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(Contraportada)
El P. José M.ª Recondo, S. J., nace en
San Sebastián en 1927. Concluida su
carrera sacerdotal, dedica largos años a la
restauración y promoción material y
espiritual del Castillo de Javier. Es
académico correspondiente de la Real
Academia de la Historia, vocal de la Institución Príncipe de Viana, socio fundador de la
Asociación Española de Amigos de los
Castillos y Medalla de Plata de la misma
Asociación. Gran parte de su producción se
halla reunida en el Repertorio de Estudios
Medievales de la Universidad de Barcelona.
En esta hora, en que urge recuperar a los santos, esta biografía es una
audacia. Tienta una nueva lectura de Javier, el nuevo Pablo, realizada
ahora mismo, en el momento eclesial, galopante y wojtyliano de nuestros
días.
Es éste un libro de raíz, escrito a pie de obra, en el Castillo que le vio
nacer y crecer; documentado, pero no documentalista; si acaso, atlético,
elaborado a la intemperie, persiguiendo viejas leguas y escenarios tras las
huellas del apóstol.
Con estilo ameno, casi mágico, sugeridor de una trilogía inédita: el
itinerario de la fe, el itinerario de la esperanza y el itinerario de la caridad,
la maestría del autor forja con rigor un apasionante relato.
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SAN FRANCISCO
JAVIER
POR
JOSE M. RECONDO
MADRID
1975
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ÍNDICE
I. EL ITINERARIO DE LA FE..................................................................................5
JAVIER............................................................................................................................6
NACIMIENTO (1506)................................................................................................11
INFANCIA..................................................................................................................12
CISMA Y GUERRA (1512-1525)...............................................................................16
LA UNIVERSIDAD (1525)........................................................................................23
LOYOLA-XAVIER (1528-1534)................................................................................28
MONTMARTRE (1534-1536)....................................................................................34
EN LA INCREIBLE CAMINATA (1536-1537).........................................................37
VENECIA (1537)........................................................................................................41
ROMA (1537).............................................................................................................43
SACERDOCIO ETERNO (1537-1538)......................................................................46
UN FIEL SECRETARIO (1538-1540)........................................................................49
PORTUGAL: VIAJE SIN VUELTA (1540)...............................................................55
EL 7 DE ABRIL DE 1541...........................................................................................63
POR EL SEÑORIO DE LOS PECES (1541-1542)....................................................66
GOA DORADA (1542)...............................................................................................71
EL CABO DE COMORIN (1542-1543).....................................................................76
EL GRAN REY (1543-1544)......................................................................................91
LOS BADAGAS (1544)..............................................................................................99
LOS MAKUAS (1544)..............................................................................................107
CEILAN (1544-1545)...............................................................................................109
II. ITINERARIO DE LA ESPERANZA...............................................................116
SANTO TOME DE MELIAPOR (MAYO-AGOSTO 1545)..........................................117
MALACA (SEPTIEMBRE-OCTUBRE 1545).................................................................121
AMBOINO (ENERO-JUNIO 1546)..............................................................................126
LA FLOTA DE VILLALOBOS (MARZO 1546)........................................................129
TERNATE (JULIO-SEPTIEMBRE 1546).......................................................................132
LA ISLA DEL MORO (SEPTIEMBRE 1546-ENERO 1547).........................................135
TERNATE (ENERO-ABRIL 1547)...............................................................................138
ESCALA EN AMBOINO (ABRIL-MAYO 1547)........................................................141
MALACA (JUNIO 1547)............................................................................................142
LOS ATCHINES (OCTUBRE 1547)............................................................................144
DE MALACA A COCHÍN (DICIEMBRE 1547-CNERO 1548)....................................148
GOA (MARZO-SEPTIEMBRE 1548).............................................................................151
III. ITINERARIO DE LA CARIDAD...................................................................156
AL DELICIOSO JAPON (ABRIL 1549)....................................................................157
KAGOSHIMA (AGOSTO-NOVIEMBRE 1549).............................................................160
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HIRADO-YAMAGUCHI (OCTUBRE-DICIEMBRE 1550)...........................................165
MEACO (DICIEMBRE 1550-FEBRERO 1551)..............................................................168
YAMAGVCHI (MARZO-SEPTIEMBRE 1551)..............................................................170
EL DUQUE DE BUNGO (OCTUBRE 1551)..............................................................174
EL REGRESO A LA INDIA (NOVIEMBRE 155124 ENERO 1552).............................177
PRIMAVERA EN GOA (FEBRERO-MAYO 1552)......................................................181
LA CHINA (ABRIL-DICIEMBRE 1552).......................................................................185
SANCIAN (SEPTIEMBRE-DICIEMBRE 1552)..............................................................189
EPILOGO..................................................................................................................193
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I. EL ITINERARIO DE LA FE
La fe del hogar navarro, el castillo —«que parece
que está heredada por sucesión en aquella casa la
virtud»—, templada luego en la fragua de Ignacio y en
la romanidad, surca los mares y mueve las montañas. Es
pregonada, cantada y coreada en naciones y razas
ignotas, para derramarse en fuentes bautismales y editar
el soberbio, rítmico, Credo de Xavier, trenzando en
milagro y profecía el itinerario de la fe.
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JAVIER
No se escribe la vida de un ángel. Se trata de la vida de un gran
héroe, tan grande como un santo y tan apasionante como para tener todavía
algunos defectos, los nuestros. Su vida esbozada en la oscuridad del
cromosoma pudo caer al otro lado del Pirineo o en una borda tibia del
Baztán.
Nacer en aquel entonces era quedar prendido de alguna manera en los
comportamientos rezagados de padres y abuelos, pertenecer a primitivos
sistemas políticos y brincar por las guerras, fiestas y bodas del
Renacimiento. Por nacer en Navarra se haría producto arraigado y
pegadizo, telúrico contrafuerte de una tierra austera, bella y displicente, a
merced de los climas más agresivos, los vientos delgados de la nortada en
las crestas frías, los cierzos repelentes y el oreo de las brisas aromáticas de
espliegos, tomillos, ontinas y cantuesos.
Desde entonces, el diptongo románico Javier, antes Xavierre,
Chaverri y Echeverría, la casa nueva en vascuence, es el onomástico
autóctono de mayor extensión mundial.
Navarra tenía forma de corazón, y a su costado latía Javier. Son los
Pirineos, en su vertiente meridional, una escalinata, y en el descanso y
cuenca que moldean las cordilleras del Ferrandillo y Castellar, el río Del
Arco y algunos modestos acuíferos humedecen un valle tendido de oriente
a poniente, trabajado y compuesto para el asentamiento de un castillo
astuto y precavido. De norte a sur, el río Aragón, llamado también río Arga
y río Grande, se ceñía bruscamente al Peñón, movía las ruedas del Molinaz
y corría bajo el peso de largas almadías flotantes. Paralelamente al río, la
Cañada Real de la antigua trashumancia cruzaba el territorio, rozaba los
Fornacos, antiguos hornos de cocer cal, la población romana del Cuadrón,
vadeaba el Paso, se recogía en las Crucetas y, remontando los ásperos
repechos de Malpaso y el Adoratorio, alejándose del Castellar, jadeaba
entre llecos y faitíos por los términos contenciosos de Valdarto, Valullada y
Ugasti, para entrar en Sangüesa, terminando un tramo oscuro de la
peregrinación jacobea.
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El castillo se asentaba muy movido, sobre el Peñascal, teniendo a sus
espaldas un desplome caído sobre las aguas del Del Arco, muy
pronunciado, llamado familiarmente el Zarrastiero. Un primer fondo
extendido por la sierra de Ferrandillo se adelantaba, situándose muy por
debajo de los farallones de la sierra de Leyre, más propiamente llamada
Errando.
A poniente, la Higa de Monreal y las capuchas de Izaga cerraban el
horizonte y abrían la puerta a los vientos airados, eólicamente arrebatados,
el feroz «matacabras», y los tres cierzos: el cierzo blanco, el cierzo rojo y
el cierzo negro, según las coloraciones arrancadas a la paleta de un cielo
augural. Cuando paraba el aire, el invierno se cubría de «boiras» y el suelo
lucía su platería de «rosadas» y escarchas frías. La nieve cuajaba en copos
blandos, «las moscas blancas», y a mayor frío arrojaba gránulos compactos, «bolisas». Por los tejados y almenas, el aire removía torbellinos
blancos giratorios, llamados «usines».
Removían el aire seco y delgado los vuelos de águilas, garzas,
abejarucos, oropéndolas, becadas y otras plumas. Las aves migratorias,
anserones, grullas y ocas, abrían las estaciones en formaciones pitagóricas,
adelantándose al equinoccio. Ataca el ruiseñor y canta la perdiz. Y desde
su navegación, los bandos de palomas descubrían manchas de bosques con
encinas y robles, trigales, viñas y linares o los juncos húmedos de la Padul,
la bellota y el agua, en suma, para repostar antes de asaltar el Pirineo.
Vagaban en la espesura los jabalíes y merodeaban a sus tiempos los lobos.
A este lugarón despiadado, con honores de villa, traída y llevada,
empeñada a veces entre príncipes arruinados, pasada de Navarra a Aragón
y, definitivamente, devuelta a Navarra, dirigían sus pasos un día de 1236
los Aznárez de Sada, que venían de Estella, con una carta fundacional del
rey Teobaldo, para no salir más, entregando al tálamo el juego de
sucesiones brillantes y oscuras durante varios siglos. El castillo los recibió
con su gran arquitectura original. Tres torres, como los tres palos de un
barco encallado en el Peñascal. El palo mayor de la torre del homenaje era
el antiquísimo vigía levantado frente a la primera línea musulmana, tenía
sus basamentos armados con grandes tizones y quedaba envuelto en una
«camisa», cuyo tejido interior, tramado de hiladas en espiga, «opus
spicatum», delataba ya el siglo XI. Se llamaba la torraza y también la torre
de San Miguel. Dos torres menores batían los flancos, la de Undués y la
del Santo Cristo. Las tres torres quedaban comunicadas por dos recintos
delantero y posterior, con grandes crujías por dentro. La sala feudal, al
mediodía, era calentada por el fuego del hogar. Un foso exterior rodeado
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de muralla y puertas de entrada con puente levadizo hacían inexpugnable
el aparato poliorcético del castillo defensivo, que debía vigilar la raya de
Aragón.
Importantes caballeros y oscuros infanzones, incubados entre
penumbras, hicieron un linaje noble, bien parecido en justas y torneos.
Sobresalió don Rodrigo Aznárez, que fue camarlengo y gobernador
general de Navarra. Un sucesor suyo, del mismo nombre, murió luchando
en las costas de Cherburgo. Con tales pronósticos y un discreto movimiento sucesorio llegó el siglo xv, tiempo que inició las calamidades
finales del reino.
Entonces la línea masculina quebró, y el cabecilla Alonso de Artieda
entró por la fuerza y se casó en Javier. No fue una, sino muchas las guerras
embutidas que sacudieron el reino en la contienda sostenida entre Juan II y
su hijo Carlos, el príncipe de Viana. Agramonteses y beamonteses se
dividieron para matarse ferozmente por una centuria. El castillo siguió la
parcialidad de Carlos, quedando reducido a escombros en gran parte tras el
asedio que dirigió personalmente Pierres de Peralta.
