Los Dientes De Los Angeles

y que es la muerte
View more...
   EMBED

Share

Preview only show first 6 pages with water mark for full document please download

Transcript

Los dientes de los ángeles Jonathan Carroll Traducción de Ornar El-Kashef Título original: From the Teeth of Angels Primera edición © Jonathan Carroll, 1994 Diseño de colección: Alonso Esteban y Dinamic Duo Derechos exclusivos de la edición en español: © 2007, La Factoría de Ideas. C/Pico Mulhacén, 24. Pol. Industrial «El Alquitón». 28500 Arganda del Rey. Madrid. Teléfono: 91 870 45 85 [email protected] www.lafactoriadeideas.es ISBN: 978-84-9800-308-6 Depósito Legal: B-12092-2007 Impreso por Litografía Rosés S.A. Energía, 11-27 08850 Gavà (Barcelona) Con mucho gusto te remitiremos información periódica y detallada sobre nuestras publicaciones, planes editoriales, etc. Por favor, envía una carta a «La Factoría de Ideas» C/ Pico Mulhacén, 24. Polígono Industrial El Alquitón 28500, Arganda del Rey. Madrid; o un correo electrónico a: [email protected], que indique claramente: INFORMACIÓN DE LA FACTORÍA DE IDEAS ADVERTENCIA Este archivo es una copia de seguridad, para compartirlo con un grupo reducido de amigos, por medios privados. Si llega a tus manos debes saber que no deberás colgarlo en webs o redes públicas, ni hacer uso comercial del mismo. Que una vez leído se considera caducado el préstamo y deberá ser destruido. En caso de incumplimiento de dicha advertencia, derivamos cualquier responsabilidad o acción legal a quienes la incumplieran. Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas, de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas públicas. Pagamos religiosamente todos los cánones impuestos por derechos de autor de diferentes soportes. Por ello, no consideramos que nuestro acto sea de piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la siguiente… RECOMENDACIÓN Si te ha gustado esta lectura, recuerda que un libro es siempre el mejor de los regalos. Recomiéndalo para su compra y recuérdalo cuando tengas que adquirir un obsequio. y la siguiente… PETICIÓN Libros digitales a precios razonables. Para Bunny y Charlie, sus manos sobre nuestros rostros para siempre, y para Richard y Judy Carroll, Rita Wainer y Herb Kornfeld. Apresúrate, amiga Muerte, señora Tiranía, cada mensaje que lanzas es un baile, la contracción de un pez, una pequeña danza de la entrepierna. —Godfather Death, de Anne Sexton Los dioses solo saben competir y atronar. —Gilgamesh Primera parte Wyatt Sophie, Acabamos de regresar de Cerdeña, donde teníamos planeado pasar dos semanas, pero de donde finalmente nos hemos marchado al cabo de cinco días porque es una isla horrible, querida. Te explico. Siempre me han gustado libros como El mar y Cerdeña o El coloso de Maroussi, donde escritores famosos describen lo maravilloso que era estar en islas toscas y salvajes hace cuarenta años mientras las nativas lucían sus dorados topless y los almuerzos costaban menos que un paquete de cigarrillos. Así que, tonto de mí, leí esos libros, hice el equipaje y huí (tal cual) al sur. Solo vi mujeres, sí, mujeres tanque alemanas de doscientos kilos de Bielefeld, con unos pechos tan enormes que podrían hacer surf con ellos si tan solo se pudieran poner a flote, almuerzos más caros que mi coche nuevo y hospedajes a los que querrías enviar al peor de tus enemigos. Y entonces, como tengo la memoria floja, siempre me olvido de que el sol de estos climas sureños es tan engañosamente cálido que te fríe inexorablemente en unas pocas horas. Por favor, contempla mi cara rojo volcán. Gracias. No, he pasado los cuarenta y tengo todo el derecho a «decir sencillamente no» en lo sucesivo a cosas como este tipo de viajes. Cuando conducíamos de regreso le dije a Caitlin: «En las próximas vacaciones nos vamos a la montaña». Luego, fíjate qué cosas, llegamos a una posada al pie de las montañas, cerca de Graz, al borde de un sinuoso arroyo que olía a humo de madera con un toque de estiércol. Había manteles a cuadros rojos y blancos, un dormitorio en el piso de arriba desde donde Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles se podía contemplar el arroyo a través de un bosquecillo de castaños mecido por el viento, y bombones de chocolate en envoltorio plateado sobre las almohadas. No hay nada como el hogar, Totó. Durante nuestra estancia en Cerdeña pasamos mucho tiempo en un café bar que resultó ser lo único agradable del lugar. Se llamaba Spin Out Bar, y cuando los dueños descubrieron que éramos estadounidenses nos trataron como a auténticos héroes. Uno de ellos había estado en Nueva York años atrás y había pegado a la pared un mapa de Manhattan lleno de señales rojas para demostrar a todo el mundo que había estado allí. De noche nos liábamos unos canutos y hacíamos un poco el gamberro, pero aparte de los surfistas nórdicos y un exceso de gente gorda con pantalones llenos de motivos florales, conocimos a gente interesante. Nuestros favoritos eran una mujer holandesa llamada Miep, que trabajaba en una fábrica de gafas de sol en Maastricht, y su compañero, un inglés llamado McGann, y ahí, amiga mía, es donde empieza la historia. Para empezar, no éramos capaces de imaginarnos qué demonios hacía Miep en Cerdeña, puesto que siempre decía que el sol no le hacía demasiada gracia y nunca se metía en el agua. Ella nunca decía nada más, pero McGann creía pertinente añadir: «Lee mucho, ¿sabéis?» ¿Qué leía? «Abejas. Le encanta estudiar las abejas. Cree que todo el mundo debería fijarse en ellas, porque saben cómo hacer que la sociedad funcione como es debido.» Por desgracia, ni los conocimientos de Caitlin sobre abejas ni los míos pasaban de aguijones y tipos de miel, pero Miep casi nunca decía nada acerca de sus libros o sus abejas. Al principio, apenas decía nada de nada y dejaba que su amigo llevara el peso de la conversación, cosa que el otro hacía con alarmante gusto. Sabe Dios que los ingleses son buenos conversadores, y cuando están graciosos te pueden matar de risa cada cinco minutos, pero McGann hablaba demasiado. Nunca se callaba. Llegaba un momento en el que lo dejabas seguir mientras mirabas a su amiga, que, más que amiga, parecía un adorno. Lo triste es que entre toda esa palabrería había un tipo interesante. Trabajaba en Londres como agente de viajes y había estado en lugares fascinantes (Bután, Patagonia, el norte de Yemen). También contaba historias que no estaban del todo mal, pero cuando hablaba de la ruta de la seda o de la vez que se quedó atrapado en un monasterio budista por culpa de una tormenta de nieve, inevitablemente te dabas cuenta de que ya había arrojado tantos y tan aburridos detalles, 9 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles que habías dejado de prestar atención seis frases atrás y te habías sumergido en tu propia imagen mental de un monasterio enterrado en la nieve. Un día, fuimos a la playa y nos quedamos demasiado tiempo (ambos regresamos a casa rojos como cangrejos y de muy mal humor). Estuvimos arrojándonos quejas y reproches hasta que Caitlin tuvo la feliz idea de ir a cenar al bar, porque se estaba celebrando una fiesta con parrillada de la que no había dejado de hablar desde que llegamos. Las fiestas con parrillada no son precisamente la idea que tengo yo sobre el nirvana, especialmente entre extranjeros, pero estaba seguro de que si nos quedábamos en nuestro estéril bungalow una hora más, acabaríamos peleándonos. Así que accedí. «¡Hola! Ahí estáis. Miep supuso que vendríais, así que os hemos reservado unos sitios. La comida está muy buena. Probad el pollo. Dios, ¡menudas quemaduras! ¿Habéis estado fuera todo el día? Recuerdo que la peor quemadura de sol que tuve...» solo es parte del saludo que nos ofreció McGann desde el otro extremo de la sala cuando entramos. Nos llenamos los platos y fuimos a sentarnos con ellos. A medida que progresaban McGann y la noche, mi buen humor fue desmoronándose. No me apetecía escucharlo, no quería estar en aquella isla infernal, ni me agradaban precisamente las veinte horas de vuelo que me separaban de casa. ¿He dicho ya que cuando regresamos al continente en el ferry nocturno ya no quedaban camarotes, por lo que tuvimos que dormir en bancos? Pues así fue. En fin, podía sentir que me estaba quedando sin resuello y estaba ansioso por desahogarme con una rabieta. Cuando estaba a tres segundos de hacerlo con McGann y decirle que era el tipo más aburrido que había conocido en mi vida y que si se podía callar, Miep se volvió hacia mí y me preguntó: «¿Cuál ha sido el sueño más extraño que has tenido?». Retenido tanto por la pregunta, que estaba totalmente fuera de lugar, como por el hecho de que su compañero se había puesto a hablar sobre no sé qué de cremas solares, pensé en ello. Casi nunca me acuerdo de mis sueños. Cuando lo hago, son aburridos o inimaginablemente sexuales. El único raro que me vino a la mente fue aquel en el que estaba desnudo, tocando la guitarra en la parte de atrás de un Dodge con Jimi Hendrix. Jimi también estaba desnudo, y debimos de tocar Hey Joe diez veces antes de que me despertara con una sonrisa en la cara y apenado porque Jimi estaba muerto y nunca llegaría a conocerlo. Se lo dije a Miep, quien me 10 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles escuchó con suma atención. Entonces le hizo la misma pregunta a Caitlin. Ella le contó ese sueño en el que tenía que hacer una tortilla gigante para Dios e iba por todo el mundo en busca de los huevos suficientes. ¿Recuerdas cómo nos reíamos con eso? Cuando le contamos nuestros sueños, ella respondió con un profundo silencio. Incluso McGann dejó de hablar. Me di cuenta de que miraba a su compañera con una expresión ansiosa e infantil. Era como si estuviese esperando que empezara el juego que tocaba a continuación, fuera el que fuese. «Sueños. Así es como Ian y yo nos conocimos. Yo estaba en Heathrow, esperando para tomar el vuelo de regreso a Holanda. Él estaba a mi lado y vio que leía un artículo sobre los "sueños lúcidos". ¿Sabes qué es? Te enseña a mantener la consciencia durante tus sueños para que puedas manipularlos y utilizarlos. Empezamos a hablar de la idea y me aburrió mucho. Ian puede ser muy aburrido. Es algo a lo que hay que acostumbrarse si se quiere estar con él. Aún me cuesta, pero ya hace una semana y estoy mejor.» ¿Una semana? ¿Qué querían decir con eso? Les pregunté si solo llevaban ese tiempo juntos. McGann comentó que Miep regresaba de una convención de apicultores en Devon. Tras su conversación se ofreció a acompañarlo. «¿Así de fácil?», pregunté. «¿Te vienes aquí con él en lugar de volver a casa?» Caitlin no solo se lo creía, sino que estaba encantada. Cree a pies juntillas en los encuentros casuales, en accidentes maravillosos y en la posibilidad de llegar a amar tanto a una persona que puedes aprender a vivir con sus defectos, por grandes que sean. Lo que más me sorprendió es que, después de irse con él hasta allí, admitiera lo aburrido que es. ¿Es así como se sella el vínculo del amor a primera vista? «Sí, volemos juntos, cielo, te quiero con locura y trataré de acostumbrarme a lo aburrido que eres.» «Sí, después de que Ian me hablara de sus sueños, le pedí permiso para acompañarlo. Lo necesitaba.» Y yo le dije a McGann: «Debiste de tener un sueño muy fuerte». Me miró con llaneza, cordialidad y seguridad, aunque todo ello muy mitigado, como un cartero cuando te entrega el correo a primera hora o un vendedor de licores capaz de recitar de carrerilla treinta marcas diferentes de cerveza. Asumí que era un buen agente de viajes, a la altura de sus precios y de lo que alardean los panfletos, un hombre capaz de escoger unas buenas vacaciones para alguien sin demasiado dinero. Pero no impresionaba en absoluto y no paraba de hablar. ¿Qué sueño habría tenido para convencer a 11 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles esa bella y misteriosa holandesa de que lo dejara todo y lo acompañara hasta Cerdeña? «Tampoco es para tanto», dijo él. «Soñé que estaba trabajando en un despacho, no en mi trabajo, sino en otro lugar, pero ninguno en especial. Entró un hombre que sabía que había muerto hacía mucho tiempo. En cuanto lo vi, supe que había regresado de entre los muertos para verme. Se llamaba Larry Birmingham. La verdad es que nunca me gustó. Era altivo y demasiado pagado de sí mismo. Pero ahí estaba, en mi sueño. Levanté la mirada del escritorio y le dije: "Larry, ¡eres tú! ¡Has resucitado!". Asintió con mucha calma. Había venido a verme. Le pregunté si podía preguntarle sobre eso. Sobre la muerte, quiero decir. Sonrió jocosamente, un poco de más, ahora que lo recuerdo, y volvió a asentir. Creo que en ese momento del sueño me di cuenta de que estaba soñando. ¿Sabes cómo es? El caso es que pensé: sigue, a ver qué puedes descubrir. Así que le hice varias preguntas: ¿cómo es la muerte? ¿Deberíamos tener miedo? ¿Es tal como esperamos que sea...? Ese tipo de cosas. Me las respondió, pero muchas de las respuestas eran vagas y confusas. Las formulé de otra manera y él me respondió de otra manera, que en un principio me pareció más clara pero que al final resultó no serlo. No era más que lo mismo dicho de otra manera. No resultó de gran ayuda, a decir verdad.» Le pregunté si había aprendido algo de ello. Él miró a Miep. A pesar de su taciturnidad y del inacabable parloteo de él, estaba claro que había un estrecho aprecio y una gran proximidad entre aquellas dos personas tan marcadamente distintas. Era una mirada de amor, pero también era mucho más. Estaba claro que ambos sabían cosas del otro que estaban ancladas en lo más hondo de su ser. Podían haberse conocido la semana anterior o llevar juntos veinte años, pero esa mirada contenía lo que todos buscamos en los demás. Ella asintió en señal de aprobación, pero, tras un instante, él dijo: «Me... me temo que no te lo puedo decir». «Oh, Ian», dijo ella mientras extendía la mano sobre la mesa para posarla sobre su mejilla. Imagínate un haz de luz que cruzara la mesa de un lado a otro, excluyéndolo todo salvo a ellos dos. Eso es lo que Caitlin y yo sentimos al verlos. Lo que más me sorprendió fue que era la primera vez que Miep expresaba un sentimiento real hacia su pareja. De repente hubo tanta intensidad emocional que resultó embarazoso. «Ian, tienes razón. Lo siento. Tienes toda la razón». 12 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles Volvió a recostarse en su silla y siguió mirándolo. Él se volvió hacia mí y dijo: «Lamento parecer grosero, pero comprenderás por qué no puedo decirte nada cuando termine. »Perdón, pero antes de seguir... Me cuesta hablar de esto, así que tendré que tomarme otra copa. ¿Alguien quiere algo?». Nadie quiso, así que se levantó y se dirigió a la barra. La mesa permaneció en silencio durante su ausencia. Miep no apartó la mirada de él. Caitlin y yo no sabíamos dónde mirar hasta que regresó. «Bueno... He llenado el depósito y estoy listo para seguir. ¿Sabéis lo que se me ha pasado por la cabeza mientras estaba en la barra? Una vez atravesé Austria en coche y me entró la risa tonta al leer una señal que indicaba el pueblo de Mooskirchen. Recuerdo que pensé que la traducción literal sería "Iglesia del Alce". Entonces me dije: ¿y por qué no? La gente adora todo tipo de cosas en este mundo. ¿Por qué no iba a poder existir una iglesia dedicada a los alces? O, mejor aún, toda una religión para ellos, ya sabéis. »Creo que me estoy enrollando, ¿no? Es que se trata de una historia terriblemente difícil de contar para mí. Lo gracioso es que, cuando acabe, pensaréis que estoy tan chalado como los adoradores de los alces, ¿eh, Miep? ¿No pensarán que estoy como una regadera?» «Si te entienden, sabrán que eres un héroe.» «Sí, bueno. No os toméis a Miep demasiado en serio, amigos. Es callada, pero a veces demasiado sensible para algunas cosas. Permitidme que siga y juzgad por vosotros mismos si soy un loco o, je je, un héroe. »A la mañana siguiente del primer sueño, entré en el cuarto de baño y empecé a quitarme el pijama para ducharme. Me quedé de una pieza al verlo...» «No se lo cuentes, Ian, ¡enséñaselo! ¡Enséñaselo para que lo vean por sí mismos!» Lenta y tímidamente, empezó a subirse la camiseta. Caitlin lo vio primero y se quedó boquiabierta. Supongo que yo también abrí la boca cuando me llegó el turno. Desde su hombro izquierdo hasta el pezón izquierdo había una cicatriz monstruosamente profunda. Se parecía mucho a la que le quedó a mi padre en medio del pecho después de pasar por una operación a corazón abierto. Era una cicatriz enorme y de un obsceno rosa brillante. Era la forma que su cuerpo tenía de decir que jamás lo perdonaría por haberle hecho tanto daño. «Oh, Ian, ¿qué te ha pasado?» La dulce Caitlin, el 13 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles corazón más bondadoso del mundo, extendió involuntariamente la mano para tocarlo, para reconfortarlo. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, retiró el brazo, pero la expresión de simpatía seguía enmarcando su cara. «No pasó nada, Caitlin. No me he hecho algo así en la vida. Nunca he estado en un hospital, ni me he operado. Le hice unas preguntas a la Muerte, y cuando desperté a la mañana siguiente, estaba ahí.» No nos dejó que examináramos la cicatriz con más detenimiento. Volvió a taparse rápidamente con la camiseta. «Te lo he dicho, Ian, puede que sea algún tipo de don.» «No es ningún don, Miep. ¡Me duele horrores y ya no puedo mover bien el brazo izquierdo! Lo mismo que me pasa con el pie y la mano.» ¿De qué estaban hablando? Ian cerró los ojos y trató de continuar, pero no pudo. Empezó a balancearse adelante y atrás, con los ojos cerrados. Miep tomó la palabra: «La noche antes de conocernos, Ian tuvo otro sueño y ocurrió lo mismo. El tal Larry volvió a aparecer e Ian le hizo unas cuantas preguntas sobre la muerte. Sin embargo, esta vez las respuestas resultaron más claras, aunque no todas. Dijo que al despertarse empezó a comprender cosas que antes no entendía. Cree que por eso la cicatriz de la palma de la mano es más pequeña; cuanto más comprende de un sueño, menores son los efectos secundarios. Hace unas cuantas noches, tuvo otro sueño, pero se despertó con un gran corte en la pierna. Era mucho más grande que el de la mano». Ian dijo algo con un hilo de voz. Su tono era más suave..., como desinflado. «Te dice todo lo que quieres saber, pero tienes que comprenderlo. Si no..., te hace esto hasta que aprendes a tener más cuidado con lo que preguntas. El problema es que, cuando empiezas, ya no puedes parar de preguntar. En la mitad de mi segundo sueño, le dije a Birmingham que quería parar; tenía miedo. Me dijo que no podía. »El juego definitivo de las veinte preguntas, ¿eh? Gracias a Dios que Miep está aquí. ¡Gracias a Dios que me creyó! Mirad, esto me debilita horrores. Puede que ésa sea la peor parte. Después de los sueños llegan las cicatrices, pero lo peor de todo es que cada vez estoy más débil y puedo hacer menos. Apenas puedo salir de la cama. Por lo general, mejoro a medida que avanza el día... Pero sé que va a peor. Y un día no... Sé que si Miep no estuviese aquí... Doy gracias a Dios por 14 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles haberte enviado, Miep.» Más tarde logré convencerlo de que nos enseñara la cicatriz de la mano, que en nada se parecía a la del pecho. Ésta era blanca y parecía tener varios años de antigüedad. Describía una diagonal sobre su palma, y recuerdo haber pensado en su momento, la primera vez que nos vimos, que la movía de una manera rara, lenta y torpe. Ahora sabía por qué. Es muy raro, hermana. ¿Qué se hace en una situación así? Cuando la mitad del cerebro cree que es una locura, pero la otra se estremece porque puede ser real. No nos pidieron nada, aunque dudo mucho que hubiera algo que pudiéramos hacer. Pero de aquella noche en adelante, cada vez que veía a McGann o pensaba en él, mejor me caía. Fuera el que fuese su problema, se trataba de algo terrible. Unos sueños dementes o la propia Muerte iban a por él, y estaba en las últimas. Pero, con todo, no dejaba de ser un aburrido. Un aburrido amable y con buenas intenciones que, a pesar de su agonía, permanecía fiel a sí mismo. Eso es coraje auténtico. Lo que quiero decir es que pocos se lanzarían a un edificio en llamas para salvar a otros... Al menos yo no lo haría. Dos días después, Caitlin y yo decidimos marcharnos. Ya habíamos tenido suficiente y el sitio había dejado de divertirnos. Hicimos las maletas y pagamos la factura en cuestión de hora y media. A ninguno de los dos nos gustan las despedidas y, como puedes imaginarte, la historia de McGann nos había espantado. No es que sea algo precisamente fácil de creer, pero si hubieras estado allí aquella noche y hubieses visto sus caras, oído sus voces y la convicción que transmitían, entenderías por qué nos sentíamos incómodos en su presencia. Entonces ocurrió que, mientras enfilábamos el coche, nos topamos con Miep, que venía a las oficinas a toda prisa. Estaba claro que algo iba mal. «Miep, ¿estás bien?» «¿Bien? Oh, bueno, no. Ian no... Ian no está bien.» Estaba muy preocupada y sus ojos miraban en todas direcciones, menos la nuestra. Un destello de recuerdo refulgió en ellos y la tranquilizó un poco. Supongo que recordó lo que su hombre nos había contado la noche anterior. «Ha tenido otro sueño, después de volver de la playa. Solo se echó unos minutos, pero cuando despertó...» En lugar de proseguir, dibujó una línea imaginaria en su bajo vientre. Sin perder un momento, Caitlin y yo le preguntamos qué podíamos hacer. Creo que hicimos ademán de dirigirnos a su bungalow, pero Miep lanzó un sonoro «¡no!» con todas sus fuerzas y no 15 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles pudimos hacer nada para convencerla de que nos dejara echarle una mano. Si es que esto era posible. Lo que más me impresionó fue su cara. Una vez que estuvo segura de que no intentaríamos interferir, volvió la mirada hacia su casa, donde estaba Ian, con una mezcla de miedo y esplendor. ¿Era verdad? ¿Volvía a estar allí, herido por la muerte una vez más, herido porque no había comprendido las respuestas a sus preguntas? Quién sabe. En el barco que nos llevaba de vuelta al continente, recordé lo que había dicho la noche anterior sobre la Iglesia del Alce y el derecho de la gente a adorar lo que le pareciera. Ésa, precisamente, era la mirada que se veía en los ojos de su novia; la mirada de alguien que ha presenciado tanto una verdad como la respuesta a las preguntas de la vida. O la muerte. Siempre tuyo, Jesse Bajé la carta, cerré los ojos y esperé a que dijera algo. —Bueno, ¿qué opinas, Wyatt? La miré, pero el sol de la mañana estaba justo sobre su cabeza, como una incandescente corona amarilla. Tuve que entornar los ojos para atisbar sus rasgos. —Creo que es intrigante. —¿Qué quieres decir con «intrigante»? ¿Es que no te lo crees? —Claro que sí. Ése ha sido mi problema durante años: la credulidad. A veces pienso que no es la leucemia lo que me está matando, sino la credulidad terminal. La esperanza terminal. —No tiene gracia, Wyatt. Ésa podría ser la solución, lo que podría salvarte. ¿Por qué no te muestras un poco más...? —¿Más qué? ¿Emocionado? Sophie, tengo cáncer. Me han asegurado que voy a morir, que no me queda mucho tiempo. Dios me está haciendo un gran favor al dejarme ver siquiera este día. ¿Tienes idea de cómo es vivir cada minuto con eso en la cabeza? »Al principio, cuando me enteré de que estaba enfermo, sentí un montón de cosas que sencillamente han desaparecido. Me despertaba cada mañana llorando. Pasé por una etapa en la que miraba el mundo con el doble de entusiasmo porque sabía que no volvería a verlo. Mi vida se convirtió en una película en tres dimensiones; hacía que todo sobresaliese e importase. Pero incluso eso se apaga al cabo del tiempo, por extraño que parezca. »He leído sobre una mujer en Nueva York a quien le habían robado el bolso. Qué mala suerte, ¿eh? Pero, ¿sabes qué más hizo el ladrón? Empezó a enviarle sus cosas de vuelta, una a una, en las ocasiones especiales de la vida de la mujer. En el bolso tenía un Filofax en el que había apuntado la fecha de su aniversario, los cumpleaños de sus hijos y cosas así. Así que, en su primer cumpleaños tras el robo del bolso, se encontró en el buzón su carné 16 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles de conducir junto con una tarjeta de felicitación del ladrón. Lo siguiente fue su certificado de nacimiento. Y así siguió. Una historia perversa, pero igualmente curiosa, ¿no? El hombre quería asustarla. Había dado con la mejor forma de atormentarla durante años. No quería robar el bolso, sino meterse en su vida como una garrapata. Sophie meneó la cabeza, pero también sonrió, como si supiera algo que yo no sabía. Seguía sonriendo cuando habló: —También es casi sexy si piensas en ello: tanta atención y tiempo invertidos... ¿Cuántos cacos se tomarían la molestia de robarte el bolso y luego mandarte una tarjeta de cumpleaños? Sabía que podía contar con que mi amiga me comprendiera. —Eso es exactamente lo que quiero decir. La muerte es como el ladrón y eso es lo más perverso, joder. Te quita cosas, pero luego te las va devolviendo una a una para que estés confundido y esperanzado a la vez. Si me va a robar el bolso, pues que se lo quede y salga de mi maldita vida. Que no me mande de vuelta las viejas tarjetas de crédito o el carné que ya he renovado. »Leí una carta como ésta, o quizá era un artículo en un periódico, sobre un médico en Osaka que dice haber descubierto una cura para el cáncer en un derivado de los pipos de las ciruelas... Ya no quiero tener más esperanza. No quiero creer que en alguna parte del mundo hay una cura, una respuesta o un gurú que podrá llevarse mis miedos. Ahora lo que querría es aprender a morir. Ella me miró disgustada. —«Tu tarea es descubrir lo que el mundo trata de ser.» ¿Qué ha pasado con eso, Wyatt? Fuiste tú el que me dio ese poema. ¿Acaso aprender a morir también implica aprender a dejar de vivir? —Quizá. —Entonces puede que estés lleno de mierda. No creo que ésta sea la forma en que Dios quiere que lo hagamos, y no me refiero a decir tranquilamente un «buenas noches». No estoy pasando por lo mismo que tú, lo admito, por lo que puede que no tenga ningún derecho a hablar sobre ello, pero pienso hacerlo de todas formas. La única manera de vencer al ladrón de bolsos es salir en su busca. Encontrarlo, enseñarle tu cara y decirle: «Te he encontrado y ya no me puedes asustar». Si la Muerte sigue torturándote, devolviéndote cosas que creías haber perdido, entonces sal a su encuentro y dile que pare. Creo que se aprende a morir... Oh, mierda. Había dejado de mirarla mientras me echaba aquella reprimenda, así que no me di cuenta de que estaba llorando hasta esa palabra. Su cara estaba empapada en lágrimas, pero sus ojos destilaban furia. —En cuanto terminé de leer la carta te llamé. Estaba muy emocionada. Si pudieras encontrar a ese Ian... ¡Puede que él tenga la respuesta! ¿Es que no te interesa lo más mínimo? —Claro que sí, pero puede que encontrar la respuesta no implique encontrar la cura a mi enfermedad. —Cogí el vaso de zumo de naranja y tomé un largo trago. Sophie siempre exprimía su propio zumo, y siempre estaba delicioso. Zumo de naranja fresca, ácido y lleno de pulpa fibrosa que estalla con su propio sabor cuando la masticas. 17 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles —¿Wyatt? —¿Mmm? —¿Cómo es? —Por el tono de su voz, estaba claro a qué se refería. Mientras daba vueltas al vaso entre las manos, dejé que mi mirada se perdiera en el remolino naranja. —Conocí a una mujer joven la última vez que recibí el tratamiento. No debía de tener más de veinticinco años. El cáncer de garganta se le había extendido al pecho... Qué cosas. Me habría engañado si yo no hubiese sabido qué buscar, porque había aprendido a disimularlo muy bien. Tenía todo el pelo, o al menos una buena mata, y no poco color natural en las mejillas. Pero ésa es otra cosa que aprendes a reconocer: lo real y lo maquillado, las pelucas y las sesiones de bronceado... Me dijo que lo único que podía hacer era esperar los resultados de su tratamiento e imaginar formas de engañar al mundo para que pensase que seguía siendo una de ellos. Sana, entera, un auténtico ser humano. Porque esa es una de las cosas que aprendes cuando enfermas. »¿Que cómo es? Que te dé un cáncer o algo igualmente mortal y no tardarás en aprender cómo funciona la gente. Es muy diferente de lo que piensas hasta entonces, créeme. En fin, esta mujer me dijo algo escalofriante. Me dijo que acababa de recibir su último tratamiento de radiación. Es muy poco lo que se puede recibir antes de que deje de ser útil y empiece a matarte también. Te dan unas cuantas dosis y ya está, y si esas dosis, o comoquiera que se llamen, no funcionan, estás desahuciado. Pero ¿sabes qué más le dijeron? Que no se acercara a los bebés. Y que, desde luego, no tocara a ninguno, porque estaba tan llena de radiación que podría ser peligrosa para ellos. —¡No! —Es la verdad. Como si morirte no bastase, ¿eh? También implica un cierto grado de humillación. La preocupación de ponerte a vomitar en un restaurante si no te tomas la medicina en el momento adecuado. O que de repente no seas capaz de levantarte de una silla. O que te asalte sin aviso previo un dolor tan insoportable que tengas que pedir a un extraño que llame a una ambulancia con un tono de voz que no lo espante. ¿Que cómo es? Es como ser la mujer radiactiva, salvo que es verdad que eres radiactivo para el resto del mundo sano. Todo el mundo te mira como si tuvieses monos en la cara. Como si brillaras o tuvieras algo contagioso, y, por muchas veces que les digan que no es así, en el fondo creen que lo eres. Pero en realidad el problema no eres tú, sino lo que se ha metido en ti... Es... Creo que me estoy desviando. ¿Que cómo es? Es como ser la chica radiactiva. Ya no vives, sino que te balanceas sobre la cuerda floja. El error es creer que puedes escapar de ello. —Qué deprimente. Tengo que comer algo. Voy a la cocina. ¿Quieres más zumo de naranja? —Sí, me encantaría. Se levantó y atravesó el patio con Lulú pisándole los talones, Lulú, una bulldog francesa en el ecuador de la vida, que se había quedado 18 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles ciega de cataratas. Sophie siempre llevaba una campanilla en las chanclas para que la perra supiera en qué parte de la casa estaba. Sophie, Lulú y yo habíamos pasado mucho tiempo juntos. Dick, el último marido de Sophie, era dueño de una extraña librería en el centro de Los Ángeles, uno de mis lugares favoritos. Era uno de esos tipos que adoran los libros y te enseñan a adorarlos también. Nunca llegué a decidir quién de los dos me gustaba más. Cuando Dick murió, Sophie y yo intimamos. Hablábamos por teléfono casi todos los días y cenábamos juntos tres o cuatro veces al mes. Ella apenas tendría unos cuarenta y cinco años cuando él murió y le dejó un buen negocio y una abultada herencia. Pero no mostró demasiado interés en entablar una relación con otro hombre. Durante un tiempo, pensé que se había enamorado de una mujer que trabajaba en la tienda, pero me equivocaba. Un día le pregunté por ese aspecto de su vida. Me dijo que, aparte de su marido muerto, yo era el único hombre al que había amado realmente, pero como soy homosexual... Le pedí que me dijera la verdad, y ella me dijo que esa era la verdad. —¡Wyatt! ¡Ven aquí, tienes que ver esto! —¿El qué? —¡Ven, deprisa! Me levanté y pasé del sol a la sombra que proyectaban los aleros, abrí la puerta enmallada y en dos pasos me planté en la cocina. Lo primero que vi fue a Sophie con los brazos en jarras, meneando la cabeza. Luego oí (y después vi) el frenético ruido que producía Lulú con las uñas de las patas sobre el linóleo. Hacía clic, clic, clic mientras jadeaba y olfateaba en círculos. Entonces saltó sobre la encimera con frenesí, porque sabía que había algo maravilloso en la habitación aparte de su ama. Eso tan maravilloso era un pequeño gato calicó sentado en el alféizar de la ventana del fregadero. Estaba lamiéndose la pata y restregándosela sobre la cara. No lo había visto antes, pero actuaba con la calma deliberada de un animal que se siente en casa. —Tienes que ver esto, es un ritual diario. Ése es Roy, el gato del vecino. Trepa por la ventana y se sienta ahí, esperando que Lulú huela su presencia. Desde que se quedó ciega, su olfato ha ganado en sensibilidad. En cuanto capta su presencia se vuelve loca y trata de atraparlo como si fuese el vellocino de oro. Pero es tonta, porque el gato siempre hace lo mismo: entra por la ventana, se sienta sobre el fregadero y espera. Ahora mira lo que pasa. La perra se volvía más frenética cuanto más se acercaba al gato. A Roy parecía aburrirle tanto salto y tanta crispación. Quizá pensara que era la respuesta natural a su presencia. Siguió limpiándose la cabeza, con ocasionales pausas para comprobar dónde estaba su admiradora. —¿Esto pasa todos los días? —Todos. Es como una pieza de noh. Cada uno repite exactamente los mismos movimientos, los mismos papeles, todo. Pero espera. La segunda parte está a punto de empezar. Primero, Lulú tiene que hartarse y rendirse. Esperamos a que eso ocurriera y, en efecto, sucedió al cabo de 19 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles unos minutos. Acabó tumbada sobre el suelo, sin aliento, con la cabeza levantada lo justo para poder tomar más aire. Roy, que había terminado de asearse, la miraba como un dios indiferente. Lulú se había rendido del todo. Lentamente, Su Majestad bajó desde la ventana hasta el fregadero y luego al suelo sin apenas hacer un ruido. Pero la perra lo oyó y volvió a levantarse. Roy se acercó a ella y le rozó ligeramente el trasero. Ella se volvió, pero él ya estaba delante, rozándole la cara. Entonces se volvió completamente loca. Como un avezado boxeador, el gato brincó, esquivó y se contoneó a su alrededor con milagrosa habilidad, sin colocarse una sola vez al alcance de Lulú. Sophie y yo empezamos a reírnos, porque la verdad es que estaban haciendo toda una obra de arte. Al cabo de varios segundos de brincos y embestidas, cuando Lulú estuvo definitivamente desquiciada por la emoción y la frustración, Roy saltó de nuevo al fregadero, y de ahí a la ventana. —El fantasma golpea de nuevo. —¿Y pasa cada día? —Más o menos. —Es fabuloso, pero creo que a ella le gusta. —¡Lo adora! Una vez le atrapó una pata por error y se asustó tanto que no supo qué hacer. Sabes, eso me dio qué pensar. ¿Sabes a qué me recuerda, Wyatt? —¿A qué? —Al asunto de la esperanza. Eso de lo que estabas hablando hace un momento. —¿Qué quieres decir? —Eres como Lulú con el gato. Estás ciego, pero sabes que está ahí. Puedes olerlo y sentirlo. No deja de brincar a tu alrededor. Cuanto más se acerca, más te agitas y te revuelves intentando cazarlo. Hasta ahora, que te has rendido y estás tumbado en el suelo. —Y, lo que sea lo que me va a salvar la vida, ¿me pincha y me atormenta para que sepa que está ahí? Está un poco traído por los pelos, Sophie. —¡Ni hablar! No hemos hablado de otra cosa desde que caíste enfermo. Recuerdo todo lo que has dicho. Puede que quieras renunciar a la esperanza, o que creas que lo has hecho, pero yo no me lo creo. Y tú tampoco. Los dos sabemos que sigue ahí. Porque en eso consiste la esperanza. No podemos verla realmente, pero sigue rozándonos con su pata y pasando lo bastante cerca de nosotros para que notemos la brisa. Siempre está ahí, pero a veces la atrapamos y nos asusta tanto que la dejamos marchar. Igual que la tonta de Lulú cuando cazó a Roy. »Pero bueno, aquí tienes tu zumo de naranja. Durante cierto período de cada vida, la persona no puede hacer daño alguno. Ese período puede durar una hora, un mes o mucho más, y he ahí la verdadera injusticia del destino. Pero duraciones aparte, a todos llega un momento en el que somos invencibles, infalibles, 20 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles inmortales. Aunque solo dure una tarde. Yo era afortunado, sumamente afortunado. Durante años, fui el presentador de uno de los programas infantiles de televisión más populares. No fueron los mejores años de mi vida porque mientras duraron todo eran prisas, plazos, carreras de un lado a otro y agobios. Sin embargo, la inercia y la energía que se derivaba de todo ello eran exquisitas. Adrenalina en estado puro. Lo mejor a lo que uno puede aspirar es a vivir el presente tan plenamente que pierda toda noción de pasado o futuro. Durante esos años viví en ese «ahora» enlatado, y me bastaba. Mi compañero de piso era el productor del programa, y creíamos que teníamos el tipo de relación que puede sobrevivir a Hollywood: éxito, mucho dinero, poco tiempo, todos fuera del armario... Esas cosas. Pero no fue así. Durante dos semanas me enamoré estúpidamente de un crítico de cine de Nueva York y viví una corta y frívola aventura con él. Se lo confesé todo por teléfono a mi novio y amigo, que estaba en Los Ángeles, con la esperanza de que se mostrara comprensivo. No fue así. Cuando volví a casa, ya se había mudado. Lo peor de todo es que, en lo sucesivo, me trató con la misma dulzura y amabilidad en la vida profesional que hasta entonces había exhibido en la privada. ¿Qué puede ser peor que te traten bien cuando sabes que no lo mereces? Estaba consternado, pero también era una estrella, condición que me envanecía tanto que creía poder portarme mal y salir bien parado. Eh, todo el mundo de la televisión seguía queriéndome. No sabían lo que había hecho. No todo el mundo sabe digerir la fama, y eso me incluye a mí. Me porté atrozmente con alguien a quien amaba de verdad y luego traté de borrarlo como quien se sacude un hilo de su manga de cachemira. En lugar de expiar mis culpas, decidí irme de juerga. Salí, me puse hasta las cejas y casi me olvidé de la escoria en la que me había convertido. ¡Barra libre y que empiece la música! Entonces, un día, mientras grababa mi programa, no vi un cable en el suelo y tropecé con él. Caí sobre el brazo y me hice daño. El cardenal no se iba. Era del color de un nubarrón con muy malas pulgas, y me acompañó durante semanas. Hasta entonces, había sido uno de esos pocos afortunados que apenas saben lo que es estar enfermo. Solía ir a los hospitales a visitar a los demás, pero nunca me quedaba mucho tiempo. Mi botiquín contenía un bote de aspirinas y un paquete de comprimidos para el catarro sin estrenar. El médico me habló con parsimonia, como si alguien estuviese grabando cada palabra sobre tablillas mientras él las iba enunciando envueltas de pomposidad. —Los resultados de las pruebas nos han preocupado un poco, señor Leonard. —Pero no es más que un cardenal, doctor. —Desgraciadamente es más que eso. Traté de cerrar los ojos, pero el miedo no me lo permitió. Me sorprende lo deprisa que entendemos las malas noticias. Son tantas las cosas sencillas de la vida que nos cuesta entender (los problemas 21 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles de álgebra, las direcciones en los mapas, las razones por las que fracasa el amor)... Pero cuando se nos dice «es más que eso», nuestra capacidad de entendimiento se eleva a la enésima potencia. Y más. Damos ese apresurado respiro que es la única reacción que nos podemos permitir, y luego preguntamos: —¿Qué quiere decir? La explicación es más lenta. Ésa es la primera lección del lenguaje de la muerte. Las dos únicas personas interesantes que conocí en el hospital fueron la Chica Radiactiva y el Hombre Hígado. Los demás eran un mosaico de pánico, avaricia y resignación. Todos sabíamos por qué estábamos allí, pero nuestras respectivas miserias nos impedían estar en compañía. Lo único que conseguíamos era ser conscientes de que el tiempo se nos agotaba y de que estábamos aislados. Solo deseábamos estar más allá de aquellos muros, lejos, aunque nuestro expediente médico no estuviese tan limpio como fuera de desear. Queríamos salir. No queríamos recorrer los pasillos relucientes, mirar por aquellas ventanas tan limpias que daban a unos jardines demasiado tranquilos y bien cuidados, jardines que más bien parecían cementerios. En el hospital, lo que más se echa de menos es el bullicio de la vida real. Un sándwich de pastrani servido por una camarera malhumorada, el sonido de los cláxones y el paso de la gente en animada conversación... Y lo cierto es que en un hospital solo puedes encontrar dos tipos de expresión facial: el terror y la calma. De vez en cuando se ve tristeza, pero la gente trata de ocultarla; no es ni profesional ni justo exhibirla. Hugh se refería a ellas como «caras extraídas de un tubo». Hugh Satterlee, el Hombre Hígado, encarnaba todo lo que yo añoraba del exterior. Animado y divertido, se las había ingeniado para mantener su sentido del equilibrio durante todo este vía crucis, que a mí me hacía rechinar los dientes con solo oír hablar de él. Años atrás, le habían diagnosticado un tumor en el hígado. No respondió al tratamiento y su condición empeoró hasta dejarlo al borde de la muerte. Entonces, milagrosamente, surgió un donante y Satterlee recibió un hígado nuevo. Se recuperó. Su mujer murió. Un año después, descubrieron otro tumor en su nuevo hígado, exactamente en el mismo sitio que en el otro. Inoperable. Iba a morir. Cuando lo conocí, estaban a punto de trasladarlo a un hospicio de Green Sticks para que «al menos muriera con unas buenas vistas». —Apuesto a que no habías escuchado una historia como la mía. Escalofriante, ¿eh? Quizá debería dedicarme al negocio de los tumores: «tráigame sus órganos y les meteré un tumor por usted». Es como esas madres de alquiler, ya sabes. Lo único que me distraía del miedo omnipresente y el aburrimiento de la vida en el hospital era pedir a la gente que me contara su historia. Algunos estaban ansiosos por hablar, pero otros me miraban con desconfianza, como si quisiera arrebatarles lo único que les quedaba: su historia personal. Antes de que me dieran el alta 22 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles la primera vez, me senté una tarde con Hugh y le conté algunas de las historias que había escuchado. Estaba muy mal. Tenía los ojos cansados e inyectados en sangre, aunque a veces, cuando oía algo que lo divertía, sonreía o se reía con las pocas fuerzas que tenía. Cuando acabé, suspiró y se preguntó en voz alta si la muerte sería el último sacapuntas. Cuando le pregunté qué quería decir, me dijo que lo más probable era que la mayoría de la gente con la que había hablado jamás hubiera usado plenamente su vida, por mucho que fuese la única cosa que poseemos de verdad. Lo comparaba con un lapicero, cuya punta se desafila y desafila hasta que ya no queda nada con lo que escribir. Entonces llega la muerte, y si tienes suerte se te otorga un momento para meditar sobre las cosas, ponerlas en orden y todo eso. Como sacar punta al lapicero para volver a escribir con él. Incapaz de retener la oleada de amargura que impregnó mi voz, pregunté: —¿Y por qué habría de sacarse punta al lapicero si nunca vas a poder volver a escribir con él? —Porque es devolverlo al estado en el que debería haber estado siempre, Wyatt. No te conozco, pero siempre encuentro lapiceros afilados en cada cosa agradable que hago. Luego los ordeno sobre el escritorio, y listo. Poco importa si voy a utilizarlos al momento o después de un mes. Tenerlos ahí, verlos limpios y afilados... Ahí reside el verdadero placer para mí. Con esas historias que has escuchado, ¿no te da la impresión que es la primera vez que la gente saborea plenamente su vida? Eso es lo que pienso yo. »Pero, ¿sabes qué otra cosa se me ha pasado por la cabeza? He sido pobre la mayor parte de mi vida. ¿Has sido pobre alguna vez? Quiero decir pobre, pobre, sin un centavo en el bolsillo. Es una experiencia horrible. ¿Y sabes qué? Aprendes la experiencia en un segundo. Saber que eres pobre diez minutos equivale a aprenderte la lección de por vida. No es necesario que pases así años, como en la escuela. Un día, una hora, y ya lo sabes todo. Lo mismo pasa con la muerte. Si comprendes, aunque solo sea durante diez minutos, que la muerte está asegurada, habrás aprendido una lección para toda la vida. —Eso contradice lo que acabas de decir, Hugh. —Así es. —Y cerró los ojos. Una semana después de que Sophie me dejara leer la carta de su hermano, él desapareció. Jesse Chapman trabajaba para una agencia de Viena que ayudaba a los refugiados del bloque del Este a buscar vivienda en Occidente. Eso explicaba que siempre estuviera viajando, pero su desaparición no tenía nada que ver con ello. Su mujer llamó cuando ya llevaba cuatro días sin dar señales de vida. Su jefe no tenía ni idea de su paradero. No era típico de Jesse desaparecer ni doce horas sin decir a alguien dónde estaba. Se había marchado a trabajar con su maletín y su abrigo. No llevaba equipaje, y ni siquiera se había llevado las tarjetas de crédito. Durante el desayuno se había 23 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles mostrado tranquilo, y solo había hablado de lo que iban a hacer el fin de semana. Sophie y Caitlin Chapman habían sido compañeras de piso en la universidad y seguían siendo buenas amigas. Caitlin llamó a Sophie porque era su mejor amiga y porque era la hermana de su marido. Coincidí con Jesse pocas veces cuando estaba en Los Ángeles y me pareció un tipo estable y competente. Vestía trajes oscuros, tenía el pelo largo, pero cuidadosamente cortado y, aun estando de vacaciones, se afeitaba cada mañana. No me pareció un hombre apasionado. Su carta sobre el agente de viajes que había soñado con la Muerte me sorprendió porque jamás pensé que Jesse fuese el hombre astuto y observador que se desprendía de ella. En honor a la verdad, creo que también es necesario que diga que a Jesse Chapman yo no le caía muy bien. Por muy abierta que se haya vuelto la sociedad con la homosexualidad en los últimos años, sigue habiendo gente inteligente y sensible que tiene problemas para tratar con los homosexuales. No soy una «loca», ni me caen muy bien los que lo son. No creo que la sexualidad sea un teatro y no me siento cómodo con los que sienten obligados a bailar por la vida exhibiendo boas rosas al cuello, aullando y dándose picos todo el rato. Pero tampoco he ocultado nunca lo que soy. No me siento culpable ni avergonzado por ello. Por lo visto, después de conocernos, Jesse le preguntó a su mujer en voz baja si yo tenía pluma. Una vez que supo que era así, el hecho impregnó cada una de las conversaciones que mantuvimos. Me observaba y me escuchaba desde la distancia. Entonces, una fea noche, nos enzarzamos en una estúpida disputa sobre boxeo, de lo que sé bastante, pues solía practicarlo cuando era un crío. Jesse no tenía ni idea, pero me hablaba con la seguridad de una auténtica eminencia. Para empeorar las cosas, Sophie no paraba de interrumpir para recordar a su hermano que no tenía ni idea de boxeo y que no tenía ninguna razón para ponerse como se estaba poniendo. Eso no ayudó. Y yo tampoco me estaba comportando como un modelo de cordialidad, precisamente. Sabía que él no decía más que tonterías, y podría haber dejado que siguiera hasta que se hartara y pasar del asunto. Pero tras sus palabras pude notar la connotación de que era homosexual, y ¿cómo iba un homosexual a saber nada sobre deportes? Así que me puse a la defensiva, y acabamos perdiendo el poco espíritu cívico que nos quedaba. Cuando Sophie me llamó para contarme lo de su desaparición, yo estaba leyendo textos médicos sobre mi enfermedad y preguntándome cuál sería mi siguiente paso. Cuando los días están contados, uno se vuelve esquizofrénico con respecto al tiempo. Por un lado, sientes la tentación de hacer que todo importe, que cada almuerzo sea un festín o cada conversación un cúmulo de sagacidad y frases memorables. Ésta podría ser la última, así que asegúrate de que sea buena. Aunque esté acabándose, la vida está llena de tesoros que hay que disfrutar mientras puedas. Esto es lo que sientes cuando estás positivo y esperanzado. En la cara oculta de tu luna se encuentra el cínico desesperado que no le ve el sentido a salir de la cama por las mañanas porque, tarde o temprano, acabarás postrado 24 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles ahí hasta que se acaben todas las esperanzas. Es una constante batalla entre los dos extremos, y nunca sabes cuál acabará triunfando. Además, sea el que sea, el otro acabará enojado. —¿Wyatt? Soy Sophie. Tengo un problema y necesito que me ayudes. El cínico se batió en retirada aquel día. Una mano sostenía el auricular del teléfono al oído mientras la otra reposaba sobre un montón de hojas encuadernadas que explicaban con cruel detalle las pocas esperanzas que me quedaban. ¿Problema? ¡Cómo osaba siquiera emplear esa palabra conmigo! Escuché mientras me explicaba lo que había pasado, pero mi impaciencia empezó a ganar enteros. ¿Había desaparecido? ¿Y qué? Un hombre se había desgajado de su vida como un piñón se suelta de una piña. ¿Acaso debía postrarme sobre mis moribundas rodillas junto con aquellos a los que realmente les importaba ese hombre? ¡Ni hablar! Tras formular las típicas preguntas cordiales, se hizo un pesado silencio entre los dos, mientras ambos esperábamos que el otro dijera algo. Al final fue Sophie quien dio su brazo a torcer. Lo que me dijo entonces cambió el rumbo del resto de mi vida. —Me debes un favor, Wyatt —susurró. Me eché hacia atrás, como si me hubiese picado la abeja más grande del mundo. —¡No! Sophie, sabes que no puedes pedirme eso ahora. Es demasiado tarde. No quiero saber nada. —¡Basta! Me da igual lo que quieras oír. Me debes un deseo y me lo voy a cobrar ahora. Ése era el trato. Ésas son las reglas. —¡Maldita seas! Vale, ¿qué demonios quieres? —Quiero que me acompañes a Europa para encontrar a Jesse. —¿Es que te has vuelto loca? ¿A Europa? —Tienes que hacerlo. Nos hicimos una promesa. —Sophie, tengo leucemia, ¿recuerdas? A veces no tengo fuerzas ni para levantarme de una silla. —Lo sé, pero también eres la persona más inteligente del mundo cuando estás en una crisis. Además, no confío en nadie más. Si empeoras allí, tienen buenos hospitales. No te preocupes, lo he comprobado. Llevo tres horas colgada del teléfono. Tú eres la última llamada que me quedaba por hacer. —Y a todo esto, ¿a qué te refieres con «allí»? ¿Adónde vamos? Europa es un sitio muy grande. —A Austria, la cuna de Mozart, la crema batida y los nazis. —¡Jesús! —No, él era de Israel. Cuando murió Dick, cometí un terrible error. Tras el golpe inicial, el funeral y las semanas necesarias para arreglar los asuntos de un muerto, le sugerí a Sophie que nos fuésemos a alguna parte juntos. Le dije lo de siempre: te sentará bien, estar en un sitio nuevo te distraerá... Me preocupaba mucho, y estaba convencido de que una 25 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles temporada fuera de casa ahuyentaría los fantasmas y la ayudaría a empezar de nuevo. Para mi asombro, le gustó la idea. —¿Adónde quieres que vayamos? Sorprendido de que no se hubiese puesto a protestar, me di cuenta de que ahí se había acabado mi elenco de propuestas. No lo había planeado más porque estaba convencido de que me pasaría toda la conversación tratando de convencerla de que hiciese el viaje. —¿Adónde? Pues no lo sé. Tenemos todo el mundo. Elige tú. ¿Adónde te gustaría ir? —A Suiza. Siempre he querido ir a Suiza. —Nunca me lo habías dicho. —Lo sé, pero es verdad. Siempre quise ir en invierno, subir a los Alpes y pasar un tiempo en un hotel de montaña. La nieve está por todas partes, y por las mañanas oyes estruendos porque las patrullas de avalanchas dinamitan las zonas que creen peligrosas. —Y hueles humo de madera y siempre llevas puestas las gafas de sol porque la nieve es cegadora cuando le da el sol. —Es verdad, pero solo de día. Todas las tardes, a eso de las cuatro, empieza a nevar lánguidamente y todo está tranquilo. Éste era el comentario más feliz que había hecho en semanas, pero tuve que preguntarle de nuevo para asegurarme. —¿De veras quieres ir a Suiza? Porque si es así, lo arreglo de inmediato. —¿Lo dices en serio, Wyatt? —Sí, creo que a los dos nos vendrían bien unas vacaciones y Die Schweiz me suena muy bien. —¿Schweiz?¿Es que hablas alemán? —Di clases en el instituto, pero sería divertido practicarlo de nuevo. —¡Pues vamos! Es una idea brillante. ¿Te ocupas tú? —Descuida. En qué hora tomé esa decisión. En la agencia de viajes examiné puñados de folletos que prometían la Suiza que Sophie deseaba. Al final, nos inscribí en el Club Mediterranean de Zims, un centro turístico de esquí en Berner Oberland que tenía unas magníficas vistas de las montañas Eiger, Mönch y Jungfrau. Nunca había estado en un Club Med, pero había oído decir que eran lugares bulliciosos y alegres donde se comía bien, había bailes por la noche y, a veces, se conocía gente interesante. Lo consulté con Sophie y, afortunadamente, estuvo de acuerdo en que sonaba divertido, así que cuando llegamos no me sentí tan mal por habernos metido allí. El viaje fue muy agradable. Fuimos a Zurich en avión, y desde allí tomamos trenes cada vez más pequeños hasta llegar a las montañas. En Interlaken empezó a nevar. Cuando llegamos a Zims, todo lo que nos rodeaba era nieve, nubes bajas y gente que hablaba alemán y francés mientras iba de un lado a otro con sus ropas de vivos colores y sus esquís al hombro. Salimos de una original estación de tren art decó y respiramos el aire fresco y limpio. Como si lo hubiésemos premeditado, nos volvimos el uno hacia el otro y nos abrazamos. —¡Wyatt, eres un genio! Esto es perfecto. 26 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles ¡Ay, la media hora que me esperaba! Club Med había adquirido un complejo hotelero construido en la década de 1920, una de las principales razones por las que lo había escogido: en las fotos parecía calcado a los sueños de Sophie sobre un lugar ideal para perderse. Pero a la media hora de atravesar la puerta principal, supimos que habíamos cometido un terrible error. Lo niños corrían y gritaban por todo el vestíbulo y los pasillos, como si ellos o el hotel estuviesen ardiendo. Los instructores y demás miembros del personal revoloteaban por nuestro alrededor como zombis sonrientes y atiborrados de anfetaminas, organizando, dirigiendo, diciéndote qué hacer, adónde ir, preguntándote por qué no estabas fuera esquiando, yendo en trineo, patinando o apuntándote en alguna de las espléndidas actividades que ofrecía el hotel. En todas las comidas nos decían dónde debíamos sentarnos. Si tenías la inimaginable osadía de decir que no querías sentarte ahí, las sonrisas se esfumaban al instante, como lodo que se escurre por un parabrisas, y se volvían tan hoscos como solo los franceses pueden ser. En los panfletos parecían llenos de buenas intenciones y relajados. No tardamos en descubrir que nos habíamos metido en un nido de fascistas hiperactivos. Al final del primer día, ya lo llamábamos «Club Terror». No obstante, sobrevivimos a la semana gracias a que el paisaje era increíble y disfrutábamos mucho con nuestra mutua compañía. Dimos largos paseos, montamos en trineo y contemplamos cómo se deslizaban los esquiadores por las faldas montañosas. Nevaba cada día, y todas las tardes nos alejábamos un poco más en nuestros paseos, en busca de lugares donde la nieve y el silencio eran cada vez más densos. Estábamos descansando en un banco negro en medio de un campo nevado, comiendo mandarinas que aún conservaban la tibieza de nuestros bolsillos, cuando Sophie mencionó la idea por primera vez. —Aquí arriba nada huele, menos la fruta. ¿Te has dado cuenta? Allá abajo hueles los árboles y el estiércol de los establos, pero aquí solo esto. Es un olor muy fuerte y fuera de lugar, ¿verdad? Me encanta que mis manos huelan a mandarina. Dick y yo nos pasamos una mañana comiendo naranjas en la cama. Antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo, había cogido todas las peladuras y las estaba frotando contra todo mi cuerpo. Estaban frías y suaves. Fue delicioso. Olía tan bien... Luego hicimos el amor, por supuesto. Toda la habitación olía a sexo y a naranjas. Desde entonces, nunca me he comido una sin recordar aquella mañana. »Wyatt, la otra noche escuché una cosa que me dio en qué pensar. Quise hablarte de ello, pero no lo hice porque antes quería pensarlo. No digas que estoy loca hasta que haya terminado. »Después de la cena, cuando te estaba esperando en el vestíbulo, había un hombre contando una historia a una niña. Hablaba inglés, así que me resultó un poco difícil no escuchar. Era un cuento de hadas sobre un hombre que fue a pescar y atrapó un lenguado que lo convenció para que lo devolviera al mar a cambio de tres deseos. 