La Jiribilla De Papel, Nº 070, Julio-agosto 2007

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www.lajiribilla.co.cu • publicación mensual • www.lajiribilla.cu No hay historia muda. Por mucho que la quemen, por mucho que la rompan, por mucho que la mientan, la memoria humana se niega a callarse la boca. El tiempo que fue sigue latiendo, vivo, dentro del tiempo que es, aunque el tiempo que es no lo quiera o no lo sepa. EDUARDO GALEANO Memorias y desmemorias, 1997. Dossier Secciones 3 La memoria contra viento y marea PIERO GLEIJESES 5 Anomalías de la verdad: algunos usos y abusos de la historia, la memoria y el futuro desde la literatura cubana EDEL MORALES 6 Los «mitos republicanos» de Rafael Rojas FÉLIX JULIO ALFONSO LÓPEZ 8 Dardos venenosos contra la historia de Cuba: la politización del autonomismo ELIER RAMÍREZ 12 La verdad de la mentira sobre el uso de cierta memoria JULIO CÉSAR GUANCHE 14 Persistencia de la subversión SIGFREDO ARIEL Encuentro con... 16 Laidi Fernández de Juan: una mujer de muchas vidas HELEN HERNÁNDEZ HORMILLA Poesía 19 La conquista del fuego / Atenea mediante / El séptimo día / El nuevo principio YANELIS ENCINOSA 20 Premio Rómulo Gallegos: Literatura nuestra LUIS BRITTO GARCÍA La crónica 21 Investigando AMADO DEL PINO La mirada 22 Raúl Martínez y su obsesión por el lente Liana Río La butaca 24 Dos Fridas tiene el cine JOEL DEL RÍO Libros 26 Marcio Veloz Maggiolo en defensa de la identidad PEDRO DE LA HOZ 27 Son de almendra. Las voces de la nostalgia JAIME SARUSKY Aprende 28 La música nuestra de Ricardo Díaz BLADIMIR ZAMORA CÉSPEDES Música 29 40 años de la Nueva Trova. Teresita, arte y todos nosotros ANTONIO LÓPEZ SÁNCHEZ Narrativa 30 Son de almendra (fragmento) MAYRA MONTERO Jefe de Redacción: Nirma Acosta Edición y Redacción: Johanna Puyol Yinett Polanco Farah Gómez Corrección: Odalys Borrell Margarita Pérez Webmaster: René Hernández Diseño: Víctor Junco Gustavo Gavilondo Realización: Isel Barroso Análisis de información: Yunieski Betancourt Martha Ivis Sánchez Correspondencia: Madelín García Consejo de Redacción: Julio C. Guanche, Rogelio Riverón, Bladimir Zamora, Jorge Ángel Pérez, Omar Valiño, Joel del Río, Teresa Melo, Zaida Capote, Daniel García, Alexis Díaz Pimienta, Ernesto Pérez Castillo, David Mitrani, Reynaldo García Blanco. Instituto Cubano del Libro, O´Reilly #4 esq. Tacón, La Habana Vieja, Cuba. Impreso en los Talleres del Combinado Poligráfico Granma 862 8091 [email protected] www.lajiribilla.co.cu www.lajiribilla.cu Precio: $1.00 Ilustraciones: Gustavo Gavilondo Este dossier incluye las intervenciones de los historiadores Piero Gleijeses, Félix Julio Alfonso, Edel Morales, Elier Ramírez y el investigador Julio César Guanche en el panel «La memoria, ese campo de batalla», moderado por el crítico Omar Valiño, que tuvo lugar en el Centro Cultural Dulce María Loynaz, como parte del espacio de reflexión Ciclos en movimiento. Piero Gleijeses o escribo sobre política exterior cubana durante la Guerra Fría y escribo para un público hostil. Entiéndanme, a mí me encanta que me publiquen en Cuba, me honra; pero mi trinchera de lucha en la batalla de ideas es EE.UU. Escribo para un público norteamericano, de Europa Occidental, para un público que no entiende, porque no quiere entender, o porque hace 30 ó 40 años que le dicen las mismas mentiras. Ellos no pueden aceptar que esta historia tan bella sea cierta. Ese es el público al cual me dirijo —conservadores y liberales, y a veces los liberales son los peores de todos porque te acuchillan por la espalda cuando menos lo esperas. Entre las cosas que ellos no pueden aceptar, que les duelen tremendamente, voy a destacar tres. Primero, la independencia de la política exterior de Cuba de la Unión Soviética; eso a los europeos casi les duele más que a los norteamericanos, por el servilismo que demostraron y siguen demostrando los países europeos a los EE.UU. —que esta pequeña islita del Caribe, pobre y todo, se haya atrevido a tratar a la Unión Soviética como ellos nunca se han atrevido a tratar a los EE.UU. es algo que no aceptan. La segunda cosa que les duele tremendamente son las motivaciones de la política exterior cubana, este altruismo, esta generosidad que no tiene igual. Y tercero, los logros de la política exterior de la Revolución. En esta batalla, cuando uno trata de plantear la verdad se enfrenta a una serie de problemas, voy a referirme a dos fundamentalmente. El primero lo llamaría el de los que callan: muchos de aquellos que recibieron la ayuda de la Revolución Cubana prefieren no hablar de eso, prefieren olvidarlo. Claro, hay excepciones bellísimas, recuerdo que cuando el 2 de diciembre de 2005 se celebró el día de las Fuerzas Armadas, dos embajadoras africanas hablaron de una manera que me conmovió. La primera fue la bella embajadora de Namibia, Claudia Uushona, quien empezó diciendo: «Yo estoy viva por los soldados cubanos». Ella se refería a la masacre de Cassinga, cuando las tropas sudafricanas atacaron aquel campamento de refugiados namibios; y los soldados cubanos avanzaron 16 kilómetros bajo la metralla de los aviones sudafricanos para salvar a los refugiados —ella era uno de estos refugiados. Neto dijo: «Hubo mucho valor aquel día de parte de los camaradas cubanos». El otro discurso que me impactó aquel día fue el de la Embajadora de Sudáfrica que dijo: «Sudáfrica tiene ahora muchos nuevos amigos, pero nosotros nunca nos olvidaremos de los viejos amigos que nos ayudaban cuando los nuevos amigos nos llamaban terroristas». También es cierto que en África uno puede encontrar mucha gente que recibió la ayuda de los cubanos, que se acuerda de ella y la agradece, la ayuda de los médicos y los maestros cubanos, o que estudiaron en Cuba, pero esa gente no tiene voz, nadie va a preguntarle, a pedirle que cuente sus experiencias. Los que tienen la voz, en su gran mayoría, prefieren olvidar lo que recibieron de Cuba, en parte porque a la gente no le gusta reconocer la deuda de gratitud que tiene y también porque, en un mundo en el cual hay una sola superpotencia, si uno quiere congraciarse con los norteamericanos lo que hay que hacer es hablar lo menos posible de Cuba o si se habla de Cuba, criticarla. El segundo problema en esta batalla para la verdad es que si se trata de criticar a Cuba o de manipular la verdad para modificar lo que Cuba hizo, no hace falta ningún documento, ni siquiera hace falta la lógica que uno le pediría a un estudiante de licenciatura. Voy a poner el ejemplo de Jorge Domínguez, líder de fila de los cubanólogos. He escrito que, tal como lo afirma el gobierno cubano, Cuba decidió mandar tropas a Angola el 4 de noviembre de 1975 en respuesta a la invasión sudafricana de Angola del 14 de octubre del 75, es decir, la decisión cubana fue una reacción a la invasión sudafricana1. En un artículo que escribí el año pasado critico a Jorge Domínguez porque él afirma que no, que en realidad lo que hubo fue «un proceso clásico de acción-reacción», que los sudafricanos cuando invadieron estaban reaccionando a las acciones de Cuba que había enviado instructores a Angola. En mi artículo entonces yo lo emplacé para que dijera cuáles eran sus fuentes, porque no mencionaba ninguna2. Él contestó, el 12 de junio, en H-DIPLO, que es un listado de correos del que cualquiera puede hacerse miembro y al cual pertenecen millares de historiadores, tanto del siglo XIX, como del siglo XX, de cualquier temática (tú mandas un correo y si el moderador lo considera relevante, lo pone). Entonces Jorge Domínguez envió este correo donde él se defiende de mi crítica y explica cuál es su fuente para este planteamiento de que los sudafricanos estaban reaccionando a la acción cubana. Él dice, textualmente: «me baso en el relato de las decisiones cubanas en Angola que más refleja las visiones del Primer Ministro Fidel Castro y los otros líderes en el momento en que tomaron la decisión, mi fuente es el artículo que escribió el Premio Nobel Gabriel García Márquez, ‘La operación Carlota’». Me emplazó con eso, su fuente era García Márquez, amigo de Fidel, yo qué iba a decir. Le contesté que admiro mucho a García Márquez, que le tengo una gran envidia porque él ha hablado muchísimas veces con Fidel —mientras yo no he logrado entrevistar a Fidel ni un solo minuto en 14 años de investigaciones en Cuba—, pero que si bien es cierto que el relato de García Márquez de lo que hizo Cuba en Angola en 1975 es cierto, aquí estamos hablando de lo que motivó a los sudafricanos, y García Márquez no tiene nada que decir de las motivaciones sudafricanas. Además, como yo ya había explicado repetidas veces, en 1978 el gobierno sudafricano decidió tener una historia secreta de su operación en Angola (75-76) y se la encomendó a un profesor, Du Toit Spies, y le dio acceso a los archivos del gobierno. Su informe fue aprobado por un comité de supervisión dirigido por un general del ejército, que incluía a representantes de los Ministerios de Defensa y de Relaciones Exteriores. Luego de una demora de 10 años fue publicado como Operasie Savannah. Angola 1975-76 en 1988. Un miembro del comité de supervisión de Spies, la comandante Sophia du Preez, publicó otro libro basado esencialmente en la misma documentación. Estas son las dos únicas publicaciones basadas en documentos sudafricanos. Para explicar por qué Sudáfrica invadió Angola el 14 de octubre, Spies y Du Preez no mencionan a Cuba en ningún momento. Más claro, ellos no mencionan a Cuba en ningún aspecto en su análisis de la decisión sudafricana de invadir Angola. Según los archivos sudafricanos, lo que motivó a Sudáfrica fueron dos cosas: el MPLA estaba venciendo a los dos movimientos respaldados por Pretoria y Washington (en vergonzoso contubernio) y Washington alentó a Pretoria a que invadiera. Jorge Domínguez puede decir en su defensa que estos dos libros están escritos en afrikáans (idioma que yo leo) y que él no sabe afrikáans, pero la ignorancia no vale, no es defensa. El punto que quiero enfatizar es este: si estuviéramos hablando de Portugal, o de Francia, una persona de la inteligencia de Jorge Domínguez no diría una cosa tan estúpida, no utilizaría a Gabriel García Márquez para demostrar los porqués de la invasión sudafricana, pero si estás tratando del tema de Cuba, si quieres quitarle algo o criticarla, no te hacen falta ni documentos ni argumentar con lógica. Entonces, ¿cómo puede uno avanzar en esta batalla de ideas, frente a esta falta de seriedad cuando se trata de Cuba y al silencio de los que callan? Primero que todo hay que trabajar 10 veces más que si fuera otro tema, hay que tratar de entrevistar a todo el mundo aquí y allá, pero las entrevistas sin documentos son como un general sin ejército. No se puede escribir sobre la política exterior cubana sin los archivos cubanos, pero tampoco se puede escribir sin los archivos norteamericanos, alemanes orientales, de otros países europeos y de la Unión Soviética. Cuando uno tiene acceso a esos archivos y los usa, se complementan entre sí, porque lo más interesante es que hasta los documentos norteamericanos ayudan a demostrar la verdad de la versión oficial cubana. No voy a ahondar más en este punto, pero quiero decir una cosa, esta batalla se puede ganar, y voy a dar dos ejemplos de esto y tienen que perdonarme porque los dos ejemplos se refieren a mí. Uno tiene que ver con un artículo que acabo de publicar sobre Cuba y la independencia de Namibia en una revista británica 3 . La directora de la revista es una liberal muy buena gente, fina, agradable. Cuando le envié la primera versión que consideraba la versión final del artículo, ella me envió equilibrado de la política de Cuba en África tiene que reconocer sus impactantes logros y en particular su influencia al cambiar la historia de África Austral a pesar de los fuertes esfuerzos de Washington para impedirlo». Entonces si hasta Jorge Domínguez reconoce que este planteamiento es correcto, algo se puede lograr en esta batalla de ideas. Notas: 1. Ver Piero Gleijeses, Misiones en conflicto: Habana, Washington y África 1959-1976, La Habana: Editorial Ciencias Sociales, 2003. (Para la versión original en inglés, véase Gleijeses, Conflicting Missions: Havana, Washington, and Africa, 1959-1976, Chapel Hill: North Carolina University Press, 2002) 2. Véase Piero Gleijeses, «Moscow´s Proxy? Cuba and Africa, 1975’1988». Journal of Cold War Studies, Fall 2006 (una primera versión salió en el número de primavera de 2006, pero a último momento el director de la revista cambió o borró unas 25 palabras y/o pedazos de frases para suavizar la crítica a EE.UU. y el elogio a Cuba, y cuando lo amenacé de armar un escándalo, aceptó publicar la versión original en el número del otoño). El artículo ha sido publicado este año en Cuba, por la Editorial Ciencias Sociales, en Piero Gleijeses, Jorge Risquet y Fernando Remírez, Cuba y África, Historia común de lucha y sangre. 3. Piero Gleijeses, «Cuba and the Independence of Namibia», Cold War History, mayo de 2007. Este texto es la ponencia oral, con la excepción de las notas de pie de páginas. El autor se disculpa de que la falta de tiempo le impidió presentar una ponencia escrita y, por ende, más acabada. u n correo —eso fue en octubre del año pasado— donde decía que era un muy buen artículo, que estaba muy contenta, muy impresionada, pero a renglón seguido me hacía una crítica y me leía la cartilla. La crítica era: mira, Piero, serías más persuasivo si le dieras menos aplausos a Cuba y después me daba una cátedra de objetividad —si hablas demasiado bien de Cuba no eres objetivo. Y además esto les crea suspicacia a los lectores. Entonces yo añadí unas cuantas páginas con todavía más documentación y le contesté: «de acuerdo, tomo en cuenta lo que tú dices, añadí material para que mi planteamiento sobre el papel de Cuba sea más claro, naturalmente el resultado de esto es que mi ensayo tiene más aplausos todavía para Cuba. Eso es inevitable, porque mientras más uno estudia la evidencia, más impactante parece la contribución cubana». Después le dije: «te agradezco que me hayas hablado de la objetividad, es un tema muy importante, te voy a explicar lo que para mí significa la objetividad. Para mí ser objetivo significa seguir la evidencia donde sea que te lleve y después de que has examinado toda la evidencia y solo entonces, sacar tus conclusiones. Yo nunca he manipulado mi evidencia o mis conclusiones para complacer a directores de revistas o a los lectores y no voy a hacerlo ahora. Yo no manipulo la evidencia, pero después de haberla valorada tampoco soy neutral». Porque para mí, si después de haber examinado la evidencia concluyes que algo es muy bello, y merece aplausos, y no lo dices, eres un cobarde. Para el otro ejemplo de que se puede avanzar voy a regresar al correo de Jorge Domínguez. Después de criticarme porque no logro entender este proceso de «acciónreacción, él dice: «pero esto no me impide aceptar plenamente las conclusiones de Gleijeses en su artículo» y cita textualmente mi conclusión: «cualquier análisis Edel Morales n alguna de las novelas que integran la saga de Las cuatro estaciones, Mario Conde, el personaje central de la exitosa tetralogía de Leonardo Padura, se define a sí mismo como «un recordador». Si concordamos en que se trata del personaje de mayor popularidad en la narrativa cubana de los últimos 50 años, conviene no desatender ese rasgo de su carácter, decisivo, en mi opinión, para el calado de la trama novelesca, pero también, y por eso mismo, para el asunto que trataremos aquí: la memoria, y la disputa que en torno a ella se libra en el imaginario cubano de estos días. Desde otra perspectiva, la historiadora Marial Iglesias nos ha ofrecido, en su atractivo ensayo «Las metáforas del cambio en la vida cotidiana», un análisis pormenorizado de las distintas maneras en que los cubanos de hace un siglo metafori(boli)zaron la frustración del ideal independentista y la dolorosa transición sufrida por la Isla entre el estado colonial español y las nuevas formas de dominación neocolonial, que entonces se probaban en Cuba e inauguraban la presencia en el escenario internacional de una de las fuerzas decisivas en el proceso histórico mundial del nuevo siglo: el imperialismo norteamericano. Sin desconocer la calidad acumulativa que aportan a la historia insular períodos anteriores (algunos de particular relevancia en la germinación de una cultura propia, en constante modulación, desde que llega a asumirse a sí misma como distinta de sus componentes originales hasta su cristalización crucial en los años de la Guerra Grande y la Tregua Fecunda), podemos centrar la discusión actual en ese largo siglo que, según escuché decir hace unos días en esta misma sala a Fernando Martínez Heredia, comenzó para la Isla en 1895, y aún no termina. Para esa época quedaba bastante claro el dilema de Cuba: agotadas las opciones reformistas, anexionistas o autonomistas por pura inoperancia histórica o por su incapacidad de articularse en las necesidades de las fuerzas sociales actuantes en la Isla y su contexto exterior, solo era pertinente la estructuración y profundización de un ideal de independencia política, justicia social y ética solidaria, que José Martí sintetiza y proyecta con máxima energía en la organización cotidiana de la guerra necesaria: un país no se funda como se dirige un campamento, un Partido de todos los cubanos dignos para la Revolución; en sus deberes internacionales: el equilibrio del mundo, impedir a tiempo con la independencia de Cuba que los EE.UU. se extiendan…; y en sus esbozos de la futura república: con todos y para el bien de todos, Revolución no es la que vamos a hacer en la manigua es la que haremos… Ese ideal fue frustrado, en su momento histórico, por varios factores, incluida la muerte de Martí y, de modo decisivo, por la intervención militar del naciente imperialismo yanqui en la guerra. Como resultado, la (ir)realización plena de ese ideal atraviesa el largo siglo cubano de entonces acá y condiciona los puntos de vista de cualquier acercamiento académico o político, social, cultural, racial, de género… a su devenir y a sus coyunturas. Observado desde una mirada de larga duración, el punto de enunciación temporal y conceptual en que se sitúa hoy el debate es paradigmático: los albores de un milenio, para el cual los años anteriores serían un prólogo necesario hacia la realización de ese ideal plausible en el cambio de época que se insinúa en todo el hemisferio; y la intuición presente en sectores de la sociedad contemporánea de que sería posible intentar una asimilación de los saberes y las prácticas acumuladas, que no sea expresión textual de una tesis ni de una antítesis de lo que fue teóricamente dominante, sino síntesis libre, justa, eficaz de las corrientes subterráneas y visibles que afluyen a esa idea del mundo, de América y de Cuba como dignidad plena del hombre, que desde 1895 intenta cumplirse en la práctica. Lo que parece estar en juego en Cuba hoy, en este terreno, es la idea de futuro que proponemos, afincándola en la memoria vigente, por el replanteo —¿siempre desde el exterior?, ¿solo desde la cultura?— de un proyecto de nación desustanciado en el tiempo, superado por el que aquí hemos venido comentando, y una de cuyas diferencias radicales pudiéramos condensar en expresiones dispares y bien reconocibles: la patria es el dinero, de Francisco de Arango y Parreño, frente al cual se empina el Patria es Humanidad, de José Martí. El centro de la discusión tiene, a mi modo de ver, algunos ejes bien identificables y de importancia cardinal para el futuro, territorio que se aspira ocupar. El primero de ellos, la intención de sustraer de la memoria histórica y cotidiana del país el lugar decisivo que las ideas y prácticas imperialistas de dominación, emanadas de los grupos de poder que han constituido los sucesivos gobiernos norteamericanos desde el distante siglo XIX, han tenido y tienen en la realidad cubana, latinoamericana y mundial. El segundo, la idealización de un período de vida republicana que nació, creció y murió frustrado en lo esencial político por las ideas y prácticas de esa dominación y cuyas mejores realizaciones se suscitan en la tensión a que fue obligada su estructura por la perdurabilidad y evolución en el seno de esa sociedad de las fuerzas liberadoras que tenían mayormente su origen en el proyecto martiano de República y que condujo al estallido revolucionario de los años 50, favorecido por un golpe de Estado de militares pro yanquis, que pretendió impedir el previsible ascenso al poder político por medios electorales de esas fuerzas liberadoras. Un tercer eje central de la discusión está localizado en el ya casi medio siglo de la Revolución en el poder, un período al cual se evita mirar como proceso histórico y en cuyo análisis se escamotea el hecho de que se trata de un nuevo tipo de sociedad, un sistema dinámico complejo con sus contradicciones internas, resultantes también de la tensión del cambio y de acumulaciones culturales típicas de un país marcado en su tradición por dominaciones foráneas a las cuales sigue enfrentado, así como la superación dialéctica que de muchas de esas contradicciones ha sabido hacer desde sí mismo el poder revolucionario, en un planteo de método donde la profundización del cambio y la rectificación del error es casi continua y no suele asumirse como negación en bloque del pasado, sino como crítica y superación de los límites o acercamientos sucesivos a la verdad, tal como es reconocida y asumida por las grandes mayorías y sus líderes de acción y opinión en un momento histórico concreto. Bien es cierto que esta época y sus contradicciones merecen varias preguntas que aún no han sido formuladas desde las ciencias sociales, pero no es esa la intención subyacente en las aproximaciones de muchos de los autores que intentan hoy arrojar sombra sobre su memoria futura. A esa Revolución, con sus realizaciones y sus insuficiencias visibles ante el formidable espejo del ideal martiano, se la persigue como proyecto político y se la niega como sociedad institucionalizada para intentar extirpar ahora de la memoria colectiva su legitimidad, la posibilidad de su perfeccionamiento y su derecho al futuro, mediante un estudiado proceso de desmontaje múltiple que tiene voceros bien perceptibles, también en el campo cultural. Quizá es esa, como escribí a propósito del libro de Rafael Rojas, Tumbas sin sosiego, «la idea última que la revista Encuentro de la Cultura Cubana viene proponiendo desde hace 10 años: la construcción intelectual de una memoria otra para Cuba, distinta y opuesta a la que las mayorías del país han percibido como su memoria desde el triunfo mismo de la Revolución de 1959, pero peligrosamente deslindada también de valores patrios arraigados en la memoria nacional previa a ese proceso histórico y que en mucho lo fundamentaron en sus orígenes y lo sostienen en su devenir actual». El cuarto elemento, tal como lo veo, es una especie de trozo de piedra arrancado del Muro de Berlín y arrojado a través de la mar océano para que golpee en La Habana, y parece tener dos líneas de acción y pensamiento: una, muy morbosa, pretende engarzar en la historia de Cuba todos los desarreglos, represiones y males exhumados de los territorios y museos socialistas de Europa del Este, y se goza en citar traumas, experiencias y reflexiones de esa región, saltando sobre las diferencias históricas y culturales que informan ambas realidades, pero también desconociendo las variadas discrepancias que entre el socialismo de la Isla y el de esos países existió en la teoría y en la práctica, que llegó a plantearse en varios momentos como disensiones entre sus liderazgos políticos; la otra línea de este cuarto eje pretende idealizar las sociedades contemporáneas de Europa Occidental (tan bien dispuestas a encauzar las aspiraciones hegemónicas del imperio norteamericano, que ya en los 60 nos endosaron la ofensiva contra la izquierda intelectual y la Revolución Cubana, mediante el agencioso Congreso por la Libertad Cultural y sus ramificaciones latinoamericanas) y presentarnos la ilusión de que esos grandes mercados —del libro, de la cultura, de ideas y bienes de consumo…, esos reservorios del dinero, en suma— son los modelos a los que deberíamos aspirar como absolutos después de una transición más cacareada que fundamentada, y se goza en el regodeo macabro de las duras realidades y complejidades teóricas de la crisis económica y de valores que asoló a Cuba en los años 90 e hizo parpadear con insistencia, y hasta cerrar a veces el ojo amoratado, a la idea socialista. Típico de los muy críticos años de la crisis y transportado a unos dos mil que comienzan a ser otros —entre nosotros y más allá de nosotros—; este es, quizá, el eje en que se afinca, por ejemplo, Antonio José Ponte, en La fiesta vigilada, una letanía imprecisa entre la novela, el ensayo y el autobombo de unas memorias sin gloria, donde todo el mundo es sórdido o fútil menos el autor, para proponernos «una historia de represiones y miserias que este libro… nos cuenta como ningún otro», según reseña uno de esos parricidas devenidos colaboracionistas del poder exterior, Duanel Díaz. La fiesta…, de Antonio J., es la fiesta del chanchullo, la intriga, los manejos turbios, el egoísmo y la perfidia, la oscura fiesta del abandono, la simulación, el dólar y el turismo, cuya existencia no es un estado transitorio y equívoco, el resultado de una carencia y un aumento de la presión exterior, sino síntoma de la pudrición final del cadáver revolucionario y germen recuperado de lo que vendrá. Desde allí, Ponte levanta su memoria otra del país que propone como plataforma para recuperar el derroche de unos años 50 cuyo boato añora, aunque esa fastuosidad haya sido erigida, entonces sí, sobre «una historia de represiones y miserias» abrumadoramente duras y de no ficción. Menos chancletero, pero con el mismo resentido cinismo hacia apocalípticos e integrados a que nos acostumbró Fermín Gabor, Antonio José Ponte —un autor inédito en Cuba, según nos dice por omisión la nota de solapa, falsedad que predispone antes de entrar— llega en este libro al «final de toda fiesta de disfraces: el momento de abandonar las máscaras». Y creo que también de eso se trata: Ponte, Rojas, Duanel… participan de una guerra cultural que, según las últimas teorías de los grupos de poder que controlan el Imperio, no es necesario declarar en su fase militar. No se van a molestar ni más ni menos porque entendamos y digamos de una vez que lo que quieren es que la Revolución se acabe para siempre y que a ese fin aplican sus talentos, sin demasiados escrúpulos sobre los modos de conseguirlo. Propongo, entonces, que no demos muchas vueltas a la noria y nos planteemos la pregunta necesaria, ya ineludible: ¿por qué consentimos que dispongan a su antojo de ese falso derecho a ocupar sin objeción los territorios de la memoria —ese campo de batalla que, recogiendo el guante lanzado, esta mesa nos propone— presentándose a sí mismos como intelectuales libres de compromiso con todo poder, víctimas de una sociedad que en los hechos los aceptó y promovió con más anuencia que a otros hasta que ellos se autoexcluyeron cuando más convino a sus intereses, falseando la macro y la microhistoria a su antojo, con miradas sobre el pasado, el presente y el futuro de Cuba que la mayoría de nosotros consideramos equivocadas, carentes de pertinencia, fundamento y argumentación, y que no compartimos? Creo que nos asiste el derecho intelectual y ciudadano a disentir, a probar nuestras verdades, a proponer nuestra propia mirada, a tratar de encontrar respuestas, a realizar nuestras pequeñas maniobras, a intentar la recuperación de nuestro pan dormido, y evitar quizá la disfunción del campo que, ellos, nuestros adversarios, tratan continuamente de minar. Y sobre todo nos asiste el derecho a pensar por nosotros mismos, a plantear las preguntas de fondo, sin mediaciones exteriores ni aprobaciones internas y sin miedos, ser capaces de hacer también las necesarias preguntas sobre el aquí y ahora, sobre el aquí y ayer, sobre