bueno, ¿y entonces qué, doctor Freud? ¿Esos asesinos múltiples fueron sus modelos de infancia? —Algo así. Gary me dijo que cuando estaba en el sótano solía fantasear sobre cometer asesinatos y otras atrocidades por el estilo… que llevaría a cabo en cuanto le dejasen salir de allí. Su idea fija era que la liberación del sótano le devolvía su libertad y su poder. Permanecía sentado en el sótano obsesionándose con lo que iba a hacer en cuanto saliera de allí. ¿Te has fijado si casualmente hay algunos lugares parecidos a un sótano por aquí cerca? ¿O quizá en la estación Unión? Sampson enseñó los dientes, que son grandes y muy blancos, y pueden dar la impresión de que uno le cae mejor de lo que en realidad le cae. —Los túneles de los trenes representan el sótano de la casa en donde Gary pasó la infancia, ¿verdad? Cuando sale de los túneles todo el infierno que lleva dentro se libera. Por fin puede vengarse del mundo. —Yo creo que eso es parte de lo que está ocurriendo —convine—. Pero con Gary las cosas nunca son así de simples. De todos modos, es un comienzo. Habíamos llegado al nivel principal de la estación Penn. Probablemente todo había sido igual que ahora cuando Soneji llegó allí la noche anterior. Yo cada vez estaba más convencido de que el Departamento de Policía de Nueva York tenía razón. Desde luego, era muy posible que Soneji fuese también el asesino que había actuado en la estación Penn. Vi un enjambre de viajeros detenidos debajo de los números cambiantes del tablero de salidas de trenes. Casi conseguí ver a Gary Soneji allí mismo, de pie donde estaba yo, mirándolo todo: ¡Liberado del sótano para volver a ser el niño malo! Empeñado todavía en cometer crímenes famosos y tener éxito más allá de sus más alocados sueños. —El doctor Cross, supongo. Oí mi nombre cuando Sampson y yo entrábamos sin rumbo en la zona de espera de la estación, brillantemente iluminada. Un hombre barbudo que llevaba un pendiente de oro estaba sonriendo ante su propia gracia. Me tendió la mano. —Soy el inspector Manning Goldman. Me alegro de que hayan venido. Gary Soneji estuvo ayer aquí. Lo dijo con absoluta convicción. 26 Sampson y yo le estrechamos la mano a Goldman y también a su compañero, un inspector más joven que parecía acatar la opinión del veterano. Manning Goldman lucía una camisa deportiva de color azul vivo que tenía tres botones desabrochados. Debajo llevaba una camiseta que dejaba a la vista el vello del pecho, un vello de color rojizo dorado que le brotaba en dirección a la barbilla. Su compañero iba vestido de negro de la cabeza a los pies. Hablando de parejas raras, yo seguía prefiriendo a Óscar y a Félix. Goldman se puso a contar lo que sabía acerca de los apuñalamientos de la estación Penn. El inspector de Nueva York era todo energía, un hablador que disparaba de prisa. Movía las manos constantemente y parecía estar muy seguro de sus habilidades y opiniones. El hecho de que nos hubiera llamado para intercambiar impresiones sobre su caso era prueba de eso. Nosotros no suponíamos ninguna amenaza para él. —Sabemos que el asesino subió por las escaleras procedente de la vía 10, aquí, justo como acaban de hacer ustedes dos. Hemos hablado con tres testigos que puede que lo vieran en el Metroliner procedente de Washington —nos explicó Goldman. Su compañero, moreno y de pelo oscuro, no decía ni una palabra—. Y sin embargo no tenemos una buena identificación, pues cada testigo nos ha dado una descripción diferente, cosa que para mí no tiene sentido. ¿Tiene usted alguna idea al respecto? —Si se trata de Soneji, se le dan bien los disfraces y el maquillaje. Disfruta engañando a la gente, en especial a la policía. ¿Saben dónde subió al tren? —le pregunté. Goldman consultó un cuaderno de notas de piel negra. —Las paradas de ese tren en particular fueron Washington, Baltimore, Filadelfia, Wilmington, Princeton Junction y Nueva York. Suponemos que subió en Washington. Le eché un vistazo a Sampson y luego volví a mirar a los inspectores de Nueva York. —Antes Soneji vivía en Wilmington con su esposa y una hija. Es de la zona de Princeton. —Pues esa información nosotros no la teníamos —nos indicó Goldman. No pude evitar fijarme en que aquel hombre sólo se dirigía a mí cuando hablaba, ignorando a Sampson y a Groza como si ni siquiera estuvieran allí. Era raro, y hacía que los demás nos sintiéramos incómodos. —Tráeme un horario del Metroliner de ayer, del que llegó a las cinco y diez. Quiero volver a comprobar las paradas —le ladró a Groza. El inspector joven se marchó inmediatamente a cumplir el mandato de Goldman. —Nos han dicho que fueron tres casos de apuñalamiento… ¿tres muertes? Por fin Sampson habló. Yo sabía que había estado valorando a Goldman, y lo más probable era que hubiese llegado a la conclusión de que el inspector era un gilipollas de Nueva York de primer orden. —Eso es lo que sale en la primera página de todos los diarios —graznó Goldman por la comisura de la boca. Era un comentario desagradable, y además estaba hecho en tono cortante. —El motivo por el que lo preguntaba… —empezó a decir Sampson esforzándose por mantener la calma. Pero Goldman lo interrumpió haciendo un gesto grosero con la mano. —Déjeme que le enseñe los lugares donde ocurrieron los apuñalamientos —dijo dirigiendo otra vez toda su atención hacia mí—. Puede que eso le refresque la memoria y recuerde alguna otra cosa que sepa acerca de Soneji. —Creo que el inspector Sampson le ha hecho una pregunta —le hice observar. —Sí, pero era una pregunta que no viene al caso. No tengo tiempo para hablar de tantos por cientos de mierda ni para responder a preguntas inútiles. Bueno, como le decía, sigamos. Soneji anda suelto por mi ciudad. —¿Sabe mucho de cuchillos? ¿Se ocupa usted de muchos casos de apuñalamientos? —le preguntó Sampson. Me daba cuenta de que Sampson estaba empezando a perder la paciencia. Era bastante más alto que Manning Goldman. En realidad, ambos éramos mucho más altos que él. —Sí, me he ocupado de una buena cantidad de casos de apuñalamiento —le respondió Goldman—. También sé a dónde quiere ir a parar. Era muy difícil que Soneji matase con el cuchillo a las tres personas a las que atacó. Bueno, el cuchillo que utilizó era de doble filo de serpentina, una pieza extremadamente afilada. Cortó a cada una de las víctimas como si fuera un cirujano del Centro Médico de la Universidad de Nueva York. Ah, sí, impregnó el cuchillo con cianuro de potasio. Eso mata en menos de un minuto. Es lo que quería decirles. Sampson se contuvo inmediatamente, pues lo del veneno en el cuchillo era nuevo para nosotros y John sabía que nos hacía falta oír lo que Goldman tuviera que decir. No podíamos dejar que aquello se convirtiera en algo personal allí, en Nueva York. Por lo menos todavía no. —¿Soneji tiene historial de arma blanca? —me preguntó Goldman, que volvía a dirigirse a mí—. ¿Con veneno? Comprendí que quería sonsacarme, utilizarme. A mí eso no me suponía ningún problema. En los casos multijurisdiccionales, todo el toma y daca que haga falta. —¿Arma blanca? Una vez mató a un agente del FBI con un cuchillo. ¿Veneno…? No lo sé. No me sorprendería. También disparó con todo un surtido de pistolas y rifles cuando era muy joven. A Soneji le gusta matar, inspector Goldman. Aprende rápidamente, así que puede que lo haya aprendido ahora. Armas de fuego y cuchillos, y a lo mejor también venenos. —Sí, créame, ya lo creo que lo ha aprendido. Entró y salió de aquí en un par de minutos. Y dejó tres cadáveres en un abrir y cerrar de ojos. Goldman hizo chasquear los dedos. —¿Había mucha sangre en la escena del crimen? —le pregunté a Goldman. Era la pregunta que yo llevaba metida en la cabeza todo el camino desde Washington. —Sí, había muchísima sangre. La herida era muy profunda en todas las víctimas. A dos de ellas les abrió la garganta. ¿Por qué lo pregunta? —Porque podría haber cierta relación con eso de la sangre. —A continuación le conté a Goldman uno de mis hallazgos de la estación Unión—. El francotirador de Washington provocó mucho desorden. Estoy seguro de que Soneji lo hizo a propósito. Utilizó balas de punta hueca. Y también dejó rastros de sangre mía en el arma —le revelé finalmente. «Incluso es muy probable que sepa que estoy aquí, en Nueva York —pensé—. Y no estoy completamente seguro de quién está siguiendo a quién». 27 Durante la hora que siguió, Goldman, con su compañero prácticamente pisándole los talones, nos enseñó la estación Penn, en particular el lugar donde había sucedido cada uno de los tres apuñalamientos. Las marcas de los cadáveres seguían en el suelo, y las zonas acordonadas estaban ocasionando una congestión mayor que la habitual en la terminal. Cuando terminamos de examinar la estación, los inspectores del Departamento de Policía de Nueva York nos condujeron al nivel de la calle, donde se creía que Soneji había cogido un taxi y se había dirigido a la parte alta de la ciudad. Estuve estudiando a Goldman, observé cómo trabajaba. Parecía bastante bueno. La manera como se desenvolvía caminando por allí era interesante. Llevaba la nariz un poco más levantada que el resto de la población. Aquella pose le hacía parecer altanero, a pesar del modo raro en que vestía. —Cualquiera hubiese jurado que utilizó el metro para escapar —sugerí mientras nos encontrábamos de pie en medio de la ruidosa Octava Avenida. Por encima de nuestras cabezas, un letrero anunciaba que Kiss iba a actuar en el Madison Square Garden. Lástima que tuviera que perdérmelo. Goldman sonrió satisfecho. —Yo tuve la misma idea. Los testigos están divididos en lo referente a por dónde se fue. Tenía curiosidad por saber si usted tenía alguna opinión al respecto. A mí también me parece que Soneji utilizó el metro. —Los trenes tienen un significado especial para él, creo que forman parte de su ritual. De pequeño quería un tren de juguete, pero nunca lo tuvo. —Ah, quod erat demonstrandum —dijo Goldman, e hizo una mueca como una sonrisa—. De manera que ahora mata a personas en estaciones de tren. Para mí encaja perfectamente. Me extraña que no volase el jodido tren entero. Incluso Sampson se echó a reír ante el modo como Goldman dijo aquello. Cuando hubimos terminado el recorrido por la estación Penn y las calles de alrededor, hicimos el trayecto hasta la parte baja de la ciudad, a One Police Plaza. A las cuatro yo ya estaba al corriente de todo lo que tenía en marcha el Departamento de Policía de Nueva York…, por lo menos de todo lo que Manning Goldman estaba dispuesto a decirme de momento. Estaba casi seguro de que Gary Soneji era el asesino de la estación Penn, por lo que me puse en contacto personalmente con Boston, Filadelfia y Baltimore, y con mucho tacto les sugerí que vigilasen las terminales de trenes. Les di el mismo consejo a Kyle Craig y al FBI. —Bueno, volvemos a Washington —les comuniqué finalmente a Goldman y a Groza—. Gracias por avisarnos. Creo que esto nos ha ayudado mucho. —Les llamaré si hay algo nuevo. Y usted haga lo mismo, ¿de acuerdo? —Manning Goldman me tendió la mano y nos las estrechamos—. Estoy seguro de que no será la última vez que tenga noticias de Gary Soneji. Asentí. Yo también estaba seguro. 28 Mentalmente, Gary Soneji estaba tumbado junto a Charles Joseph Whitman en el tejado de la torre de la Universidad de Texas, alrededor de 1966. ¡Todo en aquella increíble condenada mente suya! Había estado allí arriba con Charlie Whitman muchas, muchas veces antes… desde 1966, cuando el asesino múltiple se convirtió en uno de los ídolos de su infancia. Con los años, otros asesinos habían cautivado su imaginación, pero ninguno era como Charlie Whitman. Whitman era un americano auténtico, y de esos no quedaban muchos. Veamos. Soneji repasó los nombres de sus preferidos: James Herberty, que abrió fuego sin avisar dentro del McDonalds de San Ysidio, California. Mató a veintiuna personas, más de prisa de lo que repartían las grasientas hamburguesas. Soneji había copiado los disparos del MacDonalds unos cuantos años antes. Entonces fue cuando se encontró por primera vez cara a cara con Cross. Otra de sus preferencias personales era el cartero llamado Patrick Sherill, que hizo volar por los aires a catorce compañeros de trabajo en Edmond, en Oklahoma, y que probablemente era el que dio origen a la paranoia de «cartero igual a loco». Más recientemente había admirado el habilidoso trabajo de Martin Bryant en la colonia penal de Port Arthur, en Tasmania. Luego estaba Thomas Watt Hamilton, que invadió la mente de prácticamente todos los habitantes del planeta después del tiroteo de la escuela primaria de Dunblane, en Escocia. Gary Soneji deseaba desesperadamente invadir las mentes de todos, deseaba convertirse en un gran icono perturbador de Internet, de todo el mundo. Y además estaba dispuesto a hacerlo. Ya lo tenía todo planeado. Sin embargo, Charlie Whitman seguía siendo su favorito sentimental. Whitman era el original, el «loco de la torre». Un niño malo de Texas, allí abajo. Cielos. ¿Cuántas veces se habría tumbado en aquella misma torre, bajo el abrasador sol de agosto, junto con el niño malo llamado Charlie? ¡Y todo en su increíble mente! Whitman tenía veinticinco años y era estudiante de Ingeniería Arquitectónica en la Universidad de Texas cuando se volvió un chalado y decidió subir todo un arsenal al mirador de la torre de piedra caliza que se elevaba casi cien metros por encima del nivel del campus; allí arriba, en el mirador, debía de sentirse como Dios. Justo antes de subir a la torre del reloj asesino a su esposa y a su madre. Aquella tarde Whitman hizo en Texas que Charlie Starkweather pareciera un cobarde y un auténtico imbécil. Lo mismo podía decirse de Dickie Hickock y Perry Smith, los matones de pacotilla que Truman Capote inmortalizó en el libro titulado A sangre fría. Charles Whitman también hacía que aquellos dos parecieran una mierda. Soneji nunca olvidó el pasaje del artículo de la revista Time que hablaba del tiroteo acaecido en la torre de Texas. Se lo sabía de memoria, palabra por palabra: «Como muchos otros asesinos de masas, Charles Whitman había sido un muchacho ejemplar, de esa clase que las madres de su barrio ponen como ejemplo a sus propios hijos rebeldes. Era católico romano practicante y repartidor de periódicos». Los muy memos. Otro maestro del disfraz, sin duda. Nadie supo lo que Charlie pensaba, o por dónde iba a salir al final. Tomó posición cuidadosamente debajo de las VI del reloj de la torre. Luego Charles Whitman, a las 11.48, decidió abrir fuego. A su lado, en el pasillo de metro y medio que rodeaba la torre, había un machete, un cuchillo Bowie, un rifle de cerrojo Remington de 6 mm, otro Remington de 35 mm, una pistola Luger y un revólver Smith & Wesson de .357. La policía local y la policía estatal dispararon miles de tiros hacia lo alto de la torre y estuvieron a punto de destrozar completamente toda la esfera del reloj, pero tardaron más de hora y media en acabar con Charlie Whitman. Todo el mundo se maravilló ante aquella audacia, ante aquella perspectiva y aquella actitud únicas. Todo el puñetero mundo tomó nota. ¡Alguien estaba aporreando la puerta de la habitación del hotel donde se encontraba Soneji! El sonido lo devolvió al presente. De pronto recordó dónde estaba. Se encontraba en la ciudad de Nueva York, en la habitación 419 del hotel Plaza, hotel sobre el que solía leer cosas de niño. Siempre había fantaseado con ir en tren a Nueva York y hospedarse en el Plaza. Bien, pues allí estaba. —¿Quién es? —gritó desde la cama. Sacó de debajo de las sábanas una semiautomática y la apuntó hacia la cerradura de la puerta. —Servicio de habitaciones —dijo una voz femenina con acento hispano—. ¿Desea que le abra la cama? —No, estoy cómodo tal como está —respondió Soneji, y sonrió para sí. «En realidad, señorita, estoy preparándome para hacer quedar al Departamento de Policía de Nueva York como unos aficionados, que es lo que son. Puede olvidarse de abrir la cama y también quedarse con los bombones de menta. Es demasiado tarde para intentar congraciarse conmigo. Pero pensándolo bien…». —¡Oiga! ¿Puede traerme unos cuantos de esos bombones de menta? Me gustan mucho. Necesito algo dulce. Gary Soneji volvió a sentarse apoyado en el cabecero de la cama y continuó sonriendo cuando la doncella abrió la puerta y entró. Pensó en tirársela, en cepillarse a la doncella del hotel, pero supuso que aquélla no era una idea demasiado buena. Quería pasar una noche en el Plaza. Llevaba años esperando aquello y no valía la pena arriesgarse. Lo que más le gustaba, lo que lo hacía tan perfecto, era que nadie tenía ni idea de adónde iba él. Nadie podía adivinar cómo acabaría aquello. Ni Alex Cross, ni nadie. 29 Me había prometido que no permitiría que Soneji me obsesionara en esta ocasión. No permitiría que Soneji tomase posesión de mi alma otra vez. Al volver de Nueva York logré llegar a casa a tiempo para cenar, aunque un poco tarde, con Nana y los niños. Damon, Jannie y yo lo recogimos todo en el piso de abajo y luego pusimos la mesa en el comedor. Keith Jarret sonaba dulcemente al fondo. La situación era bastante agradable. Se suponía que así debía ser y en aquello había un mensaje para mí. —Estoy muy impresionada, papá —me comentó Jannie mientras dábamos vueltas a la mesa para poner los cubiertos «buenos», y también la cristalería y la vajilla que yo había elegido con mi esposa Maria hacía años—. Te has ido a Nueva York. Y luego has recorrido todo el camino para volver. Y ahora estás aquí a tiempo para cenar. Muy bien, papá. Sonreía, se reía y me daba palmaditas en el brazo mientras trabajábamos. Aquella noche yo era un buen padre. Jannie estaba satisfecha y se creía mi actuación por completo. Le hice una pequeña reverencia. —Gracias, querida hija. Y, dime, en este viaje que he hecho a Nueva York, ¿qué distancia dirías tú que he recorrido? —¿En kilómetros o en millas? —intervino Damon desde el otro extremo de la mesa. Estaba doblando las servilletas en forma de abanico, como hacen en los restaurantes de lujo. A Damon se le da muy bien robar el protagonismo. —Me parecería muy bien de cualquiera de las dos maneras —le indiqué. —Pues aproximadamente cuatrocientos cincuenta kilómetros, sólo ida —respondió Jannie—. ¿Qué tal? Abrí los ojos todo lo que pude, hice una mueca y luego puse los ojos en blanco. Yo también soy capaz de acaparar el protagonismo alguna vez. —Hombre, ahora soy yo el que está impresionado. Muy bien, Jannie. Mi hija inclinó la cabeza y luego hizo una pequeña reverencia en broma. —Es que esta mañana le he preguntado a Nana qué distancia había —me confesó—. ¿Te parece bien? —Sí, ya lo creo —intervino Damon expresando así su opinión sobre el código de moral de su hermana—. Eso se llama investigación, Velcro. —Sí, sí, claro que está bien, nena —le aseguré, y todos nos echamos a reír de la inteligencia y del sentido de la diversión de mi hija. —Ida y vuelta son novecientos kilómetros —apuntó Damon. —Los dos sois muy… ¡sois muy listos! —les aseguré con voz fuerte y juguetona—. ¡Sois unos listillos, unos sabihondos de primera clase! —¿Qué pasa? ¿Qué me estoy perdiendo? —preguntó Nana en voz alta desde la cocina, de la que emanaban los buenos olores de lo que estaba cocinando. No le gusta perderse nada. Nunca. Y que yo sepa, nunca se ha perdido nada. —Educación general. Campeonato de la facultad —le dije a gritos. —Pues vas a perder hasta la camisa, Alex, si juegas contra esos dos eruditos —me advirtió—. Tienen un afán de sabiduría que no conoce límites. Poseen un saber que se está convirtiendo ya en enciclopédico. —¡En-ci-clo-pé-di-co! —Repitió Jannie al tiempo que sonreía—. ¡Cakewalk! —añadió después. Y se puso a bailar la animada danza antigua que tenía su origen en los tiempos de las plantaciones. Yo se la había enseñado un día al piano. La forma musical cakewalk era en realidad un precedente del jazz moderno. Había fusionado polirritmos del oeste de África con algunas melodías clásicas y también con marchas procedentes de Europa. Allá por los tiempos de las plantaciones, quien realizara mejor la danza en una noche determinada ganaba un pastel. De ahí la expresión «Ese se lleva el pastel». Todo eso lo sabía Jannie, y también sabía bailar aquella danza con gran estilo, aunque con un par de movimientos contemporáneos. También sabe bailar la famosa Elefant Walk de James Brown y la Moon Walk de Michael Jordan. Después de cenar fregamos los platos y luego tuvimos nuestra clase de boxeo quincenal en el sótano. Damon y Jannie no sólo son listos, sino que además se habían espabilado mucho. Nadie en el colegio se mete con ellos. —¡Cerebro y un terrible gancho de izquierda! —Fanfarronea Jannie conmigo a veces—. Ésa es una combinación difícil de vencer. Finalmente nos retiramos al cuarto de estar después de los combates del miércoles por la noche. Rosie, la gata, se había enroscado en el regazo de Jannie. Hacía un rato que estábamos viendo el partido de béisbol de los Orioles en la televisión cuando Soneji volvió a metérseme en la cabeza. De todos los asesinos con los que me había enfrentado, éste era el más temible. Soneji era un hombre de ideas fijas, obsesivo, pero también estaba completamente sonado, y ése es el término médico apropiado que yo había aprendido hacía años en John Hopkins. Tenía una poderosa imaginación alimentada por la ira y obraba guiado por sus fantasías. Meses atrás, Soneji había llamado para decirme que había dejado una gata ante nuestra casa, un pequeño regalo. Sabía que la habíamos adoptado y que queríamos mucho a la pequeña Rosie. Me dijo que cada vez que yo viera a Rosie debería pensar: «Gary está en la casa, Gary está ahí mismo». Supuse que Gary había visto a la gata perdida ante nuestra casa y que se había inventado aquella historia desagradable. A Gary le encantaba mentir, sobre todo si sus mentiras hacían daño a las personas. Sin embargo, aquella noche, con Soneji otra vez corriendo por ahí fuera de control, tuve un mal pensamiento acerca de Rosie. Me dio un miedo del demonio. «Gary está en la casa, Gary está ahí mismo». Estuve a punto de echar a la gata de casa, pero aquello no me pareció una buena solución, así que decidí esperar hasta el día siguiente por la mañana para hacer lo que tuviera que hacerse con Rosie. Maldito Soneji. ¿Qué demonios quería de mí? ¿Qué quería de mi familia? ¿Qué podía haberle hecho a Rosie antes de dejarla ante nuestra casa? 30 Al día siguiente por la mañana me parecía que me estaba comportando como un traidor ante mis hijos y también ante la pequeña Rosie. Me sentía infrahumano mientras iba conduciendo los sesenta y cinco kilómetros que había hasta Quantico. Estaba traicionando la confianza que los niños tenían en mí y posiblemente iba a hacer algo terrible, pero no veía que me quedase ninguna otra opción. Al principio de nuestro viaje llevaba a Rosie metida en una de esas despreciables jaulas de tela metálica para mascotas. La pobrecita lloraba, maullaba y arañaba tanto la jaula y a mí que al final tuve que dejarla salir. —Ahora sé buena —le advertí con suavidad. Y luego añadí—: Oh, venga, alborota todo lo que quieras. Rosie se tumbó y me hizo sentir culpable todo el trayecto, hizo que me sintiera miserable. Era evidente que había aprendido bien aquella lección de Damon y Jannie. Desde luego, no tenía ni idea de lo enfadada que tenía que estar conmigo. O puede que sí. Los gatos son muy intuitivos. Temía que hubiera que sacrificar a aquella abisinia roja y marrón, posiblemente aquella misma mañana, y no sabía cómo me las iba a arreglar para explicárselo a los niños. —No arañes los asientos del coche. ¡Y no te atrevas a saltarme a la cabeza! —le advertí a Rosie, aunque con voz agradable y conciliadora. La gata maulló unas cuantas veces y tuvimos un viaje más o menos pacífico y agradable hasta la sede del FBI en Quantico. Ya había hablado con Chet Elliot, de la Sección de Análisis Científicos del Bureau, y estaba esperándonos a Rosie y a mí. Yo llevaba a la gata en un brazo y la jaula colgada del otro. Ahora las cosas iban a ponerse muy difíciles. Para empeorar la situación, Rosie se irguió sobre las patas de atrás y me rozó la cara con el hocico. La miré a los hermosos ojos verdes y apenas conseguí soportarlo. Chet iba ataviado con equipo protector: una bata blanca de laboratorio, guantes blancos de plástico, incluso gafas tintadas de color dorado. Parecía el rey de los degenerados. Miró atentamente a Rosie, luego a mí y sentenció: —Extraña ciencia. —¿Y ahora qué pasa? —le pregunté a Chet. Se me cayó el alma a los pies cuando lo vi aparecer con el equipo protector. Se estaba tomando aquello en serio. —Tú vete a Administración —me pidió—. Kyle Craig quiere verte. Dice que es importante. Desde luego, con él todo es importante y no puede esperar ni un segundo. Sé que está medio loco con ese asunto del señor Smith. Todos lo estamos. Smith es el cabrón más loco que ha existido hasta ahora, Alex. —¿Qué le pasa a Rosie? —le pregunté. —Como primera medida vamos a mirarla por rayos X. Ojalá esta pequeña pelirroja no sea una bomba viviente con los saludos de nuestro amigo Soneji. Si no lo es, seguiremos con pruebas de toxicología. La examinaremos para buscar la presencia de drogas o veneno en los tejidos y fluidos. Tú márchate ahora. Ve a ver a tío Kyle. La pelirroja y yo nos entenderemos muy bien, de primera. Intentaré portarme bien con ella, Alex. En mi familia a todos nos gustan los gatos. A mí me gustan mucho los gatos, ¿no se me nota? Yo entiendo de estas cosas. Hizo una inclinación con la cabeza y se bajó aquellas gafas que parecían de nadador. Rosie se frotó contra él, así que supuse que el animal sabía que Chet no iba a hacerle daño. Por lo menos de momento. Era el después lo que me preocupaba, y lo que casi hizo que me brotasen las lágrimas. 31 Fui a ver lo que quería Kyle, aunque me parecía que yo ya sabía qué era. Temía aquel encuentro, me daba miedo la guerra de voluntades en que a veces nos metemos los dos. Kyle quería hablar de su caso del señor Smith. Smith era un asesino violento que había matado a más de una docena de personas en América y Europa. Kyle decía que eran los asesinatos más horribles, más aterradores que había visto, y Kyle no es conocido precisamente porque sea propenso a exagerar. Su despacho se encontraba en el piso superior del edificio Academy, pero ahora estaba trabajando en una sala situada en el sótano de Administración. Por lo que me había contado Kyle, había acampado de forma prácticamente definitiva en aquella especie de centro de operaciones, en el que había un enorme tablón de anuncios, varios ordenadores de última generación, teléfonos y un montón de personal del FBI, ninguno de los cuales parecía estar muy contento la mañana en que los visité. En el gran tablón se leía: «Señor Smith 19 - Buenos 0», en letras de color rojo vivo. —Parece que vuelves a estar en la gloria. No hay donde ir si no es hacia arriba —le comenté. Kyle estaba sentado ante un gran escritorio de castaño, absorto en el estudio del tablón de las pruebas, o por lo menos daba esa impresión. Yo ya sabía unas cuantas cosas del caso… más de lo que me habría gustado saber. Smith había empezado toda aquella ristra de asesinatos sangrientos en Cambridge, Massachusetts. Luego se había trasladado a Europa, donde estaba dejando un rastro realmente sobrecogedor. La última víctima había sido un policía de Londres, un conocido inspector al que acababan de asignar al caso del señor Smith. La obra de Smith era tan extraña, tan pervertida y tan descabellada que en los medios de comunicación se comentaba seriamente que podía tratarse de un extraterrestre, un visitante del espacio exterior. Sea como fuere, Smith parecía inhumano, desde luego. Ningún humano podía cometer las monstruosidades que aquel hombre cometía. Ésa era la teoría que se estaba manejando por entonces. —Creí que no ibas a llegar nunca —me dijo Kyle en cuanto me vio. Levanté las manos a la defensiva. —Pues no puedo ayudarte. Y no pienso hacerlo, Kyle. Primero, porque ya estoy sobrecargado de trabajo con el asunto de Soneji. Y segundo, porque estoy perdiendo a mi familia a causa de mis malos hábitos de trabajo. Kyle asintió. —Muy bien, muy bien. Ya te oigo. Me imagino perfectamente la escena. Incluso lo entiendo y te comprendo, aunque hasta cierto punto. Pero ya que estás aquí y que además dispones de un poco de tiempo, necesito de verdad hablarte del señor Smith. Créeme, Alex, nunca has visto nada parecido. Tienes que sentir un poco de curiosidad. —Pues no. En realidad voy a marcharme ya. Voy a salir por donde he entrado. —Tenemos un problema increíblemente desagradable entre manos, Alex. Déjame que te lo cuente y limítate a escuchar. Sólo escucha —me rogó Kyle. Cedí, pero sólo un poco. —Vale, te escucharé. Pero eso es todo. No voy a implicarme en esto. Kyle hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza y señaló en mi dirección. —Sólo escucha —dijo Kyle—. Escucha y mantén una actitud abierta, Alex. Con esto vas a alucinar, te lo garantizo. A mí me ha ocurrido. A continuación Kyle se puso a hablarme de un agente llamado Thomas Pierce. Pierce era quien estaba a cargo del caso del señor Smith. Lo que resultaba intrigante en todo aquello era que el señor Smith había asesinado brutalmente a la prometida de Pierce años atrás. —Thomas Pierce es el investigador más concienzudo y la persona más brillante que he conocido —me explicó Kyle—. Al principio no le dejábamos acercarse lo más mínimo al caso Smith por razones obvias. Pero él se puso a trabajar por su cuenta. Hizo progresos donde nosotros no lo habíamos conseguido. Finalmente dejó claro que si no podía trabajar en el caso Smith, estaba dispuesto a abandonar el Bureau. Incluso amenazó con tratar de resolver el caso por su cuenta y riesgo. —¿Y lo pusiste en el caso? —le pregunté a Kyle. —Es un hombre muy persuasivo. Al final llevó el caso al director. Y convenció a Burns. Pierce es un hombre bastante lógico, y además es muy creativo. Es capaz de analizar los problemas de una forma en que no he visto hacerlo a nadie más. Se ha comportado como un fanático con el asunto del señor Smith. Trabaja dieciocho y veinte horas al día. —Pero ni siquiera Pierce puede resolver este caso —le dije; y señalé hacia el gran tablón. Kyle asintió. —Pero por fin nos estamos acercando, Alex. Necesito desesperadamente tu contribución. Y quiero que conozcas a Thomas Pierce. Tienes que conocer a Pierce. —Dije que te escucharía —le recordé a Kyle—. Pero no tengo intención de conocer a nadie. Casi cuatro horas después, Kyle me dejó libre. Me había dejado alucinado, desde luego, hablándome del señor Smith y de Thomas Pierce, pero yo no pensaba dejarme involucrar. No podía hacerlo. Por fin pude regresar a la Sección de Análisis Científicos para averiguar cómo estaba Rosie. Chet Elliot vino a verme en seguida. Todavía llevaba la bata de laboratorio, los guantes y las gafas tintadas de color dorado. La manera excesivamente lenta en que vino caminando hacia mí me indicó que iba a recibir malas noticias. Y no quería oírlas. Pero me sorprendió y sonrió. —No le vemos nada malo al animal, Alex. No creo que Soneji le hiciera nada. Sólo te estaba llenando la cabeza de ideas extrañas. La hemos examinado para ver si tenía compuestos volátiles. Nada. Luego hemos buscado compuestos orgánicos no volátiles, que serían inusuales en su organismo. También negativo. Los de serología patológica le sacaron sangre. Hombre, sería conveniente que nos dejaras aquí a la pelirroja durante un par de días, pero dudo mucho de que podamos encontrar nada. Puedes dejarla aquí si quieres. Es una gata estupenda. —Ya lo sé. —Asentí y dejé escapar un suspiro de alivio. Luego le pregunté a Chet—: ¿Puedo verla? —Claro que sí. Ese animal ha estado preguntando por tí toda la mañana. No sé qué motivos tendrá, pero da la impresión de que le caes bien. —Es que sabe que yo también soy un gato estupendo —le dije sonriendo. Me llevó a ver a Rosie. La tenían en una jaula pequeña y la gata parecía tener un cabreo del demonio. Yo era quien la había llevado allí, ¿no? Pues ya podía haberme hecho yo aquellas pruebas. —No ha sido culpa mía —le expliqué lo mejor que pude—. Échale la culpa a ese chiflado de Gary Soneji, pero no a mí. Y no me mires de esa forma. Finalmente permitió que la cogiera y se puso a frotar el hocico contra mi cuello. —Te estás comportando como una chica buena y valiente —le susurré a la oreja—. Te debo una, y ya sabes que yo siempre pago mis deudas. La gata se puso a ronronear y finalmente comenzó a lamerme la mejilla con aquella lengua suya como una lija. Sweet lady, Rosie O'Grady. 32 Londres, Inglaterra El señor Smith iba vestido con un anorak negro rasgado y sucio, no era más que una persona completamente anónima de la calle. El asesino andaba de prisa por la calle Lower Regent en dirección a Piccadilly Circus. «¡Vamos al Circo, oh, oh!», iba pensando. El cinismo de aquel hombre era tan espeso y tan denso como el aire de Londres. No parecía que nadie se fijase en él entre la multitud de personas que se veían a última hora de la tarde. Nadie les presta demasiada atención a los pobres en ninguna de las grandes capitales «civilizadas». El señor Smith se había fijado en eso, y había decidido sacar provecho de ello. Iba muy apresurado cargado con una bolsa de lona, hasta que finalmente llegó a Piccadilly, donde la multitud era todavía más densa. Captó con ojos atentos el habitual atasco de tráfico, más o menos algo que podía esperarse en el centro de las cinco calles más importantes. También distinguió la torre Record, McDonalds, Trocadero, demasiados anuncios de neón. Por todas partes, en la calle y en las aceras, había viajeros con mochila y turistas que llevaban cámaras. Y un solo ser extraterrestre: él. Un ser que no encajaba en ningún aspecto con los demás. El señor Smith de pronto se sintió muy solo, increíblemente solo en mitad de todas aquellas personas que había en el centro de la ciudad de Londres. Dejó la larga y pesada bolsa en el suelo, justo debajo de Eros, la famosa estatua de Circus. Sin embargo, nadie le prestaba la menor atención. Dejó allí la bolsa y se puso a caminar por Piccadilly para después adentrarse en Haymarket. Cuando hubo recorrido algunas manzanas, llamó a la policía, como hacía siempre. El mensaje era simple, claro, preciso: se les había acabado el tiempo. —El inspector Drew Cabot está en Piccadilly Circus. Está en una bolsa de lona gris. Lo que queda de él. La habéis cagado. Salud. 33 Sondra Greenberg, de la Interpol, divisó a Thomas Pierce cuando caminaba hacia la escena del crimen en el centro de Piccadilly Circus. Pierce sobresalía entre la multitud, incluso en un lugar como aquél. Thomas Pierce era alto, llevaba el largo cabello rubio recogido en una cola y solía llevar gafas oscuras. No parecía el típico agente del FBI. Y, en realidad, Pierce no se parecía nada a ningún agente de los que Greenberg había conocido o con los que había trabajado. —¿Qué es todo este alboroto? —preguntó al acercarse—. El señor Smith ha salido a cometer su asesinato semanal. No es nada fuera de lo normal. Había puesto en marcha su habitual sarcasmo. Sondra miró a su alrededor, a la apretada multitud que se encontraba cerca de la escena del homicidio, y movió la cabeza de un lado al otro. Había reporteros de prensa y camiones de noticiarios de televisión por todas partes. —¿Qué están haciendo los genios locales? ¿Y la policía? —quiso saber Pierce. —Están haciendo una encuesta. Resulta evidente que Smith ha estado aquí. —¿Los bobbies quieren saber si alguien ha visto a un hombrecillo verde? ¿Un hombrecillo al que le chorrea sangre de los dientecitos verdes? —Exacto, Thomas. ¿Quieres echar una ojeada? Pierce esbozó una sonrisa que resultaba completamente cautivadora. Sin duda, aquél no era el estilo habitual del FBI. —Lo has dicho como quien dice… ¿Un poco de té…? ¿Quieres echar una ojeada? Greenberg movió la cabeza, cubierta de rizos oscuros. Era casi tan alta como Pierce y bastante bonita, aunque en un estilo un poco duro. Siempre trataba de ser agradable con Pierce. Y en realidad eso no resultaba demasiado difícil. —Supongo que finalmente me estoy hastiando de todo esto —dijo—. Y me pregunto por qué. Fueron caminando hacia la escena del crimen, que quedaba casi justo debajo de la alta figura de Eros hecha de aluminio. Eros, uno de los monumentos favoritos de Londres, era también el símbolo del periódico Evening Standard. Aunque la gente creía que la estatua era una representación del amor erótico, en realidad se había encargado como símbolo de la caridad cristiana. Thomas Pierce enseñó la placa de identificación y se acercó a la bolsa que el señor Smith había utilizado para transportar los restos del inspector jefe Cabot. —Es como si ese tipo estuviera viviendo de verdad una novela gótica —comentó Sondra Greenberg. Estaba arrodillada al lado de Pierce. En realidad parecían un equipo, incluso una pareja. —¿A tí también te llamó Smith aquí… a Londres? ¿Te envió un mensaje? —le preguntó Pierce. Greenberg asintió. —¿Qué te parece el cuerpo? ¿El último asesinato? Smith se entretuvo llenando la bolsa con las distintas partes del cuerpo del modo más cuidadoso y conciso. Como harías tú si tuvieras que meterlo todo en una maleta. Thomas Pierce frunció el entrecejo. —Vaya monstruo. Maldito carnicero. —¿Por qué Piccadilly? Uno de los núcleos de Londres. ¿Por qué debajo de Eros? —Nos está dejando pistas, pistas obvias. Pero nosotros no las entendemos —aseguró Thomas Pierce. Y continuó sacudiendo la cabeza. —Tienes razón, Thomas. Porque no hablamos marciano. 34 El crimen sigue adelante. A la mañana siguiente Sampson y yo fuimos en coche a Wilmington, en Delaware. Habíamos visitado la ciudad que los Dupont hicieron famosa durante la primera cacería humana que se organizó para perseguir a Gary Soneji unos años antes. Pisé a fondo el acelerador del Porsche durante todo el trayecto, que duró un par de horas. Ya había recibido una muy buena noticia aquella mañana. Habíamos resuelto uno de los misterios más latosos de aquel caso. Había hecho averiguaciones en el banco de sangre de Saint Anthony. Faltaba medio litro de sangre mía de la reserva de nuestra familia. Alguien se había tomado la molestia de meterse allí a escondidas y llevarse mi sangre. ¿Gary Soneji? ¿Quién si no? Aquel hombre seguía demostrándome que no había nada seguro en mi vida. «Soneji» era en realidad un seudónimo que Gary había utilizado como parte de un plan para secuestrar a dos niños en Washington. Aquel extraño nombre se había quedado en las noticias, y ése era el nombre que el FBI y los medios de comunicación utilizaban ahora para referirse a él. Pero su verdadero nombre era Gary Murphy. Había vivido un tiempo en Wilmington con Meredith, su esposa, a quien llamaban Missy. Tenían una hija llamada Roni. En realidad, Soneji era el nombre que Gary se había puesto cuando fantaseaba sobre sus crímenes de juventud en los días en que estaba encerrado en el sótano de su casa. Aseguraba que un vecino de Princeton, un maestro de primaria llamado Martin Soneji, había abusado de él sexualmente. Yo sospechaba que debía de haber tenido serios problemas con algún pariente, posiblemente con su abuelo paterno. Llegamos a la casa de la avenida Central poco más tarde de las diez de la mañana. La preciosa calle estaba desierta, excepto por un niño que iba con patines. Los estaba probando en el césped delantero de su casa. Tenía que haber habido vigilancia policial allí, pero por algún motivo no la había. Al menos de momento yo no veía ni rastro de ella. —Hombre, esta callecita tan perfecta me mata —me comentó Sampson—. Ya verás como en cualquier momento aparece Jimmy Stewart por la puerta de alguna de esas casas. —Con tal que no aparezca Soneji —mascullé. Los coches estacionados en la avenida Central eran casi todos de marcas americanas, cosa que aquel día parecía pintoresco: Chevys, Olds, Fords y algunas camionetas Dodge Ram Pickup. Meredith Murphy no contestaba al teléfono aquella mañana, lo cual no me sorprendió. —Lo siento por la señora Murphy, y sobre todo lo siento por la niña —le comenté a Sampson cuando detuvimos el coche delante de la casa—. Missy Murphy no tenía la menor idea de quién era en realidad Gary. Sampson asintió. —Recuerdo que parecían bastante agradables. Quizá incluso demasiado agradables. Pero Gary las engañó. El viejo Gary el mentiroso. En la casa había luces encendidas y en la entrada para coches, un Chevy Lumina de color blanco. La calle estaba tan tranquila y pacífica como yo la recordaba de nuestra última visita, cuando aquella calma había durado poco. Nos bajamos del Porsche y después nos dirigimos a la entrada principal de la casa. Mientras caminábamos acariciaba la culata de mi Glock. No podía evitar la idea de que quizá Soneji estaba esperándonos, que quizá nos estaba tendiendo alguna clase trampa a Sampson y a mí. El vecindario, todo el pueblo, seguía recordándome a los años cincuenta. La casa estaba bien conservada y parecía que la hubieran pintado recientemente. Eso había formado parte de la fachada cuidadosa de Gary. Era el escondite perfecto, una dulce casita en la avenida Central rodeada de una valla blanca de tablones acabados en punta y una vereda de piedra que dividía en dos el césped de la entrada. —¿Y qué te imaginas que está pasando con Soneji? —Me preguntó Sampson mientras nos acercábamos a la puerta principal—. Ha cambiado un poco, ¿no crees? Ya no planea las cosas tan cuidadosamente como recuerdo que hacía antes. Es más impulsivo. Eso parecía. —Pero no todo ha cambiado. Todavía representa papeles, actúa. Aunque está desmandado como no he visto nada igual. No parece importarle que lo cojan. Pero todo lo que hace está muy pensado. Él escapa. —¿Y eso por qué, doctor Freud? —Eso es lo que hemos venido a averiguar. Y por eso iremos a la prisión Lorton mañana. Algo raro está sucediendo, aunque se trate de Gary Soneji. Llamé al timbre de la puerta principal. Sampson y yo esperamos a que Missy Murphy saliera al porche. No encajábamos en aquel barrio de pueblo pequeño, pero en realidad aquello no era tan raro. Tampoco se podía decir que encajásemos en nuestro vecindario de la ciudad de Washington. Aquella mañana los dos llevábamos ropa oscura y gafas de sol, y parecíamos más bien músicos de alguna banda de blues. —Humm, no contestan —dije en voz baja. —Hay muchas luces encendidas en el interior —observó Sampson—. Tiene que haber alguien. Puede que sencillamente no quieran hablar con los Hombres de Negro. —¡Señora Murphy! —La llamé en voz alta, por si había alguien en el interior de la casa, pero no querían abrir la puerta—. Señora Murphy, abra la puerta. Soy Alex Cross, de Washington. No vamos a irnos sin hablar con usted. —No hay nadie en el motel Bates —comentó Sampson con un gruñido. Se acercó a un lado de la casa, y lo seguí de cerca. Habían cortado el césped recientemente y habían podado los bordes. Todo parecía tan cuidado, tan limpio e inofensivo. Me dirigí a la puerta de atrás, a la de la cocina, si recordaba bien. Me preguntaba si Gary podría estar escondido dentro. Cualquier cosa era posible con Soneji. Cuanto más retorcido e improbable, mejor para su ego. Las cosas que sucedieron en mi última visita me volvían ahora a la cabeza. Recuerdos desagradables. Era la fiesta de cumpleaños de Roni. Cumplía siete años. Aquella vez Gary Soneji sí estaba dentro de la casa, pero había logrado escapar. Como un Houdini cualquiera. Un canalla escalofriante y muy listo. Soneji podía estar dentro ahora también. ¿Por qué tenía yo aquella inquietante sensación de que me estaba metiendo en una trampa? Aguardé en el porche de atrás sin saber qué hacer a continuación. Llamé al timbre. Desde luego, algo andaba mal en aquel caso, casi todo andaba mal. ¿Soneji estaba allí, en Wilmington? ¿Y por qué allí? ¿Por qué matar a gente en la estación Penn y en la estación Unión? —¡Alex! —Oí que gritaba Sampson—. ¡Alex, aquí! Ven de prisa. ¡Alex, corre! Atravesé el jardín corriendo con el corazón en la garganta. Sampson se había puesto a cuatro patas. Estaba agachado delante de una caseta de perro pintada de blanco que hacía juego con la residencia principal. ¿Qué demonios habría dentro de la caseta del perro? Al acercarme un poco más distinguí una densa nube negra de moscas. Luego oí el zumbido. 35 —Oh, maldita sea, Alex, mira lo que ha hecho ese loco. ¡Mira lo que le ha hecho! Quise apartar los ojos pero estaba obligado a mirar. Me agaché al lado de Sampson. Los dos dábamos manotazos sin parar para alejar las moscas y otros desagradables insectos. Unas larvas blancas lo cubrían todo, la caseta del perro, el césped. Me llevé el pañuelo hecho una bola a la nariz y a la boca, pero no fue suficiente para mitigar aquel olor pútrido. Los ojos me empezaron a llorar. —¿Qué demonios le pasa a ese tipo? —Quiso saber Sampson—. ¿De dónde saca estas ideas dementes? Metido dentro de la caseta estaba el cuerpo de un perro perdiguero dorado, o lo que quedaba de él. Las paredes de madera estaban salpicadas de sangre por todas partes. Al animal lo habían decapitado. Firmemente sujeta al cuello del perro estaba la cabeza de Meredith Murphy. La cabeza estaba apuntalada perfectamente, aunque era demasiado grande para el cuerpo del perdiguero. El efecto iba más allá de lo grotesco. Me recordaba al viejo juguete Señor Cabeza de Patata. Los ojos abiertos de Meredith Murphy me miraban fijamente. Yo sólo había estado una vez con ella, y eso había sido cuatro años atrás. Me pregunté qué podía haber hecho esa mujer para enfurecer hasta ese punto a Soneji. Durante las sesiones que Soneji y yo mantuvimos, él nunca había hablado mucho de su esposa. Pero la despreciaba, recuerdo los motes que le daba: cero a la izquierda, la Hausfrau sin Cabeza, Vaca Rubia. —¿Qué demonios se le ha metido en la cabeza a ese enfermo hijo de perra? ¿Tú entiendes esto? — masculló Sampson a través del pañuelo con el que se tapaba la boca. Yo creía entender los estados de rabia psicóticos, y había visto algunos de los de Soneji, pero nada me había preparado adecuadamente para aquellos últimos días. Los asesinatos de ahora eran extremos, y sangrientos. Y además eran muy seguidos, sucedían con demasiada frecuencia. Tenía la espantosa sensación de que Soneji no podía apagar su rabia ni siquiera después de un nuevo asesinato. Ninguno de los asesinatos lograba satisfacer ya su necesidad. —Oh, Dios mío. —Me puse en pie—. La niña, John. Roni, la hija. ¿Qué habrá hecho con ella? Los dos nos pusimos a registrar la parcela, incluido un bosquecillo de árboles de hoja perenne, árboles que estaban inclinados por el azote que suponía el viento que soplaba habitualmente al noreste de la casa. Ni rastro de Roni. Y tampoco vimos otros cadáveres, ni miembros cercenados, ni ninguna otra sorpresa horripilante. Buscamos a la niña en el garaje, con cabida para dos coches. Luego la estuvimos buscando en el estrecho espacio que había debajo del porche trasero. Examinamos los tres cubos de basura, que se hallaban pulcramente alineados junto al garaje. No encontramos nada en ninguna parte. ¿Dónde estaría Roni Murphy? ¿Se la habría llevado consigo? ¿Habría raptado Soneji a su hija? Volví hacia la casa, con Sampson un paso o dos detrás de mí. Rompí el cristal de la ventana que tenía la puerta de la cocina, la abrí y entré precipitadamente. Me temía lo peor. ¿Otra niña asesinada? —Calma, hombre. Ve con cuidado aquí dentro —me susurró Sampson desde atrás. Él sabía muy bien cómo me ponía yo cuando había niños implicados en algún caso. También tenía la sensación de que aquello podía ser una trampa que nos había tendido Soneji. El lugar era perfecto para ello. —¡Roni! —la llamé—. Roni, ¿estás aquí? Roni, ¿me oyes? Recordaba el rostro de la niña de la última vez que yo había estado en aquella casa. Habría podido dibujarla. Gary me había confiado en cierta ocasión que Roni era lo único que le importaba en la vida, lo único bueno que había hecho. Y cuando me lo dijo le creí. Lo más probable es que yo no hiciera más que proyectar mis propios sentimientos, los sentimientos que tenía hacia mis hijos. Quizá me dejé engañar al pensar que Soneji pudiera tener alguna clase de conciencia y sentimientos porque eso era lo que yo quería creer. —¡Roni! Somos de la policía. Puedes salir ya, cariño. Roni Murphy, ¿estás aquí? ¿Roni? —¡Roni! —Sampson se unió a mis llamadas con aquella voz suya tan profunda y tan fuerte como la mía, puede que más. Ambos recorrimos toda la planta baja, y fuimos abriendo violentamente todas las puertas y armarios al pasar. Seguimos llamando a la niña a voces. Dios mío, suplicaba yo. Por lo menos era una especie de oración. «Gary, a tu propia hija no. No tienes que matarla para mostrarnos lo malo que eres y lo enfadado que estás. Ya captamos el mensaje. Lo entendemos». Me precipité al piso de arriba y subí las crujientes escaleras de madera de dos en dos. Sampson me seguía muy de cerca, como si fuese mi sombra. Normalmente no se le nota en la cara, pero en estas ocasiones se trastorna tanto como yo. Ninguno de los dos estábamos todavía lo suficientemente endurecidos. Yo se lo notaba en la voz, en la manera superficial como respiraba. —¡Roni! Roni, ¿estás aquí arriba? ¿Te has escondido en alguna parte? —le gritaba Sampson. —¡Roni! Somos de la policía. ¡Ya estás a salvo, Roni! Puedes salir. Alguien había registrado la habitación principal. Alguien había invadido aquel espacio, lo había profanado, había roto todos los muebles, había volcado camas y tocadores. —¿La recuerdas, John? —le pregunté mientras comprobábamos el resto de los dormitorios. —La recuerdo muy bien —respondió Sampson en voz baja—. Una niña muy mona. —Oh, no… Nooo… De pronto eché a correr por el pasillo. Volví a bajar las escaleras a toda velocidad. Atravesé corriendo la cocina y abrí una puerta que se encontraba entre el frigorífico y el fogón de seis quemadores. Los dos bajamos corriendo al sótano, a la bodega de aquella casa. Mi corazón estaba fuera de control, latía, golpeaba, me estallaba con fuerza dentro de mi pecho. Yo no deseaba estar allí, no quería ver más trabajos artesanales de Soneji, ni sus desagradables sorpresas. El sótano de su casa. El lugar simbólico donde Gary había vivido todas sus pesadillas infantiles. El sótano. Sangre. Trenes. El sótano de la casa de Murphy era pequeño y pulcro. Miré a mi alrededor. ¡Los trenes ya no estaban! La primera vez que fui a aquella casa había un tren montado allí abajo. Pero no vi ninguna señal de la niña. Nada parecía fuera de lugar. Abrimos los armarios de herramientas. Sampson abrió de un tirón la lavadora, luego la secadora. Había una puerta de madera sin pintar a un lado del calentador de agua y una pila de fibra de vidrio. No había ni rastro de sangre en la pila, ni ropa con manchas de sangre. ¿Habría una salida? ¿Habría huido la niña cuando su padre llegó a la casa? ¡El armario! Abrí de un tirón la puerta. Roni Murphy estaba atada con cuerdas y amordazada con trapos viejos. Tenía los ojos azules muy abiertos a causa del miedo. ¡Pero estaba viva! Temblaba de un modo terrible. Gary Soneji no la había matado, pero había matado su infancia igual que a él le mataron la suya. Unos años antes, Soneji había hecho lo mismo con una niña llamada Maggie Rose. —Oh, mi niña —susurré mientras la desataba y le quitaba la mordaza de trapo que su padre le había metido en la boca—. Ya ha pasado todo. No pasa nada, Roni. Ya estás bien. Lo que no le dije fue: «Tu padre te quería a tí lo suficiente para no matarte…, pero quiere matar a todo el mundo y destruirlo». —Ya está, nena, ya está. Ya ha pasado todo —le mentí a la pobre niña—. Ahora todo va bien. Seguro. 36 Érase una vez hace mucho tiempo, Nana Mama me enseñó a tocar el piano. En aquellos días, el viejo piano vertical estaba en la sala de estar de nuestra familia como una constante invitación a hacer música. Una tarde después del colegio, me oyó intentar tocar un pequeño boogie-woogie. Yo tenía entonces once años. Lo recuerdo bien, como si fuera ayer. Nana entró como una brisa suave y se sentó a mi lado en la banqueta, igual que hago yo ahora con mis hijos Jannie y Damon. —Me parece que te adelantas un poco con eso del jazz, Alex. Déjame que te enseñe algo muy bonito. Deja que te enseñe por dónde podrías empezar tu carrera musical. Me hizo practicar los ejercicios de dedos de Czerny cada día hasta que estuve listo para apreciar y tocar a Mozart, Beethoven, Hándel, Haydn… todo lo cual me enseñó Nana Mama. Me enseñó a tocar desde la edad de once años hasta que tuve dieciocho, cuando me marché a estudiar a Georgetown y luego a Johns Hopkins. Por aquel entonces ya estaba preparado para tocar aquello del jazz, para saber lo que estaba tocando e incluso para saber por qué me gustaba lo que me gustaba. Cuando regresé de la casa de Delaware, muy tarde, me encontré a Nana en el porche; estaba tocando el piano. No la había oído tocar así desde hacía muchos años. No me oyó entrar, así que me quedé en la puerta y la estuve observando durante unos minutos. Estaba tocando a Mozart, y todavía tenía sentimiento por la música que le gustaba. Una vez me explicó que resultaba muy triste que nadie supiera dónde estaba enterrado Mozart. Cuando terminó, le susurré: —Bravo, bravo. Es precioso. Nana se volvió hacia mí. —Soy una vieja tonta —dijo. Y se limpió una lágrima que yo no había podido ver desde donde estaba de pie. —Nada de tonta —le aseguré. Me senté en el banco del piano y la abracé—. Vieja sí, verdaderamente vieja y maniática, pero nunca tonta. —Estaba pensando en ese tercer movimiento del Concerto número veintiuno de Mozart, y luego me vino el recuerdo de cómo antes era capaz de tocarlo, hace mucho, mucho tiempo. —Dejó escapar un suspiro—. Así que me he permitido llorar un poco. Y además me he sentido realmente bien. —Siento haber interrumpido —le dije sin dejar de abrazarla con fuerza. —Te quiero, Alex —me susurró mi abuela—. ¿Todavía sabes tocar Claro de luna? Toca a Debussy para mí. Y así, con Nana sentada muy cerca de mí, me puse a tocar. 37 El trabajo entre gemidos y gruñidos continuó a la mañana siguiente. Para empezar, Kyle me envió por fax varios artículos sobre el agente Thomas Pierce. Los artículos procedían de ciudades donde el señor Smith había cometido asesinatos: Atlanta, Saint Louis, Seattle, San Francisco, Londres, Hamburgo, Frankfurt, Roma. Pierce había ayudado a capturar a un asesino en Fort Lauderdale en primavera, aunque éste no tenía relación alguna con Smith. Otros titulares: «Para el agente Thomas Pierce la escena del crimen está en la mente». «Experto en asesinatos aquí, en Saint Louis». «Thomas Pierce: meterse en la cabeza de los asesinos». «No todos los asesinos que matan siguiendo una pauta son inteligentes, pero el agente Thomas Pierce lo es». «Asesinatos de la mente, los asesinatos más escalofriantes de todos». De no haberlo conocido bien, yo habría pensado que Kyle intentaba darme celos con Pierce. Pero no me puse celoso. No tenía tiempo para ello en aquel momento. Poco antes de mediodía me dirigí en automóvil a la prisión Lorton, uno de los lugares que menos me gusta visitar de todo el universo. Todo se mueve despacio en el interior de una prisión federal de alta seguridad. Es como estar retenido debajo del agua, como ser ahogado por manos humanas invisibles. Sucede durante días, durante años, a veces durante décadas. Para conseguir la máxima facilidad administrativa, a los prisioneros se les mantiene en sus celdas veintidós o veintitrés horas al día. El aburrimiento es incomprensible para cualquiera que no haya estado algún tiempo encarcelado. «No se puede imaginar». Eso me dijo Gary Soneji, quien creó la metáfora del ahogo cuando lo entrevisté años atrás en Lorton. También me dio las gracias por proporcionarle la experiencia de estar en prisión, y dijo que algún día sabría corresponderme si podía hacerlo. Cada vez más, yo tenía la sensación de que me había llegado la hora, y tenía que adivinar de qué manera atroz me lo haría pagar. No se podía imaginar. Casi podía sentir cómo me ahogaba mientras paseaba dentro de una pequeña dependencia administrativa cerca del despacho del alcaide, en la quinta planta de la prisión de Lorton. Estaba esperando a un doble asesino llamado Jamal Autry. Autry afirmaba que tenía información importante sobre Soneji. Dentro de la cárcel se le conocía como el Real Deal. Era un depredador, un chulo de ciento treinta y cinco kilos que había asesinado a dos prostitutas adolescentes en Baltimore. A Real Deal lo condujeron ante mí con esposas. Lo escoltaron hasta la pequeña y ordenada habitación dos guardianes armados con porras. —¿Eres Alex Cross? Maldición. Vaya cosa —me espetó Jamal Autry con ese acento nasal del medio sur. Cuando hablaba sonreía con la boca torcida. La mitad inferior del rostro le caía con la boca abierta. Tenía unos ojos porcinos, extraños y desiguales, que resultaban algo difíciles de mirar. Continuaba sonriendo como si fueran a dejarlo en libertad bajo fianza aquel mismo día, o como si acabara de ganar la lotería de la prisión. Les dije a los guardias que quería hablar a solas con Autry. Aunque estaba esposado, los dos se marcharon de mala gana. Sin embargo, a mí no me daba miedo aquel saco de grasa. Yo no era una adolescente indefensa a quien a aquel tipo le resultara fácil apalear. —Perdona, pero no entiendo dónde está el chiste —le dije finalmente a Autry—. No acabo de comprender por qué estás tan sonriente. —Ah, bueno, no te preocupes por eso, tío. Ya verás como entiendes muy bien el chiste. Con el tiempo —afirmó con aquella voz lenta y gangosa—. Ya entenderás el chiste, doctor Cross. Verás, trata de ti. Me encogí de hombros. —Has sido tú quien ha pedido verme, Autry. Quieres sacar algo de esto y yo también. No estoy aquí para reírte los chistes o para tu particular diversión. Si quieres volver a tu celda, no tienes más que darte la vuelta. Jamal Autry continuó sonriendo, pero se sentó en una de las dos sillas que nos habían dejado. —Los dos queremos algo —dijo. Empezó a mirarme con seriedad. Ahora tenía una expresión que me decía que no me anduviese con bobadas con él. La sonrisa se le había evaporado. —Dime qué es lo que tienes para negociar. Y ya veremos adonde nos lleva —le indiqué—. Es lo más que puedo hacer por tí. —Soneji decía que eres un tipo duro. Y muy listo para ser policía. Veremos qué hacemos —me comentó arrastrando las palabras al hablar. Hice caso omiso de las tonterías que le fluían con tanta facilidad de aquella boca excesivamente grande. No pude evitar pensar en las dos muchachas de dieciséis años que aquel hombre había asesinado. Me lo imaginé sonriéndoles a ellas también. Dirigiéndoles aquella mirada. —¿Vosotros dos hablasteis algunas veces? ¿Soneji era amigo tuyo? —le pregunté. Autry dijo que no con la cabeza. Permanecía con la mirada fija. Aquellos ojos porcinos no se apartaban de los míos. —No, tío. Sólo hablaba cuando necesitaba algo. Lo que solía hacer Soneji era sentarse en su celda, mirar a lo lejos, al vacío, a Marte o algún sitio así. Soneji no tenía amigos aquí. Ni yo, ni nadie. Autry se inclinó hacia adelante en la silla. Tenía algo que decirme. Era evidente que él pensaba que aquello valía mucho. Bajó la voz como si hubiera alguien en la habitación aparte de nosotros dos. «Éste es igual que Gary Soneji». No pude evitar pensarlo. 