27 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles ¿Conoces la historia? —Sí. «El pescador y su mujer.» Lo puse en mi programa. Los deseos acaban arruinando sus vidas. —Claro, porque es un cuento. Son siempre de un moralismo tedioso. Nadie lo pasa bien y todos los tipos interesantes son malos. »Pero, escucha, esto es diferente. Sería maravilloso que tuvieses un socio o un amigo con el que pudieras hacer un pacto: que el uno conceda al otro un deseo. Sea cual sea, el amigo debe hacer que se cumpla, salvo que se trate de un crimen. Ojalá hubiese podido hacerlo con Dick; le habría encantado la idea. ¿Qué opinas? Me froté el interior de la mejilla con la lengua mientras clavaba la mirada en una bandada de aves negras que volaban sobre la nieve. —La verdad es que suena a una idea de Sophie Chapman. ¿Quieres hacerlo conmigo? ¿Tanto estás dispuesta a arriesgarte? —Dick y tú siempre habéis sido los únicos hombres a los que les he confiado mi amor, aparte de mi hermano. Pero él es de la familia y tú no. Creo que éste es el tipo de promesa que hoy nadie se atrevería a hacer porque ya nadie confía en nadie y, afrontémoslo, es peligroso. ¿Quién sabe lo que querrá el otro? —Es verdad. Pero, ¿vas en serio? ¿Juramos hacer lo que podamos, siempre que no sea un asesinato, para que el sueño del otro se haga realidad? —¡No! Haremos todo lo posible, no solo lo que podamos. Ahí está la diferencia, en el todo. —¿En serio, al cien por cien? —Cien por cien. —La verdad es que la idea me encanta, pero me pone nervioso. —Anda, ¡y a mí también! Cuando se me ocurrió, pensé en la gente que conozco. Pero, ¿sabes una cosa? Solo confío en una persona para hacerlo, y eres tú. Volví a mirar a las aves. Accedí al trato más que nada por ellas. Más que por mi amor hacia Sophie, más que por nuestra amistad. Se lanzaban y giraban como si fuesen uno, con una fe ciega en los movimientos de sus congéneres. No pensaban si ir a la izquierda era correcto, sencillamente porque ir a la izquierda era la única dirección posible en su mente colectiva en aquel instante. Fe consumada. La seguridad de que si alguna vez había algo que deseara desesperadamente, alguien se molestaría, se esforzaría incluso más que yo mismo, para conseguirlo. La plena confianza en que no se me pediría hacer por el otro algo que estuviera más allá de mis poderes. Como las aves que vuelan juntas. —Trato hecho. Mientras nos estrechábamos la mano, miró al cielo colorido y dijo en voz alta: —Dick, tú eres testigo. Has oído cada palabra. Regresamos al Club Terror cogidos de la mano. Durante los años que siguieron, ninguno de los dos formalizó su deseo. Así que el momento vivido en aquella colina se hundió como 28 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles una foto simpática en el álbum de mis recuerdos. ¿Recuerdas esa tarde? ¿Ese lugar? Allí es donde forjamos nuestro pacto. Como críos. Pero aquel día no éramos como críos. Sophie quería que cumpliera con lo pactado, y por el tono de voz parecía que nadie fuera a bajarla del burro. —Mira, Wyatt, ahora solo quedan tres personas en el mundo que me importen: mi hermano, su mujer y tú. Si perdiera a Jesse, me quedaría sin un tercio de las personas a las que quiero. Si no voy a buscarlo, me odiaré para siempre. Pero el problema es que no confío en mí misma en situaciones como esta. Me pongo tonta y me emociono y no me queda ningún baluarte de tranquilidad donde retirarme y rehacerme. »Pero tú sí. Tú eres el rey de la frialdad y el orden. Sé que estás enfermo, créeme, lo sé. Recuerda que viví con Dick hasta el final. Cuidaré de ti. Juro por Dios que lo haré, pero necesito que me acompañes. Si lo haces... Venga, ya me entiendes. —Te entiendo, pero no quiero ir. Estás dando lugar a una situación imposible: me obligas a elegir entre nuestra relación y lo que me queda de salud. Me estoy muriendo, y un viaje como este no hará sino acelerar el final. Así es como me siento. Iré, pero no quiero, y estoy enfadado contigo por ello. No hay más que decir. Su voz sonó tan fría como la mía. —De acuerdo. Probé con palabras como «Austria» o «haz las maletas» como quien se prueba ropa delante de un espejo, pero ninguna de ellas me iba bien. Todas me hacían sentir incómodo. ¿Cómo podía hacer eso, por muy amigos que fuésemos? ¡Te estás muriendo, hombre! La gente con cáncer en la sangre no hace las maletas y se va al aeropuerto. Salvo yo. Pero, a pesar de lo indignado y preocupado que estaba, sabía que no podía hacer otra cosa. Excepto morir. Morir tranquilamente en un entorno familiar con los mejores cuidados del mundo. Si Sophie no me hubiese llamado y reclamado su parte del trato, ¿qué habría hecho el resto de la tarde? ¿O de la semana? ¿O del mes? ¿Tomar mis píldoras y las gotas, tal como se me había prescrito? ¿Leer unas páginas de un libro que no me interesaba por mucho empeño que le pusiera? ¿Comer? ¿Hacer algunas llamadas? Qué lúgubre y aburrido. Si los últimos días de mi vida eran tan preciosos, ¿por qué los estaba viviendo con tanta indiferencia? No quería viajar con Sophie porque tenía miedo de empeorar en otro país, pero ¿qué diferencia podía haber? Acababa de ver en la tele la biografía del compositor Frederick Delius. Cuando le dijeron que se quedaría ciego, sus amigos empezaron a llevarlo a lo alto de su colina favorita al amanecer para que pudiera contemplar las últimas salidas de sol. Fuera o no cierto, ese momento me encantaba. Me parecía sincero. Ahora estaba en una situación muy parecida. La diferencia era que, cuando se me ofrecía una última oportunidad de ver cosas importantes, yo me acobardaba y lloriqueaba. Quería mi cama, mi médico y el maldito 29 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles libro sobre la mesa del salón que tanto me había aburrido desde el primer momento en que lo cogí. Avergonzado por tener esos sentimientos, esto es lo que hice para sobreponerme: salí a dar un largo paseo en coche para meditar. Cuando volvía al piso por Hollywood Boulevard, me detuve en una tienda de juguetes que vendía máscaras de goma. Las paredes del establecimiento estaban desgraciadamente llenas de caras conocidas hechas con látex y pelo artificial. John Kennedy, Elvis, Santa Claus... No era difícil descifrar quién era quién, con la salvedad de algunos monstruos con cinco ojos y un brazo enano sobresaliendo de la frente. Sin embargo, algunos de ellos estaban muy mal hechos. Eso no era lo que estaba buscando. Para lo que tenía en mente, necesitaba la cara de alguien que no conociera. El dependiente era un tipo bajo y calvo que tenía permanentemente en la boca un cigarrillo con una maravillosa boquilla negra y plateada, al estilo Franklin D. Roosevelt. —¿Puedo ayudarlo? —Sí, estoy buscando una máscara, pero debería ser de alguien desconocido. ¿Sabe lo que quiero decir? No puede ser Michael Jackson o Arnold Schwarzenegger. —¿Qué tal una de Finky Linky? —dijo, mientras señalaba una máscara que ya había visto, colgada de la pared. Allí estaba, con su carne gomosa. La antigua celebridad, Finky Linky. Dediqué una sonrisa al tipo y nos estrechamos la mano—. Una máscara de lo más popular en estos tiempos. De vez en cuando me la siguen pidiendo. Muy popular. Si consigues que tu espectáculo se haga célebre, vivirás para siempre. Eso lo sabemos todos, ¿no? ¿Qué tal, Finky Linky? Solo quería decirte que a mis nietos les encanta tu programa, y yo mismo lo vi con ellos unas cuantas veces. ¡Te echamos de menos! Tenías el único programa infantil bueno de la televisión. Ahora solo ponen dibujos japoneses de niños espaciales y de animales grandes que te enseñan a deletrear. »Pero no cambiemos de tema, que me imagino que tendrá prisa. ¿Qué tal Chernenko? —Sus ojos se iluminaron. Algo se estaba cociendo. —¿Quién? —Creo que sigo teniendo una de Andropov. Espere, seguramente pueda ofrecerle diez de cada, si lo desea. —Se volvió hacia unos cajones que tenía detrás del mostrador, pero se detuvo para hacer la pregunta final—: No será del partido, ¿verdad? Quiero decir que no hago esto como propaganda, ya me comprende. Son solo negocios. Solo negocios. Yo estaba completamente confundido. —¿Qué partido? —El partido comunista, ¿qué se creía? No es que quede mucho de él. Aquí tiene. Ésta es la de Chernenko, y aaaaquí, sí, aquí está la de Andropov. Sabía que tenía alguna de las dos. Por desgracia. Probablemente sea así hasta que muera. Sacó las máscaras de los cajones y me tendió dos rostros anónimos. Aunque no conocía a los individuos, tenía que admitir que 30 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles las máscaras eran excelentes. —¿Quiénes son estos tipos? ¿Son famosos? —Lo fueron durante algo más de cinco minutos cada uno, para desgracia mía. Ambos fueron secretarios generales del Comité Central del Partido Comunista. ¿No lo recuerda? Duraron un suspiro en el cargo. Y luego tuvieron los redaños de morirse cuando yo había encargado ya veinte unidades. »Ya ve, cuando Brezhnev estaba en el negocio, vendí una tonelada de las suyas. A la gente le encantaban esas cejas. Más bien esa gran ceja que le cruzaba la frente... ¡Un éxito seguro! El día que estiró la pata llegué a vender cinco. Coleccionistas. Funcionó tan bien que pensé que el siguiente jefazo de Rusia sería igual de popular y que viviría tanto como el otro, así que encargué veinte. Ése era Andropov, ¿no? ¿O primero fue Chernenko? No me acuerdo, siempre los confundo. No importa. Uno vino justo después del otro, pero no duraron en el cargo más de dos meses. Entonces eligieron a Gorbachov. Y permítame que le diga que no me equivoqué demasiado con él, porque vendo muchas de las suyas, incluso hoy. Mogollón de Gorbys. »Pero usted quiere una que no sea muy conocida, así que eche un ojo a las de estos dos capullos. Como le he dicho, le puedo hacer una oferta buenísima si decide llevarse varias de cada uno, a un precio especial digno de Finky Linky. Solo necesitaba un Finky Linky, así que me decidí por Chernenko sencillamente porque ya lo tenía en la mano. Tras pagar y firmar mi propia máscara para que el dueño pudiera tenerla en su «pared de la fama», me marché. En cuanto estuve fuera, me la puse para comprobar qué se sentía. Mi plan era este: si tenía que hacer un viaje, sabía que habría muchos momentos en los que me sentiría débil y asustado. Para eso estaba la máscara. La mantendría cerca en todo momento y en cuanto sintiera que la debilidad o el miedo se iban haciendo conmigo, me la pondría y les dejaría hacer. Pero después de un tiempo prudencial le diría a mi miedo que ya estaba bien, que tenía que marcharse porque tenía otras cosas que hacer. Me parecía un buen trato con el miedo. Reconocerlo y aceptarlo completamente, del todo. Si quería que temblara o llorara, lo haría, siempre que llevara la máscara encima. Pero, cuando se acabara el tiempo, tendría que irse y dejarme en paz. En aquel proceso de muerte, me desdoblaría en dos. Mientras estuviera de viaje, me llevaría mis dos yos conmigo y le reservaría a cada uno un rato al día. Pero, con un poco de fuerza y tiempo, mi yo débil, Chernenko, tendría cada vez menos tiempo. Como a un crío que le da un ataque en medio de la acera, tirado en el suelo, pataleando y gimiendo para reclamar la lástima y la atención del mundo, se quemaría en las llamas de su propia ira. —Perdona que te pregunte, pero ¿qué cojones estás haciendo? El policía estaba sobre su motocicleta, pegado al bordillo, justo enfrente de la tienda. Con su casco blanco y sus gafas de sol reflectantes, me dedicó una sonrisa que de feliz tenía bien poco. Era la sonrisa de alguien que lo ha visto todo y apenas le queda humor o 31 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles paciencia para lo poco que le queda por ver. —Ven aquí. Obedecí, aún bajo la piel de Chernenko. —¿Qué estabas haciendo ahí, amigo? —Compraba una máscara. —¿Qué? No te oigo. —Compraba una máscara. Por eso la llevo puesta. —¿Ah, sí? Quítatela. Me la quité y él arrugó la frente, como si en algún remoto confín de su cerebro de macho me hubiera reconocido. —¿Y qué más has hecho? Era un tipo grande, aunque yo no sabía con certeza si se trataba de grasa o músculo. Cuando se removió sobre la moto, la chaqueta de cuero negro crujió de forma sorda. —Se lo acabo de decir, oficial, he comprado una máscara. Entre y pregunte al dueño. —No te hagas el listo conmigo, amigo. Dámela. A diferencia de muchos habitantes de esta ciudad, a mí me gusta la policía de Los Ángeles. La mayoría de ellos son muy trabajadores y valientes, gente que hace mejor que bien un trabajo imposible. Sí, tienen reputación de tipos duros, pero yo también decidiría ganármela si tuviera su trabajo. Pero eso no quiere decir que no haya tenido algún que otro momento bochornoso con trogloditas de uniforme como aquel: tipos duros que tenían todas las cartas ganadoras y sabían que lo sabías. Un amigo decidió un día desafiar a uno de ellos y acabó en el hospital del condado con el cráneo partido. No, gracias. Yo prefería darle mi máscara y dejar que se sintiera como un rey por un día si eso era lo que quería. Había cosas más importantes. —Oh, oh, ¿qué es esto? ¿Sangre? —Se había bajado de la moto y había desenfundado la pistola tan deprisa, que yo apenas había tenido tiempo de descifrar lo que acababa de decir. ¿Sangre? ¿Qué? ¿Sangre en mi máscara? ¿De dónde? ¿Me había afeitado aquella mañana? De repente era incapaz de recordarlo. Me invadió el pánico, como un calambre que me atravesara las entrañas. No podía recordar algo tan sencillo como si me había afeitado aquel día. Antes de que aquellos pensamientos acabaran de pasar por mi mente, él estaba a mi altura, con la pistola apoyada contra mi sien. —Muévete despacio, amigo. Vamos a entrar ahí muy despacio. Haz un movimiento brusco y te liquido. Levanté las manos y dejé que me empujara hasta la tienda. El pasmo y el pánico recorrían todo mi cuerpo con fuegos artificiales, provocándome unos temblores descontrolados. —Yo no... —Silencio. Sigue caminando y no digas una palabra hasta que averigüe lo que está pasando. ¿Pasando? ¿Qué estaba pasando? Solo había comprado una máscara, charlado un poco con el dueño y salido a la calle. —Abre la puerta. Empújala despacio y con cuidado. Así lo hice. Y allí estaba el cuerpo, tirado en medio del reducido 32 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles espacio que había tras la caja registradora, retorcido con la violencia de la muerte. Tenía la cabeza reventada. Alguien acababa de dispararle a quemarropa, creo. ¿De qué otro modo podía haber pasado? Había trozos de carne y salpicaduras de sangre por todas partes: el mostrador, la caja y el propio cuerpo. Me empezaron a temblar las rodillas. Era incapaz de respirar. Treinta segundos. Había estado charlando con aquel hombre, aquel cuerpo destrozado, no más de treinta segundos antes. ¿Qué había pasado? ¿Qué podía haber pasado? ¿Cuándo se había producido el atraco? No había oído tiros, ni gritos. Yo estaba justo delante de la tienda y no había oído nada. Pero mira. Mira, ahí estaba la boquilla, con una colilla aún humeante. Aún estaba encendida cuando la vida del hombre se había apagado. Yo había visto la muerte antes, pero no tan de cerca. No tan repugnante, obscena ni tan fresca. Fresca era la palabra que mejor la definía. Y no pude evitar decirla en voz alta. —Fresca. Entonces, mi torturada mente regresó a la realidad y se dio cuenta de que la pistola del poli seguía besándome la sien. —Sí que lo has dejado fresco, amigo. Le has volado la tapa de los sesos y has salido tranquilamente a la calle con una de sus máscaras. Eres un cliente guay, ¿eh? Muy guay, amigo. Apóyate contra el mostrador, extiende los brazos y las piernas y no te muevas ni un milímetro. —Oficial... —Haz lo que digo. Sería más sencillo pegarte un tiro y luego decir que te pillé con las manos en la masa. Mucho más sencillo para mí. Pero haz lo que digo y procuraré no simplificar las cosas. Y ponte esa máscara. —¿Qué? —Que te pongas la máscara. ¡Hazlo! Qué locura. El poli, el muerto, y yo apoyado contra el mostrador con una máscara puesta, a punto de ser arrestado por asesinato. En situaciones así, la mente se acelera. ¿A quién podía llamar? A Sophie. Llamaría a Sophie. ¿Quién era mi abogado? No podía recordar su nombre. Vale, vale, Sophie se acordaría. ¿Qué pruebas tenía a mi favor? Ninguna. ¿Moriría en la cárcel? Cuando me metieran en el coche de policía... —No puedo creerlo —dijo mi boca por sí sola, o una parte de mi ser que yo no controlaba—. ¡Yo no lo hice! Solo vine a comprar... —¡Silencio! Y ahora quítate la máscara. —¿Qué? —Me volví hacia él. Estaba inclinado sobre el cuerpo. —Quítate la máscara y ponte contra la pared. Habré terminado en un minuto. —¿Por qué querías que me la pusiera? —Me la quité y la dejé sobre el mostrador. ¿Qué infierno era aquel? El dependiente era un hombre agradable. Charlamos. Ahora estaba muerto y yo iba derechito a la cárcel. ¿Cómo había pasado?— Esto está mal. Todo esto está mal. —¿Notas alguna diferencia sin la máscara? —La voz del poli 33 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles parecía calmada por primera vez. —¿Qué? ¿A qué se refiere? —Date la vuelta y mírame. Me di la vuelta. Ya no había cuerpo en el suelo, sino una merienda perfectamente dispuesta. Una comida estupenda, un mantel blanco y vino tinto en copas de cristal. Todo pensado para dos. No había cuerpo. El poli se había quitado las gafas y estaba a un par de pasos del picnic. Tenía el rostro liso y los ojos anchos. Era un joven difícil de describir. Eso era todo. Nada más. —¿Te sientes mejor sin la máscara? ¿Se va el miedo? Siéntate, Wyatt, bebe algo. —¿Qué es esto? —Tu plan de la máscara, eso de ponértela solo cuando tienes miedo. No funcionará. ¿Has visto lo que ha pasado cuando te la has quitado hace un momento? Te sentías exactamente igual, ¿verdad? A punto de mearte en los pantalones. El miedo nunca es amistoso ni razonable. Tenía que decírtelo. Entonces pensé que era mejor enseñártelo. Cuando se trata de Muerte, Miedo y Preocupación, esas palabras altisonantes que empiezan en mayúscula, no puedes hacer tratos ni hacerlas desaparecer poniéndote una máscara. Son demasiado fuertes y mezquinas. Hacen lo que les da la gana. »Quieres saber quién soy, claro. —Hizo una reverencia y se llevó una mano al corazón—. Soy la Muerte. Simplemente la Muerte. En ocasiones me presento antes de la cita definitiva, para que la gente se vaya acostumbrando a mí. Pero incluso así es difícil. ¿No te apetece algo de vino? Está todo muy rico. ¡Tengo una cuenta de gastos muy amplia! —Sonrió—. Solo lo mejor. Mis clientes merecen el trato de un rey. —Y levantó el dedo índice. Pero era ella. Una vez que te dice su nombre, es incuestionable. Es la Muerte. La Muerte que ahora te habla. Ha venido. Trae calma. Estás tranquilo, aunque la misma Muerte te esté acompañando. Se agachó, cogió un rollo de jamón de un plato y, tras mojarlo en un cuenco lleno de la mostaza más amarilla del mundo, se lo metió en la boca. —Lamento decepcionarte con lo de la máscara, pero quería ahorrarte un tiempo valioso. —Voy a morir. ¿No hay esperanza? ¿Ninguna? —Ninguna. Es verdad que vas a morir, como todo el mundo. La mayoría de ellos no hablan de ello conmigo. Considérate afortunado en ese sentido. —¿Puedo hacerte preguntas? —En cuanto dije eso, me acordé del pobre condenado de Cerdeña que se había atrevido a formular preguntas a la muerte y había sufrido al no comprender las respuestas—. ¡Olvídalo! ¡No quiero hacer preguntas! Olvídalo. El policía entornó los ojos y guardó silencio durante un momento, como si meditara algo. Se lamió los labios, y ese peligroso momento que flotaba entre ambos se hundió en más silencio. Entonces, su expresión volvió a suavizarse y asintió. —Vale, quedas avisado. Pero si preguntas otra vez, diré que sí, y ya conoces las condiciones. —Se dispuso a marcharse. 34 Jonathan Carroll Los dientes de los ángeles —¡Espera! ¿Puedo reclamarte en caso de que quisiera hacerte preguntas? —Sí. Piensa en esto también: tu momento se acerca, Wyatt. Aún no ha llegado, eso te lo puedo decir, pero llegará pronto. Puede merecer la pena arriesgarse. Quizá comprendas mis preguntas. Es sorprendente la cantidad de gente que lo hace. Te lo digo honestamente. Una vez que te comprometas, podemos hablar de lo que quieras. —Hizo un gesto hacia el picnic intacto—. A veces es mejor aprender a través de lo traumático que a través de la persuasión. Una cosa más. Por si te interesa, el agente de viajes McGann no ha muerto. Avísame cuando quieras hablar. —¡Espera! Una pregunta, solo una. Pero sin obligaciones ni compromisos, ¿de acuerdo? —Pregunta y te responderé si conozco la respuesta— asintió. —¿Cuánto me queda de vida...? ¿Hay elección? ¿Hay libre albedrío? —En absoluto. No tenemos voz ni voto en estos asuntos. Es tu viaje. Nosotros no somos más que el último puerto. —Abrió la puerta de la tienda y se marchó. 35 Rose A menudo preguntan qué aspecto tiene desnuda. ¿Te imaginas qué descaro? Querer imaginarte el aspecto de tu mejor amiga sin la ropa. Es también muy divertido, porque cualquiera que haya visto las películas de Arlen Ford la habrá visto a ella totalmente desnuda. Su aspecto con el traje de cumpleaños y su verdadera apariencia son las dos preguntas favoritas. Entonces, de acuerdo. ¿Estás preparado, mundo? Su pecho derecho es ligeramente más grande que el izquierdo, y es bastante agradable. Pero, seamos sinceros, información como esa no vende ni supone un arma arrojadiza como Dios manda, sobre todo para los periodistas. La gente quiere conocer los trapos sucios, lo sórdido, ese lugar donde moran sus ilustres secretos, y qué tipo de rabietas la invaden cuando no hay testigos alrededor. Sí, tiene rabietas. ¿Y quién no? El único chocolate que come son las «pelotas de golf» Godiva de a cuatro dólares la pieza y conduce un automóvil ridículamente caro. ¿Es suficiente? Porque es todo lo que hay, es toda la mierda que puede encontrarse en este sórdido lugar en concreto. Pero el problema de todos ellos es que nadie conoce a esa mujer como yo, por lo que siguen viniendo con la esperanza de que algún día tenga algún nuevo y feo cotilleo que contarles. Soy Rose Cazalet, secretaria de Arlen Ford y su amiga más antigua. Ella no quiere llamarme «su secretaria», sino que más bien opta por términos como «consejera» o «compañera». Ambos suenan mejor, desde luego, pero, por desgracia, destilan un aroma tan decididamente gay, que prefiero la llaneza de «secretaria». Seamos claros: nos conocemos desde que ambas éramos dos muchachas de quince años en una escuela privada para señoritas de Connecticut, en una época en la que sitios como ese estaban de moda sin llegar a ser una plaga. Las dos entramos en décimo curso y nos conocimos porque nos tocó ser compañeras de habitación. Ella era más lista que yo, pero a mí se me daban mejor las matemáticas, lo que nos salvó a las dos. Mi familia tenía dinero, pero ella ya había tenido relaciones sexuales cuando tuvimos la confianza suficiente para hablar del tema, así que me fascinaba. Ninguna de las dos quería estar allí. Arlen venía de Nueva York con una beca, y se pasó los siguientes tres años de escuela sintiéndose insegura y desesperada entre el dinero y el poder de las familias de las Bitsys y las Muffy. Le caía bien a Arlen porque fui la primera en señalar que Bitsy y Muffy tenían entre las dos la inteligencia de un aspersor. Aún no era guapa. Tenía buen aspecto, pero no el rostro que la gente conoce y adora siempre que se le da la ocasión. Todo eso ocurrió cuando murió su madre, el año de nuestra graduación. Arlen regresó a la escuela afligida por la pérdida y tremendamente bella. No me preguntéis cómo ocurrió. Creo que la mayoría de la gente se vuelve adulta cuando llega a la pubertad, mientras que otros lo hacen por amor o por adversidad. Arlen se convirtió en un rostro que cosecharía incontables suspiros por la muerte de su madre. Apostaría cualquier cosa. Recuerdo vivamente su llegada al dormitorio esa noche de domingo, tras asistir al funeral. Rebosaba pérdida y desolación, sufrimiento y rabia. Pero, como si de unos dedos macabros se tratara, estos sentimientos se combinaron para esculpir su rostro y convertirlo en el ídolo que ahora adoramos. Dejó la escuela un mes después. Quedaba muy poco para la graduación, pero daba igual: un día hizo las maletas, me dio un abrazo y dijo que ya tenía suficiente. Se iba. Siempre ha sido igual de impulsiva. Confía en sus instintos, pero también está dispuesta a aceptar todas las consecuencias. Eso me gusta. Es una cualidad que me gusta en todo el mundo. Lo importante no es lo alto que saltes, sino cómo aterrizas. Sea cual sea su forma de aterrizar a lo largo de los años, esta mujer siempre ha aceptado toda la responsabilidad. Tenía dieciocho años, era preciosa y estaba sin blanca. Lo primero que hizo fue ir a casa de su padre en Manhattan, quien, al saber que había abandonado la escuela, se puso hecho una furia. Tuvieron una pelea, después de la cual ella volvió a mudarse. La primera vez que me llamó me dijo que había encontrado un trabajo como vendedora en el departamento de almohadas de Bloomingdale's y que estaba viviendo en la Asociación Cristiana de Mujeres Jóvenes. Quedé impresionada y a la vez aterrada. ¿Vender almohadas y vivir en aquel sitio? O estaba loca o era uno de esos envidiables personajes sacados directamente de las excéntricas comedias de los años cuarenta: una Barbara Stanwyck o una muchacha a lo Jean Arthur, de labia rápida e inteligencia penetrante, que siempre hacía bien su trabajo. Pero, incluso tras conocer este drástico cambio en su vida, jamás dudé de que tendría éxito en lo que se propusiera. Era mi mejor amiga, y sinceramente creía que las personas especiales como nosotras podían hacer todo lo que se propusieran en la vida. Ahí radica la verdadera felicidad de la juventud: en la fe pura y estúpida. De ninguna manera íbamos a fracasar en nuestras vidas. Cuando me gradué, ella ya había conocido a Nelson Crispi y se había mudado con él. ¿No es un nombre genial? Trabajaba en la librería Stand y quería ser dramaturgo. Fue él quien despertó su interés por los libros. Hasta entonces solo leía lo que se mandaba en la escuela y alguna que otra novela de misterio y suspense durante las vacaciones. Nelson le aportó el amor y el hambre por una literatura inestimable en más de un sentido. Cuando les visité aquel verano en el apartamento sin ascensor que habían alquilado en Houston Street, Nueva York, bebimos un café Medaglia d'Oro, tan denso como el cuero, que calentaban sobre su infiernillo en una extraña cafetera que Nelson había comprado en Italia. Según él, ésa era la única manera de prepararlo. ¡Estaba tan celosa como impresionada! Todos teníamos más o menos la misma edad y yo había vivido con Arlen hasta hacía apenas unos meses, pero ellos dos parecían mucho mayores, eran sofisticados y estaban siempre al tanto de las últimas tendencias. Hablaban de la vida en Manhattan y de la gente que conocían. Actores, poetas, una señora rica que tenía por mascota un zorro... Nuevas películas, restaurantes maravillosos y baratos que habían descubierto, Fellini, Lermontov, el Second Avenue Delicatessen... Todas las claves del otro lado de la vida donde se encontraban los secretos más relumbrantes. Yo también quería alardear de este conocimiento, esos títulos, nombres y lugares, como Nelson y Arlen. No eran exhibicionistas; no lo necesitaban, pues ésa era su vida y no hacían más que describírmela. Estaba endemoniadamente celosa, por supuesto, pero los quería por su sabiduría e inconsciente elegancia. Por vez primera, también percibí la tangible proximidad que los rodeaba, si es que puede llamarse así. Y, a pesar de mi inocencia, incluso yo reconocí que era por el sexo. Estaban locos el uno por el otro, y no es que hicieran exhibiciones de besuqueos y tocamientos delante de mí. No, sencillamente, una corazonada me decía que estaban en pleno festín y disfrutaban de ello. ¿Qué podría haber que fuera mejor que eso? Había hecho bien en dejar la escuela. Yo era la tonta. La niña buena cegata que hacía todo lo que le decían, sacaba buenas notas y se despertaba en medio de la noche pensando qué especialidad escoger en la universidad. ¿El resultado? En otoño volvería a estar sentada en una clase, y esta vez para cuatro años más. ¿Y para qué? Arlen estaría viviendo en la maravillosa Nueva York, haciendo cosas fascinantes, follando a cualquier hora con su amante escritor..., mientras yo estudiaba tiempos verbales o geografía, o me sentaba en el centro de estudiantes una noche de sábado y rogaba a Dios que me saliera una cita. ¡Una cita! ¿Cómo iba a volver a todas esas tonterías después de haber visto aquello? Ahí estaba mi mejor amiga con amante y piso propios, y una vida llena de vacaciones y fiestas de fraternidad los fines de semana. Regresé a casa exultante y desgraciada a la vez. Iba a la universidad para complacer a mis padres, pero a la mínima contrariedad, haría como Arlen y me marcharía. Ahora conocía a gente en Nueva York. Llevaba esa idea en el corazón como quien lleva en el bolsillo un pequeño amuleto de la suerte que no puede dejar de acariciar de vez en cuando. Arlen era mi talismán y mi ejemplo; era la vida tal como debería ser. Nos mantuvimos en contacto. Por medio de llamadas telefónicas y, más tarde, de interminables cartas, supe de sus aventuras, sus varios amantes, sus viajes, sus descubrimientos y, finalmente, su llegada a la fama. Se ha escrito mucho sobre cómo fue descubierta Arlen Ford, y la mayoría de las versiones sigue abundando en un error malicioso. La verdad es que así fue cómo ocurrió: Nelson leyó un anuncio en el The Village Voice sobre un casting para una película de bajo presupuesto que se iba a rodar en el Lower East Side. En fin, lo clásico del sitio adecuado en el momento justo. La película resultó ser la primera obra de Weber Gregston, The Night is Blond, y, aunque Arlen había acudido con su novio más por la broma que por otra cosa y para ver qué se cocía en un casting, le dieron un pequeño papel. Unos años después, en una entrevista, Gregston dijo que había reparado en ella por su forma de cruzar la habitación en su primer encuentro. —Sabe Dios que no solo era preciosa, sino que gozaba de esa presencia carismática que atrae las miradas como un imán cuando entra en una habitación. Tiene un magnetismo muy poderoso. Puede estar ahí sin hacer nada, pero tú no puedes dejar de mirarla. Cualquiera que sepa algo de la vida de Arlen sabe que, a partir de ahí, las cosas pasaron de buenas a malas casi a la misma velocidad. Empezó a acudir a clases de arte dramático, y le encantaron. Luego, Nelson entró en una vorágine de celos paranoicos debido al repentino éxito de su pareja. Si alguien debía entender lo que estaba ocurriendo, por qué de repente el mundo prestaba atención a su novia, era Nelson Crispi, más que nada porque el mayor fan de Arlen era él. Pero creo que, para entonces, estaba tan enamorado de ella que sencillamente se negaba a compartirla. Todo un error por su parte, porque ella ya estaba muy por encima de todo eso. No lo utilizó como un trampolín (como viene a insinuar un malintencionado libro sobre ellos), pero cuando se volvió un llorón insoportable y celoso, la relación no tardó en marchitarse del todo. Un día de invierno, alguien llamó con fuerza a la puerta de mi cuarto, y allí estaba ella. —¿Qué haces aquí? —Vengo al gran partido —dijo, abriendo como platos sus ojos milagrosamente negros—. ¿No hay uno esta semana? Esto es la universidad. ¡Siempre hay un partido de algo! Charlamos hasta tarde, y de este modo rellenamos las lagunas de nuestras vidas entre carcajadas. Había conocido a mucha gente en Nueva York y había hecho todo lo imaginable. Pero la ironía era que, a pesar de la maravilla y la emoción de vivir en Nueva York, se lo pasó en grande durante aquella semana, siendo una más en la universidad. Arlen pensaba que yo era fantástica porque comprendía lo que decía el profesor en la clase de ruso. Me susurró tantas preguntas sobre los trazos de la pintura renacentista en clase de historia del arte, que a las dos nos entró una risa nerviosa. El profesor me lanzó una mirada que hubiese helado la lava. A pesar de mis insistentes protestas, Arlen insistió en acudir a una fiesta de fraternidad. No nos lo pasamos muy bien, y nos fuimos pronto, pero en el escaso rato que estuvimos allí, conseguimos provocar un par de discusiones a gritos y argumentos venenosos entre dos presumidos miembros de la fraternidad. Yo me conformé con llamarlos idiotas y largarme, pero Arlen disfrutaba con la confrontación y siguió espoleando a sus contrincantes. Hay que decir que gozaba de una gran ventaja, porque cada vez que uno de ellos quería argumentar su postura, se quedaba a media frase y se perdía contemplando su magnífica presencia. Lo único que tenía que hacer ella era lanzar una de esas miradas suyas que decían «tú sí que estás bueno», y el otro quedaba desarmado. Su belleza podía adormecer al instante la inteligencia de cualquier hombre. Arlen lo sabía y lo utilizaba en su propio beneficio. Cuando, más tarde, volvimos a casa, hablamos de ello y ella se mostró tan fría como una anguila del Ártico al respecto. —Los hombres quieren acostarse contigo y, después, puede que charlar un rato. Las mujeres queremos hablar primero, mucho, y después, quizá, acostarnos. Eso es lo que he aprendido. Así que, si el mundo funciona así, lo utilizaré en mi beneficio. —Qué frío y calculador suena eso, Arlen. Como si no hubiera hombres agradables en todo el mundo. —Claro que los hay. Pero te daré algo en lo que pensar, Rosey, algo que me ha estado rondando por la cabeza últimamente. Respóndeme a esto: ¿cuántas mujeres notables conoces? Hablo de mujeres inteligentes y sensibles, mujeres con las que pasarías mucho tiempo porque, entre otras cosas, son una gran compañía. Que sepan hablar, que tengan sentido del humor y que no se limiten a actuar de forma pasiva. —Es una pregunta difícil. Necesito tiempo para pensarlo. —¡Bip! Se agotó el tiempo. ¡Error! Apenas necesitas un minuto porque la respuesta es: «casi ninguna». Ninguna de nosotras conoce muchas grandes mujeres. Son rara avis. Y, lo que es peor, por lo general, también sabemos que las mujeres son diez veces más sensibles, reflexivas, etcétera que los hombres, lo que nos deja en un lugar pésimo a la hora de encontrar hombres deseables. ¿Cuántos ganadores genuinos crees que hay ahí fuera esperándonos? Desesperada, la inocente romántica que había en mi interior frunció el ceño. —Esta conversación no me está animando mucho, ¿sabes? ¿Por qué dices todo esto? Con todos los buenos momentos que has vivido... Pero si tu único problema es que hay demasiados hombres dispuestos a cortejarte. —Sí, para llevarme a la cama. La duda es: ¿los quieres en tu vida a la mañana siguiente, cuando te has quitado el maquillaje y puede que tengas gases por la cena? ¿Quieres pasar el resto del día con ese hombre sin hacer nada? ¿Quizá leer el periódico y dar un paseo si hace buen tiempo? ¿Ir cogidos de la mano o pellizcarle el culo, no por una razón emocionante, sino sencillamente porque te gusta? ¿O te imaginas el mismo día en casa porque es febrero y fuera está nevando, pero estás tan satisfecha y concentrada con lo que estás haciendo que, durante largos ratos, te olvidas de que está ahí? Salvo que, al mismo tiempo, sabes que está ahí porque su presencia se suma a la pequeña felicidad de la tarde. Es raro. Lo único que he aprendido, Rose, es a ser cauta. Usa lo que tienes y no dejes que los hombres te aventajen. Jamás. Incluso cuando ames a uno con cada célula de tu cuerpo, las cosas pueden ponerse feas muy deprisa. Incluso cuando creas que te has aprendido de memoria la relación. Aunque seas positiva y conozcas todos sus rincones y sus grietas. No pude comprender por qué se mostraba tan escéptica y a la defensiva, sobre todo a la luz de sus recientes triunfos. Pero ella no me reveló nada más, y después nuestra semana juntas llegó a su fin. Una de las consecuencias de aquella experiencia fue que nos convertimos en devotas de la comunicación epistolar. Hablar por teléfono era divertido e inmediato, y lo hacíamos a menudo, pero a las dos nos encantaba recibir cartas y plasmar toda nuestra perspicacia en el papel para recibir la apreciación y la aprobación de la otra. Arlen había descubierto las cartas de Frank Sullivan y me envió una copia de ese maravilloso libro. Ambas lo citábamos, comentando lo estupenda que sería la vida con un compañero de pluma como Sullivan. Así que decidimos hacerlo. Hacer un voto por el cual, al menos una vez a la semana, nos escribiéramos intentando que nuestras cartas fueran lo más grande de la vida. Es un trato que he llevado siempre en el corazón. Arlen siguió con varios trabajos, sus lecciones de arte dramático y sus audiciones y, finalmente, se marchó a Los Ángeles con una invitación para unirse a la Swift Swuigger Repertory Company. Me deprimí ante la idea de que se fuera tan lejos, pero ya tenía asumido que ocurriría tarde o temprano. También albergaba la idea furtiva de que, si después de licenciarme no tenía las ideas claras, tal vez pudiera acompañarla durante un tiempo, echar un vistazo y ver si el sitio era también para mí. Esa primavera me llamó para decirme que había obtenido un papel muy bueno en una película, que resultó ser Standing on the Baby's Head. ¿Hace falta decir más sobre la carrera de Arlen Ford? Desde el día de su estreno, se convirtió en una estrella con todas las de la ley. Fui a verla nada menos que con Matthew Flaherty el hombre que había estado esperando toda mi vida y el mismo tipo que luego trató de matarme. Puede sonar dramático, pero es la verdad, aunque no es parte esencial de esta historia. Lo importante es que Matthew me mandó a Los Ángeles más deprisa de lo que yo me hubiera podido mudar. Nos conocimos en la biblioteca de la universidad. Yo estaba estudiando para un examen e hice una pausa para ir al servicio. Cuando volví, allí estaba el hombre más guapo del mundo, con mi libro de historia de Rusia en su mano pecosa, contemplándolo con una expresión de entera concentración. Era alto y viril. Trabajaba en el ferrocarril, pero acudía a la biblioteca siempre que tenía tiempo para leer y pensar. En los bolsillos del pantalón llevaba una colección de poesías de alguien de quien yo no había oído hablar nunca. Podían leerse líneas como estas: Te he abandonado mi aliento. Está ahí, tibio y secreto, junto a tu oído, en tu cuello. Contra tu garganta. ¡Eeeh! ¿Estás de broma? Yo era una niña mimada de universidad, que creía saber lo que quería porque estudiaba Psicología y leía sombrías novelas rusas. Ergo era la perfecta pija tonta para aquel salvaje del ferrocarril, de cuyo bolsillo sobresalían renglones de poesía y que sentía un evidente interés por mí. El hecho de que fuera un obrero y jamás hubiese ido más allá del instituto lo hacía cautivador y me partía el corazón. También fue el primer amante al que le importó que me gustara lo que hacíamos. Durante algún tiempo, la vida fue sinónimo de éxtasis. Hasta que empezó a decir que no le caía bien ninguno de mis amigos. Para agradarle, no salíamos con nadie las veces que venía a verme. Nimio sacrificio. Nos encerrábamos en mi cuarto, en la cama, o en su coche, e íbamos y veníamos donde él quería. Todo me parecía bien, pues nos envolvían el amor y la lujuria. Solo pasaba los fines de semana. El comienzo del fin se produjo en un bar, cuando un hombre, unos taburetes más allá, se me quedó mirando. Matthew le lanzó una jarra de cerveza a la cabeza. Sangre, cristales rotos, caos. Estaba tan asustada y asombrada, que no le dirigí la palabra en un mes. Dejaba flores delante de mi puerta, regalos, escribía cartas. Lo intentó con tanto ahínco que me sentí tan halagada como asustada había estado hasta entonces. Al final accedí a quedar con él para tomar un café. Era el rey del encanto, y se mostró simpático y con un comportamiento de lo más decoroso. Y yo lo echaba de menos. Deseaba extender la mano sobre la mesa y tocarle la boca. Volvimos a empezar, y una noche acabamos en la cama, a falta de una semana para mi graduación. Hicimos el amor y estuvo muy bien. Los dos estábamos cansados y nos quedamos dormidos enseguida. No sé cuánto tiempo pasó, pero me despertaron sus ronquidos. Roncaba tan alto, que no pude reprimir una sonrisa. Le di un golpecito en el brazo, pero no funcionó. Susurré, luego hablé con tono normal y, al final, le di un golpe más fuerte. Nada funcionaba. Con la sonrisa aún prendida de mi cara, le apreté dulcemente la nariz con dos dedos. Respiró una vez; su garganta se atragantó y se bloqueó. Finalmente se sacudió con fuerza y se despertó de golpe. Me agarró la mano y me la retorció hasta que empecé a gritar. —No me vuelvas a tocar mientras duermo —dijo, y me dio una bofetada con todas sus fuerzas. Luego me dio una paliza. Se supone que, si tienes suerte, nunca debes tener miedo en tu propia cama. Olvida el sexo. Sueño y agotamiento, la almohada que tan bien conoces, la luz apagada: ahí es donde puedes bajar del todo la guardia. Puedes dejarla en un rincón, junto a una pila de ropa aún tibia. Los holandeses dicen que no hay sonido más placentero que el tictac del reloj de tu propia casa. Y cuando te metes en tu propia cama, es incluso mejor. Pero cuando sale mal, cuando has cometido el error básico de invitar a tu cama a la persona equivocada, para dormir o hacer el amor, oh, eso puede convertirse en la peor de las pesadillas: pasas de la comodidad del sueño en tu propia cama al terror más descarnado. No quiero hablar de ello. Perdonadme, pero no puedo. Me pegó hasta que empecé a sangrar y quedaron mechones de mi pelo sobre la cama y pegados en su camiseta. Grité hasta quedarme sin voz. Mis despreciables vecinos, cuyos niños había criado, no hicieron nada durante media hora. ¿O fueron tres cuartos? No lo sé. La policía no llegó hasta pasada una horrible eternidad, cuando me habían llevado a golpes más allá de la histeria. Para entonces Matthew estaba arrodillado delante de mí, llorando y disculpándose. «Por favor, por favor, por favor. Te quiero tanto. Oh, cariño...» Lo soltaron dos días después. Lo primero que hizo fue volver a mi apartamento. Yo me encontraba allí porque tenía que ocultar las marcas de la cara. Abrió la puerta con la llave que le había dado para celebrar nuestro primer mes juntos. —¡Rose, cariño, estoy en casa! ¿Estás ahí? Eso fue exactamente lo que dijo. En cuanto oí su voz, me eché a gritar. El corrió hasta la habitación y me cogió del pie justo cuando intentaba saltar por la ventana. En esta ocasión, los vecinos actuaron más deprisa y llamaron antes a la policía, pero no lo bastante rápido. En los pocos minutos que tardaron en llegar, mi amante me había golpeado en el cuello, me había arrancado el pantalón de chándal y, tras arrojarme al suelo, había empezado a violarme. Entonces vi el zapato. Nuevo, negro, de tacón alto. Me los estaba probando cuando entró por la puerta y dijo mi nombre. No tenía intención de acudir a la ceremonia de graduación con una cara que parecía carne pasada, pero los zapatos eran nuevos y me apetecía probármelos en la seguridad de mi pequeño dormitorio. Y allí estaba uno de ellos, en el suelo. Yo estaba tumbada de espaldas, tosiendo a causa de uno de los puñetazos, mientras sentía cómo intentaba penetrar en mis secas entrañas. Él tenía los ojos cerrados y su expresión era de paz. Me zafé, apenas lo justo para respirar y vi el zapato. Mi mano ya casi estaba a su lado, lo agarré y lo golpeé con todas las fuerzas que pude reunir. Uno, dos, tres. Al tercer golpe, dejé de notar resistencia: ya no había hueso duro ni tensa carne debajo. Solo algo blando, muy blando. Su cuerpo se tensó, lanzó un ruido terrible y extraño y se apartó de mí entre rugidos. El tacón de punta metálica había acabado justo en su ojo derecho, en esa masa gelatinosa que formaba parte de su mirada perfecta, y lo había destruido. Que Dios bendiga a las víctimas de violación. Alma apuñalada la de quien ha visto un rostro demasiado cerca como para olvidarlo, sentido las manos hambrientas y el calor del aliento ajeno, perdido todo poder y toda esperanza. Quien no es capaz de entrar en su cuarto de baño o recibir nunca más a un amante sin verse acosada por los recuerdos. Una vez, mi cuerpo dejó de ser mío. Alguien malo se lo llevó y nunca me lo devolvió. Que Dios te bendiga, pues sé lo mismo que tú. Llamé a Arlen y, como buena amiga que era, cogió el primer vuelo a la costa este para estar conmigo. Me pidió que me fuera con ella, que retozase bajo el sol sin hacer nada durante todo el tiempo que me diese la gana. Ella se encargaría de todo. Describió la vida en Los Ángeles como una mezcla entre The Dating Game y el mejor almuerzo imaginable. Lo cierto es que yo no entendía muy bien lo que quería decir con ello, pero ¿qué alternativas me quedaban? ¿Graduarme y, una vez que se me hubiesen curado las heridas para no tener que dar explicaciones a nadie, regresar a casa y seguir viviendo? Todo lo que conocía se había terminado; todo aquello que había vivido o en lo que había confiado estaba acabado o muerto. Por aquel entonces, Arlen se encontraba en un período de descanso entre películas, así que no paraba de llevarme a todas partes, enseñándome las vistas y tratando de levantarme los ánimos. Lo más irónico es que, al cabo de dos semanas en California, ya no necesitaba levantarme los ánimos. Me encantaba estar allí, y estaba ansiosa por averiguar todo lo que me fuera posible acerca de ese sitio y su funcionamiento. A través de un amigo suyo conseguí un empleo como agente publicitaria para un estudio cinematográfico. Era un trabajo interesante, frenético y extrañamente satisfactorio. Hice amigos, trabajé duro y volví a tener citas. Por insistencia de Arlen, seguí viviendo con ella. Estábamos muy bien juntas y, como ocurre con la gente que tiene una carrera meteórica, a ella le gustaba estar con alguien que la conocía desde los viejos tiempos y aún la quería. Hizo Lazy Face y Mother of Pearl seguidas. Las críticas no fueron muy buenas. Decían que era fácil confundir la intensidad con la convicción. Decían que solo había sido suerte, dado que hasta el momento había trabajado con grandes actores que la habían acogido bajo su protección y habían sabido sacar lo que querían de ella. ¿Ah, sí? En contra del criterio de su agente, Roland Jacobs, accedió a rodar The Kingdom of Jones, con un excéntrico director inglés. El hombre hizo una completa chapuza con la película, pero no con su interpretación. Cuando regresó del rodaje en Austria, me dijo que se había enamorado de Viena y que, cuando tuviera dinero suficiente, se compraría una casa allí. Una de las pocas cosas que no podía comprender de mi mejor amiga era su gusto con respecto a los hombres. Mientras vivimos juntas, tuvimos interminables charlas sobre qué debería tener don Perfecto. Estábamos casi de acuerdo en las cualidades, pero luego ella se liaba con el tío más extraño o el más aburrido del mundo. Estrellas del rock con más tatuajes que neuronas, actores o ejecutivos que se miraban demasiado al espejo y tenían convulsiones si no había un teléfono cerca... Tuvimos muchas dobles citas, y las conversaciones en torno a la cena siempre versaban sobre nuevas dietas o desgravación de impuestos, drogas nuevas y maravillosas o gurús personales. Yo siempre le decía que podía aspirar a mucho más, y ella estaba de acuerdo, pero entonces se presentaba otro aspirante a su puerta con un Cobra de serie limitada y el inevitable corte de pelo estilo palomino. Durante el rodaje en Austria, yo empecé a salir con su agente, Roland. Era un poco mayor que yo, lo que me hizo tener algunas dudas cuando las cosas pasaron de la diversión a algo muy bueno y, finalmente, a «aquí está pasando algo». Cuando Arlen regresó y le dije lo que estaba pasando, me abrazó y me dijo que estaba celosa. Le pregunté si Roland y ella habían estado juntos. —¡Ojalá! —dijo con un gesto de la mano—. No, se lo insinué hace algún tiempo, pero me dijo que no era su tipo de la forma más delicada posible. Eres una chica afortunada. La única historia que quiero contar sobre el hombre con el que me casé tiene que ver con la primera vez que hice el amor. Siempre había tenido una regla muy irregular, tanto, que siempre llevaba tampones en el bolso. Dios sabe que no me habría acostado con Roland aquella noche de saber que me vendría la regla. Pero llegó, y me abochornó como nunca. Normalmente, ese tipo de cosas no me molestaban, aunque estuviera con un amante nuevo. Ámame, ama mi cuerpo y su funcionamiento. Pero hay que admitir que acostarse con alguien por primera vez es un momento delicado. Multiplica eso por diez cuando lo haces después de que te hayan violado. Justo en el mejor momento, los dos notamos que estaba más húmeda de lo normal. Las luces estaban apagadas. Las encendí y solté un chillido. Mi cama parecía el escenario de una masacre. Había sangre por todas partes. Me levanté y corrí hacia el baño para buscar una toalla húmeda o una esponja, o sencillamente esconderme. De pie, sobre las frías baldosas del limpio suelo del baño, dejé caer la cabeza, mientras repetía una y otra vez: —No me lo puedo creer. ¡No puedo creer que esto haya pasado precisamente ahora! Cuando tuve el valor de regresar al dormitorio, Roland ya estaba amontonando las sábanas mientras silbaba. Cuando me vio, dejó el montón en el suelo y extendió los brazos como un cantante de ópera. —¡Adoro a las mujeres dramáticas! A la mañana siguiente tuvo que marcharse temprano para una reunión. Un par de horas más tarde, cuando abrí la puerta para recoger el periódico, me encontré con una caja de detergente en el escalón, que contenía un centenar de rosas. La nota que tenía pegada estaba escrita con la letra enrevesada de Roland y reproducía una cita de Ana Karenina, mi novela favorita: «Su corazón se detuvo ante la proximidad de su felicidad». Unos meses más tarde, Arlen me preguntó si querría ser su mánager personal, consejera profesional o como quisiese llamarlo. Ganaría tres veces lo que hasta entonces y, según me dijo, el trabajo sería desafiante, pero nada difícil. Gran parte de él consistía en hacer lo mismo que ya estaba haciendo en el estudio. Aun así, al principio dudé. Pero viviendo con ella había descubierto que, cuanto más famosa se hacía, más perpleja y nerviosa le hacía sentir un mundo que nunca se estaba quieto el tiempo suficiente para que se le pasara el mareo. Viniera de mí o de cualquier otro, lo que estaba claro es que necesitaba ayuda. Durante la cena en la que se suponía que Roland me ayudaría a decidirme, cambió el guión para proponerme matrimonio. Dijo que en ese preciso momento le importaba muy poco el destino de Arlen Ford. Lo único que ocupaba su mente era el nuestro, y no estaba dispuesto a hablar de otra cosa. Le dije que hacía tiempo que sabía que quería casarme con él, lo que le dejó sin palabras. Pero después, tras deleitarnos un rato con abrazos y champán, volví al tema citando el dicho popular según el cual hay que elegir el trabajo con más cuidado que el marido, porque al final pasarás más tiempo con él. Obviamente, la situación conllevaba riesgos, especialmente ahora que Roland y yo íbamos a casarnos y los lazos entre los tres se hacían cada vez más íntimos (o claustrofóbicos). Al final accedí por todas las razones evidentes, pero sobre todo porque Arlen decía que me necesitaba, y era verdad. Nunca olvidé lo que había hecho por mí cuando yo la había necesitado. Probaría con el trabajo. Si al cabo de seis meses la cosa no funcionaba, cualquiera de las dos podía apretar el botón de eyección. Pero ella insistió en completar el período mínimo de seis meses, como poco. Pensaba que nos llevaría la mitad de ese tiempo acostumbrarnos a trabajar juntas, y otros tres habituarnos a hacerlo contra el mundo. Lo dicho, seis meses. La cosa se prolongó siete años. Durante ese tiempo, entre alegrías y desdichas, aprendí dos cosas. Uno: sospecha de cualquiera que utilice su segundo nombre como indicativo de capacidad profesional (Mark Gary Cohen, Susanne Britanny Marlon, Bla Bla Smith). Parecía que, cada vez que entrábamos en contacto con una de estas trilogías, todo acababa en un desastre. El médico que trajo al mundo a nuestro hijo tenía tres nombres y su incompetencia estuvo a punto de costarme la vida. La pobre Arlen se relacionó con varios productores de tres nombres y las películas resultantes fueron auténticas debacles o quedaron olvidadas al cabo de una semana. La otra cosa que aprendí es que, cuando algo se cae, nunca trates de cogerlo hasta que llegue al suelo. Deja que se caiga. Si no, lo cogerás por el borde malo y te harás daño. Naturalmente, esto es aplicable tanto a los objetos como a las personas, incluida yo. Durante esos siete años, tuve una aventura y dejé de escuchar a mi buen marido, que siempre trataba de cogerme mientras yo caía en la mentira y la necedad, y hacía sufrir a los que me querían. Terminó cuando me di cuenta de que estaba a punto de estrellarme contra el suelo del egoísmo terminal y el deseo. Sobreviví, aun sin merecerlo. Así que no deja de ser irónico que fuera yo quien siempre tratara de coger a Arlen en sus múltiples caídas. El mundo del cine está lleno de gente de gran éxito que nunca cree en lo genuino de sus triunfos. A juzgar por la enormidad y, en ocasiones, inmediatez de los cambios drásticos del destino en estas altas esferas, hacen bien en ser tan inseguros. Recuerdo especialmente una vez que fui con Arlen a una fiesta que se celebraba en Malibu Colony, donde se congregaban todos los famosos y poderosos. Había muchos peces gordos pululando por el salón. A primera vista parecía una relajada reunión de dioses enfundados en vaqueros que compartían divertidas anécdotas