el mañana que viviremos aquí, como individuos y como país. l año pasado, un jurado integrado por Salvador Clotas, Román Gubern, Xavier Rubert de Ventós, Fernando Savater, Vicente Verdú y el editor de Anagrama, Jorge Herralde, concedió por mayoría el XXXIV Premio Anagrama de Ensayo al libro Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano, del historiador y ensayista cubano residente en México, Rafael Rojas. No voy a referirme, por supuesto, a los azares de este certamen, pero no deja de inquietarme que un año después se acabe de premiar, con ese mismo jurado, un libro titulado La ceremonia del porno, acerca del consumo de pornografía a lo largo de la historia y su situación actual. Volviendo al libro de Rafael Rojas, cualquier lector europeo o americano culto e interesado en el tema cubano, que son los que usualmente consumen este tipo de literatura, quizá se haya sentido él mismo sin sosiego, luego de leer una apocalíptica nota de contraportada que dice: «Medio siglo después del estallido de una Revolución, que destruyó el orden republicano, desató la guerra civil y propició un cuantioso exilio, la cultura cubana revive sus dramas a través de la memoria. Entre la Isla y el exilio se entabla una feroz disputa por el legado nacional. La discordia del país se ha desplazado a la esfera de los símbolos. ¿De quién son los muertos de una guerra civil? ¿Cómo se edifican los panteones culturales en cada orilla del conflicto? ¿Cómo juzgar el pasado? Tras la desaparición de sus clásicos (Lezama, Piñera, Carpentier, Guillén, Arenas, Sarduy, Cabrera Infante), la cultura cubana experimenta una «sensación de cementerio». En este libro se describen las costumbres funerarias de una cultura desgarrada por la Revolución, la disidencia y el exilio, y narra una breve historia intelectual de Cuba. Aquí se reconstruyen los grandes debates cubanos del último medio siglo y se ofrecen semblanzas de sus protagonistas: Manuel Moreno Fraginals, Cintio Vitier, Roberto Fernández Retamar, Heberto Padilla, Jesús Díaz, Raúl Rivero...». Toda esta retórica sombría, evidente en el propio título, que como sabemos es un homenaje a Cyril Connolly1 y a Guillermo Cabrera Infante, repleto de términos como «muerte», «panteones», «sensación de cementerio», «costumbres funerarias», podría hacer pensar que estamos ante un manual de prácticas escatológicas, y no ante un serio esfuerzo letrado de más de 500 páginas, dedicado a historiar las relaciones sociales de los intelectuales cubanos durante la etapa republicana, y a estudiar algunos casos de afinidades y oposiciones de creadores, dentro y fuera de la Isla, al poder revolucionario instaurado después de 1959. En esencia, se trata de explicar a través de una densa y a ratos confusa acumulación de metáforas y alegorías, que insisten en la discordia sobre un legado común, en este caso la producción intelectual cubana del siglo XX, las estrategias de apropiación de ese patrimonio por parte de la Revolución o del exilio. No voy a glosar el libro aquí, lo cual podría hacer demasiado aburrido mi comentario, pero sí quisiera detenerme en algunas ideas de este texto sobre la Historia de Cuba y lo que su autor llama «mitos republicanos», que forman parte del arsenal ideológico que Rafael Rojas ha venido elaborando desde sus primeros libros y ensayos, pienso por ejemplo en «El discurso de la frustración republicana en Cuba» (1993); «La otra moral de la teleología cubana» (1994), Isla sin fin. Contribución a la crítica del nacionalismo cubano (1998); El arte de la espera. Notas al margen de la política cubana (1998); José Martí. La invención de Cuba (2000) y Un banquete canónico (2000). Aquí debo aclarar que la construcción teórica que Rafael Rojas utiliza para explicar y proponer modos de acercamiento a la historia intelectual de Cuba, a veces es un tanto difícil de seguir en su metodología, pues Rojas acude para sustentar sus premisas epistemológicas a lecturas de las más disímiles tradiciones de pensamiento, como podrá comprobar cualquiera que revise la copiosa lista de autores y citas que proliferan en las páginas del libro, desde Zigmunt Baumann a Elías Canetti, Francois Furet o Eric Hobsbawm, Edgard Said o Tzvetan Todorov, George Orwell o Norbert Elías, Julián Marías o Norberto Bobbio, Reinhard Koselleck o Albert O. Hirschman, Pere Saborit o Cornelius Castoriadis. Una de las tesis que aparece casi al comienzo del volumen es la de la «levedad de la memoria cubana», algo que como sabemos debe mucho al Mañach de Indagación del choteo y La crisis de la alta cultura en Cuba. Para sustentar esta afirmación, Rojas acude a un paralelo difícil de comprobar. En su opinión: «Esa familiaridad que siente un joven ruso ante unas páginas de Tolstoi o Dostoyevski Félix Julio Alfonso López no es la que experimentan los pocos lectores de Heredia o Martí que quedan en la Isla». Ignoro los métodos de que se ha valido el ensayista para probar que efectivamente los jóvenes rusos leen a sus clásicos con más fervor que los cubanos a los suyos, pero a contrapelo de no disponer de datos estadísticos serios sobre frecuencias de lecturas de uno u otro autor, lo cierto es que José María Heredia ha sido reeditado varias veces en los últimos años, que se organizó una cruzada cultural por toda la Isla bajo la advocación herediana, La estrella de Cuba, que la excelente y polémica novela de Leonardo Padura sobre Heredia es ya un libro raro y que José Martí es reeditado todos los años y sus ediciones se agotan poco tiempo después de salir al mercado. Pero no son estos los argumentos centrales que sustentan su juicio sobre el cubano como sujeto «olvidadizo, efímero e ingrávido», sino las sucesivas «muertes y resurrecciones nacionales» experimentadas por la República cubana en sus poco más de 100 años como estado independiente. Dejando a un lado la arbitrariedad de las fechas elegidas por el autor (1902, 1940, 1961, 1992), que dejan fuera al 1933 y al 1959 de las dos grandes revoluciones del siglo XX, es el proceso revolucionario del último medio siglo el responsable «de una verdadera política del olvido» y de «modular la circulación de documentos nacionales», refiriéndose con esta frase a la lamentable desaparición de los catálogos de las editoriales, bibliotecas y publicaciones, durante una etapa de la Revolución, de nombres con una obra reconocida antes de 1959. Pero ni siquiera la recuperación reciente, en el sentido de su reedición y circulación, de un grupo de autores canónicos de la República como Lydia Cabrera, Jorge Mañach o Gastón Baquero, parece suficiente a Rojas para exorcizar los demonios del olvido, y en su lugar afirma que tal política de rectificación cultural no hace sino ocultar esa paranoia. Otra tesis del libro tiene que ver con la «incapacidad de la política cultural de la Isla para acceder a una plena evocación de la República», contraponiéndola a «la percepción diabólica del exilio». En tal sentido concluye: «República y exilio: he ahí las dos dimensiones enemigas de la Revolución». Está claro que no todo el exilio, pero sí su zona más influyente y poderosa económicamente, ha sido y es enemigo jurado de la Revolución, a la que niega y quiere destruir, pero ¿la República?, ¿de qué República estamos hablando? Podríamos pensar que se trata de la República burguesa neocolonial, que permitió a la burguesía cubana ejercer su hegemonía sobre el resto de la sociedad bajo la tutela más o menos encubierta de los EE.UU.; la República que logró importantes avances en las prácticas cívicas, pero que reprodujo sin recato el racismo, la superexplotación del trabajo y negó sistemáticamente la redistribución de la riqueza; la República que tuvo que reformular más de una vez, empujada por las revoluciones y revueltas populares, los mecanismos de su dominación, antes de sucumbir sin gloria al golpe de Estado de 1952. Pero no, no es esa la República de que nos habla Rafael Rojas, sino de un estado arcádico de bienestar colectivo, regido por la Ciudad Letrada, más parecido en verdad al estado ideal de Platón que a la República martiana, y al cual la Revolución le ha escamoteado sus «archivos», sus «testimonios» y su «memoria». La afirmación de que la República es un período «fugaz, desprendido del tronco de la nación», y que sus archivos están ocultos o inexplorados, carece de fundamento real, en tanto en los últimos años dicha etapa va siendo cada vez más entre los cubanos un objeto visible de conocimiento científico, se estudian sus figuras y sus procesos históricos, se desmitifica el lenguaje peyorativo para referirse a ella, se realizan posgrados, seminarios y eventos en todo el país dedicados a justipreciarla, se publican numerosos libros y artículos que hacen referencias generales o puntuales a su importantísimo legado, y se abandona sensiblemente el criterio de la República intrínsecamente malvada y desprovista de valores nacionales. Pero una vez más Rafael parece querer decirnos que su interés en la República no es académico ni arqueológico ni pedagógico; sino político, pues de lo que se trata es de recuperar «una herencia liberal y republicana» que asegure la reinserción de una Cuba «náufraga» y «poscomunista» en la Modernidad occidental. A lo anterior debe añadírsele, que para Rafael Rojas el exacerbado nacionalismo desplegado, tanto en la República burguesa, como en la Revolución, debe ser atenuado por lo que llama un «patriotismo suave» y un «civismo poroso», que garantice las «energías morales» necesarias para un tránsito a la democracia. Por último, el colapso del socialismo en la Isla, dada su tenaz imbricación con el discurso nacionalista, deberá contribuir a «desactivar los pocos y mal ensamblados símbolos del patriotismo revolucionario». Otra premisa cara al discurso construido por Rafael Rojas es el del pesimismo o escepticismo de las elites ilustradas cubanas, tanto del siglo XIX, como de la primera mitad del XX, acerca de las capacidades de los cubanos para convertir a su patria en una nación moderna occidental, sensación provocada por la ausencia de tradiciones y legados, que desembocan en una cultura «ingrávida». De tal suerte, esta carencia de orígenes firmes y lo que Rojas llama «mitos fundadores», sería restituida por la creación de mitificaciones «históricas», entendiendo por tales «la de las guerras de independencia de 1868 y 1895, con José Martí en la cima del panteón heroico, y la de la Revolución de 1959, con Fidel Castro en el eje de las lealtades políticas». Creo que no vale la pena entrar en divagaciones especulativas sobre el concepto de mito que esgrime el autor, toda vez que Rafael Rojas da por buenas las teorías del filósofo alemán Hans Blumenberg (1920-1996) (un autor desesperanzado cuya antropología predica que el hombre es un ser necesitado de consuelo) de que los mitos «son inevitables», y que pasan fácilmente de la dimensión estética a la política, y que además «para cualquier sociedad que aspire a la paz y al serenamiento estético que implica todo orden republicano es saludable, por lo menos, poner término a ciertos mitos. Especialmente a aquellos que, vengan de donde vengan (…) sirven de plataforma simbólica a poderes ilimitados». A buen entendedor, no hace falta decirle mucho más, pero me resisto a la idea de que Rafael Rojas le proponga en serio a los cubanos, en pro de la paz y la «serenidad estética» de su república, que renuncien al conocimiento de su gesta emancipadora contra el colonialismo español, que desconozcan el legado esencial de José Martí, o que ignoren lo que ha significado en la historia reciente de Cuba la Revolución de 1959. Por último, quisiera comentar otra de las tesis de Rojas, y es la que alude a que los mitos más obstinados de la historia de Cuba son el de la Revolución Inconclusa y el del Regreso del Mesías, entendiendo por este último a la figura martiana. Aquí el autor no vacila en decir que Gómez, Maceo y Martí organizaron la guerra de 1895, no para fundar una república independiente, moderna y democrática, sino «con el argumento de que la anterior había sido frustrada por el Pacto del Zanjón, una transacción entre las tropas rebeldes y el ejército colonial». En 1902 se volvería a repetir la sensación de naufragio, esta vez agravada por la pérdida de Martí, y ello desembocaría en la Revolución del 30, cuyo fin último era cumplir «el designio martiano» y así sucesivamente hasta llegar a 1959. Es decir, las revoluciones son ambiciones caprichosas de un grupo de hombres, que deben cumplir un mandato cuasi religioso, redentor y mesiánico; pero todo ello ocurre en una sociedad virtual, donde no hay contradicciones clasistas ni intervenciones militares ni partidos políticos ni corrupción ni luchas obreras, ni negociaciones ni consensos entre los grupos de poder, en fin, nada de eso tiene que ver con esa mala conducta cubana de llegar al poder por métodos violentos y no a través de la asepsia institucional. La simplificación más gruesa acompaña a cada una de estas ideas peregrinas, al extremo de afiliarse a la idea extemporánea de que el carácter socialista de la Revolución es incompatible con el legado ético y patriótico de Martí, con la candorosa explicación de que ya en 1884 Martí había criticado al comunismo y lo había llamado «futura esclavitud», en la que predominaría el «funcionarismo autocrático». Finalmente, quisiera terminar este comentario sobre una de las zonas más polémicas del libro, diciendo que Rafael Rojas es un intelectual hábil y talentoso, que ha puesto su pluma y su inteligencia en función de fines políticos muy claros. De él podríamos decir lo que en su día dijo Pablo de la Torriente Brau de Jorge Mañach: «es una persona decente y le supongo buena fe y capacidad —acaso la mejor— para el desempeño de su cargo. Pero todo esto (…) dentro de su mundo». Nota: 1. The unquiet graves (1944). Este es también el título de una canción del folclor medieval de Inglaterra. Elier Ramírez Desde hace ya algún tiempo, el autonomismo, corriente política de la centuria decimonónica cubana, se ha convertido en un tema de interés en la producción historiográfica española, y también ha pasado a ser un tópico predilecto para algunos elementos hostiles al proceso revolucionario cubano en la actualidad. Sin embargo, entre los primeros y los segundos hay un buen trecho, pues en los autores españoles, a pesar de que podemos discrepar con muchas de sus hipótesis, y percibir en algunos de sus criterios cierta carga política adversa al sistema político de la Isla, se observa en sus aportaciones seriedad investigativa, nada comparable con los epidérmicos, tergiversadores, falseados, peyorativos y extremadamente politizados análisis de ciertos detractores de la Revolución Cubana, que no se acercan siquiera al verdadero saber histórico. La mayoría de las aportaciones sobre el autonomismo en la historiografía española, donde se destacan autores como Marta Bizcarrondo, Antonio Elorza, Luis Miguel García Mora, Inés Roldán, Antonio Santamaría y Consuelo Naranjo, han partido del cuestionamiento del tratamiento que le ha dado a esta corriente política la producción historiográfica de la Isla después de 1959. Basados en este presupuesto, y en aferrada cruzada por revertir los criterios en torno al tema, que de manera general se han esgrimido en la historiografía cubana, estos investigadores españoles han caído en muchas de las deficiencias que, a su vez, achacan a los historiadores cubanos, con los consecuentes juicios torcidos sobre la corriente autonómica. Por lo general, sus estudios han partido de hipótesis que reflejan desconocimiento de la realidad colonial de la Isla en la segunda mitad del siglo XIX, y en su impetuosa intención demostrativa, no han logrado más que anquilosar y restarles calidad a sus resultados investigativos. Esto ha sido así, a pesar de la amplia gama de fuentes primarias y secundarias consultadas, y de los interesantes elementos que han proporcionado al estudio del reformismo decimonónico cubano. Entre los historiadores españoles que han pretendido encumbrar esta opción política, se destaca Luis Miguel García Mora, quien ha realizado numerosas investigaciones y publicado artículos referentes al Partido Autonomista Cubano. García Mora, en su artículo «¿Quiénes eran y a qué se dedicaban los autonomistas cubanos?», prefiere ver en el autonomismo un nacionalismo conservador y moderado, más preocupado en profundizar la práctica política que en lograr la independencia, por lo que no está dispuesto a coger las armas.1 García Mora ha subrayado también la admiración del orador autonomista Rafael Montoro por la historia de Inglaterra, capaz de prosperar sin transformación violenta del orden establecido. Ha sostenido con insistencia, que «el nacionalismo cubano más moderado optó por la solución autonomista, y se conformaba en su programa con una amplia descentralización como fórmula política»2. Pero, sin duda, la obra de mayor amplitud en torno al tema, que discrepa con los tradicionales enfoques de la historiografía cubana, es Cuba/España. El dilema autonomista, 1878-1898, de los profesores españoles Marta Bizcarrondo y Antonio Elorza. Esta obra dirige su atención a la biografía política del Partido Liberal Autonomista de la Isla de Cuba, y parte de la hipótesis de que el autonomismo encarnaba una fórmula de «construcción nacional cubana». Desde el principio los autores adelantan a los lectores que sus páginas contienen «la historia de un fracaso», pero también la historia del esfuerzo de una elite insular «por configurar un país, una patria, sin renunciar al vínculo con una Metrópoli opresiva y obtusa»3. Tanto García Mora, como Bizcarrondo y Elorza procuran señalar los puntos de contacto entre independentismo y autonomismo, criticando a la historiografía cubana que, según ellos, ha tendido por lo general a ver estas corrientes políticas como dos fuerzas totalmente contrapuestas. También han resaltado el papel de la crítica sistemática autonomista, como contribución a la construcción de la conciencia cubana y el criterio de que los autonomistas no se opusieron a la materialización del estado nacional cubano, pues a su juicio, esto era posible dentro de los marcos de la soberanía española a través de una vía más moderada y conservadora. Sin embargo, bajo el dominio colonial español que los autonomistas querían reformar sin desprenderse de él, era imposible la existencia de la nación cubana. En todo caso, aunque nunca fue posible en la manera que lo desearon los autonomistas, dados la terquedad española y los intereses económicos que se ponían en juego,4 la aspiración y lucha legal autonomista tenía como meta convertir a Cuba en una región especial con intereses y leyes particulares; pero representada siempre por su madre patria: la nación española. La mayoría de los autonomistas, en su imaginario, solo apreciaban esta región especial española, y no una nación que emergía buscando su realización fuera de los contornos coloniales; para ellos, Cuba no estaba madura para la independencia, y el pueblo antillano no tenía capacidad para sostenerse individualmente en caso de romperse la «vital unidad nacional». Por tal motivo, defendieron con patriotismo la primera alternativa, mientras que la segunda pasó de ser una idea pavorosa a la cual había que combatir denodadamente. La opción política autonómica se oponía tanto a la tozudez española como a la insurrección armada mambisa, estaba así en el medio de dos fuegos, pero a la hora del estallido revolucionario, optaban por plegarse, en definitiva, a su más cruento y verdadero rival: el colonialismo español. El propio Rafael Montoro dejó claro en uno de sus discursos, hasta dónde llegaban sus anhelos: «La política local, en Cuba, no encierra peligros para la nacionalidad española, como no los encierra para la nacionalidad británica en sus libres y prósperas colonias. La nacionalidad española, como ha demostrado elocuentemente el señor Govín, es presunción necesaria y base verdaderamente inconmovible de la política local…»5 La principal limitante de estos autores españoles es que al empeñarse en la búsqueda de los nobles aspectos del autonomismo, para contraponerlos a las valoraciones tradicionales del tema en historiografía cubana revolucionaria, obvian que Cuba autonómica, como ambicionaban sus partidarios, significaba la continuación reformada de la coyunda colonial. Descartan que ya no solo la distancia y los intereses económicos separaban a España y Cuba, sino también una profunda e insalvable grieta espiritual. Olvidan que una nueva nación se había conformado en la manigua durante la Guerra Grande, marcando con ribetes muy particulares la psiquis social de los cubanos, y que la independencia no era para aquel tiempo un «capricho pansajero, sino un sentimiento natural y profundo que se transmitía con la sangre de generación en generación»6. En suma, era imposible pensar en una perpetuidad armónica cuando las autoridades españolas e incluso algunos sectores de su población, veían a la Isla como una de sus posesiones ultramarinas, de la cual se obtenían significativos beneficios económicos y por tanto había que seguir explotando sin misericordia. Es absurdo pensar que el pueblo cubano, pueblo en sí y para sí después de la Guerra de los Diez Años, no aspirara a sacudirse radicalmente de un yugo tan asfixiante. Consiguientemente, no era posible defender el orden colonial reformado, sin negar la nacionalidad. Para ver nacer definitivamente a la nación cubana, libre y soberana, la única vía probada y posible estaba en dirigirse con vigor a la raíz del problema, y este se hallaba, a todas luces, en el colonialismo español, pero no podía extirparse con utópicos remedios intermedios y líricos, sino con soluciones radicales. A diferencia de las investigaciones de los historiadores españoles sobre el autonomismo, en los trabajos publicados en el exterior de varios refractarios del sistema socialista cubano resaltan más sus posicionamientos políticos que sus razonamientos históricos. Algunos de ellos han dedicado sus líneas en artículos y libros para exaltar el ideal autonomista como la opción que, de haberse materializado, hubiera resuelto los problemas de la Isla, al tiempo que catalogan a esta corriente como la fórmula que encarnaba realmente el sentimiento nacional. En las exposiciones de estos «ideólogos», también subyace el designio de loar el espíritu moderado, pausado y gradual de los autonomistas como el que debiera sustituir, en la Cuba contemporánea, el espíritu revolucionario que nos legaron los mambises. También, puede encontrarse en sus trabajos sobre el tema la idea de que le correspondía al independentismo la culpabilidad del fiasco autonómico. Al mismo tiempo, otras figuras de la misma estirpe, pero mucho más reaccionarias, han volcado su mirada hacia el autonomismo para, al ejemplificar sus fracasos históricos, condenar los métodos pacíficos, civilistas y evolutivos, y estimular el uso de la violencia y el terrorismo con el fin de derrocar al gobierno cubano actual. En lo que coinciden estos exponentes es en su manipulación política en torno a la temática autonomista. Se percibe con facilidad en algunos de ellos sus ansias revisionistas de la historia oficial cubana, con el propósito bien marcado de subvertir las bases más firmes y sensibles de nuestra historia nacional, como un camino oportuno para desmontar las posturas políticas actuales de la mayoría de los cubanos. Saben que nuestra historia gloriosa, donde las reformas no tuvieron cabida y las soluciones verdaderas vinieron de la lid redentora, es sustentación ideológica de la lucha del pueblo cubano en el presente y en el porvenir, y por tal motivo, han dirigido hacia ahí sus dardos venenosos. Algunos han sido más sutiles, otros más descabellados, pero ninguno ha tenido sinceras intenciones de hurgar en nuestro pasado, todo lo contrario, de ahí las innumerables aberraciones o dislates que se pueden encontrar en los trabajos que les han publicado. Entre los cubano-estadounidenses que se han dedicado a la defensa apostólica del autonomismo cubano y al ataque de la Revolución, podemos encontrar a Rafael E. Tarragó, bibliotecario iberoamericanista de la Wilson Library en la Universidad de Minnesota, EE.UU. Su obra, Experiencias políticas de los cubanos en la Cuba española, 1512-1898 (Barcelona, s.a), es un intento fallido por desvirtuar algunos aspectos de la historia de Cuba. Desde la introducción de este libro podemos percibir estos propósitos insidiosos. Tarragó aboga por la idea de que los historiadores cubanos son incapaces de analizar imparcialmente su historia, ya que según él, fueron los independentistas cubanos quienes hundieron la salida autonómica, al apoyar la invasión estadounidense en 1898.7 No se percata, o no lo quiere reconocer, dada su intención desorientadora de la historia cubana, que la autonomía era ya una idea retardataria después de haber acontecido la Guerra Grande. Estallido revolucionario que se produjo, entre otros motivos, porque España se encargó de enterrar, entre 1866 y 1867, la posibilidad de reformas, ratificando su carácter opresivo y obsoleto. Imparcialmente, lo que habría que analizar es que la política colonial metropolitana fue la que verdaderamente dio al traste con toda intención de reformar el statu quo establecido. Y si esta intención pudo resurgir, y se organizó incluso en un partido político, como nunca había sido posible en las anteriores etapas reformistas, fue como consecuencia del alcance de la lucha independentista del 68, que hizo temblar el colonialismo español en la Isla. Por tal razón, los reformistas que se unieron al Partido Autonomista en 1878 debieron sus posibilidades de acción al independentismo cubano, pues de no haberse alzado en armas los cubanos, los autonomistas jamás hubieran conocido la legalidad. Así se repitió durante la farsa de 1898, pues la metrópoli solo mudaba su terca y expoliadora política cuando la llama le quemaba los pies. Para aquel entonces, al vigoroso fuego de la Revolución se le unieron las insistentes presiones estadounidenses al exigir las reformas y enmascarar sus verdaderas intenciones de apoderarse de la Isla, lo que llevó al gobierno español, a regañadientes, a conceder la «autonomía» a Cuba. Tarragó también sostiene que los autonomistas «abogaron por la temprana supresión del sistema del patronato y la abolición completa de la esclavitud de los negros decretada en 1886»8. En este caso, Tarragó falsea la historia, porque debió haber apuntado que inicialmente los autonomistas, por razones económicas, fueron más conservadores que el propio Partido Unión Constitucional, al pedir la abolición gradual y con indemnización de la esclavitud y la implantación del patronato. Llega al extremo Tarragó, al señalar que Martí y la guerra del 95 impidieron las reformas y, por tanto, fueron los máximos causantes de la crisis que llevó a la intervención estadounidense en Cuba9; al obviar que EE.UU estaba decidido a intervenir en la Isla para apoderarse de la misma, con autonomía o sin ella, desconoce que sus intereses expansionistas con relación a la «Perla de las Antillas» se remontaban a mucho antes de 1898, y que todo lo que hizo fue buscar los pretextos necesarios para alcanzar sus objetivos. La exigencia de las reformas constituyó una de las demandas preferidas por las autoridades estadounidenses para lograr sus planes expansionistas. Después de concedidas, su misión tuvo como epicentro su descrédito. De cualquier forma, encontrarían siempre una justificación para entrometerse en la contienda cubano-española y satisfacer sus ansias imperiales. Este macabro plan, unido a otros acontecimientos manejados muy inteligentemente por la prensa estadounidense, condujo al cumplimiento de su verdadera meta. Un artículo de Tarragó que apareció el 17 de marzo de 2003 en El Nuevo Herald de Miami es otro de sus intentos por atacar el legado revolucionario de Cuba. En el mismo asevera que las reformas de Abarzuza habían hecho innecesaria la guerra de Martí en 1895. Según afirma, con total ignorancia, Cuba gozaba ya de todas las libertades civiles, y la guerra de Martí cambió todo esto10. Cualquiera