38 —Mira, Soneji aquí no tenía amigos. No necesitaba a nadie. Ese hombre tenía un invitado en su desván. ¿Sabes lo que quiero decir? Sólo hablaba conmigo cuando quería algo. —¿Qué clase de cosas hacías por Soneji? —le pregunté. —Tenía necesidades sencillas. Puros, revistas porno, mostaza para sus cereales. Pagaba para mantener alejados a ciertos individuos. Soneji siempre tenía dinero. Pensé en aquello. ¿Quién le proporcionaría dinero a Soneji mientras estaba en Lorton? No podía ser su esposa, por lo menos yo no lo creía así. Su abuelo todavía vivía en Nueva Jersey. Quizá el dinero procediese de su abuelo. Que yo supiera, Soneji sólo tenía un amigo, pero eso había sido hacía mucho tiempo, cuando era adolescente. Jamal Autry prosiguió con aquel discurso suyo propio de un bocazas. —Compruébalo, tío. La protección que Gary me compraba era buena, la mejor. La mejor que cualquiera podría encontrar aquí dentro. —No estoy seguro de entenderte —le dije—. Deletréamelo, Jamal. Quiero todos los detalles. —Puedes proteger a algunas personas parte del tiempo. Eso es todo lo que hay. Había otro prisionero aquí llamado Shareef Thomas. Un negro loco perdido de la ciudad de Nueva York. Andaba con otros dos negros locos, Goofy y Coco Loco. Shareef está fuera ahora, pero cuando estaba dentro hacía lo que le daba la gana. La única manera de controlarlo era acabar con él. Dos veces, sólo para estar seguros. Autry se estaba poniendo interesante. Desde luego, tenía algo con lo que negociar. —¿Y cuál era la relación que había entre Soneji y Shareef? —le pregunté. —Soneji intentó liquidar a Shareef. Pagó el dinero. Pero Shareef era listo. Y además tenía suerte. —¿Por qué quería Soneji matar a Shareef Thomas? Autry me miró fijamente con ojos fríos. —Tenemos un trato, ¿no es así? ¿Se me concederán privilegios por esto? —Tienes toda mi atención, Jamal. Estoy aquí y estoy escuchándote. Explícame lo que ocurrió entre Shareef Thomas y Soneji. —Soneji quería matar a Shareef porque lo estaba jodiendo. Y no sólo una vez. Shareef quería que Gary supiera que él era el hombre. Aquí dentro, él era el único que estaba más loco que Soneji. Hice un gesto negativo con la cabeza y me incliné hacia adelante para escuchar. Jamal había conseguido atraer mi atención, pero había algo que no lograba seguir. —Gary estaba separado del resto de los reclusos. Máxima seguridad. ¿Cómo demonios logró llegar Thomas hasta él? —Maldita sea, ya te he dicho que aquí se hacen cosas. Siempre se hacen cosas. No te dejes engañar por lo que oigas fuera, tío. Así es como es, así es como ha sido siempre. Miré fijamente a Autry a los ojos. —¿De manera que aceptaste el dinero de Soneji para darle protección, y a pesar de todo Shareef Thomas llegó hasta él? Hay algo más, ¿verdad? Noté que Autry se regodeaba en su propia frase clave, o puede que sólo le gustase ver que tenía cierto poder sobre mí. —Sí, hay más. Shareef le contagió a Gary Soneji la Fiebre. Soneji tiene el bicho, tío. Se está muriendo. Tu viejo amigo Gary Soneji se está muriendo. Recibió el mensaje de Dios. Aquella noticia me golpeó como un puñetazo. No lo demostré, no cedí la ventaja que tenía, pero Jamal Autry acababa de darle cierto sentido a todo lo que Soneji había hecho hasta el momento. También me había sacudido a mí en lo más profundo. Soneji tenía la Fiebre. Tenía el sida. Gary Soneji se estaba muriendo. Ya no tenía nada que perder. ¿Estaría Autry diciendo la verdad o no? Gran pregunta, importante pregunta. Moví la cabeza de un lado al otro. —Pues no te creo, Autry. ¿Por qué demonios iba a creerte? —le dije. Fingió ofenderse, lo cual formaba parte de su actuación. —Haz lo que quieras. Pero deberías creértelo. Gary me hizo llegar el mensaje hasta aquí dentro. Se puso en contacto conmigo esta semana, hace dos días, y fue él mismo quien me comunicó que tenía la Fiebre. Habíamos cerrado el círculo. Autry sabía que me tenía desde el momento en que había entrado en aquella habitación. Ahora yo tenía que oír la frase clave de su chiste, del chiste que me había prometido al principio. Pero primero yo tenía que ser su hombre un ratito más. —¿Por qué? ¿Por qué tenía él que decirte a ti que se está muriendo? —le pregunté representando mi papel. —Soneji me dijo que vendrías por aquí haciendo preguntas. Él sabía que ibas a venir. Te conoce muy bien, tío… mejor que tú a él. Soneji quería que yo te diera el mensaje personalmente. Él me dio el mensaje sólo para que yo te lo diera a tí. Me dijo que te dijera eso. Jamal Autry volvió a sonreír con la boca torcida. —¿Qué dices ahora, doctor Cross? ¿Tienes lo que habías venido a buscar? Desde luego yo tenía lo que necesitaba. Gary Soneji se estaba muriendo y quería que yo lo siguiera al infierno. Estaba desbocado, ya sin nada que perder y nada que temer. 39 Cuando llegué a casa al volver de la prisión de Lorton llamé a Christine Johnson. Necesitaba verla. Necesitaba huir del caso. Contuve la respiración mientras le pedía que cenara conmigo en Georgia Browns, que estaba en McPerson Square. Me sorprendió, pues me dijo que sí. Todavía con cierto hormigueo, pero en cierto modo disfrutando de aquella sensación, me presenté en su casa con una rosa roja. Christine me recompensó con una sonrisa preciosa, cogió la rosa y la puso en agua como si fuera un ramo caro. Llevaba puesta una falda gris que le llegaba por la pantorrilla y una suave blusa a juego con el escote en forma de V. De nuevo estaba maravillosa. Estuvimos hablando de cómo nos había ido el día a los dos mientras nos dirigíamos en coche al restaurante. A mí me pareció mucho mejor cómo le había ido a ella que cómo me había ido a mí. Teníamos hambre, y empezamos con galletas de mantequilla calientes untadas con pasta de melocotón. Desde luego el día estaba mejorando. Christine pidió gambas de Carolina con harina de maíz crujiente. Yo, el perlau de Carolina: arroz rojo, gruesos pedazos de pato, gambas y salchichas. —Hacía mucho que nadie me regalaba una rosa —me dijo—. Me encanta que se te haya ocurrido. —Esta noche eres demasiado agradable conmigo —le comenté mientras empezábamos a comer. Christine ladeó la cabeza y me miró desde un ángulo raro. Lo hacía de vez en cuando. —¿Por qué dices que soy demasiado agradable? —Bueno, puede decirse que no soy exactamente la mejor compañía esta noche. Eso es lo que temes, ¿no? Que no pueda desconectar de mi trabajo. Dio un sorbo de vino, movió la cabeza y finalmente me dedicó una sonrisa muy realista. —Eres muy sincero. Pero tienes un buen sentido del humor al respecto. En realidad no me había dado cuenta de que no estabas actuando al ciento diez por cien. —Llevo toda la noche muy distante y metido en mí mismo —le confesé—. Los niños dicen que me pierdo en la dimensión desconocida. Christine se echó a reír y puso los ojos en blanco. —Calla, calla. Tú eres el hombre menos introvertido que he conocido. Me lo estoy pasando muy bien. Tenía planeado cenar un tazón de cereales dulces en mi casa. —Pues los cereales dulces con leche son muy buenos. No hay nada malo en estar repantingada en la cama con una película o un buen libro. —Ese era mi plan. Finalmente cedí y empecé El hombre que susurraba a los caballos. Me alegro de que me llamases y me estropeases el plan, y de que me sacases de mi propia dimensión desconocida. Poco después, durante la cena, Christine me dijo: —Realmente debes de pensar que estoy loca. Lawdy, Miss Clawdy, creo que estoy loca. Me eché a reír. —¿Por salir conmigo? Completamente loca. —No, por decirte que creía que no debíamos vernos y ahora venir a cenar contigo al Georgia Browns. Y dejar mis cereales y mi película. La miré a los ojos, y quise quedarme allí mucho tiempo, por lo menos hasta que los del restaurante nos pidieran que nos marchásemos. —¿Y qué ha sucedido? ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de idea? —le pregunté. —Pues que he dejado de tener miedo —me explicó—. Bueno, casi. Pero lo estoy logrando. —Sí, puede que eso sea lo que nos esté pasando a los dos. Yo también tenía miedo. —Me gusta oír eso. Me alegro de que me lo digas, porque no podía imaginar que tuvieses miedo. Llevé a Christine en coche hasta su casa alrededor de la medianoche. Mientras íbamos por la carretera John Hanson, lo único en que podía pensar era en acariciarle el cabello, en acariciarle la mejilla y, quizá, unas cuantas cosas más. Sí, desde luego, unas cuantas cosas más. Acompañé a pie a Christine hasta la puerta de su casa; yo apenas podía respirar. Otra vez me sucedía. La llevaba ligeramente cogida por el codo. Christine tenía la llave de la casa apretada en la mano. Pude oler su perfume. Me dijo que se llamaba Gardenia Passion, y a mí me gustaba mucho. Nuestros zapatos rozaban suavemente el cemento. De pronto Christine se dio la vuelta y me rodeó con los brazos. El movimiento fue grácil, pero me cogió por sorpresa. —Tengo que averiguar una cosa —me dijo. Christine me besó igual que lo habíamos hecho unos días antes. Al principio nos besamos dulcemente, luego con más fuerza. Sentí sus labios suaves y húmedos sobre los míos, luego más firmes, con más urgencia. Noté sus pechos apretados contra mí; luego el vientre, las fuertes piernas. Christine abrió los ojos, me miró y sonrió. Me encantaba aquella sonrisa natural… me encantaba. Aquella sonrisa… ninguna otra. Se apartó de mí con suavidad. Sentí la separación y no quería que ella se marchara. Presentí, lo sabía, que no debía ir más allá de momento. Christine abrió la puerta y entró lentamente caminando de espaldas. Yo no quería que entrase todavía. Quería saber lo que estaba pensando, todos sus pensamientos. —El primer beso no fue un accidente —me susurró. —No, no fue un accidente —convine yo. 40 Gary Soneji volvía a estar en el sótano. Pero, ¿en el sótano húmedo y oscuro de quién? Ésa era la pregunta de 64.000 dólares. Él no sabía qué hora era, pero tenía que ser por la mañana muy temprano. Arriba, la casa estaba sumida en un silencio de muerte. Le gustaba aquella imagen, el roce de la misma en el interior de su cabeza. Le gustaba estar a oscuras. Volvía a ser niño. Todavía podía sentirlo, como si hubiera ocurrido ayer. Su madrastra se llamaba Fiona Morrison, era muy bonita y todo el mundo creía que era una buena persona, una buena amiga y vecina, una buena madre. ¡Todo era mentira! Ella lo había encerrado como si fuera un animal odioso… no… ¡Peor que un animal! Soneji recordó cómo tiritaba en el sótano, y recordó también que se orinaba en los pantalones al principio, y que se quedaba sentado sobre su propia orina mientras ésta se iba enfriando hasta helarse. Recordaba la sensación de que él no era como el resto de la familia. No era como nadie más. En él no había nada que alguien pudiera amar. No había nada bueno en él. Él no tenía corazón. Ahora estaba sentado en el sótano oscuro y se preguntaba si estaría donde creía estar. ¿En qué realidad estaría viviendo? ¿En qué fantasía? ¿En qué historia de horror? A oscuras, se puso a palpar el suelo a su alrededor. Hum, no estaba en el sótano de la vieja casa de Princeton. Sabía que no estaba allí. Aquí el suelo de cemento frío era liso. Y el olor era diferente. A polvo y a moho. ¿Dónde estaría? Encendió la linterna. ¡Ah! ¡Nadie iba a creer aquello! Nadie imaginaría de quién era aquella casa en cuyo sótano él estaba escondido ahora. Soneji se dio impulso y se levantó del suelo. Sentía náuseas y estaba dolorido, pero no hizo caso. El dolor era algo accidental. Ahora estaba listo para ir al piso de arriba. Nadie creería lo que pensaba a hacer a continuación. Qué espantoso. Iba varios pasos por delante de todos los demás. Iba muy por delante. Como siempre. 41 Soneji entró en la sala de estar y vio la hora en el reloj digital del televisor Sony. Eran las 3.24 de la madrugada. Otra hora de las brujas. Una vez que llegó a la parte superior de la casa, decidió ponerse a andar a gatas. El plan era bueno. Maldita sea, él no era indigno e inútil. No se merecía que lo encerraran en el sótano. Las lágrimas se le agolparon en los ojos y las sintió calientes y demasiado familiares. Su madrastra siempre lo llamaba llorón, mariquita y sarasa. Nunca dejaba de insultarle, hasta que él le frió la boca abierta en un chillido. Las lágrimas le quemaban las mejillas y le corrían por debajo del cuello de la camisa. Se estaba muriendo, y no merecía morir. No se merecía nada de aquello. De modo que alguien tenía que pagar por ello. Se movió en silencio y con mucho cuidado por la casa, reptando sobre el vientre como si fuese una serpiente. Los tablones del suelo ni siquiera crujían debajo de él mientras avanzaba apoyándose en los codos. La oscuridad se notaba cargada de electricidad y de posibilidades infinitas. Pensó en el miedo que tenía la gente a que entrasen intrusos en sus casas y apartamentos. No era para menos, desde luego. Había monstruos acechando justo al otro lado de las puertas cerradas con llave, a menudo vigilando las ventanas por la noche. En cada ciudad, grande o pequeña, había Garys Mirones. Y había otros muchos miles, pervertidos repugnantes, que estaban esperando a entrar para darse el festín. Las personas que se encontraban en la presunta seguridad de sus casas eran pienso para monstruos. Se fijó en que las paredes de la casa estaban pintadas de verde. «Paredes verdes. ¡Qué suerte!» Soneji había leído en alguna parte que las paredes de los quirófanos de los hospitales están a menudo pintadas de verde. Si las paredes eran blancas, los médicos y las enfermeras a veces veían imágenes fantasmagóricas de la operación en curso, imágenes sangrientas. Se llamaba «el efecto fantasmal», y las paredes verdes enmascaraban la sangre. «Basta ya de pensamientos intrusos, por relevantes que sean», se dijo Soneji. No más interrupciones. Había que estar en perfecta calma, tener mucho cuidado. Los minutos siguientes eran los peligrosos. Y aquella casa en particular era peligrosa… y ése era el motivo por el cual el juego resultaba tan divertido, como un viaje mental. La puerta del dormitorio estaba un poco entreabierta. Soneji la fue abriendo despacio, con mucha paciencia, centímetro a centímetro. Oyó roncar a un hombre con suavidad y vio que había otro reloj digital en una mesilla de noche. Las 3.23. Había perdido tiempo. Se puso en pie. Por fin estaba fuera del sótano, y ahora notaba que una increíble oleada de rabia se apoderaba de él. Sentía rabia, y estaba justificada. Gary Soneji se lanzó airadamente hacia la figura que se hallaba en la cama. Apretaba una tubería de metal con ambas manos. La levantó como si fuera un hacha. Golpeó con la tubería con todas sus fuerzas. —Inspector Goldman, me alegro mucho de conocerle —comentó en un susurro. 42 El trabajo siempre estaba allí, esperándome para que me pusiera al día, exigiéndome todo lo que pudiera dar y luego pidiéndome un poco más. A la mañana siguiente me encontré volviendo a Nueva York a toda prisa. El FBI me había proporcionado un helicóptero. Kyle Craig era un buen amigo, pero usaba algunas artimañas conmigo. Yo lo sabía y él sabía que yo lo sabía. Kyle tenía la esperanza de que yo acabara por involucrarme en el caso del señor Smith, que conociera al agente Thomas Pierce. Yo sabía que no lo haría. Por lo menos no de momento, y posiblemente no lo haría nunca. Primero tenía que encontrarme otra vez con Gary Soneji. Llegué antes de las ocho y media de la mañana al concurrido helipuerto de la ciudad de Nueva York, al este de las calles Veinte. Algunas personas lo llamaban el Puerto del Infierno de Nueva York. El Belljet negro entró volando bajo sobre el congestionado tráfico de la FDR Drive y el East River. El helicóptero se dejó caer como si fuera el amo de la ciudad, pero ésa era la arrogancia del FBI. Nadie podía ser el amo de Nueva York… excepto quizá Gary Soneji. El inspector Carmine Groza estaba allí para recibirme; luego subimos a su Mercury Marquis sin distintivos. Fuimos a toda velocidad por la FDR Drive hasta la salida para la autopista Deegan. Todavía tenía metido en la cabeza el irritante ruido de las hélices del helicóptero. Me hacía recordar aquel desagradable zumbido de la caseta de perro de Wilmington. Todo estaba ocurriendo demasiado de prisa otra vez. Gary Soneji nos había hecho perder el equilibrio, como a él le gustaba, como siempre había hecho funcionar su maldad. Soneji se le ponía a uno delante, aplicaba una tensión intensa y luego esperaba a que uno cometiera un error crucial. Yo estaba intentando no cometer uno ahora, para no acabar como Manning Goldman. La última escena del crimen estaba en Riverdale. El inspector Groza hablaba con nerviosismo mientras conducía por la Deegan. Su charla me recordaba un viejo dicho que yo intentaba seguir: «Nunca pierdas una buena ocasión de callarte». Lógicamente, decía, la zona de Riverdale debía formar parte de Manhattan, pero en realidad formaba parte del Bronx. Para embrollar más las cosas, en Riverdale estaba situado el Manhattan College, una pequeña escuela privada que no tenía afiliación ni con Manhattan ni con el Bronx. El alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, había asistido a aquella escuela, me explicó Groza. Yo escuchaba la palabrería ociosa del inspector hasta que consideré que ya se había desahogado. Parecía un hombre diferente del que yo había conocido aquella misma semana en la estación Penn cuando formaba pareja con Manning Goldman. —¿Se encuentra bien? —le pregunté finalmente. Yo nunca había perdido a un compañero, pero había estado a punto de perder a Sampson. Sucedió en Carolina del Norte, precisamente, cuando secuestraron a mi sobrina Naomi. Yo había tratado a algunos inspectores que habían perdido a sus compañeros, y nunca resulta fácil. —En realidad, Manning Goldman no me caía bien del todo —me confesó Groza—, pero siempre he respetado las cosas que hizo como policía. Nadie debería morir como ha muerto él. —No, nadie debería morir así —convine. Nadie estaba a salvo. Ni los ricos, ni los pobres, por supuesto. Y ni siquiera la policía. Era un refrán continuo en mi vida, la verdad más temible de nuestra era. Finalmente salimos de la transitada autopista Deegan y nos metimos en Broadway, que estaba todavía más transitada y era más ruidosa. El inspector Groza estaba claramente perturbado aquella mañana. Yo no lo demostraba, pero también lo estaba. Gary Soneji nos estaba mostrando lo fácil que le resultaba entrar en el hogar de un policía. 43 La casa de Manning Goldman estaba situada en una parte de Riverdale conocida como Fieldstone. La zona era sorprendentemente atractiva… para ser el Bronx. Coches patrulla de la policía y una bandada de furgonetas y camiones de televisión estaban estacionados en las bonitas y estrechas calles residenciales. Un helicóptero de la FOX-TV revoloteaba por encima de los árboles, asomándose entre ramas y hojas. La casa de Goldman era más modesta que las de estilo Tudor que había a su alrededor. Aun así parecía un lugar agradable para vivir. No era un vecindario típico de policías, pero Manning Goldman no había sido un policía típico. —El padre de Goldman fue un médico de bastante prestigio en Mamaroneck —continuó contándome Groza—. Cuando falleció, Manning recibió algún dinero. Él era la oveja negra de la familia, el rebelde… pues se había hecho policía. Sus dos hermanos son dentistas y viven en Florida. No me gustó el aspecto ni la impresión que producía la escena del crimen, y eso que todavía estábamos a dos manzanas de distancia. Había demasiados coches azules y blancos, y demasiados coches oficiales del Ayuntamiento. Demasiada ayuda, demasiadas interferencias. —El alcalde ha estado aquí esta mañana temprano. No hace más que fastidiar. Pero no está mal — dijo Groza—. Que maten a un policía en Nueva York es una barbaridad. Una gran noticia, y muchos medios de información acuden. —Sobre todo si matan a un inspector en su propio hogar —le dije. Finalmente Groza aparcó en una calle bordeada de árboles, aproximadamente a una manzana de la casa de Goldman. Se oía sin cesar la algarabía de los pájaros, que no se habían percatado de la muerte. Mientras caminaba hacia la escena del crimen, disfruté por lo menos de un aspecto aquel día, del anonimato del que se goza en Nueva York. En Washington muchos periodistas saben quién soy, y si estoy en la escena de un homicidio, suele ser en alguna particularmente desagradable, en un caso importante, en un crimen violento. Al inspector Groza y a mí nadie nos hizo el menor caso mientras avanzábamos entre la multitud de mirones que llegaba hasta la casa de Goldman. Cuando estuvimos dentro, Groza me presentó y se me permitió ver el dormitorio donde habían asesinado brutalmente a Manning Goldman. Los integrantes del Departamento de Policía de Nueva York parecían saber quién era yo y por qué estaba allí. Un par de veces les oí pronunciar en voz baja el nombre de Soneji. Las malas noticias viajan de prisa. Ya se habían llevado de la casa el cuerpo del inspector, y no me gustó llegar a la escena del crimen tan tarde. Varios técnicos del Departamento de Policía de Nueva York estaban trabajando en la habitación. Había sangre de Goldman por todas partes. Había salpicaduras en la cama, en las paredes, en la moqueta beige del suelo, en el escritorio y en las librerías, e incluso en una menorá de oro. Yo ya sabía por qué ahora Soneji tenía tanto interés en derramar sangre: porque su sangre era mortal. Notaba la presencia de Gary Soneji allí, en la habitación de Goldman, podía verle, y me asombraba de que pudiera imaginar su presencia con tanta fuerza, física y emocionalmente. Recordé una ocasión en la que Soneji había entrado en mi casa por la noche y con un cuchillo. Me pregunté por qué habría ido allí. ¿Me estaría advirtiendo, estaría tratando de confundirme? —Sin duda quería hacer una declaración para llamar la atención —dije en voz baja, más para mí mismo que para Carmine Groza—. Ese tipo estaba al corriente de que Goldman llevaba el caso en Nueva York. Nos está haciendo ver que él tiene el control absoluto. Pero seguro que había algo más. Tenía que haber algo más que aquello que yo veía de momento. Empecé a dar vueltas por el dormitorio. Me fijé en que el ordenador que había en el escritorio estaba encendido. Me dirigí a uno de los técnicos, un hombre delgado de boca pequeña y severa. Perfecto para escenas de crímenes. —¿El ordenador estaba encendido cuando hallaron al inspector Goldman? —Sí, el Mac estaba encendido. Hemos tomado las huellas que había en él. Le eché una mirada a Groza. —Sabemos que está buscando a Shareef Thomas y que Thomas es oriundo de Nueva York. Se supone que ahora ha vuelto. Quizá le hiciera buscar a Goldman en el ordenador el expediente de Thomas antes de matarlo. Por una vez, el inspector Groza no respondió. Se quedó callado y sin reaccionar. Ni yo mismo estaba completamente seguro. Pero confiaba en mi instinto, especialmente cuando se trataba de Soneji. Estaba siguiendo sus huellas ensangrentadas y no creía que me sacase mucha delantera. 44 La sorprendentemente hospitalaria Policía de Nueva York me había conseguido habitación en el hotel Marriott de la calle Cuarenta y dos. Ya estaban comprobando datos de Shareef Thomas para proporcionármelos. Se estaba haciendo todo lo que podía hacerse, pero Soneji andaba suelto otra noche en la ciudad. Shareef Thomas había vivido en la ciudad de Washington, pero era oriundo de Brooklyn. Yo estaba casi seguro de que Soneji había ido allí siguiéndolo. ¿Acaso no era eso lo que me había dicho por medio de Jamal Autry en la prisión de Lorton? Tenía un asunto que saldar con Thomas, y Soneji siempre saldaba sus viejas cuentas. Si lo sabría yo. A las ocho y media me marché por fin de Police Plaza; estaba físicamente molido. Me llevaron a la parte alta de la ciudad en un coche de la policía. Yo había llevado conmigo una bolsa de lona, así que estaba preparado para pasar un par de días en la ciudad, si se daba el caso. Pero confiaba en que no hiciera falta. Me gustaba Nueva York en las circunstancias apropiadas, pero aquello no era ni mucho menos como ir de compras navideñas por la Quinta Avenida en diciembre, o ir a ver un partido de los Yankees en otoño. Alrededor de las nueve llamé a casa y me salió nuestro contestador automático: Jannie. Me dijo: —¿Eres ET? ¿Estás llamando a casa? Ella es así de mona. Debió de imaginarse que la llamada era mía. Siempre llamo, pase lo que pase. —¿Cómo estás, mi niña, luz de mi vida? Sólo con oír el sonido de su voz la eché de menos, eché de menos estar en casa con mi familia. —Ha venido Sampson. Vino a ver cómo estábamos. Esta noche teníamos que practicar boxeo. ¿Te acuerdas, papá? —Jannie representaba su papel con mano dura, pero funcionaba—. Bip, bip, bam. Bam, bam, bip —añadió creando una viva imagen con aquellos sonidos. —¿Habéis practicado Damon y tú de todos modos? —le pregunté a mi hija. Me imaginaba su cara mientras hablábamos. Y la de Damon. Y también la de Nana. La cocina donde Jannie estaba hablando. Eché de menos cenar con mi familia. —Claro que sí. Lo noqueé en seguida. Lo dejé hecho polvo para toda la noche. Pero no es lo mismo sin ti. No hay nadie ante quien presumir. —Sólo tienes que presumir ante ti misma —le dije. —Ya lo sé, papá. Eso fue lo que hice. Presumí ante mí misma y me dije que muy bien. Me reí con ganas. —Siento haberme perdido la clase de boxeo con vosotros dos. Lo siento, lo siento, lo siento —dije con un sonsonete tristón—. Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento. —Eso es lo que dices siempre —me recordó Jannie en voz baja, y noté que se sentía herida—. Algún día eso ya no te dará resultado. Acuérdate de lo que te digo. Recuerda dónde lo oíste por primera vez. Recuerda, recuerda, recuerda. Guardé su consejo en mi corazón en aquella solitaria habitación de hotel de Nueva York mientras me comía la hamburguesa del servicio de habitaciones y miraba por la ventana hacia Times Square. Recordé un viejo chiste que corre entre los psiquiatras: «La esquizofrenia resuelve el problema de comer solo». Pensé en mis hijos, y en Christine Johnson, y luego en Soneji y en Manning Goldman, asesinado en su propia casa. Intenté leer unas cuantas páginas de Las cenizas de Ángela, que había metido en la bolsa. Aquella noche no pude concentrarme en la hermosa descripción del gueto de Limerick. Llamé a Christine cuando me pareció que ya tenía la cabeza en condiciones. Estuvimos hablando durante casi una hora. Una charla fácil y sin esfuerzo. Algo estaba cambiando entre nosotros. Le pregunté si quería que pasáramos algún tiempo juntos aquel fin de semana, puede que en Nueva York si yo tenía que quedarme allí. Me hizo falta armarme de valor para preguntárselo. No sabía si se me habría notado en la voz. Christine volvió a sorprenderme. Quería venir a Nueva York. Se echó a reír y dijo que podía hacer algunas compras navideñas por adelantado en julio, pero yo tenía que prometerle que le dedicaría algún tiempo. Se lo prometí. Finalmente debí de quedarme dormido, porque me desperté en una cama extraña, en una ciudad extraña, envuelto en las sábanas como si estuviera atrapado en una camisa de fuerza. Tuve una sensación extraña e incómoda. Que Gary Soneji me estaba siguiendo el rastro a mí. No yo a él. 45 Era el Ángel de la Muerte. Soneji lo sabía desde que tenía once o doce años. Por aquel entonces mató a una persona sólo para ver si era capaz de hacerlo, y la policía no encontró nunca el cuerpo. Hasta el día de hoy. Sólo él sabía el lugar donde estaban enterrados todos los cuerpos, y no tenía intención de decirlo. De pronto Gary Soneji volvió a la realidad, al momento presente en la ciudad de Nueva York. «Vaya, estoy riéndome solo dentro de este bar del East Side. Es posible que hasta haya estado hablando en voz alta». El camarero de la barra de Dowd & McGoey’s ya lo había visto hablando solo, casi en trance. Aquel soplón gilipollas, un irlandés pelirrojo, fingía estar sacando brillo a las jarras de cerveza, pero lo estaba vigilando todo el tiempo por el rabillo del ojo. Cuando los ojos irlandeses espían. Inmediatamente, Soneji le hizo una seña al camarero con un movimiento de la mano acompañado de una tímida sonrisa para que se acercase. —No te preocupes, ya me voy. Empiezo a sentirme un poco descontrolado aquí. ¿Qué te debo, Michael? El camarero llevaba el nombre escrito en la etiqueta de la camisa. Aquella actuación falsa en tono de disculpa pareció surtir efecto, así que pagó la cuenta y se marchó. Caminó hacia el sur durante unas cuantas manzanas por la Primera Avenida, y luego torció hacia el oeste por la calle Cincuenta Este. Vio un lugar abarrotado de gente llamado Tatou. Parecía prometedor. Recordó cuál era su misión. Necesitaba un lugar para pasar la noche en Nueva York, un lugar donde sentirse completamente a salvo. Lo del Plaza no había sido muy buena idea. El Tatou estaba lleno hasta los topes de una animada multitud de gente que había acudido para hablar, curiosear, comer y beber. El primer piso era un club restaurante; el segundo piso estaba dispuesto para bailar. Se preguntó qué sería todo aquello. Necesitaba comprender. Actitud, fue la respuesta que se le ocurrió. Hombres de negocios con estilo y mujeres profesionales en la treintena y en la cuarentena acudían a Tatou, probablemente justo al salir del trabajo en el centro de la ciudad. Era jueves por la noche. La mayor parte de aquellas personas intentaba encontrar algo interesante para el fin de semana. Soneji pidió un vino blanco y se puso a mirar a los hombres y a las mujeres que estaban alineados en la barra. Parecían perfectamente a tono con los tiempos, desesperadamente tranquilos y guapos. «Elígeme, escógeme, por favor, que alguien se fije en mí», parecían suplicar. Entabló conversación con un par de abogadas que, por desgracia, estaban cogidas por la cintura. Le recordaban a las tres chicas raras de aquella película francesa La Cermonie. Se enteró de que Theresa y Jessie habían sido compañeras de piso durante los últimos once años. ¡Caray! Las dos tenían treinta y seis. Se les estaba escapando el tren, pues sus relojes biológicos iban muy de prisa. Se entrenaban religiosamente en el Vertical Club de la calle Cincuenta y nueve. Veraneaban en Bridgehampton, a un kilómetro del agua. Para él no eran nada adecuadas y, al parecer, tampoco lo eran para ninguna de las personas que había en el bar. Soneji se separó de ellas. Empezaba a sentirse un poco agobiado. La policía sabía que él estaba utilizando disfraces. Pero no tenían ni idea del aspecto que podría tener en un día determinado. Ayer era un hombre moreno de aspecto hispano y de unos cuarenta y cinco años. Hoy era rubio, con barba, y encajaba bien en el Tatou. Mañana… ¿quién lo sabía? Sin embargo, podía cometer un error tonto en cualquier momento. Podían descubrirlo y todo acabaría. Conoció a otra mujer que era directora artística de publicidad, la directora creativa que trabajaba en una compañía publicitaria de la avenida Lexington. Jean Summerhill le explicó que era oriunda de Atlanta. Era menuda y muy delgada, y tenía el pelo rubio y muy abundante. Llevaba una elaborada trenza a un lado, y Soneji se dio cuenta de que estaba muy satisfecha de sí misma. De un modo bastante extraño le recordaba a su Meredith, a su Missy. Jean Summerhill tenía su propia casa, un apartamento. Vivía sola a unas cuantas manzanas de Tatou. Era demasiado bonita para estar allí sola, buscando compañía en los lugares inadecuados, pero Soneji comprendió por qué cuando hubieron hablado un poco: Jean Summerhill era demasiado lista, demasiado fuerte e individualista para la mayoría de los hombres. Los espantaba sin querer, o a sabiendas. Pero a él no lo asustó. Estuvieron hablando con naturalidad, como lo hacen a veces los desconocidos en un bar. Nada que perder, nada que arriesgar. Era una mujer muy realista. Una mujer que necesitaba que la considerasen «agradable»; aunque desafortunada en el amor. Soneji le dijo eso y Jean Summerhill, como eso era lo que quería oír, pareció creerle. —Resulta fácil hablar contigo —le dijo ella mientras se tomaban la tercera o la cuarta copa—. Eres muy tranquilo. Y muy centrado, ¿verdad? —Sí, soy un poco aburrido —aceptó Soneji. Sabía que era cualquier cosa menos eso—. Puede que mi esposa me dejara por eso. Missy se enamoró de un hombre rico, su jefe de Wall Street. Los dos lloramos la noche que me lo dijo. Ahora vive en un apartamento grande que da a la plaza Beekman. Unos pisos de verdadero lujo. —Soneji sonrió—. Seguimos siendo amigos. La he visto hace poco. Jean lo miró a los ojos. Notó que había algo triste en la mirada de él. —¿Sabes? Lo que me gusta de ti es que no me tienes miedo —le dijo ella. Gary Soneji sonrió. —No, supongo que no. —Y yo tampoco te tengo miedo a ti —le confesó Jean Summerhill en un susurro. —Y así es como debe ser —le indicó Soneji—. Pero no pierdas la cabeza por mí. ¿Lo prometes? —Haré lo que pueda. Los dos se fueron del Tatou y se alejaron juntos en dirección al piso de ella. 46 Estaba de pie yo solo en la calle Cuarenta y dos de Manhattan esperando con impaciencia a que apareciera Carmine Groza. El inspector de Homicidios por fin me recogió a la entrada principal del Marriott. Salté al interior de su coche y nos dirigimos a Brooklyn. Por fin había sucedido algo bueno en aquel caso, algo prometedor. Habían localizado a Shareef Thomas en una casa en la que se fumaba crack en la sección BedfordStuyvesant de Brooklyn. ¿Sabría también Gary Soneji dónde estaba Thomas? ¿De cuánto se habría enterado, si es que se había enterado de algo, por los archivos del ordenador de Manning Goldman? El sábado a las siete de la mañana daba gozo contemplar el tráfico de la ciudad de Nueva York. Atravesamos a toda velocidad Manhattan de oeste a este en menos de diez minutos, y cruzamos el East River por el puente de Brooklyn. El sol estaba asomando por encima de un grupo de altos edificios de apartamentos. Era como una cegadora bola de fuego amarilla, y me produjo un dolor de cabeza instantáneo. Llegamos a Bed-Stuy un poco antes de las siete y media. Había oído hablar de aquel vecindario de Brooklyn, y sabía que tenía reputación de ser muy duro. A aquella hora de la mañana estaba casi desierto. Los policías racistas de Washington tienen una manera desagradable de describir esa clase de zonas del interior de las ciudades. Los llaman «hornos de autolimpieza». Se cierra la puerta y se deja que se limpie solo. Que arda. Nana Mama tiene otra palabra para los programas sociales, en su mayor parte negligentes, para los barrios céntricos: genocidio. La tienda local tenía un letrero pintado a mano en el que habían garabateado letras rojas sobre un fondo amarillo: «Comestibles y tabaco de la calle Primera. Abierto 24 horas». Pero la tienda estaba cerrada. De poco servía aquel letrero. Delante de la tienda desierta había aparcada una furgoneta de color marrón tostado. El vehículo tenía los cristales tintados de color plateado y una escena de «luz de luna sobre Miami» pintada sobre los paneles laterales. Una mujer solitaria pasó caminando penosamente con andares vacilantes mientras las rodillas le golpeaban la una con la otra. Era la única persona que había en la calle cuando llegamos. El edificio en el que estaba Shareef Thomas resultó tener dos plantas, con rótulos grises descoloridos y algunas ventanas rotas; parecía como si hubiera sido declarado en ruinas hacía mucho tiempo. Thomas seguía dentro de aquellas ruinas. Groza y yo nos dispusimos a aguardar. Teníamos ciertas esperanzas de que apareciera Gary Soneji. Me moví hasta el rincón del asiento delantero. A lo lejos vi un anuncio desconchado, un cartel que había encima de un edificio de ladrillo rojo: «POLICÍA MUERTO A TIROS 10.000 DÓLARES DE RECOMPENSA ». No era un buen presagio, pero sí una advertencia justa. El vecindario empezó a despertar y a mostrar su carácter a eso de las nueve. Un par de ancianas con vestidos camiseros blancos caminaban de la mano en dirección a la iglesia de Pentecostés que había calle arriba. Me recordaron a Nana y a sus amigas de Washington. Y también hicieron que echara de menos estar en casa el fin de semana. Una niña de seis o siete años estaba jugando a saltar a la comba un poco más abajo en la calle. Me fijé en que la cuerda era un cable eléctrico. La niña se movía en una especie de trance apático. Me entristeció ver jugar a aquella niña dulce y me pregunté qué sería de ella. ¿Qué oportunidades tendría de salir de allí? Me acordé de Jannie, de Damon y de que probablemente se sentirían un poco «decepcionados» conmigo por estar ausente el sábado por la mañana. «El sábado es nuestro día libre, papá. Sólo tenemos los sábados y los domingos para estar juntos». El tiempo fue pasando lentamente. Casi siempre es así cuando uno está de vigilancia. Al ver de cerca aquel vecindario se me ocurrió que la tragedia también puede crear adicción. Un par de individuos de aspecto sospechoso con camisetas sin mangas y pantalones cortados aparecieron alrededor de las diez y media en una camioneta negra sin distintivos. Montaron un puesto para vender en la calle sandías, maíz en mazorcas, tomates y coles. Las sandías las apilaron en un montón grande en el canalillo que había junto a la acera llena de residuos. Ya casi eran las once y yo empezaba a preocuparme. Nuestra información podía estar equivocada. La paranoia empezaba a desatarse en mi cabeza. Quizá Gary Soneji ya había estado en aquella casa del crack. Era muy bueno con los disfraces. Incluso quizá estuviera allí en aquel momento. Abrí la puerta del coche y bajé. El calor me invadió y me sentí como si entrase en un horno encendido. Aun así, era bueno estar fuera del coche, un habitáculo tan reducido. —¿Qué haces? —me preguntó Groza. Parecía dispuesto a estarse sentado en el coche todo el día, siguiendo el manual al pie de la letra, y esperar a ver si aparecía Soneji. —Confía en mí —le dije. 47 Me quité la camisa blanca y me la até a la cintura. Entorné los ojos y dejé que enfocasen y desenfocasen. Groza me llamó: —Alex. No le hice caso y eché a andar arrastrando los pies hacia la desvencijada casa. Me imaginé que daba bastante bien el pego como yonqui callejero, pues no me resultaba demasiado difícil. Dios sabe que yo había visto aquello representado suficientes veces en mi propio vecindario. Mi hermano mayor fue yonqui antes de morir. Habían instalado el negocio de crack en el edificio abandonado que había en una de las esquinas de un callejón sin salida. Es un procedimiento muy común en todas las grandes ciudades que he visitado: Washington, Baltimore, Filadelfia, Miami, Nueva York. A uno le extraña, le obliga a hacerse preguntas. Al abrir la puerta principal pintada con graffiti vi que aquel lugar era definitivamente de lo más tirado, hasta para ser una casa de crack. Aquello era el final. Shareef Thomas también tenía el virus. Había escombros esparcidos por todas partes en el suelo mugriento y manchado. Latas de soda y botellas de cerveza vacías, envoltorios de comida rápida de Wendy's, Roys y Kentucky Fried, viales de crack, alambres de perchas utilizados para limpiar las pipas de crack. Tiempo caluroso, el verano en la ciudad. Me figuré que un vertedero tan pobre como aquél estaría dirigido por un único «empleado». Le pagas al tipo dos o tres dólares por un espacio en el suelo. También puedes comprar jeringas, pipas, papeles, encendedores de gas, y puede que una lata de soda o de cerveza. «Joder», «Sida» y «Yonquis del Mundo» estaban garabateados por las paredes. También había una niebla densa y como de humo que parecía alérgica a la luz del sol. El hedor era fétido, peor que pasearse por el basurero de una ciudad. Sin embargo, estaba increíblemente silencioso, extrañamente sereno. Me fijé en todo de una ojeada, pero no vi ni rastro de Shareef Thomas. Y tampoco de Gary Soneji. Por lo menos no lo veía todavía. Un hombre de aspecto latino que llevaba la funda de la pistola en bandolera sobre una camiseta de Bacardi sucia era el encargado por la mañana temprano. Apenas si estaba despierto, pero se las arreglaba para parecer que controlaba el lugar. Tenía un rostro sin edad y un tupido bigote. Parecía que Shareef Thomas había caído hasta el fondo. Si se encontraba allí, estaba holgazaneando con lo más bajo de lo bajo. ¿Se estaría muriendo Shareef? ¿O sólo estaba escondido? ¿Estaría al corriente de que Soneji quizá lo estuviera buscando? —¿Qué quieres, jefe? —me preguntó el latino con una voz que era un gruñido. Tenía los ojos como dos ranuras estrechas. —Un poco de paz y silencio —le dije. Le hablé en tono respetuoso. Como si aquello fuera una iglesia, cosa que para algunas personas era. Le entregué dos billetes arrugados y él se dio la vuelta con el dinero. —Ahí dentro —me indicó. Miré más allá de él, hacia la habitación principal, y me sentí como si una mano me estuviera agarrando el corazón y apretándomelo con fuerza. Aproximadamente diez o doce hombres y un par de mujeres estaban sentados o tumbados en el suelo y en unos cuantos colchones sucios e increíblemente delgados. Los que fumaban en pipa estaban mirando, en su mayoría, al vacío, sin hacer nada, y lo hacían bien. Era como si lentamente se estuvieran desvaneciendo o evaporándose entre el humo y el polvo. Nadie se fijó en mí, lo cual estaba bien y era bueno. A nadie le importaba mucho quién entraba o salía de aquel agujero del infierno. Pero yo seguía sin ver a Shareef. Ni a Soneji. La habitación principal de la casa estaba oscura como una noche sin luna. No había luces, salvo alguna cerilla que se encendía de vez en cuando. Se oía el sonido de la cabeza de la cerilla al rascar y luego un siseo largo y prolongado. Estaba buscando a Thomas, pero también estaba representando mi papel con mucho cuidado. Sólo otro yonqui colgado de los que fuman en pipa. Buscaba un lugar para fumar, para echar una cabezada en paz, no había ido allí para molestar a nadie. Divisé a Shareef Thomas en uno de los colchones cerca de la parte de atrás de la habitación oscura y mugrienta. Lo reconocí por algunas fotos suyas que había examinado en Lorton. Me obligué a apartar los ojos de él. Mi corazón empezó a bombear como si se hubiera vuelto loco. ¿Sería posible que Soneji también estuviera allí? A veces me parecía como si se tratase de un fantasma o de un espíritu. Me pregunté si habría una salida trasera. Tenía que encontrar un sitio donde sentarme antes de que Thomas se fijase en mí. Me dirigí a una pared y empecé a dejarme caer hasta el suelo. Estaba vigilando a Shareef Thomas por el rabillo del ojo. Después, estalló la locura y el caos dentro de la casa. La puerta principal se abrió de golpe y Groza y dos policías uniformados irrumpieron allí. Vaya confianza. —Hijo de puta —gimió un hombre que estaba cerca de mí al despertarse entre las sombras llenas de humo. —¡Policía! ¡Que nadie se mueva! —gritó Carmine Groza—. Que nadie se mueva. ¡Tranquilo todo el mundo! De todos modos hablaba como un policía de la calle. Yo no apartaba los ojos de Shareef Thomas. Él ya se estaba levantando del colchón, donde había estado tan contento como un gato sólo hacía unos segundos. Quizá no estuviera colocado en absoluto. Quizá sólo estuviera escondido. Eché mano de la semiautomática que tenía debajo de la camisa que llevaba enrollada alrededor de la cintura. La saqué y la puse delante de mí. Esperé contra toda esperanza que no tuviera que usarla desde tan cerca. Thomas levantó una escopeta que debía de tener escondida al lado del colchón. Los demás fumadores parecían incapaces de moverse y quitarse de en medio. Todos los ojos enrojecidos que había en la habitación estaban muy abiertos a causa del miedo. ¡La Street Sweeper de Thomas disparó! Groza y los policías uniformados se echaron al suelo. Yo no distinguía si alguno había resultado herido. El latino que había a la puerta gritó: —¡Quita de en medio a esta mierda! ¡Cárgatelos! Él mismo estaba tumbado en el suelo, chillando sin levantar la cabeza para que ésta no quedase en medio de la línea de fuego. —¡Thomas! —grité con todas mis fuerzas. Shareef Thomas se movía con sorprendente rapidez y precisión. Tenía reflejos rápidos y seguros, incluso bajo los efectos de la droga. Volvió la escopeta hacia mí. Echaba fuego por los ojos oscuros. No hay nada comparable a la vista de una escopeta que le apunta a uno directamente. Yo ya no tenía elección. Apreté el gatillo de la Glock. Shareef Thomas recibió un disparo en el hombro derecho. Se giró con violencia hacia la izquierda, pero no cayó al suelo. Se dio la vuelta despacio. Ya se había visto en circunstancias así antes. Yo también. Disparé por segunda vez y le di en la garganta o en la mandíbula inferior. Thomas salió disparado hacia atrás y fue a chocar contra la pared, tan delgada como el papel. Todo el edificio sufrió una sacudida. A Thomas los ojos se le pusieron en blanco y la boca se le abrió mucho. Estaba muerto antes de caer al suelo de la casa de crack. Acababa de matar a la única conexión que teníamos con Gary Soneji. 48 Oí a Carmine Groza gritar por la radio. Las palabras me dejaron helado. —Agente abatido en Macon 412. ¡Agente abatido! Nunca me había encontrado en el lugar de los hechos cuando asesinaban a otro agente. Sin embargo, cuando llegué a la parte delantera de la casa del crack estaba seguro de que uno de los policías de uniforme iba a morir. ¿Por qué habría entrado allí Groza de aquel modo? ¿Por qué habría llevado patrulleros consigo? Bueno, ya no importaba demasiado. El hombre de uniforme yacía de espaldas en el suelo lleno de basura, cerca de la puerta principal. Ya tenía los ojos vidriosos y creí que se hallaba en estado de shock. Le chorreaba un hilo de sangre por la comisura de la boca. La escopeta había hecho su horripilante trabajo, igual que lo habría hecho conmigo llegado el caso. Había sangre salpicada en las paredes y por el rayado suelo de madera. Un dibujo chamuscado de agujeros de bala se veía en la pared por encima del cuerpo del patrullero. No había nada que ninguno de nosotros pudiéramos hacer por él. Me puse de pie al lado de Groza sujetando todavía la Glock. Yo apretaba y aflojaba los dientes. Estaba intentando no mostrarme enfadado con Groza por haber reaccionado de un modo tan exagerado y haber causado todo aquello. Tenía que procurar controlarme antes de hablar. Un policía de uniforme que se encontraba a mi izquierda murmuraba: —Dios mío, Dios mío. Lo repetía una y otra vez. Me di cuenta de lo traumatizado que estaba. El hombre de uniforme no hacía más que limpiarse los ojos y la frente con la mano, como para borrar de la cabeza aquella escena sangrienta. En cuestión de minutos llegaron los del servicio médico de urgencias. Estuvimos mirando cómo dos médicos trataban desesperadamente de salvarle la vida al patrullero. Era joven y parecía tener sólo unos veinticinco años. Llevaba el cabello rojizo muy corto, a cepillo. Tenía la parte delantera de la camisa azul negra por la sangre. En la parte de atrás de la casa del crack otro médico estaba intentando salvar a Shareef Thomas, pero yo ya sabía que Thomas estaba muerto. Finalmente le hablé a Groza en voz baja y seria. —Nosotros sabemos que Thomas está muerto, pero no hay motivos para que Soneji tenga que saberlo también. Quizá así podamos llegar hasta él. Si Soneji creyese que Thomas está vivo en un hospital de Nueva York… Groza asintió. —Déjame hablar con alguien del centro de la ciudad. Quizá podamos llevar a Thomas a un hospital. Quizá podamos hacer llegar la noticia a la prensa. Vale la pena intentarlo. Por la voz, el inspector Groza no parecía encontrarse muy bien, y tampoco tenía buen aspecto. Yo estaba seguro de que yo tampoco lo tenía. Todavía podía ver el amenazador anuncio en la valla publicitaria a lo lejos: «POLICÍA MUERTO A TIROS 10.000 DÓLARES DE RECOMPENSA>». 49 Ninguno de los implicados en aquella cacería humana de la policía adivinaría nunca el principio, el desarrollo y, sobre todo, el final. Ninguno de ellos podía imaginar adonde llevaría aquello, adonde se había dirigido desde el primer momento dentro de la estación Unión. Gary Soneji tenía toda la información, todo el poder. Se estaba haciendo famoso de nuevo. Era alguien. Salía en las noticias a intervalos de diez minutos. No importaba mucho que estuvieran mostrando fotografías de él. Nadie sabía qué aspecto tenía hoy, ni el que tenía ayer o el que tendría mañana. No podían ir por ahí deteniendo a todo el mundo en Nueva York, ¿verdad? Abandonó el apartamento de la difunta Jean Summerhill alrededor de mediodía. La linda señorita había perdido definitivamente la cabeza por él. Exactamente igual que Missy en Wilmington. Utilizó la llave de la mujer y cerró bien la puerta. Luego se fue caminando hacia el oeste por la calle Setenta y tres hasta que llegó a la Quinta Avenida, y luego torció hacia el sur. El tren estaba de nuevo en la vía. Compró un café negro servido en una taza de cartón con dioses griegos en los costados. El café era absoluto aguachirle de Nueva York, pero de todos modos se lo bebió despacio, a sorbos. Quería desbocarse otra vez allí mismo, en medio de la Quinta Avenida. Realmente quería intentarlo. Se imaginó una masacre, y ya podía ver los nuevos reportajes en directo en la CBS, la ABC, la CNN, la FOX. Hablando de noticias, Alex Cross había salido por televisión aquella mañana. Cross y el Departamento de Policía de Nueva York le habían echado el guante a Shareef Thomas. Pues hurra por ellos. Eso demostraba que por lo menos sabían seguir correctamente las instrucciones. Al pasar al lado de neoyorquinos elegantes y bien vestidos. Soneji no pudo evitar pensar en lo listo que era, mucho más inteligente que cualquiera de aquellos gilipollas tiesos. Si alguno de aquellos cabrones presumidos pudiera meterse dentro de su cabeza sólo por un minuto, entonces lo sabrían. Pero nadie podría hacerlo, nadie había sido capaz nunca. Nadie sería capaz de adivinar. Ni el principio, ni el desarrollo, ni el final. Se estaba enfadando mucho ya, casi de manera incontrolable. Sentía que la rabia le invadía mientras paseaba por las calles excesivamente transitadas. Casi no podía ver bien. La bilis le subía a la garganta. Le arrojó el café, casi una taza llena de aquel líquido humeante, a un hombre de negocios que pasaba. Se rió en la cara de aquel hombre sorprendido y ultrajado. Se puso a aullar de risa al ver el café goteando por la aguileña nariz del neoyorquino, por la mandíbula cuadrada. El café oscuro le manchó la camisa y la corbata, ambas muy caras. Gary Soneji podía hacer cualquier cosa que quisiera, y casi siempre lo hacía. Vosotros sólo tenéis que observar. 50 Aquella noche a las siete yo ya estaba de vuelta en la estación Penn. No había la habitual multitud de viajeros de cercanías, así que los sábados no estaba tan mal. Los asesinatos que habían tenido lugar allí y en la estación Unión de Washington me daban vueltas en la cabeza. Los oscuros túneles del tren eran el «sótano» para Soneji, símbolos de su atormentada niñez. Hasta ahí había resuelto aquel engañoso rompecabezas. Cuando Soneji subía y salía del sótano estallaba contra el mundo con una rabia asesina… Vi que Christine subía las escaleras desde los túneles de las vías. A pesar del lugar donde me encontraba, empecé a sonreír. Sonreí y trasladé mi peso de un pie al otro, casi bailando. Me sentía alegre y entusiasmado, lleno de esperanza y de un deseo que no sentía desde hacía mucho tiempo. Ella había venido de verdad. Christine venía con una maleta negra pequeña que llevaba impreso el nombre de la escuela Sojourner Truth. Viajaba ligera de equipaje. Estaba preciosa, orgullosa, más deseable que nunca, si eso era posible. Lucía un vestido blanco de manga corta con pedrería en la línea del escote y los habituales zapatos planos de charol negro. Me fijé en que la gente la miraba. Siempre sucedía lo mismo. Nos besamos en un rincón de la estación de trenes, manteniendo la intimidad lo mejor que pudimos. Nuestros cuerpos se apretaban y yo sentía su calor, sus huesos, su carne. Oí que la maleta que ella llevaba caía al suelo, a sus pies. Los ojos castaños de Christine miraron a los míos; al principio estaban muy abiertos e inquisitivos, pero luego se suavizaron y se iluminaron. —Tenía un poco de miedo de que no estuvieras aquí —me confió—. Me imaginaba que a lo mejor tendrías que acudir a una emergencia policial, y que yo me iba a quedar aquí sola, en mitad de la estación Penn. —De ninguna manera permitiría que eso sucediera —le aseguré—. Me alegro mucho de que estés aquí. Nos besamos de nuevo apretándonos aún más. Yo no quería dejar de besarla, de abrazarla con fuerza. Quería llevarla a algún lugar donde pudiéramos estar solos. Mi cuerpo estaba a punto de empezar a sufrir convulsiones. Era así de malo y así de bueno a la vez. —Lo intenté, pero soy incapaz de permanecer lejos de ti —me dijo—. Nueva York me asusta un poco, pero aquí estoy. —Vamos a pasarlo estupendamente. Ya lo verás. —¿Lo prometes? ¿Será algo inolvidable? —me preguntó medio bromeando. —Inolvidable. Te lo prometo —le aseguré. La rodeé con fuerza con mis brazos. No podía soltarla. 51 El principio de «inolvidable» era así, parecía así, sonaba así. Sala Rainbow, ocho y media de la noche, sábado. Christine y yo salimos muy contentos del ostentoso ascensor cogidos del brazo. Inmediatamente nos vimos arrastrados al interior de otra zona, de otro estilo de vida, puede que de otra vida. Una lujosa placa de letras plateadas sobre fondo negro cerca de la puerta del ascensor rezaba: «Sala Rainbow, entre en un musical de la MGM». Cientos de minifocos salían despedidos de los deslumbrantes cromo y cristal. Era desmesurado, y casi perfecto. —No estoy segura de ir vestida adecuadamente para un musical de la MGM, pero no me preocupa demasiado. Qué maravillosa idea —dijo Christine mientras pasábamos junto a varios acomodadores y acomodadoras de aspecto escandaloso y exagerado. Nos indicaron un mostrador que daba a la sala de baile estilo art déco, pero que también tenía vistas panorámicas de Nueva York. La sala estaba atestada por ser sábado por la noche, y todas las mesas estaban ocupadas. Christine se había puesto un sencillo vestido negro. Llevaba el mismo collar hecho con un broche antiguo que aquella noche en Kinkeads. Había pertenecido a su abuela. Como yo mido un metro noventa, Christine no tenía miedo de llevar zapatos de vestir con tacón alto en vez de los habituales zapatos planos. No me había dado cuenta antes, pero me gustaba estar con una mujer que era casi tan alta como yo. Yo también me había arreglado mucho. Había elegido un traje ligero de verano de color gris marengo, una flamante camisa blanca y una corbata de seda azul. Al menos durante aquella noche, no era inspector de la policía de la ciudad de Washington. No me parecía al doctor Alex Cross, de Southeast. Puede que más bien me pareciera a Denzel Washington representando el papel de Jay Gatsby. Me gustaba aquella sensación, por lo menos durante una noche en la ciudad. Puede que incluso para todo el fin de semana. Nos condujeron hasta una mesa situada delante de un ventanal que daba al resplandeciente lado este de Manhattan. En el escenario había una banda latina de cinco músicos que tocaban muy bien. La pista de baile, que giraba lentamente, seguía llena. La gente se lo estaba pasando de maravilla, muchas personas pasaban la noche bailando. —Es divertido, precioso y ridículo, y creo que es tan especial como cualquier otra parte donde yo haya estado —me confió Christine una vez que estuvimos sentados—. Ésos son casi todos los superlativos que vas a oírme decir esta noche. —Ni siquiera me has visto bailar todavía —le recordé. —Ya sé que bailas bien —me indicó Christine riéndose—. Las mujeres siempre sabemos qué hombres saben bailar y qué hombres no saben. Pedimos las copas, escocés solo para mí y jerez Harvey's para Christine. Elegimos una botella de Chauvignon Blanc, y luego pasamos unos minutos deliciosos apreciando el espectáculo de la sala Rainbow. Una big band combo que tocaba swing e incluso algún blues sustituyó al combo latino. Muchísima gente sabía todavía bailar movido, el vals e incluso el tango, y algunos lo hacían muy bien. —¿Habías estado aquí antes? —le pregunté a Christine mientras el camarero venía con las copas. —Sólo cuando estaba sola en mi habitación viendo El príncipe de las mareas, en mi casa —me contestó, y volvió a sonreír—. ¿Y tú? ¿Vienes aquí a menudo, marinero? —Solamente aquella vez que estaba persiguiendo al asesino del hacha con desdoblamiento de personalidad en Nueva York. Salió justamente por ese ventanal de allí. Por el tercero empezando por la izquierda. Christine se echó a reír. —No me sorprendería si fuera verdad, Alex. No me sorprendería lo más mínimo. La orquesta empezó a tocar Moonglow, que es una canción bonita, y tuvimos que levantarnos a bailar. Sencillamente la fuerza de gravedad tiró de nosotros. En aquel momento no se me ocurría que hubiese en el mundo muchas cosas que quisiera hacer aparte de abrazar a Christine. En realidad, no se me ocurría ninguna en absoluto. En algún momento, Christine y yo habíamos acordado correr el riesgo y ver qué ocurría. Los dos habíamos perdido a seres queridos. Sabíamos lo que significaba sufrir, y sin embargo allí estábamos, dispuestos a salir de nuevo a la pista de baile de la vida. Creo que yo había estado deseando bailar con Christine desde la primera vez que la vi en la escuela Sojourner Truth. La estreché contra mí y le rodeé la cintura con el brazo derecho. Mi mano izquierda tomó con fuerza la de ella. Noté su suave respiración. Me daba cuenta de que también Christine estaba un poco nerviosa. Empecé a tararear bajito. Podría haber estado flotando. Mis labios rozaron los suyos y cerré los ojos. Notaba la seda de su vestido debajo de los dedos. Y sí, yo bailaba muy bien, pero ella también. —Mírame —susurró. Y abrí los ojos. Tenía razón, era mucho mejor así. —¿Qué está pasando aquí? ¿Qué es esto? No creo que me haya sentido nunca así, Alex. —Ni yo. Pero podría acostumbrarme. Sé que me gusta. Le acaricié ligeramente la mejilla con los dedos. La música estaba haciendo efecto y Christine parecía fluir conmigo. Grácil coreografía iluminada por la luna. Todas las partes de mi cuerpo se estaban moviendo. Se me hacía difícil respirar. Christine y yo estábamos en armonía juntos. Los dos bailábamos bastante bien, pero hacerlo juntos era algo especial. Me movía lenta y suavemente con ella. La palma de su mano parecía atraída con imán hacia la mía. La hice girar lentamente, una media vuelta juguetona debajo de mi brazo. Volvimos a juntarnos y nuestros labios quedaron a pocos centímetros de distancia. Notaba la calidez del cuerpo de Christine a través de mi ropa. Nuestros labios volvieron a encontrarse, aunque sólo por un instante, y la música se detuvo. Empezó otra canción. —Eso es difícil de seguir —me comentó mientras nos dirigíamos de nuevo a la mesa después de aquel baile lento—. Estaba segura de que sabías bailar. Nunca tuve la menor duda. Pero no sabía que supieras bailar de verdad. —Pues todavía no has visto nada. Espera a que toquen una samba —le dije. Seguía cogiéndola de la mano, me sentía incapaz de soltarla. No quería. —Me parece que yo también sé bailar la samba —me indicó Christine. Estuvimos bailando mucho, hicimos manitas sin parar y creo que incluso cenamos. Desde luego bailamos algo más, pero yo no podía soltar la mano de Christine. Y ella no podía soltar la mía. Hablamos sin parar, aunque después yo no podía recordar la mayor parte de lo que habíamos dicho. Creo que eso es lo que ocurre allá, en lo alto, cuando se está en la sala Rainbow, por encima de la ciudad de Nueva York. La primera vez que miré el reloj en toda la noche era casi la una, y no podía creerlo. Aquella misma misteriosa sensación de falta de tiempo me había ocurrido en un par de ocasiones mientras estaba con Christine. Pagué la cuenta, la gran cuenta, y me fijé en que la sala estaba ya casi vacía. ¿Dónde se había metido todo el mundo? —¿Sabes guardar un secreto? —me preguntó Christine en un susurro mientras bajábamos al vestíbulo en el ascensor de paneles de castaño. Íbamos solos en la cabina bajo una suave luz amarilla. Yo abrazaba a Christine. —Guardo muchos secretos —repuse. —Bien, aquí está —dijo Christine cuando llegamos a la planta baja y dimos un mínimo rebote. Me retuvo en el interior del ascensor después de abrirse la puerta. No tenía intención de dejarme salir de aquel ascensor suavemente iluminado hasta que acabase de decir lo que tenía que decir. —Me gusta de veras que me hayas reservado una habitación en el Astor —me dijo—. Pero no creo que vaya a necesitarla, Alex. ¿Te parece bien? Nos quedamos muy quietos en el ascensor y empezamos a besarnos de nuevo. Las puertas se cerraron y el ascensor subió otra vez despacio hasta la azotea. Así que nos besamos mientras subía y seguimos besándonos mientras bajaba, durante todo el camino de vuelta al vestíbulo, y no nos pareció que el viaje de ida y vuelta fuese lo suficientemente largo. —Pero… ¿sabes qué? —me preguntó Christine cuando finalmente llegamos por segunda vez hasta la planta baja del Rockefeller Center. —¿Qué? —le pregunté. —Eso es lo que se supone que pasa cuando uno va a la sala Rainbow. 