Por los escombros humeantes pasó inadvertida la sombra de un
hombre trabajador y preponderante, oidor de los comptos reales, Arnal
Périz de Jassu, inventariando las ruinas, quien, sin pensarlo mucho, dio en
tasar aquellos muñones calcinados poniéndolo todo en sus escrituras, de
una vez, como lugar «irrecuperable».
Una mujer, Juana Aznárez, o Juana Alfonso, aventando pavesas y
reparando ruinas, atrajo las miradas del alcaide del castillo de Monreal
Martín de Azpilcueta, naciendo de esta boda María y Violante. Los
Azpilcueta eran valientes, con tenencias de castillos, eminentemente
belicosos; aportaron la afición a las armas.
Pero el esposo destinado para la niña María de Azpilcueta sería un
hombre de leyes, doctor por Bolonia y consejero de los últimos reyes de
Navarra, don Juan y doña Catalina. Muy pronto, desmintiendo con hechos
el pesimismo de su padre, don Arnal, demostraría que Javier era un lugar
recuperable, muy recuperable. El joven doctor Juan de Jaso ganaba pleito
tras pleito todas las pechas, tierras y señoríos, que desde Sangüesa hasta
Pamplona le tendían una alfombra a sus pies. El señorío de Idocin, las
pechas de Izco, Sangáriz, Santa Constanza y San Costamiano, junto con
otros lugares desolados que se rendían dócilmente.
—«Nos quiere destruir»— le gritaban ante los tribunales los
indómitos súbditos insurrectos de Idocin. Devora nuestros pastos con los
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rebaños de su hermano Pedro de Jaso, justicia de Pamplona. Acusaciones
vanas que luego deshacía con sentarse en el tribunal de la Corte Mayor, de
la que era presidente.
Amontonó privilegios reales, pagas y recompensas, consolidando su
fortuna. Mal visto por ello y envidiado, despedía a veces el mal olor de la
duda. Pero en 1494, radiante de poder, en la ceremonia de la coronación de
los reyes, recibió en sus manos el juramento de fidelidad de los tres
Estados. Vencía a sus enemigos y hacía amigos a los reyes vecinos.
Cabalgó a Medina del Campo, cuyo tratado de ese nombre con Tos reyes
Isabel y Fernando siempre sería considerado como fundamental en el
futuro. Era embajador y se movía diplomáticamente en Pau y Blois,
pactando con el francés y moderando sus pretensiones inauditas.
Cuando llegaron los hijos, tuvo para todos un destino personal:
Magdalena que sería dama de Isabel la Católica; Ana, palaciana de Beire;
Miguel y Juan, capitanes, y aún obtuvo una cédula de paje en la corte de
Castilla para uno de sus hijos que no tuvo lugar. Una doncella huérfana venida de la montaña y un sobrino, Esteban de Zuasti, fueron acogidos con
caridad. Contrató oficiales y maestros de obra y remozó el castillo, y en su
fachada soleada, sobre la puerta, plantó los escudos familiares
entreverados con los de su mujer, centrados por dos ángeles tenantes.
Pero la dueña absoluta era María de Azpilcueta, que dirigía sus
cuidados al hogar, y muy particularmente a una vida de piedad intensa,
restablecida en toda su pureza en la fundación de una abadía, arrimada a la
pequeña iglesia abandonada. Ganar el cielo mientras su esposo ganaba la
tierra parecía su divisa.
El esfuerzo espiritual, impresionante, alzado en aquellas azuladas
soledades, dominaba la vida. Lejos de la vista de los hombres y más cerca
de Dios, tres hombres de Iglesia dedicados al culto entonaban el oficio
divino acompañados de un mozo escolar. Una campana de bronce rezaba
la siguiente inscripción: Vox Domini sonat. En efecto, en pocos sitios
hubiera resonado mejor la voz del Señor que en el desierto casto y retirado
de la abadía y sus contornos. El murmullo de campanas, el «toque a nube»,
las avemarías y la Salve, Regina, regulaban los horarios lentos del hogar y
partían el silencio del valle.
Rigurosamente expulsada la peligrosa fauna de sacristía, nada de
mujeres o personas equívocas, el abad era Miguel de Azpilcueta, su primo,
y regía la ejemplar casa. Largas horas de silencio, silencio físico, de cristal,
precedían a la comida, acompañada de lectura de la vida de Cristo o de los
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santos. Estaba expresamente prohibido el juego de naipes, y por toda
recreación se recomendaba el estudio, el cultivo de la huerta y el ejercicio
de la pesca en el río. Nuestra Señora de Xavier presidía las devociones. A
sus pies se abrían las sepulturas con luminarias encendidas, las sepulturas
adonde un día, siempre lejano, bajarían los devotos fundadores. Este
ambiente prodigiosamente irreal estaba allí cerca, a dos pasos del castillo,
sin casas de vecinos en medio. Sin cambiarse, con echarse un manto,
María y Violante ganaban las gradas del altar.
Criada así, entre castillo y abadía, la hija mayor, Magdalena, muy
querida de la reina Isabel por su discreción y hermosura, hacía algún
tiempo que, abandonando la corte y a su enamorado pretendiente el duque
de Gandía, había cortado sus cabellos en Santa Clara de Gandía, del reino
de Valencia, vistiendo la estameña parda. Esta joven, de temple muy
superior a su edad, de «genio tétrico» y perfeccionista, padecía ya los
combates espirituales propios de la purificación preliminar a las grandes
subidas del espíritu.
De la profundidad de la abadía o de la gravedad de la corte de
Castilla había pasado al marco mediterráneo de una comunidad de
risueñas, divertidas y eutrapélicas doncellas, casi niñas, distando un
abismo de temperamentos y gracias. Todo y cualquier mohín le daba en
rostro. La fantasía de su intransigencia agrandaba las faltas insignificantes.
Cercada de dudas y mordida de escrúpulos, su alma debió de volverse más
de una vez para soñar con los muros de la abadía donde su madre y la tía
Violante metían en un puño todos los escándalos del siglo, apagando las
risas locas de la vida.
Una noche, tentada y con el ánimo propicio a la deserción, cayendo
de rodillas en el suelo enladrillado del coro, a un lado del facistol, fue
visitada súbitamente, viéndose sumergida en la niebla de una visión.
Monte arriba, en cuya cima florecía un jardín, unas y otras, las monjas subían portando cruces, resbalaban, caían y se levantaban, adelantando
siempre. La hermosura del jardín, los juegos
de las túnicas de brocado carmesí y estolas blancas, sus pendían su
ánimo. La interpretación dictada a su oído fue terminante. Esta alegoría
pintaba la realidad mística de Santa Clara de Gandía y resumía la
enseñanza moral más atinada. «Cayéndose y levantándose se va al cielo».
Magdalena se despreocupó, para transcurrir el resto de su vida
alternando los oficios de lavandera, tornera y aba
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desa, dejándose embestir por nuevas avenidas espirituales. Al igual
que su abuelo, don Arnal, no paraba de mover sus labios invocando a la
Santísima Trinidad, silabeando, aun en sueños, el Gloria Patri.
Violante anduvo siempre más cerca de la abadía, viviendo como
«beata», sobre todo cuando se vino definitivamente de Monreal, en cuyo
castillo murió su padre, don Martín de Azpilcueta, después de haberse
casado en terceras nupcias con Isabel de Echauz. Era «beata», es decir
ermitaña, y tenía su sepultura adjudicada al lado del evangelio.
También el doctor, más templado, abogaba por el aire ascético de la
fundación, en la que comprometía su ciencia canónica.
¿Sería exagerado afirmar que el mérito de estas obras obtendría del
cielo dos bendiciones abundantes, en forma de un gran santo y de una gran
cruz?
NACIMIENTO (1506)
Doña María, que debía de pasar de los cuarenta años, anunciaba en la
palidez del rostro y en el paso gestante la forma iniciada del niño. Había
sido concebido en Azpilcueta, según la rumorología, convertida luego en
tradición.
Era el 7 de abril de 1506, martes santo, fiesta de San Vicente Ferrer,
cuando tuvo el feliz alumbramiento en la habitación del ala occidental del
castillo, llamado el palacio nuevo. Era el único hijo que había nacido en
Javier, decían.
Probablemente fue bautizado inmediatamente en la pila bautismal,
octogonal, por el abad don Miguel. Junto al tazón de más de trescientos
años, pendían las ropas de cristianar de los niños. Removiendo las
tuniquillas ajadas de sus hermanos, colgaron para muchos años la de Francisco. Luego también ellos habían nacido en Javier.
El recuerdo de San Francisco de Asís, que había pasado de romero
haciendo el camino de Santiago y fundado en Sangüesa una casa en la que
plantó un moral, según la leyenda, debió de mover a sus padres para
escoger su nombre. Probablemente la conmemoración de la pasión de
Cristo asoció a sus mentes las llagas del santo de Asís. Sin más huellas de
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franciscanismo que la presencia espiritual de Magdalena y las primas
clarisas de Santa Engracia, la familia eligió ese nombre, que luego abrevió,
como en el resto de la parentela y en Navarra, quedando así convertido en
Francés.
Siguiendo la costumbre de la época, se entregó el niño a una nodriza
del país que, en su día, recordaría bajo juramento la prestación de su
oficio. La tradición, por su parte, acomodaría a esta mujer, situándola allí
en un resalte de roca tallada, frente a la imagen del Cristo, dando el pecho
al compás de sus plegarias.
Ahora sí, todas las figuras inertes, las advocaciones muertas, las
devociones calladas, hasta los susurros y rincones se reanimaban, parecían
adquirir sentido por especial designio para siempre y embellecían la vida.
El Cristo antañón, de más de trescientos años, hierático, sonriente y
muerto, de extraña placidez y labios entreabiertos, adentraba en su gesto la
realidad y la vida entera. Centraba y recogía forzosamente el hogar.
Colocado justamente a la entrada y salida de casa, con su benditera para
trazar con agua la señal de la cruz, antes o después de recorrer los once
escalones de piedra en forma de herradura. Se imponía físicamente,
alumbrado débilmente por la luz de dos saeteras.
Los paños de la capilla, con las pinturas murales de la danza de la
muerte, derribaban con exactitud por el suelo los atributos humanos de la
belleza, la riqueza y el poder. Sobre un tablado bailan los esqueletos
amarillos, sosteniendo en sus dedos marfileños fílacterias con inscripciones y sentencias latinas. Debajo, el cuerpo yacente de una bella, llamativa
ayer por su hermosura, representa la fatal inversión de los valores de este
mundo. Por singular mimetismo, los danzantes fosforescían también con
una mueca que parecía una sonrisa. Reían.
Ante las ultimidades del hombre, los balbuceos del niño, el
atropellado bracear de las mujeres, su madre, la nodriza y la tía Violante,
caldeaban la escena con exageraciones y rezos. El fuego, las ollas y el
agua. No hay agua de manantío. Se saca del pozo y está fría. La hielan las
estrellas todas las noches subiendo muy altas por encima del brocal.
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INFANCIA
El sonido es tal vez la primera sensación que llega transmitiendo
mensajes hasta la naciente inteligencia del niño. Se sucedieron las voces
vascónicas, dulces y rudas. Se abrieron los oídos con campanas, canciones,
ladridos y el gran silencio del ambiente insonorizado y sordo. De rodilla en
rodilla, de regazo en regazo, cosido a las haldas de las pías dueñas,
mecido, acunado y hasta estrujado en brazos, el benjamín acortaba con sus
gracias inesperadas los largos días alejados del mundo. Le miraban una y
otra vez, y le sacaban el parecido físico a su padre, a su madre.