de la industria. Pero todos parecían tener la mandíbula tensa y cara de estar a punto de entrar en erupción. Sus historias eran geniales, pero cada una tenía que ser más importante y más graciosa que la anterior. Esa gente no se escuchaba, sino que planeaba qué decir cuando volviera a tener la palabra. Era agotador contemplar el modo en que competían por el aprecio y las atenciones. Era como si quisieran aspirar cada gramo del aire de la habitación. Me levanté y salí. Por desgracia, Arlen era una de ellos. Empezó siendo una actriz cuyos recursos eran el talento y la belleza. Pero después, la comunidad cinematográfica primero y el mundo después, le preguntaron: «Eso está bien, pero ¿qué más puedes ofrecer?». Ella se indignó. «Os he dado todo lo que soy. ¿Cómo podéis pedir más?» Guardaron silencio, pero llegó un momento en que sus películas dejaron de tener tanto éxito y la gente empezó a hablar de ella en pasado. Le entró el pánico, y su vida personal empezó a dar bandazos como una bola de pinball. Hubo aventuras amorosas malas y autodestructivas que, en un caso, culminaron en tres meses en un centro de rehabilitación por abuso de cocaína. También hubo decisiones equivocadas que terminaron en un comportamiento propio de estrellas en declive; fue portada de revistas de segunda que se alimentaban de fracasados, iracundos y miserables. La foto de su salida del avión en el aeropuerto de Roma, con una terrible expresión en la cara y el brazo preparado para asestar un puñetazo al fotógrafo, ¿era la verdadera Arlen, o la estrella de cine? ¿Con ese aspecto tan envejecido e histérico? ¿La mujer que siempre quisimos ser o tener a nuestro lado? Empezó a caer y a darles lo que querían. Eso bastó para que se indignaran y quedaran fascinados por ella a un tiempo, pero ahora por las razones equivocadas. Había demostrado que era humana, y siempre nos sentimos más cómodos con personas que con dioses. El gran final no llegó con la muerte o las drogas, sino con un sándwich de atún. Una noche, al regresar de una fiesta, Arlen encendió la luz de su salón y descubrió a una mujer de mediana edad sentada en su sofá, con un sándwich de atún envuelto en una mano, y la palanca con la que había forzado la cerradura en la otra. —Se te ve muy delgada en tus películas, Arlen. Sabía que necesitarías esto. Cómetelo. Ya no quedaba lugar en el que esconderse, ni siquiera en su propia casa. Así que, por suerte, hizo algo muy inteligente: se marchó un año a su amada Viena (sola), a la caza de casas. Se compró una encantadora joya Jugendstil a las afueras de Weidling, un tranquilo pueblo a nueve kilómetros de Viena. Su nueva casa estaba en la cima de una colina, en medio de un viñedo con una vista panorámica del Danubio. Era un sitio precioso, pero en pésimas condiciones. Cuando terminó la restauración, Arlen se había gastado en las obras casi tanto como en comprar la propia casa. Sus cartas de entonces (nos había prohibido llamarla a menos que fuese una emergencia) solo trataban de la restauración de una casa en un país extranjero cuyo idioma apenas comprendía. Se había teñido el pelo con henna, había dejado de maquillarse y se había apuntado en Berlitz a un curso de alemán para principiantes al que iba cuatro días a la semana. Cuando no estaba supervisando las reparaciones o repasando tiempos verbales, se dedicaba a recorrer Austria en su coche nuevo. Sus relatos sobre adquisiciones de vino en pequeños pueblos de la frontera con Hungría, con nombres como Rust y Oggau, se convirtieron en un clásico. Cenó jabalí una noche nevada de diciembre y se dejó llevar de vuelta al siglo XV. Descendió en kayak el Danubio, cuya corriente la llevó por entre castillos y ruinas donde Ricardo Corazón de León estuvo prisionero. Había tenido que detenerse en estrechos caminos montañosos para dejar pasar a los carros de caballos que, cargados de heno o niños pastores, encabezaban la marcha de rebaños de ganado entre el clamor de los cencerros. Sus amigos eran gente del pueblo, una pareja que regentaba el Tabak local, y un anciano que criaba halcones en Wienerwald. Algunos sabían quién era, pero la mayoría no. Sin embargo, a tenor de sus cartas, a nadie le importaba. Una de las cosas buenas de vivir allí era que los austríacos no se dejaban impresionar por los famosos, a menos que fueran directores de orquesta famosos o célebres cantantes de ópera. Leonard Bernstein y Jessye Norman eran asediados por cazadores de autógrafos por la calle; Arlen Ford no. Y eso le encantaba. En una de sus cartas dijo: «A veces, viviendo aquí, me siento como una niña que se esconde de sus padres bajo las sábanas de la cama. Sé que se enfadarán cuando me encuentren, pero, hasta entonces, aquí se está caliente, y es un lugar acogedor y seguro. Tengo la sensación de que si me quedo quieta, es posible que nunca me encuentren». Todo un anhelo. El mundo no tardó en reparar en su desaparición, y empezaron a surgir rumores. Después de ese que aseguraba que se había suicidado (y aún no se había encontrado el cuerpo), Roland emitió una nota de prensa para decir que estaba vivita y coleando, sana y de viaje por Europa. La gente cree lo que quiere. Unos comentaban que estaba en un centro de rehabilitación tratando de deshacerse de sus malos hábitos con las drogas y otros que se estaba muriendo de cáncer en la clínica Mayo. Algunos incluso aseguraban que se había casado y vivía en Oslo. Le envié los recortes. Su respuesta fue: «Al menos no se han equivocado de continente. Por favor, pregunta a tu marido si casarme en Oslo sería un buen cambio en mi carrera». Nos preocupaba, pero también sabíamos que era feliz lejos, en su nueva vida anónima. Mientras estuvo fuera, lo cierto es que las ofertas de trabajo no faltaron. Roland envió innumerables cartas a Viena por Federal Express, en las que enumeraba los muchos papeles que le estaban ofreciendo, por no hablar de los ingentes salarios que les iban de la mano. Su respuesta era siempre que no. Estaba demasiado satisfecha, demasiado implicada en su trabajo con la casa, y aún no estaba lista para regresar. Una de las pocas veces que nos llamó, le pregunté a bocajarro si pensaba que algún día estaría preparada para volver. —No me fustigues por ser feliz, Rose. Si lo haces, es que no eres mi amiga. Tenía razón, y me sentí muy mal por ello, hasta que me di cuenta de que no había formulado la pregunta con tono perentorio. Solo quería saber si algún día volvería a actuar. Como Roland estaba escuchando por el otro teléfono, le pregunté si mi voz había sonado dura o acusadora. Convino conmigo en que la respuesta de Arlen se debía al sentimiento de culpa por dejar de lado una vida que a millones de personas les gustaría llevar. —Sí, pero esa vida la estaba destruyendo. No le quedaba nada. —Puede que sí, o puede que no —me dijo él encogiéndose de hombros—. No olvides que la culpabilidad está en su historial. En cierto sentido ahora es más feliz, pero ambos sabemos cuál es su potencial y su talento, por muy bien que se le dé reparar puertas o plantar rosas. Algo en su interior clama por volver a actuar. Cuanto mayor es el talento, más numerosas son las voces que se alzan en el interior para declarar su desacuerdo con lo que está haciendo. —¡Eso es una tontería! ¿Por qué debería nadie sentirse culpable por ser feliz? Se acercó y me rodeó con los brazos. Su olor adorable y familiar me envolvió de repente, mientras su pesada barbilla se apoyaba sobre mi hombro. —La verdadera felicidad no dura mucho. Si va más allá de una semana o un mes, cada una de nuestras partículas empieza a gritar que algo no marcha bien. ¡Fuego! ¡Hombre al agua! ¡Llamad a la poli! Nuestras narices se tocaron. —¿Eso crees? Me besó. —Sí. Queremos la felicidad, y trabajamos duro para obtenerla. Pero cuando llega, la miramos por encima del hombro en busca de una factura o... Yo detestaba aquella idea. Era la verdad, pero la detestaba. Para impedir que añadiera cualquier otro comentario horrible, posé una mano sobre su boca y luego mi boca sobre la mano. Nos quedamos mirándonos hasta que él cerró los ojos. Cuando acabó la restauración de la casa, Arlen nos invitó a pasar unas semanas en Austria con ella. Como siempre, Roland tenía demasiado trabajo y dijo que le sería imposible. Quemé todos los cartuchos y le di tantas razones para ir que logré arrancarle el compromiso de pasar diez días en Europa. Volamos directamente a Viena, donde nos recibió una señora Ford curiosamente apocada. Ambos esperábamos verla exultante, llena de esa avidez por la vida y esa energía que la habían caracterizado en California. Era de esperar a juzgar por sus encendidas cartas. Pero, mientras conducía de vuelta al pueblo, apenas dijo nada, y se limitó a responder a las preguntas con monosílabos. Yo me debatía entre disfrutar de las magníficas vistas y extraerle toda la información posible sobre la nueva Arlen Ford. Me la quedé mirando en busca de alguna pista en su expresión. Su pelo desgreñado indicaba algo. No sabía qué exactamente. Se había hecho un corte masculino, y en su nuevo perfil apenas quedaba nada de la famosa Arlen Ford. Las arrugas de la cara no habían desaparecido, pero se habían suavizado, a pesar de que apenas llevaba maquillaje. Fuese lo que fuese lo que le había pasado en su nueva vida europea, no tenía la misma cara que en Hollywood. Pensé que estaba más guapa que nunca. Mientras conducía a la vera del Danubio, a pocos kilómetros de su casa, Roland se inclinó hacia delante desde el asiento trasero hasta ponerse justo detrás de mí y dijo: —No hablas de forma diferente, Arlen, pero tu aspecto es algo más puritano. Probablemente se deba a esta vida espartana que estás llevando. Ella lo miró por el espejo retrovisor y se humedeció los labios. —Están pasando muchas cosas de las que tengo que hablaros. Sabéis cuánto os quiero, pero me resulta extraño teneros aquí. Sois estadounidenses de Los Ángeles y esto es Viena. Me siento como si hubiese estado viviendo en un claustro durante todos estos meses y esta fuese la primera vez que me dejan recibir visita. —Ya, para nosotros los de Hollywood tú eres Ford, la estrella de cine. Para Viena, eres la hermana María Teresa del claustro. —¡Exacto! Bueno, no del todo, porque Weber Gregston está en casa. Lleva aquí unos días. Irrumpió en el claustro y me sacó de allí antes de que llegarais. —¿Weber está aquí? ¿Por qué? —Quiere que participe en una nueva película. —Le habrás dicho que no. —Roland, podría ser un papel demasiado bueno para dejarlo pasar, maldita sea. Roland me agarró de la nuca y dio un rápido apretón. —¿Vamos a hablar de ello ahora o esperamos a que termine mi arrebato? —Esperaremos y lo hablaremos juntos. Quiero que Weber esté presente. También es parte de la familia. Pero ahora no. ¿Queréis ver el hospital donde murió Franz Kafka? Está aquí al lado. Ciertamente, en Viena era una persona muy distinta a la que yo había conocido. Su casa era la primera prueba de ello. El interior estaba tan vacío que me entraron escalofríos. Su vivienda de Los Ángeles estaba llena de artilugios procedentes de todas partes (rastros, tiendas de antigüedades, los diferentes países en los que había rodado). Yo adoraba la vida que rebosaba y su encantadora excentricidad. En comparación, la casa de Viena era lúgubre. Un sofá de cuero negro y una exquisita alfombra china en tonos blancos y negros era todo el mobiliario del salón. Estaba tan vacío que se podría jugar a los bolos. Sin embargo, en comparación con el resto de habitaciones, aquello parecía tan atestado como una exposición de muebles en época de rebajas. El suelo era de un parqué con un acabado primoroso y las paredes de color blanco nube. En su dormitorio había un sillón de lectura, incluso una televisión sobre el suelo, en un solitario rincón. A Arlen le encantaba ver las noticias y tratar de entender el alemán. Pero, ¿dónde guardaba la ropa? ¿Y las elevadas pilas de libros que solía haber en cualquier residencia Ford? ¿Y la radio? ¿Y los lapiceros? ¿Cazuelas y sartenes en la cocina? Había una cazuela y una sartén. ¿Dónde estaba el resto? ¿Dónde estaba todo lo que conforma la vida diaria de cualquiera? No pregunté, más que nada por temor a que no hubiera nada más. Cuando dimos por terminada la gira por la casa, le dije que parecía el decorado de un documental sobre el budismo zen. Ella asintió con una sonrisa que delataba que mi comentario le había resultado satisfactorio. No pude resistirme a preguntarle si tenía pensado comprar más mobiliario, o al menos un cuadro. Dijo que no. Así era como veía la casa. Es más, así era como veía su vida en esa casa, y eso le agradaba. Solamente lo esencial. Por fortuna, Weber entró en ese momento. De no ser así, nos habríamos encallado en un silencio inesperado para lo poco que hacía que habíamos llegado. El hombre controlaba a duras penas la correa de un cachorrillo de pelaje dorado rojizo y patas largas que avanzaba haciendo mucho ruido sobre el escurridizo suelo de madera. Antes de tener la oportunidad de decir nada, Weber lo soltó y el animal galopó hacia nosotros a toda velocidad. Primero saludó a Arlen, dio un brinco y se volvió hacia mí, luego brincó de nuevo y se acercó a Roland, a continuación a Arlen y finalmente regresó con Weber: la exacerbada alegría que solo un perro puede sentir en una habitación llena de caras extrañas. Era Minnie, la viszla que había comprado un día de viaje por Sopron, Hungría. Tanto la perra como mi amiga parecían igual de contentas de verse. Los animales no me gustan demasiado, pero como al resto del universo sí, contuve la lengua. Debo admitir que cuando veo a alguien hacer carantoñas a un perro, gato o cualquier otro cuadrúpedo, me siento indiferente, vagamente repelida o suspicaz en cuanto a su olor. Hacía años que no veíamos a Weber. Aparte de ser un genio con todas las letras (lo digo sin el menor asomo de duda), es un tipo genuinamente bueno. Roland y yo nos alegramos mucho de que estuviera allí. En los días que siguieron, las pausas y los silencios caían demasiado a menudo sobre nuestras conversaciones con Arlen, como una nevada que todo lo insonorizaba. Como era de esperar, Weber era quien los rompía con una anécdota graciosa o un pensamiento que aireaba la atmósfera. Me la imaginaba callada durante semanas cuando estaba sola. Weber y ella habían estado juntos unos años atrás, curiosamente no durante un trabajo, sino después. Ella contaba que una noche fue a visitarla al plató y esa misma noche se fueron a vivir juntos. Yo siempre deseé que la relación funcionara, porque era un tío realmente bueno, pero Hollywood no es el mejor sitio para mimar una relación, y mucho menos sus matices más delicados. Allí las parejas son puro nervio y competitividad, gente creativa que sufre cambios de humor tan radicales y horrorosos como los gritos de Tarzán en las lianas. Aguantaron juntos casi un año (todo un récord para Arlen) y, en cierto modo, se separaron amistosamente. La mutua ausencia hizo que sus corazones se volvieran más tendentes al afecto. En los años siguientes entablaron una gran amistad a través del teléfono. Hicieron un trato: cualquiera de ellos podía llamar al otro en cualquier momento o a cualquier lugar si necesitaba ayuda o simplemente un oído amigo. Ella nunca había hecho un trato así conmigo y, presa de la indignación, se lo dije. Me respondió diciendo que con los amantes se hacen tratos que uno nunca podría suscribir con nadie más, y lo cierto es que era verdad. Cuando su estrella empezó a apagarse, Weber continuó escalando posiciones, pero siguieron en contacto. Él no dejó de pedirle que participara en sus películas. Al principio, Arlen estaba demasiado ocupada. Más tarde, confundió su interés con lástima y lo rechazó. Weber llegó al punto de pedir a Roland que interviniera, pero todos sabíamos que eso nunca funcionaría con Arlen. Ella gobernaba su propia nave. Todos nos emocionamos al saber que estaba barajando la posibilidad de volver a trabajar en esta nueva película. Sin embargo, los días pasaban y ella seguía sin decir nada al respecto. Finalmente, Roland se hartó y se llevó a Weber y a la perra a dar un paseo. Fusiló a Weber con preguntas sobre el proyecto. Cuando regresaron, mi marido lucía una sonrisa que solo le veía después de una sesión de buen sexo. —Que Dios me asista si no acepta este papel. —¿Que Dios te asista en qué? ¿Qué vas a hacer, retorcerle el brazo hasta que acepte? ¿Contratar a uno de los sicarios de Corleone para que le dispare en las rodillas? —Rose, ¿qué te pasa? ¿Por qué estás tan gruñona de repente? ¡Espera a escuchar de qué va la película al menos! —Mientras estabais fuera, me senté en el porche para contemplar esto, el río, todo. Eso de ahí es el Danubio, ¿sabes lo que quiero decir? Es el Danubio y esto es Europa... Es un sitio realmente maravilloso, aunque sea como un monasterio. Aquí disfruta de una buena vida. No es nuestra vida, ni lo que queremos hacer, pero ella es feliz. Se nota por su aspecto y por su forma de hablar. ¿Qué ventajas tendría para ella volver a toda esa mierda? Tiene dinero y está harta de fama. Los hombres le han contagiado enfermedades; tomó demasiadas drogas y sus películas empezaban a ser malísimas, y ella lo sabe. Ni siquiera ha cumplido los treinta y cinco, pero ya ha vivido toda una vida. Como amigos suyos que somos, ¿no deberíamos animarla a que se quedara a vivir aquí, si eso es lo que le gusta? Meneó la cabeza. —Mira, los dos la queremos y nunca hemos actuado en contra de sus intereses. Si lo que quiere es pasar un tiempo aquí junto al Danubio, estudiando alemán y haciendo tortas, perfecto. No es una mala vida; nunca he dicho que lo fuera. Pero, por lo que ha estado diciendo, es obvio que para ella no se ha terminado lo de actuar. Honestamente, no creo que se haya hartado de ello. ¿Recuerdas que la otra noche dijo que seguía queriendo trabajar con Scorsese? Puede que llegue a su cupo cuando haga esta con Weber. Pero si no la hace, entonces es que está loca. Es, sin lugar a dudas, el mejor papel que le han ofrecido en años. Material de Óscar. Deja que te cuente de qué va la película, se te pondrá la carne de gallina. Durante nuestro último día en Austria, los cuatro dimos una larga caminata con Minnie desde Weidling hasta Grinzing por el Wienerwald, donde pasamos la mayor parte de la soleada tarde en un Heurigen, una de las terrazas para tomar vino más famosas de Viena. El vino blanco era joven y fuerte y la comida una delicia: cerdo asado con schmalzbrot, y camembert muy frito con preisselbeeren. Minnie estaba sentada a los pies de Arlen, muy atenta, y su hocico negro y brillante se alzaba periódicamente hacia el borde de la mesa, como un periscopio a la caza de esos aromas tan apetitosos. Ese día debió de engordar varios kilos gracias a los trozos que todo el mundo le daba. Después de comer y reposar como gatos al sol, tomamos un taxi de vuelta a la casa. Una vez allí, mientras el sol de la última hora de la tarde invadía el salón, Arlen pidió a Weber por fin que nos contara el argumento de su nueva película, Wonderful. Ya lo conocíamos todos, gracias a la charla que habían mantenido agente y director, pero, descrito de nuevo, el proyecto seguía pareciendo irresistible. Al menos por un tiempo. El problema era Weber. Era un gran director y un artista cargado de buenas intenciones, pero como descriptor era pésimo. Estaba claro que su talento radicaba en su mirada y su imaginación, no en su elocuencia. Tanto le costaba contar la historia, que me sentí tentada de decirle que se pusiese a saltar y a bailar para interpretarla en vez de relatarla. Cuando miré a Roland, supe por la rigidez de su boca que pensaba igual que yo. Sabíamos que era una obra extraordinaria. Sin embargo, por la forma que tenía de presentarla su creador, guionista y director, la oportunidad única parecía el ensayo cinematográfico de un vendedor de zapatos de Idaho. A mí la historia me había cautivado desde el primer momento y había logrado conmoverme hasta límites insospechados. Mientras Weber hablaba, tenía ganas de interrumpir con ideas y sugerencias, aclaraciones y comentarios entusiastas. Pero me contuve hasta que él terminara. De lo contrario, el objeto de nuestros afectos se hubiese dado cuenta de que estábamos compinchados para convencerla. Tonta de mí. Estúpida de mí. Condenamos lo que no comprendemos. Hacia la mitad del monótono discurso de Weber, Arlen interrumpió y empezó a hablar. Empezó con un «¡No, no, Weber! ¡Es mejor que eso!», y luego tomó el testigo del relato como si él ni siquiera estuviese en la habitación. Su voz empezó a impregnarse de emoción. Dio vida a una historia mágica con la energía y el talento de quien era capaz de mantener la atención de una sala siempre que quisiera. Era una estrella que contaba una historia que le encantaba, una historia tan grande como su habilidad para relatarla. Incapaz de hacerlo mientras seguía sentada, se levantó y empezó a moverse entre una creciente fiebre de acentos y acciones, diálogos y ángulos de cámara, fundidos en negro y antecedentes. Hizo que Wonderful resultara maravilloso. Yo estaba tan embelesada con su mágico relato, que me costó bastante arrancar la mirada de la maravillosa interpretación para ver cómo se lo estaba tomando Weber. Estaba sentado en el sofá, con las manos aferradas a las rodillas y la expresión revestida por una sonrisa de triunfo. ¡La había engañado! ¡Le había tendido una trampa! Nos había aburrido a todos adrede para que Arlen tomara la batuta y contara la historia de la forma en que creía que merecía ser contada: con el entusiasmo y el deleite de una celosa conversa, de alguien que ha quedado fascinada tras contemplar la luz y se ha comprometido a participar en el diseño. Su plan funcionó a la perfección. Cuando Arlen terminó, era la persona más emocionada de la habitación. Podía ver el futuro, y era suyo. Terminó describiendo su papel. A juzgar por su tono de voz, si la película hubiese sido una casa en venta, ya la habría comprado, se habría mudado y estaría leyendo una revista en su estudio. Permanecimos sumidos en un profundo silencio, fascinados los tres por su interpretación. Roland fue el primero en hablar. Arlen estaba tan absorta en lo que acababa de hacer que su cabeza apenas se movió ante el sonido de su voz. —Creo que es tu oportunidad, cielo. Mientras Arlen se volvía lentamente hacia él, sus ojos asimilaron lentamente lo que acababa de decir. —Lo es. Creo que debo hacerla, Roland. Si no la hago... —Caminó hacia la amplia ventana que daba a los viñedos—. Pensaba plantar girasoles allí. Y girasoles y calabazas por allá. Me encantan las calabazas cuando empiezan a germinar. Me recuerdan las pequeñas linternas japonesas. —Permaneció delante de la ventana, de espaldas a nosotros durante un largo rato. Era su momento y le pertenecía plenamente. Cuando se volvió, su mirada se clavó en Weber—. Maldito bastardo, no sé si matarte o agradecértelo. —Ah, vamos, es como comer un pomelo; tras el primero mordisco deja de ser amargo. Ella le obsequió una amplia y exagerada sonrisa que desapareció al instante. —Bien, entonces dale tú el primer mordisco. Empecé a sentirme rara al regresar de Europa. Cuando la sensación no hizo sino aumentar, visité al médico y descubrí que estaba embarazada. Por desgracia, soy una de esas mujeres que tienen que librar toda una batalla contra su cuerpo para traer un bebé al mundo. Las complicaciones se sucedieron. Cuando Arlen regresó de Europa y empezó a rodar, yo estaba postrada en la cama, incapaz de trabajar con ella. Quizá fue mejor así, porque desde el primer día, Wonderful estuvo plagada de dificultades que hicieron que todo el mundo se tirara de los pelos o tratara de evitar la ira de los ejecutivos del estudio, más nerviosos cada día ante el ascenso estratosférico tanto del plazo de rodaje como del presupuesto. Nadie quería molestarme porque yo estaba teniendo mis propios problemas, así que lo poco que llegaba hasta mis oídos estaba muy edulcorado. Estaban teniendo «dificultades»; uno de los actores se había puesto malo (en realidad se había llevado un buen golpe), lo que había provocado un parón en el rodaje... Eso es lo que yo había escuchado. Pero entonces apareció un artículo en el Los Angeles Times titulado «Caos en Wonderful», que presentaba con despiadado detalle lo que estaba ocurriendo en el plato, y me dio un buen susto. Cuando le dije a Roland que había leído el artículo y le pregunté qué demonios estaba pasando allí en realidad, se sentó en el borde de la cama y se echó a llorar como un pobre anciano. Dijo que era una catástrofe y que le sorprendería que el rodaje acabara alguna vez. Weber era famoso por terminar cada una de sus producciones a tiempo y dentro del presupuesto, así que, ¿cuál era el problema con esta? Mi marido, que no es ningún tonto en lo que a realización de películas se refiere, meneó la cabeza y dijo: —Sinceramente, no lo sé. Jamás había visto nada parecido. Tengo la sensación de que está gafada. Cualquier cosa que pueda salir mal, o ha sucedido ya o va a suceder. Le hice un regalo en broma el otro día, un casco de motocicleta. ¿Sabes qué hizo? Sin sonreír, dijo: «buena idea», se lo puso y volvió al trabajo. Trabajó durante todo el día con el casco. ¿Y sabes lo peor? Creo que en el estudio nadie se rió al verlo con él puesto. Una de las personas que salvaron el proyecto fue Arlen. Todos los que tuvieron alguna relación con él dijeron que Arlen resultó vital. Cuando no estaba enfrente de la cámara, estaba haciendo horas extra infundiendo ánimos a alguien o apaciguando a algún ejecutivo agresivo que venía a amenazar por enésima vez con cancelar el rodaje. Weber jura que cuando el director del estudio lo llamó para mantener la inevitable reunión que marcaría el feliz o funesto desenlace de la aventura, Arlen insistió en estar presente. Habló de la película con tanta lógica y contundencia que el tipo con el traje de doscientos dólares que había al otro lado de la mesa les dio luz verde para terminar. Weber ganó muchos premios por su trabajo en Wonderful, pero, para su propia sorpresa, siempre que pronunciaba un discurso de aceptación, decía que sin Arlen Ford nunca habrían podido terminarla. Para ser honestos, es una película que no me gusta. Me encantan sus escenas, especialmente la de apertura. Esa nevada, el silencio... Luego, a medida que las cosas van enfocándose, nos damos cuenta de que todo está al revés. Entonces surge un rugido y nos damos cuenta de que no es nieve, sino confetti. El mundo al revés es una tormenta de nieve hecha de confetti. La cámara se endereza, cambia de perspectiva, retrocede y vemos a una niña que asoma por una ventana delante de un desfile rodeado de confetti. Me encanta. Me gustan muchas partes de la película, pero la historia que Weber y Arlen nos contaron en Viena era mucho más agradable y feliz que la que acabamos viendo en la pantalla. El verdadero arte muestra con sumo detalle que el mundo es un sitio bueno o malo. Ambas posibilidades son válidas, desde luego, y de nosotros depende cómo queramos encajar estas indiscutibles verdades en nuestra propia experiencia. Vi Wonderful por vez primera tras luchar contra mi cuerpo y contra un médico incompetente para dar a luz a un niño sano. No quería que me dijeran que la vida es una serie de accidentes y giros del destino, tan presentes como vívidos pero, a la postre, confusos. O creía que las batallas importantes podían ganarse; que era así porque poseemos armas importantes: el compromiso, el vigor, el amor, todo lo que nos permite sobreponernos a las desventajas que tenemos delante. Tengo que admitir que estoy vieja y estancada en muchos de mis puntos de vista. Wonderful activó numerosas sirenas emocionales y desencadenó fuertes debates dondequiera que se exhibió porque, como mínimo, era una película que había que ver si uno quería estar en el candelero. Los críticos y los polemistas tenían algo con lo que jugar. Era una obra maestra, un insulto, una diatriba hueca, una aleccionadora exégesis (en serio, utilizaron esa palabra) que iluminaba brillantemente... Fue un éxito. Una película de culto dirigida a una amplia audiencia que, encantada, volvía a verla por si se había perdido algo en el primer visionado. Para animar aún más, si cabe, el asunto, cuando dejó de estar en cartelera y empezó a obtener premios y nominaciones, Arlen anunció en el festival de cine de Berlín que se retiraba. ¿Por qué? Porque ya había tenido suficiente. Se mostró encantadora, divertida y muy cándida al respecto. Admitió que, a excepción de aquella película, su carrera no había brillado en los últimos años. Prefería retirarse ahora, tras haber hecho el mejor trabajo de su vida, antes de hacerlo cuando llegase al punto de maravillarse por el mero hecho de que le ofrecieran algún papel. —Me gusta creer que tengo algún personaje pendiente, y no llegar a pensar que soy uno. Eso acaba pasando. Lo mejor es ser la que cabalga el elefante al frente del desfile, tan sencillo como eso. Siguió promocionando la película y, aunque la nominaron al Óscar y las ofertas de trabajo se incrementaron hasta el punto de que podría haber obtenido cualquier papel que hubiese deseado, ella se mantuvo firme. Una vez, cuando estábamos a solas, le pregunté por qué estaba tan decidida a desaparecer cuando el cielo parecía de nuevo ser el único límite de su carrera. —Antes pensaba que actuar lo era todo —me dijo—. Hazlo bien, y todas las respuestas y las recompensas que hubieras podido anhelar en diez vidas estarán esperándote en la línea de meta. Podría encontrar mi lugar, un hogar y la paz... Después, al cabo de un par de elecciones equivocadas, me di cuenta de que no era así. Pero por aquel entonces mi vida ya se estaba hundiendo, así que pensé que eso también se debía a la desilusión. Una de las principales razones por la que decidí hacer Wonderful era comprobar si eso era cierto. Las pocas películas que hice antes de largarme la primera vez eran puro trámite. Solo trabajo para llenar la cuenta del banco. Me sentí avergonzada cuando las vi. Pensé: que les den, ya no puedo hacer esto. He de mantener alguna parte de mi alma intacta. Así que me fui. Cuando Weber me pidió que participara en este proyecto, supe que, pasara lo que pasase, sería una gran película. No podría haber pedido una oportunidad mejor. Pero incluso esta me dejó profundamente insatisfecha, Rose. Como acostarte con alguien a quien una vez amaste, pero ya no amas. Por quien ya no sientes ni siquiera un atisbo de afecto. Sea como sea, esta será definitivamente mi última película. Fuimos a cenar los cuatro juntos a la ceremonia de los óscars. Antes de que empezase, le dije a mi mejor amiga que si no ganaba yo me encargaría de volar la Academia con mis propias manos. Sabía que Arlen iba en serio con lo de dejarlo. Había salido un artículo graciosamente cruel en una revista de tirada nacional que decía mentiras muy desagradables sobre ella. Concluía mofándose de qué «apropiado» era que la señora Ford hubiese anunciado su retirada con tanta antelación respecto a la entrega de premios, puesto que, evidentemente, lo hacía para obtener las simpatías del jurado. Fue ella misma quien me pasó el artículo, diciendo: —He aquí otra buena razón por la que me vuelvo a Viena. Cuando se anunció el nombre de Weber como ganador del premio al mejor director, Arlen juntó los dedos y silbó como un portero. Antes de bajar para aceptarlo, él la obligó a levantarse de su asiento y le dio un largo abrazo. Ella estaba llorando cuando la soltó. Sin dejar de aplaudir como una loca, no se sentó hasta que empezó el discurso, que emocionó a todos, pero a ella más que a nadie. Hubiese sido perfecto si hubiese ganado el premio a la mejor actriz, pero no fue así. En su lugar, la galardonada fue una mujer mayor, que hubiese debido ganarlo muchos años antes por trabajos mucho mejores. La anciana actriz subió con paso tembloroso al escenario y dio las gracias a la Academia con un guiño y una sonrisa medida que venía a decir: «todos sabemos que yo no debería estar aquí por esto, pero...». Con lágrimas en los ojos, me volví hacia Arlen y le dije: —Se equivocan. Eres tú quien lo merece, y todos lo saben. El mundo entero lo sabe, Arlen. Me apretó la mano y dijo: —Todo lo que quieres en la vida tiene dientes. Una semana después, se mudó definitivamente a Austria. Segunda parte Wyatt —¡Por todos los santos, es Finky Linky! ¿Me podría firmar un autógrafo? Me encanta firmar autógrafos, el hecho de que alguien piense que mi firma es lo suficientemente importante como para querer conservarla. Lo que me maravillaba era que la gente seguía pidiéndomela años después de haber desaparecido del todopoderoso objetivo televisivo. Había pasado tanto tiempo desde mi época de famoso que era como vivir en otro planeta. Así que ahora, cuando alguien me reconocía por lo que había sido en el pasado, me sentía como si acabara de recibir una llamada telefónica desde Saturno o Plutón. Una llamada agradable, sin duda, que estaba encantado de recibir. El único problema era que Sophie y yo acabábamos de llegar de un horrible viaje desde Los Ángeles, uno de esos vuelos infernales que el viajero moderno sufre cada vez con más frecuencia. El vía crucis empezó cuando nuestro vuelo sufrió un retraso de una hora y quedamos atrapados en un tórrido avión atestado de gente, con los cuerpos oprimidos y al borde del colapso. Luego, como si de un estéreo diabólico se tratara, dos bebés se turnaron para berrear durante todo el viaje. La aventura se redondeó con un par de azafatas tan carentes de amabilidad y celo profesional que uno tenía miedo de pedirles un vaso de agua por no molestarlas. Doce horas hasta llegar a Europa, otras tres de parada, donde nuestros sufridos y traumatizados ojos, afectados por el cambio horario, contemplaron una frenética carrera y los ajetreos de ese aeropuerto gigante. Y, finalmente, otro avión hacia Viena. A nuestra llegada se suponía que debía recibirnos Caitlin, la cuñada de Sophie, pero no apareció. Así que tuvimos que improvisar para ir del aeropuerto a la ciudad, comunicándonos en un idioma que ninguno de los dos comprendía más allá de lo que se aprende en el instituto. Bienvenidos a Europa. Cogimos un autobús que nos llevó al Hilton. Mientras luchaba con las maletas de un lado para otro, oí esa habitual alocución de bienvenida. Estaba tan cansado, estresado y confundido por las prisas y el lugar en el que nos encontrábamos, que apenas me extrañó que me pidieran un autógrafo en Viena, Austria, donde no era muy probable que hubiera mucha gente que hubiese visto el show de Finky Linky, y mucha menos que me reconociera después de tanto tiempo fuera de los platós. Cuando me volví para ver de quién se trataba, me reí por primera vez en veinte horas. Una de las mujeres más bellas y, hasta hacía pocos años, famosas del mundo me ofrecía un bolígrafo barato y un trozo de papel en el que firmar. —Soy su mayor admiradora, señor Linky. —¡Arlen! Dios mío, ¿cuánto tiempo ha pasado? Nos abrazamos. —Demasiado, Wyatt. Demasiado, joder. —Me había olvidado por completo de que vivías aquí. ¡Qué maravilla! Arlen, esta es mi amiga Sophie. Las dos mujeres se estrecharon la mano. Sophie dijo «hola», pero su cara no, lo que no dejaba de ser bastante extraño, porque normalmente era muy abierta y le gustaba conocer gente nueva. Estaba claro que Arlen no la había impresionado, pero, a pesar de su fama, era una de las personas más agradables que conocía. Y también la Arlen Ford que tenía la colosal audacia y el coraje de apartarse de su carrera de estrella de cine cuando estaba en la cresta de la ola. Weber Gregston nos había presentado hacía años, y llevábamos mucho tiempo sin vernos. Era inteligente, sensible y una compañía excelente. También había sido lo suficientemente generosa como para aparecer en mi programa un par de veces y hacer el tonto con nosotros. A juzgar por las cartas que recibimos después, tuvo un gran efecto entre los niños. Charlamos un rato, hasta que apareció un hombre detrás de ella y le tocó el hombro. Ella se volvió a toda prisa y, al ver de quién se trataba, saltó de afecto y alegría. Quienquiera que fuese, era dueño de la mayor parte de las parcelas de su corazón; más claro, el agua. Lo cogió de la mano e hizo un gesto hacia nosotros. —Wyatt, Sophie, os presento a Leland Zivic. —Hola, Leland. ¿Cómo se pronunciaba tu apellido? El tío esbozó una tibia y amable sonrisa que reveló la dentadura y una interesante separación entre los incisivos. —«Ziv-ich». Lo sé, suena divertido. Soy medio yugoslavo. Se iban a Italia. Cuando conocí a Arlen en California, era una mujer tranquila y sofisticada, nada amiga de los aspavientos. La misma mujer me recordaba ahora a una quinceañera en pleno primer amor. Era incapaz de apartar la mirada de Leland. En Hollywood tenía la reputación de estar con hombres que trabajaban demasiado, luchaban mucho y lucían gafas de sol después del anochecer. Sin embargo, a juzgar por su apariencia, Zivic no era uno de ellos. De elevada estatura, poseía una corta melena castaña y un agradable rostro redondo que parecía abierto y amistoso. Creo que sus ojos eran un poco pequeños, pero era difícil de asegurar, porque llevaba gafas de montura de alambre con lentes tintadas de gris. Vestía una chaqueta de cuero marrón, pantalones de pana del mismo color y unas desaliñadas zapatillas blancas. Ropa cómoda. Eso lo resume todo. Todo en él sugería comodidad, incluso su cara. Como si fuese un confortable sillón viviente en el que te encantara hundirte cada vez que tuvieras la oportunidad. Todo esto lo deduje en no más de cinco o seis minutos, pero salí del encuentro con la impresión de que Arlen estaba locamente enamorada de ese tipo simpático y sencillo. No sabría decir si estaba más encantado o sorprendido. Me dio su número de teléfono y me dijo que me asegurase de llamarla pronto para que quedásemos a almorzar un día. Tuvo el gesto de incluir a Sophie en su invitación, pero, de nuevo, mi amiga mostró la mínima simpatía indispensable en su agradecimiento. La pareja feliz se metió en el autobús del aeropuerto y nosotros buscamos un taxi. Cuando encontramos uno y nos metimos en él, Sophie sacó del bolso la dirección de su hermano y, lentamente, trató de decirle el interminable nombre alemán al conductor. Éste meneó la cabeza, se volvió sobre el asiento e hizo un gesto para que le diera el papel. —Laimgrubengasse. Okay. Ella se recostó en el asiento y se volvió hacia mí. —¿Cómo es posible que todas las palabras alemanas suenen a orden? —Han tenido mucha práctica. ¿Por qué has sido tan fría con Arlen? Tú no eres así. —¿Fría? Supongo que estoy cansada. No, la razón no es esa. Es porque nunca me ha gustado. En cada una de sus películas me da la impresión de que está demasiado pagada de sí misma y su interpretación. Es como Meryl Streep, otra de mis actrices menos favoritas. ¡Abran paso a Su Majestad, la reina del drama! ¡Empezad a abrillantar el Óscar! —¡Oh, vamos! ¿No la viste en Wonderful? Tienes que admitir que es una gran película. —La película sí, pero ella no. Aplaudí cuando no ganó el Óscar. No estaba de humor para discutir. Sophie era tan tozuda con sus opiniones como la más testaruda y confiada de las personas. A veces era divertido sacarla de sus casillas, pero casi nunca se le podía hacer cambiar de opinión, por lo que hacía tiempo que había dejado de intentarlo. En ese momento, lo único que quería era sentarme en un asiento más ancho que el de un avión, servirme una copa y dar gracias por estar quieto un rato. Vista a través de la ventana, Viena era lo que me había esperado. La mayoría de las grandes ciudades europeas que he visitado gozan de una sólida dignidad y transmiten una sensación de eternidad; sus edificios llevan en pie el tiempo suficiente como para haber visto pasar un buen puñado de historia. Sé que aquí las cosas son tan modernas y efímeras como en cualquier otra parte, pero uno tiene la impresión de que estos lugares permanecerán como son ahora y como han sido durante siglos. Las impresionantes calles y las avenidas anchas como pistas de aeropuerto serán las mismas cuando la gente flote sobre ellas en sus coches deslizadores, sus naves espaciales o cualquier otro invento del futuro. Mientras Estados Unidos es todo novedad y cambio, Europa es como una vieja fortuna: pase lo que pase, siempre estará ahí. Cuando pasamos junto a lo que luego supimos que era el Teatro Nacional de la Ópera, el conductor apuntó hacia el edificio con un brazo lánguido y dijo: —Opern. Tras comprobar que la información no quedaba registrada en el cerebro de ninguno de los dos, meneó la cabeza ante nuestra estupidez y puso música árabe en la radio a todo volumen. —¿Esto es El Cairo o Viena? —¿Deberíamos ofrecerle una buena propina si baja el volumen? Como teníamos que gritar para escucharnos sobre la estridente melodía, ninguno de los dos dijo una palabra más durante lo que quedó de carrera. Además, cada vez que miraba al retrovisor, me encontraba con los ojos escrutadores del taxista. Laimgrubengasse es una calle muy corta y estrecha que describe un brusco ascenso y luego gira de golpe hacia otra calle. A unas cuantas puertas del edificio Chapman había un restaurante llamado Ludwig Van. Una placa en la fachada decía que Beethoven había vivido en esa casa durante la época que pasó en Viena. El taxi nos dejó y desapareció envuelto en su música. Arrastré como pude nuestras maletas hacia el portal, donde Sophie ya estaba presionando el botón de llamada. No hubo respuesta. Nos miramos. Estaba claro que pensábamos lo mismo: ¿y ahora qué? ¿Qué hacemos si no hay nadie en casa? —¿Es Caitlin de fiar? —Absolutamente. Ha tenido que pasar algo malo o algo importante para que no se haya presentado en el aeropuerto. Me preocupa. —Sophie frunció el ceño y volvió a presionar el botón durante varios segundos—. Tengo que hablar con ella y saber... —¿Hola? —Una vocecilla de mujer surgió del intercomunicador. Parecía estar a leguas de distancia. —Hola, ¿Caitlin? Soy Sophie. ¡Wyatt y yo estamos aquí! —Hola, Sophie, eh... Eh... —¿Qué pasa? ¿Vas a dejarnos pasar? Tenemos que subir las maletas. —Yo... Sophie, no puedo. Tengo un gran problema. Mira, baja por la calle Laimgrubengasse hasta que des con Gum-pen-dor-fer-strasse. En Gumpendorf gira a la izquierda y verás un café; se llama Sperl. Meteos allí y esperadme. Llegaré dentro de diez minutos. Sophie estalló en el intercomunicador. —¿Estás loca? ¡No pensamos ir a ningún café! ¿Acabamos de recorrer varios millones de kilómetros y no nos vas a dejar pasar? La voz de Caitlin sonó más alta e igualmente furiosa. —¡Por favor, haz lo que te digo! Estaré en el Sperl dentro de diez minutos. Sé que habéis hecho un largo viaje, pero lo comprenderás cuando te lo explique. Créeme, es importante. —La conexión se interrumpió con un definitivo clic eléctrico. Los dos nos quedamos mirando el inclasificable edificio de apartamentos y la pila de maletas negras que teníamos a los pies, la misma que teníamos que volver a llevar a rastras. Lentamente, empecé a cargarme una al hombro. —Es la bienvenida más extraña que me han dado en una ciudad nueva. No me malinterpretes, no me estoy quejando. Solo desearía tener veinte años menos y saber apreciarlo mejor. Aunque enfadada, Sophie me rodeó el cuello con los brazos. —¿Quieres matarme? Yo quiero matar a mi cuñada, así que estarías en tu derecho. —No, pero lo que sí tendré que hacer pronto es sentarme. Estoy muy cansado y tengo que tomarme la pastilla, o tendré problemas. —Oh, Wyatt, se me olvidó por completo... Trae, deja que te lleve las bolsas. —No, yo puedo. Vamos a buscar ese café y tomémonos una cerveza. ¿La cerveza de Austria es tan buena como la alemana? —No lo sé. No he estado aquí nunca. ¿Cómo había dicho que era? ¿Guperstorstrada? Laimgrubengasse, Dios, todas las calles suenan a receta húngara. No nos costó encontrar el Sperl. Imaginaos un café europeo, espolvoreadlo con un buen puñado de años y romance, y ya lo tenéis. En una esquina, unos hombres jugaban, serios y silenciosos, al billar. Los camareros uniformados, con una servilleta blanca enrollada al brazo, se movían gráciles entre la cocina y las mesas, donde, con dramáticos gestos de brazo y discretos murmullos relativos a lo que estaban sirviendo, depositaban bebidas o platos de repostería sobre la superficie de mármol. Hombres y mujeres entrados en años leían periódicos en media docena de idiomas y los amantes se hacían carantoñas en los rincones. Como era media tarde, el aforo estaba a la mitad. No nos costó encontrar espacio para nosotros y nuestras maletas y nos asentamos en el agradable aletargamiento del lugar. Apuramos las cervezas en un abrir y cerrar de ojos, y unas salchichas con panecillos dorados y mostaza amarilla que servían en una mesa cercana nos parecieron tan apetitosas que pedimos dos platos de lo mismo y más cerveza mientras esperábamos a la segunda parte de este misterio vienés pendiente de respuestas. No hablamos mucho, ni siquiera cuando los diez minutos iniciales se convirtieron en veinte y luego en media hora. Cuando me levanté para ir a los aseos, Sophie también lo hizo. —Quizá debería llamarla. ¿Qué opinas? —Creo que deberías esperar un poco más y después hacerlo. Si es tan de fiar como dices, debe de haber una razón para que no esté aquí aún. Déjala a su ritmo. —Tienes razón. Oh, mierda. —Volvió a sentarse—. Ya no quiero más cerveza ni más perritos calientes, y quiero marcharme de este café. ¿Por qué no me callaré sencillamente? Ve al aseo, Wyatt, estaré bien. Cuando terminé con lo mío, me pasé un rato en el lavabo refrescándome la cara y lavándome las manos, tratando de devolver la vida a mi mente y a mi cuerpo con el agua fría. Al salir me tropecé con una mujer que tenía prisa por meterse en el aseo de señoras. Esos instantes de «bum, uy, disculpe» resultaron doblemente desorientadores porque estaba bastante cansado. Al doblar la esquina sumido en mi confusión, vi que había alguien en la mesa con Sophie, pero no caí en que debía de ser Caitlin Chapman. Quizá porque, para tratarse de una mujer en plena tristeza por la desaparición del marido, no tenía mal aspecto. De hecho, su aspecto era bastante mejor que la última vez que la había visto en Los Ángeles. Hablaba animadamente, con un brazo extendido sobre la mesa y la muñeca de Sophie sujeta. Vestía una sudadera negra y unos pantalones vaqueros, llevaba un brazalete plateado en la parte alta del brazo izquierdo y su pelo estaba bien peinado. Me las quedé mirando unos segundos. Las dos estaban inclinadas hacia delante y parecía que hablaban a la vez. Dos mujeres atractivas de mediana edad charlando en un café de Viena. ¿Por qué sentí que me metería donde nadie me llamaba si interrumpía la conversación? Sophie me había obligado a estar allí con ella. ¿Es que eso no me convertía en parte tan consustancial a la extraña aventura como ellas? No, porque ni mi sangre ni mi amor estaban implicados. Le estaba haciendo un favor a Sophie, y a regañadientes. Estaba en Viena por mi mejor amiga y como parte de un trato olvidado durante largo tiempo que sellé en la cima de una montaña de Suiza. No estaba allí porque me preocupara el asunto ni porque me sintiera obligado, y eso era lo que me hacía titubear a la hora de dar un paso al frente y revelar mi presencia. Pero, ¿de qué estaban hablando tan animadamente? ¿Qué novedad había tenido lugar desde que montamos en el avión en Los Ángeles para que tuviéramos que mantener una reunión allí en lugar de su apartamento? Intruso o no, no podía quedarme sin saber lo que estaba pasando, así que me dirigí hacia ellas. Caitlin se volvió y me vio. Se levantó como un resorte y corrió para abrazarme. Me constaba que Caitlin Chapman no era de las que abrazan tan fácilmente. Normalmente era una mujer amable, pero reservada y tranquila, que pasaba la mayor parte de su vida a la sombra de su notable y agresivo marido. Una de las cosas que me pillaron por sorpresa fue su abrazo. Se prolongó tanto, que empecé a mirar por encima del hombro a Sophie, quien, con un gesto de las manos, me dijo que la correspondiera y dejara que la pobre mujer me apretujara todo el tiempo que quisiera. —¡Wyatt, cuánto me alegro de que hayas venido! Eres muy bueno. —Caitlin, ¿qué está pasando? ¿Cuál es el problema? ¿Hay novedades sobre Jesse? ¿Sabes algo? —Sí, se lo estaba contando a Sophie. ¿Podemos volver a la mesa? ¡Jesse ha vuelto! Regresó a casa esta mañana. Tras lanzarme este inesperado misil, me cogió de la mano y me llevó de vuelta a la mesa, donde nos esperaba Sophie. En silencio, le lancé la muda pregunta: «¿Ha vuelto?». Ella asintió. —Siéntate, Wyatt. Tienes que escucharlo, porque ahora tú también estás implicado. Estaba a mitad del proceso de sentarme, pero me detuve sin terminar de hacerlo ante una declaración tan amenazadora como esa. —¿Más que antes? —Las mujeres intercambiaron una mirada. Pillé la indirecta—. Es obvio que sí, adelante, cuéntanos. Caitlin estaba sentada enfrente de nosotros. Yo seguía sin explicarme cómo podía tener ese aspecto tan acicalado. No había rastro de desgaste en ella, ni un solo pelo fuera de su sitio. Soy consciente de que cada uno lidia con sus problemas a su manera, pero ¿cómo era posible que tuviese aspecto de acabar de salir de la peluquería cuando había estado días sin saber nada de su marido, bajo el constante temor de que estuviese herido o muerto? —Wyatt, conoces bastante bien a mi marido... —No, no lo conoce —la interrumpió Sophie—. Solo se han visto unas cuantas veces. Tú estabas allí cuando tuvieron esa estúpida pelea. A Jesse no le gusta Wyatt porque es gay. Los ojos de Caitlin se ensancharon en un gesto de bochorno mientras me miraba para ver cómo me lo tomaba. Pero Sophie desechó el asunto como si tal cosa. —Mira, no hay tiempo para el decoro. Mi hermano Jesse es un hombre decente. La mayor parte del tiempo es un culo tieso que se niega a aceptar que podría estar equivocado, pero todos tenemos defectos. Wyatt, vas a tener que poner en su contexto lo que vas a escuchar ahora. Lo que quiero decir es que aquí tenemos a un tipo, Wyatt, que es la encarnación del escepticismo. Solo cree que un trato es real cuando le ponen delante el contrato para que lo firme. No le gustan los restaurantes franceses porque no comprende el menú. Así ve él las cosas: ver para creer. Sigue, Cait. Su amiga me miró y empezó con titubeos: —Hace cosa de una semana, Jesse se levantó una mañana y fue al baño para lavarse y cepillarse los dientes, o al menos eso pensé yo. Siempre termina antes que yo y empieza a hacer el desayuno para los dos. Esta vez, no sé cuánto tiempo, pero creo que media hora después, me levanté y fui también al baño. Estaba sentado en la taza con la cabeza entre las manos, inmóvil. Pensé que estaría mal del estómago y que habría estado vomitando, pero entonces comprobé que la tapa estaba bajada. Me acerqué para preguntarle si estaba bien, pero en cuanto lo toqué se apartó como si alguien lo hubiera apuñalado. Sus ojos estaban tan aterrados como los de un caballo atrapado en un incendio. La única vez que lo había visto así desde que nos casamos fue cuando tuvimos un accidente de tráfico. Jesse es don tranquilo, nada lo altera. Pero esa mañana estaba profundamente alterado. »Cuando le pregunté qué era lo que le pasaba, no dijo palabra. Le hice todas las preguntas que puede hacer una esposa, pero no conseguí nada; no iba a decirme nada. Pensé que tal vez estuviera estaba demasiado avergonzado como para hablar de ello. Bien, déjalo en paz, deja que se tranquilice solo. Salí a la cocina. »Jesse es un ser de hábitos fijos y siempre desayuna. Una de sus reglas: nunca salgas sin la tripa llena. Esperaba que al menos tomase un bocado, un plátano o un vaso de leche para asentarse el estómago. Pero no lo hizo, y lo más gracioso es que eso fue lo que más me preocupó. Ni siquiera lo oí cuando se fue de casa. Unas horas más tarde lo llamé al despacho y parecía estar bien. Y esa noche, cuando volvió a casa, parecía normal, aunque siguió sin decir nada sobre lo que había pasado por la mañana. Ya sabéis, la vida está llena de cosas raras y tratas de dejarlas pasar sin armar demasiado jaleo. Porque si dejas que te afecten demasiado, se quedan rondándote. Así que me olvidé del asunto y se lo achaqué a la luna llena o algo por el estilo. Bien. »Hasta la noche siguiente, cuando me desperté al oírle gritar en el baño: "¡Yo no quiero esto! ¡No lo quiero!" una y otra vez. Era de madrugada, las dos o las tres, la hora en la que las cosas asustan más, y no solo porque te hayan despertado. Me reuní con él y vi que estaba delante del espejo, mirándose. De nuevo, cuando le pregunté qué le pasaba, no me dijo nada. Estaba escandalizado porque yo hubiese entrado justo cuando estaba haciendo lo que fuera que estuviera haciendo, y se limitó a decirme que había tenido una pesadilla. Yo sabía que no era toda la verdad, pero ¿qué podía hacer? Me pidió que volviera a la cama y me dijo que enseguida estaría conmigo. Quería quedarme con él, pero no me dejó. Dios, era horrible, y me sentía tan impotente... »Le esperé en la cama y no tardó en venir. Lo extraño es que cuando llegó, me cogió bruscamente y me hizo el amor como si fuéramos dos críos de instituto en el asiento trasero de un coche. Lo hicimos de todas las formas imaginables, con demasiada agresividad. Cuando... cuando se corrió, volvió a gritar: "¡no quiero esto!", pero antes de que pudiera reunir las fuerzas de preguntarle a qué se refería, se quedó dormido. Estaba absolutamente agotado. Jesse solo ronca cuando está profundamente dormido, y esa noche lo hizo como un camión sin silenciador en el tubo de escape. »A la mañana siguiente se comportó como de costumbre, con la única diferencia de que lo esperé para que me contase qué demonios estaba pasando. ¡Que al menos me dijera algo! Pero nada. Se marchó al trabajo y ese fue el día que desapareció. Salió de casa, fue derecho al aeropuerto y se marchó. —¿Y ahora ha vuelto? —Sí, volvió esta mañana. Yo había salido de compras, y, cuando volví, ahí estaba, sentado en el salón con su albornoz amarillo, tomándose un café. —¿Qué te dijo? —Nada. Y yo estaba tan aliviada que no lo presioné para que me contara dónde había estado. Estaba muy tranquilo y no dijo gran cosa, aparte de que estaba bien y se alegraba de haber vuelto a casa. —Pero, ¿le preguntaste algo? —Sí, al cabo de un rato. Y me dijo que había estado en Londres y en Venecia. —¿Te dijo por qué? Sophie volvió a interrumpir. —Cuéntale primero lo del vendaje. —Vale. Bueno, las mangas de su albornoz son largas, pero en un momento en que hizo un gesto, la manga izquierda se le deslizó hacia arriba. Apenas tuve tiempo de ver que había ahí algo blanco. Le pregunté si era un vendaje, y me dijo que se había hecho algo en el brazo mientras estuvo fuera. No insistí en ello, porque tenía muchas otras preguntas que hacerle. Miré a Sophie. —¿Qué importancia tiene el vendaje? —Ya lo verás. —Sí. Toda la escena parecía una locura, pero no tardé en recuperar la perspectiva. «Bueno, marido, ya has regresado. Es hora de responder a mis preguntas a la de ya. ¿Qué has estado haciendo? ¿Por qué has ido a Londres y a Venecia?» »Entonces me envalentoné y empecé a quejarme y a protestar: era una mezcla de alivio, furia y angustia que afloraban al mismo tiempo. No intentó tomar la palabra hasta que me quedé tranquila. ¿Por qué no había llamado para decir al menos dónde estaba? ¿Es que no se había parado a pensar una sola vez en lo preocupada que podía estar? Oh, sí, tenía la pistola llena de balas. »Al cabo de un rato se me agotó el cargador y nos quedamos allí los dos, mirándonos en silencio. Entonces me preguntó si alguna vez había tenido un enemigo verdadero, alguien que quisiera verme muerta o destruida. ¿Cómo? ¿Qué? La pregunta me dejó helada. ¿De qué demonios estaba hablando? Yo quería saber por qué había desaparecido. ¿Qué tenía que ver su pregunta con eso? Cuando le pregunté de qué estaba hablando, me dijo: "¿Te acuerdas de Ian McGann, el de Cerdeña?" —Caitlin se volvió hacia Sophie y le preguntó si yo había leído la carta. Sophie asintió. —¿Qué carta? —Estaba claro que no estaba sintonizado con su canal. —La carta que Jesse escribió sobre su viaje a Cerdeña. ¿Recuerdas que te la enseñé? La del tipo que había soñado con la Muerte y le hacía preguntas. Las dos se me quedaron mirando, expectantes, con la esperanza de que atara los cabos sin necesidad de que me dijeran nada. Un halo de silencio cayó sobre los tres, y se prolongó mientras escrutaba sus rostros en busca de más pistas. Era como si estuviéramos jugando a las adivinanzas y acabaran de darme la pista final, una pista de lo más brillante. —Londres, Venecia. Un vendaje. ¿El corte tiene algo que ver con todo esto? Asintieron. McGann. El nombre de su novia era raro. Era holandesa. —Miep. Mis párpados se hicieron eco de la conclusión antes que mi cerebro. Los dejé abiertos de par en par durante unos segundos sin saber por qué. Entonces fue la lengua la que tomó el relevo antes que mi cerebro, porque empezó a decir: «¡McGann!» un momento antes de que todas las piezas encajasen como vagones de tren. ¡Cataplán! ¡¡McGann!! —¡Jesse fue a Londres en busca de McGann! Ninguna de las dos se movió. Esperaban más. —El vendaje. Una herida. ¡Igual que la de McGann! Oh, Dios santo, ¿tu hermano también está teniendo esos sueños? —Sí. Entonces, con otro «cataplán», me acordé del policía, la Muerte, en la tienda de máscaras. Me había dicho que en ocasiones se presentaba antes de tiempo para que la gente se acostumbrara o pudiera hacerle preguntas. Me había dicho que Ian McGann no estaba muerto. No es que hubiera olvidado aquel día, sino que me había esforzado por no recordarlo. Cuando estaba en la universidad, un conocido mío tenía una serpiente como mascota. La alimentaba con ratones, y una vez me preguntó si quería ver lo que pasaba en la hora de su almuerzo. Lo que más me interesaba era la reacción del ratón. Cuando lo soltó en el terrario, corrió hasta una esquina y empezó a lavarse furiosamente. Cuando terminó, se quedó inmóvil, y pareció mirar hacia el exterior a través del cristal. ¿Es que no sabía lo que había dentro con él? Los animales tienen todos sentidos ultradesarrollados; ¿es que ninguno de ellos advirtió a esa pobre criatura de que su muerte estaba cerca? ¡Cuidado! ¡Corre y sálvate! No. La serpiente se deslizó, abrió la boca y lanzó un ataque. El ratón logró escapar una vez, pero no la segunda. No me lo podía creer. Estaba tan tranquilo... Pero tenía que saber en alguna parte de su interior que su enemigo estaba a escasos centímetros de él. ¿Por qué no se había puesto a correr como loco? ¿Por qué no lo hice yo cuando la Muerte me ofreció un almuerzo en plan picnic? —¿Qué quería decir cuando te preguntó si alguna vez habías tenido un enemigo verdadero? —En cuanto tuvo el primer sueño, supo que la persona que le hablaba era su enemigo. —¿De quién se trataba? —Norman Ivers, su mejor amigo de la infancia. Se ahogó durante el primer año de instituto. —¿Un niño? Aunque tiene sentido. Podría ser cualquiera que hubiese muerto, ¿verdad? ¿Por qué no un niño? ¿Te dijo Jesse lo que le contó? —No pudo. Pero puede decírtelo a ti, Wyatt. Dice que a ti te lo puede decir. —¿Y por qué a mí? —Ya sabes por qué. —No, no lo sé. —Porque eres un enfermo terminal. Fue Sophie quien lo dijo. Caitlin ni siquiera se atrevía a mirarme a los ojos. Cuando reunió el valor necesario para hablar, lo hizo dirigiéndose a la superficie de la mesa. —Por eso no podía dejar que pasaras al apartamento. Jesse y yo estábamos discutiendo acerca de ello. Yo le dije que no podía involucrarte, pero no dejaba de insistir. Dice que eres el único con el que puede compartir estas cosas, por tu condición. Si nos decía algo a Sophie o a mí, nos contagiaríamos como le pasó a él. Empezaríamos a tener los sueños y a sufrir cicatrices cada vez que no comprendiéramos las respuestas de la Muerte. —Pero, ¿qué puedo hacer yo? Lo único que puedo hacer es escuchar. —Él piensa que eso es terriblemente importante, eso dijo. —Tras pronunciar la última palabra, Caitlin rompió a llorar. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas y sus voluptuosos labios se transformaron en la boca de una anciana. Pesarosa, arrugada, era toda lágrimas y tristeza. Sophie se levantó y rodeó la mesa para sentarse a su lado. Volvió a hacerse el silencio. El camarero tampoco dijo nada al dejar una taza de café delante de Caitlin. La miró, nos dirigió una mueca de desaprobación a Sophie y a mí y se marchó a la carrera. —No tienes por qué hacerlo, Wyatt. Ya tienes bastantes problemas en la vida. Le dije que te lo diría, pero que no pensaba que estuviese bien. Si no quieres verlo, lo comprenderá. Sé que él... —Las lágrimas volvieron a adueñarse de ella y trató de terminar la frase con un gesto de la mano. —¿Sophie? —¿Sí? —¿Qué opinas? —Es mi hermano. Me cuesta ser objetiva. Mi cabeza y mi corazón piensan cosas distintas. Y ya sabes cuáles son. —Quisiera hablar con él por teléfono antes de tomar una decisión. ¿Es posible? —Por supuesto. —Entonces llamémosle ahora mismo. Caitlin y yo fuimos a una cabina y marcó el número de casa. Jesse debió de cogerlo a la primera señal, porque Caitlin empezó a hablar casi tan pronto como había dejado de marcar. —¿Cariño? Sí. Sí, se lo he dicho. Está aquí conmigo. Seguimos en el café. Wyatt dice que quiere hablar contigo por teléfono. —Hizo una pausa y me dedicó una sonrisa afectada mientras Jesse le decía algo. Esto no me tranquilizó—. ¡No, pero él...! —Su boca se abrió para añadir algo, pero Jesse la interrumpió en voz tan alta que pude oír un torrente de palabras confusas—. No, pero Wyatt ha dicho... —Él la interrumpió de nuevo. Caitlin asintió, cerró los ojos, trató de hablar, pero no pudo. Al cabo de unos interminables segundos, logró colar alguna palabra—. Sí, se lo diré. ¿Qué? ¡He dicho que se lo diré! — Mientras tapaba el receptor del auricular con la mano, parecía estar reuniendo las fuerzas para decirme lo que tenía que comunicarme—. Jesse dice que no puede hablar contigo por teléfono. Tiene que ser cara a cara. No puede ser de otra forma. Lo comprenderás cuando lo veas. ¿Qué significaba toda esa locura? Me dispuse a quitarle el auricular de la mano, pero ella lo escondió tras su oreja, con la otra mano aún sobre el receptor. —¡No! Ha dicho que no. No puede hablar contigo así. Está como loco, Wyatt. Me está gritando y no para de insultarme. Nunca me había insultado. Y ahora grita y... está furioso. No me importa lo que hagas, pero no puedes hablar con él así. No puedo permitírtelo. Eso lo enfurecerá aún más. A esas alturas, nadie estaba más furioso que Caitlin. Su rostro era un verdadero desastre; sostenía el auricular con tanta fuerza que se podía ver el blanco y el rojo de sus nudillos apretados. Loca, loca. A todos los que me rodeaban les pasaba algo. —¡De acuerdo, de acuerdo! Dile que voy para allá ahora mismo. Dile que se calme hasta que lleguemos. Al oír esto se puso como una niña que recibiera el consuelo de un padre tras una pesadilla. Gestos fugaces de asentimiento y ojos abiertos de par en par, ávidos de confianza. —Irá, Jesse. ¿Qué? No, le diré que se quede. Llevaré a Wyatt hasta la puerta y volveré para quedarme con ella hasta que terminéis. Sophie no protestó. Me cogió de la mano, me dio las gracias y se nos quedó mirando mientras salíamos. Había mucho tráfico en Gumpendorferstrasse. Tuvimos que permanecer un rato parados frente al café antes de poder continuar. Ojalá hubiéramos podido ir corriendo, entrar a toda prisa en el apartamento, hasta Jesse y obtener toda la información en dos segundos, todo a cámara rápida. Fue una de esas ocasiones en las que me hubiese gustado que la vida doblara su velocidad para saber mucho antes lo que estaba por venir. Zis, zas, ya estamos aquí; ya sabéis. —No ha dejado de hablar de pájaros desde que regresó. —¿Cómo dices? —Un alargado Mercedes amarillo champán con matrícula alemana pasó junto a nosotros. Estaba en Europa. Dios, estaba en Europa por última vez en mi vida. Últimas veces. Días llenos de últimas veces. —Jesse ha estado hablando de pájaros, pero no comprendo lo que quiere decir. Me quedé mirando a Caitlin, pero antes de que ninguno de los dos tuviera la oportunidad de decir nada, hubo una interrupción en el tráfico y nos apresuramos a cruzar la calle. Una vez allí, nos dirigimos a Laimgrubengasse a paso ligero. —Cuéntame lo de los pájaros. —Ha traído consigo un libro del que no se separa. No deja de leerme pasajes. —¿Es aficionado a la ornitología? —En absoluto. Eso es lo más extraño. Jamás había visto que mostrara el menor interés por ella. —¿Sobre qué más ha estado hablando? —Es aquí, gira a la derecha. Sobre Venecia, lo cara que se ha vuelto y lo gruñona que es la gente allí. —¿Cuánto tiempo ha estado allí? Es más, ¿por qué fue allí? —Llamó a Cerdeña en busca de la dirección de McGann en Londres. Llamó y llamó, pero no obtuvo respuesta. Así que fue allí para buscarlo. No resultó fácil, porque la gente de la agencia de viajes no se mostró precisamente solícita. Pero localizó al hermano de McGann y averiguó que estaba en Venecia, con Miep. Habían ido allí desde Cerdeña. Voló directamente desde Londres, lo cual, si conoces a mi marido, es sumamente extraño en él. No es de los que se meten de un avión a otro y saltan de Inglaterra a Italia o a cualquier otra parte. Él no es así. —¿Qué hacía McGann en Venecia? —Quería pasar un tiempo allí con Miep antes de morir. Llegamos al edificio. Caitlin empezó a abrir la puerta. —¿Cómo se encuentra McGann? Dejó de girar la llave un momento y me miró. Parecía ansiosa por decirme algo, pero se retuvo. —Jesse te lo dirá. No quiero estropear nada. La puerta era una de esas enormes de madera que puedes encontrar en Europa, procedentes de una época en la que la función de una puerta no era solo mantener a raya el mundo exterior, sino también los demonios y los sabuesos del Infierno. Caitlin necesitó ambas manos para abrirla. Algo maravilloso se desplegó ante mis ojos, un pequeño y umbrío patio con una fuente de mármol en el centro y unos lechos florales bien cuidados. La pieza central de la fuente era un niño angelical que miraba al cielo con una sonrisa traviesa. Aunque teníamos prisa, no pude dejar de detenerme un momento para admirarlo. La figura era cautivadora en su mezcla de divinidad y travesura, con toques incluso sexuales. Un pequeño, devoto, travieso y erótico angelillo. —¿No te parece preciosa? Es una de las razones por las que escogimos el apartamento. La vemos todos los días. La primera vez que vinimos, los dos nos paramos como tú para contemplarla. Ahora mira el efecto completo. ¿Ves que las paredes del edificio son marrones y estrechas? Es como si estuviese sentada en medio del Hof tomando el sol y sonriendo porque algo de luz le baña la cara. —¿Crees que es una niña? Caitlin sonrió y me miró para comprobar si estaba bromeando. —¿Tú no? Es curioso, porque nosotros dos pensamos enseguida que era una niña. —No estoy de acuerdo. Debería estudiarlo un rato. Pero no, yo no me precipitaría tanto. —Oh, mira, ¡ahí está Jesse! ¿Lo ves? Nos está saludando con la mano. —Apuntó en una dirección indeterminada. Yo no veía más que ventanas, la mayoría con la persiana echada ante el sol de la tarde—. Vamos. Mientras rodeaba la fuente, me quedé mirando el ángel sonriente todo el tiempo que pude, y luego entramos en un portal fresco y oscuro en cuyo extremo opuesto había una sinuosa escalera con un pasamanos enorme. Cuando empezamos a subirla, busqué el ascensor por todas partes, pero no había ni rastro de él. —¿Dónde está el ascensor? Caitlin meneó la cabeza. —¿Cuántos pisos hay? —Tres. Respiré hondo y esbocé una sonrisa para ella. —Pues vamos. Los peldaños eran de piedra profundamente gastada y muy anchos. Observaba cómo ascendían los pies de Caitlin por ellos y traté de acompasarme a su paso, puesto que, al vivir allí, se había convertido en una experta en ascender escaleras. Si escalas el Everest, ¿no se supone que tienes que hacer lo mismo que los serpas? Sin embargo, enseguida me cansé y tuve que pararme un par de veces para recuperar el aliento mientras ella parecía alejarse cada vez más. —¿Dónde he leído que por cada peldaño que se sube, se vive tres segundos más? —Sí, algo así. Si no te mata primero. —Sonrió alegremente con la mirada vuelta hacia mí mientras seguía subiendo. La puerta del apartamento era alta, ancha y de madera noble. Puertas de madera añeja y escaleras de piedra. Me pregunté cuántas personas habrían vivido allí y habrían respondido a la llamada de aquel timbre; cuánta gente habría vivido sobre la piedra y tras la madera, planeando, urdiendo, segura de llorar por cosas que nadie sobre la faz de la Tierra recordaba ya. Caitlin llamó al timbre. A los pocos segundos, Jesse abrió la puerta como si hubiese estado esperando justo al otro lado. —Me vuelvo con Sophie, cielo. —Le dio un beso en la mejilla y se volvió. Al llegar a la escalera, nos miró, esbozó una sonrisa, se encogió y bajó rápidamente las escaleras. Jesse vestía de gris: sudadera, pantalones y calcetines. Estaba descalzo. Se dio cuenta de que estaba mirándole los pies y sonrió abiertamente. —Hola, Wyatt. Me he cambiado, pero no me ha dado tiempo de llegar a los pies. Adelante, pasa. El apartamento empezaba con un pasillo largo y sombrío que conducía a un salón igual de oscuro, abarrotado, para mi sorpresa, de muebles enormes. En todas las paredes colgaban viejos óleos que hacían daño a la vista con solo mirarlos: escenas de montañas o retratos de hombres gordos de barbas pobladas y envueltos en un aire de estúpida satisfacción consigo mismos. Sabía que Jesse Chapman era un hortera, pero no que lo fuera tanto. Se percató de que estaba observando detenidamente la habitación. —Unos cuadros maravillosos, ¿no crees? No son nuestros, a Dios gracias. Cuando nos mudamos a esta ciudad, descubrimos una extraña regla vienesa. Si alquilas un piso «amueblado», eso quiere decir que los muebles se quedan para siempre, te gusten o no. Nosotros detestamos esta mierda. Es como si aquí viviese alguien de ciento cincuenta años. Pero cuando le preguntamos al arrendador si podíamos deshacernos de todo esto y traer nuestras cosas, se ofendió de lo lindo. Así que es tu casa, y pagas una considerable suma por ella, pero, a la vez, no lo es. —Es como vivir tu vida en la piel de otro. —Eso es. —Bueno, cuéntame qué pasa, Jesse. Parece que has tenido una aventura. —Es una buena palabra para definirlo. Siéntate en el sofá de frau Spusta. —Señaló algo con aspecto de dirigible regordete, en cuyos extremos nos sentamos los dos, cara a cara. —¿Qué sabes de pájaros, Wyatt? —Algunos suenan bien y otros saben bien. —Es verdad. Pero escucha esto. —Extendió la mano hacia la mesa baja que teníamos enfrente y cogió un pequeño libro azul repleto de marcadores de papel blanco que sobresalían por la parte superior. Contó unos cuantos y abrió el libro en uno de ellos—. ¿Alguna vez has oído hablar del ortolan? Se lo conoce como Emberiza hortelana. —No. —Creo que es delicioso. Escucha esto: «Cuando comen suculentos ortolanos, los golosos europeos se cubren la cabeza con servilletas amplias para que sus jugos aceitosos no salpiquen a los demás comensales». ¿Qué opinas? —Creo que los ortolanos me importan un bledo, Jesse. Estoy agotado y enfermo, y no tengo ganas de hablar de manjares. Creo que deberíamos hablar de otras cosas, porque abajo tienes a dos mujeres muy preocupadas por ti. —¿Tú no lo estás? —No eres mi amigo. Tu hermana sí, así que la que me preocupa es ella. —Está bien. Pero escucha detenidamente. —Para desesperación mía, vuelve a leer el pasaje de los ortolanos—. Ian McGann me dio el libro. Marcó una serie de pasajes específicos para que los leyera. Éste era el primero. Yo tampoco comprendía lo que quería decir. Se quedó sentado, mirándome, y yo sin saber qué decir. Lo busqué para hallar respuestas sobre los sueños y lo que me estaba pasando. Él era el único que podía saber algo. Pero, en lugar de responderme, me dio un libro sobre pájaros. »Está con su novia, llamada Miep, en un pequeño hotel de Venecia cerca del Danieli. Tiene las mismas vistas que el Danieli, pero a un tercio de su precio. Un lugar agradable. Acogedor, perfecto para ellos. Conoce el sitio porque su agencia manda allí a algunos clientes que compran paquetes turísticos completos. Ian no se puede mover muy bien, así que se pasa la mayor parte del tiempo sentado delante de la ventana, contemplando las barcas sobre el agua. Si le apetece mucho, van al Caffé Florian, que está cerca, y pasan allí unas horas. Es gracioso, porque Miep le dijo a uno de los camareros que Ian era un famoso escritor inglés que se estaba recuperando de una enfermedad importante. Lo tratan como a un rey. Siempre que hace acto de presencia, le ceden inmediatamente una mesa y le prestan el mejor servicio disponible. Miep es maravillosa; tiene suerte de tenerla. Es curioso, pero a algunas personas les pasa lo mejor de la vida en su lecho de muerte. Hablaba en voz baja, pero había tibieza en su voz, como si estuviese rememorando una anécdota especialmente agradable, sucedida en un tiempo lejano, pero a la vez tan gratificante que seguía muy fresca en su mente. Sentí la tentación de interrumpirlo con las preguntas que ardían en mi cabeza, pero sabía que no era lo mejor. Jesse tenía que contarlo a su manera. Además, estaba seguro de que todo llegaría con el tiempo. Todo lo que necesitaba oír. —En realidad estábamos en el Florian cuando ocurrió, cuando me enseñó el libro y me pidió que leyera el pasaje sobre los ortolanos. Cuando terminé, me preguntó cuál era mi opinión. ¿Qué podía decir yo? Suena divertido. Eso le dije. ¿La imagen de dos personas comiendo en la mesa con servilletas sobre la cabeza para no manchar al de al lado con la salsa? Venga hombre, es un chiste. —Entrelazó las manos, estiró los brazos y empezó a levantarlos y bajarlos sucesivamente—. ¿No lo crees? Pero bueno, miré a Miep, y ni ella ni Ian parecían alegres. Él me puso una mano sobre la rodilla. «Fui yo, Jesse. Yo te lo hice; te empapé con mis sueños desde el momento en que te lo conté en Cerdeña. ¿Ves lo que te pasa ahora? Lo siento. Siento profundamente lo que te he hecho». En ese momento, a pesar del terror que me invadía, lo único que podía sentir era pena por ese hombre. —¿Qué tal está ahora? —¡Ah, eso sí que es interesante! Tiene pinta de haber estado muy enfermo, de eso no cabe ninguna duda, pero no mucho peor que cuando lo vimos en Cerdeña. Yo esperaba mucho más; que estuviese muerto, en realidad. Pero cuando lo vi por primera vez en Venecia, pensé que probablemente se estaba reponiendo. —¿Sigue teniendo sueños? —Sí, pero últimamente ha llegado a comprender algunas de las respuestas. Por eso no ha empeorado. Es increíble, pero lo ha conseguido. También dice que está leyendo toda la bibliografía que ha sido capaz de encontrar sobre la muerte. Una de las cosas que ha aprendido es que algunos enfermos terminales llegan a cierto estado de paz cuando han aceptado que se van a morir. Eso supuso uno de los cambios fundamentales para Ian: ahora en sus sueños ya no está enfadado con la muerte por lo que le está haciendo. Dice que la ira consume una energía que es esencial para la vida. Lo que intenta ahora es encontrar las preguntas adecuadas para impedir que se lo siga llevando poco a poco. No me atrevía a decir nada, puesto que no había tenido la misma experiencia. Para mí, la Muerte era tan cruelmente sádica como el peor de los criminales y la odiaba más que nunca. Mi vida había empeorado y se había tornado más dolorosamente bella a medida que se acercaba el final. Aparte del infinito miedo por lo desconocido que estaba por venir, los detalles del mundo que iba a abandonar resultaban más maravillosos que nunca. Cada día que vivía, me enamoraba más de lo que estaba condenado a perder. No era justo. No estaba bien. O lo uno, o lo otro, Muerte. Haz tu elección, pero los dos no puede ser. Déjame con algo en mi final. —Ian ha aprendido a hacer solo algún tipo de preguntas, incluso cuando duerme, preguntas sencillas de respuestas sencillas. —¿Cómo qué? —No pudo decírmelo. Quizá no quiso. Está convencido de que cuantas más cosas cuente, más empeorará todo. Cerdeña lo convenció de ello. —¿Por qué no se ha infectado Miep? ¿Por qué tú sí y ella no? —No lo sabe, pero cree que se debe al amor. Está claro que existe toda una correlación entre amar realmente a alguien y mantener a raya a la Muerte. —¿Entonces Caitlin no te preocupa mucho? —Es la única persona que he amado de verdad en la vida, Wyatt. No, me tiene preocupadísimo, pero tengo que hablar de esto con alguien o me volveré loco. No puedo permitirme el lujo de no creer en lo que dijo Ian sobre el amor. —¿Y por qué quieres hablar conmigo? —Porque McGann me dijo que vendrías y que los dos somos importantes. Di un respingo, no sé si literalmente. —¿Lo sabía? ¿Cómo? —En uno de sus sueños te vio aquí en Viena conmigo. También sabía que yo iría en su busca. Aparte de todo lo malo, sus sueños se han convertido en proféticos. Por su aspecto y su forma de hablar, parece todo un profeta griego. Como Tiresias en Edipo rey. Ya sabes, en esas antiguas historias los videntes casi siempre están ciegos o tullidos de alguna manera. Eso es lo que les permite percibir y comprender las cosas que a nosotros se nos escapan. —¿Qué dijo de mí? —Te describió detalladamente y dijo que estarías en Viena cuando yo regresara. Te juro que no tenía ni idea de que veníais Sophie y tú. —¿Por qué? ¿Por qué le ha dado ahora por soñar conmigo? —Porque eres la única persona que puede salvarme. Wyatt, solo tú puedes impedir que los sueños me maten. —¿Cómo? —Encontrando a la Muerte. De todas formas eso es lo que quieres, ¿no? Por eso viniste con Sophie, ¿no es así? —No sé de qué me estás hablando. —Sí que lo sabes. —Esperé a que siguiera hablando, pero se limitó a estudiar su libro de pájaros, paseando la mano por la cubierta. —¿Qué dices, Jesse? Puso la boca rígida, y, cuando me miró, su rostro se llenó de furia. —¡Dijiste que no querías perder el tiempo! Está bien, de acuerdo, Wyatt, entonces hablemos de lo que te pasó a ti antes de venir aquí. Hablemos del poli que conociste en la tienda y de lo que te dijo. ¿Vale? Hablemos de eso. —¿Cómo sabes...? —Yo no. Ian. Él lo sabe todo. Un hombre maravilloso y enfermo que libra una batalla perdida y, aun así, le queda tiempo para preocuparse por mí. Y por ti. Sabía lo tuyo. Eso es lo que intento decirte. Ahora ve cosas. —¡También es el que las provocó! ¿Qué me dices de eso, Jesse? ¿Y qué más da si puede ver? Es el mismo tipo que te contagió. —Quizá debamos depurar nuestras actitudes. —¿Disipar...? —He dicho depurar, no disipar. Puede que lo que Ian ha hecho haya sido salvarme. Puede que haya sido lo mejor que me ha pasado. —Vas a tener que explicarme eso. No veo cómo puede considerarse la muerte como lo mejor. —¿Eres valiente, Wyatt? ¿Eres un hombre valiente? —No lo sé. Nunca he estado en situación de averiguarlo. —Yo tampoco. Pero espera un momento. ¿Me permites que te lea otra cosa? Es importante. —De acuerdo. Permaneció inmóvil durante un momento, como si estuviese decidiendo algo, luego se levantó y cogió otro libro que había sobre una mesa cercana. —¿Cómo van tus conocimientos de la Biblia? Meneé la cabeza. —Escucha esto: »"Así se quedó Jacob solo; y luchó con él un varón hasta que rayaba el alba. » Y cuando el varón vio que no podía con él, tocó en el sitio del encaje de su muslo, y se descoyuntó el muslo de Jacob mientras con él luchaba. »Y dijo: 'Déjame, porque raya el alba'. Y Jacob le respondió: 'No te dejaré, si no me bendices'. »Y el varón le dijo: '¿Cuál es tu nombre?'. Y él respondió: 'Jacob'. »Y el varón le dijo: 'No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido'. »Entonces Jacob le preguntó, y dijo: 'Declárame ahora tu nombre'. Y el varón respondió: '¿Por qué me preguntas por mi nombre?'. Y lo bendijo allí. »Y llamó Jacob el nombre de aquel lugar, Peniel; porque dijo: 'Vi a Dios cara a cara, y fue librada mi alma'". Jesse cerró el libro. —Es una de esas historias famosas que aprendemos cuando somos niños y terminamos ignorando el resto de nuestras vidas. Pero creo que esta lo dice todo. A Ian y a mí nos han forzado a tener estos sueños. A ti se te ha «forzado» a morir de cáncer. Todo es lo mismo. Ninguno de nosotros está preparado para el desafío. Estamos solos y al momento siguiente estamos luchando contra algo que quiere hacernos daño. Cualquiera que haya sido la vida que hayamos llevado, hasta ahora jamás se nos había forzado a «luchar» contra nada. ¿Podemos hacerlo? ¿Tenemos fuerza para ello? ¿Hay algo en lo que podamos apoyarnos? ¿Quién sabe? »Ahora mira a Jacob. Él tampoco sabía nada, pero lo abandonó todo y se lanzó. Está viajando con su familia y de repente se ve peleando con un perfecto extraño. Luego resulta que es un buen luchador y es capaz de medirse con el ángel o con lo que sea que fuese. Luchar. Nunca comprendí la moraleja de la historia, aunque llevo leyendo la Biblia toda mi vida adulta. Coraje. El coraje significa enfrentarte a lo que debas y hacerlo sin un atisbo de esperanza en prevalecer. «Vi a Dios cara a cara, y fue librada mi alma.» Eso tiene que significar algo. —Pero no es a Dios a quien hacemos frente — objeté—. ¡Es a la Muerte! La Muerte no va a bendecirnos ni a dejarnos marchar. Nos matará a los tres. No hay forma de derrotar a la Muerte, ni tan siquiera de entenderla. Solo hay miedo y sufrimiento. Hemos perdido antes de empezar. —¡Eso no es verdad! Al menos, si aceptas el desafío; si decidimos luchar. No importa si ese extraño es Dios o un ángel de la Muerte. Si nos agachamos y decimos «tú ganas, me rindo», entonces sí que estamos condenados. Mírame. —Se levantó la sudadera hasta la cabeza y me mostró un hombro vendado—. Me están saliendo las mismas cicatrices que a Ian. Me aterra quedarme dormido. Tú llevas las heridas por dentro. No hay diferencia; los dos tipos son mortales. Pero, ¿qué pasaría si intentásemos detener nuestros miedos y tratásemos de comprender? Solo tras aceptar el desafío logró Jacob comprender quién era en realidad su oponente. ¡Y ganó! Logró derrotar a un ángel. —La Muerte no es un ángel. —Puede que sí, aunque no de la forma que creíamos cuando éramos niños. Vi cómo mirabas la estatua de abajo. Eso es lo que esperamos ver: niños cargados de aureolas, sonrisas y bendiciones para todos nosotros. Pero, ¿qué pasaría si los ángeles fuesen tan complejos como los seres humanos? Buenos y malos, peligrosos y benevolentes. —Una idea inteligente, pero poco realista. —¿Y cómo lo sabes? ¿Y si todo el mundo es Peniel? El ángel cambió el nombre de Jacob por Israel. E Israel se convirtió en una nación. La vida pugna constantemente con fuerzas que no somos capaces de comprender. Es posible que, si ganamos, esas fuerzas deban bendecirnos. —El policía de la tienda me dijo que existe el libre albedrío — murmuré casi para mis adentros—. Podemos vivir como queramos hasta que nos llega la muerte. Jesse asintió. —Ian dijo que estás en Viena para encontrar a la Muerte en vida. No mientras duermes, como nosotros, porque no comprendemos las reglas ni dónde pisamos y, por ende, no podemos controlar lo que nos pasa. Aquí, en el mundo real, como Jacob. Porque la Muerte está aquí y solo tú puedes vencerla. —¿Y qué se supone que debo hacer cuando la encuentre? ¿Jugar con ella al ajedrez? —No. Hacerle las preguntas más peligrosas que seas capaz de imaginarte. Comprueba si eres lo bastante valiente como para hacerlo. Eres el único que puede salvarnos a McGann y a mí. Me dijo que esa era una de las cosas que jamás llegó a comprender del todo en sus sueños: eres el elegido. —¿Por qué yo? —¿Por qué Jacob? ¿Por qué tenemos sueños que nos devoran como bocas hambrientas? ¿Por qué tienes tú células en tu cuerpo que te odian tanto como para querer verte muerto? Porque todo el mundo tiene que luchar, y algunos lo hacen por todos nosotros. »Acércate a la ventana. Echemos otro vistazo al ángel. —Se levantó y sonrió—. Puede que esta vez nos diga algo. No pierdo la esperanza. Me uní a él frente a la ventana y contemplamos el bonito patio que se extendía bajo nosotros. Para mi sorpresa, Sophie y Caitlin estaban junto al ángel. Supongo que no nos veían, porque ninguna de ellas reaccionó ante nuestra presencia, aunque las dos estaban mirando hacia arriba con expresiones casi idénticas: preocupación, confusión, esperanza. Como si fuese a suceder algo de un minuto a otro. Como si hubiese ocurrido ya. Arlen 20 de abril Mi querida Rose, Me encantó hablar contigo y Roland la semana pasada, aunque he de reconocer que me resulta igual de placentero hacerlo por carta. Los teléfonos hacen que me sienta presionada para decir las cosas deprisa, y con calculada precisión... En definitiva, de forma poco natural. Ésa era la expresión que lo describe. Todo resulta poco natural por teléfono, por muy íntima que sea la amiga o muy larga que sea la conversación, ¿no crees? Se oye una voz maravillosamente real, lo que te frustra aún más, puesto que la otra persona casi parece estar ahí; te mueres por sacar la mano por el auricular y tirar de la otra persona para poder disfrutar de todo lo que se te niega. Y, por mucho que dure la llamada, si se produce un silencio o una pausa, mi mente empieza a trabajar al doble de velocidad para pensar en algo que decir y con ello rellenar ese espacio vacío, como los pinchadiscos de la radio. Incluso contigo, mi alma gemela, siento la necesidad de entretenerte o al menos resultar interesante para que la factura de estas llamadas transatlánticas al menos merezca la pena. Sé que pensarás que es una estupidez (la actriz paranoica que llevo dentro), porque, de entre todas las personas, contigo es con quien menos he de sentir eso. Pero es así, de modo que a pesar de estar casi contigo al teléfono, a veces prefiero escribirte una de nuestras interminables cartas. ¿Cuántas páginas tenía la última? ¿Veinte? ¡Qué bien! Me encanta. En una hoja de papel puedo tomarme mi tiempo, hacer un parón de días u horas para pensar sin presiones en lo que quiero decirte, fumarme mis cigarrillos (esos que tanto odias) y, si no hay cerillas a la vista, levantarme sin tener miedo de molestarte echándote el humo a la cara o dejarte esperando demasiado tiempo. Como vivo tan lejos de la ciudad, el cartero casi nunca llega aquí hasta pasadas las dos de la tarde, y si trae algo interesante, me torturo no abriéndolo de inmediato. En lugar de ello, como una cría estoica con un regalo de cumpleaños sobre el regazo antes de lanzarse al ataque, pongo lo que sea (una de tus cartas, un libro encargado a Estados Unidos y que me muero de ganas de leer) en el sofá. Voy a la cocina, me hago un café y saco esa gran taza gris que me gusta, junto al resto de los complementos. Aguardo hasta que la cocina queda inundada con ese maravilloso y amargo aroma a café recién hecho, sin dejar de preguntarme qué pondrá la carta que me aguarda en la otra habitación. Espero y espero. Dejo el café sobre una bandeja, junto a un cenicero limpio y un kipferl o un par de rodajas de pan si es recién hecho. Me lo llevo todo al salón. Sin prisas, me tomo mi tiempo. Hago que la espera sea incluso más deliciosamente dolorosa. Rodeo adrede el sofá y miro con ojos hambrientos el sobre blanco que reposa sobre una extensión de cuero negro. Salgo a la terraza y lo dispongo todo. Únicamente cuando el mundo de ahí fuera está perfectamente organizado, me permito volver y leer la carta. Lo más irónico de la conversación que mantuvimos la semana pasada es que recibí tu última carta al día siguiente, pero me emocioné tanto al ver tu manuscrito como cuando oí tu voz por teléfono. La gente va a pensar que estamos enamoradas. Hoy quiero responder a tu pregunta sobre vivir en el extranjero. Me preguntabas qué se sentía al vivir durante tanto tiempo en un sitio donde nadie habla tu idioma. Como te dije, por una parte es solitario y aislado, desde luego. A menudo hablo conmigo misma en voz alta, pero eso podría ser porque estoy haciéndome mayor y ay Dios, cada vez más excéntrica. Una de las cosas que me enervaban de vivir en California era la enfermiza cantidad de cacareos que tenía que escuchar cada día y que en total sumaba una gran nada. Todo el mundo tiene algo que decir, especialmente en nuestra industria. Todo el mundo tiene muchísimas cosas que decir. Pero con demasiada frecuencia me ocurría que al final de las conversaciones, incluso cuando me esforzaba en ello, ¡no recordaba lo que me habían dicho! Además, si no tienes cuidado, te conviertes en uno de ellos: el cerebro y la lengua se apuntan a ese peligroso sistema de piloto automático mental tan típico de Los Ángeles. ¿Sabes a qué me refiero? ¿Cuando estás despierta y alerta, cuando no estás fumada y tus labios se mueven con normalidad, pero lo que sale tanto de ellos como de tu mente es absurdo? No, lo cierto es que ahora prefiero los rigores del maldito alemán. Es un buen desafío eso de soltar mis pequeñas frases de retrasada y sentirme orgullosa cuando logro acabarlas correctamente. Llevo viviendo aquí seis meses, y creo que he convencido a mi cuerpo y a mi espíritu de que me quedaré; vamos, que no se trata de otra parada de una carrera cuya meta está lejos de aquí. No sé si pasaré el resto de mi vida en Austria, pero sí que quiero estar aquí algunos años. Eso lo tengo claro. Al principio no me gustaba la soledad que me causaba no hablar bien el alemán. Oh, claro, podía ir al Feinkost local y charlar alegremente con el feliz señor Patzak sobre la mantequilla que vende tras su mostrador y «ser más billig», pero eso no cuenta como conversación real; se parece más a una clase de párvulos o de introducción al alemán. Pero al mismo tiempo, las palabras que sí conoces y comprendes resultan tener una importancia y un significado cien veces más importante del normal. Digámoslo de otra manera: vivir lejos de casa es como ir montada en un globo y flotar sobre el nivel del suelo a unos doce metros. Mejor diez, más cerca. La perspectiva es completamente distinta, si bien todo lo que hay allí abajo sigue siendo reconocible. Flotas sobre la gente que habla y puedes hacerte con retazos de sus conversaciones, palabras sueltas aquí y allí, incluso frases enteras, pero nunca el todo. Y el mundo se hace diferente cuando lo experimentas desde una perspectiva completamente nueva. En este caso, a doce metros de la experiencia que ya conocía. Entre los angloparlantes de Estados Unidos, yo formaba parte de aquello, así que no me molestaba en observarlo detenidamente. Aquí estoy obligada a observar más que a escuchar, y, al igual que las personas ciegas, gozo de una mayor capacidad de «ver», pero de una forma completamente diferente. También puede decirse que escucho cosas distintas, cosas que trascienden el mero lenguaje. En el otro extremo de mi vida, he flirteado con las depresiones de las que hemos hablado otras veces. Hay algo terrorífico en eso de sacar raíces y trasladarte a un territorio nuevo. Unos días te admitas por tu arrojo y tu valor; otros, te despiertas por la mañana pensando: Dios, ¿qué estoy haciendo aquí? Y mientras, sigue planeando la pregunta de qué vas a hacer con el resto de tu vida. Al echar la vista a los meses y los años que espero que me queden, algunas veces tengo que plantearme la pregunta de cómo voy a recorrer esa distancia. Esas preguntas te las haces estés donde estés, pero se tornan más profundas cuando estás lejos de casa y no puedes arroparte en una cultura familiar y una rutina diaria de años de antigüedad. Quizá estoy siendo una egoísta. El bueno de Weber se ha portado muy bien y me ha mandado libros que cree que me pueden gustar. Un montón de novelas y antologías de poesía. Me pregunto de dónde sacará el tiempo para leer con la agenda que tiene. Uno de sus poetas favoritos, a quien me he vuelto adicta, es Charles Simic. Escucha esto, es de un poema llamado «Conversación al atardecer»: Todo lo que no comprendiste hizo de ti lo que eres. Extraños cuyos ojos capturaste en la calle mientras te estudiaban. ¿Acaso eran illuminati que todo lo ven? Ellos sabían lo que tú desconocías, y turbado te dejaron como el despertar tras un sueño extraño... Así es como me siento la mayor parte del tiempo, sobre todo cuando estoy deprimida. Debe de haber gente que sepa las grandes respuestas. Si pudiera encontrarlas, sé que podrían ayudarme de mil maneras. ¿Crees que es una tontería? ¿Es de tontos pensar que hay alguien ahí fuera que sabrá qué es lo que debo hacer exactamente para hallar el amor y una humilde paz? Suena optimista, aunque nunca me he visto como una optimista. En uno de los primeros poemas de Weber (que también he releído), escribió: «Cuando somos mayores y nos sostenemos encima del mundo es únicamente gracias a las hamacas de nuestros recuerdos». Pero, ¿qué recuerdos tendremos el día de mañana si no vivimos el presente en toda su plenitud? ¿Cómo es posible que haya tantos ancianos arrugados, no solo por la edad, sino también por el odio, el fracaso y la decepción? ¿Cómo lograste tú, mi mejor amiga, acabar con un buen hombre que te quiere y un hijo sano? ¿Fue mera suerte, fue vivir correctamente, o hubo algo más? La otra noche fui a cenar a casa de los Easterling y lo pasé genial. Me caen bien. Los dos tienen un sentido de la calma y la solidez que transmite gran seguridad. ¡Y son divertidos! Me contaron historias con las que me tronché y juré que las pondría sobre el papel para que tú también pudieras disfrutar de ellas. Maris primero. Por lo visto, su padre era un bastardo de primera y tenía a toda la familia aterrorizada. Azotainas en la cara, castigos crueles, «habla solo cuando te hable»... Ese tipo de faenas. Una mierda de papá. Casi siempre almorzaban en silencio, a menos que papá tuviese algo que decir y te hiciese una pregunta. Mientras comían, los niños mantenían la cabeza agachada, porque el mero hecho de levantarla y mirarlo constituía un acto de desafío para él. Una noche, la familia se sentó a la mesa para cenar como siempre, pero papá no había vuelto a casa todavía, algo muy impropio de él. Al cabo de los diez minutos apareció con aspecto de que acabara de morderle una serpiente o estuviese recién salido de una experiencia religiosa. Tenía los ojos abiertos como tapacubos y el pelo de punta. Sus labios estaban húmedos y las manos no dejaban de temblarle. Resultaba tan extraño verlo así, que Maris, sin poder evitarlo, le preguntó qué le había pasado. «Me acaba de caer un rayo encima.» El tipo iba caminando por la calle cuando su puso a llover y un rayo le acertó de pleno. ¡Pero era tan horrible que ni un rayo fue capaz de matarlo! Es una historia terrible, pero Maris lo describía como un canalla tal, y su vida como un reino de terror tan grande, que cuando escuché lo que le pasó y qué aspecto se le quedó, no pude por menos que romper a reír. Luego hablamos del instituto y Walter dijo que conocía a una mujer que fue a una gran gala dedicada a Liza Minelli en el Palladium de Nueva York. Toda la gente guapa se encontraba allí con sus mejores trajes y vestidos y el lugar estaba a rebosar. Escena, escena, escena... «Nos vemos en el bar». Ese tipo de fiestas. Al cabo de un rato de estar allí, la mujer tuvo que ir al lavabo. Lo encontró, hizo lo suyo y se retocó el maquillaje. Una mujer guapísima con un vestido muy, pero que muy ceñido y llena de glamour, se puso a su lado y se la quedó mirando. «¡Brigit Thiel! Dios santo, ¡eres tú!» Brigit miró a esa diosa que estaba en el lavabo de al lado, pero no la reconoció ni por asomo. Para ayudarla, la otra exclamó: «Soy yo, ¡Richard Randall! ¿No te acuerdas de mí? Instituto de Mili Valley promoción del ochenta y seis. ¡Estábamos en clase de arte dramático juntos!» La pobre Brigit necesitó un bochornoso y largo minuto para contemplar, dudar, recordar y darse cuenta de quién era. Cuando lo hizo, estuvo a punto de desmayarse. Richard Randall era un empollón al que nadie había prestado jamás atención. Ahora se llamaba Rochelle y tenía el aspecto de una de esas diosas del sexo de Las Vegas. Nuestra chica estaba intentando recuperar el equilibrio y el peso en un mundo que de repente se había vuelto ingrávido, mientras Rochelle seguía parloteando de sus tiempos juntos en Oklahoma. ¿No te habría encantado estar allí y presenciar la escena? A algunos les tiene que caer un rayo encima y otros tienen que cortarse alguna parte del cuerpo para que las cosas cambien. Yo tuve más suerte. Solo tuve que mirar mi vida para comprender que no quería a nadie, que nada me apasionaba y que poco me importaba lo que fuera a pasar hoy, mañana o la semana que viene. Me has preguntado por qué me marché y vine aquí. Ahora que le he dado vueltas, creo que la respuesta es sencilla. En la vida tiene que haber algo de geografía. Color, montañas, variedad... Si no, lo único que haces es vivir en la luna o en el desierto. En los documentales sobre la naturaleza, aprendes que solo los lagartos y los bichos más raros y robustos sobreviven en los sitios donde siempre hace demasiado frío o demasiado calor. Yo no soy así. Quizá de lo que me di cuenta por encima de todas las cosas es de que estaba perdiendo mi geografía, fueran las que fuesen las riquezas que contenía. No, espera un segundo: quizá de lo que me di cuenta es de que me estaba convirtiendo en uno de esos bichos del desierto que se pasan los días cavando interminables túneles en la arena. Ya he tenido suficiente. Ciao Main. Arlen Querida Rose, Estamos ya a finales de mayo y hace mucho que no te escribo. Espero que sepas perdonarme. Lo cierto es que llevo semanas preocupada y, por muchas tortas Sacher o copas de vino blanco que me tome, parece que no soy capaz de recuperarme de esta herida que me he infligido a mí misma. Parte de ello surgió por un gran error que cometí después de escribirte. Cuando me retiré y me mudé aquí, me juré a mí misma que no volvería a «ser» Arlen Ford, al menos la misma Arlen tal y como la gente me conocía. Bueno, sí, de vez en cuando la gente me para por la calle y me pide un autógrafo, y me gusta, pero tampoco es algo que esté deseando. El otro día alquilé una de las viejas películas de Tony Curtis, El gran impostor, y la vi con gran avidez. El personaje se abre camino con engaños a través de muchas vidas y profesiones diferentes, y se le da tan bien que siempre se sale con la suya. La gente no cuestiona su autoridad. Sé que la pregunta es ingenua, pero ¿por qué no podemos dejar de vivir de cierto modo y sencillamente cambiar de dirección sin que los demás nos hagan preguntas? Suena a chiquillada, pero ya no quiero ser actriz; la profesión me dejó vacía y profundamente infeliz, y llegó un momento en el que me di cuenta de que no era tanto una persona como una personalidad. La de actor es una gran profesión, sobre todo cuando tienes éxito, pero ¿sería una muestra de ingratitud por mi parte decir que ya he tenido suficiente y que ahora quiero probar algo distinto? ¿Qué? ¿Qué es lo que quiero hacer? Por desgracia, todavía no lo sé, pero me ha llevado la mitad de mi vida decidir que quería ser actriz. Quizá me tome la otra mitad para decidir el siguiente paso. Mientras tanto, el pasado se adhiere como una porquería a la suela del zapato. ¿Que de qué estoy hablando? Hace poco, apareció en mi puerta un periodista italiano y me preguntó si le concedería una entrevista. Me sorprendió el descaro de haberse presentado sin invitación, pero me gusta la gente valerosa, siempre que no sea molesta. Así que lo invité a una taza de té. Al principio, parecía un tipo interesante. Sabía mucho sobre mis películas y era buen conversador. Una agradable charla un miércoles por la mañana. En su delgadez era atractivo y, como te he dicho anteriormente, llevo mucho tiempo célibe. El que fuese de buen ver no molestaba. No pensaba acostarme con él, pero no deja de ser agradable compartir habitación con un chico guapo. Hablamos y contamos un par de chistes. Me reí y, bueno, qué demonios, hagamos la entrevista, puede que hasta sea interesante. Empezó con inocencia. Preguntas del montón: «¿Por qué te retiraste?» «¿Por qué te fuiste a vivir a Austria?» «¿Cuál fue tu papel favorito?» Traté de parecer lista, despierta y divertida. Pero, a mitad de entrevista, una fea sombra se cernió sobre su mirada, y reveló que todo eso le importaba un bledo. Al final, dejé de ser la amable Arlen y le pregunté qué demonios quería en realidad. Sonrió como una barracuda, con un millón de dientes, y me dijo que ya tenía material suficiente para su entrevista; que si podíamos hablar extraoficialmente. «¿Qué quieres decir, señor periodista?» Pues resulta que se comenta que la verdadera razón por la que Arlen Ford ha abandonado las pantallas es porque tiene sida: se está muriendo de la enfermedad favorita de los medios de comunicación, pero está claro que nadie quiere que se sepa. Como si fuera a salir de mí un Freddy Mercury para decírselo al mundo un día antes de estirar la pata. En lugar de enfadarme, le dije que estaría encantada de mostrarle los resultados de los análisis de sangre que me había hecho tres semanas antes, cuando me había sometido a un chequeo completo para mi seguro médico. Dijo que le gustaría verlos. Sin perder la calma, fui a mi estudio y cogí los papeles. ¿Ves? No hay sida. ¿Siguiente pregunta? ¡El muy hijo de puta tenía más! Lo más perturbador era que nunca había hablado con un periodista que hubiese hecho mejor sus deberes. Parecía saber más sobre mí de lo que era humanamente posible. Cuando le pregunté por sus fuentes, dijo que había pasado mes y medio estudiándome. De repente supe lo que sentía la gente al comparecer ante el comité de Joseph McCarthy en la década de los cincuenta y se les preguntaba por reuniones que habían mantenido veinte años antes. Me estaba asustando, pero, por encima de eso, resultaba terrible, terriblemente deprimente. Una vez me acostumbré a ellas, sus preguntas pasaron a ser meramente molestas; pero lo peor de todo, Rose, es que empecé a sentirme como alguien que se está ahogando y por cuyos ojos va pasando toda su vida poco antes de la última bocanada de aire. Y no me gustó nada lo que vi. ¿Qué hemos hecho para merecer gracia o perdón? Dejé mi carrera porque me sentía vacía al final del día, lo cual me asustaba. Pero cuando tu vida se extiende ante ti como si fuera un mapa, o se te pasa por delante como si fueses un moribundo, entonces te encoges ante los errores cometidos, la gula y el desperdicio. Quería desesperadamente un papel como el del sida, algo que plasmara negro sobre blanco que estaba bien, que estaba limpia. Solo un papel así ratificaría con números desnudos y en reconfortantes términos médicos que había vivido bien. Habría una escala de cero a diez, y si caías en cualquier valor intermedio significaba que habías seguido un camino en esencia válido y que no necesitabas estar preocupada. Pero no tenía ningún papel que echarle a la cara. Ese maldito gusano me lanzaba hechos y detalles, comentarios de antiguos amantes y conocidos (se las había arreglado para obtener declaraciones de nuestro amado profesor de inglés de undécimo curso), artículos sobre mi trabajo que se remontaban a mi primera película, cifras de venta en taquilla en momentos frágiles... y todo ello añadido a un gran «¿Y qué?». Cuando era niña, mis padres alquilaron durante un verano un bungalow con un gran patio trasero. Una tarde, mi madre invitó a una amiga a tomar café. Mientras las dos hablaban, yo estaba encaramada a mi árbol favorito, ensayando gritos de guerra indios y pasándomelo en grande. Mi madre me pidió unas cuantas veces que me calmara, pero no lo hice. Finalmente, su amiga se molestó hasta el punto de decir bien alto: «Lo que esa niña necesita es un buen complejo de inferioridad». Pues bien, al cabo de treinta años ocurrió. No te lo había dicho antes, pero he estado trabajando de voluntaria en un hospital infantil de Viena. Les dije que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, así que me asignaron un pabellón especial de niños enfermos terminales que solo hablaban inglés. Voy todos los días y les leo cuentos o jugamos (básicamente hacemos aquello para lo que están más de humor). Me surgió la idea después de que Weber me comentara la posibilidad de trabajar con enfermos de cáncer en Nueva York. Como seguramente te imaginas, ver a esos héroes luchar no solo por la vida, sino por tener una pizca de paz y comodidad en su día a día, me hizo pensar que mi tumultuosa existencia era tan estúpida como repelente. Cada día abandono el edificio sintiéndome íntimamente feliz de estar viva y sana, pero cuando regreso a casa vuelvo a caer en la apatía y la aversión por mí misma que parecen ser los invitados permanentes de mi vida. Lo más inquietante pasó la noche pasada. Acababa de salir del hospital a la calle. Era una tarde preciosa de verano, cuando los olores de la jornada se hacen notar en un abrazo de calor. Había jugado al Monopoly durante tres horas con Soraya y Colin. Habían gritado, discutido y hecho trampas como de costumbre; sana infancia. Lo pasamos genial. Yo estaba en la acera con las manos en los bolsillos y no llevaba mucha prisa. En ese instante oí un ruido detrás de mí. Me volví y vi una pareja de jóvenes muy atractivos: la mujer de rodillas y el hombre inclinado sobre ella, tratando de ayudarla para que se levantara. Entonces me di cuenta de que estaba tirando de ella literalmente, pero ella era incapaz de levantarse. Permaneció de rodillas, golpeándose los muslos con los puños. «¡No es justo, no está bien! ¡No es justo! ¡Oh, Dios, no es justo!». La única forma de describir aquello es diciendo que era un canto fúnebre. No lloraba ni sollozaba; lanzaba un canto de angustia. El marido estaba abochornado, pero también se lamentaba. Seguía tirando de su brazo diciendo: «Venga, levántate, vamos». Pero ella no lo hacía. ¿Qué había pasado en el hospital? ¿Habría muerto su hijo? ¿Acababan de anunciarles que moriría? ¿Lo habían visitado por enésima vez y habían visto el sufrimiento y la miseria que ningún niño del mundo merece? Corrí hacia ellos y pregunté si podía ayudarles; si había algo que pudiera hacer. Los dos se quedaron quietos y me miraron como si acabase de mofarme de ellos. Había odio en sus caras. Había interrumpido su demostración de sufrimientos, así que ahora todo era culpa mía. La mujer se tambaleó hasta ponerse de pie y, apartándome de un empujón, corrió calle abajo. El hombre fue tras ella, no sin antes echar la mirada atrás una última vez. Sus ojos decían: «¡Deberías morir!». Y tenían razón. Si la vida es justa, ¿qué bien le hago a nadie, incluida yo misma? ¿Qué bien he hecho jamás, aparte de entretener a la gente durante unas horas y mandarlos luego de vuelta a las mismas vidas que tenían antes de ver la película? No tengo hijos, no amo a nadie especialmente. Tengo más dinero en el banco de lo que es decente, y sin embargo temo no tener bastante para vivir el resto de mi vida. Pero, ¿qué vida? Ni siquiera sé si alguna vez he llegado a amar a nadie, y eso mismo me espanta. Leo mis libros, paseo al perro y trabajo en un hospital donde unos niños libran a diario batallas en medio de las cuales no soy capaz de imaginarme, y mucho menos resistiendo. Este es mi currículum: A. Ford hizo algunas películas, se folló a muchos hombres, se preocupó por sí misma una obscena cantidad de veces y fue descubierta por un periodista italiano y una pareja vienesa tal como era: una sombra, una mentira y un bolsillo vacío. Con amor, Arlen Hola, Rose, cariño. Sí, te mando una cinta en lugar de una carta. He tenido un par de semanas extrañas de la que quisiera hablarte. Cuando me senté a escribirte de ellas, mis dedos eran incapaces de mantener el ritmo de mis pensamientos. Quería trasladártelo tan fresco como lo tenía en la mente. De ahí la cinta. Si divago y me repito, por favor, perdóname, pero intentaré contártelo todo y analizarlo al mismo tiempo. Ya sabes que a veces me hago un lío. Pero si no puedo divagar y confundirme contigo, entonces ¿con quién? Como seguro que sabrás por mi última carta, la vida en este lado del charco ha sido muy oscura y llena de dudas últimamente. A decir verdad, se puso tan fea que me di cuenta de que tenía que intentar salir de este agujero negro, o acabaría mal. Una forma de hacerlo era brincar de nuevo al mundo exterior, en lugar de esconderme en mi colina como un personaje de Kafka. Pero no vayas a cortar ahora y llamarme por teléfono para comprobar que no me he ahorcado en uno de los pinos. Todo va bien. De hecho, va tan bien que me pone los pelos de punta. Bueno... eh, ¿por dónde empiezo? Bueno, empezó con la ópera. Todos los años, por el mes de mayo, Viena celebra un festival gigantesco, y la cultura sale a la calle y casi todos los que tienen algo que decir en el mundo de la música hacen acto de presencia en la Ópera, el Konzerthaus, el Musikverein o una docena de sitios más de esta ciudad loca por la música. Nunca me ha gustado la ópera. Sí, lo sé, es donde la voz humana se convierte en el instrumento más maravilloso de todos y la música se hace trascendental... He oído todos los argumentos, pero sigue sin engancharme. Quizá se deba a que los cantantes no actúan, sino que deambulan de un lado a otro, si es que se mueven, agitando los brazos como cuando Big Bird trata de despegar. No, yo paso. Pero sigo intentándolo, así que me compré una entrada para uno de los estrenos y me puse un vestido bonito. Y todo lo que lo rodeaba era asquerosamente maravilloso: la grandeza del propio edificio, el público cursi, con los rostros estampados de fortuna y desdén... Tenía la impresión de estar en un sitio que iba de la mano de la Historia. Pero veinte minutos después de que se apagaran las luces y empezaran los aullidos, empecé a sentir un profundo ataque de claustrofobia y apenas tardé unos segundos en abandonar el asiento y salir dando empujones. Me importaba un bledo a quién estuviera molestando; tenía que largarme de allí antes de que me estallara la cabeza. ¿Alguna vez has sufrido un ataque de pánico? Yo no lo había tenido nunca, y, madre mía, me asusté de lo lindo. Pierdes absolutamente el control sobre ti misma. ¡Pero del todo! El miedo lo posterga todo como un burbujeo de lava ardiente, sin que puedas hacer nada por detener su avance. Salí corriendo al exterior del teatro y me di de lleno con una mujer a la que, afortunadamente, se le pasó el enfado cuando le di mi entrada. ¿Recuerdas dónde está la Ópera? Justo al final de Kartnerstrasse, esa elegante calle peatonal del centro. Cuando hace buen tiempo, los músicos