que haya leído un poco de Historia de Cuba, que no sea por el lomo del libro, se puede percatar con facilidad que estas tesis no están para nada sustentadas en la realidad histórica. La llamada fórmula Romero- Abarzuza, aprobada por unanimidad en las Cortes españolas el 13 de febrero de 1895, en momentos en que la mayor parte de la población cubana, cansada ya de tantas afrentas de la metrópoli, se inclinaba por la concreción del estado nacional sin cortapisas, fue incluso más retrógrada que el proyecto presentado con anterioridad por el ministro de Ultramar Antonio Maura.11 Esto se puede corroborar con facilidad al ver que dicha fórmula mantenía incólume la autoridad del Capitán General, que podía suspender a los integrantes del Consejo de Administración que se crearía en la Isla, a pesar de que la mitad de sus miembros eran elegidos. Entre las facultades del Consejo de Administración no estaría la de nombrar a los funcionarios administrativos, ni la de exigirles responsabilidades, por lo que la corrupción administrativa seguiría desarrollándose sin que nada la limitara. Por añadidura, los presupuestos generales continuarían aprobándose en la Metrópoli, siempre en su beneficio y en detrimento de la colonia caribeña, que seguiría cargando con una enorme deuda y los aranceles que frenaban su desarrollo. Aunque en apariencia se decía que el Consejo de Administración asumía las funciones de Diputación Única, en la práctica no era así, y quedaba por tanto el poder insular fragmentado y dando pábulo al caciquismo, lo que obraba en favor de los intereses de los grupos de presión peninsulares y la oligarquía españolista de la Isla, que se beneficiaban del statu quo entronizado.12 Tampoco se materializaba la soñada división del mando civil y el militar. De haber hecho Tarragó un análisis exhaustivo de la fórmula Abarzuza, hubiera comprendido sin dificultad que no representaba para nada los intereses de la nación cubana, y no llegó siquiera a cubrir las aspiraciones del Partido Autonomista, a pesar de que este, oportunistamente, se adhirió a él, no sin fuertes discusiones en el seno de la Junta Central entre los que se conformaban con esta concesión, y los que abogaban por la total autonomía. Pero en esa ocasión las reformas estuvieron gastadas para los cubanos; y así se demostró cuando solo 11 días después de aprobado este proyecto, estalló nuevamente la insurrección en la Isla, cobrando inmediatamente una fuerza vertiginosa. Está claro que después del Zanjón, Cuba siguió siendo una plaza sitiada regida por el Capitán General y por los siempre favorecidos integristas españoles. La fórmula Abarzuza, a todas luces, no revertía esa situación. De ahí que la guerra preparada durante muchos años, bajo innumerables sacrificios y vicisitudes, por José Martí y otros patriotas, fuera tan necesaria. No por gusto así pasaría a la historia. Pero los mal intencionados planteamientos de Tarragó, se quedaron muy por detrás en comparación con los esgrimidos por Hugo. J. Byrne, lo que demuestra el grado en que ha sido politizado el reformismo decimonónico cubano. En una conferencia en la Universidad de California, que llevó por título El autonomismo del siglo XXI13, este cubano-estadounidense sostiene que los «disidentes»14 cubanos o los nuevos autonomistas del siglo XXI, como los califica, están tan equivocados como lo estuvieron los defensores de la evolución del siglo XIX cubano en su lucha legal y pacífica frente a la metrópoli española. Para Byrne, estos nuevos autonomistas cuentan con menos cartas de triunfo que sus antecesores, pues se oponen al poder absoluto y totalitario del estado cubano. Así, utilizando una de las farsas más burdas que han empleado los calumniadores del sistema político de la Isla, Byrne no está haciendo otra cosa que incitar a la lucha violenta y terrorista contra el sistema socialista de la Isla, sustentándose en la historia del fracaso del Partido Autonomista y sus métodos pacíficos, como un elemento histórico similar a los que emplean los «disidentes» cubanos en el presente. Pero igualar los autonomistas de la centuria decimonónica cubana con estos mercenarios del siglo XXI es un insulto atroz a su legado, pues aunque erraron en su proceder, actuaron —sin desconocer las ansias de lucro que primaron en algunos de ellos— por el impulso de sus ideales evolutivos y civilistas y no por dinero que comprara sus conciencias. La adscripción de Byrne a los métodos violentos y terroristas se vislumbra cuando termina, nada más y nada menos que su conferencia, citando unas palabras del terrorista confeso Luis Posada Carriles15, pronunciadas en la Florida, el 13 de abril de 2005, donde llamaba a la implementación de estos recursos en la cruzada contra la Revolución Cubana16. Y seguidamente llega al colmo en sus ofensas a la historia de Cuba y a sus principales próceres, al citar unas ideas de José Martí, totalmente descontextualizadas17. El canadiense J.C.M. Oglesby es otro de los exponentes más sobresalientes dentro de este nuevo grupo de alabarderos del autonomismo cubano. Este autor, en uno de sus trabajos, analiza el autonomismo cubano en relación con la fijación que este tuvo respecto del modelo de autonomía colonial del Canadá. Sostiene la legitimación nacional de los autonomistas y los considera forjadores de la conciencia nacional, pero los presupuestos de los que parte le llevan a sostener que el independentismo era un movimiento minoritario y que la República cubana fue fundada con la ayuda de los EE.UU. sobre las masas de los cubanos autonomistas y apolíticos. Si el autor hubiera revisado los documentos que se conservan en las Bibliotecas y Archivos Cubanos, se hubiera percatado con facilidad que esa tesis no se acerca en nada a la realidad, pues las propias actas de la Junta Central del Partido Autonomista nos reflejan que una vez reiniciada la lucha independentista en 1895, el sentimiento autonomista era muy minoritario, pues la mayoría del pueblo cubano se encontraba ya, de una forma u otra, al lado de la insurrección libertadora. Asimismo, no se puede soslayar que el triunfo de la revolución emancipadora fue mediatizado por los EE.UU., que intervino en la guerra con el fin de coronar los planes expansionistas que perseguía desde otrora, y la República que se instauró, subyugada al imperio del Norte, no fue en verdad el sueño de los cubanos que vertieron su sangre en la manigua. Los razonamientos de Oglesby pasan por exculpar al autonomismo y culpar a España en su política colonial, pero los autonomistas también erraron. Aunque la mayoría eran brillantes intelectuales, no comprendieron que la opción política que defendieron durante años era imposible bajo la tutela española. Parte Oglesby de supuestos inaceptables como que el cubano era un hombre de mentalidad colonial y por ello la autonomía y los autonomistas encarnaban su voluntad política. Como demostración de un total desconocimiento de lo que está hablando, Oglesby llega a decir que los autonomistas querían formar una sociedad multirracial y libre, concluyendo que Cuba no pudo ser esa nación libre bajo España, pero cumplió bajo la dominación de los EE.UU., durante los años republicanos, la aspiración de Montoro de que se subordinara a una potencia extranjera y que irónicamente el gobierno cubano, después de 1959, hizo exactamente lo que Giberga pensaba, que Cuba en la época de la independencia debía buscar la alianza con la más poderosa nación de Europa (URSS), para contrabalancear a los EE.UU. En su criterio, no habiendo tenido oportunidad la Mayor de las Antillas «de evolucionar hacia fuera de su sensibilidad colonial, los cubanos se encontraron atrapados en una tradición revolucionaria que paradójicamente parecía ser absolutamente colonial»18. No hay dudas de que estas extrapolaciones insensatas reflejan las posiciones antagónicas del autor frente al proceso revolucionario cubano actual. El cubano residente en México, Rafael Rojas19, se ha sumado desde ya hace algunos años a los enaltecedores de la corriente autonómica cubana del siglo XIX. En su libro José Martí: la invención de Cuba (Colibrí, Madrid, 2000), el autor sustenta la hipótesis de que Martí inventó una nación cívico-republicana, una tradición, un imaginario articulado por la epopeya de la Guerra de los Diez Años, que devino la desactivación del mensaje aristocrático de los patricios blancos. Así el Apóstol, según Rojas, a través de sus discursos frente al auditorio cubano de la emigración y sus escritos en Patria, fue «creando los mitos, los héroes, pero también las efemérides patrióticas, el ceremonial cívico y hasta los símbolos nacionales y los emblemas políticos de su República»20. En su criterio, Martí inventó una nación moderna que contemplaba la comunidad negra dentro del espacio nacional y donde solo se exaltaban las virtudes morales del pueblo cubano, pero una nación que no tenía nada que ver con la que existía en la práctica y que se sustentaba en el imaginario de la aristocracia blanca donde era discriminado el negro criollo. Está claro que, para Rojas, la real nacionalidad cubana estaba representada por los autonomistas. Sin embargo, qué respuesta daría Rojas a las siguientes preguntas: ¿por qué la mayoría del pueblo cubano optó por la liberación nacional y no por los remedios recomendados por los patricios blancos autonomistas? ¿Por qué no se detuvo la insurrección redentora de 1895, sino que su fuerza se hizo más evidente a pesar de la intensa propaganda autonomista que la caracterizaba como guerra de razas? ¿Por qué de solo pisar tierra cubana el general negro Antonio Maceo pudo contar con la incorporación espontánea de cientos de hombres dispuestos a luchar por la independencia de Cuba bajo sus órdenes? ¿Cómo es posible que la mayoría de los cubanos abrazaran la causa de Martí organizada en la emigración y no la de los autonomistas que desplegaban su labor en el interior de la Isla desde 1878? Las respuestas a estas simples interrogantes demuestran que la nación cubana por la que abogaba Martí en la segunda mitad del siglo XIX no fue una invención fortuita, sino el legado espiritual y el sentimiento mayoritario del país. La abolición de la esclavitud y la lucha por la integración racial de todos los componentes de la sociedad cubana fueron cimentadas por la ideología independentista desde el 10 de Octubre de 1868, al poner Céspedes en libertad a sus esclavos, cuando la Constitución de Guáimaro declaró en su artículo 24 la libertad de todos los habitantes de la Isla sin distinción del color de su piel, y en diciembre de 1870, al reafirmarse la abolición de la esclavitud en todas sus formas por circular del ejecutivo. Los sectores más populares, entre los que se encontraban los negros y mulatos, asumieron al paso de los años la vanguardia revolucionaria de la Guerra Grande que originariamente perteneció a los terratenientes centro-orientales, lo cual trajo como consecuencia la radicalización de la lucha. Esta tuvo como colofón la Protesta de Baraguá, en la cual Maceo, con su decisión de continuar el combate, devino la máxima representación de la nación y les dio continuidad a las ideas de libertad y abolición. Al contrario de los criterios defendidos muy sutilmente por Rojas, que van a las raíces más ancladas de nuestra historia nacional, podría señalarse que la autonomía, una vez concluida la Guerra de los Diez Años, fue la invención de un imaginario no representativo de la mayoría del pueblo cubano. De ahí que, a pesar de que sus exponentes actuaran en el interior de la Isla —a diferencia de Martí que lo hacía en la emigración—, no pudieran ganarse jamás el sentimiento de la colectividad más representativa del país y solo fueran la expresión de los intereses de un grupo minúsculo de la sociedad colonial. Martí no fue el inventor de una Cuba inexistente, sino el más lúcido representante de la nación cubana fraguada en la manigua. Por si fuera poco, la grandeza del Apóstol también radicó en lograr nuclear todos los elementos necesarios para alcanzar la plasmación definitiva de esta nacionalidad en efervescencia. Martí no hizo otra cosa que desarrollar, inflamar e iluminar las ideas independentistas y de integración racial que ya eran parte inseparable de la nación cubana. Rojas también se ha manifestado como exaltador del autonomismo cubano en numerosos artículos. Uno de ellos, «Un libro que faltaba», publicado en la revista Encuentro21, es todo un elogio y adhesión a los criterios vertidos por los autores españoles, Bizcarrondo y Elorza, en su obra sobre el autonomismo cubano, y que hemos expuesto y analizado anteriormente. Esto es así hasta que entra en contradicción con el epílogo del libro donde se plantea que la supervivencia del autonomismo vino de la adaptación conservadora que asumieron sus representantes durante la República. Rojas discrepa con Bizcarrondo y Elorza, pues para él, en aquel tiempo, todos los autonomistas compartían las mismas ideas liberales, republicanas y democráticas de los separatistas y anexionistas. Al tratar de fundamentar estos criterios Rojas sostiene que según el terreno soberanista que diferencia a un conservador de un liberal, «Zayas y Fernández de Castro votaron contra la Enmienda Platt en el Congreso Constituyente de 1901»22 por lo que no serían conservadores. mientras que los adversarios de la Revolución Cubana que hemos analizado, han tenido como principal acicate la construcción de ficciones históricas, que fundamenten sus posicionamientos políticos y atenten contra la memoria colectiva del pueblo cubano. Notas: 1. Citado por Inés Roldán de Montaud en su artículo «Los Partidos Políticos cubanos de la época colonial en la historiografía reciente» en: Visitando la Isla. Temas de Historia de Cuba, Madrid, Editorial Ahila, 2002, p.37. 2. Ibídem. 3. Ver Marta Bizcarrondo y Antonio Elorza, Cuba/España. El dilema autonomista 1878-1898, Madrid, Editorial Colibrí, 2001, pp. 17-18. 4. La concesión de la autonomía constituía la afectación directa del negocio colonial mediante el cual España expoliaba las riquezas de la Isla, y actuaría también en menoscabo de los sectores y grupos peninsulares que se beneficiaban, tanto en la metrópoli, como en la colonia, de statu quo entronizado. Para más información puede verse María del Carmen Barcia, Elites y grupos de presión en Cuba 1868-1898, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1998. 5. Rafael Montoro, Discurso pronunciado en la Junta Magna del Partido, el 1ro. de abril de 1882 en: El ideal autonomista, La Habana, Editorial Cuba, 1936, p. 31. 6. Rafael María Merchán, Cuba: justificación de sus guerras de independencia, La Habana, Imprenta Nacional de Cuba, 1961, p.180. 7. Rafael E. Tarragó, Experiencias políticas de los cubanos en la Cuba Española: 1512-1898, Barcelona, Puvill Libros, S.A, (s.a), p.10. 8. Ver: Ibídem, p.78. 9. Ver: Ibídem, p.100. 10. Rafael E. Tarragó, «Los autonomistas y la Guerra de Martí», Nuevo Herald, Miami, 17 de marzo de 2003. 11. En los primeros meses de su mandato como ministro de Ultramar, Antonio Maura elaboró su Proyecto de Ley Reformando el Gobierno y Administración Civil de las Islas de Cuba y Puerto Rico, que fue presentado en las Cortes, el 5 de junio de 1893, bajo la forma de seis bases. Partía este de un extenso preámbulo que resaltaba los vicios del sistema administrativo que regía en las Antillas y la forma en que esto limitaba la prosperidad de las islas. Planteaba establecer una Diputación Provincial única, integrada por 18 miembros elegibles por cuatro años y un Consejo de Administración que tendría carácter consultivo y estaría integrado por 24 individuos, 15 elegibles y nueve nominados por el gobierno. El Gobernador General sería el encargado de ejecutar las decisiones de la diputación y poseería el derecho al veto, aunque para utilizarlo debía someter, previamente, su proposición al Ministerio de Ultramar a través del Consejo de Administración. Finalmente, este proyecto no fue discutido ni aprobado en las Cortes Españolas, en este desenlace jugó un papel fundamental el grupo de presión financiero. Ver: María del Carmen Barcia, Elites y grupos de presión en Cuba 1868-1898, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1998. 12. Ibídem, p. 173-178. 13. Con este título publicó dicha conferencia la revista contrarrevolucionaria Guaracabuya. (http: //www. amigospais-guaracabuya.org/) 14. Mercenarios pagados por el gobierno de EE.UU y por los grupos y organizaciones contrarrevolucionarias establecidos en ese país, fundamentalmente en la Florida. 15. Connotado terrorista. Prófugo de la justicia cubana y venezolana por perpetuar la voladura de un avión de Cubana de Aviación, el 6 de octubre de 1876, donde perdieron la vida 73 personas. 16. «Nuestra estrategia es luchar sin descanso. Los invito a ustedes. dentro y fuera de la Patria, para que juntos libremos esta cruzada por la libertad, asegurándoles que los fusiles asesinos de los torturadores de la Seguridad del Estado, serán insuficientes para impedir las ansias de libertad, de un pueblo que ha sabido una y mil veces enfrentar la opresión y derrotarla.» 17. «Es lícito y honroso aborrecer la violencia y predicar contra ella, mientras haya modo visible y racional de obtener sin violencia la justicia indispensable al bienestar del hombre; pero cuando se está convencido de que por la diferencia inevitable de los caracteres, por los intereses irreconciliables y distintos, por la adversidad, honda como el mar, de mente política y aspiraciones, no hay modo pacífico suficiente para obtener siquiera derechos mínimos en un pueblo donde estalla ya, en nueva plenitud de capacidad sofocada, o es ciego quien sostiene contra la verdad hirviente el modo pacífico: o es desleal a su pueblo quien no lo ve y se empeña en proclamarlo.» 18. Luis Miguel García Mora, «Del Zanjón a Baire: A propósito de un balance historiográfico sobre el autonomismo cubano» en: Revista Ibero-americana Pragnesia. Suplementum 7/1995, p.38. 19. Actualmente se desempeña como investigador y profesor del CIDE (Centro de Investigación y Docencia Económica) en Ciudad México y es codirector de la revista Encuentro que se publica en España. 20. Rafael Rojas, José Martí: la invención de Cuba, Madrid, Editorial Colibrí, (s.a), p. 132-133. 21. Internet.arch 1.cubaencuentro.com/pdfs/21-22/21 re 247.pdf. 22. Ibídem. 23. «Telegrama enviado por Segismundo Moret a Ramón Blanco», Madrid, 5 de enero de 1898, Archivo Personal de Rolando Rodríguez. 24. Para la mayor parte de la historiografía cubana revolucionaria lo más interesante ha sido demostrar el papel antinacional, racista, antipatriótico e inviable del autonomismo. Ver: Jorge Ibarra, Ideología mambisa, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1985, Ramón de Armas… (et.al), Los partidos políticos burgueses en Cuba neocolonial (1899-1952), La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1985, Diana Abad Muñoz, De la Guerra Grande al Partido Revolucionario Cubano, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1995 y Mildred de la Torre, El autonomismo en Cuba 1878-1898, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1997. Sin embargo, la producción historiográfica cubana más reciente ha brindado nuevos juicios, privilegiando algunos matices positivos del autonomismo desdeñados por las aportaciones anteriores. Ver: Oscar Loyola Vega, «La alternativa histórica de un 98 no consumado» en Revista Temas no 12-13, María del Carmen Barcia Zequeira, Una sociedad en crisis, La Habana, Finales del siglo XIX, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 2000, Yoel Cordoví Núñez, Liberalismo, crisis e independencia en Cuba, 1880-1904, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 2003 y Alejandro Sebazco Pernas, «José Martí y el autonomismo: Dos alternativas de la nación cubana» en Perfiles de la nación, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 2004, t.1. Para contradecirlo basta con recordar que la mayoría de los autonomistas siguieron un camino conservador, entre ellos quien había sido su ideólogo fundamental: Rafael Montoro, inicialmente militante del Partido Moderado junto a Estrada Palma y posteriormente adscrito al Partido Conservador y candidato a la vicepresidencia con el general Mario García Menocal. Por otro lado, Rojas comete un error por ignorancia al plantear que Zayas y Fernández de Castro votaron contra la Enmienda Platt en el Congreso Constituyente de 1901. Puede ser que su dislate haya versado en confundir a los ex autonomistas Francisco de Zayas y Rafael Fernández de Castro con Alfredo Zayas y el general José Fernández de Castro. Los dos primeros no participaron en la Constituyente de 1901. En caso de haber estado refiriéndose a los dos últimos habría que aclararle a Rojas que Alfredo Zayas militó un tiempo en el autonomismo, pero durante la guerra del 95 se había pasado al independentismo, y que José Fernández de Castro, General del Ejército Libertador, siempre perteneció a las filas separatistas. En definitiva, el único ex autonomista que participó en la Constituyente de 1901 fue Eliseo Giberga y votó a favor de la Enmienda Platt. Ante tantas insidias y venenos contra nuestro preciado legado, la historia verdadera del autonomismo decimonónico cubano habla por sí sola. Es cierto que los autonomistas ocuparon un espacio significativo en la segunda mitad del siglo XIX, que sus aportes en la literatura, en la filosofía, en la crítica estética, en el arte de la oratoria y en la lucha cívica llegan hasta nuestros días. También, que el Partido Autonomista no fue una organización homogénea y que en él militaron conjuntamente, en determinadas coyunturas, patriotas y enemigos de Cuba. Tampoco se puede desconocer que durante los años de reposo turbulento su labor política, que incluía fuertes críticas a los vicios del colonialismo español, contribuyó a exacerbar la conciencia nacional cubana. Nada de esto es desestimado. Sin embargo, los autonomistas no estarán jamás dentro de la vanguardia patriótica cubana, ni en el lugar que los enemigos de la Revolución quieren atribuirle en la Historia de Cuba. Los autonomistas tuvieron suficiente tiempo e inteligencia para haber rectificado sus errores y haber ocupado un puesto más encomiable en nuestra historia. Sus posiciones de clase, su ofuscada mentalidad proespañola, sus concepciones filosóficas donde predominaba el positivismo spenceriano y, por tanto, su adscripción a los métodos pacíficos, evolutivos y pausados, su férrea desconfianza en la capacidad de los cubanos para regir individualmente su destino, y su ojeriza hacia los sectores populares donde se encontraban los iletrados, los negros y los mulatos, fueron algunos de los elementos que llevaron a estos hombres de verbo luminoso y vasta cultura a sus posicionamientos errados y a sus continuos fracasos. Nada lograron frente a la tozudez española, no percibieron que todas las migajas o variaciones de la política metropolitana que se produjeron en la Isla a partir de 1878, fueron el corolario del peligro latente que representaba otra revolución irredentista, que no dejó de mostrar sus destellos resurgentes. No se percataron, incluso, que el propio partido desde el que desplegaban su proselitismo era un logro de la lucha redentora del 68. Por si fuera poco, la venda que cegaba sus ojos no les permitió comprender que fueron siempre figuras decorativas, pues España los vejaba, ignoraba todos sus reclamos, los tildaba de independentistas, los mandaba a las mazmorras de Ceuta y Chafarinas y hacía vencer a los integristas en las elecciones, utilizando todo tipo de fraudes y subterfugios. Hasta tal punto fueron autómatas que, en enero de 1898, después de instaurado el ensayo histriónico de autonomía en la Isla, Segismundo Moret, ministro de Ultramar, le comunicaba en telegrama a Ramón Blanco, para aquel tiempo Capitán General de la Isla, que los secretarios de despacho del gobierno autonómico eran meros auxiliares suyos y que él constituía la única autoridad.23 A pesar de todos estos ultrajes que duraron años, los autonomistas, de manera equívoca, en vez de cambiar de actitud ante la tácita insolencia de la metrópoli y convencerse de la inviabilidad de su lucha, optaron por enfrentarse de manera resuelta a la independencia, la cual consideraban la más terrible de las soluciones. Así pagaron los autonomistas al ideal que les había dado vida. Pero la obstinación de la metrópoli fue tan aguda como la de los propios autonomistas que permanecieron dóciles a sus pies, hasta el último hombre y la última peseta provenientes de España. Esto fue así pese a que el sentimiento del país se inclinaba a la ruptura definitiva, y que la historia misma había demostrado que no había otra salida, ya que eran muchos los intereses que España y los grupos peninsulares y sectores oligárquicos en la Isla salvaguardaban, y que jamás aceptarían poner en manos de los cubanos, ni siquiera compartirlos con ellos. Finalmente, es acertado decir que si la ideología revolucionaria ha teñido los juicios tradicionales de la historiografía cubana en relación con el autonomismo decimonónico24, la no revolucionaria de ciertos enemigos de nuestro proceso los ha dejado ciegos, llevándolos incluso a la invención. Los historiadores cubanos han partido siempre del impulso por acercarse a la verdad histórica, I El tema que nos reúne es «la memoria como campo de batalla». Mi intención en este punto es simple: hacer la crónica del nacimiento de esa memoria que hoy, como carne de masacre, es arrojada a diario a algún confín de batalla. Mi propósito es hacer entonces memoria de la genealogía de un entusiasmo: el que asiste al intelectual cuando se imagina como representante de sí mismo, paladín de la propia inspiración, ideólogo de la personal independencia. Esa imagen ha derrotado por completo a la del «intelectual comprometido», que otrora encontraba la libertad solo en la política. En cambio, el único recurso que parece quedar hoy al intelectual para ser libre es afirmar con soberbia su independencia respecto a la cosa pública. Lejos de pretender rescatar el cadáver de lo que antes se llamaba «intelectual comprometido» —arrastrado por la caída de una historia con capítulos demasiado lúgubres—, quiero hacer una sola afirmación y aportar apenas una sospecha: acaso es deseable la felicidad de una independencia más allá de la política, pero esta no sobrevive en la ignorancia. Es necesario saber. II Sería un triunfo extraordinario abandonar de una vez la letanía sobre la verdad. Un campo de batalla no tiene de un lado a la verdad y del otro a la mentira, al estilo pedestre de un Western. Una confrontación cultural no se dirime como una cruzada por la verdad, sino como un asunto de poder: cómo se producen y se controlan los términos en que un enunciado se presenta como verdad o es repudiado como mentira. Se dirime en la comprensión del orden social de producción de un discurso que podríamos llamar «la verdad de la mentira». III Normalmente, entendemos que el marco cultural de esta época, allí en cuyo interior se sitúan los conceptos «intelectuales» sobre el bien y el mal, está cubierto por el liberalismo. Pero siquiera los buenos liberales, tan celosos siempre de la dignidad de su doctrina, reconocerían a esta tamaña majestad. Podríamos caer en la tentación de pensar que el sentido común de esta época, de tan abierto que parece, proviene de la construcción de una ideología «apolítica», en el sentido en que antes se utilizaba este término para designar a una organización no adherente de una línea determinada, y que quedaba abierta a todas las tendencias. Ciertamente, la ideología que hace a este sentido común es muy integradora, y proviene de muy diversas fuentes. En el caso que nos ocupa —el campo intelectual estrictu sensu—, tiene desde su nacimiento los pies sucios: su gran deuda con el triunfo de la cosmovisión proveniente de la Guerra Fría, aun cuando esta «ha terminado» tiempo ha. IV La Guerra Fría se libró con muchas armas, tan poderosas como la «Little boy» que arrojó sobre Hiroshima el Enola Gay. La ideología neoconservadora es la otra cara de esa bomba, y resulta tan mortífera como