Llegaba la edad psicológica de los porqués, interrogantes
amontonados, asombrosamente dirigidos, intencionadamente inocentes,
escalonados, no siempre respondidos ni acertadamente interpretados.
Cascadas de preguntas.
El cuestionario, tomado del ambiente, formó naturalmente la primera
pedagogía.
— ¿Por qué apareció el Cristo?
—Porque un día, hace mucho tiempo, después de muchas guerras,
andaba un cazador entre las ruinas del castillo persiguiendo una paloma y
vio que salía de entre las piedras una gran luz. Siguió la luz. ¿Cómo podía
haber allí una luz tan viva? Como el cazador no llegaba a donde brillaba la
luz, arrimó una escalera. ¡Dios mío! ¿Qué es lo que veían sus ojos? Allí, en
un hueco, halló la imagen del Cristo, desclavada de la cruz y con una
cadena que le rodeaba los brazos, atados a la espalda. La luz no se consumía. Por eso ahora arde siempre, en recuerdo, una lámpara de aceite. Era
un milagro.
— ¿Y qué es un milagro? ¿Y por qué está San Miguel en la otra
capilla, más adentro?
—San Miguel venció al demonio en el cielo y lo arrojó al infierno.
—«¡Oh San Miguel!, defiéndenos del demonio en la hora de la
muerte».
Todos decían que esta invocación brevísima se la enseñaba su madre
en un momento.
—«San Miguel es nuestro amigo verdadero». Por eso la torre más
alta se llama de San Miguel.
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Para el día de San Miguel habían bajado del Pirineo los grandes
rebaños pasando a la Bardena, resonantes con cañones, metales, trucos,
truquizos, cimbales, realeras y toda la rica variedad sinfónica de las
esquilas de cobre. Se habían cobrado los trigos y se hacía una gran fiesta.
Al día siguiente, 30 de septiembre, se volvía a guardar fiesta en el castillo
y en la abadía.
— ¿Por qué San Jerónimo también?
—Porque vuestro padre, el señor don Juan, estuvo estudiando en
Bolonia, de Italia, y allí rezó mucho ante San Jerónimo para que le
ayudara, sobre todo en el terrible y «tremendo examen» que tuvo que
hacer. Le acompañaron en aquel acto el infante don Pedro, muchos amigos
y un hombre muy bueno llamado Pedro de Arbués, a quien mataron los
judíos en la seo de Zaragoza.
Las preguntas atropelladas descifraban el universo y tropezaban
siempre con el horizonte. Firme horizonte de montañas que limitaban un
más allá de lejanías y curiosidades incitantes. La pregunta de la niñez:
¿Qué habrá más allá de las montañas?
Las conversaciones con pastores y criados le iban abriendo
rudamente, poco a poco, los ojos. Las primeras letras y caligrafía las
aprendió probablemente de su madre. Firmaban igual, sujetando el nombre
entre dos trazos verticales a cada lado, que parecían al vivo una empalizada. Más al vivo todavía, parecía la rúbrica el cordón umbilical, Sin
embargo, su abuela, Guillerma de Atondo, la mujer de don Arnal, nunca
aprendió a escribir, ni siquiera para echar la firma, y no sería el único caso
en la familia.
Cuando ya pudo más, siempre muy pronto, comenzó a frecuentar la
abadía, donde pudo arremeter con el latín, bajo la dirección de don Miguel
de Azpilcueta. Sus estudios, ¿dónde hizo los estudios? Siempre esta
cuestión avivaría la disputa de las localidades vecinas.
Más tarde estudiaría en Sangüesa, en el Real Estudio, habitando en la
célebre Casa París.
No estudiaría en Sangüesa, todo se torcería y el mal cariz que tomaba
aquella ciudad contra el castillo, con pleitos muy largos, amargaba las
relaciones de ambas partes, luchando por los pastos contenciosos del
Escampadero y límites, junto al Adoratorio de Malpaso.
Estudiaría en Pamplona, en la rúa de la Zapatería, donde la familia
tenía su casa y habitación cumplida, enseñándose la cámara y hasta un
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tablero de madera suspendido de la ventana donde el escolar colocaba los
libros y sostenía la cabeza.
Tampoco estudiaría en Pamplona, de donde no se podía esperar nada
bueno, porque la casa de su tío, el justicia Pedro de Jaso, era objeto de
grave escándalo público por culpa del hijo mayor, su primo carnal Juan de
Jaso, que vivía amancebado con una joven de perversa belleza, la
desgraciada María Périz de Erice. Todo Pamplona, una población que
apenas alcanzaba los diez mil habitantes, espiaba los menores
movimientos de esta vida irregular.
—No imitéis a los hijos del justicia—, decía a cada paso María de
Azpilcueta.
Estudiaría en Tafalla, en la casa del relator don Martín de Azpilcueta,
hermano del Doctor Navarro. O estudiaría más lejos aún, en Estella, en
casa de los Eguía, que luego se llamaría la casa del santo.
No estudiaría en Tafalla ni en Estella; podía estudiar cómodamente en
el monasterio de Leyre, residiendo, como su hermano Miguel, por algún
tiempo, acogiéndose a la honda amistad que los monjes dispensaban a la
casa, porque su padre, el doctor, les había resuelto el pleito del monte de
Canes.
Pero, sobre cualquier juego de suposiciones tardías, convenía retener
la niñez del benjamín y aun prolongarla, sin prisas. Nada tenía prisa, y una
monotonía estática cargaba de tedio el aburrido ambiente. Si las criadas
cardaban el lino o tejían, la faz de su padre, el doctor, se iluminaba o se
contraía a la luz o a la oscuridad, redactando con pluma de ganso su
famosa crónica o anotando en su diario, ambos escritos muy escuetos, por
pura diversión. Las teas de «coral», abrasadas en el fuego bajo de la
chimenea, movían temblorosas sombras y luces animando la escena de una
velada interminable para la escritura de sus datos y cuentas.
Un aburrimiento delicioso y feliz invadía los espíritus en cuanto
transcurrían unos cuantos días de estancia en casa tras los grandes viajes y
la permanencia en la corte despachando en el Real Consejo de Navarra.
Se consideró inolvidable, casi emocionante, el paseo que un domingo
hizo el doctor con su mujer e hijos y un par de oficiales que trabajaban en
casa, y, llevándoles por la Cañada Real, les subió a Malpaso; les iba
enseñando las mugas del lugar y los límites del señorío. Aquí el Escampadero; en el hondón, Valdarto y la Valullada. El abuelo, don Martín de
Azpilcueta, conocía bien estos términos y los había amojonado en su
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tiempo. La familia le escuchaba con respeto y regresaba feliz con la
lección bien aprendida y el goce de una recreación bien honesta.
Y así, una calma cuajada y compuesta de paces y tranquilidades
triviales absorbía los días retardados, sin espacio a la distracción, cebando
la dulce enfermedad del siglo, la melancolía, hasta que llegó la guerra.
CISMA Y GUERRA (1512-1525)
Se casaba su hermana Ana con Diego de Ezpeleta, señor del palacio
de Beire, congregando por última vez a la familia entera en la alegría de la
fiesta. A poco, niño todavía, seis años, en la semioscuridad de la noticia, le
sorprendió la guerra de 1512 rompiendo bruscamente la infancia. ¿Dónde
estaba su padre en esa hora? ¿Por qué no venía a casa? Nunca estaba en
casa.
Luis XII y Fernando se batían en Italia, y la factura del conflicto
internacional la pagaba Navarra. Juan de Albret y Catalina de Foix, los
reyes navarros, amigos de Fernando, pero enfeudados en Francia, se
inclinaban por el doble juego. Fernando, agotada la política matrimonial
para ganar a Navarra, pidió paso a Francia por la llave de los Pirineos,
exigiendo la entrega de la fortaleza de Maya entre otras. En su cabeceo
diplomático, Navarra le aseguraba su amistad, pero le negaba el paso. En
ese momento, el doctor Juan de Jaso y el mariscal de Navarra montaron a
caballo para llegar a Burgos. Fernando les recibió; apreciaba al doctor; el
recuerdo de Magdalena y el deseo de recibir a uno de sus hijos en la corte
lo confirmaban. El movimiento de espías era muy intenso, y Fernando, que
no desconocía las negociaciones simultáneas que Navarra llevaba en
Francia, intentando una neutralidad honrosa, no se tranquilizó con las
garantías dadas por el señor de Xavier. La hoja de parra de la diplomacia
cayó y surgió la guerra.
En pocos días, el duque de Alba se apoderó del reino. Los reyes don
Juan y doña Catalina se retiraron a Lumbier, y el doctor, junto con su
hermano Pedro, el justicia, les acompañaron entre otros caballeros en la
despedida. Todo se hizo de prisa, al amparo de una bula pontificia
pregonada a cañonazos, por la que los reyes navarros quedaban
excomulgados, al igual que sus secuaces. El doctor, con su ciencia
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canónica, debió de invalidar mentalmente el rigor de Julio II. En tiempo
del papa Alejandro VI había sabido aprovisionarse de un privilegio pontificio, para beneficiarse en días de entredicho, obteniendo múltiples
dispensas: la celebración de la misa a puerta cerrada y antes del alba, sin
repique de campanas; la absolución de pecados reservados y el uso de altar
portátil, entre otras gracias.
Las tropas del arzobispo de Zaragoza entraron por Xavier, hicieron
una hoguera en el castillo y quemaron las escrituras de los parientes de
Olloqui. El picor del humo irritaba los ojos. Todos los castillos quedaban
amenazados, presintiéndose su declinación feudal, pues una orden de
Fernando decretaba sin piedad la demolición, alcanzando, entre los
enumerados por Zurita, al de Xavier. De momento se salvó.
Don Juan de Jaso permaneció entre Pamplona y Xavier, percibiendo
la nómina habitual, y, en un último esfuerzo diplomático, montando a
caballo, hizo su última embajada al Rey Católico. Fue a Medina del
Campo, enviado por los reyes desterrados, para negociar una alianza
inequívoca. Una Navarra unida a Castilla en pie de igualdad, regida por los
reyes destronados.
El doctor se hundió en el fracaso de la negociación, y un ejército
francés, acompañado de lansquenetes y albaneses a sueldo, entró en
Navarra y sitió Pamplona, pero, derrotado más tarde en las alturas de
Velate, se volvió a las Galias. Tres años más tarde, el desvío de Fernando
parecía agudizarse enfriando la antigua amistad, porque la inmensa llanura
del Real, a la que alegaba el doctor sus derechos de vecindad y pasturaje,
fue dividida por una sentencia arbitral en dos partes, Sos y Sangüesa,
excluyendo del reparto a Xavier. En los casales del Real se hizo la subasta;
el castillo de Xavier hizo su reclamación inútil. Protestaron su hermano, el
justicia, y el hijo mayor, Miguel de Xavier, porque el doctor se hallaba
enfermo. El 16 de mayo de 1515, un notario de Sos se apeaba a la puerta
del castillo trayéndole una carta de Fernando. Dos hombres, uno armado
con una lanza y el otro con espada, le recibieron. Salió Pedro de Jaso y
recibió copia de la carta, alegando que su hermano estaba muy malo en el
lecho y que nadie le podía hablar. Despidió al notario asegurando que los
rebaños de Xavier no entrarían en terrenos del Real de Sos. Se agravó, y el
16 de octubre del mismo año, en plena vendimia, cuando la uva encendía
avispas de oro y el grano pisado en los lagares perfumaba sótanos y bodegas, murió.