callejeros y otros intérpretes actúan para los viandantes. Estaba tan contenta por haber salido de aquel sitio sofocante y poco ventilado que me entraron ganas de poner dinero en cada sombrero o estuche de violín que me cruzaba. Estuve deambulando por la calle, y me detuve a escuchar a dos o tres grupos. Sin un plan concreto en mente, seguí andando hasta terminar en el canal del Danubio. Era una preciosa tarde de verano, la gente iba en pantalones cortos, comía cucuruchos de helado y paseaba tranquilamente. Familias enteras paseaban en sus bicicletas y grupos de adolescentes que se sentaban en los bancos cercanos al agua fumaban y se reían con voz demasiado fuerte. En Schwedenplatz hay un buque de vapor anclado permanentemente llamado Johann Strauss que han reconvertido en restaurante. Nunca había estado allí, pero aquella noche tenía un aspecto magnífico: iluminación suave, gente de punta en blanco emocionada por estar allí, mujeres de la mano de sus maridos... Los hombres actuaban como peces gordos mientras escoltaban a sus señoras por la cubierta. ¡Yuhu, compañeros! Qué buena pinta tenía. Me quedé allí mirando. No estaba celosa ni triste. Me sentía como una niña mirando cómo se preparaban sus padres para una gran noche en la ciudad. No sé cuánto tiempo llevaba allí parada cuando la voz amistosa de una mujer me rodeó como un estallido sónico. «¿Está en el baile del A. I. S.?», me preguntó con acento de Nueva York. Me volví y me encontré con la cara que encajaba con la voz: una mujer de amplia sonrisa con un vestido de noche ocre. «Éste es el barco, ¿verdad? Estoy perdida. Mi marido me echó del coche diciendo que bajara las escaleras y que encontraría el barco. Que subiera y que los demás ya estarían allí. Fácil de decir; está aparcando el coche. Pero mire, allí hay otro barco grande. Sé que uno es un barco mirador y el otro es el restaurante. El que me interesa es el restaurante. ¿Cuál cree que es?» Lo primero que pensé fue que cómo sabía esa mujer que yo hablaba inglés. Entonces caí: llevaba un vestido formal cerca de un barco grande, así que había dado por sentado que formaba parte del grupo, fuera el que fuese. Le pregunté el nombre de nuestro barco. Ella miró la cubierta con los ojos entornados y saludó con la mano a alguien. «El Johann Strauss», dijo. «¡Oh, mire la cubierta! Es C. J. Dippolito. Tiene que ser ése. Si es ése, entonces mi hijo no puede andar muy lejos. Vamos. No recuerdo su nombre. Yo soy Stephanie Singer.» Nos estrechamos las manos y dije algo entre dientes, pero Stephanie ya se había puesto en movimiento, y yo con ella. Me arrastró hasta el barco, justo hasta la cubierta de primera clase donde se celebraba el baile de la American Internacional School de Viena. Nunca fui al baile de nuestro instituto, y siempre lo lamenté en secreto, aunque nunca lo haya admitido. A todas las chicas deberían concederles una noche mágica en primavera que incluyera una cita perfumada con colonia English Slatery vestida con un esmoquin blanco; un vestido de seda hasta el suelo, un ramillete y un buen peinado. A mi modo de ver, después de eso la vida viene rodada. Yo nunca había disfrutado de uno de esos sueños, y eso me había deprimido mortalmente. Pero ahora, por alguna razón fortuita, mi vestido de ópera y Stephanie Singer me lo estaban concediendo. ¡Un baile en Viena, sobre un barco en el Danubio! El Johann Strauss presentaba un panorama de chicos de aspecto un poco pueblerino, ataviados con esmoquin blancos, y chicas con cara de ángel y aparato en los dientes. En muchas se intuía bajo el vestido un atisbo de grasas de infancia, pero parecían felices y orgullosas de estar con sus chicos. Stephanie nos encontró una mesa, pero antes de sentarme con ella, me excusé y di una vuelta observando a los muchachos. Algunas de las parejas estaban enamoradas, otras eran pura exhibición y otras sentían auténtico pánico con la mera idea de mirar a su pareja. Pero ésa era su gran noche, y todo el mundo intentaba hacerlo bien. Resultó que si Stephanie y su marido, Al, estaban allí era porque la escuela necesitaba que algunos padres ayudaran a vigilar el baile y el hijo de los Singer los había presentado como voluntarios. Fue una chica de unos dieciséis años quien me dijo esto más tarde. Mientras hablaba, me di cuenta de que pensaba que yo también era una madre. Eso me impresionó hasta que, qué demonios, me di cuenta de que tenía edad suficiente como para ser la madre de cualquiera de ellos. No pasa nada, ya que era una noche especial y todo el mundo quería mostrar la mejor cara que el mundo jamás vería. Así que mamá Arlen se dedicó a deambular por la cubierta con una copa de champán barato y a pasárselo en grande. Una de las cosas que más me impresionaron fue la mezcla de estudiantes de distintos países que había allí. Aunque se llame American International School, no todos los muchachos eran estadounidenses. Había árabes y africanos en chilabas, y dashikis, chicas envueltas en saris... Un rubio californiano rodeaba con el brazo la cintura de una exquisita muchacha india llamada Sarosh Saltar. ¿No es un nombre precioso? Hay una delegación de las Naciones Unidas en Viena y a todos esos burócratas no les habría venido mal estar allí para ver cómo pueden pasar un buen rato juntas personas muy diferentes. Llevaba unos quince minutos a bordo con los Singer, cuando una chica se me acercó y me preguntó entre titubeos si era Arlen Ford. Cuando dije que sí, las cosas cambiaron un poco, pero no demasiado. Algunos de los estudiantes querían autógrafos y un par de muchachos me pidieron un baile, pero por lo demás no dejé de ser una chaperona más que se lo pasaba bien, mientras observaba cómo se divertían los bailarines y actuaban como si fuesen adultos una noche antes de volver a sus días de críos. Todo el mundo llevaba cámara y sacaba fotos. Los destellos saltaban por todas partes, y los críos juntaban a sus amigos y les sacaban una foto mientras se reían y asomaban dos dedos detrás de la cabeza de la madre de turno. Los chicos depositaban flores en los escotes de las chicas o ponían caras tontas. Son esas fotos que te encuentras veinte años después, arrugadas en el fondo de un armario, cuando te decides a hacer limpieza. Las coges, apartas el pelo de los ojos, y la nostalgia que emanan te da tan fuerte que tienes que sentarte. Recuerdas el aroma de esa noche en el coche mientras conducías hacia la fiesta, y la forma en que te besó tu pareja cuando casi se había terminado. Me quedé otra hora y un tal Fadil Foual me entrevistó para el periódico del instituto. Lo cierto es que todo lo que Fadil quería saber era si había conocido a Billy Joel o Stephen King, así que fue una entrevista más cómoda que la que concedí al periodista italiano. Volví al coche sintiéndome mucha más joven de corazón y profundamente agradecida a los grandes poderes por haberme permitido disfrutar de aquella noche. Unos días después, los Easterling me llamaron para preguntarme si quería acompañarlos a un picnic junto con Nicholas, su hijo pequeño. Nos reunimos en su casa y fuimos en coche hasta Lanizer Tiergarten, bastante alejado de las afueras de la ciudad. Es una enorme reserva natural que en su día sirvió de coto de caza real. Pero más tarde se entregó al pueblo de Viena y ahora es un lugar ideal si estás con humor para pasar una tarde rodeada de naturaleza. Los animales corretean en libertad, y puedes tener la seguridad de que, en un momento u otro, verás un jabalí por el camino si pasas un par de horas en el lugar. Al principio pensé que íbamos allí, pero Walter aseguró el trasportín del bebé y nos llevó a un camino que bordeaba el parque hasta una escalinata que parecía ascender hasta el infinito. Cuando les pregunté a mis acompañantes si merecía la pena el ascenso, los dos me dijeron que sí. Sin demasiada convicción, pregunté qué había allí arriba. Maris dijo: «La colina feliz». Tampoco era plan de decir «os espero aquí abajo», así que respiré hondo y los seguí. Después de todo, la escalinata sí que ascendía hasta el infinito, y, cuando finalmente llegamos a la cima, los dos siguieron caminando. Pensé que al menos nos pararíamos para fumar un cigarrillo, pero nada. Caminamos entre árboles durante un rato hasta que Walter viró a la izquierda y de repente nos encontramos en una enorme pradera desde la que se disfrutaba de una maravillosa vista sobre la ciudad. La llamaban «la colina feliz» porque era uno de los primeros sitios a los que Walter había llevado a Maris cuando se conocieron. Me hicieron prometerles que no volvería allí arriba a menos que fuese por una ocasión especial y maravillosa. Era solamente la tercera o la cuarta vez que subían juntos, y ese día habían decidido repetir la experiencia porque querían que su bebé también lo conociera. Su Nicholas en una criatura buenísima, regordeta y robusta, pero nació con un gran agujero en el corazón. Maris me dijo que era algo relativamente común y que no había peligro real. La cirugía tendrá que corregirlo dentro de unos años, pero por el momento no era más que un bebé hermoso y feliz que se reía todo el rato. Yo llevé el vino y el postre; de lo demás se encargaron ellos. Pollo frío y ensalada, tres tipos de queso, galletitas saladas y fruta. Ver toda esa comida extendida bajo el sol brillante, sobre un mantel azul y blanco con cuyas esquinas jugueteaba la brisa y sostener a Nicholas en mi regazo mientras ponía una manita en mi cara y con la otra se bebía su zumo de manzana... fue sublime, Rose. Tenía un bebé en el regazo, estaba con gente agradable y rodeada de comida... Debí de suspirar unas cincuenta veces de lo encantada que estaba. Les agradecí que me invitaran, pero ¿cómo agradeces a la gente que te aporte paz, aunque sea por un fugaz momento? Tras el almuerzo, Walter sacó un frisbee y dejamos a Nicholas abrigado en su paño mientras los tres nos separábamos por el campo y empezábamos a jugar. Lo lanzamos una y otra vez, viendo cómo se volvía loco a lomos de las ráfagas de aire. Justo cuando empezábamos a cansarnos, apareció un hombre con un viszla muy parecido a mi Minnie. La diferencia es que este era un macho llamado Red y su especialidad era jugar al frisbee. Por muy fuerte o lejos que lo lanzaras, siempre lo atrapaba. Era increíble. El bebé ya se había dormido, el perro saltaba dos metros sobre el suelo para cazar el platillo, Maris y Walter hacían manitas... era la felicidad absoluta. La vida no podía ser mejor que aquello. No quería bajar de la colina. Pero no se había acabado. Cuando bajamos, Maris sugirió que diésemos un paseo por el Tiergarten para ver si asomaba algún jabalí. En cuanto atravesamos las puertas, vimos una pequeña jauría a la que alimentaba un guarda forestal. ¿Has visto alguna vez un jabalí de cerca? Son unas bestias adorables de aspecto ancestral; te recuerdan al aspecto que debieron de tener los animales en la época de las cavernas. No eran precisamente mansos, pero se habían acercado para la cena. El guardia forestal los llamaba por sus nombres: Mickey Mouse era el más grande, el jefe del clan. Se llevó las primeras porciones de lo que fuese que les estaba echando. Se había congregado una multitud para observar el evento, y el guardia forestal se acercó a mí y me tendió un trozo de pan negro. Estaba un poco asustada, pero me acerqué lo suficiente como para olerlos. Indescriptible. ¡Menudo despliegue de primitivismo boscoso! Sus bufidos y los colmillos bastaban para paralizarte. Cuando me volví, me di cuenta de que mucha gente estaba haciendo fotos, pero pensé que era más por Mickey Mouse que por mí. Me equivoqué, y lo comprenderás dentro de un minuto. Bueno, me he tomado un descanso y vuelvo para relatar la segunda entrega. Walter iba a marcharse de la ciudad durante una semana, así que, antes de despedirnos, invité a Maris y a Nicholas a pasar un día en mi casa. Me sirvió de excusa para hacer algo que estos días me encanta: limpiar la casa. Lo sé, lo sé, antes era un auténtico desastre doméstico, pero me encuentro en una fase nueva. En todo caso, limpiar la casa me sirve como terapia, ya que no tengo ni idea de por dónde empezar a limpiar mi vida. En fin, me esmeré mucho a pesar de que ya estaba ordenada. Lo que quiero decir es: ¿qué trabajo supone tener cuatro muebles? La respuesta es que si ya está bien, púlelo, agáchate y ataca, restriega y friégalo hasta dejarte el alma. Puede que mis ataques obsesivos se deban a que no me he acostado con nadie desde que me mudé a Europa. ¡Es la verdad! Te dije que me refrenaría, y eso he hecho. Estoy recuperando gradualmente mi virginidad. Algún día llegará mi príncipe, y esta vez quiero que sea todo un acontecimiento. Después de limpiar, me acerqué a Viena para hacer unas compras en el Naschmarkt. Soy una forofa de los mercadillos al aire libre. Contemplar toda la variedad que se extiende ante mis ojos, oler esas especias tan sugerentes, los extraños alimentos cuyo origen solo puedes imaginar... Hace que me entren ganas de cocinar almuerzos colosales cuya preparación me llevaría eones. Nunca me había gustado la cocina hasta que me mudé aquí. Entonces, Weber empezó a mandarme libros de cocina, y las últimas veces que vino pasamos días enteros en la cocina mientras me enseñaba a hacer las cosas como es debido. Otra de las cosas por las que le estoy agradecida. Soy muy afortunada de teneros a todos como amigos. Pero a lo que iba: me marché a Viena con una lista de la compra de un kilómetro de largo. Aparte de los puestos austríacos, en el Naschmarkt también había panaderías turcas, tiendas de comida natural, un carnicero musulmán y un sitio que vendía la mantequilla de cacahuete más maravillosa del mundo procedente de Indonesia. Frutas y verduras frescas de Bulgaria, Israel, África; grandes tomates de Albania, queso emmenthal de los Alpes... Te puedes perder allí durante horas. Estaba tan absorta en la compra, que no me fijé en el sonido hasta que la bolsa estuvo casi llena. De todas formas, el Naschmarkt es todo ruido, así que es muy difícil aislar el clic de una cámara fotográfica. Pero, mientras apretujaba un melón, oí el ruido y levanté la mirada. La mujer que regentaba la tienda sonreía a algo que había por encima de mi hombro. Me volví y vi a un tipo grande que me apuntaba con su cámara. Estaba de buen humor y posé para él, levantando un melón junto a mi mejilla y poniendo cara de chica de anuncio. Sonrió y sacó unas cuantas fotos más. Dejé el melón, le saludé con la mano y me largué. Viena está llena de gente que saca fotos. No presté más atención. Hasta unos minutos más tarde, cuando volví a escuchar el sonido y vi que el mismo tipo seguía apuntándome con la cámara. Esa vez fruncí el ceño y me volví. Tengo demasiados recuerdos malos de gente a la que le importaba un bledo cómo me sentía y solo quería sacarme fotos. Por lo menos, pídelo, maldita sea. ¿Recuerdas cuando estábamos en el festival de Sundance y ese chiflado japonés hizo eso tan raro con la bolsa de su cámara? Aunque el tipo del mercado fuese inofensivo y solo le gustase mi aspecto, a mí no me apetecía que me bombardease a fotos. Me marché a paso ligero. En mitad del mercado, al otro lado de la calle, hay un viejo café llamado el Dreschler. Lo frecuenta mucha gente de poco dinero que muchas veces se dedica a cantar con sus voces roncas en torno a una jarra de cerveza. Pero el sitio tiene ese aire de la Viena de los años cincuenta y a menudo hago allí una parada para tomarme un café sentada en una mesa que da a la ventana mientras contemplo la algarabía del mercadillo, antes de volver a casa. Eso era exactamente lo que estaba haciendo cuando me di cuenta de que estaba siendo observada por mi nueva Némesis, el señor Cabeza de Cámara. No hizo nada por esconderse, sino que se quedó tranquilamente al otro lado de la calle, apuntándome con su Nikon. Estaba equipada con un teleobjetivo tan largo y ancho como el brazo de un levantador de pesas. Traté de ignorarlo, pero me fue imposible. Y él no se marchaba. Exasperada, me dispuse a cambiar de mesa por una menos expuesta a la ventana, pero entonces me dije: ¡y una mierda! ¿Por qué debería dejar que fastidiase mi paz? Estaba a punto de sacarle el dedo corazón, pero, en vez de hacerlo, me levanté, le dije al camarero que no tocase mi café y salí del establecimiento. El tipo ni se movió. La mayoría de los capullos con cámaras no tienen lo que hay que tener cuando sales a hacerles frente. Te hacen fotos desnuda, haciendo el amor o suicidándote, pero encáralos y saldrán corriendo como gallinas asustadas. Este tipo vio que me acercaba y se quedó donde estaba. De hecho, siguió sacándome fotos mientras cruzaba la calle con los estandartes de guerra al aire. Sé que vivo en un país germano, y sabe Dios que me esfuerzo por adaptarme, pero cuando me cabreo todo me sale en inglés. «¿Qué crees que estás haciendo?», le pregunté. No era feo. A pesar de estar hecha una furia, me di cuenta de ello. Una cara normal, pero viva y divertida. «Hacerte una foto. No se ven estrellas de cine todos los días.» «Ah, qué bien. Pues ya has tenido suficiente, así que para y déjame en paz. Deja de meterte en mi vida con esa lente.» Su rostro cayó... no, se desplomó, lleno de confusión. Entonces me preguntó si de verdad me había molestado. «Más de lo que imaginas. Si sabes quién soy, entonces también sabes que me he retirado. No más películas, no más personaje público. Basta de fotos, ¿vale? Sé bueno y lárgate». Hizo algo extraño: extendió la mano como si nos estuviésemos presentando, y dijo: «Me llamo Leland Zivic. Lo lamento mucho, señorita Ford. Dejaré de hacerlo. Solo había pensado que...». Estaba a punto de decir algo, pero se detuvo y meneó la cabeza. «Gracias, Leland. Te lo agradezco.» Yo me disponía a marcharme, pero me detuvo un feo pensamiento. «¿Qué planeas hacer con esas fotos?», le pregunté. Sostuvo su cámara en alto. «¿Con estas? ¡Oh, no se preocupe! Solo son para mí. No tengo intención de venderlas o utilizarlas de ninguna manera. Por favor, no se preocupe por ello.» «Bien.» Volví a cruzar la calle sin mirar atrás. Cuando volví a sentarme en mi mesa, eché una ojeada hacia donde había estado, pero había desaparecido. Tenía tantas cosas que hacer en casa, que no volví a pensar en él hasta que esa noche me metí en la cama. Esperaba que hubiese dicho la verdad sobre que no utilizaría las fotos más que como recuerdo. Pero tampoco es que hubiese mucho que yo pudiese hacer. En fin, ¿qué diferencia pueden suponer unas fotos mías de compras? A la mañana siguiente madrugué y salí con la perra. Normalmente solemos dar largos paseos porque Minnie está llena de energía, y si estamos el tiempo suficiente, ella corre y corre hasta que se queda agotada. Luego, cuando volvemos a casa, se encoge en su cesto y duerme durante horas. Cruzamos los viñedos y llegamos al bosque donde tú y yo nos sentamos a hablar aquella vez. ¿Te acuerdas? Cuando volvíamos a casa por el camino, vi un gran sobre sepia apoyado contra la puerta de casa. Vivo tan lejos de las rutas habituales, que el cartero deja los paquetes así, sin temor de que nadie vaya a robarlos. Pero eran las ocho de la mañana, demasiado temprano para que hubiese pasado el cartero, así que o era un paquete de mensajería o una entrega especial. Pero para eso hacía falta una firma. Cogí el sobre, me senté y lo abrí allí mismo. Había siete fotos de gran tamaño dentro. La primera hizo que dejara de respirar un instante. La segunda me hizo maldecir y las restantes eran tan sorprendentes, que consiguieron echar el candado a mi boca y a mis pensamientos. En la primera salía yo a través de la sucia ventana del café Dreschler. Tenía una mano en el pelo para apartarlo de mi cara. Dicho así no parece nada especial, lo sé, pero el arte de la foto estaba en el encuadre de la escena y en la expresión que conseguía. Pero ya me conoces, Rose: cuando se trata de imágenes de Arlen Ford, soy la crítica más fría y cruel del universo. Lo más desconcertante de la foto era la expresión de mi cara y la forma en que mi mano apartaba el pelo. Daba la impresión de que esa mujer, fuese quien fuese, estaba pasando por un profundo dolor. La cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados con fuerza. La boca tan retorcida que parece que estuviera llorando o gruñendo. Parecía que acabase de descubrir que había muerto alguien a quien amaba. O quizá que el hombre al que adoraba la había mandado a paseo. Parecía que estuviera tirándose de los pelos y que algo que había oído la estuviera matando. Pero además, detrás de ella hay una anciana caminando con una cara impasible. Y en la calle, justo enfrente de la ventana, está pasando una sonriente pareja. ¡Misterio, aislamiento y dolor juntos en una instantánea! Era tan inquietante... Si la vieras en una galería, tendrías las mismas ganas de adelantarte para verla mejor que de salir corriendo. No podrías evitar preguntarte: Oh, Dios, ¿qué le ha pasado a esa mujer? ¿Cómo pudo el fotógrafo atrapar ese momento de agonía y la indiferencia del mundo hacia ella? Cuando vi la foto, me quedé tan pasmada que, durante unos segundos, ni siquiera me di cuenta de que la que estaba ahí era yo; que yo era esa mujer. No recordaba haberme echado el pelo atrás. Estoy segura de que esa tarde en el café no me sentía infeliz. Maris y el bebé iban a visitarme. El único recuerdo que conservo es el de estar contenta después de hacer las compras y luego mi fastidio al comprobar que el tipo seguía ahí haciéndome fotos. Eso es todo. Pasé a la siguiente. Lainzer Tiergarten el día del picnic con los Easterling. Estoy dándole pan a Mickey Mouse, el jabalí. Parece que los dos nos dedicamos una sonrisa. Amor a primera vista. Maris está cerca, con el bebé en brazos. Nicholas tiene las manos al aire y se está riendo. Si la primera foto era el infierno, ésta era el paraíso. Todo el mundo, incluido el jabalí, está contento. La primera foto me había estremecido, pero esta destilaba tal felicidad que, a mi pesar, no pude evitar sonreír. Como he dicho, había otras cinco instantáneas: dos del Johann Strauss la noche del baile, una en la entrada de la Ópera y otra mientras paseaba a la perra cerca del río. En la última salía yo de espaldas mientras cruzaba la calle de vuelta al café. Un viejo con un gorro estúpido me miraba y me señalaba. Le decía algo a su mujer, y los dos se reían. ¡El hijo de puta me hizo otra foto cinco segundos después de que le dijera que parase! Pero era tan graciosa que se me escapó una risa nerviosa; si no supieras lo que pasa, pensarías que el viejo indica a su señora que me mire el culo. Tras mirarlas una y otra vez, las deposité en mi regazo y tiré de la perra para darle un abrazo. ¿Quién era ese tipo? ¿Cuánto tiempo llevaba siguiéndome y sacándome fotos? ¡Y qué fotos! Cada una de ellas era desconcertante, especial. Me sentía tan suspicaz como intrigada. Era algo perverso y, a la vez, impresionante. Ese mismo día llegó Maris. Tras acostar al bebé para su siesta diaria, saqué las fotos y se las enseñé sin decirle de dónde habían salido. Quería conocer su primera impresión. Ya sabes lo famosa que se está haciendo Maris por sus maquetas de ciudades. Quería escuchar la opinión de una artista antes de tomar cualquier decisión. Estaban en el mismo orden en que me habían llegado. Pasó más tiempo con la primera, pero se detuvo casi el mismo tiempo en la que estaba paseando a la perra. Cuando me preguntó si las había sacado la misma persona y le dije que sí, me comentó que le costaba creérselo. Una parecía formar parte de la serie que Herb Ritts me sacó para el Vanity Fair, pero la de la Ópera le recordaba a las fotos Bauhaus de los años veinte, algo de Moholy o Herbert Bayer. La mejor, sin duda, le pareció la del café; era una de las mejores fotos que había visto en su vida. ¿Quién era el fotógrafo? Quería saber si tenía un book porque estaba dispuesta a hacerse con él. Le dije cómo había conocido al tipo. Meneó la cabeza sin quitar ojo de las fotos. Le pregunté si no pensaba que todo el asunto olía a extravagancia y me dijo que sí, pero que eso no quitaba que las fotos fuesen brillantes. Quizá se debiera a su peculiar sensibilidad, pero no pensaba que el hombre que las había sacado fuese extraño. Volviendo los ojos le dije que me había estado siguiendo durante días sin que yo me enterara. ¡Era James Bond y un voyeur en uno! Sin hablar de lo buen fotógrafo que era. ¿Cuánto tiempo había estado ahí sin que lo supiera? Me dijo que si volvía a aparecer y me molestaba, debería decirle que me dejara en paz a pesar de todo. Pero no creía que fuese a hacerlo. Entonces dijo algo que me intrigó. «¿Sabes? En estos tiempos todo nos da miedo. El terror manda sobre la compasión.» No tenía ni idea de lo que quería decir con eso, así que le pedí que me lo aclarara. Rebuscó en el montón y sacó la foto del café. «Este hombre no pretende asustarte. No quiere nada de ti. En todo caso, lo que quiere es decirte algo. Te está diciendo que tienes problemas.» Se me revolvió el estómago y le pregunté si era tan obvio. «Bueno, más o menos», me dijo. En la cocina tengo un televisor pequeño donde pongo la CNN. De vez en cuando levanto la mirada para ver si hay algo interesante, pero generalmente la dejo encendida para escuchar un fondo sonoro en inglés. Yugoslavia está apenas a unos cientos de kilómetros de aquí, y desde que estalló la guerra los austríacos no le han quitado ojo por razones obvias. Dubrovnik es el objetivo preferido estos días, y es horrible cómo están destruyendo esa ciudad tan hermosa sin más razón que el rencor. Dos días después de la visita de Maris estaba preparando el almuerzo mientras escuchaba los últimos informes sobre la zona de conflicto. Las bombas explotaban y la gente corría en busca de cobijo. Había sonidos de ametralladoras y una ambulancia recorría las calles a toda prisa. En la imagen asomaba una anciana con las manos en la cara. La voz del reportero describía lo que estaba ocurriendo. Yo estaba picando cebollas y tratando de recordar si había comprado cebollinos. Y la voz de la tele dijo: «bla bla bla Leland Zivic». En la trastienda de mi cerebro algo me decía que aquel nombre me sonaba de algo, pero estaba demasiado ocupada con mis cebollas. Surgió otra voz, ésta más suave y dulce que la primera. Levanté la mirada únicamente porque alguien se había reído, lo cual me parecía extraño en medio de aquella violencia. ¡Y estaba allí! Su nombre estaba escrito en la parte inferior de la pantalla, y debajo ponía «Reportero gráfico». Cogí un rotulador y lo apunté con tinta indeleble en la tabla de picar. Ya me encargaría de transcribirlo más tarde. El periodista dijo que Zivic era famoso por las fotos que hacía en los puntos calientes del planeta. Había estado en Rumania durante la caída de Ceaucescu, en Liberia cuando la ejecución de Doe y en Somalia en los peores momentos. Cuando le preguntaron qué opinaba del conflicto de Yugoslavia, dijo algo como: «Cuarenta años de paz en este país. Y, de repente, de un día para otro, se meten en los pabellones de maternidad para acribillar a los recién nacidos. ¿Alguien, aparte de los políticos, puede entender cómo ha podido ocurrir? El problema de las guerras es que a todo el mundo que no participa en ellas les parecen iguales. La única diferencia es el color de la piel de los muertos.» Y el periodista dijo: «Si es así, ¿por qué sigues arriesgando la vida para tomar esas fotos?». Zivic meneó la cabeza, como si el reportero hubiese dado en el clavo. «Porque si hago bien mi trabajo, la gente se dará cuenta de que las guerras no son iguales; no se limitan a recuentos de cadáveres y víctimas anónimas. La muerte debería ser representada de una forma que no se olvide.» Conozco a una de las corresponsales de la CNN. Al cabo de un buen rato al teléfono, conseguí dar con ella en Hollywood. Después de explicarle lo que pasaba y dónde lo había visto, le pedí que me localizara a Leland Zivic. Como es muy buena persona, no me preguntó el porqué de mi interés. Resultó que el hombre tenía un piso en Londres, donde también estaba afincada su agencia. Me dio ambas direcciones y números de teléfono. Di por sentado que si lo acababa de ver por televisión en Yugoslavia, no sería muy probable que respondiera si lo llamaba a Londres, así que le dejé un mensaje en el contestador: «Soy Arlen Ford. Por favor, llámame cuando puedas». Esperaba recibir noticias suyas pronto, pero no fue el caso. Al principio pensé que no había llamado porque seguía trabajando. En algún momento de bajón, llegué a pensar que podría haber muerto. Traté de desterrar todos esos pensamientos de mi mente, pero sus fotos estaban sobre la mesa del salón y siempre se me escapaba una mirada. Sus dos números de Londres estaban escritos sobre un postit pegado encima del teléfono y el nombre «Leland Zivic», grande y negro con mi caligrafía, seguía inscrito en mi tabla de picar. Lo dejaría ahí una o dos semanas antes de decidirme a borrarlo. Una mañana, al abrir el buzón, vi que estaba vacío salvo por una postal. La letra no me era familiar: bloques de caracteres ordenados; sello de Sarajevo. Era una foto de los años treinta del desfile del día de Acción de Gracias en Nueva York. Unos gigantes flotantes con aspecto de Pinocho, el Tío Sam y el Hombre de Hojalata de Oz describían ángulos extraños sobre las calles, proyectando enormes sombras sobre los edificios. Estaban sujetos con cuerdas por gente del tamaño de una hormiga. Decía: «Tengo miedo de llamarte, y lo haré solo si me aseguras que ha pasado el peligro. Desde que te mandé las fotos llevo puesto un casco de protección por si te da por lanzar un misil nuclear. En una escala del uno al diez, ¿cuál es tu grado de enfado hacia mí por las fotos? ¿Cómo conseguiste mi número de teléfono? ¿Hay vida en otros planetas? Responde a las preguntas que quieras.» Hacía poco que Sarajevo sufría ataques. ¿Qué estaba pasando? Me lo imaginé en un refugio subterráneo o en un puesto de mando, escribiendo la postal mientras las bombas estallaban a su alrededor. ¡Resultaba fascinante que no hiciera mención alguna de lo que estaba pasando allí! La gente tiene tan poco valor, que cuando conocemos a alguien valiente resulta complicado no dejarse impresionar. Había sido un giro del destino lo que me permitió averiguar a qué se dedicaba Leland. De otro modo, seguiría pensando que no era sino un capullo más que se me había acercado demasiado con una cámara. Sí, no me gustaba lo que me había hecho, pero también estaba emocionada e intrigada por el hecho de que aquel hombre interesante y modesto se interesara por mí. Volví a llamar a su piso de Londres y me limité a decir: «No hay moros en la costa». Después él volvió a escribirme. ¿Alguna vez te has dado cuenta de cómo se ralentiza la vida cuando esperas una llamada importante? El propio teléfono empieza a dominar la habitación. Cada vez que te mueves por la casa estás en tensión porque podría sonar en cualquier momento y ser él. Y si no suena, te pones más nerviosa todavía. Al menos a mí me pasa. No lo conocía, y, sin embargo, me había hecho esas impactantes fotos y la última vez que lo vieron fue en Yugoslavia, esquivando balas. Los días pasaron. Dios sabe por qué, pero deseaba que me llamase. Luego pensé que el mensaje que le había dejado había sido demasiado seco y que se había asustado. Pensé en lo que debía decirle si llamaba. ¿Preguntarle sobre el trabajo? ¿O por qué me hizo las fotos? ¿Sería un tipo interesante o solo un cretino valiente con una excéntrica fijación por las actrices retiradas? Nunca había pronunciado su nombre en voz alta, pero de vez en cuando lo intentaba mentalmente. Leland. Eso sonaba estadounidense. Zivic, no. Era de madrugada. Me había acostado y estaba releyendo Mariette in Ecstasy (¿Te lo has comprado ya? Por favor, hazlo. Hace que una vida enclaustrada suene trascendentalmente bella y plena de posibilidades). Y el teléfono sonó. Estaba segura de que eras tú, porque eres la única persona que llama tan tarde. Pero no reconocí la voz, así que, cuando dijo mi nombre, pregunté: «¿Quién es?». «Leland Zivic. ¿Podemos hablar?» Su voz sonaba completamente distinta de como la recordaba. Pues claro, ¿qué iba a recordar de la única vez que habíamos hablado? ¿Tres frases? Mientras pensaba en él, debí de imaginarme muchas voces diferentes para encajar en la imagen que guardaba en el recuerdo. La que escuchaba ahora era suave y natural. Grave, pero no tanto como para destacar o resultar especial. Dijo que pensaba parecer astuto e inventarse excusas, pero no aquel día; solo le apetecía charlar. ¿Estaba bien? Le pregunté qué le pasaba, y me dijo que estaba en Yugoslavia, cerca de la guerra. Le dije que lo sabía, porque le había visto en la televisión. Entonces su voz se hizo más grave y, oh, deberías haberla escuchado. Dijo que en los dos últimos días había visto cosas que no sería capaz de creerme. Era fotógrafo y había hecho instantáneas de la guerra. Normalmente no le molestaba, ya que era su trabajo. Pero, quizá porque la familia de su padre era de allí, esta vez lo había pasado mal, realmente mal. Un momento, Rose. Tengo que parar y encenderme un cigarrillo. El mero hecho de recordar su voz me da escalofríos. Ya estoy aquí. En fin, su voz sonaba asustada y perdida. Había llamado porque quería hablar conmigo. Sus palabras eran rápidas y carentes de aliento, como si estuviera confesándome algo y a la vez estuviese teniendo una conversación consigo mismo. Me cogió con la guardia completamente bajada. Yo esperaba que la primera vez que hablásemos fuera una charla interesante y relajada. Pero aquello fueron cien mil voltios directos a mi oído. Le dije que me contara lo que le apeteciera. Me senté en la cama y me estiré el pijama. Quería estar presentable para él, ¡aunque estuviese al otro lado del mundo! Dijo que estaba en una slasticarna. «Es una pastelería yugoslava. Hay pasteles por todo el suelo. ¿Te lo imaginas? Pastel. Todo el suelo está blanducho. Los dueños, un hombre y una mujer, están arrodillados, tratando de limpiar el azúcar del suelo. Todas las ventanas están reventadas y la tienda es un desastre, pero el teléfono sigue funcionando y han tenido la amabilidad de dejarme usarlo.» Le pregunté si había combates donde estaba y me dijo que sí, pero que por el momento las cosas no estaban feas. Lo habían estado hacía un par de horas, pero se habían calmado. Me dijo que era muy amable por mi parte cogerle el teléfono a esas horas. Le dije que no era nada, que solo estaba leyendo y tratando de combatir el impulso de deslizarme a la cocina y comer algo. Me preguntó por mi cocina, lo cual me sorprendió sobremanera. Cuando dije: «¿Qué?», insistió. «Descríbemela. Quiero tener una imagen mental de la cocina de Arlen Ford.» «Eh, vale. La cocina. Bueno, es blanca y de madera. Muy sencilla, pero completa.» «¿Te gusta cocinar?» «Mucho.» «A mí también. Es cuando me siento más limpio. Todo tiene sentido. Una mujer que fuma y a quien le gusta cocinar. Eso es bueno.» «¿Qué ha sido eso?» «Es fuera. Una mujer y un muchacho están sacando a un hombre de un coche volcado cerca de la tienda. Hay un hospital no muy lejos.» Se detuvo y se produjo una larga pausa. Sentí como si estuviera allí mismo y pudiera ver al hombre del coche. Pregunté si le apetecía hablar sobre lo que había visto allí. Se produjo otro silencio, como si estuviese decidiéndose al respecto. «No, solo quiero decirte por qué te hice esas fotos.» Como te imaginarás, mi corazón brincó hasta mi cráneo y empezó a rebotar entre mis sienes. ¡El momento de la verdad! Deja que te lo diga con sus palabras, tal como las recuerdo. Fue muy bonito y emocionante. Dijo: «Llevo por aquí unas cuantas semanas. Todo iba bien al principio. Ya había estado en el lugar, de vacaciones y cubriendo las olimpiadas de invierno hace unos años. Pero ahora todo el país está devorándose vivo. Cuando me saturé, pedí que me dieran unas vacaciones en Viena. «Unos cuantos días de descanso, calma y serenidad y volveré a estar en marcha. Os daré todo el fuego y la sangre que queráis para vuestras portadas.» Accedieron, así que fui allí y me dediqué a dar paseos. Visité museos, me quité el reloj y no hice ningún plan. Pero era incapaz de olvidarme de todo lo que había visto, cosa rara en mí. A lo mejor es porque hay muchos yugoslavos en Viena. Los veía y me preguntaba si habrían perdido a alguien en la guerra o estarían preocupados por la familia que habían dejado allí. Me sobrecargué. A veces te sobrecargas con cosas así y no puedes quitártelas de encima simplemente cerrando los ojos y meneando la cabeza mientras estás de vacaciones. Se te clava en la cabeza. «Alquilé una bicicleta en Nussdorf y recorrí la orilla del río hasta Klosterneuburg. Me sentía mal. Mis pensamientos eran muy oscuros y tristes ese día. ¿Qué iba a hacer? ¿Volver a Yugoslavia y tomar más fotos de gente muerta? ¿Más sangre y cadáveres? Conozco fotógrafos que cambian las posturas de los cuerpos para que resulten más impactantes en las fotos. »Y en medio de aquella oscuridad fue cuando te vi. Con tu perro rojo. ¡Increíble! ¡Una visión! Como dijo Dios, en el mundo también hay cosas bellas. Arlen Ford pasea a su perro por el Danubio. ¿Qué probabilidades tenía de toparme con esa escena, de encontrarme contigo así?». Se detuvo y dijo algo en otro idioma a otra persona que había allí. Hablaron deprisa antes de que volviera conmigo. Le pregunté qué estaba pasando. Me dijo que el dueño de la tienda quería saber cuándo iba a marcharse, pues Leland le había dado cien dólares estadounidenses y debía darle otros cincuenta si iba a hablar más rato. Le dije que era una locura, pero me contestó que era el dinero mejor gastado desde hacía semanas. Luego dijo: «Deja que termine de contarte la historia. Estuve a punto de tirarme al Danubio cuando apareciste de repente, más guapa incluso que en tus películas. Me sentí como un crío de trece años. Casi me caí de la bici y los ojos estuvieron a punto de salírseme de las órbitas... Así que te seguí. Lo admito. Ahí estabas tú, y yo tenía una cámara. Quería sacarte una fotografía. Una gran instantánea de Arlen Ford contra todas las demás fotos del Infierno que acababa de hacer. Entonces, me volví insaciable. Después de hacerte una en el río, te seguí a casa». Por supuesto que le dije que eso me incomodaba mucho. Dijo que lo entendía y se disculpó, pero también dijo que no lo lamentaba. Suena un poco raro, ¿no crees? Quiero decir, sobre todo si lo que quería era caerme bien. Pero las hizo porque eran fotos necesarias. Ésas fueron sus palabras. No solo me retrataba a mí; estaba tratando de hacer fotos de cosas que lo mantuviesen con vida. Cosas buenas: estrellas del cine y sus perros rojos, gente en sus patios, parejas ancianas sentadas con sus mejores galas de domingo sobre un banco a la orilla del río... Se convirtió en una especie de cruzada para él. ¿Recuerdas el Heuriger que hay en mi calle, y el Gasthaus que sirve ese pollo frito tan bueno? Él se sentaba allí y hablaba con la gente, y luego miraba mi casa. Le dije que eso era muy raro y estaba dispuesta a mantener ese pensamiento, pero su voz se hizo más dura y dijo: «Espera un momento». Embelesada por nuestra conversación, me había olvidado de dónde estaba y lo que estaba pasando a su alrededor. Oí que hablaba en otro idioma desconocido con alguien. Un hombre gritó algo y Leland dijo: «¡Mierda! ¿Tan cerca están?». Yo pregunté: «¿Qué pasa? ¿Qué está pasando?». Dijo que iban a ser blanco de los bombardeos y que tenía que marcharse. Volvería a llamarme en cuanto le fuese posible. Me preguntó si me parecía bien y le dije que por supuesto, pero ya había colgado y ahí se terminó la conversación. ¡Imagina por todo lo que pasé esa noche para intentar volver a dormirme! La siguiente postal llegó dos días después desde una ciudad llamada Mostar, que me recordaba a North Star. Así que en mi mente estaba en North Star. Lo único que ponía era: Dos amigos se encontraron por la calle. PRIMERO: «Me acabo de casar con una mujer de dos cabezas». SEGUNDO: «¿ES guapa?». PRIMERO: «Bueno, sí y no». Eso era todo. Ni una palabra más. Entonces, un día, cuando volvía de hacer la compra, vi que la luz del contestador automático parpadeaba. «Arlen, soy Leland Zivic. Lamento que no estés en casa.» Estaba tan furiosa por no haber estado en casa, tanto que, en medio de mi rabieta, me detuve, sonreí y me dije: bueno, bueno, bueno, ¿qué está pasando aquí? Después de aquello, pasó mucho tiempo sin llamar, lo cual me habría preocupado de no ser porque al correo empezaron a llegarme cosas que hasta ese momento solo habían estado impresas en mi mente. Las postales y las cartas estaban llenas de observaciones, soliloquios, citas de lo que estaba leyendo en ese momento; más chistes. Todo en uno. No sabía a quién se dirigía, pero me alegraba de poder saber lo que tenía que decir de casi todas las cosas. Éstas son unas muestras: «Hay tantos soldados locos... Su día a día en la guerra los ha golpeado en la cabeza y ha destruido un diminuto, aunque esencial, centro de equilibrio y cordura.» «Los ancianos deberían tener jardines. A diferencia de los hombres, las ancianas tienen paz interior. Han hecho su trabajo lo mejor que han podido, y lo saben; han empleado bien su energía y ahora están agotadas. Pero, por sus miradas, la vida nunca se acaba para los ancianos; nunca es suficiente, nunca es completa. Así que lo mejor sería ponerlos en jardines, donde puedan fingir que su trabajo es útil o puedan mantener el orden. Son patéticos; yo les sigo la corriente.» «En un pueblo en ruinas he visto lo siguiente: un par de esposas rojas de juguete en la base de un árbol.» «A mi hermano le encanta leer libros sobre fracasos célebres. Eso le da la tranquilidad de que, por muy triste que sea su vida, al menos sigue sano y salvo. No le amenazan ese tipo de catástrofes autodestructivas que destruyeron a gente como Fitzgerald o incluso a Elvis Presley. Mi hermano es un triste al que nadie recordará, pero al menos está a salvo, que es mucho más de lo que se puede decir de todas esas leyendas muertas.» Y luego esta cita de A Natural History of the Senses, de Diane Ackerman: «El aliento es aire cocido; vivimos en un constante hervor a fuego lento. Hay un horno en nuestras células, y cuando respiramos hacemos que el mundo se introduzca en nuestro cuerpo, lo cocemos levemente y lo volvemos a soltar, finamente alterado tras haber conocido nuestras entrañas.» ¿Aire cocido? Fotos que me mostraban partes de mí misma de las que nunca fui consciente, cartas que llevaba conmigo y releía constantemente... ¿Quién demonios era ese tipo? Traté de reconstruir su aspecto con todas mis fuerzas, pero siempre me quedaba en su agradable rostro, sus gafas, su altura. Así que, cuando volvió a llamar, lo primero que le dije fue que me contara cómo era. Me dijo: «Deleite, espontaneidad y afecto». «¿Qué?», le pregunté yo. Me dijo que le había pedido que se describiera. Y yo dije que sí, físicamente. ¿A que no sabes qué me respondió? «Sabía a qué te referías. Siguiente pregunta.» Respiré profundamente y dije: «¿Nos volveremos a ver alguna vez?» «No lo sé. ¿Crees que sería una buena idea?» «No seas tímido», le dije yo. «Oh, no lo soy. Si nos viéramos y acabara en desastre, ¿qué pasaría entonces?» «No creo que acabe en desastre, porque ya lo hemos tenido; el día que nos conocimos creía que eras un capullo con una cámara.» Y él dijo: «Y lo soy. Soy un capullo profesional con una cámara. No sé, Arlen. Me encanta escribirte esas postales; son mi oasis aquí abajo, pero vernos... ahh, eso es diferente.» «¿Por qué?» «Porque ambos tenemos expectativas. Sabemos cómo queremos que sea el otro. Pero las esperanzas no suelen dar frutos en la vida real. Mientras pueda hablar contigo a través de las postales o por teléfono, seguirás siendo la Arlen de las películas que me encanta, la fría dama, bella... Y, afrontémoslo: mis fotos te desconcertaron, pero era yo quien te veía así. ¿Por qué querrías conocer al tipo que te ha insultado?» Le dije a gritos que no me había sentido insultada. La mayoría me encantaban, y las otras... ¡No pensaría que la Medusa iba a asustarse de verse la cara en un espejo! ¡Le dije que Maris había visto mi foto del café y dijo que parecía la máscara de la muerte roja! Se rió y dijo: «¿Es que no te gusta esa historia? Toda esa gente estúpida tratando de festejar la llegada del fin del mundo. La muerte tiene sentido del humor. No se conforma con reventar la velada, ¡sino que se viste elegantemente como ellos y lleva una copa en la mano!». No me interesaba Edgar Allan Poe y le pregunté a bocajarro cuándo pensaba volver a Viena. Me dijo que no estaba seguro y que quería pensárselo un poco más. ¡Y una mierda! ¡Me estaba muriendo, Rose! Me estaba echando a sus pies, y él se lo tenía que pensar más. ¡Eso sí que es un bofetón en toda la cara! Fundido en negro y volvamos a Minnie y yo, sentadas en el escalón de la entrada, recibiendo los primeros rayos de sol del día, cuando llegó. Yo tenía los ojos cerrados y las manos enroscadas alrededor de una taza de café caliente. Lo mejor de la mañana. Entonces sentí que Minnie se ponía tensa junto a mi pierna. Abrí los ojos lentamente, mientras escuchaba el sonido de un coche que se acercaba y el ruido de la puerta al abrirse. En la base de la colina había un taxi, y alguien estaba inclinado junto a la ventanilla trasera, sacando una bolsa de deporte del asiento. Cuando la sacó, levantó la cabeza y me saludó. Oh, mierda, oh mierda, ¡ahí está! No estaba maquillada, no me había cepillado los dientes y la noche anterior había cenado sopa de ajo... Genial, ¿eh? El momento perfecto. ¡Así que así era él! Los detalles de su rostro volvieron de golpe a mi mente. No sabía si quedarme donde estaba o bajar para darle la bienvenida. Estaba tranquila; ni un temblor o un hormigueo de preocupación. Al fin había venido. Supongo que siempre había estado preparada. Me levanté y descendí por el camino, precedida por Minnie. Mientras la perra esperaba en la verja, contoneándose para salir, Leland cerró la puerta del taxi y el coche arrancó. Trató de echarse la bolsa al hombro, pero trastabilló y la dejó caer pesadamente sobre el suelo. Estaba lo bastante cerca como para ver que se lamía los labios. Bromeé y le pregunté si tanto pesaba la bolsa. Abrí la verja y Minnie se le echó encima. Dijo que la bolsa tenía sus complicaciones, y le ofrecí mi ayuda. Dijo que no era necesario, pero que se había hecho algo en el costado. ¡Miré y estaba sangrando! Sonrió y dijo que ese era el problema. Vestía una camisa blanca con las mangas recogidas hasta los codos. Justo donde la bolsa le había rozado, había una mancha de color rojo oscuro. Le pregunté qué le había pasado mientras le arrebataba la bolsa de las manos. Con absoluta calma, como si estuviese describiendo un desayuno, me dijo que le había alcanzado una granada de metralla y que, si tenía suerte, le dejaría una bonita cicatriz. Macho idiota... Lo invité a pasar a la casa. ¡Por el amor de Dios! Dijo que no podría llevar su bolsa porque era demasiado pesada. ¿Te lo imaginas diciendo eso mientras empapaba su camisa de sangre? La bolsa pesaba, pero conseguí hacerme con ella y depositarla delante de la puerta de casa. Cuando le pregunté si quería ir al hospital para que le echaran un ojo a la herida, dijo que no, que no era tan grave como molesta. Le dije que eso sonaba demasiado heroico, joder. Una vez dentro, le pregunté si tenía hambre, y, cuando me disponía a ir a la cocina, me tocó el brazo. «¿No te molesta que haya venido? Sé que debí llamar antes...» «¡Por supuesto que no me molesta! Ahora siéntate y relájate. Te prepararé algo.» Pero me siguió a la cocina y se sentó a la mesa. Minnie lo siguió de cerca y se tendió a sus pies. Le pregunté si quería unos huevos con beicon y la idea le encantó. «Bien», dije, «ahora dime lo que te ha pasado». Estaba en un convoy de las Naciones Unidas cuando unos cabrones lo bombardearon. Le dije que eso no había salido en las noticias, y se echó a reír. Muchas cosas no salen en las noticias, me dijo, y ésa es una de las primeras cosas que aprendes cuando te metes a periodista. Dicen que cuentas las cosas a la gente, pero normalmente se depuran y se suavizan, por muy tremendo que pueda parecer. La gente dice que quiere saber la verdad, y cree que está interesada en ver la muerte y los cuerpos, pero si les enseñaras la realidad, se horrorizarían. Tras digerir eso, le pregunté qué era lo que estaba pasando realmente en Yugoslavia. Me dijo que en los días que corren todo el mundo quiere librarse de los demás. Hace cincuenta años, las guerras estallaban porque un país quería adueñarse de otro. Hoy estallan porque parte de un país quiere librarse de otras partes. Los croatas de los serbios, los checos de los eslovacos, y así todos los que un día formaron parte de lo que hoy se conoce como Rusia. Yo estaba cocinando y le daba la espalda mientras él hablaba. Cuando volví la cabeza, había apoyado la cabeza sobre los puños y parecía esta hablándole a la pared del fondo. Tenía ganas de hacerle infinidad de preguntas, pero sabía que necesitaba hablar de lo que le importaba a él, así que me quedé callada. Minnie estaba tumbada a su lado. Me preguntó su nombre. Se lo dije, y añadí que si se ponía pesada, que le diese un empujón. Cree que todo el mundo la quiere tanto como ella a ellos. Meneó la cabeza. «¿Sabes lo más divertido? Cuando me alcanzó la metralla y me estaban vendando, no era capaz de pensar en un sitio a donde ir. Quiero decir, tengo mi piso en Londres y hay gente con la que me puedo quedar, pero... No es gran cosa, una herida superficial, pero me asusté. Cuando estaba más asustado, me di cuenta de que lo que quería era venir a Viena. Quería verte. La última vez que hablamos, estaba convencido de que no lo haría, pero aquí me tienes. Espero no ser una molestia, romper tu paz... Si es así, no dudes en decirlo.» «Tus huevos están listos. No molestas. Si no, fíjate en lo ocupada que estaba cuando llegaste. Toma, come.» ¿De qué otra manera podría haberlo dicho, Rose? ¿Nunca me había alegrado tanto de ver a un hombre? ¡Eso sí que habría sonado gordo! Come como yo: todavía no se ha tragado un bocado, cuando se está metiendo uno nuevo en la boca. Se lo dije, y me respondió que era la costumbre de estar en sitios peligrosos. Comes cuando puedes y tan deprisa como puedes. Le dije que podía aminorar, que aquí no estaba en peligro. Paró, y, apuntándome con el tenedor, me dijo: «¿Apostamos algo?» Se me subió el corazón a la garganta y se produjo un gran silencio, pero entonces reuní las fuerzas necesarias para preguntarle por qué había venido. «Porque sigo necesitando escribir mi vida en lo que queda de este momento.» Eso fue lo que dijo, exactamente eso. La frase me sorprendió y me cautivó al mismo tiempo. ¡Qué cosa más extraña y convincente! Al principio lo comprendí, pero luego dejé de hacerlo, porque, cuando me miró después de decirlo, sus ojos decían: «Compréndeme». No lo hice, pero jamás se lo diría. Gracias a Dios, Minnie rompió la tensión al morderse el trasero con vehemencia. Los dos la miramos, sonrientes, y yo di gracias por la distracción. Él volvió a su plato y, cuando terminó, se levantó despacio y me preguntó si conocía un buen hotel por las cercanías. Y yo le dije: «No seas ridículo, quédate en mi cuarto de invitados; hay un baño separado y toallas limpias». Pero no quiso. El Gasthaus de mi calle tiene un par de habitaciones en la planta de arriba. Llamé y resultó que una de ellas estaba disponible, así que la reservé. No sabía si sentirme bien o mal por su negativa a quedarse en casa. Mi mente era como una cesta de costura, llena de emociones de diferentes colores enredadas. Estaba herido, quería hablar con él, conocerlo mejor. Pero si se quedaba conmigo, tendría un significado completamente distinto, y los dos lo sabíamos. La pregunta era: ¿me atraía? No, no es mi tipo físico. A primera vista parecía un antiguo miembro de una hermandad universitaria. Bonita cara, muy animada cuando hablaba, pero nada que te arrancara un suspiro si lo vieras por la calle. Parecía el hermano simpático de alguien, no sé si me entiendes. Así que no, no era eso. Sabes que pienso mucho en el sexo, sobre todo porque llevo un tiempo sin practicarlo con nadie. Me dio la impresión de que escuchaba atentamente cada una de mis palabras. Parecía una buena persona en la que se puede confiar, pero no uno de esos sobre el que te echarías y al que arrastrarías al dormitorio. Llevamos la bolsa al coche y lo acompañé hasta el Gasthaus. Por el camino, dijo que estaba muy cansado y que dormiría unas cuantas horas. Después, volvería a estar bien. Preguntó si podía llamarme. Lo invité a cenar y le dije que pasaría a recogerlo. La idea de la cena le pareció muy buena, pero dijo que prefería caminar, excusándose en que sería muy agradable ir a alguna parte a pie sin la preocupación de que alguien le disparara por el camino. Durante el resto de la mañana, me dediqué a limpiar y hacer planes. Me empapé de mis libros de cocina e ideé un menú delicioso, aunque fácil de preparar. Necesitaba ingredientes frescos, así que me fui al Naschmarkt de la ciudad a por las cosas que necesitaba. Al pasar por delante de su hotel, dije un «hola, qué tal» en voz baja. Mientras estuve en el mercado, no dejé de pensar en que me lo había encontrado allí la primera vez y todo lo que pasó después. Como sabía que había estado en aquel lugar, y ahora estaba tan cerca, la propia ciudad adquirió un aspecto tan agradable como las sensaciones que me transmitía. ¿Sabes a qué me refiero? Cuando se encontrara mejor, le enseñaría mis sitios favoritos. Iríamos a todas partes. Me pregunté cuánto tiempo se quedaría. «Porque sigo necesitando escribir mi vida en lo que queda de este momento.» ¡Dios, qué frase! El viaje de vuelta a casa consistió en una de esas medias horas que con el tiempo recuerdas con mucho aprecio. Llevaba en las bolsas fresas frescas, puerros, pimentón fresco de Hungría para la sopa y unas verduras tan grandes que se necesitaban las dos manos para abarcarlas. Pensé en cómo disponerlas sobre la mesa blanca de mi cocina para prepararlas lo mejor que sé. Ya había cocinado antes, y siempre me había salido bien. Una larga tarde en la cocina, ordenando y llena de impaciencia. Eché mano de la porcelana buena y de las copas de cristal checo. ¿Habría bastante vino? ¿Debería comprar una tarta para el postre? Cuando ya estaba de vuelta en la cocina, dispuesta a empezar, casi me resistía hacerlo, ya que cada paso me llevaría más cerca de la hora en la que nos volveríamos a ver. En comparación con ese día, qué tranquila había sido mi vida en los últimos tiempos; cuánta paz y, sin embargo, qué frágil. Una vez, Weber me mandó una postal que ponía: «Vive cada día como si tuvieras el pelo en llamas». Durante mucho tiempo, pensé que después de tantos años en California con la cabeza como un ascua ya había tenido suficientes incendios. Pero ahora, con la emoción que palpitaba en mi corazón, sabía que los meses en Viena habían supuesto un exceso en sentido contrario; una vida demasiado tranquila, apartada y monacal. Un tiempo en el que había pensado demasiado en la vida y, para ser sincera, me había asustado con la oscuridad que había visto. La llegada de Leland había sido el mejor antídoto para que no me mordiera a mí misma con