52 Fue inolvidable. Exactamente igual que la mágica canción de Nat King Cole y la versión más reciente, con Natalie Cole. Nos hallábamos de pie a la puerta de mi habitación del hotel, y yo estaba completamente absorto en el momento. Le había soltado la mano a Christine para abrir la puerta… y estaba perdido. Tanteé torpemente con la llave sin encontrar la cerradura. Ella colocó con suavidad su mano sobre la mía y deslizamos la llave dentro de la cerradura, la hicimos girar juntos. Pasaron unos segundos que fueron una eternidad, o por lo menos eso me pareció. Yo sabía que nunca podría olvidar nada de aquello. Y que tampoco permitiría que el escepticismo o el cinismo le quitaran importancia. Sabía lo que me estaba pasando. Estaba sintiendo el mareante efecto del retorno a la intimidad. No me había dado cuenta de lo mucho que lo había echado de menos. Me había permitido a mí mismo entumecerme, me había permitido vivir entumecido durante los últimos años. Es bastante fácil hacerlo, tan fácil que uno ni siquiera se da cuenta de que la vida se ha convertido en un profundo sendero trillado, en una rutina. La puerta de la habitación se abrió despacio y se me ocurrió la idea de que en aquel momento ambos estábamos abandonando algo de nuestro pasado. Christine se volvió hacia mí en el quicio de la puerta. Oí el suave rumor del vestido de seda. Inclinó el bello rostro hacia mí. Tendí la mano hacia ella y le sostuve la barbilla con la punta de los dedos. Me sentía como si no hubiera podido respirar bien en toda la noche, desde el momento en que ella llegó a la estación Penn. —Manos de músico. Dedos de pianista —observó Christine—. Me encanta cómo me tocas, Alex. Siempre supe que sería así. Ya no tengo miedo. —Me alegro. Yo tampoco. La pesada puerta de madera de la habitación del hotel pareció cerrarse sola. En realidad no importaba adonde fuéramos en aquel momento, pensaba yo. Las parpadeantes luces del exterior, o quizá un barco que se deslizaba lentamente sobre el río, nos proporcionaban la impresión de que el suelo se movía suavemente, algo muy parecido a como se había movido bajo nuestros pies la pista de la sala Rainbow. Me había cambiado de hotel para pasar el fin de semana, y me había trasladado al Astor, en el East Side de Manhattan. Había querido que fuera algo especial. La habitación estaba en la planta duodécima y daba al río. Nos sentimos atraídos hacia el ventanal, atraídos por las luces estroboscópicas de la silueta de Nueva York, al sureste. Estuvimos contemplando el silencioso y extrañamente bello movimiento del tráfico que pasaba junto al edifico de las Naciones Unidas, en dirección hacia el puente de Brooklyn. Recordé haber cruzado ese puente aquella misma mañana cuando íbamos de camino hacia la casa del crack de Brooklyn. Parecía que hubiera pasado mucho tiempo. Vi el rostro de Shareef Thomas, luego el del policía muerto y luego el de Soneji, pero inmediatamente me quité de la cabeza aquellas imágenes. Allí yo no era inspector de la policía. Sentí los labios de Christine sobre mi piel, rozándome ligeramente la garganta. —¿Dónde te habías ido ahora mismo? Porque te habías ido, ¿verdad? —me susurró—. Estabas en un lugar oscuro. —Sólo durante unos instantes. —Le confesé la verdad, mi punto flaco—. Un recuerdo del trabajo. Ya se ha ido. Volví a cogerla de la mano. Christine me besó ligeramente en la mejilla, un beso sutil, y luego muy ligeramente en los labios. —No sabes mentir, ¿verdad, Alex? Ni siquiera mentirijillas piadosas. —Trato de no hacerlo. Es que no me gustan las mentiras. Si te miento a ti, entonces, ¿quién soy yo? —le pregunté sonriendo—. ¿De qué sirve? —Me encanta eso de ti —me dijo Christine en un susurro—. Y muchas otras cosas también. Cada vez que estoy contigo descubro algo nuevo. Le acaricié la parte superior de la cabeza, luego le besé la frente, la mejilla, los labios y finalmente el hueco de la garganta. Christine temblaba un poco. Yo también. Gracias a Dios que ninguno de los dos teníamos miedo. Sentí que el pulso se le aceleraba bajo la piel. —Eres tan hermosa —le susurré—. ¿Lo sabes? —Soy demasiado alta y demasiado delgada. Tú sí que eres guapo. Lo eres, ya lo sabes. Todo el mundo lo dice. Todo era electrizante y perfecto. Parecía un milagro que nos hubiéramos encontrado el uno al otro y que estuviéramos allí juntos. Yo estaba muy contento, me daba cuenta de que tenía la suerte de que ella hubiera corrido el riesgo conmigo, de que yo también hubiera corrido aquel riesgo. —Mírate en aquel espejo. Mira qué guapo eres —me dijo—. Tienes el rostro muy dulce, Alex. Pero también eres un problema, ¿no es cierto, Sugar? —Esta noche no te daré muchos problemas —le aseguré. Deseaba desnudarla, hacer todo para y por Christine. En mi cabeza danzaba una palabra extraña, «éxtasis». Christine deslizó una mano sobre la parte delantera de mis pantalones y miró a ver cómo estaba de duro. —Hum —musitó sonriendo. Empecé a bajarle la cremallera del vestido. No podía recordar haber deseado nunca estar con alguien así, o por lo menos desde hacía mucho tiempo. Le pasé la mano por el rostro, memorizando cada parte, cada rasgo. Christine tenía la piel muy suave y sedosa debajo de mis dedos. Empezamos a bailar de nuevo, allí mismo, en la habitación del hotel. No había música, pero nosotros teníamos nuestra propia música. La sujeté justo por debajo de la cintura, doblándola contra mí. De nuevo una coreografía iluminada por la luna. Nos balanceamos suavemente adelante y atrás, adelante y atrás, un cha-cha-cha sensual junto al amplio ventanal. Le sujeté las nalgas con la palma de las manos. Christine se retorció hasta encontrar una postura que le gustase. A mí también me gustó. Muchísimo. —Bailas muy bien, Alex. Estaba segura de que sería así. Christine bajó las manos y me tiró del cinturón hasta que lo desabrochó. Me bajó la cremallera y me acarició ligeramente. Me encantaba aquel contacto, en cualquier parte, por todas partes. De nuevo posó sus labios en mi piel. Todo en ella era erótico, irresistible, inolvidable. Los dos sabíamos hacer aquello despacio, no había necesidad de apresurarse en nada aquella noche. Apresurarse lo echaría a perder, y aquello no debía estropearse de ninguna manera. Yo tenía el convencimiento de que los dos habíamos pasado por aquello antes, pero nunca de aquella manera. Estábamos en aquel lugar tan especial por primera vez, y aquello sólo podía ocurrir una vez. Mis besos le recorrieron los hombros y sentí que los pechos le subían y le bajaban contra mí. Sentí cómo me presionaba con el vientre plano y con las piernas. Tomé en mis manos los pechos de Christine. De repente lo quise todo, la quise a toda ella de una vez. Caí de rodillas. Le bajé la cremallera del vestido negro y éste le cayó por los brazos hasta formar una especie de charco negro en el suelo que le rodeaba los tobillos, los delgados pies. Finalmente, cuando ya no hubo más ropa y estuvimos el uno frente al otro, Christine me miró a los ojos y yo miré los suyos. Bajó sin vergüenza los ojos hasta mi pecho, y luego los bajó hasta más abajo de mi cintura. Yo seguía con una erección. Deseaba muchísimo estar dentro de Christine. Ésta dio medio paso atrás. Yo no podía ni respirar. Apenas podía soportarlo, pero no quería que parase. Volvía a sentir de nuevo, volvía a recordar cómo era sentir, lo bueno que podía ser sentir. Christine se retiró el cabello hacia un lado, detrás de una oreja. Un movimiento simple y grácil. —Vuelve a hacerlo —le pedí sonriendo. Se echó a reír y repitió el movimiento con el pelo. —Como desees. Pero quédate ahí —me susurró—. No te muevas, Alex. No te acerques. Podríamos incendiarnos los dos. Lo digo en serio. —Esto podría durar todo el fin de semana —le dije, y me eché a reír. —Espero que así sea. Oí un ligero chasquido. ¿Era la puerta de nuestra habitación? ¿La habíamos cerrado? ¿Habría alguien allí fuera? Dios mío, no. 53 Súbitamente nervioso y paranoico, me volví a mirar hacia la puerta de la habitación. Estaba cerrada y con la llave bien echada. Allí no había nadie, no había por qué preocuparse. Christine y yo estábamos a salvo. Aquella noche no nos pasaría nada malo a ninguno de los dos. Sin embargo, aquel momento de miedo y duda me había erizado el vello de la nuca. Soneji acostumbraba a hacerme eso. Maldita sea, ¿qué quería aquel hombre de mí? —¿Qué te sucede, Alex? Acabas de abandonarme, de dejarme sola. —Christine me tocó, y con ello me devolvió a la realidad. Sus dedos eran como plumas que me rozaban la mejilla—. Quédate aquí conmigo, Alex. —Estoy aquí. Sólo me había parecido oír algo. —Ya sé que ha sido eso. Pero no hay nadie. Tú cerraste la puerta con llave cuando entramos. Estamos bien. No pasa nada, no pasa nada. Atraje a Christine contra mi cuerpo de nuevo y la noté eléctrica e increíblemente cálida. La conduje hacia la cama y rodé sobre ella conteniendo mi peso sobre las palmas de las manos. Bajé la cabeza y la besé otra vez en el dulce rostro, luego le besé ambos pechos; tiré de los pezones con los labios y se los lamí con la lengua. La besé entre las piernas, en las piernas, en los esbeltos tobillos, en los dedos de los pies. «Quédate aquí conmigo, Alex». Christine se arqueó hacia mí y comenzó a jadear, pero sonreía radiante mientras tanto. Movía el cuerpo contra mí y ya habíamos encontrado un ritmo agradable. Los dos respirábamos cada vez más de prisa. —Por favor, hazlo ahora —me susurró mordiéndome con los dientes cerca de la clavícula—. Por favor, ya, ahora mismo. Te quiero dentro de mí. Me frotó los costados con las palmas de las manos. Me frotaba como a los palillos para encender fuego. El fuego se encendió y sentí que se extendía por todo mi cuerpo. La penetré por primera vez. Me deslicé dentro despacio, pero lo más profundamente que pude. El corazón me golpeaba el pecho, sentía las piernas débiles. Tenía el estómago tenso y la erección era tan grande que me dolía. Estaba todo lo dentro de Christine que me era posible. Sabía que quería quedarme allí durante mucho tiempo. Se me ocurrió el pensamiento de que estaba hecho para eso, para estar en la cama con aquella mujer. Con gracia y atléticamente, Christine se colocó encima de mí y se sentó allí, orgullosa y altiva. Después empezamos a mecernos de aquel modo. Sentí que nuestros cuerpos se agitaban y alcanzaban el punto máximo, se agitaban y alcanzaban el punto máximo, se agitaban… Oí mi propia voz gritando: «Sí, sí, sí». Luego me di cuenta de que eran las dos voces a la vez. Christine murmuró algo mágico: —Eres el único. TERCERA PARTE El sótano de los sótanos 54 París, Francia El doctor Abel Sante tenía treinta y cinco años, el cabello negro más bien largo, aspecto atractivo y juvenil, y una novia muy guapa llamada Regina Becker, que era pintora; y muy buena, pensaba él. Acababa de salir del apartamento de Regina y recorría el tortuoso camino hacia su casa por calles traseras del sexto arrondissement a eso de la medianoche. Las calles estrechas estaban silenciosas y vacías, y a él le encantaba aquella hora para poner en orden sus pensamientos, o a veces para no pensar en nada. Abel Sante estaba meditando acerca de la muerte de una joven aquel día, una paciente suya de veintiséis años. La mujer tenía un marido cariñoso y dos hijas preciosas. Abel había adoptado una perspectiva sobre la muerte que le parecía bastante aceptable: ¿por qué salir de este mundo y volver a unirse al cosmos tenía que ser más temible que entrar en este mundo, que no era nada temible? El doctor Sante no supo de dónde había salido aquel hombre, un vagabundo que llevaba una chaqueta sucia y raída, y unos téjanos rotos y dados de sí. Pero de pronto aquel hombre estaba a su lado, casi pegado a su codo izquierdo. —Precioso —le dijo el hombre. —Perdone, ¿cómo dice? —le preguntó Abel Sante sobresaltado saliendo apresuradamente de su ensimismamiento. —Hace una noche preciosa y nuestra ciudad es perfecta para dar un paseo tardío. —Sí, bueno, ha sido un placer conocerle —le dijo Sante a aquella persona de la calle. Se había fijado en que el francés que hablaba el indigente tenía un ligero acento. Quizá fuera inglés, puede que incluso norteamericano. —No debería usted haberse marchado de su apartamento. Habría tenido que quedarse a pasar la noche allí. Un caballero siempre se queda a pasar la noche, a menos, desde luego, que le pidan que se marche. Al doctor Abel Sante se le pusieron rígidos el cuello y la espalda. Sacó las manos de los bolsillos del pantalón. De pronto tuvo miedo, y mucho. Para apartar de sí al hombre le dio un empujón con el codo izquierdo. —¿De qué está hablando? ¿Por qué no se marcha usted y me deja en paz? —Estoy hablando de Regina y de usted. Regina Becker, la pintora. Su obra no está mal, pero me temo que no es lo bastante buena. —Márchese de aquí. Abel Sante apretó el paso. Sólo estaba a una manzana de su casa. El otro hombre, el vagabundo, se mantenía con facilidad a su altura. Era más grande, más atlético de lo que a Sante le había parecido al principio. —Debería usted haberle dado hijos. Ésa es mi opinión. —Lárguese. ¡Váyase! De pronto Sante había levantado ambos puños y los mantenía muy apretados. ¡Aquello era demencial! Estaba dispuesto a pelear, si tenía que hacerlo. Hacía veinte años que no se peleaba con nadie, pero era fuerte y se mantenía en buena forma. El vagabundo se dio la vuelta y lo tiró al suelo de un golpe. Lo hizo como si tal cosa, como quien no hace nada. El pulso del doctor Sante se había acelerado muchísimo. No podía ver bien por el ojo izquierdo, el lugar donde le había golpeado. —¿Es usted un maníaco? ¿Es que ha perdido el juicio? —le chilló al hombre, que de pronto parecía poderoso e impresionante a pesar de aquella ropa sucia. —Sí, claro, desde luego —le respondió el hombre—. Por supuesto que he perdido el juicio. Soy el señor Smith… y usted es el siguiente. 55 Gary Soneji corría como una verdadera y horrenda rata de ciudad por los bajos y oscuros túneles que se retorcían como intestinos por debajo del hospital Bellevue de Nueva York. El olor fétido de sangre seca y desinfectantes le producía náuseas. No le gustaban los recuerdos de enfermedad y muerte que lo rodeaban. Pero no tenía importancia, aquel día estaba apropiadamente acelerado. Se sentía malhumorado, furioso. Él era la Muerte. Y la Muerte no estaba en Nueva York de vacaciones. Se había ataviado convenientemente para su gran mañana: pantalones recién planchados con apresto, bata blanca de laboratorio, zapatillas blancas y una tarjeta plastificada de identificación del hospital que colgaba de una cadena con eslabones de plata que llevaba alrededor del cuello. Estaba allí para hacer la ronda matutina. Bellevue. ¡Por lo menos aquélla era su idea de hacer la ronda! No había modo de detener aquello: su tren procedente del infierno, su destino, su último hurra. Nadie podía detenerlo porque nadie podría figurarse nunca adónde se dirigía el último tren. Sólo él lo sabía, sólo el propio Soneji podría cancelarlo. Se preguntaba hasta qué punto Cross habría resuelto ya el rompecabezas. Cross no llegaba a su altura como pensador, pero aquel psicólogo e inspector no carecía de buenos instintos en ciertas áreas especializadas. Puede que estuviera infravalorando al doctor Cross, como ya lo había hecho antes en una ocasión. ¿Podría atraparlo ahora? Quizá, pero en realidad no importaba. El juego continuaría hasta el final sin él. Ahí residía la belleza de todo ello, el mal de lo que él había hecho. Gary Soneji entró en un ascensor de acero inoxidable en el sótano del famoso hospital de Manhattan. Un par de camilleros compartían con él la reducida cabina, y Soneji tuvo un momento de paranoia. Quizá fueran policías de Nueva York que trabajaban disfrazados. En realidad, el Departamento de Policía de Nueva York tenía una oficina en la planta principal del hospital. Estaba allí en circunstancias «normales». Bellevue. Caray, qué manicomio tan sensacional era aquél. Un hospital con una comisaría de policía dentro. Estuvo observando a los camilleros con esa mirada desinteresada y fría propia de los habitantes de la ciudad. «No pueden ser policías —pensó—. Nadie puede tener un aspecto tan tonto». Eran lo que parecían, imbéciles de hospital lentos de movimientos y de pensamiento. Uno de ellos empujaba un carrito de acero inoxidable con dos ruedas. Era un milagro que un paciente lograra salir alguna vez con vida de un hospital de la ciudad de Nueva York. Los hospitales de allí se dirigían más o menos con los mismos niveles de personal que un restaurante McDonalds, probablemente con menos. Él sabía de un paciente que no iba a salir vivo de Bellevue. Los informes de las noticias decían que la policía mantenía vivo allí a Shareef Thomas. Pues bien, Shareef Thomas iba a sufrir un poco antes de salir de este llamado «valle de lágrimas». Shareef estaba a punto de emprender un viacrucis de sufrimientos. Gary Soneji salió del ascensor en la primera planta. Dejó escapar un suspiro de alivio, pues los dos camilleros iban a lo suyo, no eran policías. Eran tan tontos como parecían. Por todas partes se veían bastones, sillas de ruedas y andadores metálicos. Todos aquellos artefactos del hospital le recordaron su propia enfermedad. Los pasillos de la primera planta estaban pintados de un color blanco crudo, las puertas y los radiadores tenían un tono de rosa parecido al de un chicle usado. Al fondo había una extraña cafetería débilmente iluminada, como un pasadizo del metro. «¡Si eres capaz de comer en ese lugar —pensó Soneji para sus adentros—, es que tendrían que encerrarte en Bellevue!». Mientras se alejaba del ascensor captó su propio reflejo en una columna de acero inoxidable. No pudo evitar pensar que era el maestro de las mil caras. Era cierto. Ni su propia madrastra lo reconocería ahora, y si lo reconociese, sacaría el bofe por la boca de tanto chillar. Su madrastra sabía que él recorrería todo el camino necesario, que iría hasta el infierno con tal de encontrarla. Continuó caminando por el corredor, cantando muy bajito y con ritmo de reggae: «I shot the Shareef, but I did not shot de dep-u-tee». Nadie le prestó la menor atención. Gary Soneji encajaba bien en Bellevue. 56 Soneji tenía una memoria perfecta, así que recordaría todo lo sucedido aquella mañana. Sería capaz de reproducirla con el pensamiento con todos los detalles. Había sucedido eso con todos sus asesinatos. Examinó los pasillos estrechos y de techos altos como si tuviera una cámara montada encima de la cabeza. Sus poderes de concentración le proporcionaban una enorme ventaja. Era casi sobrenaturalmente consciente de todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Un guarda de seguridad estaba hablando con unos jóvenes negros a la puerta de la cafetería. Seguro que todos ellos eran deficientes mentales, sobre todo los policías de juguete como aquél. Allí no había amenaza alguna. Se veían tontas gorras de béisbol ondeando por todas partes. Los Manquis de Nueva Jork. Los Jints de San Francisco. Los Sharks de San José. Daba la impresión de que ninguno de aquellos que llevaban gorra supiera jugar al béisbol, ni siquiera un poco. Ni hacerle daño, ni detenerle. La oficina de policía del hospital se encontraba un poco más adelante. Sin embargo, las luces estaban apagadas. En aquel momento no había nadie. Así que, ¿dónde estarían los policías de patrulla del hospital? ¿Estarían esperándole en alguna parte? ¿Por qué no veía a ninguno? ¿Sería aquello la primera señal de que iba a tener problemas? Junto al impaciente ascensor un letrero rezaba: «SE REQUIERE IDENTIFICACIÓN». Soneji tenía la suya preparada. Para la mascarada de hoy, él era el enfermero Francis Michael Nicolo. En la pared había un cartel enmarcado en el que constaban cuáles eran los derechos y las obligaciones de los pacientes. Dondequiera que mirase, veía letreros tras sucias y borrosas pantallas de plexiglás. Era peor que una carretera de Nueva York: radiología, urología, hematología. «Yo también estoy enfermo —quería gritar Soneji a los poderes que fueran—. Estoy tan enfermo como cualquiera de los que están aquí. Me estoy muriendo. Y a nadie le importa. A nadie le ha importado nunca». Cogió el ascensor central hasta la cuarta planta. Ningún problema de momento, ninguna molestia. Ni rastro de la policía. Al llegar a su destino salió del ascensor. El corazón le latía con fuerza ante la idea de ver a Shareef Thomas de nuevo, por verle la expresión de susto y de miedo en el rostro. El pasillo de la cuarta planta daba la impresión de tener eco, como un sótano. Al parecer no había nada que absorbiera los sonidos. Parecía como si el edificio entero estuviera hecho solamente de hormigón. Soneji examinó todo el tramo de pasillo hasta donde sabía que tenían a Shareef. La habitación quedaba en el extremo del fondo del edificio. Estaba aislado por razones de seguridad, ¿verdad? De manera que aquél era el alto y poderoso Departamento de Policía de Nueva York en acción. Qué chiste. Si se pensaba bien y detenidamente, todo era un chiste. Soneji bajó la cabeza y echó a andar hacia la habitación de hospital en la que estaba Shareef Thomas. 57 Carmine Groza y yo estábamos dentro de la habitación privada del hospital aguardando a Soneji, con la esperanza de que apareciera por allí. Llevábamos allí horas. ¿Cómo sabría yo qué aspecto tenía Soneji ahora? Eso era un problema, pero había que afrontar los problemas de uno en uno. No oímos ningún ruido en la puerta. De pronto se abrió y Soneji entró violentamente en la habitación, esperando encontrarse allí a Shareef Thomas. Nos miró fijamente a Groza y a mí. Llevaba el cabello teñido de gris plata y peinado liso hacia atrás. Parecía un hombre de alrededor de sesenta años… pero la altura era la suya. Los ojos de color azul claro se le abrieron mucho al mirarme. Fueron lo primero que reconocí. Sonrió con la misma mueca desdeñosa y despreciativa que yo le había visto tantas veces, algunas de ellas en pesadillas. Soneji estaba convencido de que era puñeteramente superior al resto de nosotros. Estaba segurísimo. Sólo dijo dos palabras: —Aún mejor. —¡Policía de Nueva York! —le ladró Groza en tono autoritario de advertencia. Soneji continuó sonriendo como si aquel recibimiento sorpresa le complaciera hasta extremos insospechados, como si todo lo hubiera planeado él mismo. Su confianza, su arrogancia eran algo increíble de contemplar. «Lleva puesto un chaleco antibalas. —Mi cabeza había registrado un bulto en la parte superior del cuerpo—. Está protegido. Está preparado para cualquier cosa que hagamos». Sujetaba algo en la mano izquierda y no conseguí distinguir bien qué era. Había entrado en la habitación con el brazo medio levantado. De golpe lanzó una botellita verde hacia donde estábamos Groza y yo. La botella tintineó al caer al suelo de madera y rebotó una segunda vez. De pronto lo comprendí, pero ya era demasiado tarde, unos segundos demasiado tarde. —¡Una bomba! —Le grité a Groza—. ¡Tírate al suelo! ¡Abajo! Groza y yo nos tiramos al suelo, alejándonos al hacerlo de la cama y de la botella verde que Soneji nos había arrojado. Logramos poner unas sillas a modo de escudo. El destello que hubo dentro de la habitación fue increíblemente brillante, un impacto astillado de luz blanca con un posterior resplandor de un amarillo brillantísimo. Luego dio la impresión de que todo a nuestro alrededor se incendiaba. Durante un par de segundos estuve completamente cegado. Después me sentí como si estuviera ardiendo; tenía los pantalones y los zapatos envueltos en llamas. Me cubrí con las manos la cara, la boca y los ojos. —¡Dios mío! —exclamó Groza. Pude oír un siseo como el del tocino puesto freír, y recé por que no fuera yo quien se estuviera asando. A continuación me atraganté e intenté balbucear; Groza estaba igual. Las llamas brotaban y danzaban por mi camisa, y a través de todo aquello conseguí oír a Soneji. Se estaba riendo de nosotros. —Bien venido al infierno, Cross —me dijo—. Arde, pequeño, arde. 58 Groza y yo quitamos las mantas y las sábanas de la cama y nos golpeamos los pantalones, que estaban ardiendo. Tuvimos suerte, por lo menos yo esperaba que la hubiéramos tenido. Conseguimos apagar las llamas. Las de las piernas y las de los zapatos. —Quería quemar vivo a Thomas —le indiqué a Groza—. Tiene otra bomba incendiaria. He visto otra botella verde, por lo menos tiene una más. Salimos cojeando lo mejor que pudimos al pasillo del hospital y fuimos en persecución de Soneji. Otros dos inspectores estaban fuera, heridos. Soneji era un fantasma. Lo seguimos durante varios tramos de escaleras retorcidas. Las pisadas resonaban fuertemente por el hueco de las escaleras. Yo tenía los ojos llenos de lágrimas, pero a pesar de eso veía bien. Groza alertó a otros inspectores por la radio. —¡El sospechoso tiene una bomba! Soneji tiene una bomba. Extremen las precauciones. ¿Qué demonios quiere? —me gritó a mí el inspector mientras seguíamos avanzando—. ¿Qué demonios va a hacer ahora? —Creo que quiere morir —le dije jadeante—. Y quiere ser famoso. Marcharse en medio de una gran explosión. Así es como las gasta. Puede que aquí mismo, en Bellevue. Lo que siempre había anhelado Gary Soneji era que le prestasen atención. Desde sus años de infancia había estado obsesionado con las historias de Los crímenes del siglo. Yo estaba seguro de que Soneji quería morir ya, pero tenía que hacerlo con un enorme alboroto. Quería controlar su propia muerte. Yo ya estaba resollando y me faltaba la respiración a causa del esfuerzo cuando por fin llegamos al vestíbulo. El humo me había abrasado la garganta, pero por lo demás no me iba mal. Tenía la cabeza un poco confusa y no tenía nada claro lo que había que hacer a continuación. Vi un movimiento frenético un poco más adelante, puede que a unos treinta metros, por el vestíbulo delantero. Me abrí paso a empujones entre la nerviosa multitud que trataba de salir del edificio. Se había corrido la voz del incendio producido más arriba. El fluir de la gente que entraba y salía de Bellevue era siempre tan constante como el que hay ante una barrera para entrar en el metro, y eso antes de que estallara una bomba dentro. Logré salir al pórtico que había delante del hospital. Llovía con intensidad, el exterior estaba gris y resultaba espantoso. Busqué por todas partes a Soneji. Un grupo de personas del hospital y algunos visitantes estaban bajo la marquesina delantera fumando cigarrillos. Parecían no darse cuenta de la situación de emergencia, o quizá, sencillamente, aquellos trabajadores ya estaban habituados a esas situaciones. El sendero de ladrillo que se alejaba del edificio estaba abarrotado de peatones que iban y venían bajo el aguacero. Los paraguas me impedían ver bien. ¿Dónde demonios se habría metido Soneji? ¿Por dónde podría haber desaparecido? Tenía la deprimente sensación de que había vuelto a perderlo. Ya no podía soportarlo más. En la Primera Avenida los vendedores ambulantes de comida anunciaban a gritos sus perros calientes y pretzels de Nueva York bajo paraguas de vivos colores manchados de tierra. A Soneji no se le veía por ninguna parte. Seguí buscándolo, miré frenéticamente arriba y abajo por la transitada y ruidosa calle. No podía dejarlo escapar. Nunca volvería a tener una oportunidad tan buena como aquélla. Había un claro entre el gentío. Era posible ver a una distancia de media manzana más o menos. ¡Allí estaba! Soneji avanzaba con un pequeño grupo de peatones que se dirigían hacia el norte por la acera. Eché a andar tras él. Groza seguía conmigo. Los dos teníamos en las manos las armas semiautomáticas, pero no podíamos arriesgarnos a disparar con aquel gentío. Había demasiadas madres, demasiados niños y ancianos, pacientes que iban y venían del hospital. Soneji miró a la izquierda, a la derecha y luego miró hacia atrás. Vio que nos acercábamos. Estaba seguro de que me había visto. Soneji improvisaba la huida, una salida de aquel embrollo extremo y peligroso. La secuencia de los recientes hechos mostraba cierto deterioro en su pensamiento. Estaba perdiendo agudeza y claridad. «Por eso está dispuesto a morir ahora. Está cansado de morirse lentamente. Está perdiendo la cabeza. No puede soportarlo». Un equipo de obreros de la construcción había bloqueado media intersección. Los cascos se bamboleaban bajo la lluvia. El tráfico trataba de maniobrar para rodear las obras de la calzada, los bocinazos se oían por todas partes. Vi que Soneji se apartaba de pronto de la multitud. ¿Qué demonios hacía? Iba corriendo hacia la Primera Avenida, a la carrera por la resbaladiza calle. Iba corriendo en zigzag a toda velocidad. Observé cómo Gary Soneji giraba rápidamente a la derecha. «Haznos un favor a todos. ¡Cáete!» Se fue corriendo junto a un autobús municipal de color azul vivo que se había detenido a recoger pasajeros. Soneji seguía adelante resbalando, patinando. Estuvo a punto de caerse. Y luego se subió al puñetero autobús. El autobús sólo tenía sitio para viajar de pie. Ví que Soneji movía los brazos frenéticamente y les gritaba órdenes a los demás pasajeros. «Dios mío, ha metido una bomba en ese autobús». 59 El inspector Groza me alcanzó tambaleándose. Tenía la cara tiznada de hollín y el pelo negro y suelto bastante chamuscado. Se puso a hacerle señas como loco a un coche, agitando los dos brazos sin parar. Un sedán de la policía se detuvo a nuestro lado y saltamos al interior. —¿Se encuentra bien? —le pregunté. —Creo que sí. Aquí estoy. Vamos a por él. Seguimos al autobús por la Primera Avenida, sorteando el tráfico y con la sirena aullando. Estuvimos a punto de chocar con un taxi, no lo hicimos por unos centímetros. —¿Está seguro de que tiene otra bomba? Asentí. —Por lo menos una. ¿Se acuerda del Bombardero Loco de Nueva York? Lo más probable es que Soneji sí se acuerde. El Bombardero Loco fue famoso. Todo era loco y surrealista. La lluvia caía con más fuerza golpeando el techo del sedán. —Tiene rehenes —comunicó Groza por la radio mientras circulábamos a toda velocidad—. Está en un autobús municipal que sube por la Primera Avenida. Al parecer, tiene una bomba. El autobús es un M-15. Que todos los coches permanezcan atentos al autobús. No lo intercepten de momento. Ha metido una puñetera bomba en ese autobús M-15. Conté media docena de coches de colores azul y blanco que ya se habían lanzado a la persecución. El autobús se paraba cuando los semáforos estaban en rojo, pero ya no se detenía a recoger pasajeros. La gente que esperaba de pie bajo la lluvia, al ver que pasaba sin detenerse, agitaba los brazos enfadada con el M-15. Ninguno de ellos podía comprender la suerte que tenía de que las puertas del autobús no se abrieran para dejarlos subir. —Intente acercarse más —le pedí al conductor—. Quiero hablar con él. Por lo menos quiero ver si él está dispuesto a hablar. Vale la pena intentarlo. El sedán de la policía aceleró y luego zigzagueó en la calle mojada. Nos estábamos acercando. Avanzábamos lentamente junto al autobús azul. Un cartel anunciaba el musical El fantasma de la ópera en letras negras. Un fantasma vivo y de verdad iba en el autobús. Gary Soneji volvía a estar bajo los focos, como a él le gustaba. Ahora actuaba en Nueva York. Yo tenía bajado el cristal de la ventanilla del coche. La lluvia y el viento me daban en la cara, pero podía ver a Soneji dentro del autobús. Aquel hombre seguía improvisando; tenía un niño pequeño, un envoltorio azul y rosa en un brazo. Chillaba órdenes, describiendo enojados círculos con el brazo que le quedaba libre. Me asomé fuera del coche todo lo que pude. —¡Gary! —le grité—. ¿Qué quieres? —Volví a llamarlo, luchando contra el ruido del tráfico y contra el estruendo que hacía el autobús—. ¡Gary! ¡Soy Alex Cross! Los pasajeros que iban dentro del autobús me miraban. Estaban aterrados, en realidad lo que sentían era todavía peor que el terror. En la esquina de la calle Cuarenta y dos con la Primera Avenida… ¡el autobús describió un repentino y brusco giro a la izquierda! Miré a Groza. —¿Es éste el itinerario habitual? —Ni hablar —repuso—. Se está inventando el itinerario sobre la marcha. —¿Qué hay en la calle Cuarenta y dos? ¿Qué hay ahí adelante? ¿Adónde demonios se dirige? Groza levantó las manos sumido en la desesperación. —Times Square está más allá; es la zona de los marginales, de los perdedores de la ciudad. El distrito de los teatros también está ahí. Y la terminal de autobuses Port Authority. Ahora nos estamos acercando a la estación Grand Central. —Entonces, ahí es donde va, a la Grand Central —le aseguré a Groza—. Estoy seguro de ello. Así es como lo quiere. ¡En una estación de trenes! Otro sótano, y esta vez se trataba de uno impresionante que ocupaba manzanas enteras de la ciudad. El sótano de los sótanos. Gary Soneji ya se había bajado del autobús y corría por la calle Cuarenta y dos. Se dirigía hacia la estación Grand Central, hacia casa. Seguía llevando a la criatura en un brazo, lo movía sin cuidado alguno de un lado a otro para mostrarnos lo poco que le importaba la vida del niño. Maldito sea. Estaba en la recta final y sólo él sabía lo que eso significaba. 60 Bajé por el pasaje de piedra y mortero lleno de gente que empezaba en la calle Cuarenta y dos. Iba a dar a una estación Grand Central aún más concurrida. Miles de viajeros de cercanías preocupados por sus asuntos llegaban para ir al trabajo en la zona media de la ciudad. No tenían ni idea de lo mal que les iba a ir el día. Grand Central es el final en Nueva York para los trenes de Nueva York Central, Nueva York, New Haven y Hartford, y algunos más. Y es también el final de tres líneas de metro IRT. Lexington Avenue, transbordador entre Times Square y Grand Central, y Queens. La terminal ocupa tres manzanas entre las calles Cuarenta y dos y Cuarenta y cinco. En el nivel superior hay cuarenta y una vías y en el inferior veintiséis, todo lo cual se estrecha a una sola línea de cuatro vías en la calle Noventa y seis. El nivel inferior es un enorme laberinto, uno de los más grandes del mundo. El sótano de Gary. Continué empujando contra la densamente compacta multitud de la hora punta. Atravesé una sala de espera y luego emergí a la espectacular explanada principal. Había obras por todas partes. Gigantescos carteles de tela de la Pan Am Airlines, de American Express y de zapatillas Nike colgaban de las paredes. Las entradas a docenas de vías eran visibles desde donde yo me encontraba. El inspector Groza me alcanzó en la explanada. Los dos estábamos saturados de adrenalina. —Todavía tiene al bebé —me dijo jadeando—. Alguien lo ha visto bajando a todo correr hacia el otro nivel. A la cabeza de una expedición en un alegre día de caza. Gary Soneji se dirigía al sótano. Aquello no sería bueno para los miles de personas que se apiñaban allí dentro. Tenía una bomba, y era posible que más de una. Bajé delante de Groza por unas escaleras muy inclinadas, bajo un letrero luminoso que decía: «OYSTER BAR EN ESTE NIVEL». Toda la estación se encontraba en medio de imponentes obras de construcción y renovación, cosa que sólo conseguía aumentar la confusión. Nos abrimos camino por panaderías y tiendas de delicatessen abarrotadas de gente. Allí había comida en abundancia mientras uno esperaba su tren, o volar por los aires. Divisé una cuchillería Hoffritz un poco más adelante. Puede que fuera en Hoffritz donde Soneji había comprado el cuchillo que había usado en la estación Penn. El inspector Groza y yo llegamos al nivel siguiente. Entramos en un pórtico espacioso rodeado de más puertas que llevaban a las vías de tren. Había letreros que indicaban el camino hacia los metros, hacia el transbordador de Times Square. Groza tenía el transmisor de radio pegado al oído. Recibía informes al segundo de lo que sucedía en los alrededores de la estación. —Está abajo, en los túneles. Estamos cerca —me comunicó. Groza y yo bajamos corriendo otro empinado tramo de escaleras de piedra. Corríamos uno al lado del otro. Hacía un calor insoportable allí abajo y ambos estábamos sudando. El edificio vibraba. Las paredes de piedra gris y el suelo temblaban bajo nuestros pies. Estábamos en el infierno, y la cuestión era, ¿en qué círculo? Finalmente vi a Gary Soneji a cierta distancia delante de nosotros. Luego desapareció de nuevo. Todavía tenía al niño, o quizá fuera sólo la mantita rosa y azul que llevaba en los brazos. De nuevo apareció a la vista. Luego se detuvo bruscamente. Soneji se volvió y miró fijamente por el túnel. Ya no tenía miedo de nada. Lo pude ver en sus ojos. —Doctor Cross —gritó—, sigue usted las instrucciones de maravilla. 61 El oscuro secreto de Soneji seguía funcionando, seguía siendo cierto para él. Cualquier cosa que hiciera enfadar intensamente a la gente, cualquier cosa capaz de ponerlos inmensamente tristes, cualquier cosa que pudiese hacerles daño… eso era lo que Soneji hacía. Soneji vio aproximarse a Alex Cross. «Hijo de puta alto y arrogante. ¿Tú también estás dispuesto a morir, Cross? »Justo cuando tu vida parece tan prometedora. Y tus niños están creciendo. Y tienes una bella amante nueva. »Porque eso es lo que va a suceder. Vas a morir por lo que me hiciste. No puedes impedir que ocurra». Alex Cross siguió caminando hacia él por el andén de hormigón. No parecía tener miedo. Decididamente, Cross cumplía lo que decía. Ahí radicaba su fortaleza, pero también su locura. A Soneji le parecía estar flotando en el espacio en aquel momento. Se sentía muy libre, como si nada pudiera hacerle daño en ninguna parte. Podía ser exactamente quien quería ser, podía actuar como desease. Se había pasado la vida tratando de llegar a ese punto. Alex Cross se acercaba cada vez más. Le gritó una pregunta desde el otro extremo del andén; con Cross siempre había una pregunta. —¿Qué quieres, Gary? ¿Qué demonios quieres de nosotros? —¡Cierra esa bocaza! ¿Qué crees tú que quiero? —Le contestó Soneji también a voces—. ¡A ti! Por fin te he atrapado. 62 Oí lo que dijo Soneji, pero ya no importaba. Lo que había entre nosotros iba a resolverse en seguida. Seguí avanzando hacia él. De un modo u otro aquello sería el fin. Bajé un tramo de tres o cuatro escalones de piedra. Me resultaba imposible apartar los ojos de Soneji. No podía. Me negaba a renunciar. Tenía el humo del incendio del hospital metido en los pulmones, y el aire del túnel de los trenes no ayudaba precisamente. Empecé a toser. ¿Podría ser aquello el fin de Soneji? Casi no podía creerlo. ¿Qué demonios significaba eso de que por fin me había atrapado? —Que no se mueva nadie. ¡Deténganse! ¡Ni un paso más! —gritó Soneji, que tenía una pistola y también al bebé—. Yo diré quién se mueve y quién no. Y eso te incluye a tí, Cross. Así que deja de caminar. Me detuve. Nadie más se movió. Había un silencio increíble en el andén, allí, en lo profundo de las entrañas de Grand Central. Probablemente habría veinte personas lo bastante cerca de Soneji como para resultar heridas por una bomba. Levantó en alto al bebé que había cogido del autobús para atraer así la atención de todo el mundo. Inspectores y policías de uniforme se quedaron paralizados en las amplias puertas que había alrededor del túnel. Todos éramos inútiles, impotentes para hacer algo y detener a Soneji. Teníamos que escucharlo. Se puso a dar vueltas en un círculo frenético, pequeño y cerrado. El cuerpo giraba sin parar como un torbellino, un extraño torbellino salvaje. Llevaba a la criatura muy apretada en un brazo, sujetándola como si fuera una muñeca. Yo no tenía ni idea de lo que podía haber sido de la madre del niño. Soneji parecía estar casi en trance. Ahora parecía loco… quizá lo estuviera. —El buen doctor Cross está aquí —gritó por el andén—. ¿Qué sabe? ¿Cuánto cree que sabe? Deja que haga yo las preguntas para variar. —No sé lo suficiente, Gary —le dije respondiendo en un tono de voz lo más bajo posible, sin actuar para la multitud, su multitud—. Supongo que sigue gustándote tener público. —Pues sí, así es, doctor Cross. Me encanta tener a una multitud que aprecie lo que hago. ¿De qué sirve una gran actuación si no la ve nadie? Anhelo la expresión de los ojos de todos vosotros, vuestro miedo, vuestro odio. —Continuó girando, dando vueltas como si estuviera actuando en un teatro cuyo escenario estuviese en el centro. Luego añadió con voz estridente—: A todos vosotros os gustaría matarme. ¡Sois todos unos asesinos también! Soneji se dio otra vez la vuelta lentamente, apuntando hacia afuera con la pistola y con el niño sujeto con el brazo izquierdo. La criatura no lloraba, y eso me ponía enfermo de preocupación. La bomba podía estar en un bolsillo de los pantalones de Soneji. En alguna parte tenía que estar. Confié en que no estuviera en la manta del bebé. —Vuelves a estar en el sótano, ¿no es así? —le grité. Hubo un tiempo en el que creí que Gary Soneji era esquizofrénico. Pero luego llegué a tener la certeza de que no lo era. Sin embargo, en aquellos momentos ya no me sentía seguro de nada. Con el brazo que le quedaba libre hizo un gesto para señalar las cavernas subterráneas. Continuó caminando lentamente hacia la parte de atrás del andén. No podíamos detenerlo. —De niño siempre soñaba con escapar aquí. Con coger un tren con destino a la estación Grand Central de la ciudad de Nueva York. Huir sin dejar ni rastro. Escapar de todo. —Ya lo has hecho. Por fin has ganado. ¿No es por eso por lo que nos has conducido hasta aquí? ¿No es para que te cojamos? —le pregunté. —No estoy acabado, ni mucho menos. No he acabado contigo todavía, Cross —me respondió con desprecio. Otra vez aquella amenaza. Oírle hablar así me hacía sentir un nudo en el estómago. —¿Qué pasa conmigo? —le grité—. No haces más que amenazarme, pero no veo que actúes. Soneji se detuvo y dejó de retroceder hacia la parte de atrás del andén. Todo el mundo lo miraba, probablemente pensando que nada de aquello era real. Yo no estaba seguro de creerlo. —Esto no acaba aquí, Cross. Voy a ir a por ti, aunque sea desde la tumba, si es necesario. No hay manera de que puedas parar esto. ¡Recuérdalo! ¡No lo olvides! Estoy seguro de que no lo olvidarás. Luego Soneji hizo algo que nunca comprenderé. Disparó hacia arriba el brazo izquierdo y lanzó al bebé por el aire, a lo alto. La gente que miraba ahogó un grito mientras el niño salía despedido hacia adelante. Lanzaron un suspiro audible cuando un hombre que estaba a unos tres metros en el andén cogió al bebé con seguridad. Entonces el niño empezó a llorar. —¡Gary, no! —le grité a Soneji. Había vuelto a echar a correr. —¿Estás dispuesto a morir, doctor Cross? —me gritó—. ¿Estás dispuesto? 63 Soneji desapareció por una puerta metálica de color plateado que había en la parte de atrás del andén. Fue rápido y tenía el factor sorpresa de su parte. Las pistolas resonaron, pues Groza disparó, pero no creí que le hubiera dado a Soneji. —Hay más túneles ahí atrás, hay muchas vías de tren aquí abajo —me dijo Groza—. Nos estamos adentrando en un laberinto sucio y oscuro. —Sí, pero tenemos que ir de todos modos —le respondí—. A Gary le encanta esto de aquí abajo. Haremos lo que podamos. Vi a un trabajador de mantenimiento y me apoderé de su linterna. Saqué la Glock. Doce tiros. Groza tenía una Magnum .357. Doce balas más. ¿Cuántos disparos harían falta para matar a Soneji? ¿Moriría alguna vez? —Lleva un maldito chaleco antibalas —comentó Groza. —Sí, ya lo he visto. —Le quité el seguro a la Glock—. Es un boy scout: siempre preparado. Abrí la puerta por la que Soneji había desaparecido y de pronto todo estaba oscuro como una tumba. Nivelé el cañón de la Glock y continué adelante. Desde luego aquello era como el sótano, su infierno privado a gran escala. «¿Estás dispuesto a morir, doctor Cross? No hay manera de que puedas impedir que ocurra». Me moví y me fui abriendo paso lo mejor que pude; la luz de la linterna temblaba en las paredes. Vi que un poco más adelante había una luz tenue, unas lámparas polvorientas, de modo que apagué la linterna. Me dolían los pulmones. No podía respirar bien, pero quizá parte de aquel trastorno físico fuera debido a la claustrofobia y al terror. No me gustaba estar en aquel sótano. Así es como Gary debió de sentirse cuando era niño. ¿Sería eso lo que quería decirnos? ¿Quería que lo experimentásemos? —Caray —masculló Groza a mi espalda. Me imaginé que se sentía como yo, desorientado y asustado. El viento ululaba procedente de algún lugar en el interior del túnel. No podíamos ver gran cosa allí delante. Mientras seguíamos avanzando yo pensaba que había que usar la imaginación en la oscuridad. Soneji había aprendido a hacerlo de niño. Ahora se oían algunas voces detrás de nosotros, pero se oían muy distantes. Aquellas voces fantasmales hacían eco en las paredes. Nadie se daba prisa para alcanzar a Soneji en el túnel oscuro y mugriento. Los frenos de un tren chirriaron al otro lado de las ennegrecidas paredes de piedra. El metro estaba allí abajo, justo en paralelo a nosotros. El hedor a basura y a desperdicios empeoraba a medida que avanzábamos. Yo sabía que había vagabundos que vivían en algunos de aquellos túneles. El Departamento de Policía de Nueva York tenía una unidad de personas sin techo para encargarse de ellos. —¿Hay algo ahí? —Me preguntó Groza en voz baja con miedo e incertidumbre—. ¿Ves algo? —Nada —repuse en un susurro. No quería hacer más ruido del necesario. Aspiré otra bocanada de aire con dificultad. Oí el silbido de un tren al otro lado de las paredes de piedra. En algunas partes del túnel había una luz tenue. En el suelo vimos una alfombra de basura, envoltorios de comida rápida, ropa rota y asquerosamente sucia. Ya había visto un par de ratas enormes corriendo junto a mis pies, un par de ratas que habían salido a comprar comida en la Gran Manzana. Entonces oí un grito justo por encima de mí y me quedé de piedra. ¡Era Groza! De repente cayó al suelo. Yo no tenía ni idea de qué había sido lo que le había golpeado. No volvió a emitir ningún otro sonido, se quedó inmóvil en el suelo del túnel. Me volví rápidamente. Al principio no pude ver a nadie. La oscuridad parecía dar vueltas. Capté un atisbo del rostro de Soneji. Un ojo y la mitad de la boca de perfil oscuro. Me golpeó antes de que yo pudiera levantar la Glock. Soneji gritó… un grito brutal y primario. Ninguna palabra reconocible. Me golpeó con tremenda fuerza. Un puñetazo en la sien izquierda. Recordé lo increíblemente fuerte que era y lo loco que se había vuelto. Me zumbaban los oídos y la cabeza me daba vueltas. Las piernas me temblaban. Casi me había quedado inconsciente del primer puñetazo. Quizá podría haberlo hecho, pero quería castigarme, quería su venganza, cobrarse lo suyo. Volvió a gritar; esta vez, a sólo unos centímetros de mi cara. «Pégale tú a él —me dije—. Pégale ahora, o no volverás a tener ocasión de hacerlo». La fuerza de Soneji era tan brutal como la última vez que nos encontramos, sobre todo al luchar tan de cerca como ahora. Me tenía envuelto en sus brazos y podía oler su aliento. Trataba de estrujarme. Algunas luces blancas parpadearon y empezaron a bailar delante de mí. Casi estaba inconsciente allí de pie. Volvió a chillar. Le di un golpe con la cabeza y lo cogí por sorpresa. Aflojó el apretón de los brazos y conseguí soltarme durante un segundo. Le lancé el puñetazo más fuerte que había dado en mi vida y oí el crujido de su mandíbula. ¡Pero Soneji no cayó! ¿Qué hacía falta para tumbarlo? Se lanzó de nuevo contra mí, y le golpeé en la mejilla izquierda. Noté que el hueso se rompía bajo mi puño. Soneji gritó y luego gimió, pero no cayó al suelo, no dejó de arremeter y de empujar hacia mí. —No puedes hacerme daño —me aseguró con voz ahogada mientras gruñía—. Vas a morir. No puedes impedir que suceda. Ahora ya no puedes impedirlo. Gary Soneji se lanzó contra mí otra vez. Finalmente conseguí sacar la Glock y apuntarle. «Hiérele, hiérele, mátalo ahora mismo». ¡Y disparé! Y aunque sucedió muy de prisa, me pareció que todo sucedía despacio, como a cámara lenta. Sentí cómo el disparo le atravesaba el cuerpo. La bala le destrozó la mandíbula inferior con la fuerza de un bulldozer. Debí de volarle la lengua y los dientes. Lo que quedaba de Soneji tendió las manos hacia mí tratando de agarrarse, de arañarme la cara y la garganta. Le di un empujón. «Hiérele, hiérele, mátale». Dio varios pasos tambaleantes por el túnel oscuro. No sé de dónde sacó la fuerza. Yo estaba demasiado cansado para perseguirlo, pero sabía que no era necesario. Cayó al suelo de piedra. Cayó como un peso muerto. Al dar contra el suelo, la bomba que llevaba en el bolsillo se incendió. Gary Soneji estalló envuelto en llamas. El túnel detrás de él quedó iluminado en un tramo de por lo menos treinta metros. Soneji chilló durante unos cuantos segundos, luego ardió en silencio: una antorcha humana en su sótano. Se había ido directamente al infierno. Todo había acabado por fin. 64 Los japoneses tienen un dicho: después de la victoria apriétate bien la cuerda del casco. Traté de tenerlo presente en todo momento. El martes por la mañana temprano ya estaba de regreso en Washington, y me pasé todo el día en casa con Nana, los niños y la gata Rosie. La mañana empezó cuando los niños me prepararon lo que ellos llamaban un «baño de burbujas». A partir de ahí todo fue mejorando. No sólo no me apreté la cuerda del casco, sino que me lo quité del todo. Traté de que no me afectase la horrible muerte de Soneji, ni sus amenazas. Con peores cosas de aquel hombre había vivido yo en el pasado. Mucho peores. Soneji estaba muerto y había desaparecido de la vida de todos nosotros. Y yo había contribuido a ello. Sin embargo, me pareció oír su voz, las advertencias que me había hecho, las amenazas, a diferentes horas durante todo el día que pasé en casa. «Vas a morir. No puedes impedir que eso suceda. Voy a por ti, desde la tumba si tengo que hacerlo». Kyle Craig me llamó desde Quantico para felicitarme y preguntarme cómo me iba. Kyle seguía teniendo un motivo añadido: trataba de atraerme hacia el caso del señor Smith que él llevaba. Pero le dije que no, ni hablar. Definitivamente ni hablar. En aquel momento no tenía el ánimo para ocuparme del señor Smith. Kyle quería que yo conociera a aquel superagente suyo llamado Thomas Pierce. Me preguntó si había leído los fax que me había mandado y que trataban de Pierce. No. Aquella noche fui a casa de Christine y comprendí que había tomado la decisión correcta en lo referente al señor Smith y a los continuos problemas que el FBI seguía teniendo con aquel caso. No me quedé a pasar la noche con Christine a causa de los niños, pero podría haberlo hecho. Deseaba hacerlo. —Me prometiste que estaríamos juntos hasta que tuviéramos por lo menos ochenta y tantos años. Éste es un buen comienzo —me dijo Christine cuando me marchaba. El miércoles tuve que ir a la oficina para empezar el informe y cerrar el caso Soneji. No me entusiasmaba haberlo matado, pero me alegraba de que todo hubiera terminado. Todo menos el maldito papeleo. Al salir del trabajo volví a casa alrededor de las seis. Estaba de humor para otro «baño de burbujas», quizá para unas lecciones de boxeo y para una noche con Christine. Entré por la puerta principal de mi casa… y entonces sucedió lo inesperado. 