Francisco, Francés para los de casa, contaba nueve años y medio; y
bebió en su imaginación los ritos inolvidables, funerales, del dolor. A las
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colmenas las taparon con paños negros notificándoles la defunción del
señor, solidarizando a los insectos más inteligentes y estimulándoles con
las clásicas palabras vascónicas a permanecer encerradas y trabajar y
labrar más libras de cera destinadas a arder en la sepultura del señor. El
zumbido del abejar le decía que también él tendría que aumentar su
rendimiento en adelante. Más cera y más luz.
La escena política se llenó de más lutos. Murieron en poco tiempo
Luis XII, Juan de Albret y Fernando. Les sucedieron Francisco I, Enrique
de Albret y Carlos. Esta rápida mutación puso a los hombres en pie de
guerra. La conspiración no desaprovechó esta ocasión hacía tiempo
esperada. La facción agramontesa, apoyada por tropas francesas, hizo
aparición en las quebradas pirenaicas. La casa de Xavier, perdida la
mesura del doctor y en manos jóvenes, se sumó a la insurrección. Miguel
era el cabecilla, reconocido en la región, que en un golpe de mano había
apresado al alcaide de Sangüesa encerrándolo en el calabozo del castillo.
Ocho roncaleses bajaron a defender el castillo y se tuvieron reuniones
conspiratorias para «revoltar» el reino. Pero un fuerte temporal de nieve en
los puertos impidió el avance liberador, quedando copado y siendo
derrotado por el coronel Villalba. Cayeron prisioneros los primos Valentín
de Jaso y el capitán Olloqui, siendo trasladados a Castilla y encerrados en
la torre de los Infantes del castillo de Atienza.
El movimiento quedó aplastado, y las órdenes del enérgico y ascético
cardenal Cisneros, ejecutadas fielmente por el duque de Nájera, virrey de
Navarra, alcanzaron de lleno a Xavier. Del 11 al 22 de mayo de 1516, una
cuadrilla de peones se ocupó en descuartizar el viejo monumento. La torre
de San Miguel perdió el equilibrio y se vino abajo. Pétalos duros, las
almenas y cresterías, cayeron secamente. Deshicieron la muralla exterior,
la primera puerta, el puente levadizo y dos torres laterales. Rellenaron el
foso con los escombros de la destrucción. Rompían el jardín; ¿por qué el
jardín? Y no perdonaron «la morada de los conejos». La ira demoledora
iba dirigida a la totalidad de la construcción, pero, a ruegos de María de
Azpilcueta, se derrocó sólo «lo fuerte» de la casa.
Más tarde, María de Azpilcueta diría que ella estaba pacíficamente a
la obediencia de Castilla, pero el virrey alegaría ante los tribunales que la
demolición se llevó a cabo porque allí dentro se juntaban «los deservidores
de Su Majestad». Y así, durante años, María, luchando gallardamente por
la indemnización, que no llegaría nunca, inventaría motivos de fidelidad. A
la demolición se siguieron otros dolores. Se pusieron guardas dentro de la
casa vigilando a la familia y sus menores actos. La torre de Azpilcueta y la
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borda pegante fueron derruidas y quemadas. La casa de Pamplona fue
también allanada y sus vigas aprovechadas en la construcción de la nueva
fortaleza. El efecto de estas acciones en el alma de Francisco, diez años,
debió de ser grande y aleccionador.
La depresión alcanzó otros aspectos. Las almadías se burlaban,
deslizándose sin pagar el tributo de un tronco por almadía. Los rebaños de
la trashumancia incumplían sus obligaciones. Un día no pudo ser de otra
forma. El criado Miguel de Larequi, con Miguel, Juan y Francisco,
cabalgaron en persecución de los rebaños, alanceándolos y arrastrándolos a
la abadía, pasándolos por sus puertas estrechas para hacerles el «quinteo»,
cada cinco ovejas tomaban una. Esta hazaña obtuvo cierta resonancia
triunfal. Doña María aprobó y concedió a sus hijos la recompensa de un
cordero para comerlo en el Molinaz.
Las gentes de Sangüesa, segur en mano, entraban en el territorio y
hacían leña en los grandes encinares. La ira de doña María, sin límites, les
volcaba las carretas y resistía todos los desmanes. Las revanchas
interminables de los viejos enemigos llenaron varios años acumulando
pleitos. No se sabía qué apreciar en la nueva situación, o admirar más, si la
fuerza de la contradicción o el temperamento de la resistencia. La «triste»
María de Azpilcueta, como se firmaba siempre, según fórmula usual de
viudedad, no se rindió jamás.
El fondo de una vida gris se animó con el primer temblor de la
pubertad y la indefinida sensación de la inocencia. Siempre creyó que los
muchachos de «los catorce años para abajo» viven en «estado de
inocencia». Era ya quinceañero cuando nuevamente estalló la guerra. El
rey Carlos, ausente en Alemania, se coronaba emperador. Con los
comuneros de Castilla sublevados se entendía Navarra. Enrique de Albret
pasó las gargantas protegido por Francisco I. La insurrección agramontesa,
patriótica, se hizo rápidamente con varios golpes de mano.
En vísperas de la Pascua de Pentecostés de 1521, todos los ojos en
Navarra se volvían a Xavier. El 17 de mayo.
Miguel de Xavier y sus hermanos bajaron a Sangüesa. Era el
atardecer e «iban no de muy buenas maneras, con rodelas y espadas».
Cuando llegó la noche, la oscuridad se llenó de sombras y comenzaron a
golpear las puertas. Caían ruidosamente las aldabas, se oían palabras
sueltas, y algunos bultos humanos corrían vagando por la rúa Mayor.
Sacaron de la cama a buen número de vecinos. Les acompañaba un fraile
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dominico haciendo esta leva nocturna. A los que se resistían les
amenazaban con quemarles la casa. Así juntaron hasta cincuenta hombres.
Amanecía y cantaban los gallos cuando los hijos de Xavier,
capitaneando a los voluntarios, llegaron a las cercanías del castillo, donde
se les juntó el hijo del mariscal Pedro de Navarra. Todos juntos,
deslizándose por las orillas del Molinaz y del río Aragón, se pusieron en
celada en las inmediaciones del puente de Tor esperando a una compañía
de Calahorra que de Lumbier se dirigía al Roncal, con banderas
desplegadas y roncos golpes de tambor. Cayeron súbitamente sobre ellos y
los atrajeron al puente, donde a tiros de ballesta y al arma blanca los
precipitaron en las pozas de Tor, muriendo algunos ahogados. El resto,
prisioneros en trailla, fueron conducidos al castillo. Los vencedores se
refrescaron en las bodegas, mientras se producía un tumulto de espadas en
el zaguán por apoderarse del botín y del capuz de un prisionero. Después
los sacaron monte arriba por la altura de Malpaso y los soltaron, dirigiendo
a los heridos al hospital de Sos.
Los capitanes Miguel y Juan entraron por la rúa Mayor victoriosos
llamando la atención por llevar a rastras las banderas capturadas, «cabeza
abajo», caídas por el suelo las flechas, «el yugo y las coyundas» de
Fernando e Isabel. No vivía el doctor ni a todos complacía el rumbo de la
guerra.
—«Quiera Dios enviarnos el ángel de la paz»—, escribía el pariente
Miguel de Añués.
La Pascua de Pentecostés sirvió para reclutar en la solemnidad
religiosa nuevas fuerzas y dirigirse a la villa de Lumbier, de raigambre
beamontesa, plaza fuerte que convenía rendir. Parlamentaron en el puente,
pero la villa no cedió a las razones ni a las noticias optimistas de la invasión francesa. Se retiraron discretamente los hijos de Xavier con sus
huestes a la localidad vecina de San Vicente, donde tomaron la colación y
pasaron la noche. Al día siguiente se lanzaron sobre Olite y, a grandes
cabalgadas, se acercaron a Pamplona, abandonada y sitiada por el generalísimo francés Asparros.
La fortaleza resistió sólo seis horas y se rindió cuando el caballero
guipuzcoano Iñigo de Loyola cayó con las piernas rotas por la pelota de un
cañón. Entraron en furia derribando las puertas los franceses y navarros
agramonteses, evitándose milagrosamente el horror de una matanza. El
caballero guipuzcoano fue retirado y atendido en su gravedad, hasta que,
días después, el capitán Esteban de Zuasti, el primo huérfano educado años
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atrás en Xavier, lo trasladó fantásticamente a su palacio de Zuasti y,
encaminando luego su litera por el valle de Larraun, lo condujo a Loyola.
De su sangre brotaría una milicia santa, tras la herida muy calculada, que,
de ser más grave, hubiera resultado mortal; y de ser más leve, no hubiera
agrandado la convalecencia que produjo la meditación más poderosa de la
Edad Moderna.
La acción salvadora del primo Esteban pudo adelantar los
acontecimientos estrechando los vínculos inimaginables entre Loyola y
Xavier. La guerra de Navarra, que fue para Maquiavelo una guerra de casa,
o una guerra santa emprendida contra unos reyes cismáticos, acabó
congregando en Pamplona combatientes inesperados y contrapuestos,
llamados a poblar el cielo en la brillante constelación del santoral. Habían
empuñado las armas Juan de Dios, el padre de Teresa de Avila, Iñigo de
Loyola y los hermanos de Xavier.
La victoria imperial en la batalla de Noaín, con la prisión de
Asparros, dispersó a los vencidos empujándolos a Francia, quedando
muchos en la merindad de Ultrapuertos; Miguel de Xavier y Juan de
Azpilcueta no depusieron las armas y amagaban en la montaña.
El 15 de diciembre de 1523, el Emperador concedió con excepciones
un perdón general a los combatientes navarros. No fueron perdonados
Miguel y Juan, que excepcionalmente encabezaron la lista de los
condenados a la última pena: «Miguel de Xavier, cuyo dice fue Xavier, y
Juan de Azpilcueta, hermano del dicho Miguel». Por orden imperial se
confiscaron los bienes de Xavier y Olloqui. Tras rigurosas tasaciones, los
bienes de Xavier fueron destinados a la reconstrucción del monasterio de
Santa Eulalia, en Pamplona. El crimen de alta traición, las penas de muerte
y los «confisques» hicieron doblar el gesto de la triste María de
Azpilcueta, que desde su abatimiento buscaba para su benjamín un destino
lejos de las armas y más en consonancia con los fervores religiosos de la
abadía.
Miguel y Juan operaban en el valle del Baztán, esperando siempre el
día de la gran invasión francesa; capturaban prisioneros que luego los
hacían soltar y limpiaban de espías la frontera. Mezclados en las caravanas
de botanas de vino, circulaban los espías imperiales minando la acción
navarra. Había envidias, la guerra era la guerra, y no todos los jefes
pecaban de idealistas. Miguel se quejaba amargamente en sus cartas y se
proclamaba «el más abatido gentilhombre del mundo». Pero, cuando el
conde de Miranda, virrey de Navarra, se lanzó a la conquista de la
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fortaleza de Maya, el valor apretó filas y los jefes, abandonando rencillas,
se sintieron héroes.
El gran número de piezas de artillería y carretas tiradas por bueyes se
hizo sentir en la trepidación del valle. En el interior de la fortaleza se
encerraron, con el capitán Jaime Vélaz de Medrano, los hermanos Miguel
y Juan de Xavier. La resistencia endiablada aguantó el bombardeo y las
minas de pólvora ante la admiración desesperada del virrey.