mis propios venenos. Apenas había empezado a cocinar cuando sonó el timbre. Allí estaba él, con un ramo de flores en la mano. «¡Pensé que ibas a dormir!» «Y dormí un poco, pero este sitio es demasiado bonito para quedarse en una habitación durmiendo. ¿Puedo sacar a Minnie de paseo?» Le sugerí que la llevara a los viñedos y desde allí ella le enseñaría su recorrido favorito. Me quedé en la puerta, contemplando cómo se marchaban. Minnie salió corriendo y luego se volvió para comprobar que Leland la seguía. Él corrió tras ella unos metros y me dio miedo que se lastimara el costado. Oh, Dios, Rose, me sentía tan feliz mirándolos. ¡Tan feliz y emocionada! El resto del día fue igual de maravilloso. La comida no resultó tan buena como yo había pensado, pero él devoró y elogió cada plato. La conversación me llenó mucho más que la cena. Una cree que ha vivido deprisa hasta que conoce a alguien como Leland; cuando terminas de escuchar la historia de su vida, crees que has vivido toda la tuya en la madriguera de un ratón. Dejó la universidad a los diecinueve años, cuando se dio cuenta de que lo único que le apetecía era hacer fotos. Fue a Nueva York y trabajó como asistente de Ovo, el fotógrafo de moda, pero toda aquella brillantina acabó asqueándolo. Lo dejó y se fue de vacaciones a lo que entonces se conocía como Rodesia. Su revolución dio comienzo unos cinco minutos después de su llegada, así que se quedó atrapado en el país con poco más que hacer que sacar fotos de lo que estaba pasando. Así es como se inició en el periodismo gráfico y, desde entonces, estuvo en los lugares más terribles y peligrosos del planeta. Le pregunté si alguna vez había sentido miedo. Me dijo que siempre, pero que el miedo enriquecía las experiencias y las hacía más satisfactorias. A modo de juego, empecé a nombrar sitios raros y, o había estado en la mayoría de ellos, o el avión en el que viajaba había hecho escala en sus aeropuertos de camino a alguna parte más cercana al fin del mundo. Viajó en camello con una caravana de esclavistas mauritanos, vio un fantasma flotando en el exterior de un monasterio budista del Nepal y estuvo en Pekín cuando el ejército aplastó la revuelta de los estudiantes. Historias sobre otras historias. Ha estado en junglas remotas y ha visto animales como el antílope africano o el pangolín acorazado... ¿Qué puedes preguntar a alguien que ha visto todo esto? Quise saber si había sacado alguna conclusión. Me dijo: «¿Sabes esas extrañas telarañas con las que te topas a veces cuando recorres una gran avenida? ¿Qué harán ahí? ¿Cómo se las habrán arreglado las arañas para tejer sus hilos de un extremo a otro sin que nadie los rompa?». Le pregunté qué quería decir con eso, y se encogió de hombros, se levantó y dijo que tenía que ir al baño. Pasó un buen rato y empecé a preocuparme. Llamé a la puerta para comprobar que estaba bien. No respondía. Me asomé. La puerta estaba abierta y la luz apagada. ¿Dónde estaba? Barrí la planta baja de la casa en su busca, segura de que se había desmayado sobre el suelo o estaba apoyado contra una pared con los ojos cerrados, apenas capaz de mantenerse en pie. Me fustigué por no recordar que estaba herido y porque hablar tanto probablemente lo había agotado. Había un hospital decente en Klosterneuburg y podría llevarlo allí en cuestión de minutos si era necesario. Pero, ¿dónde se había metido? «¿Arlen?» Me paré y me di cuenta de que estaba tan preocupada, que ni siquiera me había dado cuenta de que la puerta de entrada estaba abierta. «Leland, ¿estás ahí fuera?» «Sí, ven deprisa, mira lo que he encontrado.» Esto es lo que vi cuando salí, pero no hay forma de hacerle justicia con palabras: estaba sentado en el escalón de la entrada, de espaldas a la casa. Justo donde había estado yo esa mañana cuando llegó. Minnie estaba a su lado, tumbada completamente, como cuando alguien le gusta tanto que quiere estar lo más cerca posible. Ahí estaban los dos, sobre el escalón de piedra, como dos marineros ebrios. La visión me obligó a echarme la mano a la boca para ahogar los sollozos. Luego me di cuenta de que Minnie estiraba el cuello todo lo posible para ver lo que Leland sostenía en sus manos ahuecadas. La imagen me recordó a un padre y a una hija, o un maestro enseñando algo interesante a un estudiante. Avancé y me coloqué justo detrás de él. Antes de centrarse en sus manos, Minnie me miró, pero no con su habitual y alocada excitación, sino con un apacible amor prendido a sus ojos dorados. Entre las manos de Leland había una pequeña bola de pelo gris y marrón, y yo me disponía a decir algo cuando empezó a desenrollarse lentamente y una diminuta y brillante naricita asomó entre los dedos. Ahí estaba Kilroy. En ese momento, no pude evitar que de mi boca se escapara un ¡oh! Era un erizo, o, más bien, la versión austríaca de un puercoespín. Es el animal más mono del mundo, y, algunas noches, si eres afortunada, puedes ver alguno correteando de puntillas y parándose acá y allá para mirar y olisquear. A Minnie no suelen interesarle. Lo normal es que, cuando se cruza con uno, lo olisquee y siga a lo suyo. Y allí estaba mi perra, mirando a esa cosita adorable como si fuesen buenos amigos. Y parecía que el erizo estaba lo bastante confiado como para abandonar su postura defensiva y fisgonear desde la mano de Leland. Le pregunté dónde lo había encontrado y me dijo que estaba en el escalón cuando había salido. Estaba fascinada. ¿Quién era aquel tipo? ¿Robert Cappa, Indiana Jones y San Francisco de Asís juntos? Me preguntó cómo llamar a esa criatura y le dije que siempre había querido tener una como mascota. Preguntó si quería quedarme con esa, pero me negué. Sencillamente me gustaba la imagen de los tres juntos. Se volvió con una sonrisa preciosa y depositó el erizo sobre el suelo. La criaturilla anduvo de acá para allá sin demasiadas prisas. Minnie no se movió, sino que me miró, como diciendo: «¿Lo has visto? ¿Has visto eso?». Pregunté a Leland cómo se sentía, y me dijo que bien. Puso una mano sobre la cabeza de Minnie, y esta se acurrucó contra él aún más, si cabe. El rumor de un avión pasó por encima de nosotros y, segundos más tarde, sus luces parpadeantes y su oscura forma aparecieron cruzando el cielo. Hizo que cogía el avión del tamaño de un puño y lo depositaba en el suelo lentamente. Luego abrió la mano en dirección a mí y dijo: «Es para ti». Wyatt En mi segundo día en Viena, resucité a los muertos. Los efectos del cambio horario hicieron acto de presencia después de que Sophie, Caitlin y yo cenáramos en un restaurante cerca del hotel. Un momento me sentía bien, y al siguiente estaba tan agotado que no sabía si tendría las fuerzas suficientes para levantarme y arrastrarme hasta la habitación. Lo conseguí, pero, una vez allí, tiré la ropa al suelo y me dejé caer sobre la cama. A las seis y media de la mañana siguiente, estaba bien despierto y tenía al otro lado del teléfono a Jesse Chapman. Le dije que se pasara a recogerme con su coche porque teníamos que ir enseguida a un sitio. No pareció sorprenderse. Lo único que me preguntó fue si tenía que ver con lo que habíamos hablado. Así era. Tenía que recogerme enseguida. Cuando apareció, una media hora después, yo estaba esperándolo delante del hotel. —Hola, Wyatt, ¿qué tal? —Su expresión y su voz destilaban un entusiasmo que no había visto el día anterior. —¿Sabes dónde está el Friedhof der Namenlosen? —¿El Cementerio de los Sin Nombre? Pues no. —¿Tienes un mapa de la ciudad? —Sí, en la guantera. ¿Qué hay allí? —No lo sé. Nunca había estado en Viena, ¿recuerdas? Solo sé que tenemos que ir allí ahora mismo. ¿Es éste? Se quedó mirándome un rato y luego asintió. —¿Qué está pasando? No sabía nada de la ciudad ni del sitio que debíamos visitar, pero aun así apenas tuve que mirar el mapa unos segundos para encontrar el cementerio. —Aquí está. No sé lo que está pasando. ¿Sabes llegar hasta aquí? —Señalé con el dedo. Cogió el mapa y lo miró un momento. —Está en la carretera del aeropuerto. Puedo llegar. Había mucho tráfico y nos llevó media hora llegar al cementerio. Las únicas veces que habló fueron para indicar algunos sitios famosos (el Hofburg, el Prater, un edificio donde Freud había vivido al principio de su carrera). Era una ciudad limpia y ordenada que, por lo demás, no me había llamado demasiado la atención. Antes de morir hubiese preferido visitar otros lugares. Siempre había deseado conocer Brujas y disfrutar de la maravillosa vista del mar desde Santorini. Paseamos durante un buen rato por la orilla del canal del Danubio. El agua discurría lenta y marrón. No había embarcaciones, ni una sola, lo que me pareció extraño. Había pescadores en la orilla, a pecho descubierto, y los ciclistas iban y venían. Un día de pleno verano en Viena. Jesse dijo que estaban en medio de una época de sequía; más de treinta grados cada día y ni rastro de lluvia. Los árboles empezaban a encorvarse, y la hierba que crecía en la orilla del río empezaba a teñirse de marrón. Pusieron un boletín informativo en inglés por la radio del coche y el locutor empezó a abundar en los detalles de la terrible guerra que estaba teniendo lugar en Yugoslavia. Miles de muertos, campos de concentración; nadie parecía tener ni idea de cómo imponer la paz. Jesse apagó la radio en cuanto terminó el boletín. —¿Me puedes decir algo, o tengo que esperar a que lleguemos? Hice como si no hubiera oído su pregunta y me quedé mirando por la ventanilla. ¿Cómo explicarlo? Apenas lo comprendía yo mismo. De hecho, no entendía nada. Circulamos por autopista durante unos minutos y luego volvimos a callejear cerca de una refinería de petróleo y unos bloques de viviendas grises. Los carteles publicitarios anunciaban productos conocidos en un idioma extraño. Aquí también había refrescos de naranja, leotardos y bolígrafos Bic. Quería volver a casa y ver esos anuncios en mi idioma. Quería estar en casa. Vi unos almacenes delante de los cuales había camiones aparcados con caracteres cirílicos inscritos en los costados. Las matrículas eran rusas y búlgaras. —Esto es el Este, ¿verdad? Aminoramos, cruzamos las vías del tren y nos detuvimos. Me quitó el mapa de las manos y comprobó dónde estábamos. —Debemos de estar muy cerca. Creo que es por esa calle. Avanzamos un poco y, antes de que él se diera cuenta, yo ya sabía que habíamos llegado. —Aquí es. Para el coche al otro lado de la plaza. Es colina arriba. Aparcó y salimos del coche. A nuestra izquierda había un gran almacén con casi todas las ventanas rotas y unas enormes grúas que se asomaban sobre los espolones que se adentraban en el canal. La parte superior de una barcaza asomaba por el borde del pavimento. —Ahí. Por esas escaleras. No se movió. —¿Cómo lo sabes, Wyatt? —Austria es un país católico. Si eres católico y te suicidas, la ley de la Iglesia prohíbe que se te entierre en terreno sagrado. Los funcionarios de la ciudad pusieron este cementerio en este lugar por dos razones: necesitaban un sitio donde enterrar a los suicidas y, mientras construían el canal, muchos de los trabajadores se ahogaron o murieron aquí, por lo que se necesitaba un lugar cercano donde enterrarlos. En lugar de preguntarme cómo sabía esas cosas, se limitó a contemplar la estrecha escalera. En la cima había un extraño edificio que parecía una colmena de piedra. Se trataba de la capilla del cementerio. El interruptor de la luz se encontraba en el muro exterior. Al apretarlo, pudimos ver un pequeño, pero llamativo, altar cargado de flores frescas y una vela encendida tras la ornamentada verja cerrada. ¿A quién le correspondería el trabajo de ir allí todas las mañanas para comprobar que la vela estaba encendida y, en caso de que no lo estuviera, encenderla? Descendimos por una corta escalinata hasta un muro que nos llegaba hasta la cintura y donde ponía, en grandes letras: «Friedhof der Namenlosen». Al otro lado del muro había un centenar largo de tumbas. Casi todas tenían la misma cruz de metal oscuro sobre un montículo de tierra. En la base de cada cruz había un pequeño marco parecido a una pizarra, pero solo unas pocas tenían nombres y fechas escritos en blanco. Las demás eran anónimas. A pesar de todo, había un sorprendente número de flores y coronas en las tumbas. Me resultaba emocionante que la gente se acercara a rendir tributo a los fallecidos anónimos. ¿Qué les inspiraría a hacer eso? Alguien mantenía la vela encendida en la capilla; alguien traía ramos y flores frescas. ¿Sería el trabajo de alguien? ¿Acaso la ciudad de Viena pagaba a alguien para que rindiera homenaje a los muertos que nadie conocía o a nadie le importaban? ¿O quizá no era más que la amabilidad y el respeto de un puñado de almas caritativas? Esperaba que fuese eso. Aquí y allí había algunas lápidas normales con nombres, fechas y causas de la muerte. Pero eran pocas, y parecían fuera de lugar entre todas las cruces negras. Caminé hasta una tumba anónima y, posando la mano sobre el marcador, miré a Jesse. —Éste era un hombre. Se llamaba Thomas Widhalm. Se suicidó en 1929 tirándose al Danubio. Su cuerpo, como muchos otros, salió a flote justo allí, en esa lengua de tierra que separa el canal del río. Era de Oggau, pero se mudó a Viena para estudiar Medicina. Era el mayor orgullo de su familia. Pero era homosexual. Nadie lo sabía, por supuesto, y cuando descubrió que había contraído sífilis después de acostarse con un compañero de estudios, se quitó la vida. Tras dos meses en los que la familia dejó de saber de él, enviaron a su hermano menor, Friedrich, a Viena para buscarlo. Pero Friedrich detestaba a Thomas y, al cabo de una semana de búsqueda poco entusiasta, regresó a casa y le dijo a su madre que su chico favorito se había escapado a Alemania. Al final de la guerra, Friedrich murió a manos de los rusos cuando invadieron Austria. Le dispararon cuando trataba de impedir que alcanzaran un escondrijo donde los nazis guardaban bicicletas. Unos metros más allá, toqué la parte alta de la siguiente cruz anónima. —Margarete Ruizicka. Vino de Checoslovaquia, concretamente de Bohemia. —Cerré los ojos y medité un instante, hasta que vi claramente su rostro y lo supe todo sobre ella. Era como adentrarse en un claro cuando conduces entre una niebla densa. Al principio nada, pero, de repente, un panorama que se extiende kilómetros. La había contratado una familia vienesa acomodada que poseía una villa en Hietzing y una casa de campo en Meran, para cuidar de dos bebés gemelos. La vi haciendo su maleta barata, despedirse de su familia y coger el tren a Viena, la cabeza apoyada contra el frío cristal de la ventanilla. Quería verlo todo a la primera. Una y cien veces se decía a sí misma: «Me voy a Viena; tengo un trabajo en Viena». Lo siguiente fue su tímida inclinación de cabeza cuando se la presentaron al señor de la casa y su terrible claustrofobia la primera semana lejos de casa. En su diminuta habitación, trataba de leer la Biblia por las noches, pero apenas era capaz. Trataba de evocar Viena como lo había hecho en el tren, pero nada le resultaba de ayuda. »Las cosas fueron mejorando, pero lo que no alcanzaba a comprender, quizá porque era ingenua o tonta, era por qué su señor, que olía a würst y a colonia 4711, la rondaba tanto, mirándola, mirándola constantemente. Entonces llegó esa noche de primavera, cuando fue a su habitación y la hizo suya por primera vez. Pensó que no podía hacer nada al respecto. Ella pensaba que no era bonita; entonces, ¿por qué la quería? Por vez primera en su vida se empezó a mirar en los espejos siempre que tenía la oportunidad. La violación la había vuelto engreída. Después de aquello, el señor la ignoró, dejó de mirarla, salvo cuando la hacía suya. El aliento siempre le olía mal y tenía la piel fría. Ella lo miraba y pensaba en lo que haría si el señor se iba de la lengua. ¿Qué podría hacer si aquello llegaba a oídos de su madre? Entonces dejó de tener la regla y otra criada, que era amable y celosa, le dijo que tenía que huir. Así que abandonó la casa y se dirigió a la ciudad. »Una tarde, uno de sus clientes no la pagó por los diez minutos de sexo de los que acababa de disfrutar, y cuando se quejó, le rajó el cuello como quien abre la correspondencia con un abrecartas. —¿Cómo lo sabes? Parpadeé y me di cuenta de que tenía la boca abierta. La cerré y bajé la mirada hasta la tumba. —Porque anoche tuve uno de tus sueños. En mi sueño me encontré con Philip Strayhorn. ¿Sabes quién era? —No. —Era un actor bastante conocido que se suicidó hace poco. Durante un tiempo fuimos amantes, pero no queríamos nada serio. Era mi amigo y lo admiraba. —¿Puedes decirme lo que pasó? —Ven. Sentémonos en aquel murete. Podría decirte los nombres y las historias de todos los que descansan aquí. Todas sus esperanzas y sus odios; los secretos que ellos creían importantes, pero no lo eran... No es que sean cosas importantes. ¿Tus visitantes brillaban? Habíamos llegado al murete. Se volvió hacia mí, confundido. —¿Brillar? ¿A qué te refieres? —Me refiero al muerto que te ha visitado en sueños. ¿Quién era? —Un muchacho que conocí en la escuela. ¿A qué te refieres con lo del brillo? —Su voz sonaba irritada y suspicaz. —Strayhorn brillaba. No como una bombilla, pero estaba claro que desprendía cierta... luminiscencia. Por todo el cuerpo. »Soñé que estaba sentado en un restaurante neoyorquino que me gusta, el Gallagher's. Estaba echando un ojo al menú y Phil apareció como si hubiésemos quedado para cenar. Nos estrechamos la mano, se sentó y me preguntó qué plato era el mejor. Era una situación muy tranquila y cómoda. —¿Te sorprendiste? —No. Enseguida comprendí por qué estaba allí y lo que estaba a punto de ocurrir, pero no me molestó. Los dos pedimos solomillo y puré de patatas. Cené con un muerto. —¿Qué te dijo? —Quiso saber si tenía alguna pregunta que hacerle. Le pregunté por qué brillaba. Me lo explicó y lo comprendí... —¿Qué? —Los ojos de Jesse se ensancharon y se impulsó con las manos para levantarse—. ¿Lo comprendiste? ¿Qué te dijo? —No puedo decírtelo. Ya lo sabes. Pero le comprendí. —Yo puedo decirte todo lo que he oído, Wyatt. Puedo decirte lo que quieras sobre mis sueños. Pregunta lo que quieras. —No puedo. Mi situación difiere de la tuya. —¿Por qué? Bueno, entonces ¿qué demonios me puedes decir? ¿Averiguaste algo que pueda sernos de ayuda? —Sí, entendí cada respuesta que dio a mis preguntas. —¡No! —Cada una. Pero tuve cuidado. La mayor parte del tiempo nos limitamos a charlar. Le preguntaba algo solo cuando estaba seguro de que comprendería la respuesta, y funcionó. —¿Se sorprendió él? —No, más bien parecía satisfecho, incluso una vez me dio la enhorabuena. —¿Y eso cómo nos puede ayudar? —Lo que sé es que, por el momento, McGann y tú estaréis bien. No os pasará nada y dejaréis de soñar. Strayhorn dijo específicamente que los dos estaréis bien mientras yo siga comprendiendo las respuestas. —Entonces McGann tenía razón: sí que eres el que puede salvarnos. —¿Salvar? No lo sé. Al menos por ahora sí. Pero, ¿quién sabe lo que pasará en el futuro? Me recuerda a las mil y una noches. Pero en lugar de tener que contar buenas historias noche tras noche para impedir que me maten, tengo que comprender las respuestas de un muerto. De momento las cosas no van mal tras la primera noche. Quién sabe lo que pasará a largo plazo. —Pero, ¿estás seguro de que por el momento a McGann y a mí no nos pasará nada? —Así es. No sé nada sobre mí. No me dijo nada al respecto. Además, no pregunté para salvarme, sino para conocer. Me preguntó si prefería sobrevivir o saber. Mi respuesta fue: «¿Acaso no seré capaz de protegerme mejor si sé algunas cosas?». Asintió y, bueno, fue entonces cuando me dio la enhorabuena. —No lo comprendo. ¿A qué te refieres con la elección entre saber y salvarte? ¿Qué es lo que hay que saber? ¿Te refieres a grandes preguntas? ¡Eso es una estupidez! ¡Tendrás todas esas respuestas cuando mueras, si es que de verdad hay algo por saber! ¿Qué hay ahora más importante para nosotros que sobrevivir? —Cuando me dijeron que mi enfermedad era terminal, le dije a Sophie que solo quería una cosa antes de morir: si era posible, quería encontrarme con la Muerte y hacerle algunas preguntas. Phil me lo concedió. No sé si él es la Muerte, pero está lo bastante cerca. Está claro que es portavoz de su jefa. —Sonreí mientras Jesse agitaba la cabeza, asqueado, y pronunciaba la palabra «jefa» en voz baja. —Pero, ¿de qué te sirve, Wyatt? ¿Para obtener la habilidad de reconocer cadáveres en un cementerio? ¿Y qué? ¿Acaso eso te proporciona un conocimiento más profundo sobre la manera que tiene Dios de hacer las cosas? ¿Eh? ¿Eso sirve de algo? —Por lo pronto, podría salvarte la vida. Me puso una mano en el hombro. —Lo sé. Por favor, quiero que sepas que te lo agradezco profundamente, pero el que me preocupa ahora eres tú. No quiero que te pase nada. —Gracias, pero ya me ha pasado... Llevo un tiempo muriéndome. Ésa es la gran diferencia entre nosotros. —¡Él puede detenerlo! Meneé la cabeza. —Es posible, pero tienes que darte cuenta de que existe otra gran diferencia. McGann y tú contáis con parejas que os quieren mucho. También tienes a Sophie. Yo no. Yo estoy solo y, de un tiempo a esta parte, me estoy muriendo solo. No quiero a nadie como tú quieres a tu mujer. Ojalá fuese así. Ese es el quid de la cuestión. Como no tengo nadie a quien querer, me veo obligado a quererme a mí mismo lo mejor que puedo. »Mira, cuando mi padre murió hace unos años, lo hizo de la peor manera posible. Nada de heroicidades, nada de bendiciones de última hora. Solo dolor y sufrimiento hasta el final. Y, lo peor de todo, es que hizo sufrir también a todos los que lo amábamos. »Un día, cerca del final, cuando aún guardaba cierta coherencia, me senté a su lado y le dije: "Papá, incluso en la agonía eres más afortunado que la mayoría de la gente. Mamá y yo estamos aquí y te queremos, hay bastante dinero en el banco para tus cuidados y has vivido una vida maravillosamente plena". Sé que es fácil decir estas cosas cuando le está pasando a otro, pero era la verdad. Sabía que, si de algún modo lograba orientar su mirada interior hacia esa verdad, le sería más fácil morir. ¿Sabes qué me dijo? "Espera a estar donde me encuentro yo; luego hablaremos de vidas plenas." »Pues aquí estoy, papá, justo detrás de ti en el Olvido Exprés, a punto de averiguar qué es exactamente lo que hay al otro lado. Pero, ¿sabes qué? Mi opinión no ha cambiado, y eso que me estoy muriendo mucho más joven que mi padre. Tuvo una gran vida, así que se sintió estafado por lo que le pasó al final. ¿Cómo osan las cosas ir mal? Tenían un acuerdo: él viviría, y la vida sería buena con él. ¿Cómo se atrevía a fallar su salud, y sus fuerzas y sistemas de seguridad a detenerse? Siempre había ignorado los finales porque no le servían de nada en su longevidad, y cuando empezaron a llegar, lo único que supo hacer fue amargarse y confundirse. A mí no me pasará lo mismo. Al menos, si puedo evitarlo. »Si alguien te quiere, entonces las cosas son distintas. Eso te da todo tipo de razones para seguir viviendo, pero no es mi caso. No quiero morir, pero cuando Strayhorn me ofreció una elección entre la posibilidad de comprender y la supervivencia, me pregunté de qué valía sobrevivir si a la postre no comprendías nada. Es mejor saber algo. ¿No es eso lo que enseña la religión? Cristo estaba en paz, como Mahoma y Buda, o los santos... Esa paz solo puede proceder del entendimiento, y no de una prórroga de otros diez años. Si puedo aprender algo de estos sueños estaré bien, pase lo que pase. Quizá fuese distinto si tuviera un gran amor como tú, pero no es así. Sea ahora o más tarde, me gustaría aprender lo suficiente para que, cuando llegue la muerte, mi única reacción sea decir: "De acuerdo". —¡Nadie hace eso! Olvídate de los santos. Nadie alcanza jamás esa paz final. ¡No se trata de paz cuando la gente tiene que rendirse porque sus cuerpos están agotados y cualquier alternativa a todo ese dolor y sufrimiento resulta más atractiva! —Hace una semana habría estado de acuerdo contigo, Jesse, pero hoy por hoy no estoy seguro. —¡Pero no puedes confiar en los sueños! —¿Por qué no? —Porque en ellos es la Muerte la que habla. La Muerte es el enemigo, Wyatt. ¿Por qué debería hacer tratos, ofrecerte atisbar la conciencia cósmica, cuando es ella la que tiene todas las cartas en la mano? No puedes confiar en ella. —Estoy de acuerdo, pero quizá pueda descubrir lo suficiente como para poder confiar en mí mismo, y eso será más que suficiente. Hay momentos, puede que una vez al mes, en los que me quedo absolutamente en blanco. Durante varios segundos, no tengo ni idea de quién soy, dónde estoy... Nada. Cuando era más joven, estas visitas forzosas a los límites exteriores me asustaban, pues estaba convencido de que me estaba volviendo loco. Pero a lo largo de los años he aprendido casi a disfrutar de ellos. Antes, cuando me sobrevenían los maleficios, me quedaba petrificado, y me preguntaba con todas mis fuerzas: ¿Quién soy? ¿Qué está ocurriendo? ¡Ubícate, maldita sea, ubícate! Ahora que soy mayor, sé que mi mente está levantando el pie del acelerador y se desliza con la inercia. Volverá a pasar dentro de un minuto, así que de nada sirve que me preocupe. La primera vez que vi a Emmy Marhoun en Viena, acababa de salir de uno de estos lapsos y mi mente se encontraba en pleno reajuste. Jesse y yo habíamos abandonado el cementerio después de discutir un poco más sobre los poderes que me habían otorgado mis sueños. Yo ignoraba de qué más era capaz, pero cada uno de nosotros se aferraba a sus creencias, y la discusión degeneró en su rabia y mi tozudez. Mientras conducíamos de vuelta a la ciudad, era él el que más murmuraba. Cuando llegamos al hotel, no me apetecía ver a Sophie y explicarle dónde habíamos estado, así que esperé a que Jesse se marchara y salí a dar un paseo. Había una pequeña repostería enfrente del Palacio de la Ópera, y el olor que desprendía era tan delicioso que no pude resistirme a entrar. El sitio estaba atestado, pero, afortunadamente, había una mesa vacía en un rincón. Pedí una tarta y un café, y me senté. Me sentía feliz por primera vez en todo el día. No me apetecía pensar en nada. Solo me apetecía estar en esa estancia pequeña y tibia llena de aromas deliciosos, rodeado por el parloteo de mujeres mayores, y comerme un echt de torta vienesa. Después me... Conozco a alguien que firma sus cartas con epílogos. Así sería aquel momento para mí. Había pasado el tiempo de las palabras y me apetecía relajar la lengua y los sentidos un rato. Como si me hubiese hecho caso, mi mente se apagó por completo y, de repente, me encontré en ninguna parte. Duró lo suficiente como para que la camarera me trajera lo que había pedido. Al volver al mundo real, parpadeé unas cuantas veces ante la oscura porción de tarta que me esperaba sobre la mesa. Luego, mientras mi cabeza seguía despejándose, miré a una pareja que estaba apoyada en el mostrador. Allí estaba Emmy Marhoun, esperando su pedido. Pero eso era imposible. Emmy Marhoun llevaba muerta por lo menos tres años. La conocí cuando trabajaba como editora para un sello de Nueva York. Por aquel entonces mi programa de televisión estaba en la cresta de la ola de popularidad, y nos conocimos cuando ella me escribió preguntándome si me interesaría escribir un libro para su empresa. Cenamos unas cuantas veces y me cayó bien. Era lista e inteligente, una de esas mujeres agresivas y emprendedoras que suelen obtener lo que quieren. Y aparte, era muy atractiva. No hubiese tenido problemas en enamorarme de ella, y lo cierto es que me enamoré hasta cierto e inofensivo punto, razón por la cual seguimos viéndonos después de que dijera un no a su propuesta. Un día, alguien me dijo que había muerto. Se había caído de un caballo y se había golpeado en la cabeza. Hay muchas formas extrañas de morir. A medida que nos hacemos mayores, nos vamos acostumbrando a relatos de hechos cada vez más alucinantes. Sin embargo, hay ocasiones en las que oyes historias como la de Emma y tu única reacción es decir: «¿De un caballo?». No guardé luto porque tampoco habíamos intimado tanto, y hacía mucho de la última vez que nos habíamos visto. Pero sí que la había querido un poco, y es sorprendente la cantidad de veces que pensé en ella después de recibir la noticia. Pues aquel día apenas estaba a unos metros, e incluso se tocaba el pelo de esa manera seductora que yo recordaba tanto. Me levanté y fui hacia ella, pero no me vio hasta el último momento. Entonces dio la espalda al mostrador y nos quedamos cara a cara. —¿Emmy? Sus ojos se entornaron, suspicaces, y luego se abrieron de par en par. —¡Oh, Dios mío, Wyatt Leonard! ¿Qué estás haciendo aquí? — Juntó las manos delante de su cara y dio unas palmadas, como una niña feliz. Tenía que tocarla para comprobar que era real. Lo hice. Y lo era. —¿Tienes tiempo? —¡Claro! ¡Qué alegría verte! ¿Dónde te habías metido? ¡Han pasado muchos años! Mientras estábamos sentados en la mesa, se me fue mitigando el asombro y en mi mente surgió una palabra que lo definía todo: Strayhorn. El sueño de la última noche. Comprendí que saber los nombres de los que había enterrados en las tumbas era la primera parte de lo que estuviera pasando. Ésta era la segunda. Todo estaba teniendo lugar muy deprisa. Un sueño en el que ceno con un muerto; un desayuno en la vida real con una muerta. Estaba asombrado, pero sabía, desde el sueño de la noche anterior, que mi vida había subido de marcha hasta adquirir una velocidad en la que cualquier cosa era posible. Ahora me correspondía a mí lidiar con ello. Así que, en vez de salir corriendo o meterme en un manicomio por estar tomando un café con una amiga muerta, hablé con toda la normalidad posible y no me fue mal. De vez en cuando me sorprendía a mí mismo hiperventilando o humedeciéndome los labios por centésima vez, pero, por lo demás, todo fue bien. Lo más horrible de todo era que ella no sabía nada. No sabía que estaba muerta. Hablamos como viejos amigos que tratan de recuperar el tiempo perdido, sobre amigos mutuos, tardes compartidas y todo lo que había pasado desde la última vez que nos habíamos visto. Me puso al día de todo, salvo de lo más importante. ¿Cómo podía yo saber a ciencia cierta que estaba muerta? Porque recordaba con toda claridad que había visto la noticia en varios periódicos. Porque había llegado a mis oídos la descripción del funeral desde dos fuentes distintas que habían estado allí y habían visto el cuerpo dentro del ataúd abierto. ¿Qué más pruebas había? La más importante de todas: brillaba, exactamente igual que Philip Strayhorn. ¿Acaso era yo el único que la veía y se daba cuenta de ello? No lo sé. Lo cierto era que en el café nadie parecía reparar especialmente en ella, salvo un joven que era incapaz de quitarle los ojos de encima y que estaba claramente impactado. Me entraron ganas de acercarme a él y preguntarle: «¿Ves lo que le sale del cuerpo? ¿Ese tenue azul? ¿Ese leve brillo como un espejismo de carretera en verano?». Pero lo más seguro es que no lo hubiese visto. Todo aquello me pertenecía solo a mí, por el sueño con Strayhorn y porque me estaba muriendo. Durante su trabajo en la editorial de Nueva York, Emmy había conocido a un hombre de quien se había enamorado profundamente. Era la persona más extraordinaria que jamás había conocido y estaba convencida de que era el hombre de su vida. Fue enormemente feliz durante unos meses. Entonces, el hombre de sus sueños le dijo que le aburría y que se marchaba. La admiré por ser capaz de admitirlo. Habría sido más fácil decir que habían roto y dejarlo ahí, pero no lo hizo. —Me dijo que le aburría, y me dijo exactamente por qué. ¿Sabes qué fue lo más doloroso? Que tenía razón. Yo era un completo aburrimiento. Lo que siguió fue una miserable serie de amoríos exagerados y recargados con hombres que al principio la agradaban y a los que luego acababa despreciando profundamente. Se acostaba con ellos para tratar de hallar consuelo por el hombre que nunca podría recuperar. Estaba destrozada, y lo sabía, pero como era así de atractiva, siempre había alguno dispuesto a intentarlo, y ella se dejaba. Dio vía libre a demasiados aspirantes, y el encantador deseo y entusiasmo que rezumaban no hacía sino empeorar las cosas. Sentía que se estaba ahogando en su propia vida; como si fuese una de esas bolsas de plástico que se ponen sobre las prendas limpias en las lavanderías. Cada vez que inhalaba, se respiraba a sí misma y su fracaso. Ya no quedaba aire. —Se estaba poniendo muy mal, Wyatt, así que decidí dejarlo todo y viajar. Y me vine a Europa. —¿Hace cuánto que pasó todo eso? —Me avergüenza decirlo. Casi tres años. Necesité un momento para dejar que el corazón se me calmase antes de formular la siguiente pregunta. —Emmy ¿qué es lo último que recuerdas haber hecho en Estados Unidos antes de venir aquí? Lo último de todo. —Lo recuerdo muy bien. Salí a cabalgar con mi hermano Bill. ¿Por qué lo preguntas? Con una sonrisa en los labios, traté de pensar en algo lógico que explicara mi pregunta, pero fui incapaz. Por suerte, ella puso cara de olvidarse del tema y dio un sorbo a su té. —No es que aquí las cosas hayan ido mucho mejor. Pero, bueno, la verdad es que no tengo ninguna prisa por volver a América. ¿Me convierte eso en una expatriada? Estos días necesito ser algo. —¿Qué has estado haciendo desde que llegaste? —Cuando lo necesito, trabajo. Nada espectacular. Te deslizas por los días y las ciudades y no pasa gran cosa, pero en esencia está todo bien. La mayor parte del tiempo vivo en un extraño estado de «pues vale». Me las apaño. No hay demasiados altibajos. No pasa nada realmente memorable o perfecto, pero tampoco nada malo. La vida se deja vivir. A medio camino entre el «bah» y el «hurra». —¿Estás con alguien? —No, hace mucho que no. A eso me refiero; no me cierro a los hombres, pero no he conocido a ninguno con el que quiera estar. Aunque, la verdad, no estoy mal. No me importa estar sola. —¿Y vives en Viena? ¿Qué haces aquí? Por un momento, medio segundo, pareció que no lo sabía. La expresión de su rostro se quedó en blanco. No lo sabía porque solo quedaban recuerdos y vagas sombras. —Hum, he estado trabajando de secretaria en la embajada de Estados Unidos. Me da para pagar las facturas. Nunca he leído el Infierno de Dante, pero recuerdo vivamente haber hojeado un ejemplar ilustrado y toparme con la escena de dos personas flotando en el aire, extendiendo desesperadamente los brazos para tocarse. Que yo recordara, su pecado era que habían sido amantes ilícitos en vida y ahora estaban condenados a esa situación en el Infierno: quedarse lo bastante cerca como para verse, olerse y oírse, pero vedada por toda la eternidad la mera posibilidad de tocarse. Emmy Marhoun se encontraba exactamente en la misma situación. Por alguna razón, la muerte la había condenado a existir tan cerca de la vida, que seguía pensando que vivía. Se le había negado para siempre la plenitud del pulso, el cuerpo de la vida real, aunque seguía siendo capaz de reconocerlo y recordarlo. Su infierno era deambular por la vida, casi viva, pero inconsciente de la diferencia que la matizaba. ¿Es eso la muerte? ¿No saber? Strayhorn no había dicho nada al respecto, pero Jesse insistía en que no se puede confiar en la Muerte. Yo tenía la mente agotada, saturada. Ya no era capaz de seguir descifrando, y ni siquiera habían dado las doce. Había resucitado a una muerta, me había reunido con ella y tenía cien preguntar por hacer, pero ya no me quedaban fuerzas, y me sentía al borde del colapso. Con toda la calma que puede aunar, le dije a Emmy que tenía que marcharme. Le dije que me llamara al hotel para que volviésemos a quedar mientras estuviese en la ciudad. Me dijo que tenía aspecto cansado y que me lo tomara con calma. Nos despedimos con un beso en la acera y, en ese día de verano, su mejilla no era ni fría ni caliente. Por suerte, había una parada de taxis cerca y llegué a casa en unos minutos. Cuando pedí la llave de mi habitación, la conserje me entregó varios mensajes, los cuales ignoré. Era hora de descansar, y eso implicaba volver a encontrarme con Philip Strayhorn. Bien. Pero en ese momento, dormir era más importante que las preguntas y sus respuestas. Corro por un puente. Conozco el puente, pero no recuerdo por qué. Es muy largo y cruza todo el horizonte. Sé que nunca estaré a salvo hasta que cruce al otro lado. Pero el lobo es muy rápido y me está alcanzando. Es el mismo lobo que viene tras de mí muchas noches. Donde deberían estar los ojos, tiene dos grandes «x», igual que en el juego de las tres en raya. Su boca es enorme y está llena de innumerables dientes afilados y una elástica lengua roja que sube, baja y describe círculos alrededor de sus labios. Cuando no babea, el lobo gruñe, aúlla y se ríe como una hiena, porque cada vez está más cerca. Cuando me alcance, me matará y me comerá. Viste un mono naranja abotonado a lo largo de sus hombros peludos; la otra solapa está rota y se mueve locamente mientras el lobo homicida se cierne sobre mí a toda velocidad. También lleva un sombrero de copa negro que se menea adelante y atrás sobre su cabeza mientras corre. Detrás de mí, voy dejando una humareda de polvo que muestra lo deprisa que corro. Ambos producimos los sonidos de un dibujo animado (chirridos, campanazos, frenazos), pero, para mí, nada de esto es un dibujo animado. Es real y terrorífico, mi mundo cuando tenía siete años y despertaba asustado noche tras noche por el mismo sueño: el lobo que me persigue por un puente interminable y yo soy consciente de que me va a alcanzar. En cuanto lo haga, sacará una marmita de caníbal y unos troncos de algún bolsillo profundo, encenderá un fuego y me echará en su interior, mágicamente lleno de agua. Normalmente me despertaba petrificado, justo cuando el agua hirviendo empezaba a dolerme. No soy capaz de expresar el miedo que me producía, aunque me conocía el sueño de memoria, por haberlo tenido una y otra vez. Esta vez también me desperté, engullido por el mismo terror de mente y corazón que había conocido en mi infancia. Tenía la tripa revuelta, los dedos tensos y la lengua se me antojaba demasiado grande en la boca. Exactamente lo mismo de siempre. Todo un hombre de mediana edad saboreando de nuevo sus siete años. —No es como lo recordabas, ¿verdad? Me volví y me encontré a Philip Strayhorn sentado al borde de la cama. Me tomé un momento para reactivar todos mis sentidos, pero a él no pareció molestarle tener que esperar. Miré con aire ausente la habitación y finalmente comprendí dónde estaba: la habitación del hotel en Viena. —¡Era tan real! Recuerdo el sueño, siempre lo he recordado, pero nunca de forma tan vivida. ¡Era terrorífico! —Nadie recuerda el verdadero sabor de la infancia, solo cree que lo hace. —Phil, ¿qué estás haciendo? —Me incorporé, apoyándome sobre los codos—. ¿Es esto posible? ¿Puedes estar aquí así? —No te preocupes, esto sigue siendo parte de tu sueño. Pero sí, puedo estar en el mundo real tal como me ves. Tampoco es que sea gran cosa. Nadie, salvo los muertos y tú, puede verme. Volví a desplomarme sobre la cama. —Todavía no me recupero del sueño. ¡Qué increíblemente intenso! No recordaba que fuese así, tan intenso. ¿Las cosas resultaban tan apabullantes cuando era un niño? ¿Cómo fui capaz de sobrevivir cada noche? —No sobreviviste. El niño murió y se convirtió en un adulto. La vida no es enseñanza; es olvido. Este sueño no es más que un pequeño ejemplo. Has de saberlo. —Hablando de olvido, ¿piensas hablarme de Emmy Marhoun? Enlazó los dedos sobre su rodilla y se aclaró la garganta. —¿Es una pregunta formal, Wyatt? Ya conoces las reglas. —Sí. Fui a muchos sitios y contemplé cosas asombrosas, siempre acompañado por Strayhorn. Él era mi guía y mi instructor. Pensé que comprendía sus respuestas. Siempre parecía satisfecho conmigo y, a modo de recompensa por mi perspicacia, me otorgaba más y más sabiduría, percepción y poderes. Los llamaba «dones». Por un momento llegué a sentirme como un prodigio, lleno de esperanza. ¿Por qué a los demás les costaba tanto comprender las respuestas de la Muerte? A mí me parecían lógicas, sensatas. No podía hablar con Jesse Chapman o Ian McGann de lo que estaba aprendiendo, pero empecé a pensar íntimamente que eran un poco torpes. Mi estado de salud se estabilizó, al igual que el de ellos. Con Strayhorn visité guerras y bodas; recorrí las mentes de personas como si fuesen museos. Recorrí la mía, unas veces horrorizado y, otras, fascinado. ¿Vivía yo ahí? ¿Era así realmente? Aparte de vislumbrar aspectos de la vida que sabía que otros apenas habían experimentado, recibí cada vez más información y respuestas a mis preguntas. Comprendí y asimilé todo lo que fui capaz, pero hacerlo con todo fue imposible. Había demasiado. De cara al exterior, hice creer a Sophie y Caitlin Chapman que mi estancia en Europa me había hecho más sabio y, dado que me sentía mucho mejor, quería quedarme un tiempo más antes de regresar a Estados Unidos. Jesse se quedó más tranquilo cuando supo que me iba a quedar un tiempo y me encontró una pensión razonablemente barata. También le animó saber que Strayhorn había dicho que podría volver al trabajo. Una noche, Sophie y yo salimos a cenar solos. Luego paseamos por el Volksgarten y nos sentamos a disfrutar de la tibia noche. Hablamos mucho. Me pidió que le pusiera al día sobre lo que había estado pasando realmente desde que llegamos. Le dije todo lo que pude, pero al cabo de un rato supo que me guardaba cosas. Sus silencios se hicieron cada vez más largos. —Sophie, no te enfades conmigo. Tienes que entenderlo, esto me supera tanto que me horroriza decir lo que no deba o dar un paso equivocado. Ya me conoces; te lo diría todo si pudiera, pero no puedo. —¿Es bueno o malo que te haya mezclado con todo esto, Wyatt? Eso es lo que me preocupa todo el tiempo. —Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. —Sinceramente, no lo sé. Creo que es bueno, pero también pensé que después de la quimioterapia, al principio de la enfermedad, me pondría mejor y no fue así. —«¿Cuánto puede tirar un conejo?» —Enderezó lentamente la cabeza y me miró con gravedad. —¿De qué estás hablando? —La hija de mi amiga está en quinto y tuvo que hacer un proyecto de ciencias. Hizo un pequeño carro que endosó a la espalda de su conejito y le fue colocando cada vez más piedras, antes de pellizcarlo para ver hasta cuánto era capaz de arrastrar. Ése era su proyecto. Ahora es el tuyo. ¿Cuánto puede tirar Wyatt? No sé lo que te he hecho, ni si es bueno o malo. Mi hermano ha vuelto y está bien, pero tú te quedas porque ahora eres tú el que tiene los sueños. Dios, ojalá estuviésemos en Suiza. Me gustaría volver a esa colina por la que subimos y mirar a los esquiadores pasar de largo. —Suspiró y me cogió de la mano—. Te quiero, Wyatt. Quiero que vivas cientos de años. En vida, Strayhorn había sido la persona mejor informada que había conocido. Una vez muerto, lo seguía siendo, pero ahora era, además, una compañía excelente. Brillante, aunque acomodadizo, le gustaba hablar de cualquier cosa. Me dio la impresión general de que lo que más le gustaba era pasar el rato charlando. No tenía ni idea de lo que me iba a pasar, pero su calma parecía proporcional a mi grado de comprensión de las respuestas. Mientras siguiese así, los dos estaríamos tranquilos. No podía estar más equivocado. Su despreocupación me engañó y me indujo a pensar que las cosas saldrían bien. Su amistad, sus dones y las frecuentes maravillas me impedían ver, en ocasiones, las verdaderas circunstancias de mi vida. El brillo y los destellos de mi experiencia me impedían ver la verdad. Su exhibición cósmica hizo que olvidara recordar lo que era importante: permanecer vigilante respecto a los asuntos relevantes. Me sedujo con su encanto y, como el niño más inocente y ambicioso, caí plenamente en sus redes. Hasta que supe que McGann había muerto. Me había pasado la noche en el Santorini, bueno, más bien mi yo de los sueños. Al atardecer, Phil y yo nos sentamos en el restaurante al aire libre, donde bebimos ouzo y comimos calamares recién fritos, mientras disfrutábamos de una vista asombrosamente bella del mar púrpura. La vista era tan gratificante como siempre me había imaginado. Mi amigo me hablaba del volcán que había entrado en erupción hacía tiempo en aquel lugar, lo que le había hecho a la gente y cómo había afectado al resto del mundo en los siglos que siguieron. Mis sueños eran entonces tan reales, que podía percibir el especiado aire de la tarde y los guijarros bajos mis pies descalzos. Strayhorn parecía tan satisfecho como yo de estar allí sentado en silencio, disfrutando de los únicos sonidos que nos rodeaban: los cubiertos sobre los platos, la triste llamada de una gaviota solitaria en lontananza sobre el agua... Cuando estábamos terminando, nuestro camarero apareció y dijo unas palabras al oído de Strayhorn. Supuse que preguntaba a quién debía entregar la cuenta, pero Phil no dijo nada. Se limitó a asentir una vez y el camarero se marchó. —Tengo que hacer una cosa. Quédate aquí todo el tiempo que quieras. Ya sabes cómo se vuelve. —Me guiñó un ojo y ascendió las escaleras del restaurante. Le saludé con un gesto de mi copa y un lánguido «adiós». No sé cuánto tiempo más pasé allí, pero el sonido del teléfono me despertó. Abrí los ojos en una habitación completamente a oscuras y, al ver los luminosos dígitos verdes de mi reloj, comprendí lentamente que eran las tres de la mañana. Era Jesse Chapman. Su voz era muy alta y sus palabras estaban aceleradas por el miedo. Ian McGann había muerto media hora antes. Su novia, Miep, había ido al cuarto de baño. Cuando volvió a la cama, se inclinó para darle un beso. Tenía el brazo cruzado sobre la frente; sus ojos estaban abiertos, mirando al vacío. Al principio pensó que estaba bromeando. Antes de llamar a la policía, llamó a Jesse. No quería hablar del asunto, solo que lo supiera. Cuando le preguntó qué pensaba hacer, dijo que permanecería tumbada con Ian en la cama para despedirse de él. Luego colgó. Jesse estaba llamando desde el salón, ahuecando la mano sobre la boca para no despertar a su mujer. —¡Dijiste que todo iría bien! ¡Dijiste que te había dicho que no nos pasaría nada! —Lo repitió tres veces. —¿Qué más da lo que yo dijera? Se han descubierto todas las apuestas. ¡Tú me dijiste desde el principio que no confiara en la Muerte, Jesse! ¿Por qué te sorprendes? —No estoy sorprendido. ¡Lo que pasa es que no me quiero morir, cabrón! —El cabrón tampoco quiere morirse. —¿Qué vamos a hacer entonces? ¿Podrías encontrar a Strayhorn? ¿Hablar con él? —Supongo. No. No lo sé. Esto podría cambiarlo todo. ¿Por qué lo habrá hecho? ¿Cuál es la razón? —¿Razón? Por el amor de Dios, no necesita ninguna razón, Wyatt, joder. ¡Es la Muerte! La Muerte llega y te mata. Era cuestión de tiempo. Te lo dije. Oí el sonido de fondo de la voz de una mujer. El tono de Jesse se volvió tierno y le dijo a su mujer que no se preocupara, que todo estaba bien. Esperé mientras hablaban, y luego él me dijo que volvería a llamar y colgó bruscamente. Colgué también y me tumbé. En cuanto cerré los ojos, me quedé dormido. Enseguida supe dónde me encontraba, aunque no había estado en aquella habitación desde hacía casi treinta años. Era el sótano de la iglesia de mi pueblo, donde, por insistencia de mi madre, pasé años acudiendo a la escuela dominical. Estaba sentado en la mesa redonda, con los demás compañeros de clase. Sin embargo, el profesor no era el malhumorado señor Crown, o la amable señora Turton, sino el Pájaro Loco. Con esa voz estridente que todo el mundo conoce, me dijo: —«Quisiera estar con vosotros ahora mismo y cambiar de tono, pues me siento perplejo en cuanto a vosotros. Decidme, vosotros que deseáis estar bajo la Ley, ¿acaso no oís la Ley?» No dije nada, aunque recordaba esas palabras a la perfección. Gálatas 4:20 y 21. Tuve que memorizarlo para esa clase, aunque la profesora por aquel entonces era la señora Turton y no un pájaro de dibujos animados. Emitió una vez más esa peculiar risita suya y prosiguió: —«Soy la luz que brilla sobre todo. Soy el todo. De mí todo surge y a mí todo es devuelto.» Termina la cita, por favor, Wyatt Leonard. — Su voz se había transformado en una imitación perfecta de la de la señora Turton. Sin un momento de duda, respondí: —«Parte un trozo de madera, y allí estaré. Coge una piedra, y allí me encontrarás.» —¡Muy bien, Wyatt! —¿Por qué estás aquí de esta guisa? —Te lo dije: «Quisiera estar con vosotros ahora mismo y cambiar de tono...». —Phil, ¿por qué has matado a McGann? ¡Dijiste que no pasaría mientras yo comprendiera las respuestas! —No seas ingenuo, guapo; tengo un trabajo que hacer. A veces puedo posponerlo un rato, y eso es lo que hice con él. Pudo vivir un poco más y fue muy feliz. Eso es bueno, ¿no crees? ¿Hubieses preferido que lo atropellara un camión? Se supone que debió morir hace mucho tiempo, pero dejé que viera Venecia con la mujer que amaba. Fueron los mejores días de su vida. ¡Incluso murió empalmado! —Me guiñó un ojo, empujó la mesa para alejarse de ella y se pasó una mano por el penacho rojo. —Phil, dime lo que está pasando. ¿Cómo funciona esto realmente? —¿Es una pregunta formal? —Sí, maldita sea, ¡responde! —Está bien. Es sencillo. Tengo un trabajo y tengo que hacerlo con todo el mundo más tarde o más temprano. A mí me toca decidir el cómo. Naturalmente, algunos de ellos me caen bien; otros no. Con los que me caen bien, trato de hacerlo tan fácil y cómodo como sea posible: dejarles morir mientras duermen a los ochenta o que les dé un ataque fulminante en la cancha de tenis de forma que estén muertos antes de saber qué les ha dado. Esas cosas. Los que no me caen bien, sufren. Peor para ellos. »Tú me caes bien. McGann me caía bien porque supo demostrar auténtico coraje. Incluso Jesse está bien cuando no se comporta como un capullo pomposo. Seguirá bien durante un tiempo. —¡Eso dijiste la otra vez, y ahora McGann está muerto! —Pero ¿acaso no te sentiste feliz con esa mentira? ¿Estás seguro de querer la verdad? Lo dudo. —¿Eso es todo? ¿A eso se reduce todo? ¿Los niños se caen por las ventanas o se mueren de hambre en Somalia solo porque no te caen bien? ¿Y qué pasa con todo lo bueno que han hecho en sus vidas? —Tú y yo tenemos razones distintas para que la gente nos caiga bien o mal, Wyatt. Y cuidado con el tono que empleas; no me gusta que me sermoneen. —¿Quién eres? Te pareces a Strayhorn solo porque así me es más fácil comprender, ¿verdad? —¡Así es! En otros tiempos fui... Veamos. —Se cruzó de brazos y tamborileó con los dedos sobre el pico, mirando fijamente el techo—. Humbaba, Grendel, Old Toast, Cold Storage, el poli de la tienda de máscaras... lo que quieras. Lo que mejor comprendas. —¿Eres el Diablo? —No. Ése no existe. Solo la vida y la Muerte. Es tan sencillo que nadie ha querido creerlo jamás. —¡Pero hay un Dios! ¡No puedes decir que no! Abrió la boca para decir algo, pero, en vez de hacerlo, sonrió. —Eso sí que es una respuesta que te garantizo que no podrías comprender, así que te iré preparando una cicatriz. Cree lo que quieras. Arlen Me encanta esto de las cintas, Rose. Espero que no te esté aburriendo. No sé lo que daría por poder decirte estas cosas cara a cara, pero como por el momento eso no es posible, esta es la mejor alternativa. Como iba diciendo, cuidé de Leland durante los tres días siguientes (al menos hasta donde me dejó él) y le enseñé la Viena que más me gusta. A diferencia de París o Venecia, ésta no es una ciudad para los enamorados. Es demasiado sosegada, demasiado formal; carece de pasión y espontaneidad. Para mí, su grandeza es su dignidad y su belleza. Al igual que un ilustre hombre de Estado que ha vivido una larga y provechosa vida, su historia es su identidad. Como un señor viejo, se asienta sobre sus jardines perfectamente atendidos, satisfecha de vivir de los recuerdos durante los días que le quedan. Fuimos a museos y disfrutamos de alguna que otra actividad turística, pero invertimos la mayor parte de nuestro tiempo dando largos paseos por la Ringstrasse y la Prater Allee o en la Wienerwald. Quedé asombrada ante todo lo que Leland sabía de Viena, mucho más que yo, desde luego. En la casa de Freud, mantuvo un largo debate con uno de los conserjes acerca de Anna Freud y Ernest Jones. Luego, a solo unas manzanas de allí, señaló la iglesia donde se había celebrado el funeral de Beethoven. Delante del edificio, lo describió con tanto detalle, que me fascinó aún más si cabe. Era como estar con un estudioso de Beethoven y un historiador social en uno. No sé para ti, cielo, pero para mí una de las cosas más sexys que existen es un hombre que sabe mucho sin por ello ser exhibicionista. La sabiduría de Leland siempre surgía en forma de puro entusiasmo: «¡Caramba! ¡Mira eso! ¿Sabes lo que pasó allí? ¿Puedes creer que de verdad estemos aquí para verlo?» Yo iba todo el rato con la boca abierta, feliz por haber tenido la oportunidad de dar ese paseo. De vez en cuando nos deteníamos porque estaba cansado o incómodo, pero incluso entonces era un placer, porque se ponía a contar historias de su vida. Nunca me cansaba de ellas. ¿Sabías que en China se come más sandía que en cualquier otro país del mundo? ¿Sabías que les gusta tanto que incluso tienen un museo de la sandía? ¿O que Ceaucescu tenía una limusina solo para su perro? Estaba absolutamente cautivada, y no quería que los almuerzos, los paseos o los días se acabaran. Y, como puedes imaginarte, mis sentimientos hacia él no hicieron sino crecer. Incluso su cara achatada empezó a recordarme a la de Gary Cooper. Lo quería, y necesitaba decírselo. No eran necesarios lazos ni compromisos; me conformaba con ver cómo el día maduraba en noche y verlo en ese contexto. Porque si eres como te estoy viendo ahora, soy toda tuya, hermano. Pero él no movió ficha, ni una, ni siquiera durante un escalofriante segundo. No me tocó el brazo accidentalmente, ni me acarició la mano mientras argumentaba sus conversaciones. Solo Dios sabe cuánto lo deseaba, y empecé a pensar que tenía piojos o algo, porque por su parte no había el mínimo rastro de interés. Ni una mirada furtiva a mi pecho, ni roces ocasionales cuando las tenía todas de cara. Hasta intenté provocar yo la situación cuando subíamos por una escalera mecánica, pero cuando yo me movía, él lo hacía más deprisa. Acabé tan frustrada que incluso me dio por pensar: «Eh, soy Arlen Ford, la glamurosa estrella del cine; ¿cómo puedo no interesarte en absoluto?» ¿O es que era homosexual? Oh, oh. La idea se cernió lóbregamente sobre mí durante todo el día, hasta que mencionó a una mujer con la que había tenido una aventura hacía un año. Menos mal que estaba mirando en otra dirección, porque la cara se me iluminó como una bengala cuando lo oí, y casi me dio por ponerme a silbar. Aprovechando que había sacado el tema, le pregunté con toda la despreocupación que pude si estaba con alguien en ese momento. Dijo que había estado con alguien, pero que se había terminado. Fuimos al casino de Kartnerstrasse y él ganó mil shillings. Luego, cuando íbamos por la calle, nos cruzamos con una banda musical muy buena que estaba tocando. Nos detuvimos a escuchar un rato. Entonces, Leland se adelantó y puso todo el dinero que había