65 Nana y los niños estaban de pie delante de mí en el cuarto de estar. Y también estaba Sampson, varios amigos inspectores, algunos vecinos, mis tías, unos cuantos tíos y todos sus hijos. Jannie y Damon empezaron a gritar: —¡Sorpresa, papá! ¡Es una fiesta sorpresa! Luego todos los demás se unieron a ellos. —¡Sorpresa, Alex, sorpresa! —¿Quién es Alex? ¿Quién es papá? —Pregunté yo haciéndome el tonto de pie a la puerta—. ¿Se puede saber qué diantres está pasando aquí? Al fondo de la habitación vi a Christine, que estaba sonriendo. La saludé con la mano mientras todos mis amigos, los mejores del mundo, me abrazaban y me daban palmadas en la espalda y en los hombros. Pensé que Damon estaba comportándose de un modo excesivamente respetuoso, así que lo cogí en brazos (probablemente aquél sería el último año que podría hacerlo) y nos pusimos a lanzar todo un surtido de gritos de deporte y de guerra, cosa que parecía encajar bien en aquella escena festiva. No es que sea muy apropiado celebrar la muerte de otro ser humano, pero en este caso me pareció que la fiesta era una idea estupenda. Era una forma adecuada de terminar lo que había sido una época temible y triste para todos nosotros. Alguien había colgado una bandera torcida y mal pintada a mano sobre la puerta que separaba el cuarto de estar del comedor. En la bandera se podía leer: «¡FELICIDADES, ALEX! ¡MEJOR SUERTE EN LA OTRA VIDA, GARY S.!». Sampson me condujo hasta el jardín trasero, donde había más amigos emboscados esperándome. Sampson llevaba puestos unos pantalones cortos de color negro que le iban bastante grandes, un par de botas de combate y las gafas de sol. Se había puesto una ajada gorra de Homicidios y llevaba un pendiente de aro de plata en una oreja. Definitivamente estaba bien preparado para la fiesta, y yo también. Inspectores de toda la ciudad de Washington habían acudido a ofrecerme sus felicitaciones sinceras, pero también a devorar la comida y a beberse los licores. Suculentos kabobs y montones de costillas estaban dispuestos junto a unos panes hechos en casa, panecillos y un impresionante despliegue de botellas de salsa picante. Me lagrimeaban los ojos sólo de mirar el festín. Había barreños de aluminio rebosantes de cerveza y soda colocados sobre hielo. También había mazorcas de maíz fresco, ensaladas de frutas de colores y recipientes con pastas de verano. Sampson me cogió fuertemente por un brazo y dijo a grandes voces, para que pudiera oírle por encima del alboroto que hacían todos y también de Toni Braxton, que se desgañitaba cantando en el compacto. —Que te diviertas, Sugar. Saluda a todos tus demás invitados y a todos tus parientes. Yo pienso quedarme hasta la hora del cierre. —Ya me reuniré contigo más tarde —le dije—. Bonitas botas, bonitos shorts y bonitas piernas. —Gracias, gracias, gracias. ¡Cogiste a ese hijo de perra, Alex! Hiciste lo que debías. Que el culo malvado y peludo de ese tipo arda y se pudra en el infierno. Lo único que siento es no haber estado allí contigo. Christine se había situado en un lugar tranquilo, en el rincón del patio bajo nuestro árbol de sombra. Estaba hablando con mi tía favorita, Tia, y con mi cuñada Cilla. Era propio de ella ponerse la última en la cola para saludar. Besé a Tia y a Cilla, y luego tendí los brazos y le di a Christine un abrazo. La abracé y no quería soltarla. —Gracias por venir a esta locura —le dije—. Tú eres la mejor sorpresa de todas. Me besó y luego nos separamos. Me parece que éramos excesivamente conscientes de que Damon y Jannie no nos habían visto nunca juntos. Por lo menos no así. —Oh, mierda —mascullé—. Mira allí. Los dos pequeños diablos nos estaban mirando. Damon hizo un guiño y Jannie levantó la mano para hacer una señal con el pulgar levantado. —Están muy, pero que muy por delante de nosotros —me informó Christine, y se echó a reír—. Es natural, Alex. Tendríamos que haberlo sabido. —¿Por qué no os vais a la cama vosotros dos? —les dije bromeando. —¡Sólo son las seis, papá! —gritó Jannie. Pero estaba sonriendo y riendo sin parar, y lo mismo todos los demás. Fue una fiesta fantástica, y todo el mundo se animó en seguida. Al fin me había librado de Gary Soneji. Vi que Nana estaba hablando con algunos de mis amigos policías. Al pasar oí lo que les estaba diciendo. Era todo muy típico de Nana Mama. —No hay ninguna historia, que yo sepa, que haya llevado de la esclavitud a la libertad, pero seguro que hay una historia que lleva de la honda a los Uzi —le estaba diciendo a un público compuesto de inspectores de Homicidios. Mis amigos sonreían y asentían como si comprendieran lo que ella decía, de dónde venía. Yo sí la entendía. Para bien o para mal, era Nana Mama quien me había enseñado a pensar. Desde el punto de vista más desenfadado, se bailó de todo, desde Marsalis a hip-hop. Incluso Nana bailó un poco. Sampson se encargaba de la barbacoa en el jardín de atrás, y presentó salchichas picantes y llenas de especias, pollo y más costillas de las que harían falta para una fiesta de los Redskins. Me llamaron para que tocase unas cuantas melodías, así que yo aporreé Wonderful y luego una versión de jazz de Jotta, Jotta, Jotta, Jotta, jing, jing, jing. —Qué cancioncita tan tonta —comentó Jannie actuando exageradamente a mi lado—, pero para mí es muy relajante y atractiva. Bailé unas cuantas piezas con Christine cuando el sol se puso y empezó a avanzar la noche. La manera como encajaban nuestros cuerpos seguía siendo mágica y perfecta. Igual a como lo recordaba de la sala Rainbow. Ella parecía sorprendentemente cómoda con mi familia y mis amigos. Y me di cuenta de que a ellos les gustaba muchísimo. Yo acompañaba cantando una melodía de Seal mientras bailábamos a la luz de la luna. «No, nunca vamos a sobrevivir… A menos… Que nos volvamos un poco locos». —Seal estaría muuuy orgulloso —me indicó Christine al oído. —Hum. Ya lo creo. —Qué bien bailas, y con qué suavidad —me dijo pegada a mi mejilla. —Para ser inspector y un piesplanos —le dije—. Pero sólo bailo contigo. Se echó a reír y me dio un puñetazo en el costado. —¡No digas mentiras! Antes te he visto bailando con John Sampson. —Sí, pero no significaba nada para mí. Sólo lo hice por sexo, sexo barato. Christine se echó a reír y sentí que el estómago le temblaba ligeramente. Me recordó cuánta vida había dentro de aquella mujer. Me recordó que Christine quería tener hijos, y que debía tenerlos. Recordé todo acerca de la noche que habíamos pasado en la sala Rainbow y después en el Astor. Me sentí como si la hubiera conocido desde siempre. «Ella es la única, Alex». —Mañana por la mañana tengo escuela de verano —me comentó Christine finalmente. Ya era más de medianoche—. He traído el coche. Estoy bien, no he bebido más que refrescos. Tú sigue disfrutando de la fiesta, Alex. —¿Estás segura? La voz de Christine era firme. —Desde luego. Me encuentro estupendamente. Estoy de primera. Y me marcho. Nos besamos largamente y, cuando tuvimos que separarnos para tomar aire, los dos nos echamos a reír. Luego la acompañé hasta el coche. —Por lo menos déjame que te lleve yo a casa —protesté mientras estaba allí de pie y la rodeaba con mis brazos—. Quiero hacerlo. Insisto. —No, entonces mi coche se quedaría aquí. Por favor, disfruta de tu fiesta. Quédate con tus amigos. A mí puedes verme mañana, si quieres. Me gustaría mucho. Y no aceptaré un no por respuesta. Nos besamos de nuevo, y luego Christine subió a su coche y se dirigió a Mitchellville. Ya la echaba de menos. 66 Todavía sentía el cuerpo de Christine contra el mío, olía su nuevo perfume Donna Karan, oía la música especial de su voz. A veces uno sencillamente tiene suerte en la vida. A veces el universo cuida bien de uno. Volví despacio a la fiesta que se estaba celebrando en mi casa. Varios amigos inspectores seguían allí, incluido Sampson. Estaban contando un chiste que decía que Soneji tenía «lujuria angelical». «Lujuria angelical» era como llamaban a los cadáveres de la morgue que tenían una erección. La fiesta estaba tomando aquella dirección. Sampson y yo estuvimos bebiendo cerveza, demasiada, y luego B&B en el porche de atrás… mucho después de que todos los demás se marcharon. —Vaya fiesta más estupenda —me dijo John—. Todos cantando, todos bailando. —Ha sido genial. Naturalmente, todavía seguimos en pie. O por lo menos sentados. Me siento muy bien, pero luego me sentiré muy mal. Sampson sonreía; llevaba las gafas de sol medio caídas. Sus enormes codos descansaban en las rodillas. Podía encenderse una cerilla en sus brazos o en sus piernas, probablemente incluso en su cabeza. —Estoy orgulloso de ti, tío. Todos lo estamos. Te has quitado un buen peso de encima. Hacía mucho, mucho tiempo que no te veía sonreír tanto. Y cuanto más veo a la señora Christine Johnson, más me gusta, y eso que ya me gustaba desde el principio. Estábamos en el porche y mirábamos hacia el jardín de flores silvestres de Nana, hacia los narcisos que habían florecido con tanta abundancia en primavera, hacia los lirios; estábamos mirando los restos de la fiesta, toda aquella comida y bebida. Era tarde. Ya era el día siguiente. El jardín de flores silvestres había estado allí desde que éramos niños. Los olores de la comida y de tierra fresca parecían particularmente sin edad y tranquilizadores aquella noche. —¿Recuerdas el verano en que nos conocimos? —le pregunté a John—. Me llamaste culo de sandía, lo cual me escoció bastante, porque era una completa mentira. Yo tenía el culo muy prieto ya por entonces. —Nos dimos una buena paliza en el jardín de Nana, justo en aquel parterre de rosas silvestre de allí. Yo no podía creer que te peleases conmigo. Nadie lo hacía, y siguen sin hacerlo. Ya por entonces no conocías tus limitaciones. Le sonreí. Por fin se había quitado las gafas de sol. Siempre me sorprende lo sensibles y cálidos que son los ojos de Sampson. —Pues si vuelves a llamarme culo de sandía, volveremos a pelearnos. Sampson continuó asintiendo y sonriendo. Pensándolo bien, hacía mucho que no lo veía sonreír tanto. Aquella noche la vida era buena. Lo mejor en mucho tiempo. —Te gusta de verdad la señora Christine, ¿eh? Me parece que te has buscado otra persona especial. Estoy seguro de ello. Estás perdido, campeón. —¿Es que estás celoso? —le pregunté. —Sí, claro que lo estoy. Condenadamente celoso. Christine es todo eso y mucho más. Pero yo lo jorobaría todo si alguna vez encontrase a alguien dulce y agradable como ella. Es fácil convivir contigo, Sugar. Siempre lo ha sido, incluso cuando tenías aquel culito de sandía. Eres duro cuando tienes que serlo, pero también sabes mostrar tus sentimientos cuando conviene. Sea como sea, a Christine tú le gustas un montón. Casi tanto como ella a ti. Sampson se levantó con trabajo del inclinado escalón del porche de atrás, que yo tenía que cambiar sin tardanza. —Si Dios lo permite, voy a irme andando a casa. En realidad voy a casa de Cee Walker. Esa hermosa diva se marchó de la fiesta un poco temprano, pero fue tan amable de darme antes una llave. Volveré a buscar mi coche mañana por la mañana. Es mejor no conducir cuando apenas se puede andar. —Es mejor que no —convine—. Gracias por la fiesta. Sampson me dijo adiós con la mano, me hizo un saludo y luego dio la vuelta a la esquina de la casa, contra la que chocó cuando salía. Me quedé solo en el porche de atrás mirando fijamente el jardín de Nana iluminado por la luna y sonriendo como el tonto que puedo ser a veces, aunque quizá no lo bastante a menudo. Oí que Sampson me llamaba. Luego me llegó su risa profunda desde la parte delantera de la casa. —Buenas noches, culo de sandía. 67 Me desperté completamente y me pregunté de qué tenía miedo, qué demonios estaba pasando allí. Mi primer miedo consciente fue que estaba sufriendo un ataque al corazón en mi propia cama. Estaba borracho y aturdido, todavía bien colocado, como resultado de la fiesta. El corazón me latía con fuerza y me resonaba en el pecho. Me parecía haber oído un sonido bajo y profundo, como si estuviesen aporreando algo, procedente de algún lugar del interior de la casa. El ruido sonaba bastante cercano. Sonaba como si un peso pesado, puede que una porra, estuviese golpeando algo más allá, por el pasillo. Mis ojos no se habían acostumbrado aún a la oscuridad. Me puse a escuchar a ver si oía algún otro ruido. Estaba asustado. No podía acordarme de dónde había dejado la Glock la noche anterior. ¿Qué podía producir aquel sonido dentro de la casa? Escuché con toda la concentración de que fui capaz. El frigorífico ronroneaba abajo, en la cocina. Un camión lejano cambió de marcha en la calle. Sin embargo, había algo en aquel sonido semejante a un aporreo que me molestaba muchísimo. Me pregunté si se habría producido realmente aquel ruido insistente. ¿O serían sólo los prolegómenos, los primeros avisos de que se me avecinaba un fuerte dolor de cabeza? Antes de que me percatase de lo que estaba sucediendo, una figura sombría se alzó al otro lado de la cama. «¡Soneji! Ha cumplido su promesa. ¡Está aquí dentro de la casa!». —¡Aaahhhh! El atacante soltó un grito y me golpeó con una especie de porra enorme. Traté de rodar en la cama, pero el cuerpo y la cabeza no se ponían de acuerdo. Había bebido demasiado, había estado demasiado tiempo en la fiesta, me había divertido demasiado. Sentí un poderoso golpe en el hombro. Todo el cuerpo se me entumeció. Traté de chillar, pero de repente me había quedado sin voz. No podía gritar. Y apenas podía moverme. La porra volvió a bajar con gran rapidez, y esta vez me dio en la parte baja de la espalda. Alguien estaba intentando matarme a golpes. Dios mío. Pensé en los fuertes sonidos que había oído instantes antes. ¿Habría ido primero a la habitación de Nana? ¿O a la de Damon y Jannie? ¿Qué estaba ocurriendo en nuestra casa? Alargué la mano hacia él y logré agarrarlo por un brazo. Tiré con fuerza y aquel tipo volvió a chillar; era un sonido agudísimo, pero sin duda la voz era de hombre. ¿Soneji? ¿Cómo era posible? Yo lo había visto morir en los túneles de la estación Grand Central. ¿Qué me estaba pasando? ¿Quién había entrado en mi dormitorio? ¿Quién había subido al piso de arriba de nuestra casa? —¿Jannie? ¿Damon?… —murmuré por fin. Intenté llamarlos. —¿Nana? ¿Nana? Empecé a arañarle el pecho y los brazos, y sentí algo pegajoso, probablemente sangre. Yo estaba luchando sólo con un brazo, y apenas era capaz de hacerlo. —¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo? ¡Damon! ¡Damon! —volví a llamar, esta vez mucho más fuerte. El hombre se soltó y me caí de la cama, de cara. Fui a dar con fuerza contra el suelo, me di un buen golpe y la cara se me entumeció. Notaba que todo el cuerpo me ardía. Empecé a vomitar en la alfombra. El bate, el martillo pilón, la palanca… lo que demonios fuera aquello… volvió a bajar con fuerza y me dio la impresión de que iba a partirme en dos. Yo estaba ardiendo de dolor. ¡Una hacha! ¡Tenía que ser un hacha! Notaba la sangre y la olía por todas partes en el suelo, a mi alrededor. ¿Mi propia sangre? —¡Te dije que no había manera de detenerme! —Me gritó el tipo—. Te lo dije. Miré hacia arriba y me pareció reconocer la cara que se alzaba por encima de mí. ¿Gary Soneji? ¿Sería posible que fuera Gary Soneji? ¿Cómo podía ser? ¡Era imposible! Comprendí que me estaba muriendo, y no quería morir. Quería correr e ir a ver a mis hijos una vez más. Aunque sólo fuera para echarles una última mirada. Sabía que no podría detener el ataque. Sabía que no había nada que yo pudiera hacer para impedir que aquel horror sucediera. Pensé en Nana y en Jannie, en Damon, en Christine. El corazón me dolía por ellos. Luego dejé que Dios hiciera su voluntad. CUARTA PARTE Thomas Pierce 68 Matthew Lewis conducía felizmente durante el turno de medianoche en la línea de autobuses que recorría la calle East Capitol en la ciudad de Washington. Iba silbando distraídamente una canción de Marvin Gaye, What's Goin’On, mientras conducía su autobús a través de la noche. Llevaba diecinueve años haciendo aquel mismo recorrido y estaba contento por ello, sobre todo de tener el trabajo. También disfrutaba de la soledad. Lewis siempre había sido un pensador bastante profundo, según decían sus amigos y también Alva, su esposa desde hacía veinte años. Era un entusiasta de la Historia y le interesaba la política, y a veces también un poco de sociología. Había desarrollado esas aficiones en su Jamaica natal y las había mantenido. Durante los últimos meses había estado escuchando cintas educativas de una organización llamada Compañía de Enseñanza de Virginia. Mientras viajaba por la calle East Capitol a las cinco de la mañana estaba empezando a oír una excelente conferencia llamada «El Buen Rey: la presidencia americana desde la Depresión». A veces escuchaba dos o tres lecciones en una sola noche, y a veces escuchaba alguna cinta particularmente buena un par de veces en una misma noche. Vio un súbito movimiento por el rabillo del ojo y dio un volantazo. Los frenos chirriaron. El autobús derrapó bruscamente hacia la derecha y quedó atravesado en diagonal en la calle East Capitol. El vehículo emitió un fuerte siseo. Gracias a Dios no venía ningún automóvil en dirección contraria, sólo una hilera de semáforos en verde, por lo que él alcanzaba a ver. Matthew Lewis abrió de par en par las puertas del autobús y bajó de un salto a la calle. Esperaba no haber atropellado a quien fuera o lo que fuera que había invadido la calzada corriendo a toda velocidad. Pero no estaba seguro de no haberlo hecho, y tenía miedo de lo que podía encontrarse. Excepto el zumbido de la cinta dentro del autobús, todo estaba en silencio. Aquello era un poco raro y bastante malo, pensó para sus adentros. Entonces vio a una mujer, una anciana negra, tendida en la calle. Llevaba puesta una bata larga a rayas azules. La bata se le había abierto, por lo que Matthew pudo verle el camisón rojo. Iba descalza. A Matthew el corazón empezó a latirle a toda velocidad, peligrosamente. Cruzó corriendo la calle para ir a ayudarla y le dio la impresión de que iba a vomitar. A la luz de los faros vio que el camisón no era rojo. Era sangre roja y brillante que cubría a la mujer por entero. Aquella visión resultaba horripilante y espantosa. No era lo peor que se había encontrado en todos los años que llevaba haciendo aquel recorrido nocturno, pero estaba bastante cerca de serlo. La mujer tenía los ojos abiertos y todavía estaba consciente. Levantó hacia Matthew un brazo delgado y frágil. «Debe de tratarse de violencia doméstica —pensó él—. O puede que la hayan atracado en su casa». —Por favor, ayúdenos —le dijo en un susurro Nana Mama—. Por favor, ayúdenos. 69 ¡La calle Quinta estaba bloqueada y completamente cerrada al tráfico! John Sampson abandonó el Nissan negro y fue corriendo el resto del camino hasta la casa de Alex. Las sirenas de las ambulancias y de los coches patrulla de la policía ululaban por todas partes en aquella calle tan familiar para él que casi la consideraba como propia. Sampson corría como nunca había corrido antes, presa del miedo más terrorífico de su vida. Golpeaba pesadamente con los pies sobre el empedrado de la acera. Notaba el corazón pesado y rápido, como si se le fuera a romper. Casi no podía respirar y estaba seguro de que iba a vomitar si no dejaba de correr en aquel mismo instante. La resaca de la noche anterior le había adormecido los sentidos, aunque no lo suficiente. Al lugar de los hechos, ruidoso y vibrante, seguía llegando personal de la policía metropolitana. Sampson se abrió paso entre los vecinos que miraban llenos de curiosidad. El desprecio que sentía por aquellos mirones nunca había sido más evidente ni más intenso. La gente gritaba en todos los lugares hacia donde miraba Sampson. Personas que él conocía, amigos y vecinos de Alex. Oyó que pronunciaban en voz baja el nombre de Alex. Cuando llegó a la valla de estacas de madera que rodeaba la propiedad de los Cross, que le resultaba tan familiar, oyó algo que le revolvió el estómago. Tuvo que sujetarse a la valla pintada de blanco. —Ahí dentro están todos muertos. Toda la familia Cross ha muerto —gritó una mujer con la cara picada de viruela. Parecía un personaje salido de la serie de televisión Cops, tenía la misma cruda falta de sensibilidad. Se dio bruscamente la vuelta hacia el lugar de donde procedían aquellas palabras. Sampson le dirigió a la mujer una mirada vidriosa y se metió en el jardín, pasando junto a cámaras colocadas sobre caballetes plegables y grabadoras amarillas de la escena del crimen. Subió los escalones del porche delantero de dos zancadas largas y atléticas, y estuvo a punto de chocar con unos camilleros del Servicio Médico de Emergencias que sacaban apresuradamente una camilla del cuarto de estar. Sampson se detuvo en seco en el porche delantero de los Cross. No podía creer todo aquello. La pequeña Jannie estaba en la camilla y parecía muy pequeña. Se inclinó sobre ella y luego cayó pesadamente de rodillas. El porche tembló bajo el peso de Sampson. Un débil gemido se le escapó por la boca. Ya no era fuerte, ya no era valiente. El corazón se le estaba rompiendo y ahogó un sollozo. Cuando lo vio, Jannie empezó a llorar. —Tío John, tío John. Pronunció el nombre con una vocecita diminuta tristísima y herida. «Jannie no está muerta, Jannie todavía está viva», pensó Sampson. Y aquellas palabras casi se le escaparon de la boca. Quería gritarles la verdad a aquellos mirones. ¡Parad ya los rumores y las mentiras! Quería saberlo todo, todo a la vez, pero eso no era posible, sencillamente. Sampson se inclinó más hacia Jannie, su ahijada, a quien quería como si fuera su propia hija. La niña tenía el camisón manchado de sangre. El olor a sangre era muy fuerte y estuvo otra vez a punto de vomitar. Más sangre le corría por el cabello tensa y esmeradamente trenzado. Jannie estaba muy orgullosa de sus trenzas, de su precioso pelo. «Oh, Dios. ¿Cómo ha podido pasar esto? ¿Cómo ha podido ser?». Recordó cómo la niña había estado cantando Jadda, Jadda la noche anterior. —Estás bien, pequeña —le susurró Sampson, pero las palabras se le enganchaban como alambre de espinos en la garganta—. Voy a volver aquí contigo dentro de un minuto. Estás bien, Jannie. Tengo que ir arriba corriendo. En seguida vuelvo, pequeña. En seguida vuelvo. Te lo prometo. —¿Y Damon? ¿Y mi papá? —gimoteaba Jannie al tiempo que lloraba bajito. Tenía los ojos muy abiertos a causa del miedo, con un terror que hizo que a Sampson se le volviera a romper el corazón. Era sólo una niña. ¿Cómo podía alguien haber hecho aquello? —Todos están bien, pequeña. Están bien —volvió a susurrar Sampson. Tenía la lengua espesa, la boca seca como el papel de lija. Apenas podía pronunciar las palabras. «Todos están bien, pequeña», le había dicho. Rezó por que aquello fuera cierto. Los del Servicio Médico de Emergencias hicieron lo posible por alejar a Sampson por señas y se llevaron a Jannie a una ambulancia que estaba esperando. Todavía seguían llegando más ambulancias por la parte delantera de la casa, y también más coches patrulla. Se abrió camino para entrar en la casa, que estaba llena de policías, tanto de uniforme como inspectores. Por lo visto, cuando llegó el primer aviso la mitad de la comisaría debía de haber acudido corriendo a casa de los Cross. Nunca había visto a tantos policías juntos. Él llegaba tarde, como siempre; a Alex le gustaba llamarle John Sampson el tardón. Había estado durmiendo en casa de una mujer, Cee Walker, y habían tardado bastante en localizarle. Tenía el busca apagado, se había tomado la noche libre después de la fiesta de Alex, después de la gran celebración. «Alguien sabía que Alex tendría baja la guardia —pensó Sampson, que ya había asumido su papel de inspector de Homicidios—. ¿Quién lo sabría? ¿Quién habría hecho aquella cosa tan terrible?». ¿Qué había pasado allí, en nombre de Dios? 70 Sampson subió como un rayo las curvadas y estrechas escaleras hasta la primera planta de la casa. Quería gritar por encima del ruido ensordecedor, del zumbido de la incipiente investigación, quería llamar a gritos a Alex, verle salir de alguno de los dormitorios. Había bebido más de la cuenta la noche antes y andaba un poco tambaleante, se sentía tembloroso, como si fuera de goma. Entró precipitadamente en la habitación de Damon y dejó escapar un profundo gemido. Estaban trasladando al niño de la cama a una camilla. Damon se parecía muchísimo a su padre, se parecía muchísimo a Alex cuando tenía la edad de Damon. Parecía estar peor que Jannie. Tenía un lado de la cara en carne viva a causa de los golpes. Uno de los ojos de Damon estaba cerrado, hinchado hasta alcanzar dos veces su tamaño. Alrededor del ojo tenía magulladuras de color morado oscuro y escarlata. Había contusiones y laceraciones. Gary Soneji estaba muerto; había muerto en la estación Grand Central. No podía haber sido él quien había hecho aquella cosa horrible en casa de Alex. ¡Y sin embargo había prometido que lo haría! Para Sampson nada de todo eso tenía sentido todavía. Deseó que aquella pesadilla fuera un sueño, pero se daba cuenta de que no era así. Un inspector llamado Rakeem Powell lo cogió por el hombro, lo sujetó con fuerza y lo zarandeó. —Damon está bien, John. Alguien ha entrado en la casa y les ha dado una paliza a los niños. Parece que sólo ha utilizado los puños. Pero les ha dado unos puñetazos verdaderamente muy fuertes. Sin embargo, no tenía intención de matarlos, o puede que ese jodido cobarde no consiguiera terminar el trabajo. Quién demonios está seguro de nada a este respecto. Damon está bien. ¿John? ¿Te encuentras bien? Sampson apartó de sí a Rakeem, lo empujó con impaciencia. —¿Y Alex? ¿Y Nana? —A Nana le han dado una paliza realmente seria. Está grave. Un conductor de autobús se la encontró en la calle y la llevó al hospital Saint Tony. Está consciente, pero es una mujer vieja. La piel se rasga cuando somos viejos. A Alex le han disparado en el dormitorio, John. Están allí con él. —¿Quién está allí? —gruñó Sampson. Se encontraba al borde de las lágrimas, y eso que él nunca lloraba. Pero ahora no podía contenerse, no podía ocultar sus sentimientos. —Jolines, ¿quién quieres que no esté? —Le dijo Rakeem, y negó con la cabeza—. Los del Servicio Médico de Emergencias, nosotros, el FBI. Kyle Craig también ha venido. Sampson se separó de Rakeem Powell y corrió hacia el dormitorio. No estaban todos muertos dentro de la casa, pero a Alex le habían disparado. ¡Alguien había ido a cogerle a él! ¿Quién podía haber sido? Sampson trató de entrar en el dormitorio de Alex, pero lo retuvieron unos hombres a quienes no conocía; a juzgar por el aspecto, lo más probable es que fueran del FBI. Kyle Craig estaba en la habitación. De eso estaba seguro. El FBI ya estaba allí. —Decidle a Kyle que estoy aquí —les pidió a los hombres que se encontraban a la puerta y le impedían el paso—. Decidle a Kyle Craig que soy Sampson. Uno de los agentes del FBI se metió dentro. Kyle salió inmediatamente, se abrió camino hacia el pasillo donde estaba Sampson. —Kyle, ¿qué demonios…? —Sampson intentó hablar—. Kyle, ¿qué ha pasado? —Le han disparado dos veces. Le han disparado y le han dado una paliza —le explicó Kyle—. Necesito hablar contigo, John. Escúchame, sólo escúchame, ¿quieres? 71 Sampson intentó contener sus temores, sus verdaderos sentimientos, intentó controlar el caos que tenía en la cabeza. Inspectores y personal de la policía estaban apiñados a la puerta del dormitorio en el estrecho pasillo. Un par de ellos lloraban. Otros intentaban no hacerlo. ¡Nada de aquello podía estar sucediendo! Sampson se volvió de espaldas al dormitorio. Tenía miedo de perder el control, algo que nunca hacía. Kyle no había parado de hablar, pero en realidad él no podía seguir lo que Kyle le estaba diciendo. No podía concentrarse en las palabras que decía aquel hombre del FBI. Inspiró profundamente tratando de apartar las consecuencias del shock. Porque aquello era un shock, ¿no? Luego lágrimas ardientes empezaron a resbalarle por las mejillas. No le importaba si Kyle lo veía. El dolor que había en su corazón era profundamente cortante, cortaba hasta el hueso. Ya tenía las terminaciones de sus nervios a flor de piel. Nunca había sentido nada como aquello antes. —Escúchame, John —le decía Kyle. Pero Sampson no le escuchaba. El cuerpo de Sampson se derrumbó pesadamente contra la pared. Le preguntó a Kyle cómo había llegado allí tan de prisa. Éste le dio una respuesta, siempre tenía respuesta para todo. Sin embargo… nada de aquello tenía verdadero sentido para Sampson, ni una palabra de todo ello. Estaba mirando algo por encima del hombro de Kyle. Sampson no acababa de creerlo. Por la ventana veía un helicóptero del FBI. Estaba aterrizando en el solar vacío que había justo enfrente de la casa, en la calle Quinta. Las cosas se estaban volviendo cada vez más extrañas. Una figura salió del helicóptero, se agachó bajo las hélices y luego echó a andar en dirección a la casa de los Cross. Casi parecía estar levitando sobre la hierba que se agitaba en el jardín. Era un hombre alto y delgado, que llevaba unas gafas oscuras de esas que tienen las lentes pequeñas y redondas. Llevaba el largo cabello rubio recogido en una cola de caballo. No parecía del FBI. Sin duda había algo diferente en él, algo radical para el Bureau. Casi parecía enfadado cuando empujó a los mirones para apartarlos. También parecía como si estuviera al mando, por lo menos al mando de sí mismo. «Pero… ¿quién es este tipo? —Pensó Sampson—. ¿Qué está pasando aquí?». —¿Quién demonios es ése? —Le preguntó Sampson a Kyle Craig—. ¿Quién es ése, Kyle? ¿Quién es ese puñetero idiota de la coleta? 72 Me llamo Thomas Pierce, pero la prensa suele llamarme Doc. Hubo un tiempo en que estudié medicina en Harvard. Me licencié, pero nunca he trabajado en un hospital, nunca he ejercido la medicina. Ahora formo parte de la Unidad de Ciencias del Comportamiento, perteneciente al FBI. Tengo treinta y tres años. En realidad, en el único lugar en el que yo podría parecer un Doc es en un episodio de la serie de televisión «E.R.». Aquella mañana temprano me llevaron a toda prisa desde el complejo de entrenamiento de Quantico, donde me encontraba, hasta la ciudad de Washington. Me habían ordenado ayudar en la investigación del ataque que habían sufrido el doctor Alex Cross y los miembros más próximos de su familia. Para ser sincero, tenía varias razones para no querer verme involucrado en aquel caso. La más importante de ellas era que ya formaba parte de una investigación difícil, una que había conseguido dejarme casi al límite de mis fuerzas: el caso del señor Smith. Instintivamente estaba convencido de que algunas personas se enfadarían conmigo por el tiroteo que había tenido lugar en casa de Alex Cross y el hecho de que yo llegara con tanta rapidez a la escena del crimen. Tenía la absoluta certeza de que me iban a considerar una especie de oportunista, cuando eso no podía estar más lejos de la verdad. Ya no había nada que yo pudiera hacer al respecto. El Bureau quería que yo estuviera allí. Así que aparté aquella idea de la cabeza. Por lo menos lo intenté. Yo estaba haciendo mi trabajo, lo mismo que el doctor Cross hubiera hecho por mí en unas circunstancias igual de desafortunadas. Pero desde el momento en que llegué estaba seguro de una cosa. Sabía que yo parecía tan impresionado y ultrajado como cualquiera de los que estaban montando guardia entre la multitud congregada en la casa de la calle Quinta. Probablemente, a algunos de ellos les pareciese que yo estaba enfadado. Pero es que estaba enfadado. Tenía un verdadero caos en la cabeza, un caos de temor a lo desconocido y también de miedo al fracaso. Estaba próximo a ese estado en que se dice de alguien que está «quemado». Llevaba demasiados días, demasiadas semanas, demasiados meses seguidos con el señor Smith. Y ahora esta nueva blasfemia. En una ocasión había escuchado a Alex Cross en un seminario de análisis del comportamiento que se celebró en la Universidad de Chicago. Me había causado una buena impresión. Esperaba que salvara la vida, pero los informes eran malos. Nada de lo que yo sabía hasta el momento dejaba el menor resquicio a la esperanza. Me imaginaba que por eso me habían puesto en el caso inmediatamente. Aquel malvado ataque contra los Cross significaba grandes titulares, cosa que pondría bajo una gran presión a la policía de Washington y al FBI. Y yo estaba allí, en la calle Quinta, por la más sencilla de las razones: para intentar aliviar la presión. Noté un ambiente desagradable, residuo de la violencia reciente, al aproximarme a la cuidada y blanqueada casa de los Cross. Algunos policías junto a los que pasé tenían los ojos enrojecidos y unos cuantos parecían estar casi en estado de shock. Todo era muy extraño e inquietante. Me preguntaba si Alex Cross habría muerto desde que salí de Quantico. Yo tenía un sexto sentido para la violencia terrible e inesperada que se había desatado dentro de aquella casa modesta y de aspecto pacífico. Deseé que nadie más se encontrase en la escena del crimen para poder absorberlo por completo sin distracciones. Me habían llevado allí para hacer eso. Para observar aquella escena de increíble violencia. Para que captase una impresión visceral de lo que había podido pasar a primeras horas de la mañana. Para que me imaginase todo rápida y eficientemente. Por el rabillo del ojo vi que Kyle Craig salía de la casa. Tenía prisa, como siempre. Dejé escapar un suspiro. «Ahora empieza, ahora empieza». Kyle cruzó la calle Quinta de una carrera. Se acercó a mí y nos estrechamos la mano. Me alegraba de verlo. Kyle es listo y muy organizado, y también presta apoyo a aquellos con quienes trabaja. Es famoso por lograr que se hagan las cosas. —Acaban de trasladar a Alex ahora mismo —me informó—. Todavía resiste. —¿Cuál es el pronóstico? Dime, Kyle. Necesitaba saberlo todo. Estaba allí para reunir hechos. Eso era el principio. Kyle apartó los ojos. —No es nada bueno. Dicen que no vivirá. Están seguros de que no vivirá. 73 Los cuerpos de los miembros de la prensa nos interceptaron a Kyle y a mí cuando nos encaminábamos a la casa de los Cross. Ya había una docena de reporteros y cámaras en la escena. Los buitres bloqueaban efectivamente nuestro paso, no querían dejarnos pasar. Sabían quién era Kyle y posiblemente también habían oído hablar de mí. —¿Por qué está involucrado ya el FBI? —gritó uno de ellos por encima del ruido de la calle y del revuelo general. Dos nuevos helicópteros revoloteaban ya en el aire. Les encantaba aquella clase de desastre—. Hemos oído que esto tiene relación con el caso Soneji. ¿Es cierto? —Déjame que hable con ellos —me susurró Kyle al oído. Hice un movimiento negativo con la cabeza. —Querrán hablar conmigo de todos modos. Averiguarán quién soy. Acabemos con esta mierda. Kyle frunció el entrecejo, pero luego asintió lentamente. Traté de controlar mi impaciencia mientras me dirigía a la horda de periodistas. Agité las manos por encima de la cabeza y eso acalló a algunos de ellos. Los medios son extremadamente visuales, lo he aprendido a la fuerza, incluso los periodistas de prensa, los llamados artífices de las palabras. Todos ven demasiadas películas. Las señales visuales funcionan mejor con ellos. —Yo responderé a sus preguntas —les ofrecí, y les dediqué una tenue sonrisa—. Lo haré lo mejor que pueda. —Primera pregunta, ¿quién es usted? —preguntó alguien a voces desde la parte delantera de la manada. Era un hombre con barba pelirroja y escasa, y ropa que denotaba cierto gusto por el Ejército de Salvación. Se parecía a Thomas Harris, el novelista solitario, y quizá lo fuera. —Eso es fácil —respondí—. Soy Thomas Pierce. Trabajo en la Unidad Científica del Bureau. Aquello silenció a los periodistas durante unos instantes. Los que no reconocían mi cara conocían el nombre. El hecho de que me hubieran puesto a mí en el caso Cross ya era noticia de por sí. Los flashes de las cámaras estallaron delante de mí, pero yo ya estaba acostumbrado. —¿Sigue Alex Cross con vida? —gritó alguien. Yo esperaba que aquélla fuera la primera pregunta, pero no hay manera de estar seguro con la prensa. —El doctor Cross está vivo. Como pueden ver, acabo de llegar, así que todavía no sé mucho. De momento no tenemos sospechosos, ni teorías, ni pistas, ni ninguna otra cosa particularmente interesante de que hablar —les dije. —¿Qué hay del caso del señor Smith? —me gritó una periodista. Era una mujer morena, del tipo de las presentadoras de noticias, espabilada como una ardilla—. ¿Va a poner a la espera ahora al señor Smith? ¿Cómo va a trabajar en dos casos importantes? ¿Qué sucede, Doc? —quiso saber la periodista. Sonrió. Evidentemente era más lista e ingeniosa de lo que parecía. Yo hice una mueca, puse los ojos en blanco y le devolví la sonrisa. —Ni sospechosos, ni teorías, ni pistas, ni nada interesante de que hablar —repetí—. Tengo que entrar en la casa. La entrevista ha terminado. Gracias por su interés. Sé que es auténtico en este espantoso caso. Yo también admiro a Alex Cross. —¿Ha dicho admiro o admiraba? —gritó otro periodista desde la parte de atrás. —¿Por qué le han traído a usted, señor Pierce? ¿Tiene algo que ver en esto el señor Smith? No pude evitar arquear las cejas ante aquella pregunta. Sentí un desagradable hormigueo en el cerebro. —Estoy aquí porque a veces tengo suerte, nada más. Puede que vuelva a tener suerte. Ahora he de entrar en las trincheras. Les prometo que en cuanto tengamos algo, si es que lo tenemos, se lo comunicaré a ustedes. Sinceramente, dudo mucho de que el señor Smith atacase a Alex Cross anoche. Y he dicho «admiro», en presente de indicativo. Saqué de allí a Kyle Craig agarrándole del brazo, aunque en parte lo hice para apoyarme. Sonrió en cuanto le volvimos la espalda a la horda. —Eso ha estado condenadamente bien —me indicó—. Me parece que has sembrado una confusión del demonio, algo más de las acostumbradas miradas inexpresivas de no haber comprendido. —Son perros enloquecidos del cuarto poder —le comenté al tiempo que me encogía de hombros —. Tienen manchas de sangre en los labios y en las mejillas. Cross y su familia les importan un carajo. No han hecho ni una pregunta sobre los niños. Edison dijo: «¡No sabemos ni la millonésima parte del uno por cien sobre nada!» La prensa no entiende eso. Lo quieren todo en blanco y negro. Confunden la simplicidad y la simpleza de mente con la verdad. —Sé amable con la policía de Washington —me pidió Kyle en tono zalamero; o quizá me estaba haciendo una advertencia amistosa—. Es un momento difícil para ellos. Ése que está en el porche es el inspector John Sampson. Es amigo de Alex. En realidad, es el mejor amigo de Alex. —Estupendo —mascullé—. Justo a quien no quiero ver en este preciso momento. Le eché una breve ojeada al inspector Sampson. Tenía el mismo aspecto que una tormenta a punto de desencadenarse. Yo no deseaba estar allí. No quería ni necesitaba nada de aquello. Kyle me dio unas palmaditas en el hombro. —Te necesitamos en este asunto. Soneji prometió que esto ocurriría —me dijo de pronto—. Lo predijo. Miré fijamente a Kyle Craig. Me había soltado aquella noticia bomba con su habitual flema y comedimiento, como una especie de Sam Shepherd en Quaalude. —Repítelo. ¿Qué ha sido lo último que has dicho? —Que Gary Soneji le advirtió a Alex que lo cogería aunque muriera. Soneji dijo que nada podría detenerlo. Y al parecer ha cumplido su promesa. Y lo que quiero es que tú me digas cómo. Que me digas cómo lo ha hecho Soneji. Por eso estás aquí, Thomas. 74 Yo ya tenía los nervios de punta. Había tomado conciencia de repente hasta unos niveles que me resultaban casi dolorosos. No podía creer que estuviera allí en Washington, implicado en aquel caso. «Quiero que me digas cómo lo ha hecho Soneji. Dime cómo ha podido pasar esto». Eso era todo lo que yo tenía que hacer. La prensa tenía razón en una cosa. Es justo decir que soy el mejor analista de la conducta humana que tiene el FBI actualmente. Yo debería estar acostumbrado a las escenas del crimen vividas y violentas, pero no es así. Me traen demasiados recuerdos de Isabella. De Isabella y de mí. De otro tiempo y otro lugar, de otra vida. Tengo un sexto sentido, cosa que no tiene que ver con lo paranormal, nada de eso. Lo que sucede es que sé procesar la información y los datos en bruto mejor que la mayoría de las personas, por lo menos mejor que la mayoría de los policías. Siento las cosas de un modo muy intenso, y a veces mis corazonadas han sido útiles no sólo para el FBI, sino también para la Interpol y para Scotland Yard. Sin embargo mis métodos difieren radicalmente de los afamados procesos de investigación del FBI. A pesar de lo que digan, la Unidad de Ciencias del Comportamiento del Bureau cree en la investigación formalística, y en ella tienen menos cabida las corazonadas sorprendentes. Pero yo creo en el abanico, mucho más amplio, de las corazonadas e instintos, seguidos de la ciencia más exacta. El FBI y yo somos polos opuestos, aunque hay que decir en su favor que continúan utilizándome. Hasta que meta la pata de mala manera, lo cual podría ocurrir en cualquier momento. Como ahora mismo. Había estado trabajando mucho en Quantico, haciendo informes sobre el horripilante y complejo señor Smith, cuando llegó la noticia acerca del ataque que había sufrido Cross. En realidad, llevaba en Quantico menos de un día, pues acababa de regresar de Inglaterra, donde Smith iba abriéndose camino con un asesinato detrás de otro, y yo lo perseguía con poco entusiasmo. Ahora yo estaba en Washington, en el centro de una rabiosa tormenta producida por el ataque a la familia Cross. Miré mi reloj, un TAG Heuer 6.000 que me había regalado Isabella, la única posesión material que me importaba realmente. Pasaban unos minutos de las once cuando entré en el jardín delantero de los Cross. Me fijé en la hora. Había algo allí que me molestaba, pero todavía no sabía qué era. Me detuve junto a un camión destartalado y herrumbroso del Servicio Médico de Emergencias. Las luces del techo lanzaban destellos, las puertas de atrás estaban abiertas. Miré al interior y vi a un niño; tenía que ser Damon Cross. El niño había recibido una paliza tremenda. Tenía el rostro y los brazos ensangrentados, pero estaba alerta y hablaba con los técnicos sanitarios en voz baja, y ellos intentaban consolarlo y tranquilizarlo. —¿Por qué no mataría a los niños? ¿Por qué se ha limitado a golpearles? —se preguntó Kyle. Los dos nos preguntábamos lo mismo. —No era su intención —respondí; dije lo primero que me vino a la cabeza, la primera impresión que había tenido—. Se vio obligado a hacer un gesto simbólico con los niños de Cross, pero sólo eso. —Me di la vuelta para mirar a Kyle—. No sé, Kyle. Es posible que estuviera asustado. O que tuviese prisa. Puede que tuviese miedo de despertar a Cross. Todos aquellos pensamientos me llenaron la cabeza en un instante. Me sentía como si hubiera tenido un breve encuentro con el atacante. Levanté la vista hacia la vieja casa de los Cross. —Bueno, vamos al dormitorio, si no te importa. Quiero verlo antes de que los técnicos monten allí su número. Necesito ver la habitación de Alex Cross. No sé, pero me parece que aquí hay algo muy jodido. Esto en realidad no lo ha hecho ni Gary Soneji ni su fantasma. —¿Cómo lo sabes? —Kyle me agarró por el brazo y me miró a los ojos—. ¿Cómo puedes saberlo con certeza? —Porque Soneji habría matado a los dos niños y a la abuela. 75 Todo en el dormitorio de la esquina estaba salpicado con la sangre de Alex Cross. Distinguí el lugar por donde una bala había salido por la ventana, justo detrás de la cama de Cross. La fractura del cristal era limpia y las líneas radiales iguales: el tirador había disparado mientras estaba de pie. Justamente estaba al otro lado de la cama. Tomé las primeras notas, y también hice un rápido boceto del dormitorio, pequeño y sin adornos. Había otra «prueba». Habían descubierto la huella de un zapato cerca del sótano. La policía metropolitana estaba trabajando en una «imagen» del agresor. Habían visto a un hombre blanco alrededor de medianoche en aquel vecindario, negro en su mayoría. De momento casi me alegré de que me hubieran llevado allí a toda prisa desde Virginia. Había muchos datos en bruto que recoger y procesar, casi demasiados. La cama revuelta, donde al parecer Cross había dormido encima de una colcha cosida a mano. Fotografías de los niños en las paredes. A Alex Cross lo habían trasladado al hospital Saint Anthony, pero su dormitorio estaba intacto, tal como lo había dejado el misterioso agresor. ¿Habría dejado así la habitación a propósito? ¿Sería aquél el primer mensaje para nosotros? Desde luego que lo era. Miré los papeles que seguían encima del pequeño escritorio de Cross. Eran anotaciones sobre Gary Soneji. El agresor no las había tocado. ¿Sería aquello importante? Alguien había pegado con papel adhesivo un poema corto en la pared, sobre el escritorio. «La riqueza cubre los pecados… / Los pobres están desnudos como un alfiler». Cross había estado leyendo un libro que se llamaba Push, una novela. Un pedazo de papel amarillo rayado estaba metido dentro, así que lo leí. «¡Escribirle a la autora, de gran talento, sobre este maravilloso libro!». El tiempo que estuve en la habitación pasó como un chasquido de los dedos, casi como una fuga de la mente. Me bebí varias tazas de café. Recordé una línea de la excéntrica serie de televisión Twin Peaks: «¡Maldita estupenda taza de café caliente!». Había estado en el dormitorio de Cross durante casi una hora y media perdido en detalles forenses, enganchado en el caso, aunque muy a mi pesar. Era un rompecabezas turbador y desagradable, pero que me había llenado de intriga. Todo lo referente al caso era duro y poco habitual. Oí fuertes pisadas en el pasillo, lo que me hizo perder la concentración. Levanté la vista. De pronto se abrió la puerta de la habitación y chocó con la pared. Kyle Craig asomó la cabeza. Tenía la cara blanca como el yeso. Algo había pasado. —Tengo que irme ahora mismo. ¡Alex Cross ha sufrido un paro cardíaco! 76 —Voy contigo —le dije a Kyle. Me daba cuenta de que Kyle necesitaba muchísimo tener compañía, y yo quería ver a Alex Cross antes de que muriera, si se trataba de eso. Y parecía que sí, ésa era la impresión que me daba. Durante el trayecto en coche hasta el hospital Saint Anthony le hice a Kyle unas cuantas preguntas con tacto sobre el alcance de las heridas del doctor Cross y del grado de preocupación que existía en el hospital. También aventuré una suposición acerca de la causa del paro cardíaco. —Puede que sea debido a la pérdida de sangre. Hay muchísima sangre en el dormitorio. En las sábanas, en el suelo, en las paredes. Soneji estaba obsesionado con la sangre, ¿no es así? Al menos eso es lo que he oído en Quantico antes de marcharme de allí esta mañana. Kyle permaneció en silencio durante unos instantes en el coche y luego me hizo la pregunta que yo esperaba. A veces voy uno o dos pasos por delante en las conversaciones. —¿Echas de menos alguna vez no ejercer como médico? Hice un movimiento negativo con la cabeza y fruncí un poco el entrecejo. —En realidad no. Algo delicado y esencial se rompió dentro de mí cuando Isabella murió. Nunca se arreglará, Kyle, por lo menos no lo creo. Ya no podría ser médico. Me resulta difícil creer en la curación. —Lo siento —me dijo con solemnidad. —Y yo siento lo de tu amigo. Siento lo de Alex Cross —respondí. En la primavera de 1992 yo acababa de licenciarme en la Facultad de Medicina de Harvard. Mi vida parecía subir en espiral a una velocidad mareante, cuando la mujer a la que yo quería más que a la vida misma fue asesinada en nuestro apartamento de Cambridge. Isabella Calais era mi amante y era mi mejor amiga. Fue una de las primeras víctimas del señor Smith. Después del asesinato nunca más volví a aparecer por el Hospital General de Massachusetts, donde me habían aceptado como interno. Ni siquiera los avisé. Sabía que nunca ejercería la medicina. De un modo extraño, mi vida había acabado con la de Isabella, por lo menos así era como lo veía yo. Dieciocho meses después del asesinato me aceptaron en la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI, que algunos bromistas llaman el «grupo CC». Era lo que yo quería hacer, lo que necesitaba hacer. Una vez que hube demostrado mi valía en la UCC, solicité que me destinasen al caso del señor Smith. Mis superiores rechazaron la petición al principio, pero finalmente cedieron. —Quizá cambies de idea algún día —me sugirió Kyle. Yo tenía la sensación de que personalmente él creía que sería así. A Kyle le gusta creer que todos piensan como él, con una lógica perfectamente clara y un mínimo de bagaje emocional. —No lo creo —le contesté sin ánimo de discutir y sin siquiera mostrarme muy firme al respecto —. Pero… ¿quién sabe? —Puede que después de que consigas atrapar a Smith —insistió Kyle. —Sí, puede que entonces —acepté. —Tú no creerás que Smith… —empezó a decir. Pero abandonó la absurda idea de que el señor Smith pudiera tener algo que ver con aquel ataque allí, en Washington. —No —le contesté—. No lo creo. No creo que Smith haya sido el autor de este ataque. Si fuera así, todos estarían muertos y mutilados. 77 En el hospital Saint Anthony, Kyle y yo nos separamos y anduve de un lado a otro haciendo el papel de doctor. No era mala la impresión que daba estar trabajando en un hospital, contemplar cómo habría podido ser. Traté de averiguar todo lo posible acerca del estado de Alex Cross y de las probabilidades que tenía de sobrevivir a sus heridas. Las enfermeras y los médicos de plantilla se sorprendieron de que yo entendiera tanto de traumatismos y de heridas de bala, pero nadie me presionó preguntándome cómo y por qué. Estaban demasiado atareados tratando de salvarle la vida a Alex Cross. Éste había estado trabajando de modo altruista en el hospital durante años y allí nadie podía soportar la idea de dejarlo morir. Incluso los camilleros apreciaban y respetaban a Cross, y lo llamaban hermano. Me enteré de que el paro cardíaco había sido causado por la pérdida de sangre, como yo había supuesto. Según el médico que estaba a cargo de Alex Cross, éste había sufrido el paro cardíaco minutos después de llegar a urgencias. La presión sanguínea había descendido peligrosamente a 60. El pronóstico del personal era que existían bastantes probabilidades de que muriese durante la operación quirúrgica necesaria para cerrar las graves heridas internas, pero que moriría con toda seguridad si no se le operaba. Cuanto más cosas oía, más seguro estaba yo de que tenían razón. Un viejo dicho de mi madre me pasó por la cabeza: «Que su cuerpo suba al cielo antes de que el diablo se entere de que está muerto». Kyle me encontró en el ajetreado y caótico pasillo de la cuarta planta del Saint Anthony. Muchas personas de las que trabajaban allí conocían a Cross personalmente. Todos estaban visiblemente disgustados y se sentían impotentes por no poder hacer nada al respecto. La escena en el hospital era cruda y emotiva, y no pude evitar verme implicado en la tragedia aún más de lo que lo había estado en casa de Cross. Kyle seguía pálido, con la frente arrugada y salpicada por gotas de sudor. Tenía en los ojos una mirada distante cuando me vio por el pasillo del hospital. —¿Qué has averiguado? Sé que has estado curioseando por todas partes —me dijo. Con razón Kyle sospechaba que yo ya había llevado a cabo mi propia investigación a pequeña escala. Conocía mi estilo e incluso mi lema: «Nunca hay que dar nada por sentado, siempre hay que cuestionarlo todo». —Ahora está en cirugía. No esperan que sobreviva. —Le di la mala noticia sin sentimentalismos, como él quería. Luego añadí—: Bueno, eso es lo que opinan los médicos. Pero… ¿qué demonios saben los médicos? —¿Es lo que tú crees? —me preguntó Kyle. Las pupilas de sus ojos se habían convertido en dos diminutos puntos oscuros. Se lo estaba tomando peor de lo que me esperaba, nunca le había visto reaccionar así desde que lo conocía. Se estaba poniendo muy sentimental para tratarse de Kyle, aunque comprendía lo unidos que habían estado Cross y él. Suspiré y cerré los ojos. Me pregunté si debía decirle lo que realmente pensaba. Finalmente abrí los ojos. —Quizá sería mejor que no sobreviviera, Kyle. 78 —Ven conmigo —me pidió mientras tiraba de mí—. Quiero que conozcas a una persona. Vamos. Seguí a Kyle, bajamos un piso y nos dirigimos a una habitación de la tercera planta. La paciente de la habitación era una anciana negra. Tenía la cabeza envuelta en Webril, un vendaje de tejido elástico, y parecía que llevaba un turbante. Unas cuantas greñas de pelo gris le colgaban por debajo del apósito. Vendajes Telfa le cubrían las heridas de la cara. Tenía puestos dos sueros, uno para la sangre y otro para fluidos y antibióticos. La mujer estaba conectada a un monitor cardíaco. Levantó la vista hacia nosotros como si fuéramos intrusos, pero luego reconoció a Kyle. —¿Cómo está Alex? Decidme la verdad —nos pidió con voz ronca, casi susurrante, aunque aún lograba ser firme—. Aquí nadie quiere decirme la verdad. ¿Me la vas a decir tú, Kyle? —Ahora está en cirugía, Nana. No podemos saber nada con seguridad hasta que salga, y puede que ni siquiera entonces tengamos nada claro —le indicó Kyle. Los ojos de la anciana se hicieron aún más pequeños. Movió la cabeza con tristeza. —Te he pedido la verdad. Por lo menos me merezco eso. Vamos, ¿cómo está Alex? Kyle, ¿está vivo Alex? Kyle suspiró con fuerza. Fue un sonido cansado y triste. Alex Cross y él habían trabajado juntos durante años. —El estado de Alex es de extrema gravedad —le informé yo con toda la suavidad que pude—. Eso significa… —Sé lo que significa «grave» —me interrumpió la anciana—. Fui maestra de escuela durante cuarenta y siete años. Inglés, historia, álgebra de Boole. —Lo siento, no he querido parecer altivo. Guardé silencio durante unos segundos y luego continué respondiendo a su pregunta. —Las heridas internas están desgarradas, y probablemente con un alto grado de contaminación en ellas. La herida más grave es la del abdomen. El disparo le atravesó el hígado y al parecer seccionó la arteria hepática. Eso es lo que me han dicho. La bala se alojó en la parte de atrás del estómago, donde ahora está haciendo presión en la columna vertebral. La anciana hizo una mueca de dolor, pero escuchaba atentamente y aguardaba a que acabase. Yo estaba pensando que si Alex Cross era casi tan fuerte como aquella mujer, tan voluntarioso, entonces debía de ser especial como inspector. Continué con las explicaciones. —A causa de la ruptura de la arteria ha habido una considerable pérdida de sangre. El contenido del estómago y del intestino delgado pueden ser focos de infección, de cólico. Existe peligro de inflamación de la cavidad abdominal, peritonitis y posiblemente pancreatitis, todo lo cual puede llegar a ser fatal. El segundo disparo le atravesó la muñeca, pero no le dio a la arteria radial y salió sin astillar el hueso. Eso es lo que sabemos de momento. Ésa es la verdad. En aquel punto me callé. No dejé de mirar ni un momento los ojos de la anciana, y ella en ningún momento dejó de mirar los míos. —Gracias —me dijo en un susurro lleno de resignación—. Aprecio que no haya sido condescendiente conmigo. ¿Es usted médico aquí, en el hospital? Habla como si lo fuera. Hice un movimiento negativo con la cabeza. —No, no lo soy. Trabajo para el FBI. Pero cursé estudios de medicina. Los ojos de la anciana se agrandaron y pareció ponerse aún más alerta que cuando habíamos entrado. Noté que tenía tremendas reservas de fuerza. —Alex es médico e inspector —dijo. —Yo soy inspector también —le indiqué. —Soy Nana Mama. Soy la abuela de Alex. ¿Cómo se llama usted? —Thomas —le dije—. Me llamo Thomas Pierce. —Bien, gracias por decir la verdad. 79 París, Francia La policía nunca lo admitiría, pero el señor Smith se había hecho con el control de París. Había tomado la ciudad a saco y sólo él sabía por qué. La noticia de su temible presencia se esparció por el bulevar Saint-Michel, y luego por la rue de Vaugirard. Aquella clase de cosa se suponía que no pasaba en el tres luxe sexto arrondissement. Las tiendas elegantes del bulevar Saint-Michel atraían por igual a turistas y parisinos. El Panteón y los hermosos Jardines del Luxemburgo quedaban cerca. No se esperaba que allí se produjeran asesinatos espeluznantes. Los dependientes de las tiendas caras fueron los primeros en abandonar sus puestos y marcharse caminando o corriendo hacia el número 11 de la rue de Vaugirard. Querían ver a Smith, o por lo menos ver su obra. Querían contemplar al Extraterrestre con sus propios ojos. Los clientes e incluso los dueños salieron de las tiendas de ropa de moda y de los cafés. Si no se encaminaron hacia la rue de Vaugirard, por lo menos miraron hacia donde estaban aparcados varios coches blancos y negros de la policía y también un camión del ejército. Por encima de la horripilante escena, las palomas revoloteaban y arrullaban. Daba la impresión de que ellas también quisieran ver al famoso criminal. Al otro lado de Saint-Michel se alzaba la Sorbona, con su capilla, su enorme reloj y su terraza de guijarros abierta. Un segundo autobús lleno de soldados estaba estacionado en la plaza. Los estudiantes deambulaban hacia arriba por la rue Champollion para echar un vistazo. La diminuta calle llevaba el nombre de Jean Francois Champollion. El egiptólogo francés que había descubierto la clave de los jeroglíficos egipcios mientras descifraba la piedra Rosetta. Un inspector de policía llamado René Faulks hizo un gesto de contrariedad al entrar en la rue Champollion y ver a toda aquella multitud. Faulks comprendía la fascinación enfermiza que sentía la gente corriente por el señor Smith. Era el temor a lo desconocido, especialmente el temor a una muerte súbita y horrible, lo que despertaba el interés de las personas hacia aquellos extraños asesinatos. El señor Smith se había hecho una reputación porque sus acciones resultaban completamente incomprensibles. Desde luego, parecía ser extraterrestre. Hay pocas personas que sean capaces de concebir que otro ser humano actúe como Smith actuaba de forma rutinaria. El inspector observó toda la escena. Se fijó en el letrero electrónico que colgaba en la esquina del Lycée Saint Louis. Aquel día anunciaba «Tour de France Femina », y también algo llamado «Formation d'artistes». Más locura, pensó. Soltó una risa cínica en forma de tos. Faulks se fijó en un pintor de aceras que estaba contemplando absorto su obra de arte. El hombre no hacía ni caso de la emergencia policial. Lo mismo podía decirse de una vagabunda que lavaba con la mayor tranquilidad los platos del desayuno en una fuente pública. Bien por ambos. A los ojos de Faulks, habían aprobado el examen de cordura en la edad moderna. Mientras subía la escalera de piedra gris que llevaba a una puerta pintada de azul, estuvo tentado de volverse hacia la multitud de mirones que se habían congregado en la rue de Vaugirard y chillarles: «Volved a vuestras pequeñas y rutinarias tareas, y a vuestras vidas aún más pequeñas. Id a ver una película de arte y ensayo al cinema Champollion. Esto no tiene nada que ver con vosotros. Smith sólo coge especímenes interesantes y que se lo merezcan… así que vosotros no tenéis que preocuparos por nada en absoluto». Aquella mañana habían echado en falta a uno de los mejores cirujanos jóvenes de la École Pratique de Medicine. Si se sostenía la pauta del señor Smith, al cabo de un par de días el cirujano aparecería muerto y mutilado. Así había sucedido con todas las demás víctimas. Era el único elemento que representaba algo parecido a una pauta repetitiva: la muerte por mutilación. Faulks hizo una inclinación de cabeza y saludó a una pareja de flics y a otro inspector de rango inferior que se hallaban en el interior del apartamento del cirujano, costosamente amueblado. El lugar era magnífico, lleno de muebles antiguos, arte caro y una estupenda vista de la Sorbona. Bien, el muchacho de oro de la École Pratique de Medicine por fin había tenido una mala racha. Sí, de pronto las cosas se habían puesto muy feas para el doctor Abel Sante. —¿Nada, ningún signo de lucha? —le preguntó Faulks al flic que tenía más cerca cuando entró en el apartamento. —Ni rastro, exactamente igual que los otros. Ese pobre cabrón rico no está. Ha desaparecido del mapa, y seguro que el señor Smith lo tiene. —Probablemente estará ya en la cápsula espacial del señor Smith —intervino otro flic, un hombre joven con el pelo más bien largo y pelirrojo y gafas de sol a la moda. Faulks se volvió bruscamente. —¡Tú! ¡Lárgate de aquí! ¡Sal a la calle con todos esos locos y las puñeteras palomas! Albergaría ciertas esperanzas de que el señor Smith te llevase a tí a su cápsula espacial, pero desgraciadamente sospecho que sus niveles de exigencia son demasiado altos para que tú encajes en ellos. Después de decir aquello y de echar de allí al desagradable patrullero, el inspector fue a examinar la obra del señor Smith. Tenía que escribir un proces-verbaux. De alguna manera tenía que encontrarle sentido a la locura. Toda Francia, toda Europa, esperaban para oír las últimas noticias. 