ella. Edmund Burke, padre intelectual del pensamiento conservador, protagoniza en la historia la imagen de cómo un liberal atrapado por una Revolución —en su caso la francesa de 1789— deviene un conservador. Pero los neoconservadores, desde sus orígenes intelectuales en la década de los años 30 del siglo pasado, no reivindicaron el nombre de ese padre para su nueva doctrina, acaso por esta razón: antes de 1789, Burke había presentado batalla a favor de la independencia del Parlamento inglés frente a la política absolutista de Jorge III y defendido las peticiones de los revolucionarios americanos al apoyar la argumentación sobre la independencia respecto a Inglaterra. Esa larga beligerancia liberal de Burke tenía —a su específico modo— contenidos democráticos. El neoconservadurismo surgió con una relación —digamos— «tirante» con la democracia. Primero, retomó dos líneas gruesas del conservadurismo clásico: la reivindicación de la desigualdad y la idea de que los derechos no son naturales. Segundo, encontró en la línea del realismo político —de Platón a Maquiavelo— las bases de su nueva filosofía. Con Leo Strauss el naciente neoconservadurismo recogió, tanto el profundo desprecio de Platón por la democracia, como produjo una reelaboración de creencias no imputables en todo Julio César Guanche caso al autor de La República: los hombres no nacen libres ni permanecen iguales, el estado natural del hombre no es la independencia, sino la subordinación, la participación del vulgo en la política conduce a la barbarie de la vida pública, y la política ha de basarse en la persuasión y en la manufactura del consenso, instrumentos de lo cual son el secreto y la mentira. Sin embargo, el éxito de su propuesta no descansó solo en los méritos intelectuales de libros como La ciudad y el hombre. Ese éxito empezó por la espada, con Hiroshima, y continuó, sin abandonar jamás la espada, gracias al arsenal que luego se desplegó en la defensa de su pluma. V Ese arsenal resultó nada menos que el presupuesto económico y todo el bagaje de Inteligencia del «Mundo Libre» en su despliegue contra el «Mundo Comunista» durante la Guerra Fría. Dirigido por la CIA y el IRD británico, dicho arsenal se puso en función de la creación de un campo ideológico que fuera capaz de contener y, sobre todo, de vencer primero la influencia soviética después de 1945, y, después de los años 60, de revertir la mentalidad de protesta emergente en esa década —mentalidad que desbordaba por completo el marco ideológico de la Guerra Fría, al dirigirse, tanto contra el capitalismo, como contra el socialismo soviético. La ideología neocoservadora tendría su puesto de mando en el Congreso por la Libertad de la Cultura y su objetivo en cooptar intelectuales a favor de la ideología estadounidense. (Raymon Aron, uno de los que hizo su agosto en esta coyuntura, declararía: «estoy firmemente convencido de que un antistalinista solo tiene una salida: aceptar el liderazgo norteamericano».) La estrategia alrededor de la pluma cosechó buen provecho y se aplicó de modo similar en diversas geografías. En los EE.UU., por ejemplo, ya al término de la Guerra Mundial, la oficina que luego sería la CIA empleaba, solo en la ciudad de Washington, a 1 600 sociólogos. En 1960 y 1961 «el 80% del presupuesto de la Asociación Americana de Sociología estaba financiado por el gobierno y empresas privadas próximas al gobierno», todo lo cual se hacía con un objetivo expreso: construir un hábito de relación entre El príncipe y El sabio como parte de una relación orgánica y fraternal, mutuamente provechosa. Para imponer esta concepción, en Europa los guerreros neoconservadores lucharon con denuedo contra el perfil revolucionario de las Ciencias Sociales. En Francia, por ejemplo, el combate resultó frontal contra la escuela sociológica de corte progresista o marxista. En 1953 fue cesado en su cargo Henry Lefebvre, y después sufrirían diversas peripecias, entre muchas otras, figuras como Emile Durkheim y Pierre Bourdieu. En los 60, en América Latina, ese arsenal combatió la imagen de «intelectual comprometido» que con éxito distribuía en el continente la Revolución Cubana a través de la Casa de las Américas. Creó la revista Mundo Nuevo, dirigida por el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, cuya principal contribución fue contrarrestar la influencia del cosmos revolucionario, siguiendo el discurso de presentar una «gestualidad» de izquierda, que en los hechos era contraria a todas las revoluciones existentes. VI Podemos recordar una época no muy lejana en que casi todos los discursos provenientes de la izquierda nos fatigaron con la crónica de Francis Fukuyama y su archicitado y acaso jamás leído ensayo «El fin de la historia y el último hombre». Sin embargo, Fukuyama es apenas la versión periodística, podríamos decir pop, de un asunto que se gestó a escala en los años 60. El tópico del «fin de las ideologías» recorrió en esa fecha una zona importante del espectro ideológico enfrentado desde el «Mundo Libre», tanto al comunismo sovietico, como a las revoluciones que se sintetizan en la expresión «Mayo del 68». En esta zona se encuentran los llamados «New York Intellectuals»: James Burnham, Sidney Hook, Irving Bristol, Daniel Bell. Es ese precisamente el título de un libro de Daniel Bell, El fin de las ideologías, expresivo de un discurso que buscaba asentar la visión del éxito panhistórico del capitalismo. VII Ahora, en ese campo, la competencia más peligrosa para libros como El cero y el infinito, de Arthur Koestler, no provenía de los libros con tapa dura y bien encuadernados, con hermosas fotos de Marx y de Engels, de la Editorial Progreso, sino de la imaginación proveniente de las barricadas juveniles del 68 y de la insurgencia nacionalista revolucionaria del Tercer Mundo. En esa dirección, el objetivo primero fue contrarrestar la influencia que ejercía en la época la izquierda cultural, y el modelo de intelectual que entre otros representaba icónicamente Jean Paul Sartre, tanto para Europa, como para la crecida revolucionaria latinoamericana de los 60. La imagen del «hombre en situación», del «intelectual comprometido» gozaba en la fecha de enorme prestigio y de gran circulación. Julián Gorkin, utilizado por la infraestructura del Congreso por la Libertad de la Cultura, pensaba que habilitar una política contra tamaña influencia era una causa perdida: «La única manera de producir una revista ´confiable´ —decía— sería atacando constantemente a los EE.UU. y cantando loas interminables a Sartre o a Pablo Neruda». Por ello, en el campo intelectual el objetivo neoconservador fue la cooptación de «la izquierda no comunista»: los antistalinistas, o los ex stalinistas conversos (y por ello zonas específicas del trotskismo), en la idea de que la crítica a la izquierda proveniente de la propia izquierda es la más efectiva a los fines de la impugnación de los discursos revolucionarios. Libros como El cierre de la mentalidad americana —compendio de la mentalidad neoconservadora sobre la sociedad— de Alan Bloom, fueron convertidos en best sellers e hicieron millonarios a sus autores. Rescataron revistas de la ruina, financiaron editoriales, crearon concursos, y toda una inmensa infraestructura que dejaba hacer al intelectual todo lo que era afín al sentido y los fines de dicha infraestructura, sin mostrar el encargo peludo del dirigismo cultural. El intelectual «libre» encontraba un campo en que podía obrar con independencia y afirmar su libertad de expresión a favor de la libérrima «autonomía» del intelectual «no sometido a otra jurisdicción que su propia conciencia», que no pregunta jamás nada a nadie situado «fuera de su conciencia». VIII La década de los 60 supuso un terremoto ideológico que afectó esencialmente las bases de la dominación capitalista y que reclamó la urgencia de la salvación de ese régimen. Al catálogo de pensadores neoconservadores de los 60, se sumó un contingente que hizo del neoconservadurismo lo que conocemos hoy: Kristol, Novak, Podhoretz, Lipset, Huntington, Kickpatrick, Brezinsky, que desarrollan la agenda de la contención del auge revolucionario de los años 60. EL discurso del «Mundo Libre» contra el «Mundo Comunista», para hacerse creíble debía reelaborar entonces la ideología liberal y su consiguiente discurso sobre la libertad. En este nuevo horizonte surge otro desarrollo de la democracia como contenido ideológico del neoconservadurismo. En tal comprensión, la «libertad» era atacada por dos flancos convergentes: a) la ausencia de libertad —o sea, el totalitarismo—; b) el exceso de libertad —o sea, la ingobernabilidad. En función de ambas imágenes se proyectó el discurso neoconservador: contra el totalitarismo comunista, pero también contra la ingobernabilidad —nombre modernizado de la antes llamada «barbarie»—, proveniente ahora de las demandas de control participativo, de las exigencias hacia temas éticos como el aborto, de la pérdida de confianza en las instituciones político-económicas del establishment capitalista, del surgimiento de los nuevos movimientos sociales, de la expansión de la mentalidad de protesta, y, en general, del compendio de la subversión cultural que significaron los 60. IX El discurso neoconservador parece contradictorio, pero es en cambio sistemático. La idea de la gobernabilidad, a la manera en que la formuló en 1973 la Comisión Tripartita, dominó el mapa de los 70, sea en la forma de las dictaduras militares latinoamericanas o en las formas que adoptó en Europa, todo en el marco situado por las relaciones entre el Este y el Oeste. Esa sistematicidad cuidó bien el lenguaje: las dictaduras afines a su ideología serían llamadas «democracias bajo control» o «democracias de baja intensidad». Así, todos los combates se librarían en nombre de la «libertad». Es deseable advertir la magnitud de esta reconfiguración de la hegemonía capitalista en los años 70, para ponerla en relación, tanto con el curso ulterior de lo que fueron los proyectos de liberación de los 60, como de la historia de los conceptos que —derrotados en los 70 por este combate— perviven hasta hoy en la forma en que triunfaron entonces de la mano de los guerreros neoconservadores. X Los enemigos de los neoconservadores son los enemigos del rey. Con mucha coherencia, los neocons han combatido con tenacidad temas como: a) el liberalismo de corte político o social cuando propone fortalecer el estado; b) la contracultura, tan despreciada por «su calaña moral» sobre el sexo y el libertinaje; c) la Acción Afirmativa, por lo que llama sus efectos disruptores, discriminatorios y porque considera escaso su éxito práctico; d) la intervención del Estado en la vida social, porque esta produce la asfixia de la iniciativa individual, y es el mercado «el único que puede reconstruirla de modo democrático». Las ideas neocons han logrado hazañas prácticas verdaderamente heroicas: hacer de Nueva York la ciudad con más cantidad de policías del mundo, a partir de la idea de Rudolph Guliani, de la «Tolerancia cero», que privilegia una política criminológica «preventiva» —lo que a escala mayor aplican a Iraq con la idea de la «guerra preventiva». Asimismo, los neocons han argumentado sobre la necesidad de construir una política migratoria basada en la meritocracia, lejos del libre flujo de personas y a favor de la selectividad a la hora de recibir nuevos migrantes. XI Pero si se piensa que estamos solo ante un grupo de facinerosos, lo cual puede ser estrictamente cierto, no comprendemos en modo alguno las razones de su éxito ni las razones de cómo esas ideas dominan aún buena parte del mapa de las relaciones entre el intelectual y la política al día de hoy. Los neoconservadores jamás se representaron como un movimiento de masas, que luchase a brazo partido en las bases para conquistar su hegemonía, sino que representa un ejemplo muy exitoso de constitución de un «espíritu de época» que, navegando siempre en las elites del sistema, logró construir una hegemonía muy sólida a nivel del entramado social. El consenso de la sociedad norteamericana en torno a estas ideas es ciertamente extendido. Para conseguirlo, la ideología neoconservadora proyectó nuevamente con gran fuerza la idea de que existe entre el capitalismo y la democracia una relación «necesaria». Con ello, «capitalizó zonas de inconformidad de amplios sectores bajo el capitalismo y apartó a sectores importantes de la clase obrera y de la pequeña burguesía de su lealtad tradicional al reformismo socialdemócrata». XII La mentira sobre la existencia de las armas de destrucción masiva en Iraq no puede impedir ver el bosque. Los norteamericanos hoy están en Iraq defendiendo una verdad: la condición de posibilidad de su régimen. Los neoconservadores —la tendencia que llevó y sostiene en el poder gubernamental a George W. Bush— habrán mentido sobre las armas, pero jamás sobre la necesidad de la guerra. La cuestión es que los neoconservadores no mienten cuando afirman la necesidad de expandir la democracia comercial norteamericana frente a las «dictaduras» y en general contra los regímenes que impiden tal expansión. Por ellos habla la verdad de su régimen. Por esa razón, resulta por lo menos ingenuo llamarles «mentirosos», aunque lo sean. El problema es de otra magnitud: el régimen del discurso que se sitúa fuera de esa verdad y de esa mentira y que hace que no importe la verdad en cuanto verdad ni la mentira en cuanto mentira en lo que respecta al curso de la política. Se trata de un orden de discurso en que la verdad misma puede ser calificada de mentira y aun así tal declaración resulta irrelevante. XIII A partir de esa parafernalia discursiva, se construyó la imagen de la soberanía del intelectual, cuyo único tribunal es su propia conciencia, sin reflexión alguna sobre los orígenes de esta conciencia de sí y para sí. Estamos ante el proyecto «heroico» que fue bautizado como el «ni-ni». Ni con «Hitler ni con Stalin». Ni con «Bush ni con Chávez». Ni con Mefistófeles ni con la Virgen María. El problema no es la elección en sí, sino todo lo que es dejado fuera de ese rango de elección. El problema no es la respuesta, sino la propia pregunta. El problema para la izquierda revolucionaria es que el «ni-ni» puede ser completamente legítimo —claro que se puede estar contra Hitler y contra Stalin— pero puede ser una alevosa trampa si se deja afuera todo lo que subyace en ese tipo de disyuntivas trágicas. Habría que estar contra Hitler y contra Stalin —y entonces contra el fascismo y el stalinismo—, pero también contra el capitalismo, que queda fuera siempre de la formulación de ese «ni-ni». (Entre paréntesis, un discurso puede estar «contra Bush y contra Chávez» y estar completamente a favor del capitalismo y de su refundación ad aeternam. Francis Fukuyama, por ejemplo, hace alrededor de un año «rompió» públicamente con el movimiento neoconservador por el manejo que la Administración de Bush Jr. viene haciendo de la guerra contra Iraq. Fukuyama podría estar diciendo la verdad si afirmara que está «contra Bush y contra Chávez». Si bien esto último no sorprendería a nadie, sí lo haría lo primero.) XIV El problema no es solo hacer el inventario de los dineros invertidos por la CIA en convertir a ciertos ideólogos o escritores en estrellas del establishment del «Mundo Libre». Los libros Mundo Nuevo. Cultura y Guerra Fría en la década de los 60, de María Eugenia Mudrovcic, y La CIA y la Guerra Fría cultural, de Frances Stonor Saunders, entre otros, abordan con exhaustividad los casos de este expediente. El problema también es que el «Mundo Comunista» —stalinista— invirtió cifras probablemente similares con el mismo propósito, sin otro resultado que una aplastante derrota de su cosmovisión. Lo más importante no es cuánto se pagó y cuánto se cobró, sino que ni unos ni otros nos hicieron más libres. El problema no encuentra solución en un proyecto político basado en la queja: de cómo «ellos» han sido comprados, de cómo «ellos» han vendido su alma al mercado por un plato de lentejas, sino de cómo nos posicionamos ante esta verdad, de qué hacemos para enfrentarnos a esta verdad. En últimas, si «ellos» en efecto se vendieron, incluso a conciencia, resulta de todas maneras una elección legítima de «ellos», y un «problema» de «ellos». El problema que se le presenta a un proyecto que busque situarse efectivamente contra el capitalismo es caer en el mero discurso de la denuncia cuando su mayor éxito está en otra especie: en entrar a saco en el saber de la liberación que la tradición revolucionaria ha construido tan lejos de Bush como de Hitler y de Stalin (en los nombres, por solo citar algunos emblemáticos relacionados con la historia antes contada, de Pierre Bourdieu, Michel Foucault y Walter Benjamín), y de contribuir a actualizar ese saber de modo permanente. En Cuba, por ejemplo, tenemos el deber de criticar la historiografía adversa a la Revolución, en lo que tenga de «verdad» y en lo que tenga de «mentira», pero ese deber es correlativo al de escribir, publicar, discutir y hacer que devenga materia pública de conocimiento una historiografía de la Revolución. No se puede combatir con éxito sobre el uso de la memoria con una memoria coja, cosida a retazos, con insomnios y amnesias. La única verdad con que contamos es la crítica. La única memoria con que podemos contar es contar con toda la memoria. A los revolucionarios, en materia de verdad, la única aspiración que nos queda es mostrar abiertamente la anatomía de esa, nuestra verdad, de cómo se llega a ella, de quién la construyó y afirmar políticamente el espacio para reconstruirla socialmente: esa es acaso la única «independencia» posible del intelectual y la condición y resultado de su felicidad. Nota: Los datos de este artículo y la inspiración de algunas de sus ideas pueden localizarse y, sobre todo, ampliarse en los textos relacionados: «Las Ciencias Sociales norteamericanas en auxilio de las políticas públicas imperial-belicistas». José Antonio Egido. http://www.lajiribilla.co.cu «Apuntes sobre el malestar a la modernidad, ¿transfiguración neoconservadora del pensamiento progresista?». José Joaquín Brunner. http://www.desarrollohumano.cl «Leo Strauss: los abismos del pensamiento conservador». http://infokrisis.blogia.com El Manhattan Institute, laboratorio del neoconservadurismo. Paul Labarique. http://www.voltairenet.org «Los neoconservadores». Percival Manglano. http://www.lbouza.net «Generalidades del neoconservadurismo norteamericano». http://www.monografias.com «El ALCA más allá de la economía».Atilio A. Borón. http://www.visionesalternativas.com «La sociedad civil después del diluvio neoliberal». Atilio A. Borón. http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar «Estados Unidos: una óptica estratégica naciente, en proceso de consolidación». Ana María Ezcurra. http://www.dei-cr.org Sigfredo Ariel Ilusraciones: Sergio ace unos años, un amigo me dijo con seguridad y cierta melancolía: «cuando esto se caiga olvídate de los libros experimentales y de la poesía, incluso de casi todo el teatro. Hay que prepararse para el gran cambio, ve intentando con la novela». Desde que asomaron los 90 alguna gente pensó con sinceridad que a la Revolución le quedaba muy poco. Un chiste agrio tenía como moraleja que hacía buen rato que todo había concluido, solo que Granma no se había enterado. Con el llamado período especial se implantó el proceso de dolarización en Cuba, al tiempo que cerraron varias publicaciones —la mayoría— y dejaron de editarse libros. Eventos musicales como el Concurso de Canción cubana Adolfo Guzmán fue sustituido de la noche a la mañana por una modesta versión local del Concurso internacional (y comercial) OTI estrenando baladas olvidables y olvidadas por suerte. En ese trance la vetusta e innecesariamente nutrida orquesta de la radio y la televisión fue borrada de una sola vez por un teclado y algunos sintetizadores. Eran días en que directivos de muchos establecimientos o empresas comenzaron a llamarse gerentes y se puso de moda una frase: «en cualquier parte del mundo» para de inmediato reclamar que se actuara a partir de tal aplastante razón cosmopolita, pues si se procedía de determinada manera «en cualquier parte del mundo», cómo no aquí. El gran cambio o la gran crisis desconcertó a mucha gente e impulsó iniciativas mercantiles que poco tenían que ver con la coherencia en las labores culturales que hasta el momento se venían llevando a cabo a través de las instituciones, sobre todo desde 1976 en que se fundó el Ministerio de Cultura. Era forzoso hacerse a la idea de que había terminado un modo de relación con un estado rector —no exenta de paternalismo, disensiones e incluso de tensión ideológica— y se abría un solitario e infinito «camino de ladrillos amarillos» que se perdía en el horizonte: sálvese quien pueda «en la vida real». En nuestro caso, «tercermundistas», como se decía antes y por añadidura en crisis, este cambio «de cosmos» entrañaba también una aceptación más o menos estoica de nuevo coloniaje, pues al esfumarse los ámbitos locales de proyección y promoción artístico-cultural, para «existir» comenzaba a ser preciso «ser» en otra parte, sobre todo en Europa, en especial en España, fuéramos guitarreros o guitarristas, cantantes, escritores, dramaturgos, actores, curadores o críticos. Un breve sacrificio de la dignidad «parecía» necesario ante la perspectiva de venturas materiales casi impensable dentro del proyecto de socialismo cubano anterior al 90 e imposible a lo largo de esa década. «Una casa, un carro, una buena mujer», machacaba el montuno de un son escrito en Barcelona que compendiaba de ese modo cuanto iban a buscar los balseros del 94 cuando se lanzaban a la mar con riesgo de su vida. Esta trinidad, si bien prosaica, reducía también —o lo intentaba— apetitos esenciales de quienes se consideraban arrastrados por el fracaso de la Utopía (como algunos comenzaron a nombrar eufemísticamente al presunto derrumbe de la Revolución aunque no se atreviesen a escribirlo de modo «tan crudo») al tiempo que pretendían con celeridad «desmarcarse» ideológicamente y reducir sus aspiraciones a tal modesta síntesis material que termina, dicho sea de paso, con un punto final irreprochable; la «buena mujer» aludía a una familia constituida en torno al macho amable, patriarcal, lejos de equívocos, ambigüedades e iconoclastias por muy artísticos que fueran. La casa, el carro y la buena mujer formaron el triple cuartel de invierno de los que dijeron entonces «hasta aquí llegué». Las aspiraciones de signo colectivo, bien, gracias. A fin de cuentas muchas cosas habían terminado «en otras partes del mundo» con la caída del muro de Berlín, jovial espectáculo del noticiario nocturno de la televisión que creíamos poco o nada tenía que ver con la actualidad cubana de aquellos días, que cobró sin embargo dramático relieve poco tiempo después cuando faltó la electricidad, el gas, la gasolina, dejó de existir el transporte público y tantas otras cosas desaparecieron. Entonces no fue difícil asociar aquel hecho con nosotros. Con la liquidación del socialismo en Europa nos sumíamos en un limbo que, de desembocar en algo reconocible, tendría como término una triste forma de capitalismo pobre, «capitalismo feroz», alguien tuvo la idea de nombrarlo y todos lo repitieron luego. Aquel inapelable fatum condicionaría pensar y obrar: con toda celeridad habría que insertarse en un universo mercantil desconocido e impredecible. Se entendía inevitable, en nombre de la supervivencia —como interesada y melodramáticamente se decía en ciertas instancias intermedias— comenzar a hacer concesiones a favor del mercadeo, santificar cosas que se habían demonizado y sepultar en el olvido cuanto no significara constancia y sonancia en el bolsillo. De ese tiempo dan los primeros platicos de loza con un Che policromo en el centro orlado por un círculo de oro; la resurrección del cocodrilo con maracas y la mulata con un tabaco en la boca roja. La salsa al modo cubano copó todos los ámbitos, todas las bocinas, todas las monedas. En un antiguo reducto de la mafia —Havana Riviera, nacionalizado en 1960— se levantó un Palacio de la Salsa que duró hasta mitad de los 90. Fueron días dichosos para las «coproducciones», comedietas que giraban sobre una misma anécdota ramplona con sus variantes ad infinitum: el viajero peninsular llega a una Cuba empobrecida hasta la pesadilla, cuna de pícaros y morenas bellezas. Pocas son las excepciones. No solo se dividieron las ciudades y playas en «para nacionales» y «para turistas», también el aire. Una única estación de radio emitía —emite— las 24 horas de cada día anuncios comerciales, informa diariamente del estado de las bolsas de las principales ciudades mercantiles, libre de toda «política», incluyendo la que obliga a transmitir un porcentaje de música nacional. Un inesperado repaso al sonido prerrevolucionario en forma de discos compactos rescató fonogramas de poco antes de 1950 y casi nada fechado después de la nacionalización de las empresas discográficas. Se abrió de par en par el hasta entonces hermético archivo pasivo que recogía grabaciones prohibidas para que en nombre de «lo comercial» se convirtieran en lo que siempre fueron, o sea, mercancías. Ídolos de la victrola escaparon de los viejos discos de 45 revoluciones para saborear por primera vez, mucho antes que auténticos y activos valores inéditos en CD aún, la gloria del soporte digital. Luego, a partir de 1997, y del Grammy a Buena Vista Social Club, se exhumó hasta el último registro de Los Bocucos con Ibrahím Ferrer, de Omara Portuondo, Pío Leyva, Puntillita, el más que olvidado Compay Segundo… Claro que el destino de tales productos no era/no es la gente cubana, sino una imaginaria clase de turistas bon vivant que aprecia de Cuba solo lo typical tropical, incluyendo desde luego una guajira-bolero de Carlos Puebla en homenaje al Che tocada interminablemente cada día, cada tarde, cada noche. En tanto, el sistema editorial había prácticamente dejado de existir. Unos pocos libros de jóvenes —colección Pinos Nuevos— aparecían subvencionados por extranjeros amigos de la Revolución, mientras que las editoriales descoyuntaban volúmenes de Carpentier, Guillén y Lezama publicándolos fragmentariamente con hórridas cubiertas —por primera vez hubo libros cubanos con portadas de cromo— que remedaban ediciones comerciales del Primer Mundo y se vendían en dólares. Algunos jóvenes lograron publicar sus primeras novelas en otros países, algún libro de cuentos. Una especie de pacto tácito se estableció entre algunos editores y noveles ansiosos: habríanse de iluminar determinadas zonas ruinosas del acontecer cubano —lo cual era especialmente fácil en aquellos tiempos— y dejar otras zonas en la penumbra total, como sumergidas en uno de aquellos densos apagones de los 90 que no tenían para cuándo acabar. ¿Qué se olvidaba, qué se omitía? ¿De qué realidad se hacía tábula rasa? ¿Resultaban tan lejanos «aquellos años románticos que en el futuro —alguien dijo— pedirían los dioses y los adolescentes para ellos»? Y sí que comenzaban entonces a parecer remotos. Recuerdo que los archivos sonoros de Casa de las Américas se hallaban en la calurosa sala de mecánica de la casa discográfica estatal donde entraba —y debe seguir entrando— el sol en el invierno brevísimo y en el enorme verano habanero, tan húmedo. En 1994 aquellos registros estaban dejados de la mano de Dios y de todas las manos. Alguien dio la voz de alarma y poco después «se tomó la medida»: el día en que un camión cargó con las maltratadas cintas magnetofónicas se dejó de saber de ellas, al menos en el sentido de publicación. ¿Qué contenía aquel archivo sonoro, apeligrado de desaparecer en el período especial? ¿Qué era aquello que de seguro carecía en aquel momento de todo valor comercial, sin hablar de trascendencia de otra índole, por completo irrelevante para la empresa gramofónica? Más de tres décadas de grabaciones de voces de artistas y escritores, actuaciones y conciertos, jornadas y festivales de folclor o canción política, (o simplemente canción), celebrados en la