—«Recordad, señor, que son navarros»—, le aclaró el conde de
Lerín.
Salieron de entre las ruinas, rindiéndose al fin, al sentirse traicionados
por la tardanza del ejército francés. Cayeron prisioneros, y a los pocos
días, desde las cumbres cercanas, se divisaba en las aguas azules del
Cantábrico un navio que la gente comenzó a decir iba cargado de oro para
rescatar a los hijos de Xavier. Un criado de Miguel fue capturado cuando,
ignorante de la situación, venía de Francia a Maya en busca de noticias.
Después de largo interrogatorio, le dieron una tanda de azotes, le hicieron
cabalgar montado en un asno por el real de los imperiales y le condenaron
a galeras para el resto de sus días. Toda la guerra de Navarra, que había
comenzado por la fortaleza de Maya, terminaba por allí desmoronándose,
arriando los últimos signos de independencia.
La fortaleza de Pamplona recibió a los prisioneros con los más negros
presentimientos. Miguel de Xavier ocupaba una celda junto a la capilla la
noche en que los guardas le amenazaron con las espadas por haber
desaparecido una candela en el momento en que iban a echar los cepos a
los presos antes ele acostarse. Se rumoreaba la ejecución de los Vélaz de
Medrano, y Miguel de Xavier, aprovechando una distracción del carcelero
y vistiéndose con las ropas de la criada que le traía la comida, se escapó
disfrazado de mujer. Otra versión afirmaba que salió sin inmutarse, con un
golpe de naturalidad, genial, en medio de los guardas, corriendo a
refugiarse en la montaña. Las oraciones de María de Azpilcueta
desgranadas ante el Cristo salvaron a su hijo, según Dávalos de la Piscina,
de una muerte segura.
Nuevamente la guerra pasó a Fuenterrabía. Esta plaza, en poder de
los franceses —Miguel ya estaba allí—, fue sitiada por las tropas
imperiales y ablandada por largas negociaciones. Sólo una persona de
inmensa autoridad, su tío, Martín de Azpilcueta, el Doctor Navarro, pudo
rendir el genio de Miguel de Xavier mucho más que los sacres y
ribadoquines de la artillería imperial. La lucha no conducía a ninguna
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parte, las guerras religiosas que arruinarían a Francia’ y el voto favorable
al Emperador eran razones de su dictamen. «Que redundaría en honor de
Dios, en provecho de Navarra y de sus mismos parientes y adheridos, y en
beneficio del rey don Juan, hombre pacífico por naturaleza, a quien servían
de gran carga, que volvieran a su patria en la primera ocasión justa que se
presentase y sin ofender al monarca francés a cuyo servicio se hallaba el
mariscal». Se siguió este consejo cronológicamente anterior y se salvó la
pureza política.
Las capitulaciones de Fuenterrabía devolvieron a los capitanes de
Xavier las honras y preeminencias, el asiento en cortes y el reconocimiento
de los antiguos derechos sobre las almadías del río Aragón y los blancos
rebaños del Roncal. Después de una lectura atenta, Miguel de Xavier no
pudo ser más explícito, y declaró que la capitulación se hacía «por el bien
público de toda España y de todo este reyno» de Navarra.
Volvieron a casa. Todas las cosas se hallaban en su puesto fijo,
descubriéndose en todo la mano de una buena administración. Era
Francisco, que había gobernado los negocios familiares en los días
difíciles sin resentirse el curso de sus estudios. La inteligencia, jovialidad y
un encanto irresistible eran cualidades que en este tiempo le reconocía
generosamente el Doctor Navarro. La presencia de sus hermanos le
descargaba, y volaba a metas más ambiciosas. Su último acto
administrativo fue despachado, tal vez deprisa, antes del viaje acariciado,
porque arrendó en Burguete los medios molinos que tenía el castillo de
Xavier. Días después picó espuelas y, acompañado de un criado, pasó los
puertos, internándose en Francia, camino de París.
El viaje brioso del jinete, menos cargado de dinero y más provisto de
ilusión, dejaba atrás para siempre la mediocridad ambiental, a la que
renunciaba sin dificultad. Muy pronto, casi por los mismos días, en
Olloqui y en Beire cundían los disgustos y porfías, con riñas de espadas,
hasta dar en las cárceles reales. Su primo, Francés de Olloqui, era el peor,
pues un día golpeó a su madre con un hierro tirándola al suelo.
Cada legua le acercaba al horizonte soñado, mientras se borraban las
últimas huellas de su original procedencia. A estas horas, ¿era navarro?;
¿era español?; ¿era cántabro? Se disolvían los horizontes, caían las
distancias, y estas preguntas que el futuro formularía carecían de sentido.
Probablemente era sólo de su madre, a la que adoraba y perdía para no
volverla a ver.
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LA UNIVERSIDAD (1525)
Burdeos, Poitiers, Tours, Orleans quedaron tras los cascos
incendiados del caballo de Francisco. Siempre a caballo. Los días cortos
de septiembre y el día de San Miguel le aproximaron, al trasponer la colina
de Santa Genoveva, a la ciudad del Sena.
En rápido contraste con los parajes solitarios y los años ordenados, le
recibía el barrio latino para retenerle durante once años. Edificios,
monasterios, hospitales, colegios, tabernas y cuevas entre callejuelas
húmedas que más parecían alcantarillas. Humedad, oscuridad, suciedad y
falta de limpieza. Nada me llevé de París, gruñía Erasmo, sólo el cuerpo
contaminado de enfermedades y abundante provisión de parásitos. Allí
hervía la juventud de Europa, tres mil o cuatro mil estudiantes. Una
juventud hormonal y apasionada, destinada a enfermar y amarillear,
venérea hasta los tuétanos y ávida de gloria, inscribía sus nombres en la
famosa universidad el día de San Remigio, 1 de octubre.
Francés de Xavier, clérigo de la diócesis de Pamplona; así se apuntó
el nuevo alumno en el colegio de Santa Bárbara. Su fachada, que caía
sobre tres calles que la separaban de otros tantos colegios, le permitía
asomarse al más sombrío e inhumano de todos, el de Monteagudo, cuyos
alumnos, cebados a fuerza de ayunos y frecuentemente apaleados,
despedían de sus capas y axilas el inconfundible olor a sudor y legumbre, a
vajillas mal lavadas y letrinas peor fregadas. Apestaban.
Monteagudo y Santa Bárbara rivalizaban sobre todo en las luchas
callejeras. Los de Santa Bárbara siempre se sintieron superiores, y él era
«camarista porcionista», con rango externo de hidalgo, pobre, pero
soberbio, servido además por un «martinet» traidorizo, de baja condición y
mala vida, el tristemente famoso Miguel Navarro. Ambos, en sus apellidos,
decían abiertamente su origen navarro, aumentando el caos babélico de
lenguas y nacionalidades: italianos, españoles, portugueses, sirios,
egipcios, armenios y persas.
Primeramente tuvo que dejar su vestido de gentilhombre para ponerse
un largo hábito negro ceñido a la cintura por una correa, y comenzó su
vida universitaria. A primera vista, aquella casa no era ningún
establecimiento de vida mundana. Levantarse a las cuatro de la mañana,
cuando un estudiante, campana en mano, recorría los dormitorios
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introduciendo sus narices materialmente en las sábanas hasta cerciorarse
de que todo el mundo se hallaba despierto, y encendía el candil. A las
cinco, la primera lección, reuniéndose en un aula con cierta tibieza de
establo, sentándose como ovejas sobre el enlosado cubierto de paja para
calentarse, en invierno, y de heno fresco en verano. Esta postura, muy apta
«para fomentar la humildad» del discípulo, y más edificante que convincente, no vencía del todo la mala impresión, gregaria, de un rebaño de
rumiantes bien estabulado. A continuación, la misa y el desayuno de un
panecillo. Entre ocho y diez, la clase principal del día, seguida de una hora
de «ejercicios». A las once, profesores y discípulos comían en el mismo
refectorio despachando las magras raciones con la lectura en voz alta de la
Biblia o de las vidas de los santos. Cierto esparcimiento y, de tres a cinco,
la clase vespertina. La cena a las seis, seguida de un resumen de los estudios del día, las oraciones de la noche y, a las nueve, se tocaba a silencio,
aunque era posible obtener permiso para estudiar hasta las once. Luego el
sueño, oficialmente el sueño, descabezado sobre jergones de paja.
Los martes y jueves eran días de recreo, practicándose juegos y
ejercicios atléticos en las praderas de la isla del Sena. En seguida
sobresalió por los saltos y la agilidad de sus piernas. Brincando sin
compasión sobre su propia sombra consiguió los primeros trofeos.
En conjunto, el esfuerzo del estudio y aun el entusiasmo de maestros
y discípulos levantaban un prestigioso monumento a la ciencia de su
tiempo. Gravitaba la arquitectura del sistema trazado por el Aquinate, pero
con el tiempo sus grandes líneas aparecían trituradas por el decadente
juego de una escolástica sin alma, entretenida en la composición de
argumentos y cuestiones pintorescas, más aptas para ejercitar sutilezas
dialécticas que para afrontar los grandes problemas filosóficos. El gusto
por el bien decir y la moda omnipotente renacentista, con el culto a los
clásicos grecorromanos, arrumbaron las últimas muestras de la escolástica.
La reacción era universal, y estos modos latinos le ocuparon el primer año,
apasionándose como el resto de la juventud. Dos o tres frases cogidas al
azar en sus cartas resultarían correctas y aun elegantes, sin omitir la
facilidad de los días difíciles «con ser el latín tan fácil...»
El curso escolar 1525-26 terminó con un examen que puso fin a sus
estudios literarios, dejándole para el primero de octubre a las puertas de la
filosofía. Probablemente el marco se amplió. No se cabía en las clases; en
tal caso se arrastraba la cátedra al aire libre; los profesores ahuecaban más
las voces y dictaban sus lecciones.
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Una carrera larga le aguardaba. Para alcanzar el grado de doctor
necesitaría cinco años. En la cuaresma de 1529, puesto que se orientaba a
la cátedra, llegaría a dar un examen preparándose para cumplir este oficio.
Estos jóvenes maestros o doctores quedaban a veces estancados en la
enseñanza, de la que vivirían para siempre. Otros darían sus lecciones para
poder costearse nuevos estudios. La mínima diferencia de edad que
separaba a discípulos y maestros les hacía camaradas y aun cómplices.
Exteriormente, el orden y la disciplina del reglamento no lo hubieran
consentido, pero por debajo de las apariencias fluía la vida clandestina
ofreciendo las aventuras más atrevidas.
El portero de Santa Bárbara, un cíclope, bautizado por los estudiantes
con el nombre de Polifemo, era muy sensible al brillo de unas monedas.
Lo demás se dejaba fácilmente adivinar. En términos velados y caritativos,
su compañero de habitación, Pedro Fabro, en quien apenas había reparado,
hablaba vagamente de cierta agitación de conciencia causada por la vista
de los defectos ajenos e imperfecciones.
Eufemismos aparte, maestros y discípulos ahondaban con gusto en el
conocimiento propio de sus defectos e imperfecciones. Con su
imperfección a cuestas, un maestro, en particular, solía conducir por la
noche grupos de estudiantes a casas de mala fama entre callejas perdidas, y
Francisco iba entre ellos.