80 La sede del FBI en Washington está situada en la avenida Pennsylvania, entre las calles Novena y Décima. Estuve desde las cuatro hasta casi las siete en un GISAM con media docena de agentes especiales, incluido Kyle Craig. GISAM es un Grupo de Individuos Sentados Alrededor de una Mesa. Estuvimos hablando acaloradamente en la sala de conferencias del Centro de Operaciones Estratégicas del ataque que habían sufrido los Cross. Aquella tarde a las siete nos enteramos de que Alex Cross había sobrevivido a la primera ronda de cirugía. Una aclamación se elevó alrededor de la mesa. Le dije a Kyle que quería volver al hospital Saint Anthony. —Necesito ver a Alex Cross —le expliqué—. Es imprescindible que lo vea cuanto antes, aunque no pueda hablar. No importa en qué estado se encuentre. Veinte minutos después me encontraba en un ascensor que me conducía a la sexta planta del hospital Saint Anthony. Aquella parte estaba más silenciosa que el resto del edificio. La planta alta resultaba un poco escalofriante, sobre todo en aquellas circunstancias. Entré en una sala de recuperación privada que había cerca del centro de la planta, que estaba en semipenumbra. Llegué demasiado tarde, pues ya había alguien con Cross. El inspector John Sampson estaba montando guardia junto a la cama de su amigo. Sampson era alto y fuerte, medía por lo menos un metro noventa y cinco, pero parecía increíblemente cansado, como si fuera a caerse de bruces a causa del agotamiento y del estrés de aquel día tan largo. Sampson me miró, me dirigió una ligera inclinación de cabeza y luego volvió la atención otra vez hacia el doctor Cross. En sus ojos había una extraña mezcla de ira y tristeza. Presentí que sabía lo que iba a pasar allí. Alex Cross estaba enganchado a tantas máquinas que verle producía un shock visceral. Yo sabía que tenía poco más de cuarenta años. Pero parecía bastante más joven. Ésa era la única buena noticia. Me puse a estudiar las gráficas que había a los pies de la cama. Había sufrido una pérdida de sangre severa-moderada tras el desgarro de la arteria radical. Tenía un pulmón colapsado, numerosas contusiones, hematomas y laceraciones. La muñeca izquierda estaba astillada. Tenía la sangre envenenada y la gravedad de las heridas lo ponía en la lista de los que quizá estuviesen a punto de «marcharse». Alex Cross estaba consciente; le estuve mirando fijamente a los ojos castaños durante largo rato. ¿Qué secretos habría allí escondidos? ¿Qué sabría él? ¿Habría visto la cara del agresor? «¿Quién te ha hecho esto? Soneji no. ¿Quién se ha atrevido a entrar en tu dormitorio?». Cross no podía hablar y yo no podía ver nada en sus ojos. No denotaba el menor signo de que fuera consciente de mi presencia allí con el inspector Sampson. Tampoco daba muestras de reconocer a Sampson. Triste. El doctor Cross estaba recibiendo excelentes cuidados en Saint Anthony. La cama del hospital tenía sujeta una estructura Stryker. La muñeca astillada estaba escayolada con un yeso de elastoplast y el brazo estaba anclado a una barra trapecio. Recibía oxígeno a través de un tubo transparente que se introducía en una salida de la pared. Un complejo monitor llamado Slave Scope proporcionaba el pulso, la temperatura, la presión sanguínea y las lecturas de los electrocardiogramas. —¿Por qué no lo deja en paz? —Por fin Sampson se decidió a hablar al cabo de algunos minutos —. ¿Por qué no nos deja en paz a los dos? Aquí no puede ayudar. Por favor, váyase. Asentí, pero seguí mirando a los ojos de Alex Cross durante unos cuantos segundos más. Por desgracia, aquel hombre no tenía nada que decirme. Finalmente dejé solos a Cross y a Sampson. Me preguntaba si volvería a ver alguna vez a Alex Cross. Dudaba de que fuera así. Yo ya no creía en milagros. 81 Aquella noche, como de costumbre, no pude quitarme de la cabeza al señor Smith, y tampoco a Alex Cross y a su familia. No hacía más que revivir escenas diferentes del hospital y de la casa de los Cross. ¿Quién habría entrado en la casa? ¿A quién habría conseguido Gary Soneji para que lo hiciera? Eso tenía que ser. Los flashbacks entrecruzados resultaban enloquecedores y no podía controlarlos. No me gustaba aquella sensación y no sabía si podría llevar a cabo una investigación, y mucho menos dos, en aquellas condiciones estresantes, casi claustrofóbicas. Habían sido veinticuatro horas de infierno. Había volado a Estados Unidos desde Londres. Había aterrizado en el National Airport de Washington, y de allí había ido a Quantico, en Virginia. Luego había vuelto precipitadamente a Washington, donde había estado trabajando hasta las diez de la noche en el rompecabezas que era el caso Cross. Para empeorar las cosas, si es que podían empeorarse, cuando por fin llegué a mi habitación del Washington Hilton & Towers me encontré con que me resultaba imposible dormir. Tenía tal caos en la cabeza que no conseguía conciliar el sueño. No me gustaba la hipótesis de trabajo sobre el caso Cross que había oído aquella tarde a los investigadores del FBI. Estaban atascados con sus manías de siempre. Eran como los estudiantes lentos que se ponen a examinar el techo de la clase en busca de respuestas. En realidad, la mayoría de los investigadores de la policía me recordaban la incisiva definición que Einstein había hecho de la demencia. Había oído la definición por primera vez en Harvard: «Repetir interminablemente el mismo proceso con la esperanza de obtener un resultado diferente». No dejaba de volver con la imaginación al dormitorio donde habían atacado brutalmente a Alex Cross. Yo estaba buscando algo… pero ¿qué era? Podía ver las salpicaduras de sangre en las paredes, en las cortinas, en las sábanas, en la alfombra. ¿Qué echaba de menos? ¿Qué era? No podía dormir, maldición. Intenté trabajar un poco para ver si me servía de sedante. Era mi antídoto habitual. Ya había empezado a hacer anotaciones extensas y esbozos de la escena de la agresión. Me levanté y escribí algunas cosas más. Tenía a mi lado un ordenador portátil siempre dispuesto. El estómago no dejaba de darme vueltas y la cabeza me latía de un modo enloquecedor. Escribí: ¿Es posible que Gary Soneji siguiera vivo? No hay que descartar nada todavía, ni siquiera la posibilidad más absurda. Exhumar el cuerpo de Soneji si es necesario. Leer el libro de Cross «Llegó una araña». Visitar la prisión de Lorton, donde estuvo preso Soneji. Dejé a un lado el ordenador después de trabajar durante una hora. Eran casi las dos de la mañana. Tenía la cabeza cargada, como si sufriera un resfriado terrible y latoso. Y continuaba sin poder dormir. Tenía treinta y tres años, y ya empezaba a sentirme como un viejo. No hacía más que ver el dormitorio ensangrentado de la casa de los Cross. Nadie puede imaginarse lo que es vivir día y noche con aquellas imágenes. Veía a Alex Cross… el aspecto que tenía en el hospital Saint Anthony. Luego recordaba a las víctimas del señor Smith, sus «estudios», como él los llamaba. Las aterradoras escenas se reproducían una y otra vez dentro de mi cabeza. Y siempre me llevaban al mismo lugar, a la misma conclusión. Veía otro dormitorio. Era el apartamento que Isabella y yo compartíamos en Cambridge, en Massachusetts. Recordé con total claridad cómo corrí por el estrecho pasillo aquella terrible noche. Recuerdo que el corazón se me subía a la garganta, y que lo sentía más grande que un puño apretado. Recuerdo cada paso que di, todo lo que vi por el camino. Finalmente vi a Isabella y pensé que aquello tenía que ser un sueño, una terrible pesadilla. Isabella estaba en nuestra cama y yo sabía que estaba muerta. Nadie podría haber sobrevivido a aquella carnicería. Nadie sobrevivió… ninguno de los dos. Isabella había sido salvajemente asesinada a los veintitrés años, en lo mejor de la vida, antes de que pudiera ser madre, esposa, la antropóloga que siempre había soñado ser. No pude contenerme, no pude parar. Me incliné y abracé lo que quedaba de Isabella, lo que quedaba. ¿Cómo puedo llegar a olvidar nada de aquello? ¿Cómo puedo quitarme aquellas imágenes de la cabeza? La respuesta es que simplemente no puedo. 82 Yo iba de nuevo de caza, la carretera más solitaria de la tierra. Verdaderamente no había muchas cosas más que me hubieran sostenido durante los últimos cuatro años, desde la muerte de Isabella. En el momento en que me desperté por la mañana llamé al hospital Saint Anthony. Alex Cross estaba vivo, pero en coma. Su estado se calificaba de extremadamente crítico. Me pregunté si John Sampson habría permanecido todo el tiempo al lado de la cama. Sospechaba que sí. Antes de las nueve de la mañana yo estaba otra vez en casa de los Cross. Necesitaba estudiar la escena con más calma, reunir todos los hechos, cada una de las astillas y fragmentos. Traté de organizar todo lo que sabía, o creía saber, en aquella etapa temprana de la investigación. Me acordé de una máxima que se utilizaba frecuentemente en Quantico: «Todas las verdades son medias verdades, y posiblemente ni eso». Un diabólico «demonio necrófago» había vuelto supuestamente de la tumba y había atacado a un famoso policía y a su familia en su casa. El demonio necrófago le había advertido al doctor Cross que volvería. No había manera de impedir que eso sucediera. Era lo último en materia de venganza cruel y efectiva. Sin embargo, por alguna razón, el agresor no había logrado ejecutarlos. Ninguno de los miembros de la familia, ni siquiera Alex Cross, había resultado muerto. Ésa era para mí la parte más desconcertante y misteriosa de aquel rompecabezas. ¡Aquélla era la clave! Llegué al sótano de la casa de los Cross un poco antes de las once de la mañana. Les había pedido a la policía metropolitana y a los técnicos del FBI que no estorbasen por allí hasta que yo hubiera terminado con mi estudio de las otras plantas de la casa. El proceso de recoger datos, en lo que consistía mi ciencia, era un proceso metódico y había que ir paso a paso. El agresor (¿la agresora?) había estado escondido en el sótano mientras arriba y en el jardín de atrás se celebraba una fiesta. Había una huella parcial de una suela de zapato cerca de la entrada al sótano. Era del número cuarenta y dos. No era mucho para empezar, a no ser que la persona que la hizo deseara que encontrásemos la huella. Una cosa me vino a la cabeza inmediatamente. A Gary Soneji lo encerraban en un sótano de niño. Lo habían excluido de las actividades de la familia que se realizaban en el resto de la casa. Lo habían maltratado al encerrarle en el sótano. Exactamente en uno como el que había en la casa de los Cross. Sin duda, el agresor se había escondido en el sótano. Eso no podía ser una coincidencia. ¿Tendría conocimiento del aviso explícito que Gary Soneji le había dado a Cross? Aquella posibilidad resultaba endemoniadamente perturbadora. Yo todavía no quería establecer ninguna teoría ni ninguna conclusión prematura. Sólo necesitaba recoger tantos datos en bruto y tanta información como me fuera posible. Quizá fuese porque había estudiado medicina por lo que abordaba los casos como lo haría un científico clínico. «Recoger los datos primero. Siempre los datos». En el sótano reinaba el silencio, por lo que yo podía enfocar y concentrar toda mi atención en lo que me rodeaba. Traté de imaginar al atacante acechando allí durante la fiesta, y luego, más tarde, cuando la casa quedó en silencio, hasta que por fin Alex Cross se fue a la cama. El atacante era un cobarde. No se había apoderado de él la ira. Era muy metódico. No había sido un crimen pasional. El intruso había atacado primero a los niños, pero no los había asesinado. Le había dado una paliza tremenda a la abuela de Alex Cross, pero le había perdonado la vida. ¿Por qué? Al parecer sólo tenía intención de matar a Alex Cross, y de momento ni siquiera eso había conseguido. ¿Habría fallado el agresor? ¿Dónde estaría ahora el intruso? ¿Seguiría en Washington? ¿Estaría vigilando la casa de los Cross en aquel momento? ¿O quizá estaba en el hospital Saint Anthony, donde la policía protegía a Alex Cross? Al pasar junto a una estufa de carbón muy antigua, me fijé en que la puerta de metal estaba ligeramente entreabierta. La empujé y la abrí utilizando el pañuelo y miré el interior. No conseguí ver bien lo que había y saqué la linterna. Distinguí unos centímetros de ceniza de color gris claro. Alguien había estado quemando allí hacía poco alguna sustancia que ardía bien, posiblemente periódicos o revistas. Me pregunté qué motivo tendría alguien para encender fuego en pleno verano. Una pequeña pala de mano se hallaba en un banco de trabajo que había cerca de la estufa. Utilicé la pala para remover un poco las cenizas. Raspé cuidadosamente el fondo de la estufa. Oí un ligero tintineo. Un ruido producido al chocar metal contra metal. Saqué una palada de ceniza. Algo venía con la ceniza. Era duro y pesado. Yo no esperaba gran cosa. No hacía más que recoger datos, cualquier cosa, y todo servía, incluso el contenido de una pala vieja. Vacié la ceniza sobre el banco de trabajo formando un montón y luego empecé a aplanarlo. Vi aquello con lo que había chocado la pala y le di la vuelta a la nueva prueba con la punta de la pala. Sí, me dije. Por fin tenía algo, el primer trocito de prueba. Era la placa de inspector de Alex Cross, y estaba quemada y chamuscada. Alguien quería que encontrásemos la placa. «¡El intruso quiere jugar! —pensé—. Esto es el juego del ratón y el gato». 83 Île-de-France Normalmente el doctor Abel Sante era un hombre calmado y tranquilo. En la comunidad médica tenía fama de erudito, pero también de ser sorprendentemente realista. Era asimismo un hombre agradable, un médico amable. Ahora intentaba desesperadamente pensar en cualquier cosa que no fuera dónde estaba su cuerpo. Cualquier otro lugar del universo le serviría. Ya había pasado varias horas recordando diminutos detalles de su agradable, casi idílica, infancia en Rennes; luego había recordado sus años universitarios en la Sorbona y en la École Pratique de Medicine; había revivido acontecimientos deportivos de golf y de tenis; había revivido su relación amorosa de siete años con Regina Becker, la querida y dulce Regina. Necesitaba estar en otra parte, existir en otro lugar que no fuera donde realmente se encontraba. Necesitaba existir en el pasado, incluso en el futuro, pero no en el presente. Se acordaba mucho de El paciente inglés, tanto de la novela como de la película. Ahora él era el conde Almasy, ¿no era así? Pero la tortura que padecía era aún peor que la horrible carne quemada de Almasy. Estaba en poder del señor Smith. Pensaba constantemente en Regina, y ahora por fin comprendía que la amaba con todas sus fuerzas y se daba cuenta de lo tonto que había sido por no haberse casado con ella hacía años. ¡Qué cabrón arrogante! ¡Qué gran tonto! Cuánto deseaba ahora vivir para volver a ver a Regina. La vida le parecía tan puñeteramente valiosa en aquellos momentos, en aquel terrible lugar, bajo aquellas monstruosas condiciones. No, aquél no era un modo de pensar bueno. Lo deprimía… lo devolvía a la realidad, al presente. ¡No, no, no! Tenía que irse mentalmente a otra parte. A cualquier parte menos allí. La línea presente de sus pensamientos lo llevó a aquel diminuto compartimento, aquella infinitesimal cruz en el globo terráqueo donde ahora estaba prisionero y donde nadie podría encontrarlo jamás. ¡Ni los flics, ni la Interpol, ni el ejército francés entero, ni los ingleses ni los norteamericanos, ni los israelíes! El doctor Sante se imaginó con facilidad el furor y el escándalo, el pánico que se habría apoderado de París y de toda Francia. «¡CONOCIDO MÉDICO Y PROFESOR SECUESTRADO !» Los titulares de Le Monde dirían algo así. O bien: «NUEVO HORROR DEL SEÑOR SMITH EN PARÍS». ¡Él era el horror! Estaba seguro de que decenas de miles de policías, así como el ejército, lo estarían buscando en aquel momento. Desde luego, cada hora que permanecía desaparecido sus posibilidades de sobrevivir disminuían. Lo sabía porque había leído cosas de los misteriosos secuestros del señor Smith y de lo que les había sucedido a las víctimas. ¿Por qué él? Dios todopoderoso, ya no podía soportar más aquel monólogo infernal. Ya no podía soportar ni un segundo más aquella posición prácticamente cabeza abajo, aquel espacio tan terriblemente reducido en el que se encontraba. Sencillamente, no podía soportarlo. ¡Ni un segundo más! ¡Ni un segundo más! ¡Ni un segundo más! ¡No podía respirar! Iba a morir allí. Allí mismo, en un maldito montaplatos. Atascado entre dos pisos en una casa dejada de la mano de Dios en Île-de-France, en algún lugar de las afueras de París. El señor Smith lo había metido en el montaplatos, lo había embutido dentro como un fardo de ropa sucia y luego lo había dejado allí Dios sabía durante cuánto tiempo. Parecía que habían pasado horas, por lo menos varias horas, pero Abel Sante ya no estaba seguro. El dolor atroz iba y venía, pero sobre todo le recorría el cuerpo en oleadas intensas. El cuello, los hombros y el pecho le dolían muchísimo, más allá de lo concebible, más allá de la tolerancia al dolor que él tenía. Tenía la impresión de que lo habían aplastado lentamente hasta convertirlo en un montón de forma cuadrada. Si hasta entonces no había sufrido claustrofobia, ahora la tenía. Pero ésa no era la peor parte. No, no era lo peor. Lo más aterrador era que sabía lo que toda Francia quería saber, lo que el mundo entero quería saber. Sabía ciertas cosas sobre la identidad del señor Smith. Y una de las cosas que sabía era precisamente cómo hablaba. Y pensaba que el señor Smith debía de ser un filósofo, quizá un profesor o un estudiante universitario. Incluso había visto al señor Smith. Había mirado desde el montaplatos, nada menos que cabeza abajo… y había mirado fijamente a los ojos duros y fríos del señor Smith, le había visto la nariz, los labios. Y el señor Smith se había dado cuenta. —Maldito seas, Smith. Condenado seas al infierno. Conozco tu secreto de mierda. Ahora lo sé todo. ¡Eres un jodido extraterrestre! No eres humano. 84 —¿Crees realmente que vamos a encontrar el rastro de ese hijo de perra? ¿Crees que ese tío es tonto? —me preguntó John Sampson a quemarropa, como si me desafiara. Sampson iba vestido todo de negro y llevaba unas gafas Ray-Ban. Parecía que ya estuviera de luto. Los dos viajábamos en un helicóptero Belljet del FBI desde Washington a Princeton, en Nueva Jersey. Se suponía que teníamos que trabajar juntos durante un tiempo. —¿Tú crees que Gary Soneji se las ha arreglado para hacer esto? ¿Crees que es Houdini? ¿Crees que puede estar vivo todavía? —Continuó diciendo Sampson—. ¿Qué demonios crees? —Todavía no lo sé —le respondí mientras dejaba escapar un suspiro—. Todavía estoy recogiendo datos. Sólo sé trabajar de ese modo. No, no creo que Soneji lo haya hecho. Hasta ahora siempre había trabajado solo. Siempre. Yo sabía que Gary Soneji había crecido en Nueva Jersey, y que luego se había convertido en uno de los asesinos más salvajes de todos los tiempos. No parecía que su carrera hubiera tocado a su fin todavía. Soneji formaba parte de aquel misterio que se estaba desarrollando. Las anotaciones que Alex Cross había hecho de Soneji eran extensas. Yo iba encontrado puntos de vista útiles e interesantes en todas aquellas notas, y todavía no había leído ni una tercera parte de las mismas. Ya había llegado a la conclusión de que Cross era un inspector de la policía bastante agudo, pero era incluso mejor psicólogo. Sus hipótesis y corazonadas no eran meramente inteligentes e imaginativas, sino que a menudo resultaban acertadas. Hay una diferencia importante en eso que a muchas personas les pasa desapercibida, especialmente a personas que ocupan los puestos mediosaltos. Levanté la vista de lo que estaba leyendo. —He tenido suerte otras veces antes con asesinos difíciles. Con todos, excepto con el único que verdaderamente deseo atrapar —le dije a Sampson. Éste asintió, pero no apartó los ojos de los míos. —Ese señor Smith es una especie de héroe de culto ahora, ¿no? Especialmente allí, en Europa, en el continente, en Londres, en París, en Frankfurt. No me sorprendió que Sampson estuviera al corriente de aquel caso. La prensa amarilla había hecho del señor Smith su último mito. Los artículos ciertamente invitaban a la lectura. Apuntaban la idea de que Smith podía ser un extraterrestre que había venido a estudiar a los humanos. —Smith se ha convertido en una especie de ET maligno. Algo para que los fans de Expediente X se entretengan entre capítulo y capítulo. Quién sabe, quizá el señor Smith sea un visitante del espacio exterior, o por lo menos de un mundo paralelo. No tiene nada en común con los seres humanos, eso puedo atestiguarlo. He visitado las escenas de los crímenes. Sampson asintió. —Gary Soneji tampoco tenía mucho en común con la raza humana —me indicó con aquella voz profunda y extrañamente tranquila—. Soneji también era de otro planeta. Es como Alf, una forma de vida extraterrestre. —No estoy seguro de que encaje en el mismo perfil psicológico que Smith. —¿Y eso por qué? —me preguntó. Después entornó los ojos—. ¿Crees que tu asesino múltiple es más listo que el nuestro? —No estoy diciendo eso. Gary Soneji era muy inteligente, pero cometió algunos errores. Y de momento el señor Smith no ha cometido ninguno. —¿Y por eso vas a resolver este misterio? ¿Porque Gary Soneji cometió algunos errores? —No estoy haciendo predicciones —le expliqué a Sampson—. Sé que no es así. Y tú también. —¿Cometió algún error Gary Soneji en casa de Alex? —me preguntó de pronto con mirada penetrante. Suspiré de forma audible. —Creo que alguien lo cometió. El helicóptero se disponía a aterrizar a las afueras de Princeton. Junto al aeródromo una fina hilera de coches fluía en silencio por una carretera estatal. La gente nos miraba desde los vehículos. Podía suponerse sin temor a equivocarse que todo había empezado allí. La casa donde se había criado Gary Soneji estaba a menos de diez kilómetros de distancia. Aquélla era la guarida originaria del monstruo. —¿Estás seguro de que Soneji no continúa vivo? —Me preguntó John Sampson una vez más—. ¿Estás absolutamente seguro de eso? —No —respondí finalmente—. Todavía no estoy seguro de nada. 85 «Nunca hay que dar nada por sentado, siempre hay que cuestionarlo todo». Al aterrizar en el pequeño aeródromo privado sentí que se me erizaba el pelo de la nuca. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿Qué presentía yo sobre el caso Cross? Más allá de las delgadas líneas de la pista de aterrizaje se extendían hectáreas y más hectáreas de bosques de pinos y colinas. La belleza del paisaje, las increíbles tonalidades de verde, me recordaban algo que Cezanne dijo en una ocasión: «Cuando más rico es el color, más llenas son las formas». Nunca volví a mirar el mundo de la misma forma después de oír aquello. «Gary Soneji se ha criado cerca de aquí —pensé—. ¿Será posible que siga vivo?» No, yo no lo creía así. Pero… ¿tendría alguna conexión? En Nueva Jersey nos recibieron dos agentes que habían llevado un Lincoln de color azul para nuestro uso. Sampson y yo continuamos hacia el este, desde Lambertville nos dirigimos hacia Rocky Hill. Yo sabía que Sampson y Alex Cross habían estado en Princeton hacía menos de una semana. Sin embargo, había algunas preguntas que yo quería hacer, algunas teorías que necesitaba probar sobre el terreno. También quería ver la zona donde Gary Soneji se había criado, donde se había originado y donde había crecido aquella locura suya. Y sobre todo quería hablar con alguien a quien ni Cross ni Sampson habían dedicado mucho tiempo en sus investigaciones, un sospechoso recién estrenado. «Nunca hay que dar nada por sentado, siempre hay que cuestionarlo todo… y a todos». Walter Murphy, de setenta y cinco años, abuelo de Gary, nos estaba esperando en un porche alargado y pintado de blanco. No nos pidió que entráramos en su casa. Desde el porche se contemplaba una bonita vista de la granja. Vi rosas por todas partes, una maraña impenetrable. El granero que había cerca también estaba invadido por el zumaque y por hiedra venenosa. Supuse que el abuelo permitía aquello. Podía sentir la presencia de Gary Soneji en la granja de su abuelo, la sentía por todas partes. Según Walter Murphy, él no tuvo la menor sospecha de que Gary fuera capaz de cometer un asesinato. En ningún momento. Ni el menor indicio. —Algunos días me da la impresión de que ya me he acostumbrado a lo sucedido, pero luego, de repente, todo me viene de nuevo a la memoria y de nuevo me resulta incomprensible —nos explicó mientras la brisa del mediodía agitaba aquel cabello blanco más bien largo. —¿Tuvo usted trato frecuente con Gary mientras éste crecía? —le pregunté con cautela. Estaba examinando la complexión de aquel hombre, que era bastante grande. Tenía los brazos gruesos y todavía parecían capaces de producir daño físico. —Recuerdo que tenía largas charlas con Gary desde que era niño hasta que se dijo que había secuestrado a aquellos dos niños en Washington. Se dijo. —¿Y a usted eso lo cogió por sorpresa? —le pregunté—. ¿No tenía ni idea? Walter Murphy me miró directamente… por primera vez. Me había dado cuenta de que no le gustaba el tono que yo empleaba, la ironía que había en mi forma de hablar. ¿Hasta qué punto podría hacerlo enfadar? ¿Tendría mal genio el viejo? Me incliné hacia él y me puse a escuchar con más atención. Observé cada uno de sus gestos, cada tic. Estaba recogiendo los datos. —Gary siempre quiso encajar, exactamente igual que todos queremos hacerlo —nos explicó bruscamente el viejo—. Confiaba en mí porque sabía que yo lo aceptaba tal como era. —¿Qué tenía Gary para que necesitara que le aceptasen? El viejo desvió la mirada hacia los bosques de pinos que rodeaban la granja. Sentí a Soneji en aquellos bosques, como si estuviera vigilándonos. —A veces podía ponerse hostil, lo admito. Tenía la lengua afilada, era muy mordaz. Gary tenía un aire de superioridad que molestaba a algunos. Seguí interrogando a Walter Murphy sin darle ocasión de respirar. —Pero no cuando estaba cerca de usted, ¿verdad? —le pregunté—. A usted no le molestaba. Los ojos de color azul transparente del viejo regresaron del viaje que habían hecho a los bosques. —No, nosotros siempre estuvimos muy unidos. Sé que lo estábamos, aunque los psiquiatras caros asegurasen que no era posible que Gary sintiera amor, que sintiera algo por alguien. Yo nunca fui el blanco de ninguna de sus explosiones de mal genio. Aquélla era una revelación fascinante, pero por algún motivo presentí que era mentira. Le eché una mirada fugaz a Sampson, que me miraba de un modo nuevo. —Aquellas explosiones contra otras personas… ¿fueron alguna vez premeditadas? —le pregunté. —Bueno, usted sabe perfectamente que quemó la casa de su padre y de su madrastra. Con ellos dentro. Y también estaban dentro sus dos hermanastros, un niño y una niña. Se suponía que él estaba en la escuela. Era un estudiante muy brillante en la escuela Peddie de Highstown. Allí estaba haciendo amigos. —¿Llegó usted a conocer a alguno de sus amigos de la escuela Peddie? El ritmo cada vez más rápido de mis preguntas hacía que Walter Murphy se sintiera intranquilo. ¿Tendría tan mal carácter como su nieto? Una chispa llameó en los ojos del viejo. Una ira inconfundible asomaba ahora en ellos. Quizá estuviera apareciendo el auténtico Walter Murphy. —No, él nunca trajo aquí a sus amigos de la escuela. Supongo que lo que está sugiriendo usted es que nunca tuvo amigos, que sólo quería aparentar que era más normal de lo que era. ¿Es ése su análisis de tres al cuarto? Por cierto, ¿es usted psicólogo forense? ¿Es a eso a lo que juega? —¿Trenes? —dije yo. Yo quería ver cómo reaccionaba Walter Murphy. Esto era importante, un test, un momento de verdad y de cálculo. Vamos, viejo. ¿Trenes? El viejo volvió a mirar hacia los bosques, que seguían serenos y hermosos. —Hum. Se me había olvidado, hacía tiempo que no pensaba en trenes. El hijo de Fiona, su hijo de verdad, tenía trenes de juguete Lionel, unos trenes muy caros. A Gary no le permitían ni siquiera estar en la misma habitación que los trenes. Cuando el chico tenía diez u once años, los trenes de juguete desaparecieron. Todos los puñeteros trenes de juguete desaparecieron. —¿Y qué pasó con los trenes de juguete? Walter Murphy casi llegó a sonreír. —Todos sabían que los había cogido Gary. Los destruyó, o puede que los enterrase en alguna parte. Se pasaron un verano entero preguntándole sobre el paradero de los trenes de juguete, pero Gary no les dijo ni palabra. Lo estuvieron agobiando durante todo el verano, pero no dijo nada. —Era su secreto, su poder sobre ellos —observé ofreciendo un poco más de «análisis de tres al cuarto». Yo comenzaba a sentir algunas cosas inquietantes sobre Gary y su abuelo. Estaba empezando a conocer a Soneji y puede que, de paso, acercándome a quienquiera que fuera que se había metido en la casa de los Cross, en Washington. Quantico estaba investigando posibles teorías de imitación de conducta. Me gustaba el punto de vista de que tenía un compañero…, pero el hecho era que Soneji nunca había tenido un socio antes. ¿Quién se habría introducido en la casa de Cross? ¿Y cómo? —De camino hacia aquí, he estado leyendo algunos libros de notas que tenía el doctor Cross —le dije al abuelo—. Gary tenía una pesadilla recurrente. Tenía lugar aquí, en su granja. ¿Sabía usted algo a ese respecto? ¿Sabía algo de la pesadilla de Gary que pasaba en esta granja? Walter Murphy dijo que no con la cabeza. Estaba parpadeando, como con un tic. Sabía algo. —Me gustaría que me diera permiso para hacer una cosa aquí —le pedí finalmente—. Necesitaré dos palas. Y unos picos, si tiene usted alguno. —¿Y si digo que no? De pronto había levantado la voz. Era la primera vez que mostraba abiertamente que no estaba dispuesto a cooperar. Y entonces se me ocurrió. El viejo también estaba actuando. Por eso entendía tan bien a Gary. «Mira hacia los árboles para prepararse mentalmente y conseguir el control necesario para recitar las siguientes líneas que tiene que decir. ¡El abuelo también está actuando! Sólo que no es tan buen actor como Gary». —Entonces, conseguiremos una orden de registro —le aseguré—. No se confunda. Haremos el registro de todos modos. 86 —¿Qué demonios significa todo esto? —Me preguntó Sampson mientras íbamos caminando con bastante dificultad desde el destartalado granero hasta la chimenea de piedra gris que se alzaba en un claro del bosque—. ¿Te parece que ésta es manera de atrapar al Monstruo de los Ojos Saltones? ¿Amedrentando a un pobre viejo como ése? Llevábamos un par de viejas palas de metal, y yo cargaba además con un zapapico oxidado. —Datos, ya te lo he dicho. Tengo una formación científica. Confía en mí aunque sea durante media hora. El viejo es más duro de lo que parece. Habían construido la chimenea de piedra hacía ya mucho tiempo para hacer barbacoas familiares pero, al parecer, en los últimos años no se había utilizado en absoluto. El zumaque y algunas otras variedades de parra trepaban sobre la chimenea como si quisieran hacerla desaparecer. Justo detrás de la chimenea había una mesa para merendar fabricada con tablones de madera que se estaban pudriendo; tenía bancos astillados a ambos lados. Pinos, robles y arces crecían por todas partes. —Es que Gary tenía un sueño recurrente. Eso es lo que me ha traído hasta aquí. Y justo aquí es donde tiene lugar el sueño. Cerca de la chimenea y de la mesa de picnic, en la granja del abuelo Walter. Es horrible. El sueño sale varias veces en las anotaciones que Alex tomó sobre Soneji cuando éste estaba en la prisión de Lorton. —Pues ahí es donde tendrían que haber asado a Gary hasta que estuviera crujiente por fuera y ligeramente rosado por el centro —me comentó Sampson. Me eché a reír ante aquel humor negro. Era el primer momento alegre que había tenido desde hacía mucho tiempo y me hizo bien compartirlo con alguien. Elegí un punto a medio camino entre la vieja chimenea y un elevado roble que se inclinaba hacia la casa. Allí clavé el zapapico en el suelo; lo hundí con fuerza profundamente. Gary Soneji. Su aura, su profunda maldad. Su abuelo paterno. Más datos. —En los extravagantes sueños que solía tener Gary cometía un espeluznante asesinato cuando era un muchacho joven —le expliqué a Sampson—. Quizá haya enterrado a la víctima aquí. Ni siquiera él mismo se sentía seguro de nada al respecto. Notaba que a veces no era capaz de separar la realidad de los sueños. De manera que vamos a pasarnos un tiempo buscando el antiguo cementerio de Soneji. Puede que estemos a punto de entrar en la pesadilla más vieja de Gary. —Puede que yo no quiera entrar en la pesadilla más vieja de Gary Soneji —me indicó Sampson. De nuevo se echó a reír. La tensión que existía entre nosotros se iba rompiendo poco a poco y de modo definitivo. Aquello estaba mejor. Levanté el pico en alto y lo hice bajar con gran fuerza. Repetí la acción una y otra vez hasta que encontré un ritmo de trabajo suave y cómodo. Sampson parecía sorprendido de verme manejar el pico. —Tú has hecho esta clase de trabajo de campo antes de ahora, chico —comentó. Y se puso a cavar a mi lado. —Sí, viví mucho tiempo en una granja en El Toro, en California. Mi padre, mi abuelo y el padre de mi abuelo fueron todos médicos de pueblo, pero seguían viviendo en la granja de caballos que era propiedad de nuestra familia. Se suponía que yo iba a volver allí para abrir mi consulta, pero no llegué a concluir los estudios de medicina. Ahora los dos estábamos trabajando con ahínco. Un trabajo bueno y honrado: buscar viejos cadáveres, buscar fantasmas pertenecientes al pasado de Gary Soneji. Y también intentando provocar al abuelo Murphy. Nos quitamos la camisa y pronto los dos estuvimos cubiertos de sudor y de polvo. —¿Era una granja de terratenientes? La de California, ésa en la que viviste de niño. Solté una fuerte risotada al imaginarme aquella «granja de terratenientes». —Era una granja muy pequeña. Teníamos que luchar para mantenerla en funcionamiento. Mi familia no creía que estuviese bien que un médico se hiciera rico cuidando de otras personas. «No hay que aprovecharse de la desgracia de otras personas», solía decir mi padre. Todavía lo cree. —Ah, ¿de modo que toda tu familia está chalada? —Ése es un retrato bastante acertado. 87 Mientras continuaba cavando en el terreno de Walter Murphy, me acordaba de nuestra granja del sur de California. Todavía podía recordar con claridad el gran granero rojo y los dos pequeños corrales. En los tiempos en que yo vivía allí teníamos seis caballos; dos eran sementales, se llamaban Fadl y Rithsar. Cada mañana yo cogía un rastrillo, una horquilla y una carretilla, y me iba a limpiar los establos; y a continuación, hacía el viaje hacia el montón de estiércol. Ponía cal y paja, lavaba y volvía a llenar los cubos de agua, hacía reparaciones de poca importancia. Eso lo hice durante todas y cada una de las mañanas mientras fui joven. De modo que sí, sabía manejar un pico y una pala. A Sampson y a mí nos costó media hora hacer una zanja poco profunda que se dirigía al antiquísimo roble situado en el terreno de Murphy. Gary había mencionado aquel árbol varias veces en el relato que había hecho de sus sueños. Casi esperaba que Walter Murphy se decidiese a llamar a la policía local para que fueran a por nosotros, pero no ocurrió así. Y acaso esperaba también ver aparecer de repente a Soneji. Pero eso tampoco sucedió. —Lástima que el viejo Gary no nos diera un mapa —gruñó y se quejó Sampson bajo aquel sol caluroso y aplastante. —Fue muy concreto sobre su sueño. Creo que quería que Alex viniera aquí. Alex o cualquier otro. —Pues cualquier otro ya lo ha hecho. Nosotros dos. Oh, mierda, hay algo aquí abajo. Hay algo aquí, debajo de mis pies —me dijo Sampson. Di la vuelta y me dirigí hacia el lugar donde estaba Sampson en la trinchera. Los dos continuamos cavando, pero a un ritmo más rápido. Trabajábamos el uno al lado del otro, y ambos sudábamos profusamente. «Datos —me recordé a mí mismo—. Todo esto no son más que datos que tienen que conducir a una respuesta. Es el principio de la solución». Y entonces reconocí los fragmentos que habíamos desenterrado en aquella tumba superficial, en el escondrijo de Gary, cerca de la chimenea. —Dios mío, no me lo puedo creer. ¡Oh, Dios mío! —exclamó Sampson. —Son huesos de animal. Parece el cráneo y el hueso de la parte superior del muslo de un perro de tamaño mediano —le comenté a Sampson. —¡Pero hay muchos huesos! —añadió él. Continuamos cavando aún más de prisa. Nuestra respiración se hizo ronca y fatigosa. Habíamos estado cavando bajo el calor estival durante casi una hora. Estábamos a más de treinta y tres grados, el calor era pegajoso y resultaba claustrofóbico. Estábamos metidos en un agujero hasta la cintura. —¡Mierda! Mira, aquí hay más. ¿Reconoces estos huesos de algunas de tus clases de anatomía de la Facultad de Medicina? —me preguntó Sampson. Estábamos mirando fragmentos de un esqueleto humano. —Éste es el escapular y esto, la mandíbula. Podría ser de un niño o de una niña —le dije. —¿Así que ésta es la obra del joven Gary? ¿El primer asesinato de Gary? ¿Otro niño? —No lo sé seguro. Pero no nos olvidemos del abuelo Walter. Estemos atentos. Si es obra de Gary, puede que dejara alguna señal. Éstos serían sus primeros souvenirs. Para él tenían que ser muy apreciados. Continuamos cavando y minutos después encontramos otro escondrijo. Sólo el sonido de nuestra respiración forzada rompía el silencio reinante. Había más huesos, posiblemente de un animal grande, quizá de un ciervo, pero probablemente humanos. Y también había algo más, una señal que sin lugar a dudas era del joven Gary. Estaba envuelto en papel de plata, que quité con mucho cuidado. Era una locomotora Lionel, sin duda la que le había robado a su hermanastro. El tren de juguete que fue el punto de partida de cientos de muertes. 88 Christine Johnson sabía que tenía que ir a la escuela Sojourner Truth, pero una vez que llegó allí no se sentía segura de estar preparada para trabajar. Estaba nerviosa, distraída, y no era ella misma. Sin embargo, era posible que el colegio le ayudase a quitarse a Alex de la cabeza. Al dar su paseo matutino, se detuvo en la clase de primer grado, la de Laura Dixon. Laura era una de las mejores amigas que tenía en el mundo, y sus clases resultaban estimulantes y divertidas. Además los niños de primero eran muy monos, por lo que a ella le gustaba ir a verlos. «Los bebés de Laura», los llamaba. O «los gatitos mimosos y cachorros alegres». —Oh, mirad quién está aquí, mirad quién ha venido a hacernos una visita. ¡Somos la clase con más suerte del mundo! —exclamó la maestra cuando vio a Christine a la puerta. Laura apenas rebasaba el metro y medio, pero aun así era una chica muy grande, grande de caderas y de pechos. Christine no tuvo más remedio que sonreír ante el saludo que le hacía su amiga. El problema era que ella estaba a punto de que se le saltaran las lágrimas. Se daba cuenta de que no estaba preparada para trabajar en la escuela. —¡Buenos días, señora Johnson! —dijeron a coro los niños de primer grado como una coral experta. ¡Eran maravillosos! Tan inteligentes y entusiastas, dulces y buenos. —Buenos días a vosotros —repuso Christine con una sonrisa amplia. Bueno, ya se sentía un poco mejor. Había una gran letra B escrita en la pizarra, y también algunos dibujos que había hecho Laura de una aBeja zumBando alrededor de Batman y un Barco Blanco y Bonito. —No dejéis que os interrumpa —dijo Christine—. Sólo he venido a refrescarme un poco la memoria. Con B se escribe Bonitos comienzos, BeBés. La clase se echó a reír y Christine sintió que conectaba con ellos, gracias a Dios. En momentos como aquél era cuando deseaba con anhelo tener hijos propios. Le encantaban los de primer grado, le encantaban los niños y a los treinta y dos años ya iba siendo hora. Después, de la nada, le vino una imagen a la cabeza de la terrible escena que había tenido lugar unos días antes. ¡A Alex lo trasladaban de su casa a una de las ambulancias! La habían llamado unos vecinos amigos suyos. Alex estaba consciente. Le había dicho: «Christine, qué guapa estás. Como siempre». Y luego lo apartaron de ella. La imagen de aquella mañana y las últimas palabras que le había dirigido él hacían que Christine se estremeciera al recordarlo. Los chinos tenían un dicho que hacía tiempo que le rondaba por la cabeza y que la llenaba de turbación: «La sociedad prepara el crimen; el criminal sólo lo comete». —¿Te encuentras bien? Laura Dixon estaba a su lado, pues había visto que Christine vacilaba en la puerta. —Perdonad, señoritas y caballeros —le dijo a la clase—. La señora Johnson y yo tenemos que hablar un minuto. Vosotros también podéis hablar. Pero en voz baja. Como señoritas y caballeros, que es lo que sois, creo. Luego Laura cogió a Christine del brazo y la sacó al pasillo vacío. —¿Tan mala cara tengo? —Le preguntó Christine—. ¿Se me nota en la cara, Laura? Ésta la abrazó con fuerza y el calor del amplio cuerpo de su amiga le hizo bien. Laura era buena. —No trates de hacerte la fuerte, no trates de ser tan valiente —le recomendó Laura—. ¿Sabes algo más, cariño? Pues cuéntaselo a Laura. Háblame. Christine se puso a murmurar al cabello de Laura. Le hacía mucho bien abrazarla, tener a quien agarrarse. —Sigue en estado crítico. No se permite que nadie vaya a visitarlo. A menos que seas un alto cargo de la policía metropolitana o del FBI. —Christine, Christine —le susurró Laura con dulzura—. ¿Qué voy a hacer contigo? —¿Qué, Laura? Ya estoy bien. De verdad. —Eres muy fuerte, chica. Eres la mejor persona que he conocido. Te quiero mucho. Eso es lo único que diré por ahora. —Con eso basta. Gracias —dijo Christine. Se sentía un poco mejor, ya no estaba tan hueca y vacía, pero aquella sensación no duró mucho. Echó a andar hacia su despacho. Al torcer por el pasillo este, vio que Kyle Craig, del FBI, la estaba esperando. Apretó el paso y avanzó por el pasillo hacia él. «Esto no puede ser nada bueno —se dijo—. Oh, Dios mío, no. ¿Por qué ha venido Kyle aquí? ¿Qué tendrá que decirme?». —¿Qué ocurre, Kyle? La voz le temblaba y estaba a punto de perder el control. —Tengo que hablar contigo —le dijo Kyle al tiempo que la cogía de la mano—. Por favor, tú sólo escúchame. Vamos, entremos en tu despacho, Christine. 89 Aquella noche, de vuelta en mi habitación del hotel Marriott, en Princeton, comprobé de nuevo que no podía dormir. Eran dos casos y los dos concurrían en mi cabeza. Estuve hojeando varios capítulos de un libro más bien elemental que trataba de trenes, sólo para recoger datos. Estaba empezando a familiarizarme con el vocabulario de los trenes: vestíbulos, furgones, departamentos, coche cama, anunciadores, freno de seguridad. Sabía que los trenes formaban parte e incluso tenían un papel clave en el misterio que me habían pedido que resolviera. ¿Qué papel había tenido Gary Soneji en el ataque a la casa de Alex Cross? ¿Quién era su socio? Me puse a trabajar en mi ordenador, que había instalado en el escritorio de mi habitación del hotel. Como le relataría más tarde a Kyle Craig, no bien me hube sentado, cuando la alarma especialmente diseñada que tenía el ordenador empezó a sonar. Me estaba esperando un fax. Supe al instante qué era: Smith me llamaba. Llevaba contactando conmigo más de un año a intervalos regulares. ¿Quién le seguía el rastro a quién? A veces me lo preguntaba. El mensaje del fax era típico de Smith. Lo estuve leyendo línea a línea. París. Miércoles. En «Vigilar y castigar», de Foucault, el filósofo sugiere que en la época moderna nos estamos moviendo del castigo individual a un paradigma de castigo general. Yo, por mi parte, creo que es una casualidad desafortunada. ¿Ves adónde podría yo ir a parar con esta línea de pensamiento, y cuál podría ser mi última misión? Te echo de menos en el continente, te echo mucho de menos. Alex Cross no se merece tu valioso tiempo y tu energía. He cogido a uno aquí, en París, en tu honor… ¡un médico! Un médico, un cirujano, como tú querías ser en un tiempo remoto. Afectuosamente, Señor Smith 90 Ése era el modo como el asesino se comunicaba conmigo desde hacía más de un año. Mensajes por fax o por correo de voz llegaban a mi portátil a cualquier hora del día o de la noche. Y entonces yo los transmitía al FBI. El señor Smith era un hombre muy contemporáneo, un ser de los años noventa. Retransmití el fax a la Unidad de Ciencias del Comportamiento, con sede en Quantico. Allí varios analistas de personalidad seguían trabajando en el asunto. Visualicé mentalmente la escena, llena de consternación y frustración. Se le dio el visto bueno a mi viaje a Francia. Kyle Craig telefoneó a mi habitación unos minutos después de haber mandado yo el fax a Quantico. El señor Smith me estaba dando otra oportunidad para que lo capturase, normalmente me daba un día o así, aunque a veces sólo me daba unas horas. Smith me desafiaba a que salvase al médico secuestrado en París. Y sí, yo creía que el señor Smith era muy superior a Gary Soneji. Tanto su inteligencia como su metodología superaban la manera de actuar de Soneji, mucho más primitiva. Llevaba mi bolsa de viaje y mi ordenador cuando vi a John Sampson. Estaba afuera, en el aparcamiento del hotel. Era un poco después de medianoche. Me pregunté qué habría estado haciendo en Princeton aquella noche. —¿Qué demonios es esto, Pierce? ¿Dónde te crees que vas? —me dijo con voz fuerte y enojada. Me sacaba un buen trozo y su sombra se extendía diez o doce metros con las luces del edificio. —Smith se ha puesto en contacto conmigo hace unos treinta minutos. Lo hace siempre antes de cometer un asesinato. Me da la situación y me desafía a que impida el asesinato. A Sampson se le agrandaron los orificios nasales y se puso a mover la cabeza de un lado a otro. Para él en aquellos momentos sólo había un caso. —¿De manera que dejas correr el caso en el que estamos trabajando? Y ni siquiera pensabas decírmelo, ¿verdad? Sencillamente te marchabas de Princeton en plena noche. Tenía la mirada fría y nada amistosa. Yo ya no le inspiraba confianza. —John, te he dejado un mensaje explicándotelo todo. Está en el escritorio. Ya he hablado con Kyle. Seguramente estaré de vuelta dentro de unos días. Smith nunca tarda mucho. Sabe que eso es demasiado peligroso. De todos modos, necesito tiempo para pensar en este caso. Sampson frunció el entrecejo y continuó moviendo la cabeza. —Dijiste que era importante visitar la prisión de Lorton. Dijiste que Lorton era el único lugar donde Soneji podía haber conseguido a alguien para que le hiciera el trabajo sucio. Que probablemente su socio procediese de Lorton. —Sigo pensando visitar la prisión de Lorton. En este momento tengo que intentar impedir un asesinato. Smith ha secuestrado a un médico en París y me dedica el asesinato. —John Sampson no estaba impresionado por nada de lo que yo le estaba diciendo—. Confía un poco en mí —añadí. Pero él dio media vuelta y se marchó. No me dio oportunidad de decirle la otra cosa, la parte que más me perturbaba en aquellos momentos. Una parte que tampoco le había dicho a Kyle Craig. Isabella nació en París, era su ciudad. Yo no había estado en París desde el asesinato de Isabella. Y el señor Smith lo sabía. 91 Era un lugar hermoso y el señor Smith quería estropearlo, arruinarlo para siempre dentro de su mente. La pequeña casa de piedra con paredes de color tierra y con ventanas con postigos blancos y cortinas de encaje rústico era pacífica e idílica. El jardín estaba rodeado de una valla hecha de ramas. Debajo de un manzano había una mesa larga de madera donde amigos, familiares y vecinos quizá se sentasen para comer y charlar. Smith extendió cuidadosamente unas páginas de Paris Monde sobre el suelo de linóleo de la espaciosa cocina de la casa de la granja. Patti Smith, que no era pariente suya, cantaba estridentemente en el reproductor de discos compactos. Cantaba Summer Cannibals, caníbales de verano, y aquella ironía tan descarada no le pasaba desapercibida… La primera página del periódico también clamaba a gritos: «¡EL SEÑOR SMITH COGE CAUTIVO A UN CIRUJANO DE PARÍS!». Y así era, así era. La idee fixe que había cautivado la fantasía y el miedo del público era que el señor Smith pudiera ser un visitante extraterrestre que deambulaba y hacía estragos en la Tierra por motivos oscuros, desconocidos, quizá insondables. No compartía ningún rasgo con los humanos, razonaban las noticias sensacionalistas. Se le describía como «no perteneciente a este mundo, incapaz de ninguna emoción humana». Su nombre, señor Smith, le venía de Valentine Michael Smith, un visitante procedente de Marte, un personaje de la novela de ciencia ficción de Robert Heinlein titulada Extraño en tierra extraña. El libro siempre había sido uno de sus favoritos, un libro de culto. Extraño era el único libro que había en la mochila de Charles Manson cuando lo capturaron en California. Estudiaba al cirujano francés que yacía casi inconsciente en el suelo de la cocina. Un informe del FBI establecía que «el señor Smith parece apreciar la belleza. Tiene ojo de artista para la composición Obsérvese la manera estudiada como coloca los cadáveres». «Ojo de artista para la belleza y la composición». Sí, aquello era bastante cierto. En otro tiempo había amado la belleza, en realidad había vivido para ella. Los arreglos artísticos eran una de las pistas que dejaba para… sus seguidores. Patti Smith terminó la canción e inmediatamente vinieron los Doors. Cantaban People Are Stange. Aquella canción, mohosa y antigua, también era una música maravillosa para el estado de ánimo del señor Smith. Dejó vagar la mirada por la cocina campestre. Una pared entera estaba ocupada por una chimenea de piedra. Otra pared era de azulejos blancos, con estantes antiguos que contenían cacerolas de cobre, tazones blancos de café con leche, tarros antiguos de mermelada o confitures fines, como las llamaban allí. El señor Smith sabía eso, lo sabía todo sobre cualquier cosa. Había una estufa antigua, negra, de hierro forjado con pomos de latón. Y un gran fregadero de porcelana. Junto al fregadero, justo por encima de una tabla de carnicero, colgaba un impresionante juego de cuchillos de cocina. Los cuchillos eran hermosos, absolutamente perfectos en todos los aspectos. Él evitaba mirar a la víctima, ¿no era cierto? Sabía que así era. Siempre le pasaba. Finalmente bajó los ojos y miró directamente a los de la víctima. De modo que aquel hombre era Abel Sante. Aquél era el afortunado número diecinueve. 92 La víctima era un prestigioso cirujano de treinta y cinco años. Era guapo al estilo galo, en excelente forma aunque no le quedase mucha carne sobre los huesos. Parecía una persona agradable, un hombre «honorable», un «buen» médico. ¿Qué quería decir humano? ¿Qué era exactamente la condición de humano? Eso se preguntaba el señor Smith. Ésa era la pregunta fundamental que se seguía haciendo después de exámenes físicos como aquél, en casi una docena de países de todo el mundo. ¿Qué quería decir humano? ¿Qué era, exactamente, lo que significaba esa palabra? ¿Podría finalmente encontrar una respuesta en aquella cocina de campo francesa? El filósofo Heidegger creía que el yo era revelado por aquello que verdaderamente nos importa. ¿Estaría Heidegger enterado de algo? ¿Qué era lo que verdaderamente le importaba al señor Smith? Ésa era una buena pregunta. El cirujano francés tenía las manos firmemente atadas a la espalda, y los tobillos estaban atados a las manos. Tenía las piernas dobladas y hacia atrás. El pedazo de cuerda que quedaba estaba sujeto al cuello en un nudo corredizo. Abel Sante ya se había dado cuenta de que cualquier intento de resistencia, cualquier movimiento violento, originaba una intensa presión de estrangulamiento. Cuando las piernas acabasen por cansársele, se le entumecerían y le dolerían. La urgencia que sentiría por estirarlas sería abrumadora. Pero si lo hacía se estrangularía él mismo. El señor Smith estaba preparado. Seguía un programa. La autopsia empezaría por la parte superior del cuerpo, y luego iría bajando. Seguiría el orden correcto: cuello, columna vertebral, pecho. Después abdomen, órganos pélvicos y genitales. La cabeza y el cerebro los dejaría para examinarlos al final con el fin de permitir que la sangre se drenase tanto como fuera posible… para ver el máximo. El doctor Sante soltó un grito, pero nadie podía oírle allí, tan lejos. Fue un sonido atroz que casi hizo que el señor Smith también gritase. Penetró en el pecho con la clásica incisión en forma de Y. El primer corte le atravesó el pecho de hombro a hombro; continuó sobre los pechos y luego llegó hasta la punta del esternón. Abrió el abdomen en toda su longitud hasta alcanzar la zona púbica. «El brutal asesinato de un inocente cirujano llamado Abel Sante». «Algo absolutamente inhumano», pensó el señor Smith para sus adentros. Abel Sante, aquel hombre era la clave de todo, y ninguno de los cerebros de la policía podía imaginárselo. Ninguno de ellos valía una mierda como detective, como investigador, como nada. Era bien sencillo, sólo tenían que usar la cabeza. Abel Sante. Abel Sante. Abel Sante. Terminada la autopsia, el señor Smith se tumbó en el suelo de la cocina con lo que quedaba del pobre doctor Sante. Lo hacía con todas las víctimas. El señor Smith abrazaba el cadáver sangrante, lo apretaba contra su propio cuerpo. Susurraba y suspiraba, susurraba y suspiraba. Siempre era así. Y luego Smith se puso a sollozar audiblemente. —Lo siento, lo siento. Por favor, perdóname. Que alguien me perdone —gemía en la desierta casa de la granja. Abel Sante. Abel Sante. Abel Sante. ¿Es que nadie lo entendía? 93 En el vuelo a Europa de American Airlines, me fijé en que la mía era la única lámpara de techo encendida mientras el avión zumbaba sobre el Atlántico. De vez en cuando una azafata se detenía para ofrecerme café o licor. Pero la mayor parte del tiempo me limité a mirar fijamente la negrura de la noche. Nunca había habido un asesino múltiple que igualase la manera única de abordar la violencia del señor Smith, por lo menos no desde el punto de vista de la ciencia. Aquélla era una cosa en la que estábamos de acuerdo la Unidad de Ciencia del Comportamiento de Quantico y yo. Incluso los de la Interpol, que siempre llevan la contraria, la casa de compensación internacional para información de la policía, estaba de acuerdo con nosotros. En realidad, la comunidad de psicólogos forenses está, o al menos había estado, relativamente de acuerdo sobre los diferentes tipos de asesinos que repiten un patrón o siguen una pauta; y también sobre las principales características de sus trastornos mentales. Me encontré revisando los datos mientras volaba. Los «tipos de trastornos de personalidad esquizoides», como se les llama corrientemente, tienden a que los individuos sean introvertidos e indiferentes a las relaciones sociales. Este tipo de loco es un solitario clásico. Tiende a no tener amigos íntimos ni relaciones íntimas, excepto posiblemente con algún familiar. Es incapaz de mostrar afecto de cualquier modo aceptable. Suele elegir actividades solitarias para ocupar el tiempo libre. Tiene poco o ningún interés por el sexo. Los «narcisistas» son diferentes. Muestran poco o ningún interés por nadie excepto por ellos mismos, aunque a veces fingen preocuparse por los demás. Los verdaderos narcisistas no pueden sentir empatía. Tienen un sentido del ego muy exagerado, suelen volverse altamente inestables si se les critica en algo y les parece que tienen derecho a un tratamiento especial. Están siempre preocupados con grandiosos sentimientos de éxito, poder, belleza y amor. Los «tipos de trastorno de personalidad elusiva» pertenecen a personas que no suelen involucrarse con otras personas a menos que estén completamente seguras de que se les va a aceptar. Estos tipos eluden los trabajos y las situaciones que impliquen contacto social. Suelen ser taciturnos y se avergüenzan con facilidad. Se les considera «furtivamente peligrosos». Los «tipos de trastorno de personalidad sádica» son el colmo de la maldad, como lo son los individuos destructivos. Habitualmente emplean la violencia y la crueldad para establecer un control. Disfrutan infligiendo dolor físico y psicológico. Están obsesionados con la violencia, con la tortura y, especialmente, con la muerte de los demás. Como he dicho, todo esto me pasaba por la cabeza mientras iba sentado en el asiento del avión por encima del Atlántico. Sin embargo, lo que más me interesaba era la conclusión a la que yo había llegado acerca del señor Smith, conclusión que había compartido recientemente con Kyle Craig en Quantico. En momentos diferentes durante la larga y compleja investigación, el señor Smith había encajado en los cuatro tipos de asesinos clásicos. Parecía encajar en un tipo de desorden de personalidad de manera casi perfecta, luego cambiaba a otro, iba de uno a otro a su antojo. Incluso puede que fuera un quinto tipo de asesino psicópata, una raza completamente nueva de tipo de trastorno. Quizá los periódicos tuvieran razón respecto al señor Smith, y fuera un extraterrestre. No era como ningún otro humano. De eso yo estaba seguro. Él había asesinado a Isabella. Por eso era realmente por lo que no podía dormir mientras volaba hacia París. Por eso ya no podría dormir nunca. 