década de los 60, 70 e inicios de los 80 contenían las cintas de la marca «alemano-democrática» ORWO, no otra cosa. Los años románticos habían pasado y por lo visto no quedarían huellas de ellos «cuando esto se cayera», como si no hubiera existido ni la gente hubiera pasado sobre ellos. Algo así. En las industrias culturales, una especie de generalizado «juego al capitalismo» dentro de un socialismo en estupor, reducido a una expresión mínima por la insondable crisis económica, privilegiaba lo comercial sobre cualquier otra consideración. El mercadeo enfrentaba ferozmente (mejor decir daba la espalda) no solo a la aptitud por la experimentación, la búsqueda de lenguas y caminos expresivos, sino también al relato de la sociedad cubana de las tres décadas anteriores «en positivo», con sus contradicciones, errores, carencias, pero también en sus aciertos, reivindicaciones, conquistas (estoy tentado en poner aquí además sus «ilusiones»). No solo escribir, referirse a estos asuntos en la conversación fue considerado de mal gusto. La música popular fue una vez más espejo del acontecer nacional. Nació un pop endeble en los estudios de grabación a la sombra de una esperanza: insertarlo en el panorama del pop en español. Alguna orquesta de salsa «se las arregló» para sonar como si fuera boricua. Proliferaron grupos y grupillos de formato y repertorio más o menos tradicional que amenizaban la visita de turistas a bares y restaurantes y para ellos se fundó un sello especial con un nombre que alguien puede pensar con razón que esconde una ironía: «Auténtico». Se encasilló el bolero en un par de sitios también turísticos, claro está, como monumentos al kitch de los años 40 y 50 y a la sensiblería, que es eterna e invencible, como se sabe. Las letras de las piezas bailables comenzaron a reflejar realidades que difícilmente nos enorgullecerían, el desmedido apego a los bienes materiales, el individualismo, un tratamiento vulgar e inferiorizante de la mujer: efectivamente aquello podía suceder en La Habana o «en cualquier parte del mundo». El proceso acelerado de banalización amenazaba con continuar ganando terrenos sensibles con el apoyo de los medios, en primer término la televisión, que promovía a nuevos triunfadores (sin apenas esconder el signo económico de estos éxitos) y ensayaba remedos más o menos disimulados de programas-basura1. Ante cualquier llamado de atención, viniera de donde viniese, los realizadores o responsables de tales espacios se defendían: «total, si la gente alquila videos o ve cosas así por las antenas clandestinas». Al menos la basura era de producción nacional. Le dábamos al público «lo que quería ver», falaz y antiquísimo axioma paralizador. Para tantear índices de audiencia renacieron departamentos que muchas veces decidían/deciden qué programa «se queda» y cuál «se va» de la programación, caricatura de los surveys que medían los ratings en tiempos de CMQ. Muchas cosas del pasado parecían regresar, y de hecho regresaron, pero tal avalancha encontró también su resistencia. En medio de privaciones materiales de todo tipo la gente del pueblo atravesaba los años 90 de un modo heroico, no hay otra palabra para calificarlo. Los beneficios sociales que había traído la Revolución, a pesar de estar tan disminuidos en su alcance, eran el objetivo que había que defender por una abrumadora mayoría de cubanos. Los apetitos del norte, siempre presentes en nuestra historia, se habían renovado con la crisis y con el descontento popular a nivel masivo que produciría la rebaja o el cese total de los favores estatales del socialismo. Una periodista francesa me preguntaba en el 94, bajo un apagón de varias horas mientras se hervían unos boniatos en un improvisado hornillo de carbón, ¿pero en realidad qué están defendiendo ustedes? La respuesta no fue totalmente precisa, tenía que ver con palabras como resistir, subvertir un destino aparencialmente irrevocable, esperanza en algún otro día del futuro, orgullo también. El debate cultural en aquellos días (sobre aquellos mismos días y el futuro) no por poco o nada visible era inexistente; tenía lugar en salas de casas, pasillos de escuelas, en largas caminatas de un punto a otro de la ciudad sin transporte ni energía eléctrica, en magras fiestas a la luz de mecheros en las que se apuraba vino de nunca se supo bien qué. La andanada de banalidad y comercialismo acontecía en el mismo país que durante años organizó masivos festivales de música popular con los más insurrectos y poco convencionales artistas de varias partes del mundo, ajenos a cualquier mecanismo de prefabricación mercantil, el mismo país donde había surgido una nueva canción, una nueva literatura; poesía que alteró valores consabidos, que metió la política en su cotidianidad, que hablaba de liberación de la mujer y reflejaba una perspectiva contemporánea de las relaciones de pareja, enfrentaba prejuicios y criticaba los males de una sociedad que de continuo se transformaba, intentaba borrar máculas propias que provocaron dolor, engendraron segregaciones y largos desalientos en distintos períodos. Muchos pensamos entonces, intuíamos tal vez oscuramente, que la crisis no podría desgastar rasgos fundamentales de una Cuba esencial, cimiento al cual nos agarraríamos en el momento más crítico de la desorientación y la desintegración. Los años pasaron, 10, 15 años. La crudeza de la cotidianidad ha cedido, aunque las huellas —presencia— de la dolarización con sus enfáticas desigualdades sociales y el culto al consumo son manifiestas; están frente a cada uno de nosotros, convivimos con ellas, las tomamos, incluso, con cierta naturalidad. La mayoría de los muchachos de estos días no han conocido otra realidad cubana. No es raro que encuentren razones que confirmen una idea: hay una tierra prometida donde es posible lo que imposible ha sido entre nosotros. Sin embargo, sí hay realizaciones posibles, sí hay voluntad por hacer cada vez más habitable y hospitalaria la trama del país aunque el discurso formal y las insuficiencias informativas impidan que se conozcan más, o que se conozcan simplemente estas realizaciones, estas posibilidades. Por fortuna el debate, la resistencia ante lo que se ha dado en llamar últimamente «la miamización» de la cultura, el calco fascinado de mecanismos de mercadeo cultural, se hace más nutrido, se organiza y ha logrado/logra subvertir una vez más un estado de las cosas que parecía incuestionable. Algunos de los focos de sedición están localizados donde mismo estuvieron antaño: Casa de las Américas recupera protagonismo e impulso; un centro nuevo, con pocos años de existencia, el Pablo de la Torriente Brau, propicia encuentros de creadores de esta hora, de tendencias y proyecciones disímiles, premia y publica sus obras (desde la canción hasta el arte digital) así como edita un valioso archivo de palabras grabadas de primerísimos escritores y artistas de América Latina y el Caribe. Quizá el Centro Pablo invada ámbitos que debían ocupar otras instituciones aún traumatizadas por la crisis. El sistema editorial, restablecido del bajón que conoció en los años más duros del período especial —los más duros de la Revolución— imprime miles de títulos anualmente, muchos con tiradas masivas que en ocasiones no dan abasto para un creciente público lector. La Feria del Libro cubana es prácticamente inconcebible «en cualquier (otra) parte del mundo», dicho sea con orgullo. Aquí se agotan libros de poetas a pocas semanas de su aparición, no de poesía mercantil, si es que existiese tal poesía. Un volumen de historia puede movilizar a varios cientos de personas en su presentación un mediodía lluvioso de sábado en esta Ciudad de La Habana donde el transporte público sigue siendo una quimera; la misma que acoge al Festival de Nuevo Cine Latinoamericano, hecho multitudinario desde hace décadas, quizá también «inconcebible» en otro sitio o bajo otras circunstancias. Estas son algunas de las acciones angulares que enfrentan y acorralan a la banalización, peligro y realidad que afronta a cada instante la cultura cubana, asedio que creo dentro del país tiene a sus mejores armados cómplices. Que hoy El mundo de Guermantes, de Marcel Proust, venda en Cuba miles de copias es un acto subversivo. Nada de artificial tiene el éxito de una gira de trovadores jóvenes por la República, con una publicidad deficiente (nada de televisión), con discos a precios inalcanzables que se duplican piratesca, subversivamente en las PC chinas de las universidades para que todo el mundo los oiga. Suceden estas y otras cosas en el mismo país en que los gerentes tozudos privilegian las turísticas «lágrimas negras», la eterna noción de que «por alto esté el cielo en el mundo» y las rumbitas de salón en sus feudos nocturnos, de espaldas a toda política cultural que no sea la del mercadeo más lato. Muchos músicos y cantantes que hacen un trabajo más elaborado no tienen dónde trabajar, sino en actos y celebraciones, como sucedía antes de la Revolución con María Teresa Vera. Pero alguna vez El Gato Tuerto volverá a ser de los artistas, subversiva intuición que albergamos muchos, también, oscuramente, y conspiramos para ello. El público nuestro, el de los artistas, está ahí y es numerosísimo, aunque la industria cultural cubana mire en dirección contraria. No sé si sus directivos meditaron sobre este asunto cuando un buen día en los jardines de La Tropical los trovadores de Habana Abierta reunieron a miles de jóvenes que se sabían, letra a letra, nota a nota todas sus canciones impresas en Madrid por una transnacional que no distribuye producciones en Cuba; años antes había sucedido con Fito Páez (varias veces); más tarde pasó con Audioslave o Manu Chao, entre otros. «Si esto se cae», tal vez no volverán a acontecer cosas así. Inesperadamente una conga santiaguera llega a la popularidad aunque se hayan gastado no pocos esfuerzos en «ponernos al día» televisivamente de lo que «está sonando más en todo el mundo». Cuando en cada febrero la gente acarrea por las calles de La Cabaña grandes bolsas de libros después de haberse sometido a la dura prueba de horas de cola bajo el sol pensamos que la subversión está sembrada más hondo de lo que sospechábamos. Algo ha sucedido en nosotros por allá adentro. Que el mercado lo explique, aunque mejor, que lo explique la poesía. Nota: 1- Un renombrado especialista, por entonces muy influyente en la televisión nacional, analizaba (1994) en el Instituto Superior de Arte el porqué del «éxito arrollador» de un programa como Sábado Gigante, y tras hacer «disfrutar» a sus alumnos de un par de emisiones de ese show los convocaba a redactar proyectos de espacios televisivos basados en esa clave triunfal, adaptados, por supuesto, «a nuestra realidad». Intervención V Congreso Cultura y Desarrollo, celebrado en Ciudad de La Habana, del 11 al 14 de junio del presente año. Panel «Redes globales, Industrias y diversidad cultural». l sobrenombre de Laidi regresó ya como adulta. Así le llamaba su hermana en la infancia para diferenciarla de la madre, pues llevan el mismo nombre. Luego, quedó como esos apodos cariñosos que solo saben los más cercanos, para volverse público por la misma necesidad de evitar las confusiones al convertirse ella también en escritora. Nacida en cuna de letras, Adelaida Fernández de Juan resulta una de las narradoras cubanas contemporáneas de obra más significativa. Su profesión es la Medicina y a ella pensó dedicarse por entero hasta que un día el duende de la escritura llegara para salvarla de la soledad mientras cumplía misión internacionalista en África. Desde entonces ha publicado tres libros de cuentos: Dolly y otros cuentos africanos (Premio Pinos Nuevos, 1994); Oh, vida (Premio Luis Felipe Rodríguez de la UNEAC, 1998) y La hija de Darío (Premio Alejo Carpentier 2005); la novela Nadie es profeta ha formado parte de varias antologías en Cuba y en el extranjero. Sus ficciones refieren el mundo de lo femenino, de lo cotidiano, de la maternidad y de la cubanía, matizados con la ingeniosa utilización del humor. Dividida entre sus muchas responsabilidades, Adelaida la doctora, la hija, la madre de dos varones adolescentes, confiesa alcanzar su libertad cuando se convierte en Laidi la escritora. Desde allí, ha logrado transmitir de forma audaz e imaginativa sus inquietudes en torno a la realidad y condición que habita. Historias donde se presagia una concepción de la literatura como un acto esencial de comunicación, que le surgen de sus propias experiencias o las de las vidas que otros le prestan para contar y en las que va dejando secretos rastros de sí misma. Llama la atención que alguien tan cercano a la literatura desde la infancia se decidiera a cultivarla solo en una edad ya madura, luego de recibirse en una profesión como la Medicina. ¿Dónde estaba la Laidi escritora cuando actuaba la médica? Ese análisis tan bonito que has hecho es para evadir los años que tengo y el hecho de que, efectivamente, llegué a la literatura un poco tarde. Nunca pensé ser escritora. Tenía una gran vocación de médico, aunque no me queda muy claro de dónde me vino, pues no hay antecedentes en mi familia. Mi relación con la literatura fue absolutamente natural. Debido a la profesión de mis padres conocí a muchos escritores cuando niña; pero aquella actividad me parecía demasiado seria como para que yo pudiera enfrentarla. También pienso que tal vez, psicológicamente, buscaba separarme de mis padres, cuestión en la que fracasé rotundamente, pues he terminado junto a ellos. Me propuse ser médico, fui una estudiante pertinaz e intenté darme a conocer, no como la hija de los escritores, sino como la doctora. Cuando lo logré, entonces me decidí por la literatura. La razón de por qué sucedió en África se lo debo a mi padre, como tantas de las cosas buenas de mi vida. La noche antes de irme de misión, me entró pánico a la nostalgia y le dije: «¿Papá, qué yo hago si de pronto una madrugada tengo unos deseos irrefrenables de estar en Cuba y hay tanto mar y tanta tierra por medio?» Él me respondió: «Escribe». Yo pensé: «Bueno, ¿cómo la escritura me puede curar la añoranza?» y él me volvió a decir: «Ponte a escribir». Había tenido una correspondencia intensa con mis padres mientras estuve becada. Montones de cartas en las que quizá se notaba alguna facilidad para contar historias. Cuando llegué a Zambia, un buen día en que me entraron esos deseos irrefrenables de estar en la casa donde nací, me puse a escribirles nuevamente descomunales montañas de cartas, que pensé se iban a perder entre los correos y el tiempo; pero ellos las habían guardado todas y cuando llegué, las convertí en un libro. ¿Cómo se desenvuelve entre tantas ocupaciones? En realidad, el destino me ha puesto en la tesitura de tener varias vidas y he aprendido a concentrarme en cada una de ellas. Mi condición de mujer casi siempre sin pareja Laidi Fernández de Juan Helen Hernández Hormilla Fotos: Kaloian me ha conminado a criar a mis hijos sola. Soy una aguerridísima madre de dos varones, soy una hija dulcísima con mis padres, soy una doctora muy consagrada con sus pacientes, y soy una loquísima escritora, momento que, debo declarar, es donde mejor me siento. Dolly y otros cuentos africanos, su primer libro, habla de su estancia en ese continente. ¿Responde siempre su literatura a motivaciones contextuales? Ese libro me sirvió como catarsis para los demonios que yo traía y sí tiene mucho de testimonial aunque no es estrictamente un testimonio. Sus cuentos reflejan las angustias que pasé en ese país, con el uso de algunas pinceladas de humor; pero se les notan las costuras dolorosas porque necesitaba desahogarme los sufrimientos que traía de África. Ya en mi libro Oh, vida, recreo aún más y empiezo a escribir no como la mujer que soy, sino como la que quisiera ser; y en La hija de Darío, empiezo a utilizar la literatura como un arma de denuncia. Este tema me interesa mucho, pues yo me siento profundamente identificada con esta Revolución y creo que mi aporte a ella será criticarla desde la postura de una mujer que cree en el progreso social de Cuba y que además va a permanecer en este país hasta el fin de sus días. No busco solución a los problemas, sino dejar una huella, una marca de algo que me lastimó; o sea, en mis cuentos soy víctima y soy victimaria. Tengo que escribir sobre lo que me duele, sobre lo que he vivido o sobre alguna vida que me presten y que me motive particularmente. Este año, si los dioses de la literatura quieren, va a salir un cuarto libro de cuentos titulado La vida tomada de María E. Actualmente me estoy concentrando en este personaje. ¿Quién es María E.? María E. surge en La hija de Darío en un cuento bien duro que se llama «La Habana y María Eugenia». Luego se quedó en María E. para aligerarla un poco. Ella es una mujer muy graciosa, muy luchadora y muy dramática también, una mujer cubana, madre, que forma unos líos tremendos y se reúne con varias mujeres a conversar desde lo mal que sabe la pasta Perla hasta qué vamos a hacer con los papás que se van y luego quieren regresar, como Santa Claus, a conquistar a los hijos. Ella es un poco yo, no como soy, sino como quisiera ser. Es un símbolo, por eso no importa cuándo nació ni cuántos hijos tiene, es un personaje que ojalá cobre cada vez más fuerza como la protagonista de mis cuentos. Siempre será una mujer de más de 40 años, sin una pareja estable, muy criticona y que se me está haciendo entrañable. Después que salga este cuarto libro, van a empezar a hablar sus hijos que están también en otros cuentos como «Para olvidarte mejor» o «Piña colada». Aspiro a que después que me satisfaga en la voz de ella, hablen los que la rodean. A lo mejor hasta alguna de sus parejas. En una entrevista dijo que le molesta que no se valore a la mujer en toda su dimensión. ¿Posee su literatura un interés reivindicativo? Por supuesto y absolutamente. Sobre el tema de la mujer tendríamos que estar hablando mucho tiempo. Me interesa particularmente tratar la violencia contra la mujer, su discriminación, porque considero que todavía hoy seguimos siendo víctimas. Sucede que es una violencia de una sutileza que a veces no percibimos. Tenemos igualdad de salario, de condiciones laborales y aparentemente sociales; pero seguimos estando en un segundo plano. Por ejemplo, a una mujer que se destaque en una actividad intelectual le es muy difícil encontrar una pareja estable, por la razón de que muy pocos hombres tolerarían el éxito de una mujer. Sin embargo, lo contrario está muy bien visto. En ese caso la mujer se convierte en una adoradora de ese hombre exitoso. Mirta Yánez y Marylin Bobes labraron un camino muy trabajoso contra la tradicional preponderancia de lo masculino en las publicaciones, lo cual nos ha favorecido a las actuales escritoras. Cuesta que los hombres reconozcan que existe una literatura femenina en Cuba y que esta es pujante, denunciatoria, muy bien hecha, elegante, contestataria. La lucha es ardua y hay que desarrollar nuestras artes para conseguir ser verdaderamente escuchadas, y decirles entre risas, muchos aretes y muchos perfumes: «aquí estamos y les vamos a ganar, o por lo menos vamos a competir como iguales». Estas mismas preocupaciones sobresalen en algunos de sus cuentos como «Piña colada» o «Tiempo de rosas», además porque sus personajes casi siempre son femeninos. ¿Cuánto cree que influya la literatura en alcanzar los derechos de las féminas? Creo que a través de la literatura se pueden decir muchas cosas, lo mismo dificultades sociales que el dolor de las separaciones por el tema migratorio cubano o los conflictos que tuvimos, sobre todo las mujeres, en el período especial. Las mujeres sufrimos doble en los 90 porque no eran solamente los problemas que ya conocemos de la luz, la comida, etcétera; sino que era la mujer la que tenía que poner el plato en la mesa. La literatura, entonces, puede ser una manera de sensibilizar a los lectores masculinos, y el camino que yo encuentro es el de ir tangencialmente, ya sea en la voz de un niño o a través de un cuento muy gracioso. Como la barrera masculina es tan fuerte y los hombres al mismo tiempo son tan débiles, utilizando estos pequeños artilugios intento que se rían, pero incorporen mi mensaje. En el cuento «Piña colada», por ejemplo, presento otra de mis preocupaciones: ¿cómo los hijos varones ven a las madres escritoras? No solamente se trata de luchar contra la barrera de los hombres que tienen el poder en la literatura, porque no hacemos nada si a los niños varones no los educamos con el respeto a las niñas. Para colmo yo tengo dos hijos, así que debo luchar doblemente: con esos niños que ya crecieron y que hoy ocupan altos cargos en el mundo de la literatura y con esos pequeños míos que aspiro a que cuando crezcan y se encuentren con una mujer escritora, la sepan valorar. En los 90, existió una profusión de escritoras en Cuba sin precedentes históricos. ¿Cree que pueda hablarse de una generación? ¿Cuáles son sus cercanías con estas escritoras? Hay una frase que a mí me gusta mucho y es que los hijos se parecen más a su tiempo que a sus padres. Creo que es innegable que a partir de los 90, y tal vez la única cosa buena que nos puede haber dejado ese período desastroso que no sé a quién se le ocurrió llamar especial; surgimos una gran cantidad de escritoras y escritores. Como sabemos, grandes Considero que no soy una novelista. El tempo de vida que llevo y llevaré por lo menos en los próximos 15 años no me permitirá volver a esa aventura. Dice Cortázar que la novela se gana por puntos y el cuento por knock out y me parece una definición bien concisa. Hay escritores que son novelistas; pero eso requiere de un tiempo, de una concentración, de una paz, de un aseguramiento de la retaguardia para poder estar un año o dos absolutamente concentrada en esos personajes y en esa trama. crisis con llevan grandes fenómenos sociales, y así como todo el mundo busca una forma emergente de sentirse mejor, muchos escritores sentimos la necesidad de denunciar, reflejar, dejar constancia de la circunstancia que estábamos viviendo. En cuanto a los temas, hubo una especie de catarsis necesaria en la que por un momento todos hablábamos de lo mismo. Eran los balseros, las jineteras, la falta de luz, hasta llegar a ser un poco reiterativos. Hoy en día leerlo me molesta, porque creo que no solo el país lo ha superado, sino que nosotros también hemos alcanzado nuevos horizontes espirituales. A mí no me gusta clasificarnos porque yo no estudié Literatura, solo soy una mujer intuitiva con alguna gracia para escribir. Evidentemente, hay una generación de escritoras porque nos reunimos juntas, tenemos preocupaciones comunes; pero cada una ha ido definiendo su propio estilo. Por ejemplo, Ana Lidia Vega Serova es la que a mi juicio mejor trata el tema de la violencia y de la sexualidad; Mylene Fernández Pintado escribió una novela que maneja muy bien el tema de las relaciones entre Miami y La Habana; Marilyn Bobes es un poco la maestra de todas nosotras y sus cuentos son los más cultos, los más refinados; Mirta Yáñez mantiene una frescura extraordinaria; Ena Lucía Portela ha logrado un éxito reconocido internacionalmente. Quizá, me dedico más al tema de la maternidad, de la feminidad, sin dejar de ser una aguerridísima leona. Es un abanico de temas y estilos que nos hace diversos y uniformes a la vez. ¿Son la ironía y el humor, recursos o necesidad? Más que la ironía yo diría el humor y eso se lo debo a mi madre. Ella fue la primera persona que en la universidad estudió y defendió el humor como una manifestación de la inteligencia. Cuando me leí sus primeros libros, fue una sorpresa. Si una mujer tan seria, de tanto respeto, se dedicaba a defender el humor como género, entonces debía ser importante. Por otro lado, mi padre es una persona con un sentido del humor muy criollo, muy cubano, y nosotros nos pasamos la vida haciendo chistes, buscando referencias. En mi casa nos gusta reír. Uní ambas cosas, la tradición de hacer chistes con el estudio profundo de mi madre. Además, he leído mucha literatura humorística, tanto cubana, como extranjera. Mezclando todo eso con la autenticidad a la que aspiro, he utilizado el humor como recurso. Me gusta divertir a las personas, que se rían conmigo. A veces no estoy planteando una situación básicamente graciosa; pero si la cuento de una manera que pueda sacar una sonrisa, logro que me lean. Puede ser un arma muy eficaz. Recientemente se publicó su primera novela, Nadie es profeta, luego de habérsele conocido básicamente como cuentista. ¿Con cuál de los géneros se identifica? Considero que no soy una novelista. El tempo de vida que llevo y llevaré por lo menos en los próximos 15 años no me permitirá volver a esa aventura. Dice Cortázar que la novela se gana por puntos y el cuento por knock out y me parece una definición bien concisa. Hay escritores que son novelistas; pero eso requiere de un tiempo, de una concentración, de una paz, de un aseguramiento de la retaguardia para poder estar un año o dos absolutamente concentrada en esos personajes y en esa trama. Así que una mujer que es médico, sin una pareja estable, dos hijos varones, que vive con sus dos padres que son ancianos; o sea, con un ritmo de vida acelerado, difícilmente disponga de tanto tiempo para dedicarse a un solo personaje. Yo escribí Nadie es profeta y si se fijan bien está como interrumpida en varios cuentecitos, a los que intercalo las cartas. La hice para demostrarme que no soy una novelista; pero, aunque le puedo ver las costuras, no me encuentro insatisfecha. Tenía muchas deudas pendientes y muchas gratitudes con personajes de mi vida que no me iban a caber en cuentos, y aproveché esa novela para volcarlas. No obstante, sigo siendo una cuentista y que el Dios de los cuentos me perdone, que no lo vuelvo a traicionar. Esas elipsis, esas historias soslayadas en algunos de los personajes de la novela, ¿responden a una voluntad expresa de decir o esconder algo, o están dadas por esa falta de tiempo a la que se refería? No puedo atribuirlo todo a la falta de tiempo porque después de todo nadie me puso un límite. Tal vez sea mi falta de entrenamiento para alargar una historia. Estoy acostumbrada a hacer cuentos donde el espacio es mínimo, donde tengo que ser capaz de regalarle el personaje al lector y además decirle quién es, con la menor cantidad de datos posibles. Eso se nota en la novela. Las historias están amputadas a golpe de machetazos porque es la técnica del cuento. No sé si llamarle entonces una cuenti-novela o un cuento más largo que los anteriores. Sé que la novela adolece de falta de espacio y yo misma me quedé con deseos de desarrollarlos más. Ahora, prefiero dar machetazos que alargar demasiado, porque me molestaba dilatar las historias. Una investigadora canadiense ha dicho que su literatura da voz a nuevos sujetos y discursos sociales. ¿Cuál sería ese sujeto al que da voz y cuál ese discurso? «La» sujeto a quien yo doy voz es básicamente la persona que yo quiero que me escuche. Escribo desde la voz de quien se quiere oír. Sigo creyendo en la función social del escritor con todos sus matices, así que escribo desde la perspectiva de lo que yo misma soy: una persona con un arraigo grande en lo popular, con unas profundas convicciones revolucionarias, un afán en la defensa de todos nuestros logros sociales porque Cuba es un país privilegiado; pero al mismo tiempo sin ningún tipo de fanatismo. El sujeto que habla en mis cuentos es el que yo quiero que me lea. Los escribe alguien que pretende leerse en sus textos. Yanelis Encinosa (Pinar del Río, 1983) DEL DIARIO DE EVA Y OTRAS PREHISTORIAS Premio David de Poesía 2007 ATENEA MEDIANTE Aún soy ánfora vacía LA CONQUISTA DEL FUEGO No había otra forma de inventar la luz noche cerrada amenazaba el frío en la caverna tiritaban las sombras una danza de fieras se acompasaba en cerco ya cerca hambre dentro y fuera de las piedras temblaban aquellas entrarán en cualquier momento una sola basta para saciar la vida o la muerte la oscuridad decidirá la pelea El SÉPTIMO DÍA fuera rabia dentro miedo fauces silencio Dios