En las noches de París, el aire de complicidad y fornicio, las más de
las horas agarradas a las estrellas como los tactos humanos y los besos de
la ciudad, embriagaba a la masa juvenil de pensionistas, camaristas y todos
los rangos del humano saber mezclados, retozando en las sombras. Las
primeras lecciones, los nuevos, los tímidos y las impuras rameras. Al filo
de la media noche, la vuelta. Los tapiales escalados de sombras apagan los
comentarios de cada experiencia. Se baja la voz y se paladean las emociones gozadas, glosando la mísera felicidad. Ponderaciones, gustos y
reticencias roban el seso y alargan la ilusión en dulce perspectiva, para
despertar luego en un triste amanecer.
Por una de esas raras confidencias pronunciadas con la intención de
ganarse al interlocutor, aun exagerando los propios defectos, confesó más
tarde haber sido maravillosamente preservado del mal. «Sin haber
experimentado corrupción de la carne». Aunque, «acerca de la vida de los
estudiantes, decía que ellos y los maestros eran muy inmorales y que, con
frecuencia, salían del colegio por la noche con uno de los profesores y le
llevaban a él».
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La historia ha callado el nombre de este culto profesor que lucía en el
tablero de su frente las marcas del vicio, las «bubas» contraídas en el
tráfico venéreo de sus clases nocturnas. También Francisco calló
discretamente y se apresuró a resistir tan mala influencia. A los veinte
años, su cuerpo cargado de rosas, con un paso más sin detenerse en el
preciso instante en que se jugaba el futuro y tras resbalaren el abismo,
jamás hubiera existido ya el gran apóstol de los tiempos modernos.
Ese momento inseguro no fue superado por un pensamiento elevado
ni por un sentimiento de su propia dignidad; sencillamente tuvo miedo.
I.as «bubas» repugnantes de su profesor sifilítico siempre estaban allí, y el
miedo al contagio le retuvo, según confesión propia, «por uno o dos años»,
hasta que este maestro tan ameno murió víctima de sus propios excesos,
siendo sustituido en 1528 por el maestro Peña, casto y virtuoso, cuyo
ejemplo le salvó.
La explicación humana del miedo al contagio no lo aclara todo. ¿Se
puede resistir sólo por miedo durante dos años? Por debajo de ese temor se
escondía el carisma secreto que vino a descubrir en la confesión
sacramental que hizo de su juventud, juzgándole su confesor: «puro,
virgen y casto desde el vientre de su madre».
Al regreso de una noche de ésas, apáticamente, victoriosamente
disputadas al vicio, debió de fijarse por fin en el porte de su compañero de
habitación, un saboyano arrancado a su oficio de pastor en las montañas
azules de los Alpes, de inocente semblante, en contraste con su arrogancia
de hidalgo navarro.
El angelical Pedro Fabro, a la edad de doce años, en el silencio del
campo hincado de rodillas, había pedido a Dios le mostrara lo que debía
hacer para agradarle. El voto de castidad, le pareció que le respondía una
voz interior. Allí mismo consagró su cuerpo y se consideró desde entonces
destinado a la santidad. De su interior brotaba cierto resplandor, y la luz de
su límpida pupila, propia de un alma pura. Con el tiempo se le conoció por
su trato insinuante y amoroso, y a su atractivo se le confiaban las personas
en gran amistad. De extremada sensibilidad en su vagar por las cortes de
Europa, una vibración levísima le descubría con avisos telepáticos las
influencias de cualquier localización pecaminosa, el humilde barrio de las
prostitutas. Ahora sólo el remoto acto de su castidad campestre, otorgada
sin consejo, le dolía y purificaba con escrúpulos cíclicos e inseguridades
internas.
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Por allí, por las ortigas de su espíritu puritano, tuvo que pasar bien
juzgado y examinado su compañero, atravesando el duro tamiz. Se guardó
su impresión, para más adelante escribirla claramente.
«Déme la divina Bondad una memoria agradecida para reconocer los
divinos beneficios que en estos tres años y medio me concedió por varios
medios, dándome tal maestro y tal compañía, como la que encontré en mi
habitación. Me refiero principalmente al maestro Francisco Javier».
Ambos amigos habían puesto bridas al instinto carnal, y la castidad,
caballo de batalla en la juventud, abría nuevas vistas a un mañana
misterioso e imprevisto. El año 1529 eran ya bachilleres en artes, y un año
más tarde recibían el título de maestros, lo cual les permitiría enseñar
como regentes a los estudiantes más jóvenes, mientras continuaban sus
estudios teológicos. Al grado de «maestro», que en adelante realzaría su
nombre llamándose maestro Francisco, se presentaron la mitad de sus
compañeros, saliendo victorioso un número muy reducido. Caían en el
ruedo al filo de argumentaciones en cadena, construidas con silogismos
cortantes como aceros. A su vez, tenían que saber atacar con iguales armas.
Estos exámenes, verdaderos torneos, finalizaban para los vencedores con
el «bonete» de lana, que recogía en la nuca los mechones abundantes de
una cabeza sabia.
Tras las felicitaciones, los parabienes y los banquetes, la
muchedumbre se dispersó, quedándose a solas con sus deudas, tachado de
«gastos exagerados». Pedía dinero a casa, pues por encima de todo quería
mantener las apariencias y ser notado de los que eran sus iguales en nacimiento; de aquí su innecesaria extravagancia, al decir de Turselino.
Cuando volvió a pedir más dinero, sus hermanos le dijeron que no.
Probablemente la negativa se agudizó con la noticia más dolorosa todavía
de la muerte de su madre, acaecida con implacable naturalidad un día
incierto de 1529. La última remesa de dinero, hecha de mala gana, debió
de avivar el propósito de terminar con la causa de tantos gastos: retirarle
de los estudios. Capitanes derrotados y arruinados, sus hermanos
decidieron atajar cuerdamente.
—«No hagáis tal —se opuso proféticamente Magdalena—, porque
tengo entendido que ha de ser un gran siervo de Dios y columna de la
Iglesia».
La predicción de la hermana vidente detuvo desde su retiro de Candía
el golpe mortal.
28
LOYOLA-XAVIER (1528-1534)
Durante la primavera de 1528, Francisco debió de cruzarse a menudo,
en la pestilente rué du Chien, entre Santa Bárbara y Monteagudo, con un
estudiante ya maduro, cuyo paso ondulante anunciaba, en el contrapunto
de su cojera, la trayectoria de una vida singular; caballero vascongado,
«soldado desgarrado y vano», combatiente herido en Pamplona, convertido
y penitente en una cueva de Manresa, peregrino en Tierra Santa, estudiante
en Barcelona, Alcalá y Salamanca, y hasta prisionero de la Inquisición.
Si no excéntrico, por lo menos interesante, este discípulo atrasado fue
confiado a maestro Francisco, quien muy desinteresadamente lo cedió a
maestro Fabro, después que una circunstancia inesperada había unido a los
tres en una misma habitación. El hielo comenzaría a fundirse cuando
Ignacio distrajo de sus recaudaciones las monedas con que socorría a
estudiantes pobres que luego encaminaba a las clases de Javier,
aumentando su alumnado e, indirectamente, los ingresos que le negaba su
familia. Maestro Francisco los recibiría con agrado en su cátedra del
colegio Dormans-Beauvais, sin entender del todo la sutil maniobra de su
difícil compañero de habitación.
Ya en casa, los antecedentes y el recuerdo velado de las hostilidades
pasadas, animadas por la alusión al primo Esteban de Zuasti, cuya
intervención famosa le había salvado, aliviaban la pesadez de largas horas
tirantes, transcurridas, tal vez, sin mirarse ni dirigirse una palabra.
Ignacio iba muy despacio y aprovechaba los momentos más
favorables. Mañana, el porvenir; proyectos, sueños y fantasías pintados
con vivos colores alegraban otras jornadas. En el hueco de una pausa, la
voz de Ignacio introducía con calma la palabra eterna. ¿De qué le sirve al
hombre, maestro Francisco, ganar todo el mundo si pierde su alma? Por
toda respuesta, una carcajada, o una burla muy fina, guasona. ¿Nada más?,
como quería el diálogo tardío y convencional de Auger. Ni el ataque de
Ignacio era frontal, ni Francisco era el pecador que había que convertir,
arrancándole de las llamas del infierno. Su conversión era gradual, más
matizada y especializada, orientada a la santidad. Por debajo de las
palabras y la aparente oposición corría otro lenguaje de amistad captado en
un gesto o en una mirada de Ignacio que venía a decir: resistes, pero
ignoras todavía que me buscas, cuando ya eres mío, hijo del alma.
29
Una carrera de honores le esperaba de esta manera. Un día de su
juventud, en Navarra, tonsurado con tijeras de plata, se había consagrado
oficialmente a la Iglesia. Una vida virtuosa y honrada, como la de su primo
el Doctor Navarro, en el fondo le gustaba; la gloria de la ciencia, la fama
de la cátedra; por ello le escribía asiduamente a Salamanca. Su amigo
Francés de Navarra había sido nombrado a la edad de veinte años prior de
Roncesvalles, dignidad opulenta y ostentosa, con aspiraciones a una mitra.
Otro familiar, el doctor Ramiro de Goñi, ocupaba en la catedral de
Pamplona el puesto más lucrativo y elevado después de obispo, como
administrador del cabildo. Estos modelos familiares, tentadores, le
empujaban; probaría una canonjía en Pamplona, buscando en el doctorado
de París el cimiento del futuro. Y como para acceder a un beneficio
eclesiástico le convenía promover su título nobiliario, desde allí mismo,
acompañado de dos estudiantes navarros del colegio de Santa Bárbara,
requirió a un escribano para presentar en el Consejo Real y la Corte Mayor
de Navarra su proceso de hidalguía. Escribió también una carta a su
hermano Miguel, rogándole que por mediación de su tío el doctor Remiro
de Goñi le procurase la canonjía.
30
Así, teniendo en cuenta que la conversión de un justo a la santidad
heroica es obra de la gracia, tan difícil como la conversión del pecador, se
clavaban siempre como garfios las interrogaciones espaciadas de Ignacio.
¿De qué te sirve, Javier, ganar todo el mundo con detrimento del alma?
A esta confrontación interior vino a sumarse, como una ráfaga de luz,
la noticia de la muerte de su santa hermana Magdalena el 20 de marzo de
1533, siendo abadesa de las Clarisas Pobres de Gandía. Si a ella le debía su
permanencia en París y su posición como regente del colegio Beauvais, no
es extraño que su pensamiento se detuviese a meditar sobre esta pena
familiar. No la había conocido en el castillo. Dama de Isabel la Católica, la
azucena de Javier había purificado su vida desde los comienzos. Había colgado de la Virgen de Gracia sus alhajas, vivía alegre en la vida religiosa,
pero sus tentaciones y sus visiones le habían asegurado un puesto relevante
en el claustro de Gandía, núcleo cierto de subido misticismo.
31
Magdalena, baja de estatura y complexión débil, se esforzó siempre
por ayudar a sus hermanas, empleando en su favor el tiempo que le dejaba
libre el coro. Siendo tornera, lo mismo que abadesa, cuidaba
voluntariamente de la ropa de las más viejas o enfermas, lavando a veces
seis o siete hábitos de lana cada día.