94 ¿Quién puede siquiera empezar a olvidar el asesinato a sangre fría de un ser amado? Yo no. Nada había disminuido en cuanto a la claridad ni a la irrealidad en casi cuatro años. Es así, exactamente como se lo conté a la policía de Cambridge. Son las dos de la madrugada y utilizo mi llave para abrir la puerta de nuestro apartamento de dos dormitorios situado en la calle Inman de Cambridge. De repente me detengo. Tengo la sensación de que ocurre algo malo en el apartamento. Los detalles del interior son particularmente memorables. Nunca olvidaré nada de aquello. El cartel en nuestro cuarto de estar, que decía: «El lenguaje es más que el habla». Isabella es lingüista por afición, una amante de las palabras y de los juegos de palabras. Y yo también. Ésta es una importante conexión que existe entre nosotros. Una lámpara de papel de arroz Noguchi, que es la preferida de Isabella. Sus preciados libros en edición de bolsillo que ha traído de su tierra, la mayor parte de ellos Folio. Con los lomos blancos uniformes y letras negras, tan perfectos y pulcros. Yo me había tomado unas copas de vino en Jullian’s con otros estudiantes de medicina recién graduados como yo. Estábamos desahogándonos después de muchos días y noches, semanas y años metidos en aquella olla a presión que era Harvard. Comparábamos las anotaciones sobre los hospitales en los que cada uno de nosotros estaría trabajando en el otoño. Nos prometimos mantenernos en contacto, aunque sabíamos que lo más probable era que no lo hiciéramos. En el grupo se encontraban tres de mis mejores amigos de la facultad. Maria Jane Ruocco, que iba a trabajar en el Hospital de Niños de Boston; Chris Sharp, que pronto se marcharía a Beth Israel; y Michael Fescoe, que había logrado un codiciado puesto de interno en la Universidad de Nueva York. Yo también había tenido suerte. Iría al Hospital General de Massachusetts, uno de los mejores hospitales clínicos del mundo. Mi futuro estaba asegurado. Cuando llegué a casa, el vino se me había subido un poco a la cabeza, pero no estaba borracho, ni mucho menos. Me sentía de buen humor, inusualmente despreocupado. Lo raro era que había un detalle que me hacía sentir culpable: estaba caliente sólo de pensar en Isabella. Libre. Me acuerdo de que iba cantando With Or Without You cuando regresaba en el coche, un Volvo de diez años que encajaba con la condición económica de estudiante de medicina. Recuerdo con gran claridad que me quedé de pie en la sala de estar segundos después de encender las luces de la entrada. El bolso Coach de Isabella estaba en el suelo. El contenido del mismo se encontraba esparcido en un radio de aproximadamente un metro. Muy, muy extraño. Calderilla, sus pendientes favoritos de George Jensen, una barra de labios, diferentes envases de maquillaje, la polvera, chicle de canela. Todo estaba allí, en el suelo. ¿Por qué no habría recogido Isabella el bolso? ¿Estaría enfadada conmigo por salir con mis amigotes de la facultad? Eso no sería propio de Isabella. Es una mujer abierta, de mente liberal hasta el exceso. Echo a andar por el apartamento estrecho y tortuoso, buscándola por todas partes. El apartamento está trazado al estilo de una vía de tren, habitaciones pequeñas en una vía estrecha que tienen una única ventana que da a la calle Inman. Parte de nuestro equipo de buceo de segunda mano está depositado en el recibidor. Habíamos estado planeando un viaje a California. Dos tanques de aire, cinturones de pesas, trajes de bucear, dos juegos de aletas de caucho… todo ello apiñado en el recibidor. Agarro un arpón… por si acaso. ¿Por si acaso qué? No tengo ni idea. ¿Cómo iba a tenerla? Me pongo cada vez más frenético, y luego tengo miedo. —¡Isabella! —La llamo con todas mis fuerzas—. ¿Isabella? ¿Dónde estás? Luego me paro, todo en el mundo parece pararse. Suelto el arpón, lo dejo caer, choca y rebota al dar contra el suelo de madera dura. Lo que veo en nuestro dormitorio no podré olvidarlo nunca. Todavía puedo ver, oler, incluso notar el sabor de todos los obscenos detalles. Puede que fuera allí donde nació mi sexto sentido, aquella extraña sensación que ahora forma parte de mi vida. —¡Oh, Dios mío! ¡Oh, no! Grito lo bastante fuerte como para que lo oiga el matrimonio que vive encima de nosotros. Recuerdo que pensé que aquélla no podía ser Isabella. Unas palabras de total incredulidad. Puede que incluso las pronunciase en voz alta. Isabella no. No podía ser Isabella. Así no. Y sin embargo… reconozco el sedoso pelo castaño rojizo que tanto me gusta acariciar y cepillar; los labios ligeramente prominentes que saben hacerme sonreír, que me hacen reír y a veces escabullirme buscando cobijo; un pasador para el pelo nacarado en forma de abanico que Isabella se pone cuando quiere estar particularmente coqueta. Todo en mi vida ha cambiado en un latido de corazón, o en el tiempo que falta el latido. Compruebo si hay signos de respiración, algún signo de vida. No puedo notar el pulso en la arteria femoral ni en la carótida. Ni un latido. Nada. Isabella no. Esto no puede estar pasando. La cianosis, una coloración azulada de los labios, del lecho de las uñas y de la piel ya está teniendo lugar. La sangre forma un charco debajo del cuerpo. Los intestinos y la vejiga se han relajado, pero esas secreciones corporales no son nada para mí. No son nada en aquellas circunstancias. La hermosa piel de Isabella tiene aspecto cerúleo, casi traslúcida, como si no se tratase de ella al fin y al cabo. Sus ojos de color verde claro ya han perdido el líquido y están aplanados. Ya no pueden verme… ¿o sí? Me doy cuenta de que nunca volverán a mirarme. La policía de Cambridge llega al apartamento no sé cómo. Están en todas partes a la vez y parecen tan impresionados como sé que parezco yo. Mis vecinos del edificio están allí tratando de consolarme, tratando de calmarme, tratando de no marearse ellos ante aquella visión. Isabella se ha ido. Ni siquiera hemos podido despedirnos. Isabella está muerta y yo no puedo creerlo. La letra de una vieja canción de James Taylor, una de nuestras preferidas, me rondó por la cabeza: «Pero yo siempre pensé que te vería, una vez más». La canción era Fire and Rain. Era nuestra canción preferida. Y lo sigue siendo. Un terrible demonio andaba suelto en Cambridge. Había atacado a menos de diez manzanas de la Universidad de Harvard. Pronto iba a recibir un nombre, el de señor Smith, una alusión literaria que solamente se podría haber dado en una ciudad universitaria como Cambridge. Lo peor, lo que yo nunca olvidaría ni perdonaría, lo definitivo, era que el señor Smith le había arrancado el corazón a Isabella. Mi ensimismamiento terminó. El avión estaba aterrizando en el aeropuerto Charles de Gaulle. Estaba en París. Smith también. 95 Cogí habitación en el hotel La Seine. Una vez arriba, en mi habitación, llamé al hospital Saint Anthony de Washington. Alex Cross seguía en estado grave. Evité intencionadamente encontrarme con la policía francesa o con el equipo de crisis. De todos modos, la policía local nunca sirve de nada y yo prefería trabajar solo, de modo que así lo hice durante medio día. Mientras tanto, el señor Smith se puso en contacto con la Sûreté. Siempre lo hacía así; una llamada a la policía local, una afrenta personal a todos aquellos implicados en su persecución. Malas noticias, siempre noticias terribles. «Todos vosotros habéis fracasado en el intento de atraparme. Has fallado, Pierce». Había revelado dónde podría hallarse el cuerpo del doctor Abel Sante. Se mofaba de nosotros, nos llamaba perdedores patéticos e incompetentes. Siempre se burlaba de nosotros después de cometer un asesinato. La policía francesa, así como algunos miembros de la Interpol, se encontraban reunidos en gran número a la entrada del parque de Montsouris. Era la una y diez de la noche cuando llegué allí. A causa de la posibilidad de que se amontonasen los mirones y la prensa, habían llamado a la CRS, un cuerpo especial de la policía de París, para que se encargase de la seguridad de la escena del crimen. Vi a una inspectora de la Interpol a quien yo conocía y moví una mano en su dirección. Sondra Greenberg estaba casi tan obsesionada por coger al señor Smith como yo. Era obstinada, excelente en su trabajo. Tenía tantas posibilidades como cualquiera de capturar al señor Smith. Sondra estaba particularmente tensa e intranquila cuando se dirigió hacia mí. —No creo que necesitemos a todas estas personas, toda esta ayuda —le dije con una tenue sonrisa —. No será demasiado difícil encontrar el cuerpo, Sandy. Él nos ha dicho dónde buscar. —Estoy de acuerdo contigo —me indicó—, pero ya conoces a los franceses. Así es como han decidido que debe hacerse. El grand grupo de búsqueda para el grand criminal extraterrestre. —Una sonrisa cínica le torció un lado de la boca—. Me alegro de verte, Thomas. ¿Te parece que empecemos nuestra pequeña cacería? Por cierto, ¿qué tal estás de francés? —Il n’y a rien a voir, Madame, rentrez chez vous! Sandy se echó a reír por la comisura de los labios. Algunos de los policías franceses nos miraban como si los dos estuviéramos chalados. —Ni loca me voy a ir yo a casa. Pero muy bien, puedes decirle tú a los flics lo que nos gustaría que hicieran. Y entonces harán justamente lo contrario, estoy completamente segura. —Pues claro. Son franceses. Sondra era una morena alta, esbelta por la parte superior pero con las piernas gruesas, casi como si dos cuerpos de tipo diferente se hubieran fundido en uno. Era británica, ingeniosa e inteligente, pero tolerante, incluso con los norteamericanos. Devotamente judía y militante gay. Yo disfrutaba trabajando con ella, incluso en momentos así. Entré en el parque de Montsouris con Sandy Greenberg, cogidos del brazo. Una vez más metidos en faena. —¿Por qué crees que nos envía mensajes a los dos? ¿Por qué quiere que estemos los dos aquí? — me preguntó Sondra pensativa mientras avanzábamos trabajosamente por la hierba mojada que brillaba bajo la luz de las farolas. —Somos las estrellas de su misteriosa galaxia. Por lo menos, ésa es mi teoría. También somos figuras con autoridad. Quizá le guste mofarse de la autoridad. Incluso puede que nos tenga un mínimo de respeto. —Sinceramente, eso lo dudo —dijo Sandy. —Entonces, quizá le guste ponernos en evidencia porque eso le hace sentirse superior. ¿Qué te parece esa teoría? —Pues, en realidad, me gusta bastante. En este momento podría estar observándonos. Sé que es un egomaníaco de primera categoría. Hola, señor Smith, del planeta Marte. ¿Está usted mirando? ¿Está disfrutando de lo lindo con esto? ¡Dios mío, odio a ese cabrón horripilante! Miré a mí alrededor, hacia los oscuros olmos. Allí había muchos sitios donde esconderse si alguien quería observarnos. —Quizá esté aquí. Podría ser que fuera capaz de cambiar de forma, ya sabes. Podría ser aquel balayeur des rues, o ese gendarme, o incluso aquella fille de trottoir disfrazado —comenté. Empezamos la búsqueda a la una y cuarto de la noche. A las dos todavía no habíamos localizado el cuerpo del doctor Abel Sante. Era extraño y preocupante para todos los que componíamos el grupo de búsqueda. Para mí resultaba obvio que Smith quería ponernos difícil que localizásemos el cuerpo. Nunca había hecho eso antes. Solía deshacerse de los cuerpos como la gente tira envoltorios de chicle. ¿Qué estaría tramando Smith? Evidentemente, a los periódicos de París les había llegado la onda de que estábamos registrando aquel pequeño parque. Querían una abundante ración de sangre y tripas para las ediciones del desayuno. Helicópteros de televisión revoloteaban en lo alto como buitres. Se habían levantado barricadas de policías en la calle. Lo teníamos todo excepto una víctima. La multitud de mirones ya se contaba por centenares… y eran las dos de la mañana. Sandy los miró con curiosidad. —Ése es el jodido club de fans del señor Smith —comentó con desprecio—. ¡Qué tiempos! ¡Qué civilización! Eso más o menos dijo Cicerón, ya sabes. Mi busca se disparó a las dos y media. El sonido nos sobresaltó a Sandy y a mí. Luego se disparó el suyo. Duelo de buscas. Desde luego, vaya mundo. Yo había recibido un fax o un correo de voz, y estaba seguro de que era Smith. Miré a Sandy. —¿A qué demonios está jugando esta vez ese hombre? —me preguntó. Parecía asustada—. O quizá sea una mujer… ¿qué se propone? Sandy ya estaba comprobando su máquina de recibir mensajes. Yo obtuve el mío primero. El fax decía: Pierce, Bienvenido otra vez al trabajo de verdad, a la caza de verdad. Te mentí. Ése ha sido tu castigo por infidelidad. Quería que te avergonzases, sea lo que sea lo que eso signifique. Quise recordarte que no puedes fiarte de mí, ni de nadie, ni siquiera de tu amiga la señora Greenberg. Además, no me gustan los franceses. He disfrutado muchísimo torturándolos aquí esta noche. El pobre doctor Abel Sante está en el parque Buttes-Chaumont. Se encuentra cerca del templo. Lo juro. Te lo prometo. Confía en mí. ¡Ja, ja! ¿No es ése el pintoresco sonido que hacéis los humanos cuando reís? Yo no sé producir ese sonido. Ya ves, en realidad nunca me he reído. Cordialmente, Señor Smith Sandy Greenberg movía la cabeza a ambos lados al tiempo que lanzaba maldiciones al aire de la noche. También ella había recibido el mensaje. —Parque Buttes-Chaumont —me dijo repitiendo la situación. Luego añadió—: Dice que no debería fiarme de ti. ¡Ja, ja! ¿No es ése el pintoresco sonido que hacemos los humanos cuando nos reímos? 96 El enorme, abultado equipo de búsqueda atravesó rápidamente París hacia el nordeste y se encaminó hacia el parque Buttes-Chaumont. El sincopado ulular de las sirenas de policía era un ruido molesto y temible. A primeras horas de la mañana el señor Smith seguía teniendo todo París alborotado. —Ahora él tiene el control —le dije a Sandy Greenberg mientras recorríamos a toda velocidad las calles parisinas en un Citroen azul que yo había alquilado. Los neumáticos del coche hacían un sonido desgarrador en la suave superficie de la carretera, que encajaba con todo lo demás que estaba pasando. Continué hablando: —Smith está en su gloria, por efímera que pueda resultar. Éste es su tiempo, su momento. La investigadora inglesa frunció el entrecejo. —Thomas, sigues atribuyéndole emociones humanas a Smith. ¿Cuándo vas a meterte en la cabeza que estamos buscando a un hombrecillo verde? —Soy un investigador empírico. Sólo lo creeré cuando vea un hombrecillo verde al que le gotea la sangre de su pequeña boca verde. Ninguno de los dos habíamos creído ni por una milésima de segundo las teorías acerca del «Extraterrestre», pero las bromas acerca del visitante del espacio formaban definitivamente parte del humor negro de aquella caza del hombre. Nos ayudaba a seguir adelante, sabiendo que pronto estaríamos en una escena del crimen particularmente monstruosa y turbadora. Eran casi las tres cuando llegamos al Buttes-Chaumont. Qué más me daba mí que fuera tan tarde. Ya no dormía nunca. El parque se encontraba desierto, pero estaba muy iluminado con las farolas y las luces de búsqueda de la policía y el ejército. Se había instalado una niebla baja de un color gris azulado, pero aun así había visibilidad suficiente como para poder proseguir nuestra búsqueda. El Buttes-Chaumont es una zona enorme, no muy diferente del Central Park de Nueva York. A mediados del siglo XIX se excavó un lago artificial al que alimenta el canal de Saint Martin. Luego se construyó una montaña de rocas, y ahora está llena de cuevas y cascadas. El follaje es muy denso casi en todos los lugares por donde uno quiera pasear, o quizá esconder un cadáver. Sólo tardó unos minutos en llegarnos un mensaje por la radio de la policía. Habían localizado al doctor Sante no lejos del lugar por donde habíamos entrado en el parque. El señor Smith había acabado de jugar con nosotros. De momento. Sandy y yo nos bajamos del coche ante la casa del jardinero cerca del templo y empezamos a trepar por los empinados escalones de piedra. Los flics y los soldados franceses que nos rodeaban estaban no sólo cansados y conmocionados, sino que parecían asustados. La escena de la recuperación del cadáver permanecería con ellos el resto de sus vidas. Yo había leído The White Devil cuando era estudiante en Harvard. La creación de Webster del siglo XVII estaba llena de diablos, demonios y hombres lobos… todos ellos humanos. Yo creía que el señor Smith era un demonio humano. De la peor clase. Nos abrimos camino avanzando entre arbustos y maleza. Podía oír el quejido lastimero y bajo de los perros de búsqueda que andaban cerca. Luego vi a los cuatro animales temblorosos, hipernerviosos, que abrían la marcha. Era predecible que la nueva escena del crimen sería algo único. Era hermosa, con una vista extensa de Montmartre y Saint-Denis. Durante el día la gente iba allí a pasear, a escalar, a sacar a los perros, a vivir la vida como debía vivirse. El parque cerraba a las once por razones de seguridad. —Ahí arriba —susurró Sandy—. Ahí hay algo. Vi algunos soldados y policías que ganduleaban en grupos pequeños. Decididamente el señor Smith había estado allí. Una docena o más de «paquetes», cada uno de ellos envuelto en papel de periódico, estaban cuidadosamente colocados en una parcela de césped que hacía pendiente. —¿Estamos seguros de qué es esto? —me preguntó uno de los inspectores en francés. Se llamaba Faulks—. ¿Qué demonios es esto? ¿Nos está gastando una broma? —No es una broma, eso se lo prometo. Desenvuelva uno de esos bultos. Cualquiera servirá —le dije al policía francés, que se limitó a mirarme como si yo estuviera loco. —Como dicen en América —añadió Faulks en francés—, éste espectáculo es suyo. —¿Habla usted inglés? —le pregunté escupiendo las palabras. —Sí —respondió él bruscamente. —Bien, pues jódase. Me acerqué al misterioso montón de «envoltorios», o quizá «regalos» fuera la mejor palabra. Había una gran variedad de formas, y cada paquete estaba meticulosamente envuelto en papel de periódico. El señor Smith el artista. Un gran paquete redondo tenía aspecto de ser la cabeza. —Carnicería francesa. Ése es su tema para esta noche. Para él todo esto no es más que carne —le dije en voz baja a Sandy Greenberg—. Se está burlando de la policía francesa. Desenvolví cuidadosamente el papel de periódico con guantes de plástico. —Dios mío, Sandy. No era una cabeza: era sólo media cabeza. Al doctor Abel Sante le habían separado limpiamente la cabeza del resto del cuerpo, como un corte de carne caro. Estaba partida por la mitad. La cara estaba lavada y la piel cuidadosamente retirada. Sólo la mitad de la boca de Sante nos chillaba… un único ojo reflejaba el momento de último terror. —Tienes razón. Para él todo esto no es más que carne —convino Sandy—. ¿Cómo puedes soportar estar alrededor de ese hombre tanto tiempo? —No puedo —le confié en un susurro—. No puedo soportarlo en absoluto. 97 A las afueras de Washington un sedán del FBI se detuvo para recoger a Christine Johnson en su apartamento. Estaba preparada y esperaba, montaba guardia junto a la puerta dispuesta para salir. Se abrazaba a sí misma, últimamente siempre se abrazaba a sí misma, siempre se hallaba al borde del miedo. Se había tomado dos copas de vino tinto y había tenido que obligarse a no seguir bebiendo. Mientras se apresuraba a acercarse al coche no hacía más que mirar a su alrededor por si había algún periodista apostado ante el apartamento. Los periodistas eran como los sabuesos cuando siguen un rastro fresco. Persistentes, a veces incluso increíblemente insensibles y groseros. Un agente negro a quien ella conocía, un hombre listo y agradable llamado Charles Dampier, saltó del coche y le abrió la puerta de atrás para que subiera. —Buenas noches, señora Johnson —la saludó con tanta educación como si fuera uno de sus alumnos del colegio. A Christine le parecía que aquel hombre estaba un poco enamorado de ella. Estaba acostumbrada a que los hombres actuasen así, pero trató de mostrarse amable. —Gracias —le dijo mientras se instalaba en el asiento de piel gris de la parte de atrás—. Buenas noches, señores —saludó a Charles y al conductor, un hombre llamado Joseph Denjeau. Durante el trayecto nadie habló. Era evidente que a los agentes les habían dado instrucciones de que no intentaran darle conversación a menos que ella la iniciase. «Hay que ver en qué mundo tan frío viven —pensó Christine para sus adentros—. Y ahora supongo que yo también vivo en ese mismo mundo. Y me parece que no me gusta nada». Se había dado un baño antes de que los agentes llegasen. Había estado sentada en la bañera con el vino tinto y había pasado revista a su vida. Entendía lo bueno, lo malo y lo feo acerca de ella misma muy bien. Sabía que siempre había tenido un poco de miedo a saltar al lado profundo en el pasado, pero había querido hacerlo y había estado muy cerca. Definitivamente había una vena salvaje en ella, de salvajismo bueno, además. De hecho, abandonó a George durante seis meses en los primeros años de su matrimonio. Cogió un avión a San Francisco y se puso a estudiar fotografía en Berkeley, donde estuvo viviendo en un apartamento diminuto situado en las colinas. Le gustó tener una temporada de soledad, el tener tiempo para pensar, el simple acto de grabar la belleza de la vida con su cámara cada día. Volvió con George, se hizo profesora y finalmente consiguió el empleo en la escuela Sojourner Truth. Puede que fuese por estar cerca de los niños, pero le encantaba el colegio. Sí, le encantaban los niños y además era buena con ellos. Quería con toda su alma tener hijos propios. La cabeza le daba muchas vueltas aquella noche. Probablemente debido a la hora avanzada y al segundo vaso de Merlot. El sedán Ford oscuro recorría las calles desiertas a medianoche. Era el trayecto habitual, casi siempre el mismo camino desde Mitchellville a la ciudad de Washington. Se preguntaba si aquello sería prudente, pero supuso que aquellos hombres sabrían cómo tenían que hacer su trabajo. De vez en cuando Christine se volvía a mirar fugazmente para ver si los estaban siguiendo. Se sentía un poco tonta haciendo aquello, pero no podía evitarlo. Formaba parte de un caso importante para la prensa. Y además peligroso. Los periodistas no tenían ningún respeto por su intimidad ni por sus sentimientos. En el colegio aparecían periodistas e intentaban interrogar a los demás profesores. La llamaban a su casa con tanta frecuencia que acabó por pedir que le cambiasen el número por otro que no estuviera en la guía. Oyó cerca el aullido de las sirenas de ambulancias o de la policía, y aquel sonido desagradable la sacó de su ensueño. Suspiró. Casi habían llegado. Cerró los ojos y respiró lenta y profundamente. Dejó caer la cabeza cerca del pecho. Estaba cansada y le parecía que le hacía falta una buena llantina. —¿Se encuentra bien, señora Johnson? —inquirió el agente Dampier. «Debe de tener ojos en la nuca. Me ha estado vigilando —pensó Christine—. Está observando todo lo que ocurre, pero supongo que eso es bueno». —Estoy bien —respondió abriendo los ojos, y le ofreció una sonrisa—. Sólo estoy un poco cansada, nada más. Demasiados días madrugando y demasiadas noches acostándome tarde. El agente Dampier titubeó y luego dijo: —Siento que tenga que ser de este modo. —Gracias —susurró ella—. Ustedes me lo hacen mucho más fácil con su amabilidad. Y usted conduce realmente bien —bromeó con el agente Denjeau, que casi siempre estaba callado pero que ahora se echó a reír. El sedán del FBI se lanzó por una rampa de hormigón empinada y entró en el edificio por la parte de atrás. Aquélla era una entrada de servicio que Christine ya conocía. Se dio cuenta de que se estaba abrazando a sí misma de nuevo. Todo lo referente a aquel viaje nocturno le parecía muy irreal. Los dos agentes subieron con ella escoltándola justo hasta la puerta; al llegar a ese punto se apartaron y ella entró sola. Cerró la puerta suavemente y se apoyó en la misma. El corazón le latía con fuerza… siempre era así. —Hola, Christine —la saludó Alex. Y Christine se acercó y lo abrazó con fuerza, con mucha fuerza, y de pronto todo pareció estar muchísimo mejor. Todo volvía tener sentido. 98 La primera mañana después de mi regreso a Washington decidí visitar de nuevo la casa de los Cross en la calle Quinta. Necesitaba repasar una vez más las anotaciones que había hecho Cross sobre Gary Soneji. Tenía la sensación cada vez más profunda de que Alex Cross conocía a su atacante, de que había conocido a la persona en algún momento antes de aquel cruel ataque. Mientras iba conduciendo por las transitadas calles de Washington hacia la casa repasé de nuevo las evidencias físicas. La primera pista verdaderamente significativa era que el dormitorio donde habían atacado a Cross estaba muy ordenado. Casi no había ninguna evidencia de caos, de que alguien hubiese perdido el juicio. Pero había muchas evidencias de que el atacante estaba en ese estado de ánimo llamado «rabia fría». El otro factor significativo era la evidencia de «exceso de destrucción» en el dormitorio. A Cross le habían golpeado media docena de veces antes de dispararle. Eso parecería estar en conflicto con el tenso control de la escena del crimen, pero yo no lo creía así: quienquiera que fuera el que había ido a la casa sentía un odio profundo hacia Cross. Una vez dentro de la casa, el atacante actuó como lo habría hecho Soneji. Se escondió en el sótano y luego copió un ataque anterior que Soneji había realizado en aquella casa. No se encontraron armas, de modo que estaba claro que el atacante tenía la cabeza despejada. No se llevó ningún recuerdo de la habitación de Cross. Pero dejó la placa de inspector de Alex Cross, porque quería que la encontrasen. ¿Qué me decía aquello? ¿Que el asesino estaba orgulloso de lo que había conseguido? Finalmente, yo no hacía más que volver a la única, más sorprendente y significativa pista hasta el momento. La idea me había asaltado desde el primer momento en que llegué a la calle Quinta y empecé a recoger datos. El atacante había dejado vivos a Alex Cross y a su familia. Aunque Cross muriera, el atacante se había marchado de la casa sabiendo que Cross seguía respirando. ¿Por qué haría eso el intruso si podía haber matado a Cross? ¿Formaba parte del plan dejar a Cross con vida? Y si era así, ¿por qué? Si se resolvía aquel misterio, si se respondía a aquella pregunta… caso resuelto. 99 La casa estaba en silencio y daba una sensación de tristeza y vacío, como ocurre con las casas cuando falta una pieza importante y grande de la familia. Pude ver a Nana Mama trabajando febrilmente en la cocina. El olor a pan cociéndose, a pollo asado con patatas flotaba por la casa y resultaba tranquilizador. Ella estaba absorta en cocinar y no quise molestarla. —¿Se encuentra bien? —le pregunté a Sampson. Habíamos quedado en encontrarnos en la casa, aunque noté que seguía enfadado conmigo por haber abandonado el caso durante unos días. Él se encogió de hombros. —No quiere aceptar que Alex no vuelva, si es a eso a lo que te refieres —me explicó—. Si muere, no sé qué será de ella. Sampson y yo subimos las escaleras en silencio. Estábamos en el pasillo cuando los niños de Cross salieron de un dormitorio lateral. Yo no conocía a Damon y a Jannie, pero había oído hablar de ellos. Los dos niños eran preciosos, pero todavía presentaban algunas magulladuras producto del ataque. Habían heredado la buena apariencia de Alex. Tenían los ojos vivos y se les notaba que eran inteligentes. —Éste es el señor Pierce —me presentó Sampson—. Un amigo nuestro. Es uno de los buenos. —Trabajo con Sampson —les dije—. Intento ayudarle. —¿Es verdad, tío John? —preguntó la niña. El niño se limitó a mirarme fijamente, no con enfado, pero sí con la precaución que mostraba con los desconocidos. Vi a su padre en los ojos grandes y castaños de Damon. —Sí, trabaja conmigo y es muy bueno en lo que hace —dijo Sampson. Me sorprendió con aquel cumplido. Jannie se acercó a mí. Era una niña guapísima, incluso con las laceraciones y una moradura del tamaño de una pelota de béisbol en la mejilla y en el cuello. Su madre debió de ser también una mujer guapa. Me tendió la mano y estrechó la mía. —Bueno, no puede ser usted tan bueno como mi papá, pero puede usar el dormitorio de él —me dijo—. Pero sólo hasta que él vuelva a casa. Le di las gracias a Jannie y saludé a Damon con una respetuosa inclinación de cabeza. Luego pasé la siguiente hora y media repasando las extensas notas de Cross y los expedientes que tenía de Gary Soneji. Estaba buscando al socio de Soneji. Los expedientes se remontaban a más atrás de los últimos cuatro años. Yo estaba convencido de que quienquiera que fuera el que había atacado a Alex Cross no lo había hecho al azar. Tenía que haber una poderosa conexión con Soneji, quien afirmaba que siempre trabajaba solo. Era un problema complicado y los analistas de personalidad de Quantico tampoco hacían progresos. Cuando por fin bajé trabajosamente las escaleras, Sampson y Nana estaban los dos en la cocina. La habitación, ordenada y práctica, era acogedora y cálida. Me trajo recuerdos de Isabella, a quien le encantaba cocinar y además se le daba bien, recuerdos de nuestro hogar y de nuestra vida juntos. Nana levantó la vista hacia mí, con unos ojos tan incisivos como yo los recordaba. —Me acuerdo de usted —comentó—. Usted fue quien me dijo la verdad. ¿Está usted cerca de encontrar algo ya? ¿Cree que podrá resolver este asunto tan terrible? —me preguntó. —No, no lo he resuelto, Nana. —Volví a decirle la verdad—. Pero creo que quizá Alex lo haya hecho. Puede que Gary Soneji haya tenido un socio todo este tiempo. 100 Una idea recurrente me rondaba constantemente por la cabeza: «¿En quién puedes confiar? ¿A quién puedes creer realmente?» Yo antes tenía a alguien: Isabella. A la mañana siguiente, alrededor de las once, John Sampson y yo subimos a bordo de un Belljet Ranger del FBI. Llevábamos equipaje para una estancia de un par de días. —¿Y quién es el socio de Soneji? ¿Cuándo voy a conocerlo? —me preguntó Sampson durante el vuelo. —Ya lo conoces —le dije. Llegamos a Princeton antes de mediodía y fuimos a ver a un hombre llamado Simon Conklin. Sampson y Cross ya le habían hecho una visita antes para interrogarlo. Alex Cross había escrito varias páginas de notas sobre Conklin durante la investigación del secuestro de dos niños hacía unos años: Maggie Rose Duinne y Michael Shrimpie Goldberg. Se habló mucho del secuestro, pero en aquella ocasión el FBI decidió no tener en cuenta aquellos extensos informes de Cross. Querían cerrar el caso de aquel secuestro tan sonado. Yo ya había leído las notas un par de veces. Simon Conklin y Gary crecieron en la misma calle, a unos cuantos kilómetros a las afueras de la ciudad de Princeton. Los dos amigos se consideraban «superiores» a los demás niños, e incluso a la mayoría de los adultos. Gary se llamaba a sí mismo y a Conklin «los grandes». Eran reminiscencias de Leopold y Loeb, dos adolescentes muy inteligentes que cometieron un famoso asesinato estremecedor en Chicago. De niños, Gary y Simon Conklin decidieron que la vida no era más que un «camelo» convenientemente cocinado por los que mandaban. O bien uno seguía el «camelo» escrito por la sociedad en que vivía, o se ponía uno a escribir el suyo propio. Cross recalcaba doblemente en las notas que «Gary estaba entre los cinco últimos de su clase en la escuela Princeton High antes de que lo cambiasen a la escuela The Peddle. Simon Conklin fue el número uno en la Universidad de Princeton». Unos minutos después del mediodía, Sampson y yo entramos en el aparcamiento de tierra y grava de un espantoso centro comercial situado entre Princeton y Trenton, en Nueva Jersey. El tiempo era caluroso y húmedo y todo parecía descolorido por el sol. —Desde luego, parece que la educación de Princeton le fue bien a Conklin —comentó Sampson con cierto sarcasmo en la voz—. Estoy realmente impresionado. Durante los dos últimos años Simon Conklin había dirigido una librería para adultos en aquel centro comercial tan desvencijado. La tienda estaba situada en un edificio de ladrillo rojo de una sola planta. La puerta principal estaba pintada de negro al igual que los candados. El letrero decía: «ADULTOS». —¿Qué impresión te produce Simon Conklin? ¿Recuerdas muchas cosas de él? —le pregunté a Sampson mientras nos dirigíamos a la puerta principal. Sospeché que había una salida posterior, pero no creía que aquel tipo huyera de nosotros. —Oh, Simon es definitivamente un fenómeno de calidad mundial. Hubo un momento en que estuvo muy bien situado en mi lista de sospechosos. Pero tiene coartada para la noche en que Alex sufrió el ataque. —La tiene —mascullé yo—. Ya lo creo que la tiene. Es un chico listo. No lo olvides nunca. Entramos en la tienda sucia y sórdida y enseñamos las placas. Conklin salió de detrás de un mostrador elevado. Era alto, desgarbado y penosamente delgado. Tenía los ojos castaños lechosos y distantes, como si estuviera ausente. Resultaba desagradable al instante. Llevaba puestos unos pantalones vaqueros negros descoloridos y un chaleco de cuero negro con remaches, sin camisa debajo del chaleco. Si yo no hubiera conocido a unos cuantos fracasados de Harvard, nunca me habría imaginado que después de graduarse en Princeton hubiese acabado así. Todo a su alrededor eran herramientas de placer, masturbadores, consoladores, ataduras de cuero negro. Simon Conklin parecía estar en su justo elemento. —Estoy empezando a disfrutar con estas inesperadas visitas que los gilipollas como vosotros me hacéis. Al principio no me gustaba, pero ahora me estoy aficionando —nos dijo—. A tí te recuerdo, inspector Sampson. Pero tú eres nuevo en el equipo viajero. Debes de ser el indigno sustituto de Alex Cross. —Pues no —le repliqué—. Lo que pasa es que no he tenido ganas de venir a este estercolero hasta ahora. Conklin emitió un bufido, un sonido flemoso que no era del todo una risa. —No has tenido ganas. Eso significa que tienes sentimientos y que a veces actúas de acuerdo con ellos. Qué pintoresco. Entonces, debes de estar en el Programa de Análisis de Investigación Criminal del FBI. ¿Me equivoco? Aparté la vista de aquel hombre y me puse a examinar el resto de la tienda. —Hola —le dije a un hombre que miraba detenidamente un estante con polvos de Spanish Fly, StaHard y cosas parecidas—. ¿Encuentra hoy algo que le guste? ¿Es usted de la zona de Princeton? Yo soy Thomas Pierce, del FBI. El hombre murmuró algo ininteligible en voz baja y luego salió corriendo, lo que hizo que entrase por la puerta una llamarada de luz de sol. —Tch, eso no está bien —dijo Conklin. Volvió a bufar con aquel sonido que no acababa de ser bien bien una risa. —Es que a veces no soy muy agradable —le comenté. Conklin respondió con un bostezo de los que desencajan la mandíbula. —Cuando le dispararon a Alex Cross yo estaba con una amiga, y estuve con ella toda la noche. Vuestras muy meticulosas cohortes ya han hablado con mi ligue, que se llama Dana. Estuvimos en una fiesta en Hopewell hasta más o menos la medianoche. Y hay muchísimos testigos. Asentí y puse la misma cara de aburrido que él. —Pasando a otro tema más prometedor, dígame… ¿qué pasó con los trenes de Gary? Los que le robó a su hermanastro. Conklin ya no sonreía. —Mire, la verdad es que ya me estoy cansando de tantas tonterías. La repetición me aburre, y no me gusta la historia antigua. Gary y yo fuimos amigos hasta que tuvimos unos doce años. Después nunca pasamos tiempo juntos. Él tenía sus amigos y yo los míos. Fin. Y ahora lárguense de aquí. Moví negativamente la cabeza. —No, no, Gary nunca tuvo otros amigos. Él sólo tenía tiempo para «los grandes». Y él creía que tú eras uno de ellos. Eso fue lo que le dijo a Alex Cross. Yo creo que fuiste amigo de Gary hasta que murió. Por eso odiabas al doctor Cross. Tú tenías motivos para atacar su casa. Tú tenías un móvil, Conklin, y tú eres el único que lo hizo. Conklin lanzó de nuevo un bufido por la nariz y por un lado de la boca. —Y si podéis probarlo, entonces yo voy directamente a la cárcel. Pero no podéis probarlo. Dana. Hopewell. Varios testigos. Adiós, gilipollas. Salí por la puerta principal de la librería para adultos. Me quedé de pie bajo el calor abrasador del aparcamiento y esperé a que Sampson me alcanzara. —¿Qué demonios pasa? ¿Por qué te has ido así, sin más? —me preguntó. —Conklin es el jefe —le aseguré—. Soneji no era más que el seguidor. 101 Antes o después casi todas las investigaciones policiales se convierten en el juego del ratón y el gato. Con las largas y difíciles siempre ocurre eso. Pero primero hay que decidir quién es el gato y quién es el ratón. Durante los días siguientes Sampson y yo tuvimos a Conklin bien vigilado. Le hicimos saber que estábamos allí, esperando y vigilando, siempre justo a la vuelta de la esquina, y también de la esquina siguiente. Yo quería saber si podíamos presionar a Conklin para que entrase en acción y nos revelase algo, o incluso para que cometiese un error. La respuesta de Conklin era saludarnos con el dedo corazón de vez en cuando con muchos aires. Aquello estaba bien. Nos registraba en su radar. Sabía que estábamos allí, siempre allí, vigilando. Yo estaba seguro de que lo íbamos poniendo nervioso, y yo sólo estaba empezando a jugar. John Sampson tuvo que regresar a Washington al cabo de unos días. Ya me lo esperaba, pues la policía de Washington no podía permitirle trabajar en el caso indefinidamente. Además, Alex Cross y su familia necesitaban a Sampson en Washington. Yo estaba solo en Princeton, tal como a mí me gustaba en realidad. Simon Conklin salió de su casa el martes por la noche. Después de maniobrar por mi cuenta, lo seguí en mi Ford Escort. Dejé que me viera pronto. Luego me quedé rezagado en el denso tráfico cerca de los centros comerciales… ¡y le dejé escapar! Me fui en el coche directamente a su casa y estacioné cerca de la calle principal, que queda oculta a la vista por espesos pinos y zarzas. Me moví entre los densos matorrales lo más de prisa que pude. Sabía que quizá no tuviera mucho tiempo. Ni linterna, ni luces de ninguna clase. Sabía adónde iba. Ya estaba en vena. Lo tenía todo pensado. Ya entendía el juego y el papel que yo jugaba en él. Mi sexto sentido se había puesto en activo. La casa era de ladrillo y madera y tenía una estrafalaria ventana hexagonal en la fachada. Unas contraventanas sueltas, astilladas y de color acuoso golpeaban contra la casa de vez en cuando. Estaba a más de un kilómetro del vecino más cercano. Nadie me vería entrar por la puerta de la cocina. Era consciente de que Simon Conklin podía dar la vuelta y venir detrás de mí… si era tan listo como yo pensaba que era. Pero eso no me preocupaba. Tenía una hipótesis de trabajo sobre Conklin y de la visita que había hecho a la casa de Cross. Necesitaba comprobarla. De pronto, mientras estaba forzando la cerradura, me vino a la memoria el señor Smith. Smith estaba obsesionado con estudiar a las personas, con irrumpir y penetrar en sus vidas. El interior de la casa era absolutamente insoportable: la casa de Simon Conklin olía a muebles del Ejército de Salvación mezclados con olor corporal e inmersos en una freidora honda de McDonalds. No, en realidad era peor que eso. Me puse un pañuelo sobre la nariz y la boca y empecé a registrar aquella madriguera tan asquerosa. Temía encontrar allí un cadáver. Cualquier cosa era posible. Todas las habitaciones y todos los objetos estaban cubiertos de una capa de polvo y mugre. Lo mejor que podía decirse de Simon Conklin es que era un lector ávido. Había volúmenes esparcidos por todas las habitaciones, y sólo encima de su cama había al menos media docena. Al parecer, sus temas favoritos eran la sociología, la filosofía y la psicología: Marx, Jung, Bruno Bettleheim, Malraux, Jean Baudrillard. Las librerías sin pintar que iban del suelo al techo estaban atiborradas de libros amontonados horizontalmente. La impresión inicial que me dio aquel lugar era que ya había sido devastado por alguien. Todo aquello encajaba con lo que ya había ocurrido en la casa de Alex Cross. Por encima de la cama sin hacer de Conklin había una chica de Vargas enmarcada, firmada por la modelo, con un beso manchado de carmín cerca del culo. Había un rifle metido debajo de la cama. Era un Browning BAR, el mismo modelo que Gary Soneji había utilizado en Washington. Una sonrisa me asomó lentamente a la cara. Simon Conklin sabía que el rifle era una prueba circunstancial que no demostraba nada acerca de su culpabilidad o inocencia. Quería que se encontrase el rifle. Como también había querido que se hallase la insignia de Cross. A Conklin le gustaban los juegos. Claro que sí. Bajé al sótano por unas escaleras de madera que crujían. Las luces de la casa seguían apagadas y usaba sólo mi linterna de bolsillo. No había ventanas en el sótano. Mucho polvo y telarañas, y un fregadero con un grifo que goteaba. Algunas copias fotográficas enroscadas estaban sujetas con pinzas a unos cordeles que colgaban del techo. El corazón me latía dos veces más de prisa de lo normal. Examiné las fotografías colgadas. Eran fotos del propio Simon Conklin, diferentes fotos del autor haciendo cabriolas en cueros. Parecía que las habían tomado dentro de la casa. Pasé la luz de la linterna al azar por el sótano, mirando por todas partes. El suelo era de tierra y se veían grandes rocas sobre las cuales estaba construida la casa. Había un equipo médico antiguo almacenado: un andador, un orinal pequeño de estructura de aluminio, un tanque de oxígeno con las mangueras y contadores aún sujetos al mismo, un monitor de glucosa. Mis ojos pasearon por el lado más alejado, la pared sur de la casa. ¡El juego de trenes de Gary Soneji! Me hallaba en la casa del mejor amigo de Gary, su único amigo en el mundo, el hombre que había atacado a Alex Cross y a su familia en Washington. Estaba seguro. Estaba seguro de que había resuelto el caso. Yo era mejor que Alex Cross. Ya estaba, ya lo había dicho. La verdad empieza. ¿Quién es el gato? ¿Quién es el ratón? QUINTA PARTE El gato y el ratón 102 Una docena de agentes del FBI, los agentes que había disponibles, estaban de pie agrupados informalmente en el aeropuerto de Quantico, en Virginia. Justo detrás de ellos dos helicópteros de color negro azabache aguardaban listos para despegar. Los agentes no podían tener una expresión más solemne ni más atenta, aunque al mismo tiempo desconcertada. Mientras estaba allí de pie ante ellos, las piernas me temblaban, pues nunca había estado más nervioso, más inseguro de mí mismo. Y tampoco había estado nunca más concentrado en un caso de asesinato. —Para aquellos de ustedes que no me conocen… —comencé a decir e hice una pausa, no para causar efecto, sino debido a los nervios—. Me llamo Alex Cross. Traté de hacerles ver que físicamente me encontraba muy bien. Llevaba pantalones amplios de color caqui y un polo de manga larga azul marino. Hacía todo lo posible por disfrazar una maraña de moraduras y laceraciones. Había llegado el momento de desenredar muchos misterios turbadores. Misterios sobre el salvaje y cobarde ataque a mi casa de Washington, y de quién lo había hecho; misterios vertiginosos acerca del asesino múltiple llamado señor Smith; y acerca de Thomas Pierce, del FBI. Por sus caras me daba cuenta de que algunos de los agentes seguían estando confusos. Estaba claro que parecían haber quedado cegados por mi aparición. No podía culparlos, y también sabía que lo que había ocurrido era necesario. Parecía la única manera de atrapar a un asesino aterrador y diabólico. Ése era el plan, y era un plan completamente arrollador. —Como pueden ver todos, los rumores de mi inminente fallecimiento han sido bastante exagerados. En realidad estoy muy bien —les informé, y esbocé una sonrisa. Aquello pareció romper el hielo un poco con los agentes—. Las declaraciones oficiales que salían del hospital Saint Anthony, las que decían que «no se espera que sobreviva», «estado muy grave», «es muy raro que alguien en un estado tan grave como el del doctor Cross se salve» y otras cosas por el estilo, eran declaraciones exageradas, y a veces mentiras sin más. Esas declaraciones se hicieron para que llegaran a oídos de Thomas Pierce. Las declaraciones eran una trampa. Si quieren culpar a alguien, culpen a Kyle Craig. —Sí, eso es, definitivamente cúlpenme a mí —intervino entonces Kyle. Estaba de pie a mi lado, junto con John Sampson y Sondra Greenberg, de la Interpol—. Alex no quería ir por este camino. En realidad no quería verse implicado en este embrollo, si la memoria no me falla. —Eso es, pero ahora ya estoy implicado. Estoy metido en esto hasta las cejas. Y pronto lo estarán ustedes también. Kyle y yo vamos a contárselo todo. —Respiré hondo y luego continué hablando. Mi nerviosismo había desaparecido casi totalmente—. Hace cuatro años un recién licenciado en la Facultad de Medicina de Harvard llamado Thomas Pierce descubrió, en el apartamento que compartía con su novia en Cambridge, que ésta había sido asesinada. Ése fue el hallazgo de la policía en aquel momento. Más tarde fue corroborado por el FBI. Déjenme hablarles del asesinato auténtico. Permítanme que les diga ahora lo que Kyle y yo pensamos que ocurrió en realidad. Esto es lo que ocurrió aquella noche en Cambridge. 103 Thomas Pierce había pasado la primera parte de la noche fuera, bebiendo con sus amigos en un bar llamado Jullians, en Cambridge. Los amigos eran estudiantes recién graduados de la Facultad de Medicina y habían estado bebiendo más o menos desde las dos de la tarde. Pierce había invitado a Isabella a ir al bar, pero ésta había rechazado la invitación y le había dicho a Pierce que se divirtiera, aunque se la notaba un poco molesta. Pierce se lo merecía. Aquella noche, al igual que había estado sucediendo durante los últimos seis meses, un médico llamado Martin Straw fue al apartamento que Isabella y Pierce compartían. Straw e Isabella mantenían una aventura, y Straw le había prometido que dejaría a su esposa y a sus hijos por ella. Isabella estaba dormida cuando Pierce llegó al apartamento de la calle Inman. Sabía que el doctor Martin Straw había estado allí hasta hacía poco. Había visto a Straw y a Isabella juntos otras veces. Los había seguido en varias ocasiones por Cambridge y también en salidas de un día al campo. Cuando abrió la puerta del apartamento sintió en cada centímetro de su cuerpo que Martin Straw había estado allí. El perfume de Straw era inconfundible, y a Thomas Pierce le entraron ganas de chillar. Él nunca había engañado a Isabella, nada más lejos de su intención. Isabella estaba profundamente dormida en la cama. Pierce se quedó mirándola de pie durante unos instantes y la mujer no se movió. A Thomas siempre le había encantado el modo como ella dormía, le encantaba contemplarla así. Siempre había confundido la actitud que ella tenía cuando dormía con la inocencia. Notó que Isabella había estado bebiendo vino. Percibía el olor dulce desde donde estaba de pie. Isabella se había puesto perfume aquella noche. Para Martin Straw. Era Joy, de Jean Patou, un perfume muy caro. Thomas se lo había regalado las últimas Navidades. Thomas Pierce empezó a llorar y escondió el rostro entre las manos. El cabello largo de color castaño rojizo de Isabella estaba suelto y los mechones se repartían libres sobre la almohada. Para Martin Straw. Martin Straw siempre se tumbaba en el lado izquierdo de la cama. Tenía el tabique desviado y debería habérselo arreglado, pero los médicos siempre posponen las operaciones. No podía respirar muy bien por el lado derecho de la nariz. Thomas Pierce lo sabía. Había estudiado a Straw, había intentado comprenderlo a él y a su llamada humanidad. Pierce sabía que tenía que actuar ya, sabía que no podía tardar demasiado tiempo. Cayó sobre Isabella con todo su peso, con toda su fuerza, con todo su poder. Tenía las herramientas preparadas. La mujer se debatió pero él la sujetó contra la cama. Le apretó la garganta larga como de cisne con las manos, tremendamente fuertes. Metió los pies bajo el colchón para hacer palanca. Con el forcejeo, los pechos de Isabella quedaron al descubierto y Thomas recordó lo «sexy» y «absolutamente hermosa» que era Isabella; lo «perfectos que eran los dos juntos»; «Romeo y Julieta de Cambridge». Qué tontería era todo aquello. Un mito lamentable. Así era la forma en que lo percibía la gente que no veía bien. En realidad, Isabella no lo amaba, pero había que ver cómo la había amado él. Isabella le había hecho sentir por primera y única vez en la vida. Thomas Pierce la miró. Los ojos de Isabella eran como espejos de chorros de arena. La boca hermosa y pequeña de la mujer se abrió hacia un lado. Cuando se la tocaba, la piel de Isabella seguía siendo como de satén. Ya estaba indefensa, pero podía darse cuenta de lo que pasaba. Isabella era consciente de sus crímenes y del castigo que se avecinaba. —No sé lo que estoy haciendo —dijo Pierce finalmente—. Es como si estuviera fuera de mí, mirando. Y sin embargo, no puedo explicarte lo vivo que me siento ahora mismo. Todos los periódicos, las revistas de noticias, la televisión y la radio informaron de lo ocurrido con espeluznantes detalles, pero no explicaron nada parecido a lo que realmente ocurrió, a lo que pasó en aquel dormitorio, con Thomas Pierce mirando a Isabella a los ojos mientras la asesinaba. Le sacó el corazón. Sostuvo el corazón en las manos, todavía latiendo, todavía vivo, y lo miró mientras moría. Luego ensartó el corazón en un arpón del equipo de bucear. Le «perforó» el corazón. Ésa fue la pista que dejó. La primera pista de todas, pues su nombre, Pierce, significa perforar. Tuvo la sensación, el sexto sentido, de que en realidad vio cómo el espíritu de Isabella abandonaba el cuerpo. Luego le pareció que su propia alma también lo abandonaba a él. Creyó morir aquella noche él también. Smith nació de la muerte aquella noche en Cambridge. Thomas Pierce era el señor Smith. 104 —Thomas Pierce es el señor Smith —les comuniqué a los agentes reunidos en Quantico—. Si alguno de ustedes alberga todavía alguna duda, aunque sea pequeña, por favor, que tenga la certeza. Podría ser peligroso para ustedes y para todos los demás que formamos parte de este equipo. Pierce es Smith y ha asesinado a diecinueve personas hasta ahora. Y volverá a asesinar. Había estado hablando varios minutos, pero en ese momento callé, pues alguien del grupo quería hacerme una pregunta. En realidad había varias preguntas. No podía culparles… yo mismo estaba lleno de preguntas. —¿Puedo retroceder durante sólo un segundo? ¿A usted y a su familia les atacaron realmente? — Me preguntó un agente joven pelado al rape—. ¿A usted le hirieron de verdad? —Sí, se produjo un ataque en mi casa. Pero por motivos que no podemos entender todavía, el intruso no nos asesinó. Mi familia se encuentra bien. Créame, deseo entender lo del ataque y lo del intruso ése más que nadie. Quiero coger a ese cabrón, sea quien sea. —Levanté en alto la escayola para que todos la vieran—. Una bala me atravesó la muñeca. Otra me entró por el abdomen, pero lo atravesó. No llegó a cortar la arteria hepática como se informó. Me dieron una buena paliza, pero mi electrocardiograma nunca mostró «una pauta de actividad disminuida». Eso se dijo para que lo creyera Pierce. ¿Kyle? ¿Quieres ayudarme a rellenar algunos agujeros más de estos que tú contribuíste a crear? Aquél era el plan maestro de Kyle Craig, y les habló a los agentes. —Lo que Alex dice de Pierce es verdad. Es un asesino de sangre fría y lo que esperamos hacer esta noche es peligroso. Es poco común, pero esta situación lo justifica. Durante las últimas semanas, al elusivo señor Smith, que creemos que es Thomas Pierce, la Interpol y el FBI han estado intentando tenderle una trampa que no falle —repitió Kyle—. No hemos podido sorprenderlo en nada concluyente, y no queremos hacer algo que lo asuste, que lo haga huir. —Es un hijo de perra espeluznante y escalofriante, eso os lo puedo decir yo —intervino John Sampson, que se encontraba a mi lado. Noté que se estaba reprimiendo, guardándose dentro la ira—. Y el muy hijo de puta es muy cuidadoso. Mientras estuve trabajando con él nunca lo cogí en nada parecido a un desliz. Pierce representaba su papel perfectamente. —Y tú también, John —le dijo Kyle a modo de cumplido—. El inspector Sampson también está desde hace tiempo metido en la treta —explicó. Unas horas antes, Sampson había estado con Pierce en Nueva Jersey. Él lo conocía mejor que yo, aunque no tan bien como Kyle o Sondra Greenberg de la Interpol, que fue quien analizó en un principio la personalidad de Pierce y que ahora estaba con nosotros en Quantico. —¿Cómo está actuando ahora, Sondra? —le preguntó Kyle a Greenberg—. ¿Qué has notado? La inspectora de la Interpol era una mujer alta de aspecto impresionante. Llevaba casi dos años trabajando en el caso en Europa. —Thomas Pierce es un hijo de puta arrogante. Créanme, se está riendo de todos nosotros. Está al cien por cien seguro de sí mismo. Además es muy excitable. Nunca deja de mirar por encima del hombro. A veces a mí tampoco me parece que sea humano. Creo realmente que va a quemarse pronto. La presión a que lo hemos sometido está funcionando. —Eso se está haciendo más evidente —comentó Kyle tomando la palabra—. Pierce es muy tranquilo en principio. Tenía engañado a todo el mundo. Era tan profesional como cualquier otro agente que hayamos tenido. Al principio nadie en la policía de Cambridge creía que él hubiera asesinado a Isabella Calais. Nunca cometió el menor error, y el dolor que manifestó por su muerte fue realmente asombroso. —Es verdad, señoras y señores. —Era Sampson quien hablaba de nuevo—. Es listo como el diablo. Y además es muy buen investigador. Tiene un instinto muy agudo y es un hombre disciplinado. Hizo los deberes y fue directo a Simon Conklin. Creo que está compitiendo con Alex. —Yo también —dijo Kyle al tiempo que hacía un gesto de asentimiento con la cabeza en dirección a Sampson—. Es muy complejo. Probablemente no sepamos ni la mitad todavía. Eso es lo que me da miedo. Kyle había acudido a mí por el asunto del señor Smith antes de que empezasen los tiroteos de Soneji. Habíamos vuelto a hablar de ello cuando llevé a Rosie a Quantico para que le hicieran algunas pruebas. Yo había estado trabajando con él extraoficialmente. Había ayudado a trazar el perfil de la personalidad de Thomas Pierce junto con Sondra Greenberg. Cuando me dispararon en mi casa, Kyle corrió a Washington lleno de preocupación. Pero el ataque que sufrí no fue ni mucho menos tan grave como todos habían pensado, o como les habíamos hecho creer. Fue Kyle quien decidió aprovechar aquella gran oportunidad. Hasta entonces Pierce corría libre. Atraerlo a aquel nuevo caso, a mi caso, quizá fuera una manera de vigilarlo, de someter a Pierce a presión. Kyle pensó que Pierce no sería capaz de resistirse. Tenía un gran ego, una tremenda confianza. Y Kyle estaba en lo cierto. —Pierce va a estallar —comentó Sondra Greenberg—. Se lo digo yo. Aunque no sé todo lo que le pasa por la cabeza, está cerca del límite. Yo estaba de acuerdo con Greenberg. —Les explicaré lo que puede ocurrir. Las dos personalidades están empezando a fundirse. El señor Smith y Thomas Pierce podrían mezclarse pronto. En realidad, es la parte de personalidad de Thomas Pierce la que parece estar disminuyendo. Yo creo que podría hacer que el señor Smith se lleve a Simon Conklin. Sampson se inclinó hacia mí y me susurró: —Me parece que ya es hora de que conozcas al señor Pierce y al señor Smith. 105 Ya estaba. Fin. Tenía que ser. Todo lo que podía ocurrírsenos estaba bien en su sitio a las siete de la noche aquel día en Princeton. Thomas Pierce había demostrado ser bastante elusivo en el pasado, casi una ilusión. No hacía más que entrar y salir misteriosamente de su papel como «el señor Smith». Cómo lograba aquella magia negra, nadie lo sabía. Nunca hubo ningún testigo. Ninguno salió con vida. El temor de Kyle Craig era que nunca cogería a Pierce en acción, que nunca podría retenerlo durante más de cuarenta y ocho horas. Kyle estaba convencido de que Pierce era más listo que Gary Soneji, más inteligente que ninguno de nosotros. Kyle había protestado por el hecho de que asignasen a Thomas Pierce el caso del señor Smith, pero no le habían hecho caso. Había estado vigilando a Pierce, le había escuchado hablar, y cada vez se había ido convenciendo más de que Pierce tenía que ver con aquello… por lo menos, de que tenía que ver con la muerte de Isabella Calais. Sin embargo, al parecer, Pierce nunca cometía el menor error. Eliminaba cualquier huella posible. Pero luego vino una racha de suerte. Habían visto a Pierce en Frankfurt, en Alemania, el mismo día en que allí desapareció una víctima. Y se suponía que Pierce estaba en Roma. Eso bastó para que Kyle aprobase un registro del apartamento de Pierce en Cambridge. No se encontró nada. Kyle introdujo en el caso a expertos en informática. Sospechaban que Pierce se estaba enviando mensajes a sí mismo, mensajes que supuestamente procedían del señor Smith, pero no había pruebas de ello. Luego a Pierce lo vieron en París el día en que el doctor Abel Sante desapareció. Sin embargo, las anotaciones de Pierce afirmaban que había estado en Londres todo el día. Era una prueba circunstancial, pero Kyle sabía que allí tenía a su asesino. Y yo también. Ahora necesitábamos pruebas concretas. Cerca de cincuenta agentes del FBI estaban en la zona de Princeton, que parecía ser el último lugar del mundo donde ocurriera un crimen impresionante, o donde pudiera acabar la larga lista de muertes de un asesino que se había hecho tristemente célebre. Sampson y yo esperábamos en el asiento delantero de un sedán oscuro estacionado en una calle de aspecto anónimo. No formábamos parte del equipo principal de vigilancia, pero permanecíamos cerca. Nunca estábamos a más de un par de kilómetros, como mucho a tres, de Pierce. Sampson estaba inquieto e irritable aquella noche a primera hora. El asunto se había vuelto atrozmente personal entre Pierce y él. Yo, a mi vez, tenía un motivo muy personal para estar en Princeton. Quería probar algo contra Simon Conklin. Por desgracia, de momento Pierce se interponía entre Conklin y yo. Estábamos a unas manzanas del Marriott, donde se hospedaba Pierce. —Vaya un plan —murmuró Sampson mientras esperábamos allí sentados. —El FBI ha probado casi todo lo demás. Kyle está seguro de que esto dará resultado. Cree que Pierce no se podrá resistir a resolver el ataque a mi casa. Es el reto definitivo para él. Y bueno, ¿quién sabe? Sampson entornó los ojos. Yo conocía aquella mirada. Aguda, lo abarcaba todo. —Sí, y tú no has tenido nada que ver en toda esta mierda, ¿verdad? —Puede que yo le ofreciera alguna sugerencia acerca de por qué la trampa podría resultarle atractiva a Thomas Pierce, a su enorme ego. O por qué el podría ser lo bastante engreído como para dejarse coger. Sampson puso los ojos en blanco, tal como venía haciéndolo desde que teníamos diez años. —Sí, puede que hicieras eso. Por cierto, trabajar con él es una lata todavía mayor que trabajar contigo. Anal como la mierda, por acuñar una frase. Esperamos en aquella calle lateral mientras la noche tendía su manto sobre la ciudad universitaria. Era un déjà vu otra vez desde el principio. John Sampson y Alex Cross cumpliendo una tarea de vigilancia. —Tú me sigues queriendo —me dijo Sampson, y sonrió. No se pone tontorrón demasiado a menudo, pero cuando se pone, hay que andarse con ojo—. ¿Me quieres, dulzura? Le puse la mano en la parte superior del muslo. —Claro que sí, grandote. Me dio un puñetazo en el hombro, con fuerza, y el brazo se me entumeció. Los dedos comenzaron a hormiguearme. Ese hombre sabe pegar. —¡Quiero hacerle daño a Thomas Pierce! ¡Voy a hacerle daño a Pierce! —gritó Sampson en el coche. —Voy a hacerle daño a Thomas Pierce —grité yo con él—. ¡Y al señor Smith también! —Vamos a hacerles daño a Thomas Pierce y al señor Smith también —entonamos al unísono, haciendo una imitación de la película Bad Boy. ¡Sí! Habíamos vuelto. Igual que había sido siempre. 