conoció mi insomnio sonrió como si esperara desde siempre mi necesidad y dijo hágase abrió mis carnes junto a la costilla señaló lo más valioso multiplicó me han guardado al mejor premio y mía ha de ser la gloria de saciar al vencedor Atenea descansa en mi vientre mi elegancia y el peplo de la diosa peligran de idéntica languidez la fragilidad de mi textura aguarda el gran final y la vigilia desespera el golpe del aceite apresúrate atleta no flaquees en el salto apretaron los cuerpos frotaron se fundieron la primera chispa exhalé agradecida vi que todo cuanto había hecho es bueno El NUEVO PRINCIPIO El universo se ensancha un latido prístino definitivo me habita su simiente ha penetrado en mi sangre hasta viscerarme la más blanca alegría el blando susurro del agua sobre la desnudez de nuestro abrazo la tersura el labio el pistilo de luz entibian mi vientre en la calma de este reposo siento correr un nuevo aliento puedo palpar el destello Ilusr ació n: G us he visto a Dios en el silencio inglesa en su patria; el mexicano Ignacio Solares, en La invasión, reconstruye el zarpazo imperial que despojó a México de más de la mitad de su territorio; y su compatriota David Toscana, en su deslumbrante El ejército iluminado, recluta un puñado de inadaptados para invadir EE.UU. y recuperar Texas armados solo con la esperanza. I Literatura, voz perdurable de una comunidad. La gran obra impone un idioma, y este configura culturalmente a la nación. La Divina Comedia hace evidente a Italia, así como el Quijote convierte en irrefutable a España. Creer en una literatura latinoamericana es postular la nación de América Latina. Pero así como Nuestra América está dividida por fronteras postizas, nuestra literatura está escindida en las repúblicas ilusorias de los temas y los géneros. Exploremos este continente mediante la precaria brújula de más de dos centenares de obras concursantes en el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. II Idiomas y pueblos tienen raíces compartidas. La comunidad originaria se reúne alrededor del mito; la nación en torno de la Historia. Toda meditación sobre el origen es también constitución del Ser. La novela histórica reinventa el pasado mediante los prejuicios del presente para definir un Yo. Reescribimos la Historia para hurgar en la herida todavía abierta de la Conquista, como la venezolana Mercedes Franco en Crónica Caribana. El colombiano William Ospina en Ursúa; el mexicano Jorge Galván en El hierro y la pólvora. Reinventamos la historia para resucitar próceres inmortales: el venezolano Ángel Miguel Rengifo rememora a un americano universal en Miranda, el hijo del mulato; su compatriota Eduardo Sevillano se ocupa de otro en El niño Sol de la Negra Hipólita; el boliviano Rocha Monroy recuenta en clave más histórica que narrativa la epopeya de Antonio José de Sucre en ¡Qué solos se quedan los muertos!; el mexicano Pedro Ángel Palou reescribe la biografía del legendario Zapata en clave narrativa y con lenguaje denso, hiriente y desgarrador; el venezolano José León Tapia renueva los Tiempos de Arévalo Cedeño con el calendario de la crónica y el reloj de la tradición oral. Corregimos la Historia para enderezar los entuertos de las derrotas: la cubana Marta Rojas, en Inglesa por un año, narra morosamente las incidencias de la ocupación III Despertarse del diluvio de sangre de la Historia es aflorar en el torrente del idioma. Desde los años 60 del siglo XX, el castellano de América se regocijó en los vertiginosos juegos del adolescente que proclama su autonomía. Redimir el Ser era reinstalarse en los Paraísos del Lenguaje. La posmodernidad desfolió este Edén, pero todavía algunos sentimos el verbo como un goce. Aún el lenguaje adquiere visos de protagonista en Salvador Golomón, del cubano Alexis Díaz Pimienta, donde comentarios eruditos sobre un autor imaginario se entretejen con ejercicios de estilo. O el arcaísmo reviste una elegancia barroca, casi erótica en los dejos y enzarzamientos de La visita de la Infanta, de su compatriota Reinaldo Montero. O el modo de narrar configura casi un idioma propio, autárquico, deleitable en su secreta complicidad, como sucede en De los míos Caribes, del venezolano zuliano César Chirinos. Destaco que la mayoría de estas narrativas transcurren en el alucinatorio vórtice del Caribe. En otras obras las búsquedas formales son menos evidentes. Pero la forma es lo que distingue a la literatura del mero inventario. Quizá procedimientos como la diversidad de voces o de texturas textuales, que antes suscitaron escándalo, ya no espantan ni desorientan. Solo se discute si construyen una determinada narración o la destruyen. IV Lo que mañana será Historia es hoy confrontación social. Solo colectivamente superamos las barreras temporales y clasistas. Nuestra realidad parecería haber escrito argumentos solo superables mediante el modo de contarlos. De ahí que las epopeyas sobre la contemporaneidad sean narradas mediante una prosa que aplica todos los recursos ficcionales: exploración interna de los personajes, diversidad de puntos de vista, habla coloquial, comentario vivencial y compromiso humano más que doctrinario o partidista. El traumático asesinado de Gaitán es recontado por los colombianos Arturo Alape, en El cadáver insepulto, y por Miguel Torres, en El crimen del siglo, con estrategias de crónica, reportaje, indagación y hasta monólogo interior. La mexicana Helena Poniatowska investiga laboriosamente las luchas sindicales de los ferrocarrileros para crear un relato atemporal, El tren pasa primero, una novela coral con centenares de personajes, todos profundos, ninguno previsible, tan cargada de crispación política como de tensión poética, signada por la relación de amor y odio entre el hombre y sus instrumentos de trabajo, construida con una prosa como las maquinarias que describe: escueta, funcional, rítmica, poderosa, mantenida por el aporte de millares de vidas para facilitar la comunicación entre los hombres. «Imposible desvivir lo vivido, imposible revivir el pasado, imposible ser otro», resume la autora en un párrafo final que cierra y abre todas las vías de la vida. V La confrontación de clases traza la frontera de la violencia. Toda una retórica jurídica y a veces literaria excluye y execra a los oprimidos describiéndolos como simple marginalidad hundida en la violencia irrecuperable. El colombiano Oscar Collazos, en Rencor, pinta una Cartagena muy distinta de la turística, a través de la confesión de una mulata violada por el padre, prostituida y sometida a todas las violencias de la miseria y la explotación. En Bengala, el venezolano Israel Centeno narra una bohemia que se confunde con la delincuencia y el parasitismo. Rafael Ramírez Heredia, en La esquina de los ojos rojos, retrata el México profundo como cotidiana batalla entre sicarios, adictos, policías, pero redime tantas simplificadas visiones tremendistas revelando la poesía del graffiti, de los rumores del barrio, de la mitología de los pandilleros, de la religiosidad popular. A veces la confrontación social se desenmascara como guerra civil. El peruano Alonso Cueto denuncia, en La hora azul, la imposición del neoliberalismo mediante el terrorismo de estado. El mexicano José Agustín, que inicia su carrera con intimistas novelas de aprendizaje, OS LEG GAL ULO RÓM MIO PRE cía Gar o ritt sB Lui io Serg ión: srac Ilu VI Si se es, y qué se es, son las preguntas más trascendentes que se formulan un individuo y una colectividad. América Latina y el Caribe las contestan desarrollando paralelamente con la épica otra escritura personal, sobre las epopeyas mínimas del Yo. Toda persona germina a partir de un niño. Todo niño nace por la elección del héroe que emula. Narrar la infancia es resucitar sus ídolos. El chileno Hernán Rivera Letelier, en El fantasista, revive a un malabarista del balón que rescata el orgullo de un pueblo pampeano. El uruguayo Guillermo Álvarez Castro, en La celebración, escribe sobre párvulos que entronizan a Clark Gable y Gregory Peck; su connacional Mauricio Rosencof, en El barrio era una fiesta, rememora a los mocosos que veneraban a El negro de la mirada y a un ex brigadista de la guerra española. A veces, la infancia es la familia y los recuerdos familiares. En Tres lindas cubanas el mexicano Gonzalo Celorio reconstruye la de sus antepasadas antillanas y con prosa resplandeciente vuelve a la vida el universo mínimo y a la vez desmesurado de la crónica de los seres queridos. Dime a quién admiras, te diré qué serás. VII La construcción de la persona parte de la deconstrucción de un ídolo o de una épica. Tres venezolanos acometen esta empresa existencial. Carlos Noguera vuelve a los recuerdos de la violencia de los años 60 en Los cristales de la noche, compleja novela coral con claves, que transfigura la derrota política en la victoria de la creación de personajes que devienen personas. La venezolana Judith Gerendas culmina igual hazaña en La balada del bajista a partir de la muerte de un personaje, y de esa segunda identidad que es la familia. Desvinculado de su circunstancia o su historia, el yo se confunde con la nada. En Nocturama, Ana Teresa Torres narra a un escritor que inventa a Ulises Zero, personaje sin memoria que despierta en una ciudad sin nombre. Del aposento contiguo al del relato personal asoma su cabeza desenfadadamente la narrativa epiceno, como la que se extiende sobre los devaneos de un intelectual con la tentación ambigua en Fruta verde, del mexicano Enrique Serna, o la de su compatriota Ana Clavel, que en Cuerpo náufrago presenta a una dama que despierta convertida en varón y emprende un conturbador recorrido por el mundo de los mingitorios, de los fetiches, de las imágenes amenazantes del sexo. A semejanza de la epopeya social, toda narrativa personal debate si la identidad es construcción o predestinación, instinto o aprendizaje. VIII Quizá el pez solo es consciente del agua cuando esta le falta. En América Latina todos los caminos llevan al exilio. Así Andrés Blanque, en Atlántico, se ocupa de un pianista que oye voces en Europa, de idilios europeos de la protagonista. Marisa Silva Schultze, en Apenas diez, recorre peripecias de una decena de uruguayos en éxodo. Wendy Guerra, en Todos se van, sustituye con un perfecto padrastro nórdico al padre cubano borracho y feo. Alexis Díaz Pimienta otorga también a personajes de Salvador Golomón su anhelado billete para el Viejo Mundo. Romances, galanes y desenfrenos parecen facturados en los talleres de la novela rosa o las agencias del turismo sexual. Apenas Santiago Gamboa, en El síndrome de Ulises, consigna una narrativa dura y fluida sobre las amarguras de estudiantes y expatriados en el exterior. Horacio Oliveira solo encontró en Europa la necesidad de recuperar América. Algunos exiliados literarios ni siquiera eso. IX Peregrinan más allá del exilio las narrativas donde no son los personajes, sino los autores quienes se enfrentan a realidades exóticas. Jorge Volpi, en No será la tierra, compendia accidentes nucleares y calamidades de la burocracia X Pero el escritor se exilia también en las escrituras sobre la escritura. El venezolano Milto Quero Arévalo, en Corrector de estilo, traba una relación entre una dama que escribe y quien la enmienda. Su compatriota Ayari de la Cruz Pérez, en Mi querido Pablo, incorpora descripciones morosas del proceso de escritura. La mexicana Carmen Boullosa, en La novela perfecta, fantasea sobre el escritor que intenta crear el texto impecable mediante un instrumento informático que traduce directamente la imaginación en realidad. Otra vuelta de la tuerca da la literatura con relatos donde los escritores reales devienen personajes. El puertorriqueño Luis López Nieves lanza una investigación en torno de El corazón de Voltaire, en la cual se suceden intrigas para dar con el paradero de los restos perecederos de una de las luminarias del Siglo de las Luces. El venezolano Ugo Ulive, en Las cenizas de Marx, inventa una pesquisa sobre el paradero de los restos del Fénix de nuestro tiempo. XI Más allá de los confines de la Historia, de los paraísos verbales, de la violencia, de los exilios, pero colindante con ellos, está la patria de la tensión poética, de novelas que prodigiosamente se sostienen sobre la invención de criaturas encantadas y encantadoras que ascienden impulsadas por la levedad del lenguaje. Un gigante puede ser perseguido por un lobo que habla latín y que da paso misteriosamente a una bella muchacha en La batalla del calentamiento, del argentino Marcelo Figueras. Todo un mundo fantástico centrado en la simbología de la espiral y en la mecánica de la subjetividad crea sus propias leyes en Nueve veces el asombro, del mexicano Alberto Ruy Sánchez. Su compatriota Bárbara Jacobs saca de la nada seres con la inocencia de animales, animales con la pasión de seres y adjetivos tan vivos como ellos en Florencia y Ruiseñor. La venezolana Stefania Mosca convierte el mundo y la literatura en tierna acrobacia en El circo de Ferdinand. No son regresos a la infancia personal, sino avanzadas hacia el Reino de la Libertad, del cual todos fuimos, somos, seremos ciudadanos. ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ incursiona en la violencia policíaca con Armablanca. El venezolano Eloy Yague Jarque cuenta, en Cuando amas debes partir, la epopeya de un comunicador que solo toca el fondo de su barranco existencial en el abismo del 27 de febrero. El mexicano Martín Solares teje una asfixiante trama de corrupción, brutalidad policial y tráfico de drogas en Los minutos negros, esos cinco minutos que oscurecen en la existencia de cada hombre. En Nuestra América decir novela policíaca es decir novela negra y narrativa de la violencia política y social, o de la corrupción. Y a pesar de ello hay relatos de la nostalgia, de la intimidad, del exilio y de la maravilla. soviética. El ruso nacionalizado chileno Alexander Tolush, en Discursos de la carne, relata los paralelos derrumbes de un coronel de confianza de Gorbachov y del mundo soviético. El mexicano Ignacio Padilla, en La gruta del toscano, indaga sobre el sherpa Pasang Nuru, que ve llegar las expediciones hacia el Himalaya y hacia una caverna que tal vez conecta con el infinito. Alguna vez dije que Borges se revelaba latinoamericano en su devoción por la quincalla exótica. Solo desde el Nuevo Mundo se puede encontrar fascinante al Viejo. Amado del Pino Por estos días leo mucho y, a veces, apunto señas o un par de líneas que podrán servirme para después. Otras veces he hablado de aquel año que pasé en el legendario Instituto de Literatura y Lingüística de nuestra Habana. Aprendí, hice amigos, pero a mi vida de entonces le faltaba la calma del investigador. Ahora —que nadie me lo exige directamente— me apasiono con esto de seguir una idea, un nombre, el espíritu de una época de un libro a otro. Me ha ocurrido algo similar a ese romance —básicamente físico y condenado a lo efímero— que, al reencontrarse sus protagonistas al cabo del tiempo, puede convertirse en una relación más honda y duradera. Sobre nuestra cama anda ahora la correspondencia que sostuvieron —desde 1923 hasta 1951— los grandes poetas españoles Jorge Guillén y Pedro Salinas. Empecé por anotar las referencias a Miguel Hernández. Hasta ahí me movía en el terreno del trabajo previsto. Pero he encontrado otros elementos de mucho interés. A menudo anoto, otras veces —peligroso hábito de los años de lectura simple— me encomiendo a la memoria. Sucede que en cuanto a la creación literaria me acojo a algo que leí en una de las novelas de Vargas Llosa, aquello de que «lo que no está en la memoria no sirve para la novela». Pero cuando se trata de investigar sí hacen falta el bolígrafo y la libretica a mano, porque son muchas las ramas diversas las que conducen al palpitante nido de un hallazgo o al menos a la visión de un costado nuevo de la relación entre dos o más creadores. Por cierto, no están reñidas la investigación y la creación pura. Jorge Domingo —todo un ejemplo de madurez y paciencia investigativas— ha logrado ahora un formidable libro de cuentos. Ya se sabe que Lezama Lima trabajó, y mucho, en el mencionado Instituto de la calle Carlos III y se dan casos como el de Alberto Garrandés, que comenzó investigando y se ha convertido en uno de nuestros más fértiles narradores. Guillén y Salinas dan la imagen de toda una época; opinan —con la confianza y el desenfado de la correspondencia privada— sobre muchos de sus contemporáneos. En una segunda lectura, me impresiona la forma tan humana, entre tanta preocupación por la obra literaria, de encontrar tiempo para hablar de los hijos, la euforia ante la temprana llegada del nieto de Guillén o la forma en que buscan equilibrar las maneras de ganarse la vida con la prioridad por el tiempo para la creación. El diálogo epistolar de estos dos desterrados me confirma que el creador auténtico debe estar listo para la pobreza, la incomprensión y hasta el silencio. A la biblioteca iré pronto en busca de más cartas, recuerdos, testimonios. La soledad del libro y su ancho mundo me enamoran ya tanto como la complicada y fascinante realidad de un salón de ensayos o de una redacción a la hora del cierre. XII Preguntarse sobre el Ser construye la identidad; interrogarse sobre el No Ser constituye la Filosofía. La narrativa no es más que intento de traducir ambas interrogantes en vivencias. Una muestra no representa quizá más que el azar. He mencionado la diversidad de nacionalidades solo para destacar la coincidencia de asuntos y tratamientos. A través de ellos evidenciamos analogías con la realidad latinoamericana y caribeña: certidumbre de un pasado común, incesante redescubrimiento de lo propio, pluralidad de voces, conciencia de conflictos en proceso, pasión, dolor compartido ante una frustración que se siente como vivencia continental, tensión entre la pertenencia y el desarraigo, incesante elaboración de universos poéticos, conciencia de amenaza latente, sentimiento de un yo en perpetua construcción y deconstrucción, vocación de perdurar. Así el colombiano Jorge Franco, en Melodrama, se centra sobre la peripecia del enfermo ante un pronóstico fatal. Su compatriota Ricardo Maneiro, en Noches (de San Bernardo a San Ivón), arranca con la narración de un infarto, se complace en las incidencias de la agonía y del parto, y culmina con la muerte de una abuela. Dos frases pungentes cierran La enfermedad, novela del venezolano Alberto Barrera Tiszka, sobre una agonía clínica diagnosticada: «¿A qué saben las últimas palabras?» y «No dejes que muera en silencio». Toda palabra aspira a la eternidad. Sobre Nuestra América han dictado las potencias sentencia de muerte. Cada voz suya puede ser la última. Pero no callará, y vivirá mientras hable. na y otra vez Raúl, esta vez para enfocar su predilección por el lente, una de las facetas más importantes de su producción. Él propició que la fotografía llegara a las artes plásticas cubanas para quedarse pues, renovada en los 60, se irá transformando al correr de los años en dependencia de los intereses de cada artista. En la actualidad, algunos siguen expresando en este medio diversas consideraciones sobre la historia, el arte o la vida; otros lo comparten con la pintura, y muchos amplían sus posibilidades expresivas al abordar la imagen en movimiento a través del video. La exposición Raúl Martínez: otra mirada, que acoge hasta el 3 de septiembre el Museo Nacional de Bellas Artes con motivo del aniversario 80 de su natalicio, es solo un acercamiento al proceder de los creadores plásticos con dicho recurso, pues el asunto merece aun una profunda investigación. Raúl Martínez fue uno de los integrantes más interesantes del grupo Los Once y de la abstracción en general, y es de los artistas imprescindibles cuando se analiza el desarrollo del arte cubano contemporáneo, por los aportes brindados en su(s) momento(s) y a generaciones posteriores, desde las aulas del Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría (ISPJAE) o de la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP), y sobre todo a través de la propia y significativa obra realizada. Podemos verificar ahora sus contribuciones en el ámbito fotográfico y en esa inteligente manera de reflejar la sociedad que le tocó vivir, a partir de los años 60. Reflexión consciente convertida en la esencia del proyecto pedagógico del Instituto Superior de Arte en el decenio de los 80, aunque esta última tuvo como premisa indagar más profundamente en los dilemas de ese período. Nombres como el de Flavio Garciandía, Arturo Cuenca, Rogelio López Marín y José Ángel Toirac se destacan en el intercambio de ideas sostenido con Raúl. Este había estudiado un tiempo en San Alejandro y tuvo la enorme ventaja de obtener una beca —tras un encomiable esfuerzo personal— para el Instituto de Diseño de Chicago en 1952, donde aprehendió un nuevo concepto del arte y una increíble libertad para crear a partir de disímiles recursos y del lema «lo útil y lo bello», propio de aquella escuela internacional llamada Bauhaus que, nacida en Alemania en 1919, se extendió a EE.UU. bajo la tutela del húngaro László Moholy-Nagy, artista y propulsor de lo más novedoso y experimental en arte en aquellos momentos. Era una inyección de energía e infinidad de posibilidades para enfrentar cualquier desafío; un cúmulo de conocimientos que aflorarán más tarde gracias a una necesidad artístico-coyuntural. De regreso a Cuba, y antes del triunfo de la Revolución, Raúl exhibió con el grupo Los Once, participó en otras muestras colectivas en EE.UU. y Venezuela, y trabajó como diseñador publicitario. En 1959 recibió el premio al mejor conjunto fotográfico presentado en la exposición Integración racial, desplegada en el Palacio de Bellas Artes. Durante 1960 se dedicó a la fotografía en espectáculos de teatro y danza, ocupación que alterna con la dirección artística del magazín Lunes de Revolución y sus primeros diseños de libros. Por entonces le fue otorgado otro premio de fotografía. Estos hechos no son simple cronología, sino el señalamiento puntual del sentido y alcance que tendrá la obra de este artista, anunciado desde los inicios de su carrera. La conjunción de la formación académica, las labores prácticas asumidas y algunos imperativos del contexto permitieron al virtuoso crecer como pintor, diseñador y fotógrafo; lo hicieron capaz de articular de manera coherente y magistral esos tres modos de enunciar. Raúl permaneció fiel a la abstracción expresionista hasta 1963, aproximadamente. Ya en 1964 su obra experimenta un giro expresivo debido a la confluencia de dos factores: de un lado, una crisis creativa confesa; de otro, Liana Río el convencimiento de la inoperancia en que había desembocado ya semejante lenguaje. Por otro lado, durante ese año, el curso de escenografía teatral impartido por el checoslovaco Ladislav Vychodil saca de su subconsciente las capacidades adquiridas en Chicago y lo impulsa a realizar aquellos collages que desbrozan el camino hacia el pop, al debatirse entre la objetividad de materiales o fotos pegadas al lienzo y los brochazos subjetivos del informalismo. Consecuente y actualizado, en estos primeros experimentos visuales se reconoce la influencia de Rauschenberg, pero Raúl demostró que sus imágenes y objetos comunes tenían un sentido bien distinto. Con esos «combines» titulados Homenajes y presentados en Galería Habana, se abrió, lenta, pero decididamente, a la realidad exterior y circunstancial, incluyendo discreta y directamente elementos de esta. En algunas obras lo hace con la ayuda de fotos, que aparecen allí como lo hace el positivo sobre el papel en la oscuridad del laboratorio e instando a la correspondencia de los símbolos e imágenes incorporadas. El collage se había convertido en una técnica y visualidad definitorias en el decenio cubano de los 60 y en germen de todo lo ocurrido en la poética del artista a partir de esta etapa. En 1965 aparece «La gran familia», donde utiliza dos fotografías, cada una con varios personajes celebrando un bautizo o nacimiento reciente, para comentar costumbres burguesas o religiosas. Puntualiza así su interés por este medio y el proceder serio del empeño, al no existir gratuidad morfológica alguna e insuflarle a cada creación un sentido. Al año siguiente, la exposición ¿Foto-Mentira! propicia las sucesivas repeticiones de Martí, aparecido en solitario en diversos collages y tintas de ese año. Dichos conjuntos —conformados por la reiteración de la misma imagen— significaban una novedosa proyección de la fotografía como concepto, una investigación práctica de cómo pueden cambiar las características, la naturaleza y el sentido de esta de acuerdo con la manipulación e intereses del fotógrafo. Un cuestionamiento típico del conceptualismo en lo que respecta al análisis del propio medio y sus consecuencias, aunque ofrecido en imagen pura y en una fecha en la cual ni siquiera se conocía el término en nuestro país. El propio artista decía: «…he trabajado con la foto por primera vez con la intención de expresar algo, y expresando en ella el mismo principio con que trabajo en mi pintura actualmente, la misma unidad visual para lograr abarcar una imagen más rica en valores formales y expresivos... lo que Luc Chessex y Mayito hacen con imágenes que se complementan unas al lado de las otras, yo lo intento por la agrupación de todas juntas.»1 Como bien dijera Edmundo Desnoes en las palabras al catálogo de esta exposición, Luc, Mayito y Raúl rechazaron deliberadamente la fotografía como copia mecánica de la realidad y con plena conciencia la sometieron a la visión del artista. Según el escritor, con ello se manifestaba una nueva actitud ante la cámara y la imagen, pues habían resaltado la mentira de la fotografía para afirmar su verdad artística. A partir de esas formas redundantes se consolidará el pop, con la aparición sucesiva de imágenes cíclicas de Martí, el Che, Camilo, Fidel y de héroes anónimos del pueblo, donde se desbordan claramente las características propias de la tendencia mencionada y hacen de este artista su paradigma cubano. En dichas obras se patentiza la utilización de la foto como pilar; la insistencia en la imagen similar para asegurar su consumo, estructurada con un movimiento lineal y cinematográfico. Pero aquellas no serán imágenes de actrices de cine como hiciera Warhol, sino históricas y con las que el pueblo siente plena identificación, junto a otros símbolos también inmersos en la conciencia popular, tratado todo con colores planos y vivos, que van cambiando también de tono e intensidad en cada rostro, lo cual ofrece, además, gran dinamismo a estos cuadros. La multiplicación del mismo detalle en esta etapa se manifiesta llena de sentimiento y muy cercana aun a la emoción detentada en la abstracción. Pero desde 1970, Raúl va a crear un retrato colectivo de la sociedad al sumar a los héroes la participación de vecinos, amigos y artistas afines, fotografiados por él mismo e inmersos en una composición abigarrada de fotos yuxtapuestas que cubren toda la superficie pictórica, llena de colores intensos, con flores, frutas, animales y, alguna que otra vez, la cita posmoderna incluida. Motivos estos que resultan un contrapunto de otros símbolos de cubanía. Estas piezas responden a la era del acrílico sobre cartón, a una estética que se acercará cada vez más al diseño, respaldado en buena medida por la fotografía, donde se denota cierto distanciamiento y frialdad, no más que el gesto impersonal del pop, el cual algunos críticos sentenciaron como realismo quimérico. Se instala en su pintura la asepsia, la objetividad y la claridad total como prioridad del mensaje. La autobiografía y la confesión, mantenidas desde 1953 hasta 1966 aproximadamente, habían cedido ante el relato de las circunstancias y el testimonio de lo ocurrido; algo que marcó la diferencia entre el pop de Umberto Peña, expresionista y desgarrador, del que asume específicamente Raúl desde 1970. No será hasta dos o tres años antes de su fallecimiento que regresará a la introspección, en ese viaje de retorno a la abstracción, con sus Islas 90. En el