Amaba sobre todo la oración. Con todas, se levantaba al coro a media
noche, pero luego se quedaba sola en la iglesia hasta maitines,
permaneciendo seis horas seguidas. Su unión con Dios se mantenía
durante el trabajo con la repetición de rápidas jaculatorias, el Gloria Patri
y el Sit nomen Domini benedictum. La continuidad de esta costumbre le
llenó la boca de día y de noche con esta práctica, pues se despertaba con
frecuencia murmurando la alabanza trinitaria. Meditaba a diario toda la
vida de Cristo, y por los diversos rincones y pasillos de la casa había
situado mentalmente las estaciones del viacrucis, recorriéndolas sin cesar.
Era fama que su oración había sido escuchada milagrosamente muchas
veces. Entre otros favores importantes, la comunidad atribuía a sus
plegarias la liberación de una molesta plaga de chinches y pulgas.
Al fin de su vida, Dios le reveló que le aguardaba un tránsito fácil y
tranquilo, mientras que sor Salvador moriría presa de acerbos dolores; pero
con sus ruegos alcanzó del Señor que se cambiaran los papeles, hasta tal
punto que su súbdita expiró dulcemente, padeciendo Magdalena una
agonía espantosa. Después de su muerte se vio su lengua mordida y como
pulverizada, por el esfuerzo que hizo en sufrir y ocultar sus dolores a las
circunstantes.
A mayor abundamiento, tuvo sor Ursula una visión en la que se le
apareció la difunta abadesa y le hizo saber que se iba ya al cielo, novedad
que comunicó sin tardanza al confesor fray Damián Visquet. Por hechos
tan singulares, sus restos mortales, a diferencia de las demás monjas y
abadesas, enterradas siempre en una tumba común, fueron inhumados en
sepultura aparte, a los pies de la imagen de Nuestra Señora de Gracia, con
honores de santa.
Tal era el admirable fin de su santa hermana, a quien debía la
prosecución de su carrera. ¿No pediría ahora en el cielo por su querido
hermano?
Pedro Fabro, su compañero de cuarto, se había entregado con
docilidad, dejándose ganar hacía dos años por la unción insinuante de
Ignacio. Sin espasmos ni violencias, Javier, en la primavera de este año,
era también presa capturada por el trato, el ejemplo y la paciencia de
32
Ignacio. Su conversión, por decirlo así, la resolución de unírsele como
discípulo en la práctica de los consejos evangélicos, era cosa hecha.
En junio, Fabro se ausentó viajando a su tierra para visitar a su padre
y poner en orden los asuntos de familia. Cuando se despidió de Javier
consta que ya estaba totalmente ganado. Su ardor era visible y estaba
decidido a suspender sus clases. Tuvieron que reducirle a que las siguiera
impartiendo. El cambio de costumbres, una vida más retirada y el trato con
Ignacio alarmaron de repente a su fiel criado Miguel de Landívar,
temiéndose lo peor, el fin de sus ganancias a su servicio. Sin pensarlo
mucho, era muy voluble, desenvainó la espada y fue por Ignacio. Subía
por la escalera al cuarto alto de la torre de Santa Bárbara en busca de su
víctima, cuando una voz amenazadora le detuvo.
—«Infeliz de ti, ¿qué quieres hacer?»
Aterrorizado, allí mismo se arrojó a los pies de Ignacio, y entre
lágrimas le confesó su culpa.
La fuerza de la conversión y la sagacidad de Ignacio le inmunizaron
por estos días contra las extrañas inquietudes de humanistas y herejes en
que hervía París. Muy cerca merodeaba Calvino. Las primeras prácticas
que Ignacio inculcaba, alentando un proceso de interiorización espiritual,
eran la confesión general y el examen diario de conciencia, marchando los
domingos a la Cartuja, confesándose allí semanalmente y comulgando.
Pronto se les juntó un estudiante portugués llamado Simón Rodríguez.
Cuando Fabro regresó de su patria, a principios de 1534, se dispuso a
hacer los ejercicios espirituales, colección de meditaciones escalonadas
sobre las verdades eternas y la vida de Cristo, combinadas con
experiencias, exámenes, reglas y modos de orar aprendidos en los días
luminosos de Manresa. Durante treinta días, en el arrabal silencioso de
Saint Jacques, apartado de la gente, recibía la visita diaria de Ignacio,
proponiéndole escuetamente, geométricamente, las ideas de las
meditaciones. Después, a solas con Dios, su alma se desgajaba
paulatinamente del entorno, de su cuerpo y aun de sí mismo. Hacía mucho
frío. El Sena estuvo totalmente helado durante ocho días, cruzándolo las
carretas. Insensible a todo, Fabro se arrodillaba en un patio a la intemperie
meditando sobre la nieve. Un montón de troncos que le trajeron para
encender la chimenea le servía de cama tendiéndose en camisa. AI frío
unió el ayuno, pasando seis días seguidos sin probar bocado ni beber, a
excepción de un poco de vino que después de la comunión se distribuía
33
arios fieles en la iglesia de los cartujos. La perspicacia de Ignacio adivinó
y cortó el rigor indiscreto ordenándole encender el fuego y comer algo.
De transformación en transformación, purificado y consolidado, en
los meses siguientes recibió las órdenes sagradas, celebrando la primera
misa el 22 de julio, fiesta de Santa Magdalena. Asistían, con Ignacio,
Javier y Simón Rodríguez, y otros tres españoles, Diego Laínez, Alfonso
Salmerón y Nicolás Bobadilla.
Laínez, natural de Almazán, en Soria, era un águila. Había descollado
en la Universidad de Alcalá, obteniendo el tercer puesto en su examen de
maestro cuando merecía realmente el primero, de no ser por el claro
servilismo del tribunal examinador, que quiso premiar al hijo del tesorero
imperial y regalar el segundo en parecidas condiciones de parcialidad. Era
candoroso y puro. Siendo muy joven, oyó decir aquellas palabras de
Cristo: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame». Entonces se puso a pensar y a preguntarse cuál seria su
verdadera y mayor cruz, pareciéndole que no podía haber otra peor que la
de casarse y cargar con una mujer. De aquí pasó a dudar si estaría obligado
a casarse y llevar a cuestas su cruz. Más tarde se reía estrepitosamente de
sus dudas.
Como en Alcalá había oído hablar de Ignacio en términos
contradictorios, que despertaron su curiosidad, decidió que lo mejor sería
trasladarse a París con su amigo Salmerón, a continuar sus estudios y
conocerle personalmente. Afortunadamente, cuando llegaron, nada más
apearse, se encontraron con él; parecía que les esperaba «en la misma
hostería» del barrio latino. Ignacio los recibió amorosamente, los llevó al
colegio de Santa Bárbara, tendió los hilos, los primeros consejos y
ofrecimientos; el resto lo harían los paseos cada domingo a la iglesia de los
cartujos.
Siempre «poco a poco», según Ribadeneira, tejiendo la red, apretando
las mallas, los condujo dulcemente al retiro de los ejercicios algo después
de haberlos terminado Fabro.
Estos ejercicios, dirigidos por su autor, en un boca a boca
emocionante, tenían siempre el carácter de la novedad profunda y del
encuentro irrepetible. Laínez se entregó. Estuvo tres días sin comer y pasó
otros quince a pan y agua. Traía un cilicio y se disciplinaba con gran deseo
de hallar a Dios, suplicándole con fervorosas oraciones y lágrimas que le
diese luz y fuerzas para agradarle y tomar aquel estado en que más le había
de servir. Salió del retiro muy cambiado, decidido como Fabro y Javier a
34
seguir a Cristo en la pobreza de la cruz, abrazando el proyecto de una
peregrinación a Tierra Santa. Ocho días después, participando de iguales
sentimientos, se determinó Salmerón.
De esta captación que Ignacio hacía, sólo Javier, excepcionalmente,
se había decidido sin necesidad de recibir el golpe infalible de los
ejercicios. No le urgía ni el curso académico le permitía interrumpir la
docencia. El mismo año, Nicolás de Bobadilla recibió los primeros
socorros de Ignacio y, gracias a sus favores, obtenía la cátedra de filosofía
en el colegio de Calvi, junto a la Sorbona. Siempre de la mano de Ignacio,
una mano muy generosa, fue llevado a los estudios de teología, más
sólidos y seguros, ubicados en los conventos de los dominicos y
franciscanos. Naturalmente acabó practicando los ejercicios con el éxito
acostumbrado.
Simón Rodríguez, más delicado de salud, no abandonó por todo el
tiempo el colegio de Santa Bárbara ni ayunó como sus compañeros. Se
recluyó por algunos días en una casa apartada. Estando allí entregado a la
contemplación, en lo mejor del ejercicio, entró repentinamente en medio
de la pieza una mala mujer solicitándole; aventura que ponía de manifiesto
una vez más la dramática ambientación y cercanía del pecado.
Conforme iban entrando, uno a uno, en el mes de ejercicios, iban
saliendo transformados, quedando Javier para el final. Así de caldeados, se
comprende el curso veloz de los acontecimientos emprendido por los
jóvenes universitarios, hacía poco desorientados, entusiasmados y ávidos,
al hilo de la vida. El verano de 1534 lo ocuparon en mutuas consultas y
deliberaciones, determinando sus planes para el futuro. Con el calendario
en la mano concretaron la peregrinación a Tierra Santa, pero esta ida no
sería solamente una devoción complementaria a su estado de ánimo, sino
el arranque de un itinerario espiritual de seguimiento a Cristo, para
dedicarse a su santificación y al servicio de las almas, renunciando de una
vez a todos los bienes y dignidades. Calculando fechas y poniendo plazos
para terminar sus estudios, cancelando otros compromisos, fijaron con
notable antelación el 25 de enero de 1537, la Conversión de San Pablo,
como el día de su salida definitiva de París.
Después ya verían lo que hacer en Tierra Santa; unos eran partidarios
de regresar a Europa; pero Ignacio, Fabro y Javier preferían abiertamente
no volver y «entrar entre los infieles» a predicar la fe de Cristo. Allí se
encomendarían una vez más a Dios y con las luces de la oración decidirían
por mayoría el regreso o la residencia en tierra de infieles. Este rumbo
misionero, insoslayable para Javier, fue el enfoque original del grupo.
35
MONTMARTRE (1534-1536)
Todo el proyecto debería quedar consolidado por los votos de
pobreza, castidad y obediencia. El 15 de agosto, la Asunción de Nuestra
Señora, partían de mañana a la colina de Montmartre, algo empinada,
coronada por un monasterio y cercada de viñas. Se dirigieron al
monasterio y pidieron la llave de la capilla de los Mártires, levantada más
abajo, en honor de San Dionisio mártir, primer obispo de París.
Fabro era el único sacerdote, y celebró la misa. Antes de la
comunión, volviéndose a sus compañeros, mientras sostenía en la patena la
sagrada forma, fueron uno tras otro pronunciando sus votos; les dio la
sagrada comunión y, al final, vuelto al altar, hizo sus votos y, comulgando,
sumió el cáliz.
Subieron al monasterio a devolver la llave y se dirigieron rápidos a la
fuente de San Dionisio, que brotaba en medio de un bosque. Comieron
felices y pasaron el día en íntima conversación, llena de buenos deseos y
desahogos espirituales. Sólo el hecho de haberse reunido en tan singular
celebración les convencía de haber realizado una hazaña. «Al caer el sol»,
anotaría Simón Rodríguez con un dejo melancólico, se levantaron e
iniciaron el regreso a la ciudad envueltos en un ocaso de ensueño, en el
que la imaginación y la afectividad cobraron huella imperecedera. Para
Rodríguez y Bobadilla, esta jornada, inocente en apariencia, resultó tan
peligrosa como para considerarse el día del nacimiento de la Compañía de
Jesús.