106 A Thomas Pierce le parecía que era invencible, que no se le podía parar. Esperó en la oscuridad, como en trance, sin moverse. Estaba pensando en Isabella, veía su bello rostro, la veía sonreír, oía su voz. Permaneció así hasta que se encendió la luz del cuarto de estar y vio a Simon Conklin. —Intruso en la casa —le susurró Pierce—. ¿Te resulta familiar? ¿Te suena de algo, Conklin? Empuñaba una Magnum .357 con la que apuntaba directamente a la frente de Conklin. Podía hacerlo salir volando por la puerta principal y caer por los escalones del porche. —¿Qué de…? —Conklin parpadeó bajo la brillante luz. Luego los ojos oscuros se le pusieron pequeños, brillantes y duros—. ¡Esto es allanamiento de morada! —Le gritó Conklin—. No tienes derecho a estar aquí, en mi casa. ¡Lárgate! Pierce no pudo reprimir una sonrisa. Definitivamente, la vida le hacía gracia, pero a veces no encontraba en ello suficiente placer. Se levantó del sillón sujetando la pistola completamente inmóvil delante de sí. No había mucho espacio para moverse en la sala de estar, que estaba llena de montones de periódicos, de libros, de recortes y revistas. Todo estaba clasificado por fechas y temas. Pierce estaba completamente seguro de que el no tan simple Simon tenía un trastorno compulsivo-obsesivo. —Abajo. Vamos al sótano —le ordenó—. ¡Al sótano! La luz ya estaba encendida abajo. Thomas Pierce lo había preparado todo. Un camastro viejo se encontraba en el centro de la habitación del sótano, que estaba llena de cosas. Había apartado algunas pilas de libros de ciencia ficción y de supervivencia para hacerle sitio a la cama. No estaba seguro, pero creía que aquella obsesión de Conklin tenía que ver con el fin de la raza humana. Acumulaba libros, revistas y artículos de periódicos que apoyaban su patológica idea. La portada de una revista de ciencia estaba sujeta con cinta adhesiva a la pared del sótano. Los titulares decían: «El sexo cambia en los peces. Una mirada a los hermafroditas simultáneos y secuenciales». —¿Qué demonios…? —gritó Simon Conklin cuando vio lo que había hecho Pierce. —Eso es lo que dicen todos —comentó Thomas Pierce. Y le dio un empujón. Conklin bajó un par de escalones tropezando. —¿Crees que te tengo miedo? —Le preguntó Conklin al tiempo que se daba la vuelta rápidamente y sonreía con burla—. Pues no te tengo miedo. Pierce asintió con la cabeza una vez y alzó una ceja. —Te oigo, y voy a arreglar eso ahora mismo. Volvió a empujar a Conklin con fuerza y lo miró mientras bajaba dando tumbos el resto de las escaleras. Pierce descendió lentamente hacia el ovillo que había quedado hecho Conklin. —¿Empiezas a tenerme miedo ya? —le preguntó. Le golpeó en la cabeza con el canto de la Magnum y se quedó mirando cómo la sangre comenzaba a salir de la cabeza de Simon Conklin. —¿Empiezas a estar asustado? Se agachó y colocó la boca junto a una de las orejas peludas de Conklin. —Tú no sabes gran cosa sobre el dolor. Eso lo sé —le susurró—. Y tampoco tienes mucho en lo referente a las agallas. Tú fuiste el que entraste en casa de los Cross, pero no pudiste matar a Alex Cross, ¿verdad? No pudiste matar a su familia. Metiste la pata en su casa. Fracasaste. Eso es lo que yo ya sé. Thomas Pierce estaba disfrutando con aquella confrontación, con la satisfacción que le producía. Tenía curiosidad por ver de dónde sacaba la energía Simon Conklin. Quería «estudiar» a Conklin, entender su humanidad. Conocer a Simon Conklin era saber algo acerca de sí mismo. Se acercó a la cara de Conklin. —Primero, quiero que me digas que fuiste tú quien se coló en casa de Alex Cross. ¡Tú lo hiciste! Ahora dime que lo hiciste tú. Lo que digas aquí no será utilizado contra tí y no se utilizará ante un tribunal. Quedará entre nosotros. Simon Conklin miró a Pierce como si éste estuviese totalmente loco. Qué perceptivo. —Estás loco. No puedes hacer esto. Esto no servirá de nada ante un tribunal —graznó Conklin. Los ojos de Pierce se agrandaron con incredulidad y miró a Conklin como si el loco fuera él. —¿No ha sido eso precisamente lo que acabo de decirte? ¿Es que no me estabas escuchando? ¿Es que acaso hablo yo solo? No, no servirá de nada en un juicio. Pero éste es mi juicio. Y de momento tú estás perdiendo el caso, Simple Simon. Pero eres un hombre listo. Confío en que puedas hacerlo bastante mejor durante las próximas horas. Simon Conklin ahogó un grito. Un reluciente escalpelo de acero inoxidable le apuntaba hacia el pecho. 107 —¡Mírame! Haz el favor de concentrarte en lo que te estoy diciendo, Simon. No soy uno más de esos tipos del traje gris del FBI; tengo preguntas importantes que hacerte. Quiero que me contestes la verdad. ¡Tú fuiste quien atacó la casa de los Cross! Tú atacaste a Cross. Procedamos desde ahí. Con un rápido movimiento del brazo izquierdo, Pierce lo levantó rudamente del suelo del sótano demostrando tener una gran fuerza física que asustó a Conklin. Pierce dejó el escalpelo y ató a Conklin de pies y manos a la cama con una cuerda. Pierce se inclinó para acercarse a Conklin una vez que éste estuvo atado e indefenso. —Te voy a dar una noticia: no me gusta tu actitud de superioridad. Créeme, no eres superior. Parece ser, y me asombra verlo, que no me has entendido. Eres un espécimen, Simon. Deja que te enseñe algo horripilante. —¡No! —gritó Conklin con voz chillona. Estaba indefenso cuando Pierce le hizo una incisión repentina en la parte superior del pecho. Simon Conklin no podía creer lo que estaba pasando y se puso a chillar. —¿Puedes concentrarte mejor ahora, Simon? ¿Ves lo que hay aquí, encima de la mesa? Es tu magnetófono. Sólo quiero que confieses. Dime lo que pasó en el interior de la casa del doctor Cross. Quiero oírlo todo. —Déjame en paz —susurró débilmente Conklin. —¡No! De eso no te hagas ilusiones. Nunca volverás a estar en paz. Muy bien, olvídate del escalpelo y del magnetófono. Quiero que te concentres en esto. Una lata de Coca-cola común y corriente. Tu Coca-cola, Simon. Agitó la lata de color rojo vivo, la agitó bien y la abrió. Luego tiró de la cabeza de Conklin hacia atrás agarrando un puñado de cabello largo y grasiento. Pierce puso la aparentemente inofensiva lata debajo de las fosas nasales de Conklin. La soda subió hacia arriba, efervescencia, burbujas, agua marrón azucarada. Se disparó nariz arriba y se dirigió al cerebro de Conklin. Era un truco de interrogador del ejército. Atrozmente doloroso, pero siempre funcionaba. Simon Conklin se atragantó horriblemente. No podía parar de toser, de ahogarse. —Espero que aprecies la clase de recursos que te estoy demostrando. Para que veas que sé trabajar con cualquier objeto casero. ¿Estás ya dispuesto a confesar? ¿O quieres un poco más de Coca-cola? Simon Conklin tenía los ojos más abiertos que nunca. —¡Diré lo que quieras! Por favor, para. Thomas Pierce asintió con la cabeza. —Sólo quiero la verdad. Quiero los hechos. Quiero demostrar que he resuelto el caso que Alex Cross no pudo resolver. —Encendió el magnetófono y lo sostuvo debajo del mentón barbudo de Conklin—. Cuéntame lo que pasó. —Sí, yo fui quien atacó a Cross y a su familia. Sí, sí, fui yo —aseguró Simon Conklin con voz atragantada que hizo que todas y cada una de las palabras sonasen más emocionales—. Gary me obligó a hacerlo. Dijo que si no lo hacía, alguien vendría a por mí. Que me torturarían y me matarían. Que lo haría alguien a quien conocía de la prisión de Lorton. Ésa es la verdad, te juro que lo es. ¡Gary era el jefe, no yo! De pronto Thomas Pierce se mostró casi tierno, con voz suave y tranquilizadora. —Eso ya lo sabía, Simon. No soy estúpido. Ya sabía que Gary te había obligado a hacerlo. Ahora bien, cuando llegaste a casa de los Cross, no fuiste capaz de matarlo, ¿verdad? Habías fantaseado sobre ello, pero luego no pudiste hacerlo. Simon Conklin hizo un gesto de asentimiento. Estaba agotado y asustado. Se preguntaba si Gary habría enviado a aquel loco, y pensó que quizá fuera así. Pierce le hizo señas con la lata de Coca-cola para que continuase hablando, y tomó un trago mientras se disponía a escuchar. —Adelante, Simon, cuéntamelo todo sobre Gary y tú. Conklin estaba llorando, berreaba como un niño, pero estaba hablando. —Cuando éramos pequeños nos pegaban mucho. Éramos inseparables. Y entonces fue cuando Gary quemó su propia casa. Su madrastra estaba dentro con sus dos hijos. Y su padre también. Yo me encargué de vigilar a los dos niños que secuestró en Washington. Y yo fui el que entró en casa de Cross. ¡Tú tenías razón! También podría haber sido Gary. Él lo planeó todo. Por fin Pierce se llevó el magnetófono y lo apagó. —Eso está mucho mejor, Simon. Te creo. Lo que Simon Conklin acababa de decir pareció un buen punto para interrumpir la conversación, un lugar donde terminar. La investigación había acabado. Había demostrado que era mejor que Alex Cross. —Voy a decirte una cosa. Algo asombroso, Simon. Yo creo que me lo agradecerás. Levantó el escalpelo y Simon Conklin trató de retorcerse para esquivarlo. Era consciente de lo que se avecinaba. —Gary Soneji era un gatito comparado conmigo —le dijo Thomas Pierce—. Yo soy el señor Smith. 108 Sampson y yo corrimos por las calles de Princeton sobrepasando casi todos los límites de velocidad. Los agentes que seguían a Pierce le habían perdido el rastro últimamente, lo que significaba que el elusivo Pierce, o el señor Smith, andaba suelto. Pero creían que lo habían encontrado de nuevo, en casa de Simon Conklin. Todo era un caos. Momentos después de llegar nosotros, Kyle dio la señal para entrar en la casa. Se suponía que Sampson y yo éramos «jafos» en la escena del crimen: sólo unos jodidos observadores. Sondra Greenberg estaba allí. También era una jafo. Media docena de agentes del FBI, Sampson, Sondra y yo mismo echamos a correr por el jardín. Nos separamos. Unos fuimos por la parte delantera de la desvencijada casa y otros por la trasera. Nos movíamos rápida y eficientemente, con las pistolas y los rifles dispuestos. Todos llevaban chaquetas con las letras FBI impresas en letras muy grandes en la espalda. —Creo que está aquí —le dije a Sampson—. ¡Me parece que estamos a punto de conocer al señor Smith! El cuarto de estar era más oscuro y más tenebroso de lo que yo lo recordaba de una visita anterior. No vimos a nadie todavía, ni a Pierce, ni a Simon Conklin ni al señor Smith. Parecía que hubiesen arrasado la casa y olía fatal. Kyle hizo una señal con la mano y todos nos desplegamos en abanico y nos pusimos a correr por la casa. El ambiente era tenso e inquietante. —No se ve nada malo, ni tampoco se oye nada malo —masculló Sampson, situado a mi lado—, pero aun así estoy seguro de que está aquí. Yo quería que Pierce cayera, pero aún más quería coger a Simon Conklin. Conklin había entrado en mi casa y había atacado a mi familia. Me hacía falta estar a solas cinco minutos con Conklin. Un momento de terapia… para mí. Quizá pudiéramos hablar de Gary Soneji, de los «grandes», como se llamaban a sí mismos. Un agente nos llamó a voces: —¡El sótano! ¡Aquí abajo! ¡De prisa! Me había quedado sin respiración y estaba dolorido. El costado derecho me ardía como el infierno. Seguí a los demás por unas escaleras estrechas y retorcidas. —¡Dios mío! —le oí exclamar a Kyle, que era quien estaba en cabeza. Vi a Simon Conklin tumbado en una posición de águila, con las alas extendidas en un viejo colchón a rayas azules puesto en el suelo. Al hombre que nos había atacado a mi familia y a mí lo habían mutilado. Gracias a las incontables clases de anatomía que había recibido en John Hopkins, yo estaba mejor preparado que los demás para aquella espeluznante escena del crimen. A Simon Conklin le habían abierto el pecho, el estómago y la zona pélvica como si un médico que fuese un as hubiera acabado de practicar una autopsia allí mismo. —Lo han destripado —murmuró un agente del FBI, y se dio la vuelta para no tener que mirar el cadáver—. ¿Por qué, en nombre de Dios? Simon Conklin no tenía cara. Le habían hecho una incisión enérgica en la cabeza. El corte atravesaba el cuero cabelludo y llegaba sin obstáculos hasta el hueso. Luego le habían tirado del cuero cabelludo para bajárselo sobre la parte delantera del rostro. El cabello largo y negro de Conklin colgaba del cuero cabelludo hasta donde debería haber estado la barbilla. Parecía una barba. Sospeché que aquello significaba algo para Pierce. ¿Qué podría significar para él borrar la cara de un hombre, si es que significaba algo? En el sótano había una puerta de madera sin pintar que era otra salida, pero ninguno de los agentes que estaban apostados en el exterior de la casa le habían visto salir. Varios agentes estaban intentando perseguir a Pierce. Me quedé en el interior con aquel cadáver mutilado, pues en aquel momento no podría haberle ganado una carrera a Nana Mama. Por primera vez en mi vida comprendí cómo sería ser físicamente viejo. —¿Ha hecho esto sólo en un par de minutos? —Preguntó Kyle Craig—. Alex, ¿podría haber trabajado tan de prisa? —Si está tan loco como yo creo que está, sí, podría haberlo hecho. No olvides que hizo esto en la Facultad de Medicina, por no hablar de las demás víctimas. Tiene que ser un hombre increíblemente fuerte, Kyle. No disponía de las herramientas propias de los depósitos de cadáveres, ni tampoco de sierras eléctricas. Ha utilizado sólo un cuchillo y sus propias manos. Yo estaba de pie cerca del colchón y miraba fijamente lo que quedaba de Simon Conklin. Pensé en el cobarde ataque que mi familia y yo habíamos sufrido. Yo había querido cogerlo, pero no de aquel modo. Nadie se merecía aquello. Sólo en Dante había unos castigos tan fieros impuestos a los condenados. Me acerqué más y examiné los restos de Simon Conklin. ¿Por qué estaría Thomas Pierce tan enfadado con Conklin? ¿Por qué lo habría castigado de aquella manera? En el sótano de la casa reinaba un silencio fantasmal. Sondra Greenberg estaba pálida y había tenido que apoyarse en una pared del sótano. Yo pensaba que ya estaría acostumbrada a escenas del crimen parecidas a aquélla, pero quizá eso no fuera posible para nadie. Tuve que aclararme la garganta antes de estar en condiciones de poder hablar. —Le ha cortado el cuadrante frontal del cráneo —apunté—. Le ha practicado una craneotomía frontal. Parece que Thomas Pierce está volviendo a ejercer la medicina. 109 Conocía a Kyle Craig desde hacía diez años y había sido su amigo casi durante todo aquel tiempo. Nunca lo había visto tan turbado y desconsolado por ningún caso anteriormente, por muy difícil o espantoso que fuera. La investigación de Thomas Pierce había arruinado su carrera, o por lo menos eso pensaba él, y puede que tuviera razón. —¿Cómo demonios logra escaparse siempre? —le pregunté. Seguíamos en Princeton a la mañana siguiente, y estábamos desayunando en PJ’s Pancake House. La comida era excelente, pero yo no tenía apetito. —Eso es lo peor de todo: que él sabe todo lo que vamos a hacer. Se anticipa a nuestras acciones y procedimientos. Era uno de los nuestros. —Puede que realmente sea un extraterrestre —le comenté a Kyle, que asintió con cansancio. Kyle siguió comiéndose en silencio lo que le quedaba de los huevos blandos y líquidos. Tenía la cara muy inclinada sobre el plato de comida. No era consciente de lo cómicamente deprimido que parecía. —Esos huevos deben de estar realmente buenos —le dije finalmente para romper el silencio con algo que no fuera el ruido que producía el tenedor de Kyle al tocar el plato. Me miró con aquella acostumbrada mirada inexpresiva tan propia de él. —Realmente lo he embarullado todo, Alex. Tendría que haber cogido a Pierce cuando se me presentó la ocasión. Ya hablamos tú y yo de ello en Quantico. —Pero habrías tenido que soltarlo, ponerlo en libertad al cabo de unas horas. ¿Y qué habrías hecho? No podías mantener a Pierce bajo vigilancia eternamente. —Burns, el director, quería sancionar a Pierce, quería expulsarlo, pero yo me opuse rotundamente. Creí que podría cogerlo. Le dije a Burns que lo cogería. Hice un gesto de contrariedad con la cabeza. No podía creer lo que acababa de oír. —¿El director del FBI aprobó que Pierce recibiera una sanción? Caramba. Kyle se pasó la lengua adelante y atrás sobre los dientes. —Sí, y no sólo Burns. Llegó incluso al despacho del ministro de Justicia. Y sabe Dios dónde más. Yo los tenía convencidos de que Pierce era el señor Smith, pero de algún modo la idea de que un agente del FBI fuese además un asesino múltiple no les sentó muy bien. Ahora ya no podremos cogerlo nunca. No hay una pauta auténtica. Alex, por lo menos nada que podamos seguir. No hay manera de seguirle el rastro. Se está riendo de nosotros. —Sí, es lo más probable —convine—. Definitivamente es un hombre competitivo a cierto nivel. Le gusta sentirse superior. Pero en esto hay mucho más. Había estado pensando en la posibilidad de alguna clase de pauta abstracta o artística desde la primera vez que oí hablar de aquel caso tan complicado. Conocía bien la teoría de que cada asesinato era diferente, y lo que es peor, parecía arbitrario. Eso hacía que Pierce fuera casi imposible de atrapar. Sin embargo, cuanto más pensaba en aquella serie de asesinatos, y especialmente en la historia de Thomas Pierce, más sospechaba yo que tenía que haber una pauta, una misión detrás de todo aquello. Y lo que sucedía era, sencillamente, que el FBI no había sabido verla. Y ahora se me estaba escapando a mí también. —¿Qué quieres hacer, Alex? —Me preguntó finalmente Kyle—. Si no quieres trabajar más en esto, si no estás dispuesto a hacerlo, lo comprenderé. Pensé en mi familia, que estaba en casa, en Christine Johnson y en las cosas que habíamos hablado, pero no veía cómo podía retirarme de aquel horrible caso justo entonces. También tenía miedo de que Pierce se tomase el desquite. No había modo de predecir cómo podría reaccionar ahora. —No, pero me quedaré contigo unos días. Estaré cerca, Kyle. Pero no te prometo nada más. Mierda, odio haberte dicho eso. ¡Maldita sea! Me puse a aporrear la mesa, y los platos y cubiertos saltaron en la misma. Por primera vez aquella mañana, Kyle esbozó lo que parecía una media sonrisa. —Entonces, ¿qué planes tienes? Dime lo que vas a hacer. Hice un gesto de asentimiento con la cabeza. Seguía sin creer que estuviera haciendo aquello. —Mi plan es como sigue. Me voy a mi casa a Washington y eso no es negociable. Mañana o pasado mañana iré en avión a Boston. Quiero ver el apartamento de Pierce. Él quiso ver mi casa, ¿no es cierto? Luego, ya veremos, Kyle. Por favor, sujeta con una correa a los hombres que están buscando pruebas para ti antes de que yo llegue a su apartamento. Que miren, que tomen fotografías, pero que no toquen nada. El señor Smith es un hombre muy ordenado. Quiero ver qué aspecto tiene la casa de Pierce, cómo la ha arreglado para nosotros. Kyle había vuelto a poner aquella cara inexpresiva, muy seria, que en realidad yo prefería. —No le cogeremos, Alex. Ha recibido un aviso. De ahora en adelante tendrá más cuidado. Puede que desaparezca como ocurre con algunos asesinos, que sencillamente desaparecen de la faz de la tierra. —Eso estaría muy bien —le dije—, pero no creo que sea lo que ocurra. Hay una pauta en todo esto, Kyle. Lo que pasa es que no la hemos encontrado. 110 Como dicen en el salvaje oeste, hay que volver a subirse inmediatamente al caballo que te ha tirado. Pasé dos días en Washington, pero me parecieron más bien un par de horas. Todos estaban enfadados conmigo por haber decidido unirme a la cacería. Nana, los niños, Christine. Qué se le va a hacer. Cogí el primer vuelo a Boston y a las nueve de la mañana estaba en el apartamento de Thomas Pierce, en Cambridge. Aunque de mala gana, el caballero andante volvía a entrar en acción. El plan original de Kyle Craig para capturar a Pierce era uno de los más audaces que habían salido nunca del normalmente conservador Bureau Federal, pero probablemente tenía que ser así. La pregunta que había que hacerse ahora era: ¿había conseguido Thomas Pierce salir de la zona de Princeton de algún modo? ¿O seguiría todavía allí? ¿Habría dado un rodeo para regresar a Boston? ¿Habría huido a Europa? Nadie lo sabía con certeza. También era posible que no tuviéramos noticias de Pierce ni del señor Smith durante mucho tiempo. Pero había una pauta. Lo único que teníamos que hacer era encontrarla. Pierce e Isabella Calais habían vivido juntos durante tres años en un apartamento situado en el segundo piso de una casa de Cambridge. La puerta principal daba a la cocina. Luego venía un pasillo largo, del estilo de las vías de tren. El apartamento era toda una revelación. Había recuerdos y recordatorios de Isabella Calais por todas partes. Era extraño y abrumador, como si aquella mujer siguiera viviendo allí y de pronto pudiera aparecer en cualquiera de las habitaciones. Había fotografías de ella en todas las habitaciones. Conté más de veinte fotos de Isabella en mi primer recorrido, una vuelta rápida de turismo por el apartamento. ¿Cómo podía soportar Pierce tener el rostro de aquella mujer en todas partes, mirándolo, observándolo fijamente en silencio, acusándolo del asesinato más incalificable? En las fotografías, Isabella mostraba un hermoso cabello de color castaño rojizo, cabello que llevaba largo y con una forma perfecta. Tenía una cara preciosa y la sonrisa dulcísima y natural. Era fácil ver cuánto debía de haberla amado Pierce. Pero en algunas imágenes los ojos castaños de la mujer tenían una mirada lejana, como si no estuviera del todo allí. Todo en aquel apartamento hacía que la cabeza me diera vueltas, y también las entrañas. ¿Estaría Pierce intentando decirnos, o quizá decirse a sí mismo, que no sentía absolutamente nada, ni culpa, ni tristeza, ni amor en su corazón? Mientras pensaba en ello, yo mismo me sentí abrumado por la tristeza. Podía imaginarme la tortura que debía de ser la vida de Pierce cada día, sin experimentar nunca auténtico amor ni sentimientos profundos. Con aquella mente tan enloquecida, ¿pensaría Pierce que diseccionando a cada una de sus víctimas encontraría la respuesta a sí mismo? Puede que lo cierto fuera lo contrario. ¿Sería posible que Pierce necesitase sentir la presencia de ella, sentirlo todo con la mayor intensidad imaginable? ¿Habría amado Thomas Pierce a Isabella Calais más de lo que él mismo pensaba que era capaz de amar a nadie? ¿Se habría sentido redimido por ese amor? Cuando se enteró de que ella tenía una aventura amorosa con un médico llamado MartinStraw, ¿se habría vuelto loco y habría llegado al más incalificable de los actos, el asesinato de la única persona a la que había amado en su vida? ¿Por qué se veían las fotografías de ella todavía por todas partes en el apartamento? ¿Por qué habría estado Thomas Pierce torturándose con aquel constante recordatorio? Isabella Calais me miraba mientras yo me movía por todas las habitaciones del apartamento. ¿Qué intentaba decirme? —¿Quién es él, Isabella? —le pregunté en voz baja—. ¿Qué se propone? 111 Comencé un registro más detallado del apartamento. Presté cuidadosa atención no sólo a las cosas de Isabella, sino también a las de Pierce. Como los dos eran estudiantes cuando vivían juntos, no me sorprendieron los libros de texto académicos y los papeles que había por allí. Encontré un curioso anaquel lleno de tubos de ensayo donde había viales llenos de arena tapados con corchos. Cada vial estaba etiquetado con el nombre de una playa diferente: Laguna, Montauk, Normandía, Parma, Virgin Gorda, Oahu. Pensé en la curiosa idea de que Pierce hubiera embotellado algo tan vasto, infinito y aleatorio para darle orden y sustancia. Entonces, ¿cuál era el principio a partir del cual el señor Smith organizaba los asesinatos? ¿Qué podría explicarlos? Había un par de bicicletas de montaña GT Zaskar almacenadas en el apartamento y dos cascos GT Machete. Isabella y Thomas habían viajado juntos en bicicleta por New Hampshire y se habían adentrado en Vermont. Cada vez más, yo estaba seguro de que Pierce había amado profundamente a Isabella. Pero luego aquel amor se había convertido en un odio tan intenso que muy pocos de nosotros éramos capaces de imaginarlo. Recordé aquellos primeros informes de la policía de Cambridge que describían de modo convincente el dolor de Pierce ante la escena del crimen como algo «imposible de fingir». Uno de los inspectores había escrito: «Se halla en estado de shock, sorprendido, con el corazón completamente destrozado. A Thomas Pierce no se le considera sospechoso en este momento». ¿Qué más, qué más? Tenía que haber una pista en aquello. Tenía que haber una pauta. En el pasillo había colgada una cita enmarcada. «Sin Dios, estamos condenados a ser libres». ¿Era de Sartre? Me parecía que sí. Me pregunté a quién representaría realmente aquella cita, al pensamiento de quién. ¿Se la tomaría en serio el propio Pierce o era una broma? «Condenados» era una palabra que me interesaba. ¿Sería Thomas Pierce un hombre condenado? En el dormitorio principal había una librería con la obra en tres volúmenes, bien conservada, de El lenguaje americano, de H. L. Mencken. Descansaba en el estante superior. Era obvio que aquello era una posesión muy apreciada. ¿Habría sido un regalo tal vez? Recordé que Pierce se había especializado en dos asignaturas principales de estudiante: Biología y Filosofía. Los textos de filosofía se veían por todas partes en el apartamento. Leí los autores que había en los lomos: Jacques Derrida, Foucault, Jean Baudrillard, Heidegger, Habermas, Sartre. También había varios diccionarios: francés, alemán, inglés, italiano y español. Una obra compacta, en dos volúmenes, del Oxford English Dictionary, que tenía una letra tan pequeña que venía acompañado de una lupa. También había un diagrama enmarcado del mecanismo de la voz humana sobre la mesa de trabajo de Pierce. Y una cita: «El lenguaje es más que el habla». Encima del escritorio había varios libros del lingüista y activista Noam Chomsky. Lo que yo recordaba de Chomsky era que había sugerido un componente biológico bastante complejo en la adquisición del lenguaje. Tenía una visión de la mente como una especie de juego de órganos mentales. Me parece que eso era lo que decía Chomsky. Me preguntaba qué tendría que ver, si es que tenía algo que ver, Noam Chomsky, o el diagrama del mecanismo de la voz humana, con Smith o con la muerte de Isabella Calais. Me hallaba absorto en mis pensamientos cuando de pronto me sobresaltó un fuerte zumbido. Venía de la cocina, que estaba en el otro extremo del pasillo. Creí que estaba solo en el apartamento, por lo que el zumbido me asustó. Saqué la Glock de la pistolera que llevaba colgada al hombro y eché a andar por el largo y estrecho pasillo. Luego eché a correr. Entré en la cocina con la pistola a punto y entonces comprendí qué era aquel zumbido. Yo había llevado conmigo un ordenador que Pierce se había dejado en la habitación del hotel en Princeton. ¿Lo habría dejado a propósito? ¿Lo había hecho para dejar otra pista? Una alarma especial en el ordenador personal portátil era la fuente del ruido. ¿Nos habría enviado un mensaje? ¿Un fax o un correo de voz? ¿O tal vez alguien le estaba enviando un mensaje a Pierce? ¿Quién le estaría enviando mensajes? Primero comprobé el correo de voz. Era Pierce. Su voz era fuerte, firme y casi tranquilizadora. Era la voz de alguien con dominio de sí mismo y control de la situación. Dadas las circunstancias, aquello de estar oyéndolo yo solo en aquel apartamento resultaba bastante misterioso. »Doctor Cross… o al menos supongo que he llegado a usted. Ésta es la clase de mensajes que yo solía recibir cuando andaba siguiéndole el rastro a Smith. »Desde luego, utilizaba los mensajes para despistar al enviármelos a mí mismo. Quería despistar a la policía, al FBI. Quién sabe, puede que todavía desee hacerlo. »Sea como fuere, aquí está el primer mensaje para usted: Anthony Bruno, de Brielle, en Nueva Jersey. »¿Por qué no se acerca usted a la costa y nos damos juntos un baño? ¿Ha llegado ya a alguna conclusión acerca de Isabella? Ella es importante en todo esto. Hace bien en estar en Cambridge. «Smith Pierce». 112 El FBI me proporcionó un helicóptero del aeropuerto internacional de Logan para que me llevase a Brielle, en Nueva Jersey. Yo estaba desorientado y no había manera de solucionar aquello. Me pasé el vuelo obsesionado con Pierce, con Isabella Calais, con el apartamento que habían compartido, con los estudios de él de Biología y Filosofía moderna, con Noam Chomsky. Yo no lo habría creído posible, ni lo hubiera soñado, pero Pierce ya estaba eclipsando a Gary Soneji y a Simon Conklin. Yo lo despreciaba todo en Pierce, porque había visto las fotos de Isabella Calais. Me puse a escribir en un bloc tamaño folio que tenía ante mí, sobre las rodillas. ¿Extraterrestre? Se identifica con el descriptor. ¿Alienado? ¿Alienado por qué? Infancia y adolescencia idílicas en California. No encaja en ninguno de los perfiles psicopáticos que utilizamos anteriormente. Es un original. Y en secreto él disfruta con eso, ¿no? Ninguna pauta discernible en los asesinatos que los enlacen con una causa psicológica. ¡Los asesinatos parecen hechos al azar, arbitrarios! Él se deleita con su propia originalidad. El doctor Sante, Simon Conklin, ahora Anthony Bruno. ¿Por qué ellos? ¿Cuenta Conklin? Parece imposible predecir el siguiente movimiento de Thomas Pierce. Su próximo asesinato. ¿Por qué ha ido al sur a la costa de Nueva Jersey? Se me había ocurrido que Pierce era oriundo de una ciudad costera. Había crecido cerca de Laguna Beach, en el sur de California. ¿Estaría volviendo a casa, por así decirlo? ¿Era la costa de Nueva Jersey lo más cerca del hogar donde podía llegar… lo más cerca que se atrevía a ir? Yo tenía una razonable cantidad de información sobre sus antecedentes en California antes de que viniera al este. Había vivido en una granja no lejos de las famosas propiedades del Irvine Ranch. Tres generaciones de médicos en la familia. Gente buena y trabajadora. A sus hermanos les iba bien a todos, y ninguno de ellos creía que Thomas fuera capaz de hacer algo así, de toda aquella mutilación y de todos aquellos asesinatos que se le acusaba de haber cometido. Garabateé en mi bloc: El FBI dice que el señor Smith es desorganizado, caótico e impredecible ¿Y si se equivocan? Pierce es el responsable de muchos de los datos que tienen acerca de Smith. Pierce inventó al señor Smith, y luego hizo su perfil. Seguía repasando mentalmente el apartamento que Isabella y él habían compartido. La casa estaba muy pulcra y organizada. El hogar tenía un principio de organización muy definido. Giraba en torno a Isabella: sus fotografías, su ropa, incluso los frascos de perfume seguían en su sitio. El olor de L'Air du Temps y de Je Reviens seguía en el dormitorio hasta aquel momento. Thomas Pierce la había amado. Pierce había amado. Pierce había sentido pasión y emoción. Ésa era otra cosa en la que el FBI estaba equivocado. La había matado porque creyó que la estaba perdiendo, y no podía soportarlo. ¿Fue Isabella la única persona que amó a Pierce en toda su vida? ¡Otra pequeña pieza del rompecabezas de pronto cayó en su sitio! Me sorprendió tanto que exclamé en voz alta en el helicóptero: —¡El corazón ensartado en un arpón! ¡Pierce le había «perforado» el corazón! ¡Dios mío! ¡Pierce había confesado ya desde el primer asesinato! ¡Lo había confesado ya! Había dejado una pista, pero la policía no la había encontrado. ¿Qué más se nos habría escapado? ¿Qué se propondría ahora? ¿Qué se estaba imaginando el señor Smith en aquella cabeza suya? ¿Era todo figurativo para él? ¿Simbólico? ¿Artístico? ¿Estaría creando una especie de lenguaje para que lo siguiéramos? ¿O sería aún más simple? Le había «perforado» el corazón. Pierce quería que lo cogieran. Que lo cogieran y lo castigaran. Crimen y castigo. ¿Por qué no podíamos cogerlo? Aterricé en Nueva Jersey alrededor de las cinco de la tarde. Kyle Craig me estaba esperando sentado en el capó de un coche del Ayuntamiento de color azul oscuro. Bebía cerveza Samuel Adams de una botella. —¿Habéis encontrado ya a Anthony Bruno? —le pregunté mientras me acercaba a él—. ¿Habéis encontrado el cuerpo? 113 «El señor Smith se va a la costa». Sonaba como un cuento infantil sin imaginación. Había suficiente luz de luna como para que Thomas Pierce pudiera recorrer la larga extensión de arena blanca y resplandeciente de Point Pleasant Beach. Acarreaba un cadáver, o lo que quedaba de él. Llevaba a Anthony Bruno cargado sobre la espalda y los hombros. Caminaba justo al sur del popular embarcadero de Jenkinson y del mucho más nuevo Seaquarium. Los soportales entablados del parque de atracciones estaban apretadamente comprimidos a lo largo del lomo de la playa. Los pequeños edificios grisáceos parecían abandonados y mudos con las persianas echadas. Como siempre, tenía alguna música rondándole por la cabeza. Ahora era Clubland, de Elvis Costello, luego la Sonata para piano n.° 21, de Beethoven, luego Mother, Mother , de Tracy Binham. La bestia salvaje que había dentro de él no estaba calmada, ni mucho menos, pero por lo menos podía sentir cierto ritmo. Eran las cuatro menos cuarto de la mañana y ni siquiera los pescadores de caña habían aparecido todavía. De momento sólo había visto un coche patrulla de la policía. Pero bueno, de todos modos la policía de un diminuto pueblo de playa solía ser de chiste. El señor Smith contra los policías de Keystone. Toda aquella zona costera miedosa le recordaba a Laguna Beach, por lo menos a las partes turísticas de Laguna. Todavía podía ver mentalmente las tiendas de surf que salpicaban la autopista de la costa del Pacífico; y los artefactos del sur de California: sandalias Flogo, camisetas Stussy, guantes y trajes de agua, botas de playa, el inconfundible olor de cera para tablas de surf. Pierce era físicamente fuerte, tenía la complexión de un trabajador. Llevaba a Anthony Bruno sobre un hombro sin demasiado esfuerzo. Le había sacado todas las partes vitales, así que ya no quedaba gran cosa de Anthony. Ni corazón, ni hígado, ni intestinos, ni pulmones, ni cerebro. Thomas Pierce pensó en la búsqueda que el FBI seguía llevando a cabo. Se sobrevaloraban las legendarias «cacerías humanas» del Bureau, un remanente de los días de gloria de John Dillinger y Bonnie y Clyde. Él sabía que eso era así después de haber pasado muchos años observando cómo el Bureau perseguía al señor Smith. No lograrían coger nunca a Smith, ni en cien años. E l FBI lo estaba buscando en los lugares equivocados. Seguramente tendrían «números», que significa fuerza excesiva, su maniobra de marca. Estarían por todos los aeropuertos, probablemente esperando que él regresara a Europa. ¿Y qué decir de algunos comodines implicados en la búsqueda, personas como Alex Cross? Cross había tenido sus vacilaciones, de eso no cabía la menor duda. Puede que Cross fuera más de lo que parecía. De cualquier modo se deleitaba con la idea de que el doctor Cross estuviera metido en aquello también. Le gustaba competir. El peso muerto que llevaba a la espalda y al hombro empezaba a cansarle. Ya era casi de día, estaba a punto de amanecer. No convenía que lo encontrasen cargando con un cadáver destripado por Point Pleasant Beach. Acarreó a Anthony Bruno durante otros cincuenta metros hasta la reluciente silla blanca de un salvavidas, un vigilante de la playa. Trepó por los peldaños crujientes de la silla y apuntaló el cuerpo en el asiento. Los restos del cadáver estaban desnudos y expuestos a la vista del mundo. Menuda visión. Anthony era una pista, si alguien del equipo de búsqueda tenía un poco de cerebro y lo utilizaba como es debido. —No soy extraterrestre. ¿Hay alguno de vosotros que pueda entender eso? —Gritó Pierce por encima del firme rugido del océano—. Soy humano. Soy perfectamente normal. Soy exactamente igual que vosotros. 114 Era todo un juego mental, ¿no? Pierce contra el resto de nosotros. Mientras yo estaba en el apartamento de Pierce en Boston, un equipo de agentes del FBI fue al sur de California a ver a la familia de éste. Sus padres todavía vivían en la misma granja, situada entre Laguna y El Toro, donde había crecido Thomas Pierce. Henry Pierce ejercía la medicina, principalmente entre los indigentes trabajadores de las granjas de la zona. Su estilo de vida era modesto y la reputación de la familia, impecable. Pierce tenía un hermano y una hermana mayores que él, que eran también médicos en el norte de California; ambos estaban bien considerados y trabajaban con los pobres. Ninguna de las personas con las que hablaron los analistas de personalidad podía imaginar que Thomas fuera un asesino. Siempre había sido buen hijo y hermano, estudiante dotado, que parecía tener amigos íntimos y ningún enemigo. Thomas Pierce no encajaba en ninguna pauta de asesino con la que yo estuviera familiarizado, no tenía características conocidas. Era un original. «Impecable» era una palabra que destacaba en los informes de los analistas de personalidad del FBI. Quizá Pierce no quisiera ser impecable. Volví a repasar los artículos de noticias y los recortes que hablaban de Pierce pertenecientes a la época del espantoso asesinato de Isabella Calais. Yo archivaba los datos más descorcentantes en fichas de siete centímetros por doce. El paquete iba creciendo rápidamente. Laguna Beach: ciudad costera comercial. Partes parecidas a Point Pleasant y Bay Head. ¿Habría matado Pierce en Laguna en el pasado? ¿Se habría extendido ahora la enfermedad al nordeste? El padre de Pierce era médico. Pierce no llegó a «convertirse» en el doctor Pierce, pero había sido estudiante de medicina y había practicado algunas autopsias. ¿Está buscando su humanidad cuando mata? ¿Está estudiando a los humanos porque tiene miedo de no tener cualidades humanas? De estudiante, antes de licenciarse, se había especializado en dos asignaturas principales: Biología y Filosofía. Era seguidor del lingüista Noam Chomsky. ¿O son los escritos políticos de Chomsky lo que le interesa a Pierce? En su ordenador portátil juega a juegos de palabras y de matemáticas. ¿Qué era lo que se nos estaba escapando de momento? ¿Qué se me estaba escapando a mí? ¿Por qué estaba matando Thomas Pierce a todas esas personas? Era «impecable», ¿no? 115 Pierce robó un BMW descapotable de color verde bosque en la pintoresca, cara y encantadora ciudad costera de Bay Head, en Nueva Jersey. En la esquina de la avenida East y la calle Harris, una situación de primera, hizo un puente y se apoderó del vehículo con tanta habilidad como un carterista de los paseos de tablas en Point Pleasant Beach. Se le daba muy bien aquello, estaba muy dotado para escabullirse. Condujo hacia el oeste por Bricktown a velocidad moderada, hacia la Garden State Parkway. Todo el camino llevó música puesta: Talking Heads, Alanis Morissette, Melissa Etheridge, Blind Faith. La música le ayudaba a sentir algo. Siempre había sido así, desde la época en que era niño. Una hora y cuarto después entró en Atlantic City. Suspiró con placer. Le encantó al instante: la cursilería descarada, la suciedad, la depravación ajada, la falta de alma que había en aquel lugar. Se sentía como si estuviera «en casa», y se preguntó si los genios del FBI habrían relacionado ya la costa de Jersey con Laguna Beach. Al entrar en Atlantic City casi se esperaba ver una extensión de hierba bellamente cuidada que bajase en pendiente hacia el océano. Practicantes de surf con el pelo decolorado y nudoso; jugadores de voleibol jugando en círculo. Pero no, no, aquello era Nueva Jersey. El sur de California, su verdadera casa, quedaba a miles de kilómetros de distancia. No debía confundirse ahora. Cogió habitación en el Bally’s Park Place y una vez en ella, empezó a hacer llamadas telefónicas. Quería «hacer pedidos». Se puso de pie ante un ventanal y estuvo contemplando las olas fantasmales del Atlántico, que castigaban la playa una y otra vez. Playa abajo, a lo lejos, podía ver el Trump Plaza. Los audaces y ridículos apartamentos del ático estaban encaramados en el edificio principal, como una lanzadera espacial dispuesta a despegar. Sí, señoras y señores, claro que había una pauta. ¿Por qué nadie era capaz de descubrirla? ¿Por qué siempre tenían que malinterpretarlo? A las dos de la mañana Thomas Pierce envió a sus perseguidores otro mensaje por correo de voz: «Inez en Atlantic City». 116 ¡Maldito sea! Medio día después de recuperar el cuerpo de Anthony Bruno recibimos el siguiente mensaje de Pierce. Ya había cogido a otro. Inmediatamente nos pusimos en movimiento. Media docena de nosotros corrimos a Atlantic City y rezamos para que él siguiera allí, que alguien llamada Inez no hubiera sido ya asesinada y «estudiada» por el señor Smith para luego tirarla como basura por la noche. Gigantescas vallas de publicidad salpicaban la autopista Atlantic City en toda su extensión. Caesars Atlantic City, Harrah’s, Merv Griffin’s Resorts Casino Hotel, Trump’s Castle, Trump Taj Mahal. Llame al 1-800-GAMBLER. Aquello sí que era gracioso. «Inez, Atlantic City», oía yo una y otra vez dentro de la cabeza. Suena parecido a Isabella. Nos instalamos en la oficina de campaña del FBI, que estaba a sólo unas cuantas manzanas del viejo muelle Steel y del llamado «gran camino de madera». Normalmente allí, en aquella pequeña oficina, solía haber sólo cuatro agentes. Eran expertos en crimen organizado y juegos de azar, y dentro del Bureau no se les consideraba muy activos precisamente. No estaban preparados para un asesino salvaje e impredecible que antes había sido un excelente agente: Alguien había comprado un fajo de periódicos y los había apilado en un alto montón encima de la mesa de juntas. Los titulares de Nueva York, Filadelfia y Jersey dedicaban el día a cosas como las siguientes: ASESINO EXTRATERRESTRE VISITA LA COSTA DE JERSEY ATRACTIVO ASESINO DEL FBI EN ATLANTIC CITY A LA CAZA DEL SEÑOR SMITH: cientos de agentes federales acuden a la costa de Nueva Jersey ¡UN MONSTRUO ANDA SUELTO POR NUEVA JERSEY! Sampson vino a la playa desde Washington. Tenía tantas ganas de coger a Pierce como cualquiera de nosotros. Él, Kyle y yo estuvimos trabajando juntos, y aportamos algunas ideas sobre lo que Pierceseñor Smith podría hacer a continuación. Sondra Greenberg, de la Interpol, también trabajaba con nosotros. Había acusado mucho el cambio horario y tenía profundas ojeras, pero conocía a Pierce y había estado en la mayoría de los lugares donde se habían producido los asesinatos en Europa. —¿No padece desdoblamiento de personalidad? —Quiso saber Sampson—. ¿Smith y Pierce? Dije que no con la cabeza. —Al parecer, tiene control de sus facultades a todas horas. Se inventó a Smith con alguna otra finalidad. —Estoy de acuerdo con Alex —intervino Sondra Greenberg desde el otro lado de la mesa—. Pero… ¿cuál será esa puñetera finalidad? —Sea lo que fuera, el caso es que ha funcionado —intervino Kyle—. Nos ha tenido persiguiendo al señor Smith por medio mundo. Y seguimos persiguiéndolo todavía. Nadie le había tomado nunca el pelo así al Bureau. —¿Ni siquiera el gran Herbert Hoover? —preguntó Sondra, y guiñó un ojo. —Bueno —repuso Kyle con más suavidad—, como puro psicópata, Hoover era cosa única. Yo había vuelto a levantarme y estaba paseando otra vez. Me dolía el costado, pero no quería que lo supiera nadie. De lo contrario intentarían mandarme a casa y harían que me perdiera la diversión. Me permití a mí mismo pasear un poco… a veces eso da resultado. —Está intentando decirnos algo. Se está comunicando de alguna manera extraña. ¿Inez? Ese nombre nos recuerda a Isabella. Él está obsesionado con Isabella. Deberíais ver el apartamento de Cambridge. ¿Será Inez la sustituta de Isabella? ¿Es Atlantic City un sustituto de Laguna Beach? ¿Se ha traído a Isabella a su casa? ¿Por qué iba a traerse a Isabella a su casa? Seguimos así durante rato y rato; corazonadas salvajes, asociación libre, inseguridad, miedo, frustración insoportable. Por lo que yo pude ver, no se dijo nada que mereciera la pena en todo el día y hasta horas avanzadas de la noche, pero quién lo sabía en realidad. Pierce no intentó establecer más contactos. No hubo más mensajes de voz, y eso nos sorprendió un poco. Kyle temía que se hubiera ido de allí y que siguiera moviéndose de un sitio para otro hasta volvernos completamente locos. Seis de nosotros pasamos la noche y parte de la mañana siguiente en la oficina. Dormimos con la ropa puesta, en sillas, en mesas y en el suelo. Me estuve paseando por la oficina, y de vez en cuando salía al camino de tablas reluciente y cargado de niebla. Como último recurso desesperado, compré una bolsa de agua salada Fralinger’s y traté de provocarme el vómito. «¿Qué clase de sistema lógico está utilizando? El señor Smith es su creación, es Mr. Hyde. ¿Cuál es la misión de Smith? ¿Por qué está aquí?», me preguntaba de vez en cuando hablando conmigo mismo mientras paseaba por el camino de tablas, en su mayor parte desierto. «¿Inez es Isabella?». Era imposible que fuese tan simple, pues Pierce no nos lo iba a poner fácil. «Inez no es Isabella. Entonces… ¿por qué Pierce sigue matando una y otra vez?». Me encontré en la esquina de Park Place y Boardwalk, y eso finalmente me hizo esbozar una sonrisa. Monopoly. ¿Otra clase de juego? ¿Es eso? Volví despacio a la oficina de campaña del FBI y me puse a dormir un poco. Pero ni mucho menos lo suficiente. Unas horas, como mucho. Pierce estaba allí. Y también el señor Smith. 117 «Una región llana, todavía arenosa, todavía llena de prados… una soberbia extensión de playa oceánica… kilómetros y kilómetros de playa. El sol brillante, las olas con la cresta blanca, la espuma, la vista, una vela aquí y otra allá, a lo lejos». Eso había escrito Walt Whitman sobre Atlantic City cien años antes. Sus palabras estaban inscritas ahora en la pared de un puesto de pizzas y perros calientes. A Whitman le hubiera afligido ver sus palabras en semejante telón de fondo. Alrededor de las diez me fui a dar otro paseo yo solo por el camino de tablas de Atlantic City. Era sábado, y hacía tanto calor y tanto sol que la playa ya estaba salpicada de bañistas y de personas bronceándose. Todavía no habíamos encontrado a Inez. No teníamos ni una sola pista. Ni siquiera sabíamos quién era. Yo tenía la incómoda sensación de que Thomas Pierce nos estaba vigilando, o de que podía toparme con él súbitamente entre la multitud, densa y abrasada de calor. Llevaba conmigo el busca por si Pierce intentaba ponerse en contacto con nosotros en la oficina de campaña. No había nada más que hacer de momento. Pierce-señor Smith controlaba la situación y nuestras vidas. Un loco controlaba el planeta. O al menos eso parecía. Me detuve cerca del Steeplechase Pier y el hotel Resorts Casino. La gente estaba jugando bajo el sol caliente en las olas altas y ondulantes. Parecían estar divirtiéndose y no daba la impresión de que tuvieran ni una preocupación en el mundo. Qué bien para ellos. Así era como debía ser, y ello me recordó a Jannie y a Damon, a mi familia, y a Christine. Ella quería desesperadamente que yo dejase aquel oficio, y yo no podía culparla por ello. Pero no sabía si podría huir alguna vez del trabajo policial. Me preguntaba por qué eso era así. Médico, cúrate a ti mismo. Quizá lo hiciera algún día no muy lejano. Mientras continuaba caminando por el camino de tablas, traté de convencerme de que todo lo que podía hacerse para capturar a Pierce se estaba haciendo. Pasé por un Fralinger’s y por una tienda de James Candy. Y por la antigua Peanut Shoppe, donde alguien vestido de señor Peanut iba dando tumbos en aquel calor de treinta y cinco grados. Sonreí al ver más adelante el museo Ripley’s Believe It or Not, lo creas o no, donde puede verse un mechón de cabello de George Washington y una mesa de ruleta hecha de caramelos de goma en forma de judías. No, yo no podía creerlo. No creía que ninguno de los que formábamos parte del equipo de emergencias lo creyera, pero allí estábamos. Salí bruscamente de mi ensimismamiento cuando el avisador vibró contra mi pierna. Corrí hasta un teléfono cercano y llamé a la oficina. Pierce había dejado otro mensaje. Kyle y Sampson ya habían salido al camino de tablas. Pierce estaba cerca del muelle Steel. ¡Y afirmaba que Inez estaba con él! ¡Decía que todavía podíamos salvarlos! Pierce dijo específicamente «salvarlos». Yo no debería haber ido corriendo por ahí de aquel modo, pues el costado empezó a latirme y a dolerme terriblemente. Nunca había estado tan en baja forma en toda mi vida, y no me gustaba aquella sensación. Nunca antes me había sentido tan vulnerable y relativamente indefenso. Finalmente lo comprendí. En realidad lo que me daba miedo eran Pierce y el señor Smith. Cuando llegué cerca del muelle Steel estaba empapado de sudor y me costaba gran esfuerzo respirar. Me quité la camisa y me metí entre la multitud con el pecho desnudo. Me abrí camino pasando por autobuses pequeños al antiguo estilo y por furgonetas más modernas, pasé junto a bicicletas tándem y junto a personas que corrían. Yo tenía vendas y esparadrapos por todas partes y debía de parecer que me hubiera escapado de algún hospital. Aun así era difícil llamar la atención en una playa como la de Atlantic City. Un vendedor de helados que llevaba una caja al hombro pregonaba: «¡Aten la lengua a un trineo! ¡Compren aquí sus Fudgie Wudgies!». ¿Estaría Thomas Pierce mirándonos y riéndose? Podía ser el hombre de los helados, o cualquier otro de los que estaban en aquella escena de gentío frenético. Me puse las manos como visera y miré a un lado y a otro por la playa. Vi policías y agentes del FBI que se mezclaban con la multitud. Debía de haber por lo menos cincuenta mil personas tomando el sol en la playa. Me llegaba débilmente el sonido de timbres electrónicos procedente de las máquinas tragaperras de uno de los hoteles cercanos. Inez. Atlantic City. ¡Dios mío! Un loco suelto cerca del famoso muelle Steel. Busqué a Sampson o a Kyle, pero no vi a ninguno de los dos. Busqué a Pierce, y a Inez, y al señor Smith. Oí una voz fuerte y me detuve en seco: —Les habla el FBI. 118 La voz resonó por un altavoz, probablemente de uno de los hoteles, o quizá de la policía. —Les habla el FBI —anunció Kyle Craig—. Algunos de nuestros agentes están en la playa ahora. Cooperen con ellos y también con la policía de Atlantic City. Hagan cualquier cosa que les pidan. No hay motivo para preocuparse en exceso. Por favor, cooperen con los agentes de policía. La multitud se sumió en un silencio extraño. Todo el mundo miraba a su alrededor en busca de agentes del FBI. No, no había motivo para preocuparse «en exceso…» a menos que consiguiésemos encontrar a Pierce. A menos que descubriéramos al señor Smith operando a alguien en medio de aquella multitud que llenaba la playa. Me acerqué al famoso muelle de atracciones, donde de niño vi al famoso caballo buzo. La gente se había parado entre las olas bajas y miraba hacia la orilla. Aquello me recordaba a la película Tiburón. Allí Thomas Pierce tenía el control. Un helicóptero Belljet negro revoloteaba a menos de setenta metros de la costa. Un segundo helicóptero apareció a la vista procedente del nordeste. Se acercó al primero, luego se alejó revoloteando en dirección al complejo del hotel Taj Mahal. Distinguí unos cuantos tiradores de élite en posición dentro de los helicópteros. Pero también podría distinguirlos Pierce y la gente que estaba en la playa. Yo sabía que había francotiradores en los hoteles cercanos, y Pierce también lo sabría. Era del FBI. Sabía todo lo que hacíamos. Ésa era la ventaja que tenía y estaba utilizándola contra nosotros. Él estaba ganando. Se formó un tumulto cerca del muelle. Algunas personas empujaban para acercarse a ver, mientras que otras se alejaban tan de prisa como podían. Avancé hacia allí. El nivel de ruido de la multitud de la playa iba en aumento otra vez. En Vogue sonaba en un radiocasete. El olor a algodón de azúcar, cerveza y perritos calientes era espeso en el aire. Eché a correr hacia el muelle Steel, acordándome del caballo buzo, de Lucy y del Elefante de Margate, tiempos mejores de hacía mucho tiempo. Vi a Sampson y a Kyle más adelante. Estaban inclinados sobre algo. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios, no! ¡Inez, Atlantic City! El pulso se me aceleró hasta ponérseme fuera de control. Aquello no era bueno. Una adolescente de pelo oscuro sollozaba contra el pecho de un hombre mayor que ella. Otros miraban boquiabiertos el cadáver que había sido torpemente envuelto en toallas de playa. No podía imaginarme cómo había llegado hasta allí… pero el caso era que allí estaba. Inez, Atlantic City. Tenía que ser ella. La mujer asesinada tenía el pelo rubio oxigenado y aparentaba poco más de veinte años. Era difícil decirlo, pues tenía la piel violácea y cerúlea. Los ojos se le habían aplanado a causa de la pérdida de líquido. Tenía los labios y las uñas pálidos. Pierce había operado a Inez: las costillas y el cartílago cortados de modo que quedaban a la vista los pulmones, el esófago, la tráquea y el corazón. Inez suena parecido a Isabella. Pierce sabía eso. A Inez no le había sacado el corazón. Los ovarios y las trompas de Falopio estaban pulcramente extendidos fuera del cuerpo. Las trompas parecían un juego de pendientes y collar. De pronto, los bañistas se pusieron a apuntar hacia algo que había fuera, en el océano. Me volví y miré hacia arriba protegiéndome los ojos con una mano. Una avioneta avanzaba perezosamente desde el norte a lo largo de la línea de la costa. Era la clase de avioneta que se alquila normalmente para remolcar mensajes comerciales. La mayoría de éstos, rotulados en banderas de diez o doce metros, anunciaban los hoteles, los bares locales, los restaurantes y los casinos de la zona. Una bandera ondeaba detrás de la lenta avioneta que se iba acercando cada vez más. Yo no podía creer lo que estaba leyendo. Era otro mensaje. «¡El señor Smith se ha ido por ahora! Díganle adiós con la mano». 119 A la mañana siguiente temprano me dirigí a casa, a Washington. Necesitaba ver a los niños, necesitaba dormir en mi propia cama, apartarme un poco, mantenerme lejos de Thomas Pierce y de su monstruosa creación, el señor Smith. Inez resultó ser una azafata de un servicio local. Pierce la había llamado a su habitación en Ballys Park Place. Yo estaba empezando a creer que sólo ahora Pierce podía encontrar intimidad con sus víctimas, pero… ¿qué le impulsaba a cometer aquellos horripilantes asesinatos? ¿Por qué Inez? ¿Por qué la costa de Jersey? Yo tenía que escapar durante un par de días, aunque fuera durante unas horas, si eso era lo único que podía conseguir. Por lo menos no habíamos recibido otro nombre, otro lugar a donde salir corriendo. Llamé a Christine desde Atlantic City y le pregunté si quería cenar con mi familia aquella noche. Me contestó que sí, que le gustaría mucho. Me dijo que iría con «cascabeles puestos». Aquello me sonó increíblemente bien. La mejor medicina que podía imaginar para mis males. Conservé el sonido de su voz en mi cabeza durante todo el camino a Washington. Christine estaría allí con los cascabeles puestos. Damon, Jannie y yo pasamos una mañana frenética preparándonos para la fiesta. Fuimos a comprar comestibles en Citronella, y luego al Giant. Veni, vidi, Visa. Casi me había quitado de la cabeza a Pierce-señor Smith, aunque tenía que seguir llevando la semiautomática en una pistolera de tobillo para ir a comprar comestibles. En el Giant, Damon se adelantó para buscar R.C. Cola y tortilla chips. Entonces Jannie y yo aprovechamos la oportunidad para mantener una conversación. Sabía que ella se moría por un poco de conversación. Siempre se lo noto. Tiene una imaginación estupenda y superactiva, y yo estaba impaciente por oír lo que había en aquella cabecita. Jannie se encargaba de empujar el carrito de la compra, cuya asa de metal le llegaba justo por encima del nivel de los ojos. Miraba fijamente el inmenso despliegue de cereales que había en el pasillo donde estábamos en busca de las mejores ofertas. Nana Mama le había enseñado el fino arte de comprar comestibles, y Jannie sabe hacer la mayoría de los cálculos matemáticos mentalmente. —Háblame —le dije—. Mi tiempo es tuyo. Papá está en casa. —Eso hoy. Me tiró aquella pelota justo más allá de la red, y me pasó rozando los pies. —No es fácil ser verde —le dije. Era una de nuestras frases favoritas, saludos de la rana Gustavo. Jannie se encogió de hombros despreciándola. No había ganga. Nada de ofertas fáciles. —¿Estáis enfadados conmigo Damon y tú? —le pregunté en el más suave de los tonos—. Dime la verdad, amiguita. Jannie se suavizó un poco. —Oh, no es exactamente eso, papá. Tú lo haces lo mejor que puedes —me explicó, y finalmente me miró—. Tú lo intentas, ¿no es cierto? Pero nos resulta bastante difícil cuando estás lejos de casa. Te echo de menos. Las cosas no son lo mismo cuando tú no estás. Moví la cabeza, sonreí y me pregunté de dónde sacaba gran parte de las cosas que pensaba. Nana Mama juraba que Jannie tenía mente propia. —¿Te parecen bien los planes que hemos hecho para la cena? —le pregunté con pies de plomo. —Oh, absolutamente —repuso, de pronto muy sonriente—. Eso no es problema. A mí me encantan las cenas. —¿Y a Damon? ¿No le importa a tu hermano que Christine venga hoy a cenar? —le pregunté a mi confidente. —Está un poco asustado porque ella es la directora de nuestro colegio. Pero también le parece muy bien, está tranquilo. Ya conoces a Damon. Es un hombre. Asentí. —Está tranquilo. Entonces, ¿la cena no es un problema? ¿No estáis ni siquiera un poco asustados? Jannie dijo que no con la cabeza. —No. Por eso no. A mí no me asustan las cenas. Una cena es una cena. Tío, qué lista era, y qué sutil para su edad. Era como hablar con un adulto muy prudente. Ya era poetisa, y también filósofa. Algún día les haría la competencia a Maya Angelou y a Toni Morrison. Eso me encantaba de mi hija. —¿Tienes que seguir persiguiendo a ese tipo? ¿A ese falso señor Smith? —me preguntó por fin Jannie. Y se respondió a sí misma—: Supongo que sí. Repetí lo que ella me había dicho antes. —Lo hago lo mejor que puedo. Jannie se puso de puntillas. Me incliné un poco hacia ella, pero no tanto como solía hacerlo antes. Mi hija me dio un beso en la mejilla, un bonito «beso sonoro», como ella suele llamar a los besos. —Eres las rodillas de la abeja —me dijo. Era una de las cosas que a Nana más le gustaba decir, y Jannie había adoptado la frase. —¡Buu! Damon se asomó por el pasillo donde estaba la soda con intención de darnos un susto. La cabeza le quedaba enmarcada en un mar rojo, blanco y azul de latas y botellas de Pepsi. Tiré de él hacia mí, y también le di un beso en la mejilla. Le di un beso en lo alto de la cabeza, lo abracé como me habría gustado que me hubiera abrazado mi padre hacía mucho tiempo. Estábamos dando un espectáculo en el pasillo de la tienda de comestibles. Un bonito espectáculo. Dios mío, cuánto los quería a los dos, y qué continuo dilema me presentaba aquel hecho. La Glock que llevaba en el tobillo me pesaba una tonelada y me quemaba como un atizador recién sacado del fuego. Deseaba tremendamente quitarme aquel arma y no volver a ponérmela. Pero sabía que no podía hacerlo. Allí afuera, en alguna parte, seguía Thomas Pierce, el señor Smith y los demás. Por algún motivo, a mí me daba la impresión de que era responsabilidad mía alejarlos a todos ellos, hacerles las cosas un poco más seguras a todos. —Tierra a papá —oí que decía Jannie. Tenía el entrecejo ligeramente fruncido—. ¿Ves? Has vuelto a marcharte. Estabas con el señor Smith, ¿verdad? 