ganado en la funda de la guitarra que habían dejado abierta para las donaciones. Cuando los músicos lo vieron, empezaron a tocar tan deprisa que parecía que se habían colocado con anfetaminas. Dondequiera que íbamos, hacíamos fotos. Muchas de ellas eran de Viena, pero la mayoría eran mías. No me importaba. Esta vez era mi amigo y estaba deseando verlas reveladas. De paseo, siempre llevaba dos pequeñas cámaras en los bolsillos frontales, una cargada con un carrete de película en blanco y negro y otra en color. Después del casino, fuimos al café Hawelka para disfrutar de la función de madrugada. Cuando nos sentamos con nuestros cafés y nuestros cigarrillos, me preguntó cuál era la verdadera razón por la que había dejado de hacer películas y me había escapado de Los Ángeles. Me dijo que había leído reportajes y entrevistas, pero que no es fácil encontrar a mucha gente que haga parones así en medio de su vida y huya, sobre todo si tiene éxito. Le dije que abandoné por dos razones. La primera, que me desperté una mañana con un mal sabor de boca y un mal tipo tumbado a mi lado en la cama. Si lo de la interpretación hubiera ido mejor, aquello habría sido soportable: me habría convencido de que no era más que uno de esos momentos malos y que todo acabaría yendo mejor. Pero la segunda razón se engarzaba con esta de la peor forma posible. Ya he intentado describírtelo, Rose, pero nunca había encontrado la forma de expresarlo como es debido hasta ahora. Me vino a la cabeza mientras hablaba con Leland. Al fin me he dado cuenta de que soy una de esas personas que triunfan pronto en la vida y caen en picado a la misma velocidad. O al menos eso es lo que nos pasa a algunos. ¿Sabes lo terriblemente mal, lo confundida y adicta a las drogas que me encontraba antes de largarme? Supongo que fue porque inconscientemente sabía que ya no tenía la capacidad de ser una buena actriz. Había sacado lo mejor de mí, y si en lo sucesivo hubiese continuado, me habría resultado imposible hacer bien cualquier cosa. Leland me dijo que había leído un reportaje sobre la última obra de un famoso dramaturgo. La crítica decía que la obra era pésima y que el autor debió dejar la escritura veinte años atrás, cuando había tenido un par de éxitos, porque entonces, en alguna parte de su alma, debió de saber que había perdido la magia para hacer maravillas. De haber parado, lo habríamos conocido por sus obras maestras, y no por la escoria vergonzosa que vino después. Sencillamente, tenía que haberlo dejado. ¡Exacto! Se lo dije así. Eso fue lo que me pasó exactamente, pero era incapaz de admitirlo para mí misma. En lo más hondo de mi corazón sabía que había tocado techo y que se había terminado. Quizá me hubiese bastado..., quizá habría acabado en una serie barata, poniendo un montón de caras a lo Joan Collins, mientras recitaba guiones horrendos. Pero no quería terminar así. Mi última película hizo que rebuscara muy hondo en mi ser para encontrar una buena interpretación... Fue brutal, Rose, más difícil que cualquier otra cosa que haya hecho. Weber me ayudó mucho con su dirección, pero cada día, después de trabajar, me sentía exhausta. Estaba estrujando al máximo para obtener las últimas gotas que me quedaban. Gotas de talento. Cuando terminamos de rodar, ya no me quedaba ni una. Me gustase o no, mis días de actriz habían terminado. Suponía el final de la carrera, de los tipos de mala muerte, de una casa a la que no me quería ir a dormir porque allí no me esperaba nada... Por eso me vine aquí. Porque Viena era una de las cosas que amaba realmente. Justo en medio de esa conversación, una morena de cien megatones se dirigió hacia nuestra mesa como solo una presumida sabe hacerlo: cabeza hacia atrás, tetas por delante y una sonrisa que destila: «Sé que todos los hombres de la sala me están mirando, ¿no lo hacen siempre?». La vi antes que él, y me la quedé mirando mientras recorría la estrecha formación de mesas y sillas hacia nuestra posición. A medida que se acercaba, la expresión de felicidad de su cara fue creciendo. Y era felicidad genuina, sin aditivos. —¡Leland! —gritó. Él la miró, pero en vez de maravillarse y ponerse de pie de un salto porque la señora Perfecta trinaba su nombre, se limitó a sonreír y quedarse donde estaba. Ni siquiera hizo amago de desprenderse de su asiento mientras ella se quedaba de pie al otro lado de la mesa, a todas luces ansiosa por ponerle las tetas encima. —Hola, Emmy. Emmy Marhoun, te presento a Arlen Ford. —Eso la detuvo en seco. Se me quedó mirando por primera vez desde que había llegado y pude ver un glups de reconocimiento en su mirada. La cortés frialdad de la voz de Leland también resultó muy elocuente. Su reacción fue de lo más extraño; se hundió en sí misma. Pero era valiente, y lo volvió a intentar. —¡Oh, Leland, ha pasado tanto tiempo! ¿Qué has estado haciendo? Ella quería charlar, pero era evidente que él no. Era muy educado y amable, pero no le concedió nada a lo que pudiera aferrarse. Era como si él fuese una escarpada montaña de cristal que ella quisiera escalar desesperadamente, pero a la que ni siquiera era capaz de asirse. Cuando me di cuenta de lo que estaba pasando, me recosté sobre el respaldo y disfruté del espectáculo. Sus ojos saltaban de Leland a mí. Tras unos embarazosos minutos de no llegar a ninguna parte con él, empezó a hablarme directamente a mí, como si yo fuera capaz de entenderla mejor y traducirle a Leland sus mensajes. Mala suerte, Emmy. Estaba en Viena por motivos de trabajo. ¿Cuánto tiempo iba a quedarse él? Que si podían quedar para tomar algo; que si había pasado mucho tiempo; que si era tan maravilloso volver a verle. Pero nada. Cuanto más distante se mostraba él, más se desesperaba ella. Al final comprendió que ese encuentro era todo lo que iba a conseguir, e incluso la señora Cuánto-me-quiero se dio cuenta de que no obtendría lo que quería de él de ninguna de las maneras. Trató de marcharse dignamente, saludar con toda su belleza y largarse en un remolino de romanticismo. Pero sus gestos estaban lastrados por una patética falsedad y su voz y sus ojos, ateridos por un dolor que delataba que la habían partido por la mitad. Pregunté de quién se trataba, y Leland me dijo que de una mujer por la que se había vuelto loco hacía unos años. Creyó que ella también lo quería, pero no era así. Al parecer, otra persona ocupaba su corazón. Me dijo que lo más irónico era que, una semana después de romper, él le salvó la vida y ella nunca le perdonó por ello, pero no me explicó más. Meneé la cabeza y dije: «¿Sabes, Leland? Tras pasar estos días contigo, creo que, en comparación con tu vida, yo he vivido la mía en el portaobjetos de un microscopio. ¿Hay algo que no hayas hecho?» No tardó en darme la respuesta: «Nunca he tenido un hijo. Nunca he escrito un libro. Nunca he disfrutado realmente con el sexo. Nunca he aprendido a estarme quieto sentado. Temo convertirme en uno de esos viejos que necesitan un jardín o un perro sobre los que mandar porque al final de su vida no queda nada. Por eso te envidio, Arlen, así como la vida que has escogido. Tu vida anterior era como la mía de ahora. Correr locamente de acá para allá sin verdadera sustancia. Pero tú te paraste y saliste de ello. Tienes tantas cosas, tantas cualidades, que desearía tener...» No me podía creer lo que estaba diciendo, sobre todo después de haberle confesado el desastre que era yo. No sé qué hago con mi vida últimamente. Es como un instrumento que antes tocaba bastante bien, pero que ahora no sé ni cómo sostener, y no digamos tocarlo. Entonces, él añadió: «A mucha gente le queda mucha vida por delante cuando la fortuna los ha abandonado. Desperdician sus momentos felices, y cuando el recorrido es largo, desean dar media vuelta y recuperarlos. Hay más días que suerte». Era una cita de Baltasar Gracián, y, justo después de pronunciarla, me lanzó otra: «Hay dos tipos de personas capaces de prever el peligro: los que lo han experimentado en sus propias carnes y los listos, que aprenden muchas cosas en carne ajena». El bullicio y el café se desvanecieron. Intercambiamos unas miradas profundamente tristes. Él estaba perdido en su caos; yo, aterrada porque el mío volviera a hacerse con las riendas de mi vida en cuanto abandonara la ciudad. Así que respiré hondo y lo solté: «¿Sabes lo que más me apetece en el mundo en estos momentos? Ir a casa y hacer el amor contigo». Apartó la mirada y el corazón se me cayó del pecho. Luego, volvió a mirarme y me dijo: «No puedo hacer eso. Soy seropositivo». Le cogí de la mano y se la apreté tan fuerte como pude. Él me devolvió el apretón. Fue la primera vez que nos tocamos. «Me lo descubrieron la última vez que estuve aquí. Es la razón por la que vengo a Viena. Empecé a tener una tos que no se me quitaba nunca y a perder peso... ¿Nos vamos?» ¡Oh, Dios! Jesús, no te puedes imaginar cómo me sentí. Puse unas monedas sobre la mesa y nos marchamos. Yo iba por delante, centrada únicamente en la puerta. La atravesé y la mantuve abierta para él. Cuando estuvimos fuera, nos quedamos mirándonos. Me tocó el hombro. «Tres personas han pronunciado tu nombre cuando nos íbamos». Agité la cabeza y me eché a llorar. Lo rodeé con los brazos y sollocé en su pecho. Me dio unas palmadas en la espalda, antes de ponerse a llorar también. Y dijo: «No tenía intención de decírtelo. Hice un pacto conmigo mismo. Si alguna vez te volvía a ver, jamás te lo diría. Entonces me dispararon y me asusté mucho. Estoy muy asustado». Siento un nudo en el estómago incluso mientras te lo cuento, Rose. Fue tan duro. ¡Tan duro! Fuimos a mi casa y charlamos durante un par de horas, pero cuando estábamos agotados y empezaron a producirse largos silencios entre los dos, dijo que quería volver a su hotel. Le pedí que se quedara (en el salón, el cuarto de invitados, conmigo si lo deseaba), pero rehusó. No tenía derecho a insistir, así que despertamos a Minnie y caminamos hasta su Gasthaus sumidos en el silencio, íbamos cogidos de las manos, pero era yo quien sostenía la suya inerte. Por un momento, me negué a soltarla. Cuando llegamos, se llevó mi mano a escasos centímetros de la boca y besó el aire que le separaba de ella. Luego me dio las gracias por ser tan amable. Las lágrimas volvieron a resbalar por mis mejillas. No había nada más que decir, así que le pregunté débilmente qué le apetecía para desayunar. Intentó sonreír, pero no lo consiguió. «Beicon y huevos, si aún te queda.» Se dirigió a la puerta, pero se volvió y dijo en voz baja: «Asegúrate de lavarte las manos en cuanto vuelvas a casa. No sé nada de esta enfermedad, y a saber cómo se infecta uno». De vuelta a casa, me senté en el escalón de la entrada y, mientras Minnie olisqueaba por ahí, me quedé mirando las estrellas. Me vino a la cabeza una historia que me había contado. Me estimuló una fibra que no sabría describir, pero, aun así, me dio una sensación de esperanza y posibilidad. Él y un puñado de periodistas habían estado en Rumania un año antes de la caída del Gobierno. El nivel de vida era horrible y resultaba imposible comer como es debido, incluso en los mejores restaurantes de Bucarest. Pero uno de ellos había oído hablar de un sitio, y todos fueron. Casi se cayeron de espaldas cuando vieron lo que se ofrecía en el menú. La cocina francesa más exquisita: caracoles, trufas blancas y una carta de vinos asombrosa. ¡Menudo hallazgo! ¿Habrían encontrado el final del arco iris? Fuese lo que fuese, primero se deleitaron con la variedad de la carta y luego escogieron cuidadosamente. El camarero asintió y desapareció. Eran los únicos clientes del establecimiento, pero dieron por sentado que se debía a los prohibitivos precios para el nivel de vida rumano. Pasó una hora, y nada. Durante ese tiempo, ni siquiera habían vuelto a ver al camarero. Ya empezaban a sospechar. Finalmente, reapareció con aire muy molesto y les informó de que nada de lo que habían pedido estaba disponible aquella noche. Les preguntó si querrían otra cosa. Les volvió a dar las cartas para que escogieran de nuevo (unas segundas elecciones magníficas), pero pasó otra hora y lo mismo. Ni comida, ni rastro del camarero. Cuando volvió a aparecer, volvió a disculparse, repitiendo que no disponían de nada de lo que habían pedido. A esas alturas, estaban a punto de matar al pobre camarero. ¿Y qué había disponible? Dijo que cerdo. ¿Cerdo? ¿Eso es todo? Sí, eso es todo. ¿Por qué? ¿Por qué no se lo dijo hacía horas para ahorrar todo ese tiempo de espera, en lugar de darles la carta como si tal cosa? Después de aclararse la garganta varias veces, admitió que era camarero y cocinero. De hecho, también era el dueño del restaurante. Tan pronto como recibía el encargo, atravesaba a la carrera la puerta de la cocina para salir a la ciudad en busca de los ingredientes necesarios. Lo cierto era que el tipo era perfectamente capaz de preparar los platos de la carta, pero la cuestión era lo que se podía encontrar en los mercados ese día, lo cual venía a equivaler prácticamente a nada en aquella ciudad desesperada. Así pues, cada noche se veía obligado a volver con las manos vacías y, como camarero, pasar por el trance de tener que decir a los clientes que tal o cual cosa no estaba «disponible». ¿Querían algo más? Le dije a Leland que siempre había creído que una buena historia es mejor que un buen momento, pues la historia se puede contar una y otra vez mientras que los buenos momentos caen en el olvido. Cuando le pregunté si el cerdo estaba bueno cuando se lo sirvieron, dijo que perfecto. Al pensar en lo que había pasado aquella noche y los días anteriores con él, me inundaron oleadas de emociones diferentes. Pero, al final, esa historia me volvía siempre a la cabeza. Al parecer, la moraleja era: «mira, no tenemos caracoles, pero sí cerdo, así que hagamos el mejor plato de cerdo jamás cocinado». No sabía si la negativa por parte del camarero a admitir que tenía la cocina vacía era buena o mala. Al principio, todo aquello sonaba dulce y optimista, pero también había algo pernicioso en dar alas a las esperanzas de la gente y luego, después de hacerles esperar durante horas, limitar sus expectativas al cerdo. ¿Y qué? Si eso es lo único que hay, admítelo y haz magia con ello. Haz el mejor plato de cerdo del mundo. Por lo que a la salud de Leland se refería, estaba viviendo en su propia Rumania, pero eso no tenía por qué suponer un obstáculo. Por la mañana le diría que, aunque tuviésemos pocos ingredientes con los que cocinar, haríamos todo lo posible para que funcionase. Así de sencillo. Lo invitaría a quedarse conmigo todo el tiempo que quisiera. Entonces, trabajaríamos día a día con el material que tuviéramos a mano, fuese el que fuese. Si se desarrollaba el sida, trataría de hacerle la vida todo lo cómoda que me fuese posible. Era un hombre admirable y heroico. Sería un privilegio para mí ser su apoyo y su amiga. En mi escritorio pasé mucho tiempo haciendo listas de lo que había que hacer, preguntas que formular y gente a la que llamar o ver. Apenas sabía nada del sida o del VIH. ¿Cómo lo había contraído? ¿Era bisexual? ¿Se drogaba? ¿Importaba eso? Ahora solo quedaba la enfermedad y cómo podríamos tratarla. Solo «cerdo». Al día siguiente madrugué a pesar de haberme acostado tarde la noche anterior. En cuanto abrí los ojos, me puse en movimiento. Paseé a Minnie, preparé los huevos con beicon para que, en cuanto entrara por la puerta, nos pusiéramos en marcha e hiciéramos más listas... ¿Cómo podría pedirle que se quedara sin hacer que sonara a lástima o una preocupación indebida? ¿Qué haría si me decía que no? No me apetecía pensar en ello. Había que comprar libros y hacerse con toda la información posible sobre cómo vivir con alguien con sida. ¡Pero aún no la había desarrollado! No vayas por ahí. Son muchas las cosas que pueden hacerse, muchos los sitios donde se puede mirar y muchas las cosas que se pueden intentar antes de que eso pase. Era, sin duda, la peor forma de pensar. El otro día leí un artículo de un experto en virus que aseguraba estar convencido de que no existía una relación entre los seropositivos y los que desarrollaban plenamente la enfermedad. Café en mano, buceando entre artículos, encontré algo que me llamó la atención, pero pasé la página. Ahora, sin embargo, era el artículo más importante del mundo. ¿Dónde lo había leído? ¿Quién era ese científico? Recorrí la casa a la carrera, tratando de hacerlo todo a la vez, tratando de imaginar lo que podía hacer siendo realista y lo que quedaba en manos de los dioses. ¿Los dioses? ¿Dios? No había tiempo de pensar en eso ahora. Tendría todo el tiempo del mundo para ello más tarde. Mientras se me cruzaba ese pensamiento por la cabeza, levanté ligeramente una mano, como si solicitara su paciencia y su comprensión. Aguardé dos horas llena de nervios antes de empezar a preocuparme. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no había aparecido o, al menos, llamado? Déjalo. Deja que haga las cosas a su manera, a su ritmo. Pero quizá pensaba que no podría volver a mirarme a la cara después de lo que me había confesado la otra noche. Qué se le va a hacer, Arlen, déjalo. Es su decisión. Esperé y hablé conmigo misma hasta que no pude seguir soportándolo. Entonces volví a enganchar a Minnie y me dirigí a paso ligero hacia la Gasthaus con la esperanza de encontrármelo por el camino. No tuve tanta suerte. Cuando llegamos, nos quedamos un rato fuera mientras yo trataba de decidir cuál sería el siguiente paso. Finalmente reuní el coraje suficiente para entrar. Me dijeron que el caballero había dejado la habitación sin dejar ningún mensaje. Volví a casa y me senté como un peso muerto, ausente la mayor parte del tiempo, aunque, de vez en cuando, algo dentro de mí murmuraba: «¡Haz algo! ¡Levántate y encuéntralo!». Pero me puse en su lugar y me imaginé por qué se había marchado. La vergüenza, el bochorno, la duda que se cierne sobre cualquiera en plena calamidad. Aun así, ¿por qué no dijo nada antes de marcharse? ¿Tan impertinente fui la noche anterior? Repasé mentalmente todo lo que habíamos hablado, pero no encontré nada. Cuando la desesperación alcanzaba cotas insoportables, sonó el teléfono. «Estoy en el aeropuerto», dijo. «Vuelvo a Yugoslavia. Gracias por ser tan amable...» Le pedí por favor que me dejara hablar con él un poco más, pero no quiso. Estaban pasando demasiadas cosas en su interior. Me pidió un tiempo para pensar y dijo que seguiríamos en contacto. Respiré hondo y cerré los ojos. Tenía ganas de decirle lo equivocado que estaba, pero lo único que me salió fue un: «Por favor, llámame. Por favor, vuelve cuando quieras, porque te estaré esperando. Cuando quieras». Lo dejaré aquí. Rose. Sé que me comprendes. Trabajé en el jardín, paseé a la perra, dejé el televisor puesto en la CNN día y noche. No recuerdo muchos detalles de esos días, salvo que, hiciera lo que hiciera, me esforzaba hasta el límite, me concentraba en ello al máximo para no pensar demasiado en el teléfono que no sonaba o los preocupantes informes que venían del frente yugoslavo. Sabía que se metería en todo el meollo y me aterraba la posibilidad de que lo mataran, o peor, que se dejase matar para evitar la lenta agonía del sida. Acudía al hospital infantil cada día y pasaba más tiempo que antes. Recordé a la mujer que, arrodillada delante del hospital, gritaba que no era justo. Una noche, vi un erizo cruzando la calle y lo consideré inmediatamente como un buen presagio. Me dieron ganas de llamar a Leland para decirle solo eso, diez segundos: «Acabo de ver un erizo y sé que significa algo bueno». Entonces, en uno de mis pocos momentos felices desde su marcha, me di cuenta de que podía llamarle a Londres y dejarle mensajes en el contestador. La idea resultó tan emocionante que me pasé la mayor parte de la mañana en el jardín, arrodillada, cavando y meditando qué sería lo que diría si reunía el valor suficiente para llamar. Me preguntaba cuánto duraría su cinta y cuántas veces podría llamar antes de llenarla. Pequeñas cosas, erizos y contestadores automáticos, eran los nimios destellos de esperanza que, en aquellos días, brillaban en mi horizonte. Las cosas empeoraron en Sarajevo. La gente moría a miles. Los boletines de la televisión me espantaban, pero siempre estaba atenta por si aparecía o se decía algo relacionado con él. Me compré un mapa de Yugoslavia y lo estudié, tratando de pronunciar los nombres de los pueblos y las ciudades. ¿Dónde estaría hoy? ¿Trebinje? ¿Donji Vakuf? ¿Pljevlja? Cuando Roland y tú llamasteis, fue la primera vez que me desilusionó escuchar vuestras voces. Quería colgar enseguida para dejar la línea libre, por si acaso. Todas nuestras conversaciones se me antojaban ruido de fondo, a pesar de que en otro tiempo las habría valorado infinitamente. Inmediatamente después de aquello, el teléfono volvió a sonar. Era él. Estaba en Sarajevo, las condiciones eran desesperadas, pero llamaba para decirme que estaba bien y que seguía dándole vueltas a las cosas. Pero, sobre todo, que no me preocupara. ¿Que no me preocupara? ¿Se había vuelto loco? Pero habrías estado orgullosa de mí; contuve la lengua. No lo atosigué, no le pedí que volviera ni que me contara qué había pensado. Lo traté como... como al erizo que se había dejado coger. Estaba tan contenta de oír su voz, que solo le pregunté por cosas que le hacían seguir más rato en la línea. Cuando colgó, hice lo mismo y dejé la mano sobre el auricular un rato, por si pudiera aferrar algún eco residual de su voz. Curiosamente, esa noche estaban dando Standing on the Baby's Head por la tele. La vi porque jamás había visto una de mis películas doblada al alemán. La voz de la mujer que me doblaba era extrañamente parecida a la mía, y me obligó a inclinarme hacia delante sobre la silla y prestar una absoluta atención. Pude entender algunas de las cosas que decía, pero era como recibir una extrañísima lección de alemán, en la que yo era a la vez profesora y alumna. ¿Sería la misma historia a pesar de estar traducida? ¿Sería mejor o peor con las palabras originales invertidas y los énfasis puestos en otras partes? ¿Podía una historia ser igual, aun expresada en otro idioma? Pensé en Leland, contando la historia de su vida en un idioma que consideraba el mío, pero yo no era un hombre, no era seropositiva y no había tenido las mismas experiencias que él, por muy vivamente que me las hubiese relatado. Así que me pregunto: ¿existe un idioma común para todos? Por un momento, pensé en el idioma del corazón humano, pero no. Ése es el más complejo y diverso, ¿sabes? ¿Existe el modo de empaparse de la historia del otro sin llegar a ser esa persona? Lo dudo. Cuando empezaba a acostumbrarme a esos extraños días de ansiedad, a preocuparme, hacerme preguntas y no saber nada de él, recibí un telegrama de alguien desconocido en Yugoslavia diciendo que el señor Leland Zivic venía a Viena. Su tren llegaría a primera hora del día siguiente y preguntaba si podría reunirme con él. Rose, doblé y volví a doblar el trozo de papel hasta que fue imposible doblarlo más. Lo dejé sobre la mesa y observé cómo trataba de enderezarse por sí solo para darme otra vez esas maravillosas noticias. Minnie estaba dormida en el sofá. Me tumbé a su lado y rodeé su tibio cuerpo con los brazos. Ella levantó la cabeza y me miró para cerciorarse de que todo estaba bien. Nos quedamos tumbadas un buen rato. Roncaba ligeramente y yo abundaba en la convicción de que el día siguiente sería el principio de algo extraordinario. Lo que no sabía era la forma que había escogido para regresar. En uno de los innumerables alto el fuego que lord Carrington había negociado, se acordó permitir que cualquiera que lo deseara abandonara Bosnia Herzegovina hacia otros países. Hungría, Austria y Alemania aceptaron hacerse cargo de la mayoría de esos refugiados, pero eran tantos los que querían huir, que ni siquiera los expertos sabían qué hacer con tanta gente una vez que había llegado a lugar seguro. Era el mayor éxodo en Europa desde la Segunda Guerra Mundial y nadie sabía cómo gestionarlo. Fiel a su modo aventurero de hacer las cosas, Leland decidió regresar a Austria en el primer tren de refugiados que saliera de Sarajevo. Había literalmente miles de personas en ese tren, y esperar su llegada en Südbahnhof resultó una de las experiencias más tremendas y electrizantes de mi vida, que Dios me ayude. Fue como si una comarca del Infierno hubiese emergido sobre la tierra. Llegué con media hora de antelación. Como por entonces aún no tenía ni idea de la trascendencia del tren, pensé que habría poca gente dada la temprana hora de la mañana. Pero el andén estaba hasta la bandera. Familias enteras, gente solitaria, ancianos, jóvenes, de buen vestir, harapientos... Allí se amontonaba gente de todos los tipos imaginables. El humor de la gente era una mezcla. Por lo que pude ver, la mitad estaban tan contentos como quien participa en un carnaval, mientras que los demás parecían preocupados y muy tristes. ¿Qué estaba pasando allí? Había niños por todas partes, correteando, jugando en el suelo y recibiendo las reprimendas o las risas del resto de la familia. Algunas ancianas juntaban las manos y se meneaban hacia delante y hacia atrás como si estuviesen rezando. Hombres de bigotes poblados perdían la mirada en las vías. Asombrada y desconcertada por la cantidad y la variedad de la gente que se agolpaba a mi alrededor, paré a un trabajador de la empresa del ferrocarril y le pregunté si habían llegado todos los que se esperaban. Sonrió y se tocó la cabeza con ese familiar gesto de los vieneses para decir que alguien está loco. «El tren de Yugoslavia está a punto de llegar. Toda esta gente está esperando a sus familiares. ¡Como si ya no hubiera bastantes tschuschen en este país!» Oírle llamarlos «negros» me hizo fruncir el ceño y apartarme. Él se rió con sarcasmo y me miró de arriba abajo como si estuviese en venta. Me marché a paso ligero. Cuando se anunció la llegada del tren por los altavoces, me las arreglé para encontrar un sitio poco concurrido para esperar. Lentamente, la locomotora describió la última curva y avanzó hacia nosotros. A medida que se acercaba, empecé a divisar todas las cabezas asomadas por las ventanas, los montones de manos que saludaban y los rostros que empezaban a tomar forma. El gentío del andén avanzó: algunos de ellos devolvían el saludo y otros hablaban excitadamente y señalaban, como si acabaran de ver a la persona que estaban esperando. La locomotora dio dos cortos pitidos y llegó siseando a la estación entre los chirridos de los frenos. Si lo que me encontré a mi llegada a la estación me había impactado, la impresión se quedó en nada en comparación con lo que llegaba. Mucho antes de que el tren se detuviera, los pasajeros estaban soltándose y saltando fuera de los vagones. Cualquiera que acabase de llegar pensaría que se había declarado un incendio en alguno de los compartimentos y que esa pobre gente intentaba escapar. Pero no, solo estaban saliendo. Había hombres de negocios trajeados, mujeres con tacones altos, campesinos, granjeros con las ropas llenas de mugre, mujeres con la cabeza tapada con un pañuelo y bebés atados a sus cuerpos como si fuesen fardos... Por mi lado pasó una ventana tras otra, y las caras que aún había dentro eran un despliegue de todas las emociones posibles: alegría genuina convertida en un ademán de saludo; un compartimiento al completo había unido las manos y estaban bailando como histéricos. ¿Estarían contentos? ¿Tristes? Quién sabe. Algunos lloraban. Lo último que vi pasar a mi lado fue a una joven que abofeteaba con tanta fuerza a un hombre que su cabeza fue a dar contra el cristal con un gran batacazo. Todo ocurrió en segundos. Una imagen tras otra, un mural viviente de humanidad. Cuando el tren se detuvo del todo, la gente se lanzó al andén en una cacofonía de gritos, gestos y colores. En cuestión de un instante, me vi arrastrada por al menos mil personas. Unos trabajadores con una banda de la Cruz Roja al brazo que hablaban a gritos en diferentes idiomas trataban de organizarlos, de poner algún orden en todo ese caos, pero era imposible. Esa gente había pasado por meses de guerra, rezando por una salida y por la oportunidad de vivir otro día. Luego los habían apiñado en un tren sin darles más que hacer que pensar en todo lo que habían perdido, lo que habían dejado atrás y lo que harían ahora que estaban tan lejos de lo que nunca volvería a ser su hogar. Lo busqué entre todas las caras, las cabezas y los bultos..., pero era demasiado; me costaría mucho distinguir a un solo hombre en medio de aquella explosión de gente. El pánico se estaba adueñando de mí y empecé a empujar con más fuerza. No hubo suerte. Había tantos ojos, sonrisas, brazos, palabras, bultos, críos... Y cuanto más empujaba yo, más empujones recibía. La algarabía reinante me llenaba de miedo. A lo mejor, si me volvía hacia la puerta me lo encontraría allí. Me conocía y sabría que vendría a recogerlo. Pero, ¿cómo nos encontraríamos? Me giré y deshice el camino a empujones. En la salida, me puse de puntillas para buscarlo entre un gentío que no parecía menguar nunca, y que estaba en su mayor parte formado por gente perdida, asustada y completamente sola. Dios, se me rompió el corazón. Finalmente, al cabo de lo que se me antojaron tres vidas, las cosas se calmaron y solo quedaron pequeños grupos sobre el andén, la mayoría de ellos sentados en total desamparo sobre sus bolsas, hablando entre ellos o con los miembros de la Cruz Roja. Pero no había ni rastro de Leland. ¿Habría perdido el tren? ¿Le habría pasado algo antes de salir de Sarajevo? Pero entonces... Oh, Dios, oh, Dios, allí, al principio del tren, caminando lentamente con su gran bolsa roja al hombro y saludándome con la mano... Oh, Rose, cómo corrí. Se me cayó el bolso y todo lo que llevaba dentro se desparramó por el suelo. Me agaché y lo recogí como pude, mirando al frente cada dos por tres para asegurarme de que seguía allí. Terminé, cerré el bolso y traté de seguir corriendo. Entonces, se me torció la pierna izquierda y me tambaleé, pero logré enderezarme. Ya estaba más cerca, y estaba sonriendo. ¡Me sonreía a mí! ¡A mí! A unos metros, soltó la bolsa y, extendiendo los brazos hacia delante, pronunció mi nombre con tal fuerza que se adueñó de la estación: Arrrrlennn. Todo el mundo miró y empezó a sonreír. Un chiquillo lo imitó y sus voces sonaron juntas durante un par de segundos. Para mí fue el sonido más maravilloso del mundo. Cuando se paró, yo le estaba abrazando con todas mis fuerzas. Nos quedamos así un rato largo. Luego me dijo: «Quiero ir a Italia. Quiero ir contigo. ¿Me acompañarás?» Wyatt y Arlen Miré a Wyatt y, por un instante, lo vi como Finky Linky el hombre vibrante y divertido que había hecho reír y pensar a un millón de niños. En ese momento, no había cosa que me apeteciera más que verlo de nuevo convertido en Finky Linky, siempre tan lleno de magia y soluciones, capaz de salvarnos con un mero gesto de la mano. Sus ojos se encontraron con los míos, pero los desvió rápidamente, como si fuese culpable de algún crimen. Solo era un hombre, un hombre enfermo que había venido a mi casa porque estaba tan asustado y confundido por lo que había pasado como yo. Suspiré y esbocé la sonrisa más grande que pude. Antes de que empezara la conversación, pondría las cosas sobre la mesa. Quería mirarlas mientras hablaba para recordarlo todo. La correa de perro de cuero marrón, la gorra de béisbol azul y, por supuesto, la foto. ¿Qué historia sería la mía sin todo eso? Lo llevé todo a la mesa, pero lo puse boca abajo para que no pudiera verlo hasta estar preparado. —Wyatt, ¿te acuerdas de la primera vez que te vi en el Hilton? ¿El día que llegaste a Viena con tu amiga? —Sí, fue toda una sorpresa encontrarme contigo. —Fue el momento más feliz de mi vida. Olvídate de la carrera, la fama y todo lo demás. Eso era lo que importaba. Desde entonces, le he dado muchas vueltas y, a pesar de todo lo que ha pasado, estoy convencida de que eso fue lo mejor. Mi corazón estaba lleno de alegría en estado puro. Jamás había estado en un sitio donde deseara más estar. Con un hombre impresionante y maravilloso. Creía en él y en todo lo que era posible entre nosotros, a pesar de que su enfermedad nos rodeaba como un nubarrón radiactivo. ¡Pero aun así...! Íbamos a Italia porque él quería ir conmigo. Al fin. Cuando te vi, no me sorprendí en absoluto. Sencillamente era otro gran acontecimiento. Eh, ahí está Wyatt Leonard, ¿no es maravilloso? ¿Sabes qué más? ¿Sabes cuando estás teniendo una buena racha y no puedes evitar preguntarte cuándo acabará? ¿Cuándo volverá lo malo? Eso no me ocurrió. Durante cosa de dos semanas, me sentí absolutamente plena y satisfecha. No quería nada más de la vida. No pensaba si me merecía lo que estaba pasando o si terminaría alguna vez, ni siquiera si me estaba pasando realmente a mí. Simplemente era... Y me dejé llevar, dándole las gracias a Dios una veintena de veces al día. —¿Dios? —Wyatt resopló y dijo la palabra con picardía. Miré a mi amigo a los ojos. —Sí. Después de lo que ha pasado quieres que diga que Dios no existe, pero no lo haré. No comprendo nada, pero creo que si hay una cosa, forzosamente debe existir la otra. —Strayhorn dice que solo hay vida y muerte. —Pero Phil no es una fuente muy fiable que digamos, ¿no crees? —Traté de decirlo con la voz tranquila, pero se me quebró al final de la frase. —Cuéntamelo todo, Arlen. Quiero oírlo todo. Debo hacerlo. —Lo sé, ya estoy llegando. Pero tengo que contarlo a mi manera, o me confundiré. Bueno, te vimos en el hotel y luego cogimos el autobús del aeropuerto. Leland no quiso que fuéramos en coche porque no sabía cuándo volveríamos, y dejarlo aparcado allí podría costar una fortuna. ¡Menudo escalofrío me recorrió la columna vertebral cuando oí eso! No sabía cuándo volveríamos. Todo estaba en el aire para que lo cogiéramos. Ninguno de los dos teníamos planes más allá del otro y todo lo demás había quedado apartado. Todo el mundo habla de coger las cosas y marcharse sin más, pero nadie lo hace. Demasiado peligroso, muy arriesgado. ¡Pero al infierno con el peligro! Íbamos a intentarlo, así que no lleves el coche al aeropuerto porque no sabemos cuándo volveremos. Momentos como ese son los que te dan ganas de echar los brazos al aire y ponerte a gritar. Y durante esos días fueron muchos los momentos en los que rocé la intensidad de algo, o en los que me paralizó un escalofrío de emoción y expectativa. »Las cosas que decía Leland y su forma de ver la vida se hicieron más interesantes a medida que pasábamos más tiempo juntos. Sabía muchas cosas y yo siempre tenía ganas de escuchar sus opiniones. Durante el vuelo a Italia, hablamos de política y amor, comida y viajes. Cuanto más hablábamos, más rica y plena me sentía, pasase lo que pasase. Sabía tantas cosas y podía expresarlas tan bien... Era capaz de dar siempre un nuevo énfasis a los asuntos, de tal forma que la cabeza te vibraba y te hacía sentir mareada a la vez. »Otra cosa era su increíble capacidad para escuchar todo lo que yo tenía que decir. ¿Sabes lo halagador que es que alguien saque a colación algo trivial que has dicho cuatro días atrás y de lo que te has olvidado? ¡Se acordaba de todo! Y su forma de escuchar... »En el avión había una azafata muy guapa que obviamente estaba interesada por él, pero ni siquiera se permitió un gesto hacia ella. La chica siguió parpadeando con sus enormes ojos para conseguir que la mirara, pero fue divertido, porque Leland la ignoraba constantemente, siempre pendiente de mí. —Bueno, tú también eres famosa en medio mundo por ser una mujer atractiva, Arlen. —Claro, pero esto era diferente. No estaba prestando atención porque quisiera seducirme. Sabía que lo tendría si lo quería. Le interesaba lo que yo tenía que decir. Quería escucharme. ¡Eso es algo distinto y otro pedazo de halago! En fin, ¿no es eso a lo que se reduce luego el amor? Quiero escucharte; me importa lo que tienes que decir. Eso es lo que yo creo. Una vez incluso me eché a reír al ver cómo estábamos con las cabezas juntas, charloteando como dos críos que compartieran sus secretos. ¿Y quién mejor para escuchar a un crío que su colega? »Florencia fue maravillosa, pero la verdad es que no me importaba mucho dónde estuviéramos. Nos fuimos de excursión y comimos en restaurantes de los que Leland había oído hablar. Pero lo que más recuerdo de esos días son los paseos y el calor. Hacía tanto calor que paseábamos un rato y nos desplomábamos en la terraza de un café para tomarnos unas cocacolas heladas. Nunca me ha gustado la Coca-Cola. Normalmente te la traían en vaso, pero si tenías suerte te ponían la botella y el vaso. De esa forma, antes de verterla en el vaso, podías pasarte la botella helada por la frente o el brazo. Era tan refrescante como la propia bebida. Paseos, conversación y Coca-Cola fría. »Un día, cogimos un autobús para ir a Siena. Estaba nublado y hacía menos calor. Por la tarde empezó a llover. Subimos hasta la cima de la torre del siglo XVI que hay en medio de la increíble plaza y allí nos encontramos solos. Leland me habló de las famosas carreras de caballos que se celebran allí todos los veranos; el Palio; los diferentes distritos en los que se divide Siena y que el nombre de cada uno proviene de la carrera: Águila, Jirafa, Oruga, Ganso. —¿Te tocó en algún momento? —Nunca. Ni siquiera me cogía de la mano a menos que lo hiciera yo. Desde que me dijo que estaba enfermo, se mostró muy cauteloso en cuanto al contacto físico. Ésa era la parte extraña: había mucha pasión e intensidad entre los dos, pero muy poco contacto físico. Era como si estuviésemos desnudos y ansiosos por tocarnos, pero separados por una cristal muy grueso. Era tan frustrante como delicioso. Me sentía como una adolescente virgen con el primer amor y deseando hacerlo, pero como si el novio me respetara y pensara que debería llegar virgen al matrimonio. Así era por su parte; yo me moría por el contacto. —¿Te habrías acostado con él? ¿Con un seropositivo? —No lo sé, sinceramente. Suicidio puro, ¿eh? Pensé que, si ocurría, deberíamos protegernos con doble capa de preservativos y espermicida... máxima seguridad, pero ¿a quién estaba engañando? Era una locura, y al cabo de un tiempo yo también enloquecí por él. Quién sabe. —¿Tanto lo querías? —A veces lo miraba y me quedaba sin respiración. A veces pensaba que me iba a explotar el corazón. »Después de Italia, volamos hasta Londres, porque quería enseñarme las cosas que le encantaban de la ciudad. Fue maravilloso. Más felicidad, más días entrañables juntos. »Durante nuestra estancia solo nos pasó algo curioso, que tampoco fue para tanto, así que lo ignoré. Me encantan las rosas y de alguna manera el tema salió en una de nuestras conversaciones. Un día, nos separamos para hacer unos recados. Cuando volví a su piso, él no estaba, pero en la mesa de la cocina había un ramo gigante de rosas blancas y amarillas. Tenía una nota manuscrita: Creo que no solo somos un lugar secreto, sino uno igualmente peligroso. Es un mundo tan bello, tan puro, que, ahora que estamos dentro, tenemos dos problemas. Primero, ¿cómo podemos aguantar tanta belleza y seguir vivos? Y segundo, ¿cómo podremos salir de este y seguir viviendo en el mundo normal? »En cualquier otra circunstancia, un ramo y una nota me hubiesen hecho flotar hasta la luna. Pero esta vez dejé la nota donde estaba y no supe si enfadarme o sentir compasión por ese pobre hombre. Miré las exuberantes flores y, al cabo de un instante, fui a la habitación en busca de la prueba que sabía que se encontraba allí. »Como esperaba, su vida en Londres era muy humilde, salvo por los libros y la música. Todo el piso estaba forrado de estanterías que iban del suelo al techo, repletas de las colecciones literarias, de discos y de CD más grandes del mundo. Eran de magnífica madera de roble color miel, pues el piso tenía a veces un diseño extraño y las estanterías estaban hechas a medida para aprovechar todos los rincones disponibles. Y así debía ser, porque cada una de ellas estaba a rebosar. Tampoco había un orden concreto, lo cual me sorprendió, pues los locos de los libros y los discos se suelen perder por el orden. Sin embargo, la colección de Leland estaba por doquier. Libros, discos y CD se juntaban en un confuso desorden, y como tenía tantos (miles de cada), encontrar uno en concreto hubiese llevado un buen rato. Cuando le pregunté al respecto, me dijo que casi nunca quería escuchar o leer algo específico. Ojeaba su colección en función del humor de cada momento, y le encantaba merodear por sus estanterías y descubrir lo que había allí. Se rió ahogadamente y dijo que a veces compraba algo, lo llevaba a casa, lo dejaba en una estantería y se olvidaba de ello. Luego, días o incluso semanas después, lo redescubría con renovado deleite. Tenía sentido. Se pasaba la vida yendo de una situación mortalmente peligrosa a otra. Una vez en casa, ¿por qué no relajarse de forma espontánea? Había conocido tantos alborotos... Al menos allí el alboroto era agradable. »Lo que sí sabía era lo que yo estaba buscando y dónde estaba. Unos días antes había estado echando una ojeada a los libros y me había encontrado con una novela llamada Minotauro, de Benjamín Tammuz, un escritor del que nunca había oído hablar. Era corta, y como estaba esperando que Leland volviese a casa, me senté y me la leí de un tirón. Me gustó mucho, pero, sobre todo, un pasaje memorable en particular: justo el que había leído en la nota que acompañaba a las flores. Después de recibir tantas postales suyas desde Yugoslavia, me había acostumbrado a que me citase cosas de lo que estaba leyendo. Pero siempre ponía el nombre de la obra y el autor al final, por si me gustaba y quería leer el libro entero. Di por sentado que cualquier otra cosa en esas notas sería fruto de los propios pensamientos de Leland, lo cual me encantaba porque casi siempre eran mejores que las citas. »Recordé dónde estaba el libro de Tammuz y lo cogí de la estantería. Pasando las hojas, encontré el pasaje. Con la excepción de unas cuantas palabras, era idéntico a la nota. Volví a poner el libro en su sitio y fui a la cocina para cortar los tallos de las flores y ponerlas en un jarrón más grande. Luego, seguí intentando desterrar el pensamiento, pero no fui capaz. Cuando llegó, unas horas después, lo primero que dije era cuánto me gustaban las flores y su cita. Me dijo que se alegraba. Eso fue todo. Hizo que algo chirriara en mi interior. ¿Y si todo lo que me había escrito era de otra persona? ¿Y si ninguno de esos sagaces, emocionantes y divertidos fragmentos, pensamientos y observaciones no fuesen suyos? La mera posibilidad me hizo sentir lástima por él y luego vergüenza por preguntar. Pero lo hice, y ya estaba hecho. Recuerdo que me quedé mirando uno de los estantes, como si tuviese la culpa, como si contuviese al auténtico culpable. También estoy segura de que mi rostro reflejaba el sonrojo de quien es pillado mirando por una cerradura o registrando los cajones de otra persona. —¡Arlen! ¿Por qué ibas a sentirte culpable? Él era el culpable. Te estaba mintiendo. —Eso es mucho decir. Venga, Wyatt, ya conoces las reglas; el que diga «te quiero» primero, pierde. Era un mal de ojo doble: le dije primero que lo quería y también fui la primera en descubrir que mentía de una forma patética. Me sentí culpable y dolida, pero no estaba segura de tener ninguna razón para sentirme de ninguna de esas maneras. Era muy extraño. »En fin, quizá debido a eso, empecé a sentir ganas de volver a Viena y se lo sugerí tranquilamente. Él podía hacer lo que quisiera: venir conmigo o quedarse en Londres y venir más tarde. Al parecer, le gustó la sugerencia, y al día siguiente cogimos un avión de vuelta. Ninguno de los dos sabíamos cómo funcionarían las cosas ni lo que íbamos a hacer exactamente, pero estaba segura de que nuestra felicidad por estar juntos nos ayudaría a capear los problemas. Él estaba de acuerdo. Lo haríamos un día, en su momento, y al menor síntoma de cualquier cosa, lo afrontaríamos como es debido. »Nunca me lo había pasado tan bien con un hombre. Cocinábamos juntos, dábamos paseos, veíamos la tele y me contó todo lo que quería saber sobre él. Hablamos del instituto, de antiguos amores y de lo que sentíamos por nuestros padres. Me dijo que cuando maduramos lo suficiente para perdonarles lo que hicieran en nuestra juventud, fuera lo que fuese, teníamos que acostumbrarnos a sentir lástima por ellos. Pensé que era un comentario extraño, y entonces la pregunta surcó mi mente a toda velocidad: ¿era un pensamiento propio o el de alguien que había leído? No dije nada, pero más tarde me pesó en la cabeza como un boomerang de hierro. »Todas las mañanas seguíamos la misma rutina. Él se levantaba primero y me despertaba. Luego sacaba a Minnie de paseo por los viñedos mientras yo preparaba el desayuno. Siempre quería lo mismo: huevos con beicon. Y solo porque era lo primero que había cocinado para él. »Casi siempre regresaban azorados porque acababan de tener una aventura, como ver un ciervo pastando o que Minnie se escapara colina arriba y que Leland tuviese que salir corriendo tras ella. A él nunca pareció importarle. Se adoraban y, siempre que él se sentaba en el sofá, ella se subía encima para reposar en su regazo. Era muy dulce con ella y, a veces, cuando yo estaba fuera de la habitación, le oía hablar con ella como si fuera un ser humano. Era otra de las cosas que me gustaban de él: como saber que disfrutaba de la perra tanto como yo y que no la veía como ningún tipo de imposición. »Y luego ella... murió. —Se me hizo un nudo en la garganta y tuve que levantarme. El pecho me dio un vuelco y empecé a llorar—. Simplemente se murió. Wyatt se incorporó y me abrazó. Es un hombre muy bueno, pero no había abrazo que pudiera consolarme. Solo podía pensar en mi perra, en lo cariñosa y buena amiga que había sido. Cómo me traía su hueso de juguete a los pies y me decía con sus ojos felices: «¡Vamos a jugar! ¡Lánzalo!». O cuando estaba durmiendo en el sofá y, cambiando de postura ligeramente, se cayó al suelo sin siquiera darse cuenta. La tranquilidad con la que se comía su comida y que no le gustaba que nadie la mirara mientras hacía sus cosas. Qué dulce y cariñosa era. —Esa soleada mañana entró tambaleándose por la puerta con la boca ensangrentada. Se desplomó y tuvo una última convulsión. Todo fue muy rápido. »Mientras Leland entraba gritando su nombre, se estremeció unas cuantas veces y luego se quedó quieta. Leland dijo que había estado husmeando algo y que, luego, se lo metió en la boca y empezó a comérselo. Al verlo, fue hacia ella para quitárselo, pero se le escapó y se vino corriendo a casa, encantada con su travesura. »Veneno. Carne envenenada. El veterinario de Klosterneuburg, el mismo hombre que le había puesto las inyecciones antirrábicas y me había dicho qué darle de comer, se quitó los guantes de goma y los tiró sobre la mesa, asqueado. A veces ocurría. A veces, alguien que odiaba a los animales dejaba un buen trozo de comida envenenada donde sabía que alguien la encontraría. »Estaba destrozada. Pero incluso en los momentos más tristes y oscuros, di gracias a Dios por contar con Leland. Se lo echó todo a la espalda y me dio el tiempo y el espacio necesarios para mi luto. Aunque estaba allí, la mayor parte del tiempo permanecía invisible. Pero de alguna manera también respondía cuando lo necesitaba en la habitación conmigo. Lo único que tenía en mi interior era dolor, así que él se encargó de suministrar el resto: amor, fuerza y solidez, cosas yo necesitaba mucho. ¿Qué debe de sentirse al perder un hijo? ¿Cómo, desde su propio miedo y la fragilidad de su salud, encontraba la fuerza y la bondad para mantenerme a flote? ¿De verdad hay gente tan maravillosa en el mundo? Aquí había uno. Él era la prueba. »Pensé que antes lo amaba, Wyatt, pero, después de lo de Minnie y de la salvación que me había brindado, cualquier cosa que hubiese sentido con anterioridad no era nada en comparación con aquello. ¿Sabes lo que es un sochet? —¿Un qué? —Un sochet. Es un carnicero kosher. Ya sabes, los judíos hacen la matanza a su manera. Todo el proceso se realiza sin que el animal sufra daño alguno. Usan un cuchillo llamado chalef, que significa «afilado, pero sin muescas». Otra forma de traducirlo es «lo que de vida en muerte se transforma». —¿De qué estás hablando, Arlen? Podía ver la preocupación en sus ojos, como si temiera que se hubiese perdido la cordura. —Son palabras importantes, y tendrán un importante significado cuando haya terminado de contarte la historia. Sochet y chalef. —Sochet y chalef. Vale. —¿Conoces el dicho «nunca te sientas cómodo hasta que oigas caer el otro zapato»? Aún me estaba resintiendo por la pérdida de Minnie cuando, unas mañanas más tarde, Leland vino con el correo. Había un gran sobre color sepia de mi tío Len, de West Lafayette; era el hermano de mi madre, y hacía años que no sabía nada de él. En el interior había un denso libro de tapas de cuero en cuya tapa se veía la palabra «Diario» en letras doradas. También había una nota de Len en la que decía que pertenecía a mamá. Papá se lo había mandado años atrás, justo después de la muerte de mi madre. Dijo que se estaba recuperando y que creía que jamás lo leería, porque pensaba que no era de su incumbencia. Creía que yo debía tenerlo. —¿Por qué no se lo quedó tu padre? —Porque mamá y su hermano se tenían mucho afecto, y papá pensó que era la única posesión preciada de ella que podía darle. Len era un hombre tímido y cuando dijo que no lo había leído lo creí. Pero yo sí lo hice, y sufrí otra muerte..., la mía. ¿Te apetece un café? Me dispuse a levantarme, pero Wyatt hizo que me sentara de nuevo. —Vamos, Arlen, no me vas a dejar así después de lo que me has dicho. ¿De qué estás hablando? Olvídate del café. —Bien, mi madre y yo éramos muy amigas. Murió cuando yo no era más que una adolescente y fue uno de los peores traumas de mi vida. Nunca me recuperé. Aún me quedaban tantas cosas que decirle y hacer con ella... Y un día, sin más, se había ido. Yo ni siquiera estuve allí. Estaba en la escuela. La quería y confiaba en ella más que en nadie porque, por encima de todo, era mi amiga. Las chicas. Así era como nos llamaba papá: las chicas. Siempre estábamos juntas, y creo que a veces sentía celos. Pero ella murió justo cuando yo estaba convirtiéndome en una mujer. Ya sabes cómo son esos años de adolescencia; te pasan tantas cosas nuevas y no sabes cómo encajarlas. El sexo, encontrarse a uno mismo, lo que quieres hacer en la vida... Todas esas cosas que en ese momento te parecen capitales. De repente, mi único faro en la vida había muerto, ¿y a quién me podía dirigir? Estaba claro que a mi padre no, que era un buen hombre pero demasiado estricto y estaba completamente ciego respecto a lo que era yo. Mi amiga Rose se convirtió en una buena sustituta con el tiempo, pero durante unos años estuve sola tras la muerte de mamá, y no te quepa la menor duda de que hice un montón de cosas equivocadas. »Me estoy desviando. Pensaba que teníamos la relación íntima que toda madre e hija pueden tener. Al menos eso me confortaba cuando pensaba en lo joven que había muerto: al menos nos apreciábamos y nos queríamos mutuamente cuando estaba viva. Fue mi mayor apoyo y siempre creyó en mí, pasase lo que pasase. A cambio, sabía que yo le decía todo y era completamente honesta con ella. Era una buena relación, Wyatt. No conozco a muchos niños que se lleven así de bien con sus padres. Cuando todavía era famosa, un entrevistador me preguntó qué desearía si se me concediera un deseo y si cambiaría mi carrera por ello. Dije que sí sin titubear, porque mi único deseo era devolver la vida a mi madre. Eso valdría diez carreras como la mía. »Así que te puedes imaginar qué maravilloso e inesperado tesoro era tener su diario entre las manos. Era como si esa gran mujer volviera a la vida. Ahora podía oír, a pesar de los años perdidos, lo que tenía que decir sobre las cosas que sabíamos y compartíamos. Tener el diario era algo maravilloso, un verdadero regalo de Dios. Y el hecho de que llegara tan poco tiempo después de la muerte de Minnie aligeró una tonelada del peso que soportaba mi alma. Lo leí a bocados cortos, saboreando cada porción, una página al día, para así alargarlo todo el tiempo que me fuera posible. »La primera anotación que leí fue: "Lo mejor del otoño es que Arlen va a la escuela y no tengo que estar pendiente de ella durante un rato". —¿Qué? —Wyatt parecía tan sorprendido como yo cuando leí esas palabras por primera vez. —Ésa era la primera anotación. Casi no me molestó. Pensé que debía de estar deprimida o algo así, y en realidad no pretendía decir eso. Puedo recordar momentos en los que me ponía de los nervios. ¿Y qué? »Pero esto era diferente y sí que lo pretendía, ¡claro! Porque había otros apartados, demasiados, en los que decía lo mismo. Los he memorizado. Como: "Mi hija me sigue contando cosas de su vida que no me interesan y eso hace que la aprecie incluso menos". O: "Cuántas veces habré escrito aquí que daría lo que fuese por abandonar a mi marido y a mi hija, desaparecer y empezar desde cero. Tener una segunda oportunidad de intentar forjar una vida que tenga algún significado". —¡Oh, Arlen! Pobrecilla. ¿Qué hiciste? —Lloré. Al contemplar las paredes sentí que toda mi historia se me escapaba entre los dedos. Entonces me obligué a leer más con la esperanza de hallar alguna luz, un cambio en sus sentimientos, pero siempre, siempre, era lo mismo. Ni un titubeo, ni un cambio. Me leí todo el libro en hora y media. Aquellos años, todos esos años en los que yo estuve convencida de que éramos íntimas, pero, página tras página de esa dulce caligrafía que tan bien recordaba... Siempre decía lo mismo: detestaba su propia vida. Creía que mi padre y yo éramos unos palurdos egoístas y hubiese dado cualquier cosa por huir de nosotros. Los únicos momentos en los que hallaba alguna paz era cuando me iba a la escuela. »Y entonces se murió. Fue horrible. —¿Se lo dijiste a Leland? —Sí. Se portó muy bien. Me dijo que lo viese todo con perspectiva. Me dijo lo orgullosa que se sentiría si me hubiese conocido ahora. Lo contenta que se habría puesto tras comprobar lo equivocada que había estado con su hija. Cosas encantadoras, pero de poca utilidad. Y el que hubiese pasado tan poco tiempo después de la muerte de Minnie... —Cerré los ojos con fuerza—. ¿Cómo pueden hacernos daño estas cosas después de tantos años y tantos cambios? —Porque los recuerdos las mantienen presentes. Ése es el problema con los recuerdos: cuentan el ecuador de su existencia por milenios, nos guste o no. —Tienes razón. Pero, ¿te das cuenta de cómo se hundía todo? La enfermedad de Leland, el diario de mi madre, la muerte de la perra... ¿Dónde estaba la otra cara de la moneda, maldita sea? ¿Dónde estaban las cosas que podrían haber equilibrado todos esos horrores? Debería haber sido el amor hacia Leland, pero él era una bomba de relojería, una bomba al otro lado de una pantalla de denso cristal. Sentí como si todo lo que conocía o amaba estuviese muerto o a punto de estallar. Era una puta pesadilla. »Eso hizo que lo amara aún más. Pensé que, bueno, puede que nos quede poco tiempo juntos, pero es todo lo que tengo y lo mejor que nunca he tenido. Creció en mi interior hasta que casi no pude soportarlo. —¿Cómo se lo tomó? —Maravillosamente bien. Seguí pensando, preguntándome cómo me podía aguantar ahora. ¿Cómo podía tener ganas de estar con alguien que es todo dolor y no tiene nada que dar? »Pero era así, y llegó un momento en el que supe que, si moría, me suicidaría. No había otra posibilidad. —Dije aquello con toda la calma del mundo, pues la auténtica verdad, por mucho que duela, siempre es tranquila—. El último golpe, el KO técnico, llegó con una llamada telefónica. ¿Conoces a mi amiga Rose Cazalet? Aparte de Leland, es mi única amiga de verdad. Nos conocíamos desde hacía más de veinte años. Su marido era mi agente; soy la madrina de su hijo. Somos como hermanas. Hace años, la violó y la apaleó un tipo con el que salía. En realidad le pasó dos veces, pero la segunda se salvó clavando un tacón en el ojo del tipo. Wyatt se echó las manos a la cara. —Gracias a Dios que lo hizo, porque estaba segura de que iba a matarla. Él fue a prisión, pero ya te puedes imaginar lo que tardó ella en recuperarse. »La misma semana de lo de la perra y el diario, su marido me llamó. Me dijo que el tipo había salido de la cárcel, había averiguado dónde vivía Rose y había ido a por ella... —¡Para! ¡Ya es suficiente! ¡Venga! ¿En una semana? No es posible. —El mundo está lleno de gente que sufre todos los días de su vida. —Lo dije con tanta rabia que me sorprendí a mí misma. Wyatt se me quedó mirando y los dos nos quedamos en silencio. Suspiró y meneó la cabeza y empezó a frotarse las manos nerviosamente sobre las piernas, como si de repente le hubiese entrado frío. —Lo sé, tienes razón. ¿Qué le pasó a Rose? —Le partió el cráneo y le rompió un brazo. Se quedó inconsciente y el tipo debió de pensar que la había matado porque salió corriendo. —Ella... ¿se recuperará? —Se encuentra estable, aunque en el hospital. Le cuesta recordar cosas. Los médicos piensan que pasará algún tiempo antes de que se recupere del todo. —¿Y qué pasó con el tipo? —Sigue suelto. Roland me llamó justo después de que ocurriera, y a punto estuve de coger el primer avión, pero me dijo que por el momento no lo hiciera. Eso podría excitarla, y no era conveniente. Desde entonces he llamado a diario y Roland dice que mejora poco a poco. »Estaba conmocionada. Una semana. Todo a la vez en una semana. Lo único que me mantenía cuerda era Leland. Estaba horrorizada, verdaderamente horrorizada, hasta los huesos. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Qué podría pasar a continuación? ¿Y sabes qué? En casos así empiezas a imaginarte cosas que te asustan tanto como la realidad. Ahora quizá pase esto, o esto otro... Enfermas de preocupación, pensando en lo poco que te queda. No le dejaba ir a ninguna parte sin mí. Estaba convencida de que le pasaría algo malo. »La noche antes de que llamaras, le pedí que me hiciera el amor. Ya no me importaba nada. Nada. Solo quería estar con él. Él significaba seguridad, lo único bueno que me quedaba. Incluso antes de conocerle, todo se me estaba escurriendo entre las manos, solo que de forma más furtiva, como el pulso que va abandonando un cuerpo muerto. Todo el cuerpo estaba muerto, a excepción de esa solitaria luz que me mantenía ligada a la vida. Y eso era todo lo que quería; esa luz en mi interior durante un momento para asegurarme de que aún quedaba bondad en el mundo. ¿Qué más quedaba? ¿A qué más debía aferrarme para saber que seguir con vida era algo más que una... mierda? —Suspiré y me puse un cojín sobre el regazo —. Hablamos de ello durante horas. Al principio, ni siquiera me escuchaba cuando sacaba el tema a colación, pero insistí. Tendría que escucharme, tendría que hacerlo. Si le preocupaba un mínimo, debía tocarme. Era la primera vez que discutíamos por algo, pero no me importaba. Los dos lloramos, salimos de la habitación dando un portazo y regresamos. Llegó un momento en el que accedió, pero luego se palmeó la cabeza y dijo que era una locura. »Era más que una locura, era un asesinato, y en absoluto necesario, porque había prometido quedarse conmigo. Le dije que eso no me bastaba. Al final, nos quedamos sin argumentos y nos dormimos. —¿Juntos? —No. Dijo que tenía que pensar, y que el mero hecho de estar en la misma cama que yo no haría sino confundir más las cosas. Yo estaba demasiado vacía para seguir discutiendo. De hecho, estaba tan cansada que me puse este cojín bajo la cabeza y me estiré aquí mismo. Él durmió en el suelo, cerca de mí. Lo siguiente que recuerdo es que el teléfono se puso a sonar y eras tú. Ya era por la mañana. —El mejor momento para llamar, ¿eh? —Así es. Me alegré de que lo hicieras, me encantó oír tu voz. Hacerlo me recordó que hay más cosas buenas en el mundo: Wyatt Leonard, el programa de Finky Linky los niños, la vida. En serio, me alegré mucho de hablar contigo. Y me alegré aún más cuando me propusiste cenar juntos. En cuanto lo hiciste, supe que era lo mejor para nosotros; me daría un baño, me maquillaría un poco y los dos cenaríamos contigo. —¿Qué dijo Leland? —Oh, pareció alegrarse mucho. Y cuando te vimos en el restaurante, se me fueron todos los fantasmas. Me lo pasé muy bien. —Sonaba tan pobre; «lo pasé muy bien»—. Así que cenamos agradablemente contigo y me sentí mucho mejor. No dije nada a Leland sobre acostarme con él, pero el asunto seguía en el aire cuando nos despedimos de ti. »Cuando llegamos a la entrada de la casa, puso sus manos sobre mis hombros, me miró a los ojos y dijo: "Está bien". Solo eso. Yo cerré los ojos y dije: "Gracias a Dios. Gracias a Dios". »Me fui directa al dormitorio para prepararme. Tenía un camisón que quería ponerme para él. Había recorrido media habitación cuando miré a la cama y me di cuenta de que alguien había vuelto a hacerla con sábanas rojas y amarillas que nunca había visto antes. Tenían dibujos de rosas, exactamente las mismas que me había regalado. Estaba claro que se había decidido bastante antes y había ido a la tienda para comprarlas sin que yo me diera cuenta. »Sobre mi almohada, envuelta en esa funda tan hermosa, había un sobre grande. Lo reconocí como uno de los que usaba para guardar las fotografías. Estaba tan emocionada con lo de las sábanas y excitada sobre lo que pasaría a continuación, que tuve tentaciones de apartar el sobre y ponerme en marcha. Pero sabía que, por alguna razón, quería que viese el contenido antes de empezar, así que me senté y me lo puse sobre las piernas. Entonces vino a la habitación y le agradecí lo de las sábanas. Le di las gracias por ser mi amigo y por lo que fuera que contuviese el sobre. »Puso su mano en su cintura y se inclinó profundamente. Fue un gesto maravilloso... Tonto, mono y un poco tímido. Le recompensé con unos cuantos aplausos y abrí la solapa. »Grité: "¿Qué?". ¿Qué era eso? ¿Por qué me lo estaba enseñando ahora? ¿Por qué razón? Al principio no me reconocí a mí misma. Era una cosa encogida, enferma y a la que se le había caído el pelo, echada hacia delante como si buscara aliento. Tenía los ojos tan hundidos en las cuencas que apenas parecían lo que eran. Le pregunté con vehemencia que qué era eso, qué demonios era... ¿Fotos de la guerra? ¿Por qué ahora, por el amor de Dios, por qué me las enseñaba ahora? »Sin saber lo que hacía, dejé que la foto se deslizara de mi mano, pero había otra, y era peor, porque entonces reconocí de quién se trataba. A pesar del horror que me atenazaba, miré. Luego, tiré todas las fotos al suelo y rodé por la cama para apartarme de ellas, para apartarme de él. »Era evidente que la foto era mía, esa monstruosidad tumbada en la cama con su precioso camisón que pensaba ponerme para él esa noche. Y estaba muerta. Encogida, enferma y vacua de todo lo que había sido humano en ella. Yo. Era yo. El camisón, mi cama, y lo suficiente de mi cara para probar que era yo. Sí. Sí. Yo. Nadie más podría haberlo sabido al mirar, pero yo sí. En ese momento, Wyatt bajó la cabeza. Me incliné sobre él y puse mis brazos sobre su espalda. Olí su colonia y sentí la tensión de sus músculos. Mis palabras salieron casi en un suspiro. —Leland dio un paso y las recogió del suelo. No me prestó atención mientras lo hacía. Debía de haber diez. Sostuvo una en particular y dijo: «Creo que esta es buena. Muestra las deliciosas arrugas de tu piel. Al National Enquirer le encantaría." ¡Diosa del sexo muere de sida! Fotos en exclusiva en páginas interiores." »Cuando terminó de ojearlas y admirar su propia obra, volvió a dejarlas en el suelo y se sentó en el borde de la cama. "Ése habría sido tu aspecto, Arlen, échale unos cuantos meses. Oye, ¿te acuerdas de lo que decía tu poeta favorito, Charles Simic?: 'La muerte tiene un pene que siempre está erecto'. Le he robado muchas citas, y tú que pensabas que eran geniales... Pobre estúpida". Se tumbó de espaldas sobre la cama y bostezó. Yo ni siquiera me moví. "Pero, a decir verdad, Arlen, la idea de follarte y permanecer aquí más tiempo me aburre. Tú me aburres. Llama a tu amigo Wyatt si tienes alguna pregunta. Él sabe quién soy". Se levantó y, lo último que dijo antes de salir fue: "Si alguna vez quieres matar a un perro, usa estricnina, es mucho más vivido". Wyatt lanzó unos gemidos y se estiró. —Cuando entré en el restaurante y vi quién te acompañaba, casi me muero. —Me miró y se rió, una risa genuina y profunda—. Tenía muchas ganas de conocerlo. El hombre que había robado el corazón de Arlen Ford. Lo recordaba de ese encuentro, pero todo fue tan rápido que apenas lograba reproducir mentalmente su aspecto. Pero esta vez, en la mesa, vi que estabas con Strayhorn. —¿Era Phil? ¿Viste automáticamente a Phil conmigo? —Sí, y cuando me lo presentaste como Leland, me miró y sonrió burlonamente, como si fuésemos los cómplices de una broma pesada. Supongo que siempre vemos la persona con la que soñamos. —¡Pero yo no tenía sueños como tú y los demás! Wyatt meneó la cabeza, como si me estuviese saltando algo. —Lo sé. Es peor para ti porque ha estado aquí, en la vida real, contigo todo el tiempo. —Entonces a ti te mata con una enfermedad y a mí destruyendo todo lo que he amado y en lo que siempre he creído. Una vez bromeó diciendo que siempre estaba limpiando. Dijo que parecía estar constantemente esperando visita. Pero nunca había sido ordenada antes de mudarme a Austria. Lo único que quería era poner orden en las pocas cosas que tenía alrededor. Para variar. ¿No crees que es mejor así, cuando sabes dónde están las cosas? Supongo que estaba ordenando mi vida de cara a abandonarla. Pero sigo teniendo muchas preguntas que hacerte, Wyatt. De repente, su expresión pasó de la tristeza a una profunda rabia. Sus mejillas, casi siempre pálidas, se pusieron rojas. —¿Qué puedo decirte que no sepas ya? La Muerte está aquí. ¿Puede haber algo más sencillo? Probablemente esté en alguna parte de esta habitación escuchando lo que decimos, pero ¿cuál es la diferencia? Para mí es Strayhorn, para ti Leland como se llame. Mata amablemente a la gente que le cae bien. Sin jaleos ni alborotos. Eso es lo que sé. Quería más respuestas, así que mi «colega» me las dio. ¿Resultado? Estoy tan aterrado que ni siquiera me apetece levantarme de este sillón. Sus respuestas no tienen ningún significado. No me han ayudado a comprender. »Por alguna razón estúpida y misteriosa, no le caes bien, así que te engañó para que lo amaras como no has amado a nadie. Cuando llegó el momento en el que estabas dispuesta a morir por él, morir de verdad, primero mató a tu perra, luego te enseñó el diario de tu madre y le hizo daño a tu amiga. Como has dicho, todo lo que quieres. ¿Resultado? Eso hizo que lo necesitaras aún más, pues era lo único que te quedaba. ¿Me equivoco? Luego te enseñó esas fotos como si fuese su golpe de gracia. No quería perder el tiempo acostándose contigo y contagiándote porque eres aburrida. ¡Una aburrida! »¿Qué más quieres preguntarme, Arlen? Oh, sí, soy el tío que tiene las respuestas a las grandes preguntas porque he caminado con la Muerte. ¿De verdad crees que eso significa que sé algo? No sé nada. Ninguna de sus respuestas me ha sido de ayuda porque ninguna se aplica al ahora, a este momento preciso, cuando estamos aquí vivos, pero sin saber adónde vamos. ¿Es que no lo ves? Empieza dándote todo lo que quieres: amor, esperanza o respuestas cuando estás asustado, pero nada de ello te ayuda ni te protege. Puede que creas lo contrario durante un tiempo, pero es un error. Es insidiosa. Míranos ahora. Estamos acabados. ¿Qué palabra habías mencionado? ¿Chalet? —Lo que de vida en muerte se transforma. Él es el shochet. —Eso es. Cómprate un ataúd. Escribe un testamento. Se acabó. Esa tarde, mientras Wyatt sostenía una copa en la mano y ya se le habían pasado todas las ganas de hablar, cogí la bicicleta y salí a dar una vuelta. Era algo que solía hacer en California cuando sentía que la vida me presionaba demasiado. Me montaba en la bici y pedaleaba hasta que me agotaba y ya no me quedaban energías para pensar en mis preocupaciones. Como soy tan hiperactiva, a veces me llevaba horas, pero siempre funcionaba. Esta vez fui hasta el Danubio y pedaleé y pedaleé hasta que el fuego en las piernas y las palpitaciones en el pecho me aliviaron algo del miedo y la confusión que me atenazaban. Sabía que no podía escapar, pero al menos sí bajar el volumen de lo que oía en mi cabeza, y quizá eso me ayudaría a pensar con más claridad. Eso esperaba. Rodé bordeando el agua, viendo el paso de las barcazas de Rusia y Bulgaria, bicicletas y ropa tendida en las cubiertas y gente que se movía sobre ese famoso río siguiendo el dictado de sus vidas. Pensé en Leland, en mi vida y en lo que estaba pasando, en lo que Wyatt había dicho y lo poco que quedaba por hacer ahora para evitar lo inevitable. Pasé junto a parejas de ancianos que caminaban del brazo mientras señalaban cosas. Pasé junto a familias, y supe que jamás tendría una. Pasé junto a niños, perros. Mi perra estaba muerta. Él la había matado. ¿Qué había hecho yo para merecer su odio? ¿Qué culpa tenía nadie para merecer la muerte? Y seguí pedaleando. Llegué a Viena y volví, siguiendo el borde del río. Había gente tomando el sol y jugando con platillos. Me acordé de los Easterling y el tiempo que pasé con ellos en su colina, y del Viszla rojo empeñado en cazar el platillo. Me acordé de Minnie. Me lo imaginé envenenando a mi perra. ¿Qué había hecho ella para merecer eso? ¿Qué había hecho? ¿Era solo odio? ¿Acaso lo único que impulsaba a la Muerte era el odio y esa era la única respuesta? ¿Odiaba sin más y ninguna otra razón podía explicar lo que estaba haciéndonos a todos? Estaba bastante lejos del pueblo cuando empecé a cansarme y supe que tendría que parar pronto o no me quedarían fuerzas para volver a casa. Tan lejos había poca gente, y empecé a buscar un sitio en el que descansar. El camino que bordea el río por allí es escarpado. Hay enormes árboles y enormes arbustos por todas partes. Nadie vive por allí. La gente se aleja tanto solo para pasear los domingos o salir a pescar. De repente vi un grupo de girasoles plantados en medio de la nada, y, no sé muy bien por qué, su visión me animó. La única razón por la que estaban ahí era porque alguien los había plantado adrede sin más razón que la propia belleza. Hizo que me cayera muy bien esa persona anónima y se me antojó el lugar ideal para tumbarme un rato y quizá echar una pequeña siesta. Me quedé dormida. Me desperté al notar algo caliente sobre mi cara. Era un día caluroso y había sudado lo mío sobre la bici. También había caído en un sueño muy profundo, así que mis mejillas debían de estar ardiendo. Cuando recobré la conciencia, lo primero que vi fue un pene enorme. Estaba posado sobre mi mejilla y, además de estar terriblemente caliente, también era muy pesado. He conocido algunas pollas, pero ésta era desconcertante en peso y tamaño. Imagina que te despiertas entre las brumas del sueño para ver una cosa así a un centímetro de tu ojo. Tratas de dar un brinco, pero una férrea mano te mantiene tumbada y no te la puedes quitar de encima, por muy fuerte que seas. Imagina esas cosas. Entonces el pasmo y el miedo explotan, porque un segundo después del sueño, sabes quién está ahí arriba, inclinándose encima de ti mientras el sol baña su espalda. Ves lo suficiente de su cara y sabes que está sonriendo. —Creo que no me escuchaste aquella noche. Dije que la Muerte tiene un pene que siempre está erecto. Aquí me tienes, cielo. Nos encontramos en esta excursión sexy y tu oportunidad llega ahora. ¿No te apetece un poco? Se apartó. Me liberó de su presa, creo. Yo me levanté, pero él siguió de cuclillas sobre el suelo, sonriendo, con su cosa aún asomando por la bragueta de sus vaqueros. —Parecías la bella durmiente, Arlen. Había pensado en permitirme una pequeña licencia respecto al cuento, en lo del beso y el despertar. No me apresuré, y me enorgullecí de ello. Simplemente cogí mi bicicleta y me alejé con ella andando sin volver la mirada una sola vez. No le daría esa satisfacción. Me llamó, pero no me volví. Gritó: —Robé todos esos pasajes. Todo lo que te he dicho siempre era de otra persona. ¿De verdad creías que merecías algo original? ¿De verdad? Me monté en la bici y empecé a pedalear lentamente. En un momento, estuve a punto de caerme, pero no pensaba acelerar. Me negué a escapar corriendo de él. De alguna manera, en alguna parte, eso importaba mucho. Después de aquello no pasó nada más, y no volvimos a ver a Leland. Unos días antes de que Wyatt tuviera que coger el avión de regreso a Estados Unidos, lo convencí para que me acompañara al hospital infantil. ¿Qué otra cosa podíamos hacer antes de que llegara el final? Pensé que la leucemia de Wyatt entraría en una fase más agresiva mientras que mi destino llegaría por alguna causa externa, un accidente quizá, o también una enfermedad. Pero, aparte del miedo y la confusión que recorrían los rincones de mi corazón y mi mente, nació un odio con más rapidez de la que jamás hubiese creído posible. Un odio que nunca había sentido antes. ¿Con qué derecho se atrevía la Muerte a arrancarnos todo lo que nos importaba y después matarnos, fuese por un fallo de nuestros cuerpos hasta el punto de la debilidad y la humillación absoluta o la pérdida completa de todo lo que para nosotros gozaba del valor más elemental, a reducirnos a víctimas de un campo de concentración desnudas, con las cabezas recién afeitadas, ante soldados que nos miraban de soslayo antes de enviarnos con ella? No solo estaba mal, sino que era innecesario. Así que la Muerte era como los dioses griegos: resentida, traviesa y abominable. Ésa era la única razón por la que nunca me habían gustado los mitos griegos. Si los dioses poseían esos magníficos poderes, ¿qué necesidad tenían de bajar a la Tierra y acostarse con mujeres ingenuas o atormentar a hombres decentes, absolutamente impotentes contra ellos y su poder? ¿Por qué molestarse? Se lo dije a Wyatt, pero sus pensamientos estaban siempre en diez sitios a la vez y me costaba mucho hacer que escuchara lo que tenía que decir. Le dije que debía enfocarlo de esta manera: Leland nos matará, eso seguro, pero mientras eso llega, nosotros seguimos adelante sin más razón que la de agotar nuestros días como nos viene en gana, en lugar de dejar que nos los dicte mediante el miedo y la sumisión. Wyatt dijo que eso era engañarse, que Leland sabría que hacíamos lo que hacíamos para mantener nuestras mentes ajenas a lo inevitable. A lo mejor eso era verdad, pero mi forma de afrontarlo era mejor que nada, así que al final lo convencí. Conseguí que el hospital nos concediera una habitación grande para que Wyatt montara una especie de función de Finky Linky, más pequeño y multilingüe, para entretener a los niños que pudieran asistir. La mañana de la función, entró en la cocina con aspecto macilento y cansado. Cuando le puse el desayuno, me cogió del brazo. Sonriente, me dijo que tenía la impresión de que ésa sería la última función de Finky Linky que haría. —Pero, de todas formas, pensabas que no harías ninguna más, así que le has metido un buen gol a esa cabrona, ¿no crees? —le dije. Eso le gustó. —Supongo que es verdad. Hicimos una parada en una tienda de artículos de broma que conozco en Viena. Se gastó cientos de dólares en bolas de goma, máscaras, bufandas de colores, trucos de cartas y otras cosas que se escapaban a mi comprensión, pero de las que él y el dueño estuvieron un buen rato hablando una vez que éste vio que trataba con un verdadero maestro del arte. Incluso se metió en la trastienda, fue al ático y a otros veinte sitios para sacar cosas que solo Wyatt sabía cómo funcionaban. Los dos íbamos cargados de paquetes de camino al coche. Una vez allí, se volvió hacia mí y me dijo: —Gracias. Había olvidado cuánto me gustaba hacer esto. Me entraron ganas de llorar, pero sabía que eso lo fastidiaría, así que puse la única cara graciosa que poseo y le dije que era puro egoísmo por mi parte. Tenía las mismas ganas que los niños de verle en plena interpretación. En el hospital, nadie sabía quién era Finky Linky, pero agradecieron la diversión e hicieron todo lo que Wyatt les pidió. Algunas de las enfermeras hablaban un inglés fluido y entre nosotras traducíamos todo lo que decía, por lo que apenas tuvimos problemas para prepararlo. Tal como había esperado con tanta desesperación, fue magnífico. Se activó en cuanto los niños entraron en la habitación, y empezó a bailar de acá para allá, sacando animales de goma de sus orejas y su pelo y luego regalándoselos, cantando canciones en un idioma sin sentido y haciendo que los niños cantasen las mismas tonterías que él. Se cambió de disfraces y de máscaras, hizo aparecer fuego en sus manos y lo hizo flotar, antes de que se convirtiera en humo multicolor, describiendo diferentes formas y tamaños. Se sacó cuchillas de afeitar de la boca e hizo crecer una flor en la palma de su mano. Los niños estaban extasiados y, con sus aplausos, demostraban que querían cada vez más. Él no los defraudó. Hizo malabares con sus bolas y me utilizó como su muñeco de ventrílocuo al mismo tiempo. Hizo pantomimas brillantes y trucos con monedas... Solo paró cuando resultó obvio que el espectáculo estaba cansando a los niños. Terminó con una frase que nunca había escuchado antes, y luego la repitió en tres idiomas distintos: «A quien nunca le brille el rostro, jamás se convertirá en estrella». Cuando más tarde le pregunté por ello, dijo que era de William Blake y que la única vez que se lo había dicho a alguien fue al amor de su vida. Le pregunté qué había sido de él y me respondió escuetamente: —Se fue. Pero hasta la fecha sigo esperando que vuelva. Nos tomamos una copa de vino con las enfermeras y los médicos que habían asistido a la función y luego llegó la hora de marcharnos. Cuando salíamos, me acordé de repente de que una de las niñas a las que solía leer cuentos no había asistido a la función. Pregunté a la enfermera por ella, quien agachó la cabeza y dijo: —Está al borde de la muerte. ¿Por qué debería haberme impactado tanto la noticia, en ese lugar donde la muerte era la protagonista todos los días? Pero así era. Pregunté a la enfermera si sería posible verla un rato. Fue a comprobarlo y Wyatt se sentó y respiró profundamente. —¿Estás segura de que quieres hacerlo, Arlen? No facilitará las cosas, desde luego. —Lo sé, pero tengo que hacerlo. La enfermera regresó y me pidió que la siguiera. Wyatt se levantó y se dispuso a acompañarnos, pero le pedí que esperara. Me dijo que a lo mejor conseguía arrancarle alguna sonrisa. Lo abracé y le di un beso en la oreja. Recorrimos varios pasillos y giramos varias veces. Se me empezó a acelerar la respiración y me obligué a moderarla. Entraríamos, y, si la niña se alegraba de vernos, nos quedaríamos un rato y quizá lográramos que sonriera. Pero la cosa era mucho peor de lo que esperábamos. Mucho peor. Cuando la enfermera abrió la puerta, la habitación estaba prácticamente a oscuras, salvo por la luz que se colaba por la ventana, que caía sobre la cama. La cría, Uschi Soding, era una pequeña y casi irreconocible arruga bajo las rígidas sábanas blancas. Padecía de cáncer de estómago, pero cuando la conocí era una alegre y traviesa criaturilla calva a la que le encantaba sentarse bajo mi brazo cuando leía los cuentos. Una vez aprovechó su posición para apretarme uno de los pezones con los dedos y se rió estrepitosamente cuando los labios se me pusieron rígidos y tuve que interrumpir la lectura. Hoy, apenas quedaba nada de ella. Que siguiera viva solo era evidente por su pulso y el lento abrir y cerrar de sus ojos. La enfermera susurró que podía morir en cualquier momento. Eso debió de destrozarme, pero en ese momento miré sus manos y vi lo que estaban haciendo. No creo que Uschi supiera que estábamos allí, y, aun siendo así, estaría demasiado cansada como para hacer nada. En vez de ello, su mirada y toda su concentración convergían en la pequeña figura que sostenía en una mano, levemente apretada contra el pecho. Era un pequeño molino plateado, uno de tantos que se pueden encontrar en la típica tienda de recuerdos de Amsterdam. La luz que se derramaba por la ventana inundaba toda su mano y hubo de pasar un momento antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo con las fuerzas que aún le quedaban. Con lentitud, movía un dedo sobre el molino para bloquear la luz. Entonces apartó el dedo. Y así una y otra vez. Luz y oscuridad. Luz y oscuridad. Volví la cabeza hacia Wyatt para comprobar si también él lo había visto, pero se había girado y tenía la mirada clavada en el suelo. La enfermera me tocó en el hombro y susurró que debíamos marcharnos. Yo estaba asustada. Tenía que quedarme y mirarla más rato para cerciorarme de que era verdad, pero cuando quise darme cuenta, la enfermera me había sacado de la habitación cogiéndome del brazo. Dejamos allí lo que habíamos comprado en la tienda de artículos de broma para los niños y salimos del edificio sumidos en nuestros respectivos silencios. Quería hablar de lo que acababa de ver, pero necesitaba un poco más de tiempo para pensar antes de decir nada. De camino hacia el coche, Wyatt habló sin mirarme: —¿Conoces a Claire Stansfield, la novia de Harry Radcliffe? —Claro. Antes compraba cosas en su tienda. —Ya sabrás que hace poco se mudó a Sudáfrica. Harry me dijo que la última vez que hablaron estaba dispuesto a rogarle que volviese. Haría cualquier cosa, pero que volviese porque no sabía vivir sin ella. Cualquier cosa. Pues bien, en cuanto ella dijo «Hola, Harry», supo que habían terminado. No tendría ni una oportunidad. Ella siempre se había mostrado feliz y vital al otro lado de la línea, y sus «holas» siempre habían estado impregnados de amor. Sin embargo, esa vez dijo que era la palabra más muerta y apesadumbrada que le había oído pronunciar. »Esa niña, Arlen... Sé lo que me está pasando, hace tiempo que lo sé, pero verlo, por poco que sea... Me sentí como Radcliffe al escuchar su «hola». Los otros críos eran geniales. Era evidente que sufrían, pero seguían siendo niños llenos de vida. Ella no. Dios, ojalá no la hubiera visto. Me ha recordado la última vez que estuve en el hospital. Y donde terminaré mis días. —Pero espera, Wyatt, tengo que decirte una cosa... —¡Emmy! Me volví antes de que pronunciara su nombre porque su expresión pasó de repente del amargo lamento al asombro. Cuando la vi, entendí el porqué. En el tiempo que habíamos pasado juntos desde la última visita de Leland, Wyatt me había hablado de aquella mujer, Emmy Marhoun, y lo que Leland le había hecho. Estaba muerta sin saberlo. Yo la recordaba de aquel día en el café y lo celosa que me había puesto por el hecho de que aquella preciosidad hubiese salido con mi hombre, por muy viejo que fuese el asunto. —¡Wyatt, hola! Cómo me alegro de verte. Tengo que decírselo a alguien. ¡Me ha pasado algo maravilloso! — Estaba muy arreglada y parecía que se iba de fiesta. Wyatt nos presentó, y creo que puede que me reconociera, pero no podía estar segura por la expresión de su cara. En todo caso, estaba demasiado emocionada como para interesarse—. ¿Tienes tiempo para tomar un café? Tiene que haber algún sitio por aquí. Wyatt me miró y asentí. Ahora que comprendía lo que le había pasado, me apetecía hacerle algunas preguntas. Tal vez pudiera contarnos algo. Rogué por ello. En la misma calle del hospital había una pequeña cafetería. Allí vimos a los típicos trabajadores en su pausa de mediodía y a gente de mala vida con sus vasos de vino o algo más fuerte, que se callaron en cuanto nos vieron entrar. Emmy no prestó atención y apuntó alegremente una mesa. En cuanto nos sentamos, empezó a hablar. —Es maravilloso. Sois los primeros que veo y os lo tengo que contar. El hombre del que estaba enamorada, quiero decir verdaderamente enamorada, ha vuelto a mi vida. ¿No es increíble? No lo he visto desde que rompimos, pero hoy, hace dos horas, estaba caminando por la Obere Donaustrasse, y ¿a que no adivináis con quién me he topado viniendo en dirección contraria? ¿No es absolutamente increíble? Aquí en Viena. No parecía desconcertado en absoluto por ello. Se acercó, me dio un gran beso y me dijo: «¿Qué tal estás?». Como si acabáramos de vernos el día anterior. —Se rió nerviosamente y, de una forma un tanto extraña, se palmeó la nariz unas cuantas veces—. No sé cuánto tiempo habrá pasado desde la última vez que nos vimos, y creedme si os digo que fueron tiempos horribles. Me pasé seis meses llorando después de aquello. Pero ahí estaba hoy, y, lo que es mejor, ¡se alegraba de verme! Me preguntó si me apetecía cenar con él esta noche. —Emmy, ¿sabes quién soy? —¿Perdona? —¿Me reconoces? ¿Sabes quién soy? —Me eché hacia delante y le clavé la mirada. Tenía que saberlo. —Pues sí, sería difícil no saberlo. Eres Arlen Ford. ¿Por qué? —¿Recuerdas nuestro primer encuentro? —No. ¿Es que ya nos conocíamos? Creo que me acordaría de ello. Wyatt y yo intercambiamos miradas y luego la miramos a ella. —¿Cómo se llama tu novio? —Leland. Leland Zivic. —¿A qué se dedica? —Enseña literatura en el Grinnel College. —Frunció el ceño, y su mirada saltó de uno a otro—. ¿Por qué queréis saberlo? Wyatt me miró. —¿Por qué usará el mismo nombre con ella? —No lo sé. A lo mejor significa algo para él. —¿Qué queréis decir con el mismo nombre? ¿De qué estáis hablando? ¿Conocéis a Leland? Sonó un teléfono de fondo, pero yo apenas me percaté de ello. Mi cabeza era un hervidero de preguntas y posibilidades. Pero antes de tener siquiera la oportunidad de decir nada, el camarero se acercó a nuestra mesa y preguntó si entre nosotros había una tal frau Marhoo. Había una llamada para ella. Emmy se levantó de inmediato y, con mirada inquieta, se dirigió hacia el teléfono. —¿Quién puede saber que está aquí? —Imagínatelo, Arlen. Seguro que se te ocurre algo. La vimos coger el auricular, decir unas cuantas frases y colgar. Nos hizo un gesto con ambas manos que significaba claramente que tenía que marcharse de inmediato. Antes de que pudiéramos hacer nada, había salido por la puerta. —¿Qué está pasando? —Está jugando con nosotros. Quería que la viésemos y ya ha cumplido su función. Pobrecilla. ¿Por qué no...? —Hola, muchachos. ¿Alguien ha visto a la adorable Emmy? Debía de haber salido de los aseos que teníamos detrás. Lucía una gorra de béisbol azul que ponía «Japan Professional Baseball, Hanshin Tigers» y una camisa blanca y negra diseñada para parecer un crucigrama. Las dos eran mías. Cogió una silla y se sentó. —Habíamos quedado para cenar, pero no se ha presentado. Acabo de llamar y me ha dicho que estaba aquí. Supongo que nos habremos cruzado. Me ha encantado el espectáculo, Wyatt. Yo era el niño de la izquierda con la bolsa del intestino grueso. —¿Por qué has hecho que nos la encontremos? —Yo no he hecho nada; simplemente la he guiado un poco. Es que ha llegado su hora y pensé que os apetecería tomar juntos una última copa antes. —Pero ¿no estaba muerta ya? —Traté de envenenar mis palabras, pero lo único que me salió fue miedo. —Así es, pero hoy es cuando lo descubre. Eso es una gran diferencia. Cenaremos, la llevaré a casa, la meteré en la cama como en los viejos tiempos y adivinad qué le pasará cuando llegue al orgasmo: ¡bum! ¿Es así como te hubiese gustado, Arlen? ¿Nuestra primera noche en el catre, pero en vez de coger el sida y morir lenta y dramáticamente como Camille, una última gran interpretación y vuelta a casa? No es demasiado tarde. Todavía podemos apañar algo. Lo dijo con una voz relajada y jocosa. Me entraron ganas de darle una bofetada, pero era una estupidez. ¿Abofetear a la Muerte? Tenía todas las cartas en su mano y nosotros solo éramos dos. —¿Qué haces aquí? ¿Es que nos ha llegado la hora también? —¡Qué va! Todavía os queda mucho tiempo por disfrutar. He venido a enseñaros algo que quizá os guste ver. Al menos yo lo creo, así que os lo enseñaré de todos modos. Es algo nuevo. Me aburre tanto hacerlo de la forma clásica que no paro de plantearme nuevos desafíos en busca de ideas nuevas. Algunas son buenas. No todas, pero algunas sí. »Bien, Arlen, te conozco. Te preguntas por qué a ti te ha llegado de una manera y a Wyatt de otra. Pues te lo voy a mostrar. Os lo voy a mostrar a los dos. —¿Mostrarnos el qué? —Vuestros yos verdaderos. —¿Y eso qué quiere decir? —Vamos, no seáis impacientes. Wyatt preparó su función a su manera. Ahora me toca a mí. —Parecía molesto, como si fuésemos un público no lo suficientemente agradecido. Qué humano. Seguía olvidando que hacerse pasar por humano era un juego para él, como fingir que estaba molesto. Antes de comenzar, llamó al camarero y pidió una cerveza. Nos preguntó si queríamos algo. —¿Diez años más? —dijo Wyatt. Y Leland se rió tanto que enseñó toda la dentadura. —Perfecto, Wyatt. Eso es lo que más me gusta de ti. Finky Linky en su apogeo. Eso no figura en mi agenda, pero, eh, quién sabe, ¿verdad? La vida es divertida. No, os voy a dar algo mucho mejor que diez años más. Os voy a dar vuestras vidas. Los dos debimos de quedarnos rígidos, porque alzó las manos como si quisiera contener nuestra embestida. —No, no, no me refiero a eso. Os voy a dar vuestras vidas como han sido realmente. »Arlen, tú eres la gran amante de la poesía. ¿Te acuerdas de Delmore Schwartz? Venga, el libro está en el fondo de la tercera estantería de tu librería. Me gustaba ese tipo. Se volvió loco con todo el conocimiento que acabó acumulando, pero nadie lo supo. Uno de sus poemas en particular es genial. Tendré que parafrasearlo, porque no he tenido tiempo de memorizarlo como sabe hacer la gran actriz. "Nadie se conoce realmente a sí mismo porque no sabe lo que el resto del mundo piensa de él". Da que pensar. Como aquí somos todos amigos, os puedo contar un secreto. El problema de la gente es que, por mucho que crean que se conocen, nunca suele ser así porque no tienen ni idea de lo que los demás opinan de ellos. —Te lo acabas de inventar. —No pude contenerme. La frase me salió sola. Por un momento, su rostro se iluminó con mezquindad, pero luego sonrió. —Yo no, Delmore sí. Y estaba completamente en lo cierto. Lo que voy a hacer ahora, en este preciso instante, es dejaros revivir vuestras vidas con el conocimiento cierto de lo que todos los que os rodean piensan de vosotros. Sobre vosotros, sus vidas, sus trabajos. Incluso os dejaré escuchar las conversaciones de las plantas y otras sorpresas. Sin pensarlo, la idea me resultó inmediatamente aterradora. —¿Para qué? —La razón es enseñarte por qué no me caes bien y Finky Linky sí. Eso era lo que querías saber en lo más profundo de tu pequeño corazón, ¿no es cierto? —Hay algo más que eso. —Siempre hay algo más, cielo, pero me apetece hacerlo y lo voy a hacer, te guste o no. El camarero trajo la cerveza y Leland le dio las gracias. Tomó un largo trago y se limpió la espuma de los labios con la lengua. —Lo llamo «iluminación». Hay gente que asciende a las cimas de las montañas y allí vive toda su vida para alcanzarla, pero yo os la voy a dar gratis. —¿Entonces podré saber qué más cosas pensaba mi madre de mí? —En parte, en parte. También hubo cosas buenas de las que no supiste nunca. Ahora también las conocerás. Wyatt puso la mano sobre el hombro de Leland. —No quiero. Por favor, no lo hagas. —Ya está hecho. Esto es lo que aprendí. Primero hablaron las células. Se cantaron las unas a las otras, mientras se movían, se dividían y crecían juntas. Estaban seguras de lo que estaban haciendo. Como obreras, conocían sus funciones y paladeaban la construcción que allí les había tocado erigir. No tenían ni idea de cuál sería el resultado final; solo sabían cuáles eran sus tareas específicas, y eso es lo que hacían, mientras hablaban entre ellas de alineaciones, ángulos, espacio y distancia. Si eran mudas, lo eran con un propósito y no lamentaban saber tan poco. Estaban allí para hacer esto, y eso les bastaba. Era su vida. Morían con facilidad porque no tenían ni idea de lo que era la muerte. Llegaba y les tocaba desaparecer. No tenían nombre, ni identidad específica. Nacían otras que las sustituían en los mismos trabajos. Sus tareas eran increíblemente difíciles, pero no conocían esos términos, por lo que todo se reducía a un trabajo que hacían. Lentamente, con el paso de los meses, su obra creció, se llenó de miles de millones de voces parlanchinas, siempre hablando del trabajo, sobre lo que tocaba a continuación, quién debía moverse y qué más había que hacer. La conciencia llegó lentamente, como la miel que se derrama de una cuchara. Sensaciones. Tacto. ¿Qué es esto? Llega la conciencia, pero no es tanto el «aquí estoy» como el descubrimiento de la conexión entre las partes. Éste es el aquí y el ahora, pero hace un momento no tenía ni idea. La miel se derrama sobre una mesa y describe espirales, formando una colina que se funde sobre sí misma a medida que cae más miel, y la colina crece y crece. Cuando el goteo se detiene, el estanque de miel empieza a adoptar forma y, si se le permite, alcanza su aspecto final. Ésa es la meta. Es lo que es. Nací el uno de septiembre bajo la luna llena, y todos los impulsos, incluidos la presión y el esfuerzo de mi madre, se conocían. Como las células, trabajaban en magnífico concierto. En el cabo de Buena Esperanza, empujaban a los peces grandes hacia la costa y se producía una batalla de amor y estima entre ellos y el agua para ver quién ganaba. Una joven en Marruecos se miró entre las piernas y salió corriendo a llamar a su madre entre gritos, azotada por el terror que le inducía su feminidad, que acababa de hacer acto de presencia. En Turquía, un hombre llamado Haroun observaba a una mujer que dormía y dijo que sí mentalmente porque la decisión recaía en la luna y no en él. Todo eso lo supe. Mientras nacía al mundo, embadurnada en mi propia sangre y mis llantos, seguía sabiendo que no había diferencia entre las cosas, pero que pronto la habría, porque mi cerebro ya estaba agitándose y desperezándose, dividiéndose en un millón de distinciones; el sobrecogimiento y la inundación que te asedia cuando te asomas por vez primera a la vida porque sabes que estarás sola para siempre y la unidad que eras hasta hace un segundo ha dejado de ser, perdida en el olvido. Madre me odió desde el primer momento. Saberlo casi me apaciguó. Odiaba el peso, la mala complexión y los humores extraños, la tensión de su barriga contra su vestido de verano favorito y la constante necesidad de su cuerpo para darlo todo, ahora para dos, siempre dos. Se había equivocado. Pensaba que esa cría salvaría su vida, le daría una razón, le enseñaría quién era. Pero lo único que consiguió fue echarse a la espalda otra responsabilidad. Se sentía engañada. Culpaba al amor, o a mi padre, a cualquier cosa, pero, sobre todo, a mí. Yo era la prueba del engaño, la exigente y egoísta prueba de que se había equivocado en sus elecciones y de que ya no tendría la oportunidad de corregirlo. A medida que yo crecía, se olvidó de que todo esto era el centro de su desesperación y empezó a albergar nuevos pensamientos hacia mí. Casi todas ellas eran vacilantes, como si estuviese aprendiendo de nuevo a patinar sobre la superficie de su vida después de una caída casi fatal. Las células seguían cantando, pero yo era una niña, y mi confusión y profunda alegría conseguían enmudecer su música sutil. Llegó el amor, y cada día adoptaba una definición diferente. Yo quería atraparlo, pero era tan escurridizo como una mosca. Me zumbaba en la cara con creciente fuerza, un nuevo sonido en mi cabeza, pero cada vez que lo miraba, estaba en otra parte. El mundo que empezaba a conocer era a la vez cautivador y traicionero, y me dieron ganas de estar en todas partes al mismo tiempo, como me ocurrió en una ocasión sin esfuerzo alguno. Esfuerzo. Aprendí su significado, y no me hizo ningún bien. Ahora todo estaba distante y cada cosa entonaba su respectiva canción, ora bella, ora terrible, pero siempre alta e impactante con su tremenda fuerza. La primera persona que supe que amaba, sí, lo supe, era una mujer alta con la cara de un hombre, la mejor amiga de mi madre. La primera vez que sentí el dolor, y supe lo que era, fue cuando traté de tocarle los pendientes y comprobé que no podía. Mi vida giró en torno a sus días, y me bombardearon cosas que no conocía, pero resultaban claramente comprensibles. Ésa era la crueldad de Leland: ¿qué podía aportarme saberlo ahora? De haberlas conocido entonces, ¿habría sido mi vida mejor? ¿Hubiese amado a la gente y las cosas que me amaban, habría sido mi vida infinitamente mejor de haber conocido el valor de esos maravillosos dones? Mientras me forjaba una vida, ignorando lo que no sabía o no comprendía, me esculpía con una forma diferente, sí, pero las piezas y los fragmentos que se me quedaban por el camino eran igualmente necesarios. El «don» de Leland no era más que un viaje a un infierno que era completa y desesperadamente mío. El tormento que imperaba allí no procedía de agudos cuchillos, carne o cuerpos en llamas, sino de la dejadez, el desprecio, la comprensión y la ceguera de todas esas cosas que podrían haber sido mías y llenarme, pero que nunca lo hicieron. No tengo ni idea de cuánto duró la experiencia, pero cuando volví a mi vida presente, los tres estábamos sentados en el mismo sitio, con la única diferencia de que Leland sostenía una salchicha que estaba empapando en un pequeño cuenco de mostaza sobre un plato blanco. Me lo quedé mirando, pero sus ojos estaban más pendientes de su comida. La vuelta al ahora era firme e inmediata, pero una sensación de pérdida llenaba parte de mi ser. Cuando desplacé mis ojos lentamente hacia Wyatt, me lo encontré contemplando la mesa con lo que estaba segura que era la misma expresión que se me había quedado a mí: confundido, perdido, a años luz de distancia. Quería decirle algo o escuchar su voz antes que las jocosas amenazas de Leland. Y así fue que Wyatt habló primero, pero dijo algo que, después de aquella experiencia, resultó del todo inesperado. Levantó la mirada de la mesa y la expresión de su cara se aclaró. —Había olvidado todo eso por completo. —¿A qué te refieres, Finky? —Los últimos días de mi padre. Me había olvidado de todo el tiempo antes de su muerte. —¿Fue agradable? Wyatt abrió la boca para decir algo, pero se quedó en silencio. —Fue... Sí, sí que lo fue. Y mucho. —¿Veis? Os dije que habría cosas buenas. ¿Cómo fue tu viaje, Arlen? No tenía nada que decir, y él lo sabía. Wyatt volvió a hablar. —No puedo creer que me hubiera olvidado de ello. Justo antes de su muerte, me quedé con él y con mi madre. Se encontraba muy mal, y la única energía que le quedaba la reservaba para la ira. Ira hacia la vida, hacia mi madre y hacia mí. Ira hacia todo. —No era un tipo muy feliz, ¿verdad? —Nunca lo fue en vida, así que, ¿qué podía esperarse en el momento final? Cuando llegué, traté de animarlo mostrándome divertido y alegre, pero parecía inmune a mis esfuerzos. Hablé mucho con él y le leí muchos de sus libros favoritos, pero cada poco tiempo aullaba de dolor o de ira. Al cabo de unos días, las cosas se pusieron muy difíciles y mi madre y yo tuvimos una larga conversación sobre llevarle al hospital, pero ninguno de los dos quería hacerlo. Al final eso es lo que pasó, pero durante un tiempo no nos decidimos. »Una noche, muy tarde, me desperté al oírle gritar. Fui a su habitación. Mi madre estaba agotada, y cuando me la encontré en la puerta le dije que se fuera a la cama; yo me ocuparía de él durante todo el tiempo que me necesitara. Mi padre me oyó y empezó a reírse. Dijo: «No os necesito a ninguno de los dos. Solo necesito morir y librarme de eso». Miré a Leland. Se encogió de hombros y dijo: —Su papi tenía razón, ya no quedaba nada útil que hacer. Wyatt siguió con su relato como si nadie más hubiese hablado. —Así que me quedé sentado en su habitación a oscuras y le dije: «Papá, quiero que me hables sobre el mejor día de tu vida. Cuéntamelo todo. Quiero conocer cada detalle que seas capaz de recordar». ¡No sabéis cómo se enfureció! No quería hablar de la vida; solo necesitaba simpatía y una forma de aliviar el dolor. Pero insistí y lo adulé hasta que casi pude ver que se removía para acomodarse en la cama. Empezó a hablar con voz áspera y desagradable, pero se fue suavizando a medida que progresaba. »Lo curioso es que no era una historia particularmente interesante. Trataba de un día que había pasado en la isla de Peleliu durante la Segunda Guerra Mundial. Era joven y sabía que el mundo lo estaría esperando cuando llegase a casa. Estaba describiendo la isla y lo que había pasado ese día, su trabajo allí y otras cosas. Solo un día en la vida de un joven que se consideraba afortunado y que, después de todos esos años, recuerda lo bueno que fue. Traté de sonsacarle hasta el último detalle, y puede que supiese lo que estaba haciendo, pero continuó porque el mero recuerdo era placentero y las únicas cosas que le quedaban eran el dolor y una habitación oscura. Cuando terminó, trató de adoptar la actitud de que no había sido nada, pero no se lo permití. Le pregunté por otras cosas que le importaban, otros recuerdos enterrados en su mente y que alguna parte de él se alegrara de rescatar y hablar de ellos. Creo que nunca antes me había sentido tan cerca de él. —Pero dos semanas después sí que lo ingresaste en un hospital y murió. Wyatt miró a Leland y luego apartó la mirada, como si lo que le acabara de decir resultara embarazoso. —Así es. —Ah, solo estaba siendo un poco travieso. Lo siento. Los recuerdos son cosas buenas. A veces casi consiguen llenar los huecos. —¿Puedo preguntarte una cosa? —Ajá. —No sé si eres capaz de hacerlo, pero tengo que preguntarlo. —Adelante. —¿Puedes mostrarnos a Dios? Leland dejó la salchicha y se limpió los dedos en una servilleta de papel. —Sí, pero debería hacerlo de una forma que fueseis capaces de comprender. Si no, no significaría nada para vosotros. Wyatt le puso la mano en el cuello. —Por favor. Por favor, enséñanos a Dios. Si voy a morir, quiero saberlo. —Se volvió hacia mí—. ¿Tú quieres, Arlen? —Sí. —Está bien, pero dejad que me termine los perritos calientes. Hay cosas que es mejor hacer con el estómago lleno. Esperamos sentados a que se acabase el almuerzo. No es que fuera lento, pero tampoco podía decirse que lo hiciera a más velocidad. —Pero, ¿será verdad? ¿Lo que nos enseñes será la verdad absoluta? —Toda la verdad. No sois los primeros que lo piden, ¿sabéis? Tampoco es gran cosa. —Dio unos cuantos mordiscos más, dejó la comida sobre el plato y se sacudió los pantalones. Se inclinó hacia un lado e introdujo una mano en su bolsillo. Sacó una postal y la puso sobre la mesa, delante de nosotros. Era una foto de la Tierra tomada desde el espacio. Antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada, se produjo un ruido. Un zumbido, una especie de estruendo lejano. La mesa y la habitación se desvanecieron, desaparecieron, y, de repente, me di cuenta de que estaba en el espacio, mirando la Tierra. Era inmensa y ocupaba todo mi campo visual. El azul de los mares y el blanco de las nubes, el marrón de la tierra y las curvas de los continentes, todo parecía muy cercano. Por primera vez, comprendí la fascinación de los astronautas, la pasión de la gente que dedica su vida al estudio del cielo. Cuando pasó ese primer milagro, pude escuchar, y supe que el ruido que había escuchado al principio era el de la Tierra desde muy lejos. No, eso no era del todo cierto. La mayoría procedía del murmullo de los motores de los aviones mientras recortaban los cielos. Miles de aviones de un lado para otro, llenos de gente y mercancías, esperanzas y destinos. Lentos y majestuosos, iban del día a la noche y luego regresaban con total seguridad. El sonido aumentó, y pude oír las voces que encerraban, las conversaciones de gente que se encontraba a kilómetros por encima de la Tierra. Motores y voces, el canto del aire al lamer los cuerpos metálicos, la emoción de la llegada, la calidez de la expectación. Esas diminutas luces contra el cielo oscuro, desplazándose a lo largo de la noche, surgiendo plateadas y frágiles a la luz del día. La Tierra, recorrida en todas direcciones por pequeños aviones. Lo veía todo desde tan lejos que pude comprender. Pues puede que Dios fuese eso, la Tierra y las líneas del azimut, las líneas de los aviones, de las conversaciones y de todo lo que cruza el planeta constantemente y para siempre. —Mantuviste tu pequeña casa tan limpia y ordenada, Arlen... Arrodillada, frotando los suelos, todo perfecto. Pero al final, lo único que te queda es caos y conexiones que no puedes comprender. No hay orden, ni siquiera con él; solo despegues y aterrizajes. Esta vez, no me sorprendió estar de vuelta. En lugar de mirarlo, observé la mesa y cogí el tenedor que el camarero había traído para su almuerzo. —¿Ha resultado útil, Finky? ¿Te ha ayudado a ver a Dios? Silencio. No levanté la mirada. Dejé el tenedor sobre la mesa y lo moví adelante y atrás. Puse mi dedo sobre el extremo y empecé a columpiarlo. —Pronto voy a tener que irme para reunirme con la señora Marhoun. ¿Hay más preguntas o solicitudes? ¿Algo más de Dios? Cuando mi dedo estaba arriba, bloqueaba la luz que entraba en el bar. Cuando bajaba, el viejo tenedor brillaba con fuerza. —¿Y bien, nadie tiene nada profundo que decir? Brillo. Oscuridad. Encendido, apagado. Debió de ver lo que estaba haciendo, porque, cuando volvió a hablar, su voz sonó irritada. —¿Qué estás haciendo? ¿No te acuerdas de que tu madre te decía que no se juega con la vajilla? —He ganado. —¿Qué? Encendido y apagado. Luz y oscuridad. —Estoy ganando, Leland. He ganado. —¿De veras? ¿Y qué estás ganando, Arlen? —Parecía divertido. —Esto. —Me levanté y, sin mirarlo, alcé el tenedor al aire y la luz lo atravesó por todos los ángulos. Entonces miré y me lo encontré de brazos cruzados, sonriendo. —Impresióname, cielo. Estoy listo para tu revelación. Esta vez te llevarás tu Óscar. ¡Rodando! No miré a Wyatt porque temía encontrar en él algo que me disuadiera, y no me podía permitir eso en ese preciso momento. —Lo deduje. No sé cuándo, pero lo deduje. A lo mejor era lo que estaba haciendo Uschi con el pequeño molino en el hospital. O puede que fuese la historia de Wyatt y su padre, o incluso... o incluso lo que llegué a sentir por ti. No era la Tierra; no es por haberla contemplado, aunque ayudó. »Leland, estás muy equivocado, y eso es lo más patético de ti y todos tus poderes. »¿Eres el Diablo? ¿O solo la Muerte? ¿O algo distinto, quizá? No me importa. Seas quien seas, estás celoso. Tienes envidia de todo ser humano que haya vivido sobre la faz de la Tierra. ¿Sabes por qué? Porque tú tienes límites y nosotros no. Con todo el poder que tienes y todo el miedo que nos infundes, solo puedes hacer una cosa, y es asustarnos. Tienes una infinidad de maneras de hacerlo, pero a eso se reduce todo. Recuerdo haber leído que Lucifer fue desterrado del Paraíso, no por haber retado a Dios, sino porque Dios le dijo que adorase al hombre y él no quiso. Yo sé por qué. Te ordenó que nos adoraras. Porque tenemos la capacidad de crear y olvidar. —Oh, cielo, soy muy creativo. —Sí, pero solo en una cosa, por muchas variaciones que tenga. Si hacemos fotos o cocinamos pasteles, incluso si nos enamoramos, podemos hacer lo mismo que tú: utilizarlas para crear caos y tristeza. Mira lo que nos hiciste a Emmy y a mí. »Pero tienes límites, Leland, y ahí radica el quid de la cuestión. Justo cuando le has arrebatado todo a alguien como Uschi, allí está ella en su cama, jugando con la luz, totalmente absorta en ella. Si hubieses entrado en la habitación en ese momento, no te habría reconocido. Y sabes que eso es verdad. No sabes lo que es estar absorto. Puedes matarla, pero jamás podrás saber la sensación que tenía ella, dejándose perder en la luz. Te trasciende. Ésa es la razón por la que Dios, sea quien sea, quería que nos adorases. Pero tú no lo comprendías. Algo tan sencillo como mover un dedo hacia delante y atrás, como este. —Moví mi dedo sobre el tenedor—. Nos odias tanto porque de verdad hay momentos en los que nos olvidamos completamente de ti. Nos olvidamos del dolor, de la pérdida... »Los rasgos que más admiramos en otros son los que nos hacen olvidarnos de ti: nos hacen reír, nos hacen querernos, sostienen a nuestros hijos, nos hacen sentir importantes e inmortales. Eso es la eternidad, los momentos en los que nos encontramos a solas con nuestra alegría por la vida y nos olvidamos de ti. »Pero para ti siempre existimos. Somos lo único que existe, y nos odias por ello. Nos odias más porque somos capaces de desterrarte con cosas tan simples como un molino de plata o un recuerdo perfecto, o un almuerzo bajo la sombra de un árbol sobre un mantel a cuadros. Tú ganas, sí, pero estás obsesionado con nosotros. Sin embargo, nosotros no siempre lo estamos contigo. Incluso cuando estás tan cerca, como ahora, podemos jugar con la luz y olvidarte, y eso te saca de quicio. Un suspiro. Por un instante vi en sus ojos que lo que decía era la verdad. —Que te jodan, estrellita del cine. —Arrastró la silla, se levantó y se marchó. Me puse las manos en las mejillas. Manos frías sobre mejillas calientes. Miré la mesa y vi el tenedor. Quería tocarlo, pero no me atreví. —¿Crees que es así, Arlen? ¿Tan sencillo como eso? Miré a Wyatt. Su rostro estaba lleno de esperanza. —Así es. Aunque eso no quiere decir que vaya a dejarnos tranquilos. Pero esta vez le hemos ganado, ¿no crees? Los dos rompimos a reír. —¿Y ahora qué? Seguí riéndome. —No lo sé. Seguimos haciéndonos esa pregunta. No lo sé. No lo sé. No lo sé, Wyatt. Seguiremos adelante con nuestras vidas, tratando de olvidarnos de él. Al menos en lo que nos queda de ellas. Se irguió. —Me apetece irme a casa. Quiero hablar con Jesse y Sophie sobre esto y luego me marcho a casa. —¿Puedo ir contigo? —¿A Los Ángeles? ¿De verdad quieres venir conmigo? —Te haré sopa y te cogeré de la mano. También quiero ver a Rose. Puede que eso sea lo que debería haber hecho todo este tiempo: cuidar de la gente a la que quiero. Extendió el brazo sobre la mesa. Estaba cansada y llena de cicatrices y me cogió de la mano. La suya estaba tan tibia como fría la mía. Ahora podíamos ayudarnos y, quizá, si éramos muy afortunados, olvidarnos de él durante un tiempo. —Te haré sopa y te cogeré de la mano. —Amén.