Maestro Francisco Javier había sido el único participante de
Montmartre que carecía de la experiencia de los ejercicios, lo que daba sin
duda la medida de su elevado espíritu y el grado de confianza que
inspiraba a maestro Ignacio para no haber precipitado este acontecimiento.
Pero ahora, en septiembre, libre, después de haber terminado sus clases en
el curso de filosofía de tres años y medio en el colegio de Beauvais, el
último de todos, se recogió en una casa solitaria, a solas con Dios. Mano a
mano, el mejor director y el mejor ejercitante de todos los tiempos se
encontraban. La diaria ilustración de las grandes verdades de la revelación
en la palabra concisa de Ignacio. Desapareciendo el director, quedaba
Javier, en soledad absoluta, entregado a la acción del Espíritu. La rica
mecánica de adiciones, anotaciones y coloquios le impresionaba. Asimiló
muy bien los modos de orar, tan sencillos y eficaces, repitiendo y
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respirando pausadamente las oraciones vocales, paladeando sus palabras
con una técnica muy oriental, que implantaría más tarde entre sus oyentes
y penitentes.
El temperamento no le abandonó en esta ocasión, y con ardor
inmoderado pasó cuatro días sin comer ni beber. Le repugnaba el recuerdo
de sus vanidades y glorias deportivas, reputado como uno de los mejores
en las competiciones de salto en la isla del Sena, y se castigó atándose brazos, muslos y pies con finos cordeles, haciendo las meditaciones
totalmente cosido y atado. Los cordeles apretados penetraron y pasaron los
tejidos, desapareciendo al exterior, sin poder arrancarlos fácilmente ni
poderle socorrer sus compañeros, avisados con prisa. Se temió que habría
que amputarle uno de los brazos cuando, inesperadamente, después de dos
días, apareció curado, decían que milagrosamente.
Salió echando fuego; al fin de los treinta días, siendo él, era otro. El
librito de los Ejercicios sería el texto más citado en su vida. Un amor
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apasionado a Cristo y un delicado afecto a maestro Ignacio, verdadero
«padre de su alma», y «padre in visceribus Christi», pues por su medio
Dios le había comunicado una vida más abundante.
Tras la definitiva conquista de Javier, podía Ignacio retirarse a
España, a cuidar su salud, reparar los escándalos de su juventud en
Azpeitiu y visitar a los familiares de sus primeros compañeros. Javier
despachó una carta que la entregaría personalmente a su hermano el
capitán Juan de Azpilcueta, residente en Obanos. Todavía le seguía pidiendo dinero, ahora «por la mucha pobreza», y no como antes. Que
acogiera a maestro Ignacio como a su misma persona. Todo el movimiento
de herejías y revoluciones que ardían en París hallarían cumplida
explicación con su visita. Y también las calumnias que habían corrido
hasta Navarra sobre su conversación y estilo de vida con Ignacio; pero
aquí el temperamento le traicionaba prometiendo el pago merecido a los
difamadores. Siendo así que «acá todos se me hacen amigos», ¿quiénes
pueden ser esos «malos hombres de ruin porte» que hablan mal de mí?
Un suceso tomado de la crónica política de aquel año de 1535 debió
de hacer vibrar la fibra temperamental del apóstol en ciernes. El
acercamiento escandaloso de Francisco I y su alianza con el turco sublevó
al Occidente cristiano, pero la aparición de la representación exótica de los
embajadores turcos con turbantes y caftanes animó vistosamente las calles
de París, ahogando escrúpulos de conciencia. En esta ocasión, tal vez por
una asociación de los restos diurnos, el sueño premonitorio de Javier
combinó una preciosa fantasía. Soñó que robaba en la calle un niño turco y
que lo bautizaba, porque sentía gran celo por la conversión de los infieles.
Y durante el día, cuando iba por la calle y veía algún muchacho judío, solía
preguntar a sus compañeros: «¿Cómo podríamos nosotros salvar estas
almas?»
Los estudios de teología les absorbieron por completo, cursando dos
años, necesarios para ordenarse sacerdotes. Pedro l abro, el más antiguo,
velaba por todos y ampliaba el grupo con nuevas adhesiones: Jayo, Broet y
Coduri. Corrían los días, y, siguiendo las instrucciones de Ignacio, cada
año, el 15 de agosto, volvían a Montmartre y renovaban los votos. Se
reunían periódicamente en el colegio de Santa Herbara, en Agape fraternal,
que abría y facilitaba la comunicación de sentimientos. El examen diario
de conciencia, la santa misa, la confesión y la comunión mensual
aseguraban su perseverancia, sin cargar de más ocupaciones la vida
atareada de estudiantes.
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Se mantenía sin discusión la fecha del 25 de enero de 1537 para
emprender la salida de París, camino de Tierra Santa, pero la guerra de
Francisco I con el emperador Carlos, complicando la situación, hizo
adelantar el día al 15 de noviembre de 1536. Retiraron sus diplomas y
títulos académicos. Entre ellos, Salmerón y Bobadilla, según acta que se
conserva, obtuvieron el grado de maestro bajo la dirección de maestro
Francisco Javier.
Se precipitaba la marcha intentando una salida por terreno neutral
entre los ejércitos contendientes. Por la Lorena les dirigían con seguridad.
A la hora de los últimos preparativos llegó un correo inesperado para
Javier trayéndole del cabildo de Pamplona el ofrecimiento de la canonjía,
con la indicación de presentarse cuanto antes. Era ya tarde. Escribió una
carta de agradecimiento al doctor Remiro de Goñi y al cabildo, y
simplemente renunció. Desde hacía tres años, otro ideal más alto se había
apoderado de su alma. «El camino de la pobreza y la cruz de Cristo».
EN LA INCREIBLE CAMINATA (1536-1537)
Salieron con mal tiempo, días lluviosos, divididos en dos grupos.
Iban vestidos con su traje talar de París y el ceñidor a la cintura, sombrero
de ala ancha, colgado el rosario al cuello, cruzado en bandolera un bolsín
de cuero con la biblia, el breviario y sus apuntes personales, y el alto
bordón de peregrinos.
Al terminar su primera jomada, en la puerta de una taberna, la
curiosidad de los aldeanos y soldados los desnudaron a preguntas.
«Hola. Pero ¿quiénes sois, de dónde venís y adónde vais?»
«Somos estudiantes de París».
Pero un soldado insistía:
—«Y ¿qué clase de gente sois? ¿Sois de los carmelitas, monjes o
clérigos? Si no, ¿qué sois? Acercaos, porque tenemos que saber con
quiénes nos las habernos».
Antes de que la situación se hiciera más crítica, se adelantó una vieja
dirigiéndose a los soldados. «Dejadlos ir, dejadlos, porque van a reformar
alguna tierra». Se rieron de la ocurrencia y les dejaron seguir adelante.
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En Meaux, a 45 kilómetros de París, tuvo lugar la reunión de los
grupos, pudiendo concretar algo más el plan del viaje. Marcharían siempre
juntos para ayudarse en las nieves del invierno y a su paso por tierra de
herejes. A todos les responderían con ingenua astucia que iban en
peregrinación a Saint Nicolás du Port, santuario de Lorena. Desde este
momento, Javier, confundido en el grupo, era uno más, sin actuaciones
personales.
Caminando bajo la lluvia se dirigieron por el valle del Mame,
siempre hacia el este. A los tres días de marcha les alcanzaron dos jinetes.
Uno de ellos era Sebastián Rodríguez, hermano de Simón, que venía por
él; aquello no le gustaba. No pudo convencerle y tuvieron que regresar cabizbajos. Cuando alcanzaron la frontera, en el valle del Aisne, la emoción
por abandonar suelo francés les embargaba, y antes de dar su último adiós
a la tierra hospitalaria de su juventud, se confesaron y comulgaron.
Después de la comida se les acercó un oficial francés al frente de numerosos soldados y comenzó a acalorarse contra la fe católica. Le
respondieron y se defendieron tan bien, que tuvo que dejarles pasar.
A medida que avanzaban, la situación era más apurada. Se cruzaban
con más tropas que volvían de los Países Bajos, eufóricas y cargadas de
botín. Los naturales loreneses, encerrados en sus pueblos, se admiraban de
verlos pasar hieráticos, orantes, con peligro de sus vidas, a través de la
soldadesca.
A pesar de todos los temores llegaron de noche a Verdún,
coincidiendo al día siguiente en Metz con el grueso del ejército enemigo.
La ciudad estaba cerrada por miedo a los soldados. Tras largo parlamento,
presentándose astutamente como peregrinos de Saint Nicolás du Port, les
abrieron las puertas dejándoles entrar junto con un grupo de campesinos
que huían de los robos y matanzas de la gente de guerra. Se quedaron en
Metz tres días, hasta que la tropa acampada ante la ciudad se alejó del
contorno.
Remontando el valle del Mosela llegaron al santuario de San Nicolás,
ante el pasmo de los habitantes por recibir vivos a nueve peregrinos, como
caídos del cielo, sin haber extraviado el camino entre campos de guerra.
Eran tan intrépidos, como Juana de Arco, que había peregrinado a San
Nicolás antes de lanzarse a su patriótica misión.
Abandonaron el santuario y en tres días cubrieron la distancia de 150
kilómetros para llegar a Estrasburgo, la ciudad imperial que había
apostatado de la fe romana. Tendrían que inventar un nuevo santuario para
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encubrir sus intenciones. El Municipio les hizo comparecer a su presencia.
Por hallarse ya en la Alsacia alemana, los compañeros franceses no
abandonaron la posada, y se presentaron los demás, pudiendo así decir con
toda verdad que eran españoles y, por lo tanto, aliados, y añadieron que
venían de París, y con nueva invención piadosa agregaron que iban de
peregrinación a Nuestra Señora de Loreto, en Italia. Las autoridades se
dieron por satisfechas y un magistrado les acompañó extramuros de la
ciudad, arguyéndoles en latín contra la peregrinación a Loreto. Le respondieron como se merecía y prosiguieron su camino. De París a Estrasburgo
habían caminado 520 kilómetros durante quince días con una media
aproximada de 50 kilómetros, y aún no habían hecho más que comenzar,
metiéndose en la boca del invierno alemán con los caminos borrados por la
nieve, los viñedos helados y siempre en el cuerpo el susto de los herejes.
«Vinimos sobre la nieve por todo el camino de Alemania», anotaba
Laínez, pero a los tres días, caminando 150 kilómetros, llegaron agotados a
Basilea. El tráfago de la guerra, con el paso creciente de los lansquenetes
imperiales de vuelta de una incursión en la Provenza, con veinte mil bajas,
se hacía sentir en la ciudad. El dominio espiritual de Zuinglio y la
universidad abiertamente protestante tenían a la población maleada; el
culto católico había sido suprimido; no se enterraba en sagrado, sino en el
campo, a las afueras, «como podría hacerse con un perro», decía Simón
Rodríguez. La catedral, profanada al igual que el resto de las iglesias, una
vez saqueados sus altares, había sido transformada en vasta cordelería,
donde giraban varias ruedas o tornos trenzando las cuerdas. Y en este lugar
deprimente, en medio del coro, para mayor grandeza trágica, se hallaba la
tumba de Erasmo.
Los nueve caminantes salieron hacia Constanza, distante 160
kilómetros. Su ignorancia del alemán y