120 «Christine puede salvarte. Si alguien puede, si es posible que te salven en este punto de tu vida». Aquella tarde llegué a la casa de Christine alrededor de las seis y media. Le había dicho que iría a recogerla a Mitchelville. Me dolía el costado otra vez y me sentía definitivamente como si fuese mercancía estropeada, pero no estaba dispuesto a perderme aquello por nada. Acudió a abrirme la puerta ataviada con un vestido de color mandarina y alpargatas de tacón. Estaba mejor que fantástica. Llevaba un prendedor con cascabeles de plata pequeñitos. Efectivamente, se había puesto cascabeles. —Cascabeles —le comenté sonriendo. —Puedes estar seguro. Veo que te pensabas que lo decía en broma. La cogí entre mis brazos allí mismo, en la rampa de ladrillo rojo de la entrada, rodeados de flores rojas y blancas y de rosas trepadoras. Estreché a Christine con fuerza contra mi pecho y empezamos a besarnos. Me perdí en su boca suave y dulce, en sus brazos. Acerqué las manos a su cara, acariciándole con suavidad la línea de los pómulos, la nariz, los párpados. Aquella impresión de intimidad resultaba extraña y abrumadora. Era buena, magnífica, y había estado ausente durante un largo tiempo. Abrí los ojos y vi que Christine me estaba mirando. Tenía los ojos más expresivos que había visto nunca. —Me encanta la forma en que me abrazas, Alex —me confió en un susurro, pero con los ojos decía muchas más cosas—. Me encanta tu contacto. Entramos en la casa y nos besamos de nuevo. —¿Tenemos tiempo? —preguntó ella riendo. —Ssst. Sólo alguien que estuviese loco no lo tendría. Y nosotros no estamos locos. —Claro que sí. El vestido de vivo color mandarina cayó al suelo. Me gustaba el tacto del shantung, pero la piel desnuda de Christine tenía un tacto todavía mejor. Se había puesto perfume Shalimar, y eso también me gustaba. Tuve la sensación de que ya había estado allí con Christine antes, quizá en sueños. Era como si llevase imaginando aquel momento mucho tiempo y ahora por fin sucediera. Me ayudó a quitarle el sujetador de encaje de medias copas. Hicimos que las bragas a juego se deslizasen hacia abajo, dos pares de manos trabajando juntas. Luego quedamos desnudos, excepto por el collar de cuerda con un ópalo de fuego que Christine llevaba alrededor del cuello. Recordé un poema, algo mágico acerca de la desnudez de los amantes, pero con el toque de una joya para encender la pasión. ¿Baudelaire? La mordí suavemente en un hombro. Christine me mordió a su vez. Yo estaba tan excitado que la erección me dolía, pero el dolor era exquisito, el dolor tenía su propio y rudo poder. Yo amaba a aquella mujer por completo, y también me excitaba cada centímetro de su ser. —Me estás volviendo un poco loco, ¿sabes? —le susurré. —Ah. ¿Sólo un poco? Le recorrí los pechos y el estómago con los labios. Estaba ligeramente perfumada. La besé entre las piernas y Christine empezó a pronunciar mi nombre con suavidad, luego con menos suavidad. La penetré mientras estábamos de pie contra la pared de color crema del cuarto de estar; parecía que empujásemos nuestros cuerpos dentro de la pared. —Te quiero —le dije en un susurro. —Te quiero, Alex. Christine era fuerte, suave y grácil, todo al mismo tiempo. Bailamos, pero no en sentido metafórico. Estuvimos bailando de verdad. A mí me encantaba el sonido de su voz, los gritos suaves, la canción que cantaba cuando estaba conmigo de aquel modo. Poco después yo también estaba cantando. Había vuelto a encontrar mi voz por primera vez en muchos años. No sé cuánto tiempo estuvimos así, pues el tiempo no formaba parte de aquello. Había en ello algo eterno, y también había en ello algo muy real y muy en el presente. Christine y yo estábamos empapados. Hasta la pared situada detrás de mí se había puesto resbaladiza y mojada. El ataque salvaje del principio, aquella forma de mecerse y balancearse, se había ido convirtiendo en un ritmo más lento que era todavía más fuerte. Yo sabía que la vida no era lo que tenía que ser sin aquella clase de pasión. Apenas me movía dentro de Christine. Me abrazó con más fuerza y me pareció que podía sentir sus bordes. Me hundí más en ella y Christine pareció hincharse a mi alrededor. Empezamos a movernos el uno contra el otro, tratando de acercarnos más. Nos estremecimos y nos acercamos aún más. Christine alcanzó el clímax y acto seguido los dos tuvimos el orgasmo juntos. Bailamos y cantamos. Sentí que me derretía dentro de Christine mientras los dos susurrábamos «Sí, sí, sí, sí, sí, sí». Nadie podía tocarnos allí, ni Thomas Pierce ni nadie. —Oye, ¿te he dicho que te quiero? —Sí, pero dímelo otra vez. 121 Los niños son muchísimo más listos de lo que solemos pensar. Los niños, sencillamente, lo saben todo, y a menudo lo saben antes que nosotros. —¡Llegáis tarde! ¿Habéis tenido un pinchazo… o es que os habéis estado besuqueando? —quiso saber Jannie en cuanto entramos por la puerta principal. Mi hija es capaz de decir cosas terribles y a pesar de todo salirse con la suya. Y como lo sabe, lo hace cada vez que tiene ocasión. —Pues hemos estado besuqueándonos —le contesté—. ¿Estás satisfecha? —Sí —dijo Jannie sonriendo—. En realidad, ni siquiera llegáis tarde. Llegáis justo a la hora. Un cronometraje perfecto. La cena con Nana y los niños no supuso ninguna decepción. Fue un rato divertido y agradable. Era exactamente lo que significa estar en el hogar. Todos arrimamos el hombro y pusimos la mesa, servimos la comida y luego comimos con temerario abandono. La cena consistió en filetes de pez espada, patatas guisadas, guisantes de verano y galletas de mantequilla. Todo se sirvió muy caliente, expertamente preparado por Nana, Jannie y Damon. El postre fue la tarta de merengue de limón de Nana, famosa en el mundo entero. La hizo especialmente para Christine. Creo que la palabra sencilla y a la vez compleja que estoy buscando es «gozo». Se hacía evidente alrededor de la mesa a la hora de la cena. Lo noté en los ojos brillantes y animados de Nana, Damon y Jannie. Ya lo había visto en los ojos de Christine. La estuve observando durante la cena y se me ocurrió que ella podría haber sido alguien famoso en Washington, cualquier cosa que hubiese querido ser. Había elegido ser maestra y eso me encantaba de ella. Repetimos las mismas historias que habían estado en nuestra familia durante años, y que siempre se repiten en esas ocasiones. Nana se mostró animada y divertida toda la noche. Nos dio su mejor consejo respecto al hecho de envejecer: —Si no os acordáis de algo, olvidadlo. Más tarde estuve tocando el piano y cantando canciones de rythm and blues. Jannie se lució y dio una versión en jazz del cakewalk de Bluberry Hill. Incluso Nana hizo un minuto de jitterbugging mientras protestaba: —En realidad no sé bailar, nunca he sabido bailar —nos decía mientras bailaba de maravilla. Un momento, una imagen, sobresale en mis recuerdos y estoy seguro de que permanecerá ahí hasta el día en que me muera. Fue justo cuando hubimos acabado de cenar y estábamos limpiando la cocina. Yo fregaba los platos y, cuando extendí el brazo para coger otra fuente, me detuve a mitad del movimiento, pues me había quedado helado momentáneamente. Jannie estaba en los brazos de Christine, y las dos estaban preciosas juntas. Yo no tenía ni idea de cómo Christine había llegado allí, pero las dos estaban riendo y todo parecía muy natural y real. Como nunca me había ocurrido antes, comprendí lo mucho que estaban perdiéndose Jannie y Damon al no tener una madre. Gozo, ésa es la palabra. Tan fácil de decir, tan difícil de encontrar en la vida a veces. Por la mañana yo tenía que volver al trabajo. Seguía siendo el cazador de dragones. 122 Me encerré para pensar, para obsesionarme tranquilamente con Thomas Pierce y el señor Smith. Le hice algunas sugerencias a Kyle Craig sobre los movimientos que era posible que Pierce hiciera y las precauciones que debería tomar. Se enviaron agentes a vigilar el apartamento que Pierce tenía en Cambridge. Otros hombres se instalaron cerca de la casa de los padres de Pierce, a las afueras de Laguna Beach, e incluso otros se situaron junto a la tumba de Isabella Calais. ¡Pierce había estado apasionadamente enamorado de Isabella Calais! ¡Para él aquella mujer había sido la única! ¡Isabella y Thomas Pierce! Ésa era la clave: el amor obsesivo que Pierce sentía por ella. Pierce sufre a causa de un insoportable sentimiento de culpa, escribí en mi bloc de notas. Si mi hipótesis era acertada… entonces… ¿qué pistas faltaban? Allá en Quantico un equipo de analistas de la personalidad intentaba resolver el problema sobre el papel. Todos habían trabajado de cerca con Pierce en la Unidad de Ciencia del Comportamiento. No había absolutamente nada en los antecedentes de Pierce que tuviese que ver con los asesinos psicópatas con los que habían tenido que tratar anteriormente. Nadie había abusado de Pierce nunca, ni física ni sexualmente. En sus antecedentes no había violencia de ninguna clase. Por lo menos que supiéramos. No había ninguna advertencia, el menor indicio ni señal de locura hasta que todo aquello estalló. Era un original. Nunca había habido un monstruo parecido a él. No había precedentes. Escribí: Thomas Pierce estaba profundamente enamorado. Tú también estás enamorado. ¿Qué significaría asesinar a la única persona en el mundo a la que amabas? 123 No lograba sentir la menor simpatía, la menor comprensión, ni siquiera un mínimo de empatía clínica hacia Pierce. Lo despreciaba a él y a sus asesinatos crueles y a sangre fría más que a ninguno de los otros asesinos a los que había hecho caer… incluido Soneji. Kyle Craig y Sampson sentían lo mismo que yo, e igual les ocurría a la mayoría de los que pertenecían al Bureau Federal, en especial a las buenas personas de la Unidad Ciencia del Comportamiento. Ahora éramos nosotros los que estábamos rabiosos. Estábamos obsesionados con parar a Pierce. ¿Acaso estaría él utilizando eso para aporrearnos el cerebro? Al día siguiente volví a trabajar en casa. Me encerré con mi ordenador, algunos libros y los blocs con las notas que había tomado en las escenas de los crímenes. Sólo salí en una ocasión para acompañar a Damon y a Jannie al colegio, y después para desayunar rápidamente con Nana. Tenía la boca llena de huevo escalfado cuando Nana se inclinó sobre la mesa de la cocina y me lanzó uno de sus famosos ataques para desenmascarar. —¿Estoy en lo cierto si digo que resulta evidente que no quieres comentar conmigo ese caso de asesinato que te traes entre manos? —me preguntó. —Preferiría hablar del tiempo o de cualquier otra cosa. Tu jardín está precioso. Tienes el pelo muy bonito. —A todos nos gusta mucho Christine, Alex. Esa chica nos ha cautivado. Te lo digo por si quieres saberlo, porque se te ha olvidado preguntárnoslo. Creo que es lo mejor que te ha ocurrido desde Maria. Así que ¿qué vas a hacer al respecto? ¿Qué planes tienes? Puse los ojos en blanco, pero tuve que sonreír ante la ofensiva de Nana. —Primero voy a acabar este delicioso desayuno que me has preparado. Luego tengo cierto trabajo difícil que hacer arriba. ¿Qué te parece? —Debes tener cuidado de no perder a esa chica, Alex. No hagas eso —me aconsejó y me advirtió al mismo tiempo Nana—. Pero ya veo que no quieres escuchar a una vieja decrépita. ¿Qué sé yo al respecto? Yo sólo cocino y limpio por aquí. —Y hablas —puntualicé yo con la boca llena—. No olvides que hablas, vieja. —No sólo hablo, hijito. Hago análisis psicológicos muy profundos, a veces animo las cosas cuando hace falta y doy expertos consejos y guía. —Tengo una táctica —le dije. Y lo dejé ahí. —Será mejor que tengas una táctica para ganar. —Nana siempre tenía que decir la última palabra en cualquier asunto—. Alex, si la pierdes, nunca lo superarás. El paseo con los niños e incluso la charla con Nana me revitalizaron. Me sentí despejado y alerta mientras trabajaba en mi viejo escritorio durante el resto de la mañana. Había empezado a cubrir las paredes del dormitorio con notas y teorías, y con los comienzos de más teorías aún acerca de Thomas Pierce. El desfile de chinchetas había asumido el control. Por el aspecto de la habitación daba la impresión de que yo supiera lo que estaba haciendo, pero, contrariamente a la opinión popular, las apariencias casi siempre engañan. Tenía cientos de pistas, pero no tenía ni una sola pista. Recordé algo que el señor Smith había escrito en uno de sus mensajes a Pierce, en un mensaje que Pierce le había hecho llegar después al FBI: «El dios que hay dentro de todos nosotros es el que da las leyes y puede cambiarlas. Y Dios está dentro de todos nosotros». Aquellas palabras siempre me habían resultado familiares, y finalmente había dado con la fuente. La cita era de Joseph Campbell, el mitólogo y folklorista americano que había sido profesor en Harvard cuando Pierce estudiaba allí. Yo estaba probando perspectivas diferentes para el rompecabezas. Y había en todo aquello dos conceptos que me interesaban en particular. Primero, Pierce sentía una gran curiosidad por el lenguaje. Había estudiado lingüística en Harvard. Admiraba a Noam Chomsky. Entonces, ¿qué tenían que ver en todo aquello las palabras y el lenguaje? Segundo, Pierce era un hombre organizado en extremo. Pero había creado la falsa impresión de que el señor Smith era una persona desorganizada. Había estado despistando a propósito al FBI y a la Interpol. Pierce estaba dejando pistas desde el principio. Algunas de ellas eran obvias. Quería que le capturasen. Entonces, ¿por qué no se paraba a sí mismo? Asesinato. Castigo. ¿Estaba Thomas Pierce castigándose a sí mismo, o estaba castigando a todos los demás? En aquel momento, ciertamente, me estaba castigando a mí de mala manera. Puede que me lo mereciera. A eso de las tres, di un paseo y fui a buscar a Damon y a Jannie a la escuela Sojourner Truth. No es que necesitasen que alguien los acompañase a casa, pero yo los echaba muchísimo de menos. Necesitaba verlos, ahora no podía mantenerme alejado de ellos. Además me dolía la cabeza y quería salir de casa, alejarme de todos mis pensamientos. Ví a Christine en el patio de la escuela. Estaba rodeada de niños pequeños. Recordé que quería tener hijos propios. Parecía muy contenta, y me di cuenta de que a los niños les encantaba estar a su alrededor. Cualquiera en su sano juicio querría estar con ella. En Christine resultaba natural verla dar a la comba vestida con un traje de chaqueta azul marino. Sonrió cuando vio que me acercaba por el patio lleno de niños. Aquella sonrisa me llenó de contento el corazón y todos los demás órganos. —Mira tú quién está haciendo un pequeño descanso para tomar el aire —comentó—. A la de tres, a la de cuatro. —Cuando yo iba a la escuela secundaria tenía una novia en John Carroll —le dije mientras ella seguía moviendo el extremo de una cuerda de saltar de color rosa—. Eso fue cuando estudiaba segundo y tercero. —Hum, hum. ¿Una bonita muchachita católica? Blusa blanca, falda plisada, zapatos abotinados. —Era muy agradable. Bueno, ahora es botánica. ¿Ves? Iba andando todo el trayecto hasta la avenida South Carolina sólo para ver si podía tener la oportunidad de contemplar a Jeanne un par de minutos cuando ella saliera del colegio. Estaba muy colado por ella. —Debía de ser por los zapatos. ¿Intentas decirme que ahora vuelves a estar colado? Christine se echó a reír. Los niños no podían oírnos bien, pero de todas maneras se reían igualmente. —Estoy mucho más que colado. Estoy tocado. —Bueno, eso está bien —comentó Christine mientras continuaba dándole a la cuerda rosa y sonriendo a los niños—, porque yo también lo estoy. Y cuando termine este caso, Alex… —Lo que tú quieras, sólo tienes que pronunciar la palabra. A Christine se le iluminaron los ojos aún más de lo que era habitual. —Un fín de semana lejos de todo. Quizá en una posada en el campo, pero cualquier lugar remoto nos irá de primera. Tenía ganas de abrazar a Christine, de besarla allí mismo, pero eso era algo que no podía suceder en el patio abarrotado de la escuela. —Es una cita —le dije—. Es una promesa. —Y yo espero que la cumplas. «Tocado», eso está bien. Ya lo comprobaremos en ese fin de semana. 124 Cuando volví a casa seguí trabajando en el caso Pierce hasta la hora de cenar. Tomé una cena rápida consistente en hamburguesas y calabacín en compañía de Nana y los niños. Recibí un poco más de reprimenda por ser un adicto al trabajo incurable e impenitente. Nana me cortó un pedazo de tarta y luego me retiré de nuevo a mi habitación. Bien alimentado, pero profundamente insatisfecho. No podía evitarlo, pero estaba preocupado. Era posible que Thomas Pierce hubiese atrapado ya a otra víctima. Podía ser que aquella misma noche estuviese practicando una de sus «autopsias». Cabía dentro de lo posible que nos enviase un mensaje en cualquier momento. Releí las anotaciones que había pegado en la pared del dormitorio. Me parecía como si tuviera la respuesta en la punta de la lengua y eso me estaba volviendo loco. Estaba en juego la vida de algunas personas. Le había «perforado» el corazón a Isabella Calais. El apartamento que Pierce tenía en Cambridge era un santuario obsesivo consagrado a su recuerdo. Pierce había vuelto a «casa» cuando fue a Point Pleasant Beach. La oportunidad de capturarlo estaba allí… si fuéramos lo bastante listos, si fuéramos tan buenos como él. ¿Qué se nos estaba escapando al FBI y a mí? Pierce estaba dejando más pistas en aquellos juegos de palabras. Siempre «perforaba» a sus víctimas. Me preguntaba si él sería impotente, si se habría vuelto impotente y no habría sido capaz de tener relaciones sexuales con Isabella. El señor Smith operaba como un médico, cosa que Pierce estuvo a punto de ser, y médicos eran su padre y sus hermanos. Él había fracasado como médico. Me acosté temprano, a eso de las once, pero no conseguí dormir. Supongo que sólo quería intentar desconectar del caso. Finalmente llamé a Christine y estuvimos charlando durante casi una hora. Mientras hablábamos y yo escuchaba la música de su voz, no podía dejar de pensar en Pierce e Isabella Calais. Pierce la había amado. Y con un amor obsesivo. ¿Qué ocurriría si yo perdiera a Christine ahora? ¿Qué le ocurrió a Pierce después del asesinato? ¿Se habría vuelto loco? Cuando colgué el teléfono volví otra vez al caso. Durante un rato pensé que la pauta quizá tuviese algo que ver con la Odisea de Homero. ¿Se dirigía a casa después de una serie de tragedias e infortunios? No, no era eso. ¿Cuál era la maldita clave de su código? Si lo que quería era volvernos locos a todos, lo estaba consiguiendo. Me puse a jugar con los nombres de las víctimas, empezando con Isabella y acabando con Inez. ¿Era un círculo completo de la I a la I? ¿Un círculo completo? ¿Círculos? Miré el reloj que tenía sobre el escritorio: eran casi la una y media de la mañana, pero yo continué con aquello. Escribí: «I». I. ¿Sería eso algo? Podía ser un principio. Intenté unas cuantas combinaciones con las letras de los nombres. I-S-U … R C-A-D … I- A - D … Me detuve después de las tres letras siguientes: IMU. Miré fijamente el papel. Me acordaba de piercing, perforar, y de lo obvio que resultaba su relación con Pierce. Un juego de palabras simplísimo. Isabella, Michaela, Úrsula. Aquéllos eran los nombres de las tres primeras víctimas… en orden. ¡Jesucristo! Miré los nombres de todas las víctimas… en el orden de los asesinatos. Miré el primero, el último y el nombre del medio. Empecé a mezclar y a emparejar los nombres. El corazón me latía con fuerza. Allí había algo. Pierce nos había dejado otra pista, en realidad una serie de pistas. La habíamos tenido ante nosotros todo el tiempo. Nadie lo entendió, porque los crímenes de Smith aparentaban no seguir ninguna pauta. Pero había sido el propio Pierce quien había iniciado esa teoría. Seguí escribiendo, utilizando el primero, el segundo nombre o el apellido de las víctimas. Empezaba por IMU. Luego la R, de Robert. D de Dwyer. ¿Sería aquello una subpauta para seleccionar el nombre? También podía ser una secuencia aritmética. Había una pauta para Pierce-Smith, al fin y al cabo. Su misión empezó aquella primera noche en Cambridge, en Massachusetts. Estaba loco, pero yo había descubierto cuál era su pauta. Empecé por su amor a los juegos de palabras. ¡Thomas Pierce quería que le capturasen! Pero luego algo cambió. Se había vuelto ambivalente en lo referente a su captura. ¿Por qué? Miré lo que yo había compuesto. —Hijo de puta —musité—. Vaya, vaya. Tiene un ritual. I M U R D E R E D Isabella Calais. Stephanie Michaela Apt. Ursula Davies. Robert Michael Neel. Brigid Dwyer. Mary Ellen Klauk. Robin Anne Schwartz. Clark Daniel Ebel. David Hale. I S A B E L L Isadore Morris. Theresa Anne Secrest. Elizabeth Allison Gragnano. Barbara Maddalena. Edwin Mueller. Laurie Gamier. Lewis Lavine. A Andrew Klauk. C A L Drew Cabot. Abel Sante. Simon Lewis Conklin. A I S Anthony Bruno. Inez Márquez. _____? Luego leí: «I MURDERED ISABELLA CALAIS» («YO ASESINÉ A ISABELLA CALAIS»). Nos lo había puesto así de fácil. Nos estaba tomando el pelo desde el mismísimo principio. Pierce quería que lo parasen, quería que lo capturasen. Entonces, ¿por qué demonios no se había parado a sí mismo? ¿Por qué había continuado con aquella ristra de brutales asesinatos una y otra vez? «YO ASESINÉ A ISABELLA CALAIS». Los asesinatos eran una confesión, y puede que Pierce casi hubiera acabado. ¿Y luego qué ocurriría? ¿Quién sería S? ¿Sería el propio Smith? ¿Esa S era de Smith? ¿Asesinaría simbólicamente a Smith y entonces el señor Smith desaparecería para siempre? Llamé a Kyle Craig y luego a Sampson, y les expliqué lo que había descubierto. Eran más de las dos de la mañana y ninguno de ellos pareció excesivamente regocijado al oír mi voz y aquella noticia. No sabían qué hacer con aquel revoltijo de palabras, y yo tampoco. —No estoy seguro de lo que nos proporciona eso —me dijo Kyle—, de lo que eso demuestra, Alex. —Yo tampoco, todavía. Pero lo que sí nos dice es que va a matar a alguien cuyo nombre contenga una S. —George Steinbrenner —murmuró Kyle—. O Strom Thurmond. O Sting. —Vuelve a dormirte —le recomendé. La cabeza me daba vueltas y dormir no entraba en mis cálculos. Estaba medio esperando recibir un mensaje de Pierce, quizá incluso aquella misma noche. Se estaba burlando de nosotros. Lo había estado haciendo desde el principio. Yo quería hacerle llegar un mensaje a él. ¿Acaso debería comunicarme con Pierce a través de los periódicos o de la televisión? Necesitábamos dejar de estar a la defensiva y pasar al ataque. Permanecí acostado en la oscuridad de mi dormitorio. Me preguntaba si sería posible que S fuera el señor Smith. Las sienes me latían. Estaba agotado. Por fin fui quedándome dormido. Estaba a punto de caer dormido cuando volví a despertarme. Me senté de golpe en la cama. Ahora estaba completamente despejado. —S no es Smith. Yo sabía quién era S. 125 Thomas Pierce estaba en Concord, en Massachusetts. El señor Smith también estaba allí. Por fin me había metido dentro de su cabeza. Sampson y yo estábamos preparados en una acogedora y pintoresca calle lateral cerca de la casa del doctor Martin Straw, el hombre que había sido el amante de Isabella. Martin Straw era la S del rompecabezas. E l FBI le había preparado una trampa a Pierce en la casa. Esta vez no llevaron un número demasiado grande de agentes. Tenían miedo de espantar a Pierce. Kyle Craig se mostraba precavido y tenía todos los motivos para ello. ¿O acaso lo que pasaba era que estaba ocurriendo algo más? Estuvimos esperando casi toda la mañana y parte de la tarde. Concord es una ciudad autosuficiente y algo reservada que parecía envejecer con gracia. Las casas de Thoreau y de Alcott estaban por allí cerca. Una de cada dos casas parecían tener una placa histórica con una fecha. Esperábamos a Pierce. Y luego seguimos esperando. La temida vigilancia se hacía pesada y larga. Quizá yo estuviera equivocado acerca de S. Por fin oímos una voz por la radio del coche. Era Kyle. —Hemos visto a Pierce. Está aquí. Pero algo va mal, Alex. Se dirige otra vez hacia la ruta 2 —dijo Kyle—. No va a casa del doctor Straw. Ha visto algo que no le ha gustado. Sampson me miró. —Ya te he dicho que es muy cuidadoso. Y tiene un buen instinto. Es un puñetero marciano, Alex. —Ha visto algo —repetí—. Es tan bueno como siempre ha dicho Kyle. Sabe cómo trabaja el FBI y ha visto algo. Kyle y su equipo querían que Pierce entrase en la casa de los Straw antes de detenerle. Al doctor Straw, a su esposa y a sus hijos los habían trasladado a otro lugar. Necesitábamos pruebas sólidas contra Pierce, tantas pruebas como nos fuera posible conseguir. Podíamos perder el caso si al final llevábamos a Thomas Pierce a juicio sin dichas pruebas. Definitivamente podíamos perder. Un mensaje llegó crepitante por la onda corta. —Se dirige hacia la ruta 2. Algo lo ha espantado. ¡Se da a la fuga! —¡Tiene onda corta! ¡Está interceptándonos! —Agarré el micrófono y advertí a Kyle—: Nada de hablar más por radio. Pierce está escuchando. Así es como nos ha descubierto. Puse en marcha el motor y arranqué bruscamente. Apreté el acelerador hasta alcanzar los cien en la calle Lowell, densamente poblada. En realidad nosotros estábamos más cerca de la ruta 2 que los demás. Quizá pudiéramos cortarle la retirada. Un BMW brillante de color plateado pasó junto a nosotros en dirección opuesta. La conductora se apoyó en la bocina al pasar nosotros a toda velocidad. No podía reprochárselo. Ir a cien kilómetros por hora era una velocidad peligrosa en aquella estrecha calle de la ciudad. Todo se había vuelto de nuevo disparatado, se había salido de control al capricho de un loco. —¡Ahí está! —gritó Sampson. El coche de Pierce se dirigía a Concord Center, la zona más congestionada de la ciudad. E iba avanzando a una velocidad endiablada. Pasamos velozmente por delante de casas de estilo colonial, luego por algunas tiendas de categoría y finalmente nos acercamos a Monument Square. Vislumbré el Ayuntamiento, Concord Inn, el salón Mason y luego vi dos indicadores, uno de la ruta 62 y otro de la ruta 2. Nuestro sedán pasó rozando los coches uno tras otro a través de las calles de la ciudad. A nuestro alrededor chirriaban los frenos. Otros conductores tocaban la bocina, enfadados con toda razón y asustados al ver aquella persecución de coches que estaba teniendo lugar. Sampson contenía la respiración, y yo también. Hay un chiste acerca de que a los negros los para la policía sin motivo alguno en las zonas suburbanas. A la infracción la llaman «conducir en estado de negrura». Íbamos a cien dentro de los límites de la ciudad. Logramos salir de una pieza de allí, el centro de la ciudad… la calle Walden… la calle Main… y luego salimos otra vez a la calle Lowell, cerca de la carretera. Giré bruscamente y me metí en la ruta 2 de modo que el coche estuvo a punto de ponerse a dar vueltas fuera de control. El pedal estaba pegado al suelo. Era la mejor oportunidad que teníamos de coger a Thomas Pierce, puede que la última oportunidad. Delante de nosotros Pierce también lo sabía. Ahora íbamos ya casi a ciento cincuenta por la ruta 2 y adelantábamos a los coches como si estuvieran parados. El Thunderbird de Pierce debía de ir a más de ciento treinta. Hacía tiempo que nos había visto. —¡Vamos a coger a ese cabrón que parece una ardilla! —Me dijo Sampson a voces—. ¡Pierce está atrapado! Dimos en un bache hondo y el coche se salió momentáneamente de la carretera. Aterrizamos con un ruido sordo y discorde. La herida que yo tenía en el costado me hizo ver las estrellas. Me dolía la cabeza. Sampson no hacía más que gritarme al oído que Pierce estaba atrapado. Veía el Thunderbird oscuro meciéndose y serpenteando delante de nosotros. Sólo un par de coches nos separaban. «Ése lo planea todo —me advertí a mí mismo—. Él sabía que esto podía pasar». Finalmente alcancé a Pierce y me puse a su lado. Ambos coches iban a casi ciento cincuenta kilómetros por hora. Pierce nos echó una rápida ojeada. Me sentí extrañamente animado. La adrenalina me bombeaba por el cuerpo. Quizá ya lo tuviéramos. Durante un par de segundos me volví tan demente como Pierce. Éste me hizo un saludo militar con la mano derecha. —¡Por fin nos conocemos, doctor Cross! —me gritó por la ventanilla abierta. 126 —¡Ya me he enterado de lo de la sanción del FBI! —gritó Pierce por encima del silbido y el estruendo del viento. Parecía tranquilo y compuesto, ajeno a la realidad—. Adelante, Cross. Quiero que lo hagas tú. ¡Detenme, Cross! —¡No hay ninguna sanción! —Le contesté yo también a voces—. ¡Aminora la velocidad! Nadie te disparará. Pierce esbozó una amplia sonrisa: su mejor sonrisa de asesino. Tenía el pelo rubio atado en una coleta tirante y llevaba puesto un jersey de cuello alto negro. Parecía un triunfador: un abogado de la ciudad, el propietario de alguna tienda, un médico famoso. «Doc». —¿Por qué crees que han traído una unidad tan pequeña? —Me preguntó a gritos—. Tienen orden de terminar conmigo sin tener en cuenta mis derechos. Pregúntale a tu amigo Kyle Craig. ¡Por eso querían que entrase en casa de Straw! ¿Estaba yo hablando con Thomas Pierce? ¿O era con el señor Smith? ¿Existía ya alguna diferencia? Echó la cabeza hacia atrás y se rió estrepitosamente. Era una de las cosas más raras y más locas que he visto. La expresión de su cara, el lenguaje corporal, aquella calma. Estaba desafiándonos a que le disparásemos a ciento cincuenta kilómetros por hora en la ruta 2, a las afueras de Concord, en Massachusetts. Quería que el coche se estrellase y se incendiase. Fuimos a dar a un tramo de carretera que tenía espesos abetos a ambos lados. Dos de los coches del FBI consiguieron darnos alcance. Iban pegados a la cola de Pierce y se lo estaban poniendo difícil. ¿Habría ido allí el Bureau con intención de matar a Pierce? Si iban a cogerlo, aquél era un buen lugar, una zona apartada con poco tráfico en la que casi no había casas. Aquél era el lugar idóneo para terminar con Thomas Pierce. Ahora era el momento. —Ya sabes lo que tenemos que hacer —me dijo Sampson. —Para el coche —le volví a gritar a Pierce. —Yo asesiné a Isabella Calais —me chilló él. Tenía la cara de color carmesí—. No puedo pararme. No quiero parar. ¡Me gusta! ¡He descubierto que me gusta, Cross! —¡Para de una puñetera vez! —le gritó Sampson con voz de trueno. Había levantado la Glock y estaba apuntando a Pierce—. ¡Carnicero! ¡Pedazo de mierda! —Yo asesiné a Isabella Calais y no puedo dejar de matar. ¿Oyes lo que estoy diciendo, Cross? ¡Yo asesiné a Isabella Calais y no puedo dejar de matar! Comprendí el mensaje escalofriante. Ya lo había recibido cuando lo dijo la primera vez. Estaba añadiendo más letras a la lista de víctimas. Pierce estaba creando un código nuevo, uno más largo: «Yo asesiné a Isabella Calais y no puedo dejar de matar». Si escapaba, volvería a matar una y otra vez. Quizá Thomas Pierce no fuera humano, al fin y al cabo. Ya había asumido en su intimidad que él era su propio Dios. Pierce había sacado una pistola automática y comenzó a dispararnos. Di un tirón fuerte del volante hacia la izquierda tratando desesperadamente de salir de la línea de fuego. El coche se puso sobre dos ruedas. Todo quedó borroso y desenfocado. Sujeté con fuerza el volante. Creí que íbamos a volcar. El Thunderbird de Pierce salió disparado de la ruta 2 y bajó como un cohete por una carretera lateral. No sé cómo consiguió torcer a la velocidad a la que viajaba. Quizá no le importase si lo lograba o no. Nuestro sedán se quedó en equilibrio y luego volvió a ponerse sobre las cuatro ruedas. Los coches del FBI que seguían a Pierce se pasaron la salida a toda velocidad, sin poder tomarla. Ninguno de nosotros pudo parar. A continuación vino un desigual ballet de coches deteniéndose a base de derrapar, vueltas hasta quedar en sentido contrario a la marcha y chirridos y gemidos de neumáticos y frenos. Habíamos perdido de vista a Pierce. Lo habíamos dejado atrás. Volvimos a toda velocidad a la salida por la que Pierce se había marchado y nos adentramos en una carretera rural tortuosa y zigzagueante. Encontramos el Thunderbird abandonado a unos tres kilómetros de la ruta 2. El corazón me latía con fuerza en el pecho. Pierce no estaba en el coche. Pierce no estaba allí. Los bosques a ambos lados de la carretera eran densos y ofrecían muchos lugares donde esconderse. Sampson y yo saltamos fuera del coche. Nos adentramos corriendo en la densa espesura de abetos con las Glocks desenfundadas. Resultaba casi imposible avanzar entre aquella espesa maleza. No había ni rastro de Pierce por ninguna parte. Pierce había desaparecido. 127 Thomas Pierce había vuelto a desvanecerse en la nada. Yo estaba casi convencido de que quizá aquel hombre viviese en un mundo paralelo. Puede que fuera un extraterrestre. Sampson y yo nos dirigíamos al aeropuerto internacional de LoganrNos íbamos a casa, a Washington. El tráfico de la hora punta en Boston no cooperaba con nuestro plan. Todavía nos encontrábamos a más de una hora del túnel Callaghan, aprisionados en un atasco de vehículos que apenas se movía. Estábamos rodeados de coches y camiones que gruñían y rugían sin parar. Boston nos estaba restregando nuestro fracaso por la cara. —Una metáfora de nuestro caso. La puñetera caza humana de Pierce —comentó Sampson refiriéndose al jaleo de tráfico. Sampson tiene una cosa buena: se pone estoico o divertido cuando las cosas van realmente mal. Se niega a revolcarse en la mierda. Siempre sale nadando de ella. —Se me está ocurriendo algo —le indiqué poniéndole sobre aviso. —Ya sabía yo que estabas volando en alguna parte de tu universo particular. Me había dado cuenta de que en realidad no estabas aquí, sentado a mi lado en este coche, escuchando lo que te decía. —Me parece que si nos quedamos aquí plantados lo único que vamos a conseguir realmente es quedarnos atascados en el tráfico del túnel. —Ajá. Ya estamos en Boston. No quiero tener que volver mañana siguiendo alguna de tus corazonadas. Será mejor que lo hagamos ahora. Vamos a cazar esos gansos silvestres mientras la caza sea buena. Salí del carril cargado de tráfico atascado y realicé un giro en U que estaba prohibido. —Sólo se me ocurre un ganso silvestre que podamos ir a cazar ahora. —¿Vas a decirme adónde vamos? ¿Tengo que volver a ponerme el chaleco antibalas? —Depende de lo que pienses de mis corazonadas. Seguí los indicadores de color verde bosque hacia Storrow Drive y nos dirigimos hacia la salida de Boston por el mismo camino por el que habíamos venido. En esa dirección el tráfico también era muy denso. Últimamente siempre había demasiada gente dondequiera que uno fuera, siempre había multitudes y demasiado caos, demasiado estrés para todos. —Será mejor que vuelvas a ponerte el chaleco —le recomendé a Sampson. No discutió conmigo, sino que alargó el brazo hasta el asiento de atrás y cogió los chalecos de ambos. Me embutí el mío como pude mientras conducía. —Me parece que Thomas Pierce quiere que esto termine. Creo que ya está preparado. Lo vi en sus ojos. —Pues tuvo su oportunidad allí, en Concord. «Sal de la carretera. ¡Para el coche Pierce!» ¿Te suena eso, Alex? ¿Te resulta familiar? Le eché una ojeada rápida a Sampson. —Pierce necesita tener el control. La S era de Straw, pero la S también es de Smith. Lo tiene todo previsto, John. Sabe cómo quiere que acabe todo. Siempre lo ha sabido. Es importante para él que sea él personalmente quien acabe con esto. Por el rabillo del ojo vi que Sampson se había quedado mirándome fijamente. —¿Y entonces qué? ¿Qué demonios se supone que significa eso? ¿Es que tú sabes cómo termina? —Él quiere que termine en S. Para él es mágico. Es como lo ha ideado, como tiene que ser. Es su juego mental, y lo juega de forma obsesiva. No puede dejar de jugar. Nos lo dijo claramente. Todavía está jugando. Estaba claro que Sampson tenía problemas con aquello. Acabábamos de fracasar en coger a Pierce hacía apenas una hora. ¿Se arriesgaría de nuevo? —¿Crees que está tan loco? —Sí, creo que está así de loco, John. Estoy completamente seguro de ello. 128 Media docena de coches patrulla de la policía se habían congregado en la calle Inman de Cambridge. Los patrulleros se encontraban a la puerta del apartamento donde Thomas Pierce e Isabella Calais habían vivido en otro tiempo, donde Isabella había sido asesinada hacía cuatro años. Ambulancias del Servicio Médico de Emergencias estaban estacionadas cerca de la pendiente de la fachada de la casa de piedra gris. Las sirenas gimoteaban y ululaban. Si no hubiéramos dado la vuelta al llegar al túnel Callaghan, nos hubiéramos perdido aquello. Sampson y yo enseñamos nuestras placas de inspectores y seguimos avanzando a toda prisa. Nadie nos lo impidió. Nadie habría podido hacerlo. Pierce estaba arriba. Y el señor Smith también. El juego había cerrado el círculo. —Alguien llamó a la policía informando de que se estaba cometiendo un asesinato —nos explicó uno de los policías de uniforme de Cambridge mientras subíamos los escalones de la fachada—. Por lo visto tienen al tipo acorralado arriba. Un chiflado de primera magnitud. —Lo sabemos todo sobre él —le dijo Sampson. El ascensor estaba atascado, de modo que Sampson y yo subimos por las escaleras hasta el cuarto piso. —¿Crees que Pierce ha atraído toda esta agitación hacia sí mismo? —me preguntó Sampson mientras subíamos las escaleras corriendo. Yo estaba sin aliento, más allá del dolor, más allá de la impresión o la sorpresa. Así es como Pierce quería que acabase esto. No sabía qué pensar de Thomas Pierce. Me había dejado entumecido, y a los demás también. Yo divagaba más allá del pensamiento, por lo menos más allá de las ideas lógicas. Nunca había existido un asesino como Pierce. Ni siquiera parecido. Era el ser humano más enajenado que yo había conocido nunca. No es que fuera un extraterrestre, es que estaba enajenado. —¿Sigues conmigo, Alex? Sentí que la mano de Sampson me aferraba el hombro. —Perdona —le dije—. Al principio creí que Pierce no podía sentir nada, que no era más que otro psicópata. Rabia fría, asesinatos arbitrarios. —¿Y ahora qué crees? Yo me había metido dentro de la cabeza de Pierce. —Ahora me pregunto si Pierce siente todo. Yo creo que eso es lo que lo volvió loco. Éste puede sentir. La policía de Cambridge estaba por todas partes en el pequeño y retorcido pasillo. Los policías locales parecían estar muy impresionados y tenían una mirada alocada. Una fotografía de Isabella miraba fijamente desde el salón. Estaba hermosa, casi regia, y también muy triste. —Bien venidos al salvaje y chiflado mundo de Thomas Pierce —me dijo Sampson. Un inspector de Cambridge nos explicó la situación. Tenía el cabello rubio plateado y la cara, como un cuchillo sin edad. Hablaba en tono confidencial y bajo, casi en un susurro. —Pierce está en el dormitorio al final del pasillo. Se ha hecho fuerte allí dentro. —El dormitorio principal, la habitación que compartían Isabella y él —observé. El inspector asintió. —Exacto, el dormitorio principal. Yo trabajé también en el primer asesinato. Y odio a ese gilipollas. Vi lo que le hizo a la mujer. —¿Y qué está haciendo en el dormitorio? —pregunté. El inspector hizo un movimiento negativo con la cabeza. —Creemos que tiene intención de suicidarse. No se molesta en darnos explicaciones a nosotros, simples peones. Pero tiene una pistola. Los de arriba están decidiendo si entramos o no. —¿Ha herido a alguien? —le preguntó Sampson. El inspector de Cambridge negó con la cabeza. —No, no que nosotros sepamos. Todavía no. Sampson entornó los ojos. —Entonces, quizá sería mejor que no nos entrometiéramos. Avanzamos por el estrecho pasillo hacia el lugar donde varios inspectores de policía hablaban entre ellos. Un par de ellos discutían y señalaban hacia el dormitorio. «Así es como él lo quiere —pensé—. Pierce sigue teniendo el control». —Soy Alex Cross —le indiqué al teniente de policía que estaba en la escena del crimen. Él sabía quién era yo—. ¿Qué ha dicho hasta ahora ese hombre? El teniente estaba sudando. Era boxeador y pesaba por lo menos quince kilos más de lo que le correspondía según su tamaño. —Nos ha dicho que mató a Isabella Calais, lo ha confesado. Pero me parece que eso ya lo sabíamos. Luego ha dicho que iba a suicidarse. —Se frotó la barbilla con la mano izquierda—. Estamos intentando decidir si nos ocupamos o no de ello. El FBI viene de camino. Me aparté del teniente. —Pierce —lo llamé desde el pasillo. Las conversaciones que seguían allí fuera de pronto cesaron —. ¡Pierce! ¿Me oyes? Soy Alex Cross. —Volví a llamarlo—. ¡Quiero entrar, Pierce! Sentí un escalofrío. Había demasiado silencio. Ni un ruido. Luego oí a Pierce dentro de la habitación. Sonaba cansado y débil. Quizá estuviera actuando. ¿Quién sabía con qué saldría a continuación? —Entra si quieres. Pero sólo tú, Cross. —Déjalo —me susurró Sampson desde atrás—. Alex, déjalo correr por una vez. Me volví hacia él. —Ojalá pudiera. Me abrí paso entre el grupo de policías que había al final del pasillo. Recuerdo el cartel que había colgado allí: «Sin Dios estamos condenados a ser libres». ¿Era de eso de lo que se trataba todo aquello? Saqué la pistola y abrí muy despacio la puerta del dormitorio. No estaba preparado para lo que vi a continuación. Thomas Pierce estaba tumbado de cualquier manera en la cama que en otro tiempo había compartido con Isabella Calais. Tenía en la mano un escalpelo resplandeciente, afilado como una hoja de afeitar. 129 Thomas Pierce se había abierto el pecho completamente. Se había desgarrado a sí mismo como lo habría hecho con un cadáver en una autopsia. Seguía vivo, pero a duras penas. Era increíble que estuviera consciente y alerta. Pierce me habló. No sé cómo, pero lo hizo. —¿No has visto nunca antes la obra del señor Smith? Negué con la cabeza lleno de incredulidad. Nunca había visto nada como aquello, nunca lo había visto en todos los años que había pasado en Crímenes Violentos o en Homicidios. Capas de piel le colgaban a Pierce por encima de la caja torácica y dejaban al descubierto músculos traslúcidos y tendones. Yo estaba asustado, sentía repulsión ante aquello, estaba impresionado… todo al mismo tiempo. Thomas Pierce era la víctima del señor Smith. Pero… ¿era la última? —No te acerques más. Quédate ahí —me dijo. Era una orden. —¿Con quién estoy hablando ahora? ¿Con Thomas Pierce o con el señor Smith? Pierce se encogió de hombros. —No intentes hacer juegos de psiquiatra conmigo. Soy más listo que tú. Asentí. ¿Para qué discutir con él… con Pierce…?, ¿o era con el señor Smith? —Yo asesiné a Isabella Calais —me explicó hablando despacio. Los ojos se le entornaron. Parecía estar casi en trance—. Yo asesiné a Isabella Calais. Se apretó el escalpelo contra el pecho dispuesto a clavárselo de nuevo, a perforarse el pecho. Yo quise apartar la vista, pero no pude. «Este hombre quiere sacarse el corazón —pensé para mis adentros—. Con esto se cierra el círculo. ¿Es el señor Smith la S? Pues claro que lo es». —Nunca te deshiciste de las cosas de Isabella —le comenté—. Tienes sus fotos puestas por todas partes. Pierce asintió. —Sí, doctor Cross. La estaba llorando, ¿no es cierto? —Eso fue lo que pensé al principio. Es lo que creían las personas de la Unidad de Ciencia del Comportamiento de Quantico. Pero al final lo comprendí. —¿Qué comprendiste? ¿Es que me lo vas a contar todo sobre mí mismo? —se burló Pierce. Estaba lúcido. La mente todavía le trabajaba de prisa. —Los otros asesinatos… tú no querías matar a ninguno de ellos, ¿no es cierto? Thomas Pierce me miró con rabia. Me enfocó con un puro acto de voluntad. Su arrogancia me recordó a Soneji. —Entonces, ¿por qué lo hice? —Te estabas castigando a ti mismo. Cada asesinato era una reconstrucción de la muerte de Isabella. Repetías el ritual una y otra vez. Sufrías su muerte cada vez que matabas. Thomas Pierce gimió. —Oh, oh, la asesiné aquí. ¡En esta cama!… ¿Te lo imaginas? Claro que no. Nadie puede imaginárselo. Levantó el escalpelo por encima del cuerpo. —¡No, Pierce! Yo tenía que hacer algo, pues había hecho que todo aquello se precipitase. Me lancé sobre él y el escalpelo se me introdujo en la palma de la mano derecha. Lancé un grito de dolor cuando Pierce lo sacó. Agarré el edredón de flores amarillas y blancas que estaba doblado y lo apreté contra el pecho de Pierce. Éste luchaba conmigo, manoteaba al aire como cuando alguien sufre un ataque epiléptico. —¡Alex, no! ¡Vigila, Alex! —le oí gritar a Sampson detrás de mí. Lo vi por el rabillo del ojo. Avanzaba a toda prisa hacia la cama—. ¡Alex, el escalpelo! —gritó. Pierce seguía debatiéndose debajo de mí. Gritaba obscenidades. Tenía una fuerza asombrosa. Yo no sabía dónde estaba el escalpelo, si todavía lo tenía él. —¡Dejad que Smith mate a Pierce! —nos gritó con gran estridencia. —No —le dije yo también gritando—. Te necesito vivo. Luego lo impensable… otra vez. Sampson le disparó a quemarropa. La explosión fue ensordecedora en aquel pequeño dormitorio. El cuerpo de Thomas Pierce se convulsionó sobre la cama. Las dos piernas patearon en el aire. Chilló como un animal malherido. Parecía inhumano… como un extraterrestre. Sampson disparó por segunda vez y un extraño sonido gutural salió de la garganta de Pierce. Los ojos se le quedaron en blanco. El escalpelo se le cayó de la mano. Hice un movimiento negativo con la cabeza. —No, John. Ya no más. Pierce está muerto. El señor Smith también está muerto. Que descanse en el infierno. 130 Estaba agotado, me había quedado insensible, herido levemente y vendado, pero por lo menos llegué a casa sano y salvo y a tiempo para darles las buenas noches a los niños. Damon y Jannie tenían ahora una habitación cada uno. Los dos querían que fuera así. Nana le había dado a Jannie su habitación de la primera planta y se había trasladado abajo, a un dormitorio más pequeño que estaba al lado de la cocina y que le venía de primera. Me alegraba mucho de estar allí, de encontrarme de nuevo en casa. —Alguien ha estado decorando esto —comenté cuando me asomé a los nuevos aposentos de Jannie. A mi hija le sorprendió que yo hubiera vuelto de la guerra y se le iluminó la cara como una calabaza de Halloween. —Lo he hecho yo sola. —Jannie dobló los brazos y me enseñó los músculos—. Aunque Nana me ha ayudado a colgar las cortinas nuevas. Las hemos hecho con la máquina de coser. ¿Te gusta? —Eres el no va más. Supongo que me he perdido toda la diversión —le dije. —Desde luego que sí —convino Jannie, y se echó a reír—. Ven aquí —me pidió zalamera. Me acerqué a mi hija, que me dio uno de los abrazos más dulces que ha habido en la larga y a veces ilustre historia de los padres y las hijas. Luego me dirigí a la habitación de Damon, y como había sido la habitación de Damon y Jannie durante tanto tiempo, me cogió de improviso y me impresionó todo el cambio que había sufrido la estancia. Damon había elegido una decoración deportiva con acentos de películas de monstruos y comedias. Varonil pero sensible. Me gustaba lo que había hecho con aquella habitación, ahora sólo suya. Era puro Damon. —Tienes que ayudarme con mi habitación —le dije. —Nos hemos perdido la clase de boxeo esta noche —me comentó; no lo hizo en tono de queja, como si fuese muy importante, sino sólo para dejar las cosas claras. —¿Quieres bajar ahora? —Le pregunté al tiempo que levantaba los puños—. Podemos hacer un par de rounds, Buster Douglas. Damon se echó a reír muy fuerte. —¿Crees que puedes cogerme? Estoy seguro de que no. Decidimos luchar encima de su cama, pero tuve que acceder a dar una clase de boxeo doble la noche siguiente en el sótano. En realidad yo estaba impaciente. Damon estaba creciendo demasiado de prisa. Y Jannie también. No podía estar más contento con ninguno de los dos. Y Christine. La llamaría en seguida y así podría verla al día siguiente. Había un dicho que me gustaba: «El corazón guía a la cabeza». Con Christine me sentía completo otra vez. Me sentía conectado con el río eterno y con todas las cosas buenas. Me había estado perdiendo esa sensación durante demasiados años. Era un hombre con suerte. Había logrado volver a casa de nuevo. EPÍLOGO Junto al mar, junto al mar 131 Damon, Jannie, Nana, Christine y yo llegamos al Bermuda International Airport el domingo 25 de agosto. Recuerdo perfectamente una escena del aeropuerto: Christine y Jannie estaban de pie a la cola de los pasaportes, cogidas de la mano y cantando Jadda, Jadda. Era una foto mental para tenerla y conservarla. Tuvimos la bendición de que hiciera buen tiempo, el mejor que pueda imaginarse. Todos los días fueron soleados y el cielo estaba azul. Los días pertenecían a los niños. Íbamos a nadar y a bucear con tubo en Elbow y en la bahía Horseshoe, y a correr con ciclomotor por la carretera Middle. Las noches nos pertenecían a Christine y a mí. Fuimos a los sitios buenos y los aprovechamos bien: el Terrace Bar, en el Palm Reef, el Gazebo Lounge, en el Princess, el Clay House Inn. A mí me encantaba estar con ella, ahora más que nunca. Volvía a sentirme completo. No hacía más que recordarme a mí mismo la primera vez que la había visto en el patio de la escuela Sojourner Truth. «Ella es única, Alex. Es única». Una mañana la encontré paseando por el jardín con flores en el pelo. —Hay un dicho antiguo —me explicó—. Si sólo tienes dos peniques, compra un pan con uno y un lirio con el otro. Aquella tarde los niños y yo volvimos a Horseshoe Bay. Nunca tenían bastante de aquel mar azul intenso. Christine se fue de excursión en ciclomotor a Hamilton a fin de buscar recuerdos para sus profesoras de la escuela Sojourner Truth. Alrededor de las cinco Damon, Jannie y yo regresamos por fin al Belmont Hotel, que se alzaba como un centinela en unas exuberantes colinas llenas de hierba y enmarcadas en un cielo de color azul porcelana. Nana estaba sentada en el porche y charlaba con sus nuevos amigos. «El paraíso recuperado», pensé. Mientras contemplaba un cielo azul perfecto, lamenté que Christine no estuviera allí para compartirlo. En tan poco tiempo ya la echaba de menos. Abracé a los niños y todos sonreímos ante lo evidente. —La echas de menos —me susurró Jannie—. Eso está bien, papá. Es muy bonito. A las seis, al ver que Christine aún no había regresado, me debatí entre esperarla en el hotel o ir a buscarla a Hamilton conduciendo yo mismo. Quizá había tenido un accidente. «Esos malditos ciclomotores», pensé a pesar de que sólo un día antes me parecían divertidos y nada peligrosos. Vi a una mujer alta y esbelta que entraba por las puertas principales del Belmont. Suspiré aliviado, pero al salir corriendo por las escaleras de la fachada me di cuenta de que no era Christine. Aún no había vuelto, ni había llamado al hotel a las seis y media. Ni a las siete. Llamé a la policía. 131 El inspector Patrick Busby llegó a las siete y media. Me dijo que los turistas a menudo pierden la noción del tiempo y se distraen en Bermuda. También a veces había accidentes de ciclomotor. Me prometió que lo más seguro era que Christine apareciera con un leve «raspón de la carretera», o un tobillo ligeramente torcido. Pero no acepté nada de aquello. El inspector y yo hicimos juntos el trayecto desde el hotel hasta Hamilton, y una vez allí recorrimos las calles de la capital. Yo iba en silencio sin dejar de mirar atentamente por la ventanilla del coche con la esperanza de vislumbrar a Christine comprando en alguna tienda de una calle secundaria. Cuando a las nueve aún no había aparecido, el inspector Busby admitió de mala gana que quizá Christine hubiera desaparecido. Quiso saber si habíamos tenido alguna clase de discusión o de desacuerdo. —Soy inspector de Homicidios en Washington —le expliqué finalmente. No se lo había dicho antes porque no quería que esto se convirtiera en un asunto de jurisdicción—. He estado involucrado en algunos casos de alto nivel relacionados con asesinatos múltiples. —Comprendo —dijo Busby. Era un hombre negro, bajito y pulcro con un bigote muy fino. Parecía más un maestro de escuela nervioso que un policía—. ¿Hay más sorpresas que yo debería saber, inspector? —No, eso es todo. Pero usted comprenderá por qué estoy preocupado. —Sí, comprendo el motivo de su preocupación. Haré un informe en personas desaparecidas. Dejé escapar un profundo suspiro y luego subí a hablar con los niños y con Nana. Hice todo lo que pude para no alarmarles, pero Damon y Jannie se echaron a llorar. Y luego Nana también lo hizo. A medianoche no habíamos sabido nada más del paradero de Christine. Finalmente, el inspector Busby se marchó del hotel a las doce y cuarto. Fue lo bastante amable como para darme el número de teléfono de su casa y pedirme que lo llamase inmediatamente si tenía noticias de Christine. A las tres yo seguía levantado paseando por la habitación del hotel. Acababa de hablar por teléfono con Quantico. El FBI estaba comprobando mis casos de homicidios para ver si alguien tenía alguna relación con Bermuda o con algún otro lugar del Caribe. Probablemente no volverían a ponerse en contacto conmigo hasta el día siguiente ya avanzada la mañana. Me detuve ante las altas ventanas y me quedé mirando fijamente las sombras negras en contraste con el cielo iluminado por la luna, y recordé cómo me sentía cuando tenía a Christine entre mis brazos. Me sentí increíblemente impotente y solo. Me abracé con fuerza a mí mismo. El dolor era como una columna sólida que iba desde el pecho hasta la cabeza. Podía ver el rostro de Christine, su preciosa sonrisa. Recordé cuando bailé con ella en la sala Rainbow. Y la primera vez que la había visto a la puerta de la escuela Sojourner Truth. ¿Estaría Christine allí fuera, en algún lugar de la isla? Tenía que ser así. Recé para que se encontrase a salvo. Me negaba a pensar ninguna otra cosa. Eran poco más de las cuatro de la noche cuando el teléfono de la habitación sonó brevemente. El corazón se me puso en la garganta. Crucé precipitadamente la habitación y cogí el teléfono antes de que sonase por segunda vez. Me temblaba la mano. Una voz extraña y amortiguada me asustó: —Tiene usted un e-mail. No era capaz de pensar con claridad. No podía pensar en nada. Luego reconocí lo que era. Había llevado conmigo el ordenador portátil, pero lo había dejado en el armario. ¿Quién sabía que yo tenía el ordenador allí? ¿Quién sabía un detalle tan nimio como aquél sobre mí? ¿Quién había estado vigilándome? ¿Vigilándonos? No podía respirar. No podía soportarlo. Por fin abrí bruscamente la puerta del armario, cogí el ordenador, lo enchufé y encendí la pantalla. Fui repasando mi buzón electrónico hasta el último mensaje. Era breve y muy conciso. «Ella está a salvo de momento. La tenemos nosotros». Era peor que nada de lo que yo pudiera imaginar. Cada palabra me quedó marcada en el cerebro, repitiéndose una y otra vez. «Ella está a salvo de momento. La tenemos nosotros». nació en Newburgh, Nueva York, en 1947. Estudio en el Manhattan Collage para graduarse en la Universidad de Vanderbilt, fijando su residencia en Florida. Después de trabajar en diversos proyectos mercantiles o comerciales, se dedica enteramente a la literatura con indudable acierto. Es indiscutiblemente el autor de thriller más vendido en todo el mundo. Tiene una extensa obra a sus espaldas y ha recibido diversos galardones: el Edgar, el BCA Mystery Guild's Thriller of the Year y el International Thriller of the Year Award, además del Thriller Master Award concedido por la International Thriller Writers. Además ha escrito otro tipo de géneros, incluido novelas románticas. La serie de Alex Cross, de la que se han vendido más de sesenta millones de ejemplares en todo el mundo, ha dado lugar a adaptaciones cinematográficas como El coleccionista de amantes, o La hora de la araña, con Morgan Freeman en el papel de Cross. Su otra serie más famosa, El Club de las Mujeres contra el Crimen ha sido llevado a la pequeña pantalla por la cadena de televisión norteamericana ABC. Fundó el James Patterson Page Turner Awards, colaborando con aportaciones económicas muy sustanciosas para el fomento de la lectura y el amor a los libros. Vive en Florida con su mujer y su hijo. JAMES PATTERSON