decenio de los 80 se hace patente y absoluta la preponderancia del diseño y la fotografía. Hacia 1981 se enfrascó en su serie Murales y banderas, plata sobre gelatina, con muy precisas iluminaciones para dignificar determinados elementos de la composición. Capta intervenciones públicas y directas de la imaginería popular en el entorno callejero, generadas por cualquier reclamo de la Revolución, donde aparecerá la bandera coloreada y la foto de algún líder. En este conjunto la instantánea se vuelve evidencia, aunque la visión del artista sobre el acontecer cotidiano en este archipiélago no es la del reportero, sino algo recreado y poseedor de su sello. Esta vuelta a la pura incursión por el lente desembocará rápidamente en sus Dibujos para colorear, de 1982 y 1983, en los cuales retoma el collage, esta vez conjugando las fotos entresacadas de revistas y las realizadas por él, y a veces cubriendo algunas zonas con papel alba y dibujando la imagen semioculta a línea, como si se tratara de una maqueta lista para llevar a la imprenta. Es una mezcla de gran diversidad de imágenes que torna en divertimento la relación de símbolos utilizados. La composición parece establecerse en sí misma como ejercicio lúdico del autor. Algo similar sucede con determinados dibujos fechados entre 1985 y 1992, en los cuales se habla de la conquista, la historia o la sociedad. Por su inmediatez, la fotografía fue el registro idóneo para hacer perdurar lo acontecido y resguardar la memoria. Esa obsesión le hizo llevar a lienzos y cartulinas la semblanza de todos los que posaron ante su cámara, le sirvió para enlazar ideas y se convirtió en la clave de casi 30 años de producción ininterrumpida. Raúl Martínez exploró hasta la saciedad muchas de las posibilidades brindadas por la fotografía en su época y en las venideras. Esta exposición que el Museo Nacional de Bellas Artes ha acogido constituye un merecido acto de respeto y una vía para incitar la indagación en la inmensa obra de un artista que nos ha ofrecido nuestra propia imagen o retrato y nos propone siempre otra mirada. Joel del Río ujer sagaz, hiperestésica, delirante, de talento desbordado y signada por la tragedia, la pintora mexicana Frida Kahlo —aquella a quien Picasso le envidiara su prodigioso pincel a la hora de dibujar cabezas— fue retratada por el cine contemporáneo en dos ocasiones, de muy diversa e incluso antagónica manera: el primer largometraje de ficción realizado con este tema se tituló Frida, naturaleza viva. Poseía la peculiaridad de que se hablaba muy poco en sus largas secuencias, se realizó completamente en México, durante 1984, y lo dirigió y escribió Paul Leduc, uno de los principales autores de aquel país. A él se debe la también biográfica Reed: México insurgente, una gema del cine mexicano de los años 70. Leduc clasifica entre los creadores convencidos de que los cineastas pueden, y deben, alcanzar un estatus de consideración similar al que se le confiere a los grandes poetas, músicos y pintores. El segundo largometraje de ficción, entendido también a manera de episódica biografía de la pintora, se titulaba simplemente Frida, estaba hablado en inglés, se realizó con técnicos y artistas mayormente norteamericanos, en 2002, y a la cabeza del equipo se encontraba, al menos nominalmente, Julie Taymor, una creadora avalada por sus triunfos en el teatro (El rey León) y en el cine (Titus). La Taymor se dejó convencer por el entusiasmo, la determinación y el empuje de Salma Hayek, la actriz mexicana radicada en Hollywood, verdadera líder y corazón de este proyecto. Salma finalmente protagonizó y produjo esta versión anglófona, a partir de un guión concebido por cuatro escritores: Clancy Sigal, Diane Lake, Anna Thomas y Gregory Nava, todos ellos basados en el libro de Hayden Herrera, y atentos a que esta nueva Frida cinematográfica no desbordara, en ningún momento, las exiguas capacidades interpretativas de Salma, quiera era, al fin y al cabo, la principal inspiradora de un proyecto cuya puesta en marcha dejaba «al campo» similares emprendimientos de Madonna y Jennifer López. Quizá no resulte lícito del todo comparar dos películas de tan disímiles orígenes y propósitos, pero como ambas se unen en la intención de rendir homenaje a una figura mayor del arte latinoamericano, pues al final el cotejo entre los resultados de una y otra viene a ser inevitable. La versión de Taymor-Hayek se afinca en el relato aristotélico, cronológico y convencional de tres estadios biográficos: en primer lugar, la relación sentimental que entrelaza a Frida con Diego Rivera, su amante y mentor; en segundo lugar, están los momentos dedicados a sus múltiples accidentes y enfermedades, reflejados sobre todo al nivel de las muchas pinturas que el filme muestra o manipula, y por último, están las complejidades políticas, sicológicas y culturales de Frida, de la época y de un país en ebullición, complejidades que se minimizaron hasta quedar como pinceladas, más o menos pintorescas y decorativas. A la versión de Salma le falta calado en el diseño de caracteres y sutileza en los detalles históricos y de época. Aunque nadie pueda decir que la protagonista y Alfred Molina no cumplan profesionalmente con los dictados del cometido que les encargaron, ellos y el resto del reparto (particularmente el español Antonio Banderas, el australiano Geoffrey Rush, la italiana Valeria Golino, y los norteamericanos Ashley Judd y Edward Norton) muchas veces cometen el pecado máximo posible de un actor inserto en un filme histórico: parecer disfrazado, externo, inarticulado, inmerso en una guerra de egos, demasiado consciente de su brillo narcisista, pero desconocedor de las características medulares, inherentes a su personaje. Paul Leduc emprendió, en cambio, el retrato de la artista atormentada, y para ello contó con la extraordinaria sensitividad, y el asombroso parecido físico, de Ofelia Medina, quien consigue el prodigio de la coherencia y la verosimilitud absolutas, y solventa el reto de construir una imagen física y sicológica totalmente plausible, a pesar de la estructura episódica, fragmentaria, sobre la cual está construida la película. En la aproximación de Paul Leduc, rigurosa, calmada, sin trucos narrativos ni efectismos visuales de ningún tipo, la «acción» se circunscribe al espacio muy reducido de la habitación donde Frida está obligada a permanecer. La cámara de Angel Goded explora, mediante elaborados y reveladores planos-secuencia, no solo los más íntimos, dolorosos y también eufóricos recuerdos de la artista, sino también el mundo de objetos que la rodeaban (extraordinaria dirección de arte de Alejandro Luna). El cuarto de Frida trasluce a México, sus mitos y su historia en cada metro cuadrado de aire. El relato se despliega a partir de los recuerdos que se le presentan a Frida, mientras está confinada en su lecho, pero prescinde mayormente de toda suerte de acotaciones aclaratorias de tipo verbal o cronológico, tan al uso en otros dramas biográficos. Simplemente, ella recuerda. Su mente viaja ingobernable y volátil, pero al final del filme se tiene la sensación de que hemos asistido a la representación sumaria de los 47 años que vivió la genial artista, que hemos presenciado los momentos definitorios de su vida sentimental, creadora, política, y muchos otros acontecimientos que parecerían exagerados, para una sola persona, si no supiéramos que en verdad ocurrieron: la polio, el accidente terrible a los 18 años, su complicada relación con Diego Rivera y con León Trostky, entre muchos otros sucesos. La opción Salma-Taymor prefirió aligerar su Frida, y la convirtieron en una mujer alegre, caprichosa, parlanchina, gozadora, exageradamente subordinada a Rivera y convenientemente despolitizada; Medina-Leduc presentan una mujer herida en todos los aspectos imaginables, pero todavía capaz de reír, de cantar Damisela encantadora y de recordarse bella y amada, independiente, anticonvencional, militante pero no panfletaria, contradictoria (admiró casi por igual a Stalin y a Trostky) comprometida hasta el final con el destino de México, y con muchísima frecuencia sumergida en su arte, en sus dolores y pérdidas personales. Incluso la manipulación de los ahora famosos lienzos difiere radicalmente en una y otra películas. Taymor los inserta cual digresiones de índole simbólica, recurre a la infografía para reconstruir, e incluso animar, los lienzos de una artista que vivió pintándose a sí misma. Leduc prefirió, aunque algunos cuadros se asoman por aquí o por allá, auxiliarse del fotógrafo para manejar la iluminación y el encuadre de modo que todas las imágenes y momentos de la película respondan al espíritu que se desprende de los cuadros. Tal vez por todo ello el resultado global de la Taymor se acerca peligrosamente al look de las telenovelas falsamente históricas de Televisa, y a la bonita apariencia de las postalistas cromadas que venden en ciertos museos, con reproducciones horrendas, de las grandes obras pictóricas. Con Frida, naturaleza viva, Leduc rediseñó el cine histórico latinoamericano, lo separó del miserabilismo y la sociología panfletaria, y lo equiparó con el gran cine de autor a la europea. El director y guionista encontró la manera idónea de comunicarle a su filme (confeccionado a partir de una mujer muy imaginativa que recuerda y sueña) el aire íntimo y surrealista que evidencia la pintura de Frida Kahlo, una hazaña que se distancia por igual de lo biográfico convencional a lo Hollywood, y del melodrama femenino tan caro al cine latinoamericano, y mexicano, en particular. A pesar de todas esas virtudes, la mayoría de los cinéfilos han visto, y recordarán, solamente, a Salma Hayek, bonita como es, fotogénica y graciosa, metida en un disfraz que incluye un par de cejotas negras pintadas… en fin, un simulacro que la desbordó todo el tiempo, a pesar de su denodado esfuerzo por sacar de la ridiculez y la banalidad un proyecto que contó con el apoyo de toda suerte de instituciones culturales en México, 14 millones de dólares, los mejores profesionales a los dos lados del Río Bravo, un elenco multinacional, y una campaña mediática fuera de serie. Nada que hacer, porque la versión cinematográfica definitiva de la historia de Frida ya se había hecho 15 ó 17 años antes, aunque solo la recordaran algunos memoriosos que tenían otra idea de lo que puede ser el cine cuando se aplica a recrear mitos, conocer la historia propia y profundizar en las raíces culturales de la nación. El que renuncia a sus tradiciones y no hace el esfuerzo por capacitar a su pueblo, compromete el futuro. Hay que decirle a la gente de dónde venimos, quiénes somos y hacia dónde vamos.» Estas palabras, dichas en Santiago de Cuba, explican en buena medida por qué, además de justificar su presencia en esa urbe oriental para recibir el Premio Honorífico de Narrativa José María Arguedas, que le concediera en 2006 la Casa de las Américas, y responder al convite a República Dominicana como País Invitado de Honor de la Fiesta del Fuego, Marcio Veloz Maggiolo apostó por un cónclave en el que los fulgores de la creación se hacen acompañar por reflexiones imprescindibles. Veloz Maggiolo es hoy por hoy una de las figuras cimeras de las letras dominicanas, lo cual le fue reconocido al otorgársele en 1996 el Premio Nacional de Literatura por el conjunto de su obra. Entre sus libros se cuentan La vida no tiene nombre (novela, 1965), Los ángeles de hueso (novela, 1967), Cultura, teatro y relatos en Santo Domingo (ensayo, 1972), De abril en adelante (novela, 1975), Medioambiente y adaptación humana en la prehistoria de Santo Domingo (1976), Apearse de la máscara (poesía, 1986), Intus (poesía, 1980), La biografía difusa de Sombra Castañeda (novela, 1982) Cuentos, recuentos y c a s i c u e n tos (1986), Materia prima (protonovela) (novela, 1988), El hombre del acordeón (2003). Como se observa, sus intereses literarios son varios y alcanzan, tanto el campo de la ficción, como el del pensamiento, esto último vinculado a su formación como antropólogo. Fue fundador del Departamento de Investigaciones Pedro de la Hoz Científicas del Museo del Hombre Dominicano y ha ocupado diversas cátedras universitarias en su país. La novela que le hizo merecer el José María Arguedas, La mosca soldado, publicada dos años atrás del veredicto, resultó valorada, según consta en el acta del jurado, «por recuperar el universo del Caribe desde una perspectiva en que se funden la realidad y los mitos, la antropología y la investigación policial, ciertos vestigios de las culturas precolombinas y la tensión que establecen con el mundo de hoy». Antes, en un ejercicio sorprendente por parte de los 12 grupos editoriales que dominan el mercado español, La mosca soldado había sido seleccionada entre los mejores libros publicados en 2004 en lengua castellana, junto a 2666, del chileno Roberto Bolaño; Memoria de mis putas tristes, del colombiano Gabriel García Márquez; Castillos de cartón, de la española Almudena Grandes; y Al morir Don Quijote, del también español Andrés Trapiello. Al reflexionar sobre el éxito de su novela, Veloz Maggiolo le confesó a un colega cubano: «Creo que es una obra hecha con mucha calma; es una novela de un largo trabajo, en la cual cuidé notablemente la prosa. Creo que además del argumento, que es un rescate del pasado, de dos personajes que hablan del pasado y comienzan a rescatar momentos que la gente no creía, está hecha dentro de un ámbito de la poesía. Siempre he pensado que la novela y la poesía van de la mano. No quiere decir que eso tenga que ser obligatorio, pero el que tiene la capacidad o puede hacerlo, alcanza un público más sensible. Hay un público que va al argumento seco, sin ornamentación, pero hay el que va a una narrativa del sueño, en el que la metáfora es fundamental». Ilusración: Edel Sin embargo, nada de eso incita la vanidad en este escritor, que más que en su obra personal, cree en la necesidad de establecer fluidos vasos comunicantes entre los países del área, de modo que las más valiosas producciones intelectuales se socialicen y contribuyan a dar sentido a las aspiraciones populares. De tal forma, centrándose en la problemática literaria, ha dicho: «No podemos consumirnos en nuestra propia salsa. Llegar a los mercados es lo más difícil. Siempre he dicho que hay cosas muy buenas en todas partes que si no llegan a los mercados nadie las conoce. Entonces, lo que nos pasa es que, lo dije en un poema, no tenemos trampolín. En estos momentos alguien puede estar dando un discurso fabuloso, tan importante como el discurso de Judas, y nadie sabe que lo está diciendo. El mercado no se rige por la estética. Eso es un problema serio. Frecuentemente se descubre a un escritor que tenía obras muy importantes y que nadie conocía. Yo creo que hay que hacer una gran editorial latinoamericana, por encima de las editoriales comerciales». En Santiago, Veloz Maggiolo ha sabido de los pasos iniciales del Fondo Cultural de la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA) y confía que más temprano que tarde iniciativas como esta favorezcan la circulación de la imaginación y el pensamiento latinoamericanos y caribeños. «Estamos viviendo un momento muy especial en la región, con nuevos actores emergentes y mayor conciencia sobre las urgencias de la integración. Todo esto debe hacerse sin negociar ni un ápice nuestros auténticos perfiles culturales. En ello soy optimista.» SON DE ALMENDRA Jaime Sarusky ígame, Mayra Montero, ¿así que al capo mafioso Meyer Lansky le encantaba escuchar, y a lo mejor hasta bailar, «Son de almendra», el danzón más famoso en aquellos tiempos? Poder, podía. Estaba operando en Cuba, pero privilegiado por la «debilidad» de enamorarse sin freno de su amante cubana, aquella que vivía en el Paseo del Prado. Si hasta lo sorprendió en la intimidad y lo describe ataviado con esa cosa de antes del bikini que llaman «matapasiones». Sin duda, uno de los muchos descubrimientos que se destapan en la novela, en una escena decisiva para la vida misma del protagonista. Y ya que hablo de novela, con todo derecho uno puede indagar al concluir su lectura, por cuáles vericuetos de género hemos transitado. Puesto que es tantas cosas y muchas de ellas tan ricas, tan demostrativas de la cubanía, con todos sus posibles gestos nobles o mezquinos, y hasta tan delirantes, que, a tono con los tiempos, usted nos regala todo un gran espectáculo. Me atrevería a insinuar que esta vez, el suyo, es un ejercicio a fondo, una inmersión de nostalgia por sus años cubanos. ¿Los 17 primeros? Reconstruir con algo, tan distante de su adolescencia y de su primera juventud, como eran los asuntos de la mafia, aquel tiempo que quedó grabado con apasionada obstinación en su memoria. Sin duda, un tour de force que puso a prueba su voluntarioso empeño por la literatura. Después uno se dice que no es tan solo una novela de la mafia en Cuba, que tampoco es de personajes, a pesar de los logrados protagonistas y antagonistas. Acción, lo que se dice acción, no falta porque la autora se las ha ingeniado para mantener bien viva la intriga, como corresponde a todo buen thriller. ¡Será que estamos viviendo un gran momento de la narrativa cubana escrita por mujeres! Usted desde Puerto Rico, donde reside hace más de 35 años, ya se considere boricua o cubana, se añadiría a una larga relación de cerca de 15 escritoras de varias generaciones, y me parece que son más, que avanzan a buen ritmo por el escenario de la literatura de la Isla. ¿Sabe por qué lo digo? Porque esta novela, Son de almendra, delata su cubanía, es decir, un «aire», un aliento peculiar, ese desenfado, que nos muestra los modos de ser y de hacer de los personajes y por la descripción de las atmósferas. A esto añado situaciones y el lenguaje, de sobra convincente, que este texto la circunscribe, sin medias tintas, a la literatura de esta Isla. Algunos de los aspectos de su novela que más me llaman la atención, serían, si no me equivoco, las numerosísimas fuentes de que usted se sirve para armar esta multiplicidad de ambientes en La Habana y en Nueva York, en Apalachín y en Coliseo, en hoteles cinco estrellas y cabarets como Sans Souci y Tropicana, sin dejar fuera los bares de tres por medio y los circos de mala muerte. Y personajes de toda índole, que incluye una formidable descripción de varios momentos de Roderico Neyra, o sea, el gran Rodney, príncipe de los shows hollywoodescos que montaba y dirigía en el cabaret Tropicana y que vive en varios capítulos una curiosa experiencia sentimental. Y también llamativa la del coqueteo de la protagonista, ni más ni menos que con Benny Moré en el Alí Bar. Usted se vale de la imaginación, de documentos y de testimonios, pero coloco también en un primer plano la intuición, todo para convertir al lector o la lectora, en rehén que no puede soltar el libro de esta narración que ha sabido hilvanar tan minuciosa y orgánicamente. Así que desde el fondo de su memoria de niña en la casa de sus abuelos, a unos pasos del restaurante Boris en la calle Compostela, saca usted, como joyas dispersas acumuladas en sus recuerdos, con hábil toque proustiano, la reminiscencia de los aromas de la sopa de kreplaj, que hasta usted volaban y que, además de percibirlos, los ha incorporado, los ha retenido en su «inconsciente-consciente», durante todos estos años. Pero este es solo un fragmento de su novela, que alguien seguramente hasta la podría describir como de costumbres de la Cuba de mediados del siglo XX. Y esa, igualmente, no da en la diana. Me parece que no logra atrapar lo que usted alcanza literariamente. Aquí están involucrados, directa o indirectamente, la familia cubana y el machismo, donde coinciden, en una encrucijada en el tiempo, la lucha clandestina de los rebeldes en las ciudades y en las montañas, enfrentados a la represión batistiana, la misma policía y los mismos políticos que le abrían las puertas a esa mafia y la protegían. A diferencia de otras obras y otras películas que han abordado el mundo mafioso, en Son de almendra casi todos los personajes son gente sencilla, típicos antihéroes, que se ven envueltos en la enmarañada trama de los intereses y los negocios de los grupos de gángsters norteamericanos que compiten entre sí o establecen alianzas en esta capital. Por ello imagino que no se sorprenderá el lector o la lectora cuando también llegue a la conclusión de que el periodista que prácticamente ha servido de hilo conductor de tantas escabrosas aventuras, es «un equivocado de la vida». Es decir, otro guiño burlón, irónico, de esa fabuladora que es usted, Mayra Montero. Bladimir Zamora Céspedes esde su arranque, el verano habanero ha estado lleno de acontecimientos culturales relacionados con la música, de tal manera que resulta imposible para un solo redactor dar fe y criterio de cada uno de ellos. Por eso mismo no quiero alejarme más en el tiempo para referirme a la presentación del disco ¿Dónde vas, Domitila? La música de Ricardo Díaz. Se trata de uno de los más recientes títulos dados a la luz por la EGREM, a partir de un proyecto presentado por el respetable productor musical Jorge Rodríguez. El habanero Ricardo Díaz nació en 1926 y estiró su cuerpo entre El Cerro, San José de las Lajas y el barrio de Pogolotti. Pudo alcanzar por muy breve plazo instrucción musical académica, por lo cual su desarrollo artístico es obra del talento natural, su capacidad intuitiva y sus agudas posibilidades de observación, lo que le permitieron alimentarse intensa y crecientemente de los músicos con quienes se iba encontrando por diversos sitios de la capital cubana: los Muchachos del Feeling, las integrantes del Cuarteto D’Aida, Tania Castellanos, el maestro Adolfo Guzmán… Siendo muy joven comenzó a ser muy conocido en la ciudad como autor e intérprete de rumba, a tal punto, que nadie se hubiera podido imaginar entonces que iba a dejar su impronta en otros muchos géneros de la música nuestra. Según el investigador y musicógrafo Helio Orovio —que escribió las notas que acompañan el CD—: «Su primer gran éxito fue el bolero «Cuando comienza el amor», grabado por el excelente cancionero oriental Pepe Reyes (más tarde tuvo otra extraordinaria versión en la voz de Orlando Vallejo». A partir de ese hito, el compositor comenzó una significativa carrera creativa, que llega hasta estos días, en que acaba de cumplir 81años, derrochando una contagiosa vitalidad que ya quisieran muchos. La presentación del álbum, que se produjo el jueves 5 de julio, en la sala Rubén Martínez Villena de la UNEAC, fue elocuente prueba de ello. El recinto estaba abarrotado de un público muy variado, compuesto por familiares, amigos, compositores coetáneos, cantantes de varias generaciones, críticos y quién sabe cuánta gente que más de una vez se ha visto reflejada en las canciones de Ricardo Díaz. Muy poco antes de que él entrara en la sala, comenzó a sonar fuerte la emblemática guaracha «¿Dónde vas, Domitila?» en la voz ya legendaria de Rolando Laserie, de modo que en cuanto lo vieron, el público se puso de pie y a corear jubiloso la letra. Fue una manera sabrosa y sencilla de demostrarle que nos sentimos orgullosos y agradecidos de su quehacer. Luego, la conductora de televisión, Rosalía Arnaez, dijo unas palabras de introducción, cargadas de la fuerza emotiva que reinaba en el ambiente, para dar paso a las palabras de Helio Orovio y Jorge Rodríguez. Ricardo l Ede n: ció ra Ilus recibió allí de manos del respetable maestro Harold Gramatges, el diploma de reconocimiento Nicolás Guillén, que la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba entrega a miembros suyos de muy connotada trayectoria. A continuación se levantó él como un resorte, para agradecer cual un adolescente conmovido. Y como fuimos allí convocados por la música, con ella misma concluyó la velada. Diversos intérpretes le cantaron números suyos o de otros compositores de su misma generación. Se destacó, entre ellos, la entrañable Ela Calvo, que cantó precisamente «Cuando comienza el amor», acompañada del virtuoso guitarrista Juanito Martínez. Si usted tiene la suerte de conseguir el disco ¿Dónde vas, Domitila? La música de Ricardo Díaz, podrá estar de acuerdo con quienes pensamos que él es, sin duda, uno de los grandes compositores cubanos y que, por tanto, se merece todos los homenajes que seamos capaces de ofrecerle. Y no crea que son huecas palabras mías. En 21 tracks que tiene el CD, a partir de registros fonográficos realizados entre 1958 y 1987, se puede comprobar su enorme versatilidad, generada continuamente por su eficaz fusión de nuestros géneros históricos con otras músicas que por diversas razones llegan hasta él. La pieza misma que da título al disco es una guaracha samba; «Fiesta brava», cantada por Celeste Mendoza, es una bachata; Rolo Martínez hace «A la quimbamba», que es una samba pachanga; y «El santo del encargado», que hizo furor en los años 60, lanzado por Pacho Alonso, es un ritmo guasón. Tal como el sentido «Si volvemos», que Raúl Planas decía como nadie en complicidad de Rumbavana, es un bolero moruno. Así, como tentado por Pello el Afrokán, compuso su «Mozambique fenomenal». Le aroman colores musicales de otras tierras cercanas y le aparece el calipso «Pensando paso la vida», que también le canta Celeste. No por ello Ricardo deja de hacer un bolero por derecho, como «No soporto una mentira más», estrenada por Oscar Valdés con Irakere. O un espléndido son montuno: «Quítate el chaquetón», justo a la medida de la voz única de Miguelito Cuní. Esta compilación testimonia también que él, a lo largo de su vida, no ha dejado de tributar obras a nuestras fiestas inmediatas y callejeras. Así como en 1959 los Hermanos Bravo popularizaron su conga «A la pelota con Carlota»; en 1985, él mismo, junto a Los Papines, reventaba la «Rumba en TV» y poco después compuso «Ese atrevimiento», otra rumba de la cual Oscar Valdés e Irakere hicieron esta grabación con la que cierra el disco, que es sencillamente una obra maestra. Quienes tengan el disco a mano, o hayan seguido este comentario, habrán podido notar que a esa versatilidad genérica exhibida por la obra de este compositor, se corresponde a través de su trayectoria, el haberla llevado a la voz de muchos de los más importantes artistas cubanos. Sin duda, ello no hubiera sucedido si en sus composiciones no se encontrara la mejor savia de nuestra música popular. A esos valiosos intérpretes les debemos la posibilidad de guardar en la memoria boleros enteros, estribillos de rumbas, cualquier cantidad de canciones, sencillamente porque han sido creadas por un inquieto cubano de a pie llamado Ricardo Díaz, que a lo largo de su vida se ha ilusionado, se ha alegrado, se ha puesto triste, se ha enamorado y tiene siempre encima un enjambre de sueños, como cualquiera de nosotros. l 1ro. de julio de 2007, además del inicio de un verano que hace ya un buen rato que campea por sus calores en la Isla, se celebró un importantísimo aniversario. En 1967, el 1ro. de julio, ocurrió una presentación que de algún modo marcaría una suerte de «inicio» o de referencia formal a la génesis de lo que después sería la Nueva Trova como vital corriente artística. Se trata, ni más ni menos, que de aquel hoy mítico concierto en la Sala del Museo Nacional de Bellas Artes, titulado Teresita y nosotros. Antonio López Sánchez Ese monolítico «nosotros», suerte de grata unión entre artistas todos y seguidores, agrupó a varios poetas: Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera, Félix Guerra y Félix Contreras, entre otros, y a un trovador, Silvio Rodríguez. Teresita era, sigue siendo, y será, Teresita Fernández, esa maestra que canta y que no ha dejado de regalar ternuras y sabias bellezas desde su canción y sus acordes. Teresita y nosotros constituye una especie de fecundación palpable, de preludio sólido de un nacimiento para lo que sería luego la Nueva Trova. Aquel 1967 se alargó además hasta un febrero del 68, donde en la Casa de las Américas otro concierto marcó la definitiva venida al mundo de esa importante expresión de la cultura cubana. Por primera vez —y hasta siempre— se unieron, guitarra en mano, las voces y canciones de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Noel Nicola, a los que se sumaron en —el mismo escenario— otros trovadores como Vicente Feliú, Eduardo Ramos y Martín Rojas. Sin Bajo criterios como ese del que Silvio alerta, alguna embargo, como le escuché decir en una ponencia al propio Noel, la criatura que había venido al mundo esta- vez, y aún es un argumento utilizado, se acusó a los troba todavía lejos de ser bautizada. A la luz de los años vadores de exceso de compromiso, de obra ajena a la venideros, aquel concierto, como el anterior Teresita y no- posibilidad de divertirse, disfrutar de buen arte y a la vez sotros, quedó para estudiosos y seguidores como primeros pensar. Como si la diversión y el acto de ejercer el raciolatidos de lo que unos años más adelante devendría im- cinio no pudieran ir de la mano. Para no alejarnos en portante institución y agrupación formal: El Movimiento de disquisiciones filosóficas de tal índole habría que ver lo la Nueva Trova (MNT): una organización nacional funda- que algunos quieren traducir por compromiso y por diverda en diciembre de 1972, en la oriental ciudad de Man- sión. Lo divertido, incluso lo serio, no tiene por qué ser zanillo, a propósito de un encuentro de trovadores de toda aburrido, triste, encartonado y falsamente solemne. Y con toda honestidad, aunque haya quien privilegia el uso de la Isla. Así, pues, este 2007 trae consigo la celebración de estas obras para ello, la Nueva Trova no me parece ni aburrida, ni encartonada, ni falsamente solemne; sobran dos aniversarios cerrados: los 40 años de aquel concierto ejemplos entre sus canciones en amplísimo abanico de fecundo y los 35 de la creación del MNT. De Teresita, de aquellos poetas, del trovador de aquel primer concierto, temas posibles. Y el compromiso además no solo hay que encontrarlo en la canción trovera. ¿Alguien conoce músila vida y sus propias obras más que cualquier otra palabra, se han encargado de situarlos en la dimensión del ca más divertida que la de Juan Formell? ¿Alguien ha arte y la cultura que se han ganado a golpe de talento y dudado alguna vez de su capacidad de hondo cronista trabajo. De aquel Movimiento, aunque desaparecido en popular, de su compromiso para con su pueblo y su cultu1986, sí ha quedado la huella de sus empeños, y en espe- ra? ¿Es aburrida la música de una agrupación como la Camerata Romeu? ¿No es un ejemplo de buen arte, de cial, la herencia enorme de los muchos que desde entonces empuñaron también la guitarra para defender la canción profundo compromiso? Y me remito a casi antípodas en lo que a géneros musicales se refiere, pero la lista pudietrovadoresca, en Cuba y en otros países. Sin embargo, 35, 40 años después el mundo ha cam- ra ser extensa en muchas manifestaciones, incluso no biado mucho. Aunque por desfortuna siempre hubo mala solo musicales. Con los trovadores, abundan las pruebas de ello. música, aunque siempre hubo quienes trataron de vender Cuarenta años después, quizá, y subrayo la inexactibaratijas sonoras como oro creativo, quizá en estos motud abarcadora del quizá, no hubo otro momento en la mentos, como nunca antes, hay colosales mercados de la intrascendencia y la bobería que pretenden instaurar la desaparición de todo lo que huela a cultura resistente, autóctona, profunda. O peor, aplastar las conciencias, la necesaria pluralidad interactiva de lo genuino y lo diverso de cada pueblo y de cada pensamiento, bajo la machacona y repetitiva ilusión de vidas soñadas, mujeres sensuales y fáciles, autos lujosos y en especial endiosando el bárbaro poder del dinero. Esa falsa necesidad de consumir sueños caros, esa tentadora diversión para desconectar cerebros y metas, es la que se nos pretende brindar como opción. Y por desgracia, como ratones embobados por flautas que no pretender curar la peste, sino instaurarla, incluso en nuestros medios creativos y de difusión, hay no pocos reproductores y defensores de esas peligrosas tonterías. «La lucidez tiene enemigos», decía hace poco en una entrevista al periódico Juventud Rebelde, el mismo trovador de aquel primer concierto. Y estos enemigos, continúa diciendo Silvio, «suelen atriIlusrac ión: Ed buirle exceso de responsabilidad al el compromiso social en las artes. Aluden demasiada conciencia y con ella tristeza. Para mí, estos son argumentos absurdos porque todos vamos a tener suficiente ausencia de pensamientos cuando no estemos. ¿Para qué anticiparnos a la nada? ¿Qué prisa podemos tener en no reflexionar?». historia cubana donde existieran a la vez tantos trovadores y trovadoras en activo, ejerciendo profesionalmente sus creaciones. De las generaciones fundacionales y de los muchos que siguieron después esos caminos, es extensa la lista de nombres, no pocos con títulos universitarios en diferentes especialidades y con conocimientos académicos de música. Y es igualmente extensa la lista de canciones, no pocas de altísima factura. A pesar de esto, puede que este no sea el mejor momento para la canción trovadoresca. No tanto en su producción, hay canciones y muy buenas; o en sus cultivadores, hay trovadores y muy buenos, sino en el conocimiento y por ende en la capacidad de seguimiento y consumo, que tiene el público, en especial el más joven, acerca de esta vertiente y de sus creadores. Pudieran citarse, y cada una requiere de análisis más profundos, algunas de las causas de este complejo fenómeno. La escasa o a veces nula difusión de las obras de muchos cultivadores de plurales generaciones con que cuenta esta vertiente, agravada por el hecho de privilegiar la difusión de obras supuestamente más fáciles de asimilar por el público, acto que crea a su vez un callejón sin salida: como no se conoce, no se difunde; como no se difunde, no se conoce. La producción y venta de discos en una moneda que no permite un amplio acceso a estas obras e incluso la producción de ciertos discos fantasma, como parte de planes que exigen nuestras instituciones de cultura y que luego de algún desafortunado y mustio lanzamiento no se ven nunca más en las tiendas o en los medios. Por otro lado, también de parte de los creadores y de sus públicos se requieren respuestas. En un profundo artículo publicado también en Juventud Rebelde, el periodista Pedro de la Hoz resume grosso modo algunos de los peligros que enfrenta la canción trovera. Entre ellas, la absorción del trovador y de su producción por el mismo mercado que dicta esas pautas de lo intrascendente, para volverlo virus atenuado, inofensivo. También, el encasillamiento del trovador como compartimiento estanco, como dogma, en nombre de ciertas purezas folclóricas o de los requerimientos del comercio. Y por último, la posible banalización de la propia práctica trovera y de sus contenidos. Como bien dice el periodista, «esto tiene que ver con la percepción que trovadores y trovadictos tenemos de nosotros mismos, de nuestra capacidad para escapar de estereotipos que van desde el atrincheramiento en posiciones dogmáticas hasta el conformismo ante realidades sonoras y textuales de nuestra época». Que seamos rebelde minoría nostálgica, salsa en nuestra propia salsa, cautivos de públicos ínfimos y controlados y no fruto repartido a manos llenas, no amplia alquimia renovadora y nutricia entre la tradición y la innovación, es el interés de esos mercados, resume el crítico. Esa filosa necesidad de la canción que cita De la Hoz, hoy más que necesaria, imprescindible, diría yo, es la que nos toca ahora impulsar, fecundar de nuevo, seguir alimentando y creciendo como criatura viva que es. Alguna vez, Teresita Fernández ha dicho que su sempiterno Vinagrito, ese gato de acorde y cascabel que varias generaciones de cubanos han hecho suyo, lleva décadas comiéndose a Mickey Mouse. Esa misma Teresita y esos nosotros de hace 40 años y de ahora, siguen estando más que vivos, plenos en sus obras, vigentes en arte y canción. Casi cuatro décadas de buenos ejemplos desde la Nueva Trova y ya más de 100 años de una tradición cada vez más renovada y seguida desde toda nuestra Trova Cubana, es un legado demasiado sólido como dejarlo escapar entre ilusorias promesas de lujo y de neón mercantil sonoro. Los nosotros y las Teresitas de hoy, tienen su turno ahora para hacer que sea la guitarra trovadoresca y su poesía, de siempre y siempre nueva, «limpia, sin amarras, bien», como cantó Noel Nicola, la que acalle inmisericorde a lo banal, lo reductible a luces de artificio, lo pobre de espíritu. Bien amarrados a los mástiles de la cultura universal genuina, de nuestras mejores raíces aderezadas con la rica y siempre cambiante actualidad, a los pilares de la sensibilidad y la verdadera creación, es la única manera de seguir llevando mar adelante, y a salvo, esta expedición nuestra de lo humano por entre esos torpes cantos de falsas sirenas que pretenden devorarnos. El mismo día en que mataron a Umberto Anastasia en Nueva York, escapó un hipopótamo del Zoológico de La Habana. Puedo explicar esa conexión. Nadie más puede hacerlo, solo yo, y aquel sujeto que cuidaba de los leones. Se llamaba Juan Bulgado, pero prefería que le dijeran Johnny: Johnny Ángel o Johnny Lamb, todo dependía de su estado de ánimo. Además de darles de comer a las fieras, se encargaba del matadero, ese hediondo rincón donde sacrificaban a las bestias que servían de alimento a los carnívoros. Una larga cadena de sangre. El zoológico es eso. Y la vida, a menudo, también lo es. Juan Bulgado no ha muerto, está encerrado en un hogar de ancianos, ha olvidado que su nombre de batalla es Johnny, y las monjitas que lo cuidan lo llaman Frank, luego diré por qué. Cuando lo conocí, en octubre del 57, frisaba los 40 años. Me parece que llegó a cumplirlos, en medio del vendaval. Yo en cambio era muy joven, acababa de pasar por el amargo trago de mi fiesta de cumpleaños, la número 22, que se celebró de una manera muy parecida a las 21 anteriores: mamá en su nube, un poco mareada por causa del Marsala all’Uovo, el único licor que acostumbraba beber en ese entonces; papá abrazado a mi hermano mayor, ingeniero como él, ambos fumando sus torpedos H. Upmann; mi hermana, que había cumplido 17, incómoda en su vestido de encajitos. Éramos tres hermanos muy diferentes entre sí, con un padre bastante parecido a mi hermano mayor, y una madre que no se parecía a nadie: desgarbada, fumadora, tensa, con una voz que era como un cristal histérico, y el pelo totalmente blanco. Tan atrás como la puedo recordar, la recuerdo canosa, y probablemente tenía canas antes de traerme al mundo. Pudo haber sido una mujer interesante, pero sus amigas la consideraban latosa. Y los hijos de sus amigas, algunos de los cuales fueron mis compañeros de clase, se encargaron de transmitirme esa opinión. Anastasia murió acribillado en el Park Sheraton de Nueva York, en Séptima con 55, sobre un triste sillón de barbería, donde quedó con la cara aún embarrada de espuma, como un pastel a medio decorar. La noticia llegó por teletipo al periódico. No se suponía que me importara, porque mi trabajo, desde hacía año y medio y quién sabe por cuánto tiempo aún, era el de entrevistar artistas: cantantes, bailarinas, comediantes. Los comediantes, por lo general, son presumidos con muy mal carácter. No me gustaba lo que hacía, detestaba ese tipo de periodismo ligero, pero no había tenido alternativa cuando empecé a trabajar en el Diario de la Marina, recomendado por un amigo de mi padre. Todas las plazas que hubiera preferido estaban ya cubiertas, y solo necesitaban algún estúpido que se sintiera feliz de averiguar qué nuevos planes calentaba la cabecita hueca de Gilda Magdalena, la más rubia de nuestras vedettes; o de qué harén se había escapado Kirna Moor, bailarina turca que arrasaba en las noches del Sans Souci; o de qué orquesta se hacía acompañar Renato Carosone, payaso italiano que cantaba la absurda canción que no paraban de poner por radio: «Marcelino pan y vino». Arranqué del teletipo el cable que contaba la muerte de Anastasia y corrí donde el jefe de Redacción, un animal con voz de capataz que se llamaba Juan Diego. —¿Vio esta noticia? —le extendí el papel—. Apuesto a que caerán varias cabezas. Aquí mismo, en La Habana, yo creo que... Juan Diego se llevó el dedo índice a los labios para que me callara, tomó el cable de mis manos y leyó dos o tres líneas antes de tirarlo sobre su escritorio. —¿Y a quién le importa? —silabeó con desdén—. ¿A quién le va ni le viene que hayan matado a ese gordo? Hizo una pausa, garrapateó una nota sobre otro cable y cayó en la cuenta de que me había quedado allí, clavado en el suelo, aferrado a la última esperanza de cubrir algo más sustancioso. —¿No tienes nada que hacer? —preguntó sin levantar la vista, condescendiente como si le hablara a un niño. —Sí —respondí—. Puedo escribir un artículo sobre la muerte de Anastasia. Puedo ir al Hotel Nacional o a la Placita de los Judíos. —Vete al zoológico —alzó la voz y también la cabeza: vi su cara porcina, llena de lunares—. Se escapó un hipopótamo y lo mataron ayer tarde. No te preocupes por Tirso, Mayra Montero yo le diré que te mandé a cubrirlo. Averigua lo que puedas. Tirso era mi jefe y controlaba las páginas de Espectáculos. Flaco, indeciso, con unos dedos largos y resecos que parecían fideítos caducados. Su pasatiempo favorito era coleccionar las fotos de las jovencitas, cantantes o actrices de 16 ó 17 años, que salían de la nada y a la nada tantas veces tenían que volver. Una de ellas lo atraía más que ninguna, se llamaba Charito, y cuando el fotógrafo del periódico la retrataba, tenía que hacer un juego de copias adicionales para el Flaco T., que era como le decían a mi jefe. Luego yo lo veía meter las fotos en un cartapacio, y se me figuraba que al llegar a su casa, en la tranquilidad de la noche, las extendía sobre la cama y las miraba fijo, soltero al fin se desvestía mirándolas. A mí también me gustaban las actrices, pero las mayores. Esas mujeres de 30 ó 35 que solían tratarme con mucho sosiego, conversaban sin ponerse necias, y alguna que otra vez me permitían acompañarlas a la cama. Varias me lo permitieron. Era lo único realmente conmovedor de aquel trabajo de infelices. Salí del periódico y me dirigí al zoológico. En aquel tiempo, yo manejaba un Plymouth del 49 que había sido de mi padre, y que más tarde heredó mi hermano, hasta que mi hermano comenzó a ganar dinero y fue capaz de comprarse lo que él denominaba «un trueno para dos», que no era otra cosa que un Thunderbird del 57. Me detuve a pocos metros de la entrada. No había vuelto al zoológico en muchos años, casi diez habían pasado desde la última vez que mi madre nos había llevado a mi hermana y a mí. Mi hermana en aquel tiempo era una niña alegre y emprendedora, en la que ya iban asomando las formas, los gestos, las aficiones de un varón. Contrario a ella, nunca me gustaron los animales ni siquiera los perros. Me irritaba el hedor del zoológico, y no le veía la gracia a las jirafas ni a los elefantes ni mucho menos a los flamencos. Ignoro por qué razón tenían allí tantos flamencos. No importaba cuán colorido o simpático fuese un animal, carecía y aún carezco de esa sensibilidad para encariñarme con ninguno. Volver al zoológico, en aquellas circunstancias, me parecía en cierto modo vergonzoso: debía buscar el lugar donde había caído el hipopótamo, entrevistar al director, al cuidador del animal, quizá a unos pocos niños. Los lectores, en su mayoría, son tan perversos como para interesarse por las opiniones de los chiquitos. A eso se limitaba, por el momento, mi flamante carrera: escribir sobre un animal medio podrido y olvidarme de que Umberto Anastasia, el Gran Ejecutor de Murder, Inc., había caído en Nueva York, casi seguro que por meter las narices en los negocios de La Habana. Una historia soberbia que le tocaría escribir a otro. O a nadie. Los dueños de los periódicos evitaban abordar esos temas. Un barrendero que encontré justo a la entrada del zoológico me condujo hasta la oficina del director. A medida que avanzaba por el parque, me venían a la mente ciertas imágenes de mi niñez: senderos encharcados, algodones de azúcar, un mono malherido que agonizaba dentro de una jaula, todo ello matizado por los ridículos reproches de mamá, que intentaba inútilmente corregir los gestos de mi hermana. Como no lo lograba, culpaba entonces a mi padre. «Voy a tener una hija marimacha —se quejaba en mi presencia, quizá en presencia de mi hermano, jamás delante de la niña—, y a ti, Samuel, parece que te dé lo mismo». Mi padre no le respondía, actuaba como si no la oyera, íntimamente era consciente de que su hija Lucy no tenía remedio. Era su tercer hijo varón empaquetado en un robusto cuerpo de mujer. Una desgracia como cualquier otra. El director del zoológico no parecía director de ningún zoológico, al menos no me lo hubiera imaginado así: pulcro y distante, un hombrecito retraído, de cara fofa, con una medio mueca de asco, enseguida me di cuenta de que estaba asqueado, pero no se me ocurría de qué. Cuando entré en su oficina tenía el sombrero en las manos, me figuré que estaba a punto de ponérselo para salir. Hablamos poco, me dio unos cuantos datos sobre el hipopótamo: dijo que era un macho recién salido de la adolescencia, que había nacido en el Zoológico de Nueva York y llevaba unos cinco años en Cuba, bastante inquieto, eso sí; de acuerdo con el cuidador, había sido siempre un animal nervioso. Si deseaba tomarle una fotografía, con mucho gusto un empleado me acompañaría hasta el lugar donde había caído y en el que continuaba tendido, en espera de que lo examinara el veterinario forense. Por lo demás, era pronto para determinar si había escapado porque alguien propició la huida, o si el propio animal había embestido y derribado las cercas, tan propensos como eran a deambular de noche. Mientras me hablaba, supongo que adivinó el hastío que me producía estar allí y cambió de tono, me miró de arriba abajo y preguntó, con un poco de sorna, si por fin deseaba retratar al animal, o si bastaba con lo que me había dicho. Respondí que no bastaba, que quería entrevistar al cuidador y tomar unas fotografías. —Buscaré a alguien que lo acompañe —dijo. Se asomó a la puerta y le pegó un grito a un tal Matías. Respondió un anciano barbudo, desdentado, cuya pestilencia se encajó en mi nariz como un anzuelo. Sin presentarnos, le ordenó que me llevara, primero, al estanque que había ocupado el hipopótamo, y luego a la linde del bosque que rodeaba el zoológico, donde había un área acordonada alrededor del animal. El viejo me miró con curiosidad, yo llevaba una libretica en la mano y una cámara colgada al hombro. —Venga por aquí —me dijo, y lo seguí en silencio, jurándome que acabaría lo antes posible. Cuando llegamos al estanque, vi que otra bestia chapoteaba en el agua. —Es la hembra —anunció el viejo—, se ha quedado viudita. Repitió «viudita», quizá esperando que le riera la gracia, y le dirigí una mirada de sumo desprecio. Tomé un par de fotos y le hice seña de que continuáramos. Me quedaba lo peor: enfrentarme a esa mole que imaginé descolorida, supurante, desfigurada por la hinchazón. Al llegar comprobé que el espectáculo superaba por mucho cualquier horror que me hubiera cruzado por la mente: al hipopótamo se le salían las tripas, que con el resplandor del sol, desde el lugar donde me hallaba, parecían de un metálico intenso, entre el verde y el violeta claro. Un puñado de auras tiñosas lo sobrevolaba en círculos, formando eso que llaman una corona negra. —Ahí tiene al paseante —me advirtió el viejo mostrándome lo obvio, porque era imposible no ver al hipopótamo tendido de costado, rodeado de hombres con overoles grises que supuse eran empleados del zoológico, y que curioseaban en silencio. Uno de ellos era una especie de guardia que impedía que nadie se acercara demasiado—. A este me le abres paso —vibró la voz del viejo con una autoridad desdentada, su registro recordaba el de una trompetica china—. Viene del Diario de la Marina. Todos se volvieron para mirarme. Tengo la impresión de que esperaban ver a un sabueso de carácter, un hombrón con las mangas enrolladas y el sombrero echado para atrás. En su lugar se encontraron a un rubio esmirriado, con el bozo de monaguillo y los zapatos de dos tonos que parecían heredados de su padre. Y así mismo era: yo los había heredado de papá. —Primero tomaré unas fotos —propuse—. Pónganse de lado, como si acabaran de encontrar al hipopótamo. Es un recurso que no falla: a este tipo de gente le encanta salir en los periódicos. Mientras enfocaba al animal, y a la turba de fronterizos que sonreía a la cámara, me puse a pensar qué pregunta original podía yo hacerle a nadie sobre la estampida y posterior deceso de la bestia; qué ángulo distinto se podría destapar, o en qué detalle valdría la pena hurgar. Aun cuando me amargaba tener que escribir aquella nota, tampoco era cosa de tirarla por la borda. Nunca se sabía de dónde podría surgir el golpe de suerte que me allanara el camino para salir de Espectáculos hacia otra zona más suculenta del periódico: las noticias de los juzgados, por ejemplo, o las crónicas del aeropuerto. Empecé por el cuidador del animal: negro retinto y taciturno, de unos 50 años, con aires de estibador y un diente de oro que le vi cuando mordió el tabaco. Tenía además un quiste enorme en mitad de la frente, como una pelota de ping-pong que se le hubiera incrustado allí. Poca cosa podía contarme, tan solo que al llegar al zoológico, en la madrugada, unos soldados ya andaban rastreando al animal y a él le prohibieron acercarse. Lamentaba no haber llegado antes, pues la bestia conocía su voz, y más que su voz, el aullido que le daba siempre para avisarle que le traía comida. A continuación emitió el aullido para que yo lo oyera, y me llamó la atención que a nadie le hiciera gracia esa ridiculez, ninguno allí se echó a reír. Me di cuenta de que la fauna que trabajaba cuidando de los animales era más fauna que los propios bichos. Le pedí al negro que se acercara al hipopótamo para tomarle una fotografía, y me complació sin chistar. Es más, se arrodilló junto al animal y apoyó su mano sobre el lomo reseco. Era todo cuanto necesitaba. Sabía que una imagen así valía más que cualquier párrafo que pudiera escribir sobre la situación del negro, súbitamente huérfano; el infeliz proyectaba orfandad. Tomé otras fotos en las que aquel tipo abría la boca y apretaba los ojos, en un gesto parecido al llanto, pero que no era tal. Mucho más tarde comprendí que los cuidadores del zoológico jamás lloran por animal alguno. No deben ni pueden hacerlo. Cuando empezaba a guardar la cámara, una Kodak Retina nuevecita, regalo de cumpleaños de mi hermano, noté que uno de los hombres del grupo se me acercaba. Era un tipo aindiado, de ojos nerviosos, femeninos casi, con una gorra de presidiario que no pegaba para nada con el uniforme. Pensé que me quería preguntar algo sobre la cámara y me apresuré a meterla en el estuche, no me interesaba entablar conversación con nadie, y menos con un cuidador de monos o algo así. Levanté brevemente la vista y vi que el hombre sonreía, tenía los labios oscuros y los dientes amarillos. Señaló con la cabeza hacia el rendido cuerpo del hipopótamo. —Eso es un mensaje para Anastasia. Me tomó unos segundos comprender aquella simple frase. Comprenderla bajo el sol, en la frontera entre el zoológico y el bosque, frente al inmenso vientre abierto del animal, del que empezaban a desprenderse velocísimas burbujas. De pronto reaccioné y quité la vista de la cámara para mirar a los ojos de aquel hombre. ¿Quién podía haber sabido, de entre toda esa gente que me veía por primera vez, que apenas un par de horas atrás yo había intentado escribir una historia sobre Umberto Anastasia, acribillado en el sillón de la barbería del Park Sheraton en Nueva York? —Anastasia está muerto —repuse. El otro quedó un poco desconcertado y miró al suelo. —Qué desperdicio —susurró—. No recibió el mensaje. Me eché a reír, tratando de ganar unos minutos. Acusé un nerviosismo de principiante, miré el reloj, volví a mirar al hombre, que a su vez observaba la llegada del veterinario forense, un calvo impasible que se abría paso con gran pompa, acompañado de tres o cuatro ayudantes, seguidos de un carretón tirado por una mula, cargado de cajas y poleas. —¿Hablamos del mismo Anastasia? Se encogió de hombros y tuve un presentimiento. Busqué el paquete de cigarrillos, creyendo que lo traía en el bolsillo del saco. No había nada allí, ni tampoco encontré una idea que me permitiera retomar el hilo de la conversación. Permanecimos callados dos o tres minutos, mientras mirábamos ambos al veterinario forense, que daba vueltas alrededor del hipopótamo. —Un Anastasia murió hoy en Nueva York —dije por fin—. Lo acribillaron. —Ese es el hombre —precisó él sin pestañear y sin dejar de mirar al frente—. Por eso mataron al hipopótamo. Traté de actuar con naturalidad, como un cirujano lleno de frialdad, de sudor frío también. Uno de los ayudantes del forense pidió que nos retiráramos para poder empezar con la necropsia. Del carretón habían bajado las poleas y un letrero que clavaron en el suelo y que decía «Silencio». —¿Por qué no hablamos de eso en otra parte? — propuse, pero enseguida me arrepentí porque lo vi sonreír. Tuve el temor, tal vez absurdo, de que me confesara que todo era una broma. —Usted dirá —me respondió. —¿Qué le parece mañana? Demoró en contestar y pensé que lo meditaba, pero no era así, tan solo se estaba divirtiendo con las piruetas del forense, que se había subido a una escalera de mano y hacía equilibrios para mirar dentro del vientre abierto del animal. —Tendrá que ser por la noche —murmuró—, a eso de las ocho. Yo vivo en Neptuno, pero me gusta ir al Sloppy Joes. El Sloppy era un bar de americanos, me extrañó que un tipo como él frecuentara un lugar como ese. No obstante, hurgué en mi bolsillo y saqué dos pesos. —Tenga... Tómese algo mientras me espera. ¿Cuál es su nombre? —Johnny —repuso, sin interesarse por saber el mío. De todas formas le dije que me llamaba Joaquín, tampoco añadí mi apellido. Di media vuelta para salir del zoológico. El viejo apestoso, que me había guiado hasta el hipopótamo, corrió hacia mí. —¿No va a sacar más fotos? Hice un gesto con el brazo que quería decir que no, o que tal vez, pero que no se me acercara. Y logré mi propósito, porque se mantuvo a distancia, algo desconcertado, sintiéndose probablemente sucio, humillado por mi actitud. En aquel tiempo, los viejos por lo general me repugnaban, no lo podía evitar. Me desagradaban la piel cuarteada, excesivamente seca, y la caspa que genera esa piel. Si además el viejo andaba en harapos y olía a mierda, como era el caso de aquel hombre, mi repulsión era infinita. Arranqué el Plymouth, que era verde y se llamaba Surprise, conduje lentamente por el caminito bordeado de palmas y concluí que la verdadera sorpresa era esa: había llegado al zoológico totalmente hastiado, y ahora salía con ilusión, sin prisa, incluso con bastante apetito. Fui derecho al Boris, un restaurante judío de la calle Compostela. En el pasado, me había topado allí con ciertos personajes, supuse que aquel día muchos de ellos tenían motivos para celebrar, y que quizá lo hicieran con un almuerzo en aquel lugar discreto. Boris, el dueño polaco del lugar, reservaba siempre una mesa para Meyer Lansky, apareciera o no apareciera el cliente. En esa mesa, como en todas, había botellas de vino descorchadas y vueltas a cerrar con un tapón cubierto por una corona de plata. En las coronas ponía una inscripción en hebreo, pero yo no sabía su significado; me propuse averiguarlo aquella misma tarde. Detuve el Plymouth en el callejón de Porvenir, junto a una vidriera donde compré cigarros, nunca había pasado tanto tiempo sin fumarme uno, así que lo prendí con ansias y lo terminé antes de llegar al restaurante. En la puerta del Boris prendí el segundo. Tenía los ojos nublados por el humo cuando la empujé. Nota: Capítulo primero de la novela Son de almendra, de la autora Mayra Montero, de reciente publicación por la Editorial Letras Cubanas. Ilusración: Edel Diseño: Katia Hernández