Flores De Papel Para Las Santas - Florencia D'antonio

Flores de Papel Para Las Santas - Florencia D'Antonio
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FLORES DE PAPEL PARA LAS SANTAS FLORENCIA D'ANTONIO EL MEJOR CIELO DEL VALLE Me tomé un taxi en la esquina de Corrientes y Pueyrredón. El conductor estaba escuchando música en la radio. Le indiqué una dirección y me quedé en silencio mirando por la ventana. Una típica escena, lo sé, pero no tenía ganas de hablar. A veces lo hago, pero esa vez no dije nada, esa vez quería pensar. Algo que me parecía tan fácil en ese entonces, y no lo era del todo, digo, cuánto tiempo me hubiese llevado pensar un rato en silencio antes de tomar una decisión. Esa vez no hablé con él porque no quería hacerlo. De alguna manera u otra me sentía golpeada y aquel viaje en auto me ayudó. Quería acordarme de lo que había hecho pero no podía pensar. Por ejemplo, en los detalles: de qué color eran las paredes o si la cerveza del bar estaba realmente fría. Una canción sonaba adentro del coche y el chofer le daba volumen, horrible, pensaba yo, no era el momento para eso. Sin embargo, a pesar de que casi no la soportaba, aquella música me mostraba irónicamente un estado de la cuestión: que no había nadie que musicalizara mi vida. Estaba sola, profundamente sola, como una estrella de Hollywood envejecida. El contador marcó una determinada cantidad de guita y pensé: este es el tope. Entonces me bajé. Estaba cerca de casa, a unas pocas cuadras. Era de noche, pero en el límite de los edificios se podía ver la claridad de la mañana. Caminé, recordé una frase que le dije, más temprano, al hombre que había conocido. Nunca me robaron en Buenos Aíres, eso le dije. Habrá sonado arrogante, es posible, sin embargo no lo dije con la intención de parecer confiada, viva, o todo lo contrario. Quería mostrar cómo las cosas evidentes y egoístas también tienen su lado irónico. Me acordé de la frase mientras caminaba. Estaba clareando pero todavía era oscuro. Podía sentir el olor de las medialunas y me gustaba y también las odiaba. El sabor nunca era como esperaba que fuera. Me acosté después de lavarme la cara y los dientes, y mientras intentaba dormir me repetía, una y otra vez, todo lo que no había pasado esa noche. Había conocido a un hombre en un bar, nada prometedor. Era un tipo de edad mediana, se mantenía joven, pero era más grande que yo. Nos llevábamos alrededor de diez años de diferencia. Estaba bien. Yo le parecía atractiva y supuse que tenía que ver mi edad, y él me gustó en cuanto empezamos a hablar. Venía de Salta y hacía trabajos en algunos shows de música, algunas veces de sonido y otras de iluminación. Esa noche venía de sacar fotografías en un recital. Yo estaba haciendo tiempo. Había arreglado con amigas, pero el trabajo me expulsó antes, aunque no lo suficiente como para pasar por mi casa. Entonces me tomé un colectivo y arreglé mi cara con un poco de base, sobre todo abajo y arriba de los ojos. Entré a un bar y pedí una copa de vino porque no tenía la valentía de tomar una cerveza de litro. En la heladera no quedaban latas y, además, pensé que era una buena oportunidad para cumplir la fantasía de algún pelotudo: elegante y decadente, una mujer joven tomando de una copa y esperando en silencio vaya a saber qué cosa. La nada. Yo no esperaba nada. El bar estaba lleno de gente y un flaco que tocaba el bandoneón subía y bajaba la voz. Yo empecé a putear porque odiaba que me cantaran cerca del oído cuando no lo pedía. Así como también ahora odiaba ese bar, que no tenía un solo lugar libre donde sentarse. Ya quería descargar, contar las desventuras del día, sincerarme con una amiga. Pero, vamos, pensé, tampoco me hacía falta estar acompañada sí o sí. Entonces busqué un lugar alternativo para quedarme. En el bar había unos sillones y me senté en el borde de uno. Al contrario de mi fantasía, nadie se percataba de que yo estaba ahí. Un grupo de amigas se mataba de risa mientras hablaban y gritaban. Llegué a escuchar una parte donde se debatía el hecho de tener sexo con medias puestas, qué es peor, decían, los pies o los soquetes. De nuevo la risa y después: te cogerías a tu jefe, por qué sí o por qué no. El bandoneón sonaba todavía y la gente esquivaba al tipo, porque todos sabíamos que de un momento a otro vendría el bendito sombrero dado vuelta o la funda del instrumento para hacer colaboraciones. Pasaron los minutos y aún faltaban otros para que llegara mi compañía. El vino se terminó y dejé la copa en la mesa. Fui al baño y al volver, un gato negro se había acomodado en mi asiento precario en el borde del sillón. Gato de mierda, le dije bajito, pero bien claro, y él me tiró un zarpazo que apenas rozó mi muñeca pero alcanzó para dejarme una marca. Lo dejé, me di vuelta y volví a agarrar mi copa. Un hombre se acercó y me dijo, te la lleno, y lo hizo. Puedo decir que no fue un buen comienzo, pero a quién le importa, después resultó. Era atractivo y me miraba tanto que me costó acostumbrarme y, además, responderle cuando me hablaba. La cosa es que entré en el juego. Me contó que iba a estar en Buenos Aires por menos de una semana y después volvía a su trabajo normal. Iba y venía, pero que aquel lugar, su casa en Salta, no lo dejaba por nada. Me invitó a ir, algún día, a conocer ese cielo estrellado, el mejor de toda la provincia. Le dije que sí, por qué no. Si había algo seguro, era esa premisa. En eso podía confiar. Me pasé del horario porque el encuentro no era ahí y todavía tenía que caminar un poco. Entonces le dije chau, nos vemos mañana. Hermosa, respondió, nos vemos mañana. Al día siguiente, era sábado, lo dudé. Si ir o no ir al bar. No tenía ganas de hacerlo porque odiaba las intenciones más que obvias y las jugadas de ese estilo. Pero al mismo tiempo quería verlo. Me había causado intriga y el dato del límite temporal le agregaba un atractivo extra. Como si tuviera que apurarme en decidir, como si no importara qué pasara, quizás lo vería de nuevo o quizás no. Entonces armé y desarmé un poco las cosas. No iría sola de nuevo a ese bar muerto. Me iba a encontrar con una amiga ahí y, sin importar cómo resultara la otra historia, tendría una buena noche. Iba a estar bien de cualquier manera. Convencida del triunfo, pasara lo que pasara, volví al bar y no era distinto del día anterior. Lleno de gente y un gato negro caminando por ahí. La camarera me miró con desprecio, o eso me pareció, y puso sobre el mostrador la botella de cerveza y dos vasos irregulares, distintos, me refiero. Le pagué y busqué una mesa. Mi amiga no había llegado aún, pero un mensaje decía que estaba cerca. Mientras esperaba, un tipo muy alto se acercó y me empezó a recitar un texto. No le sonreí, pero tampoco lo eché. Sin embargo me sentí incómoda desde el principio porque me hacía acordar a esos vagos locos de las calles de Nueva York que, en las películas, hablan de la destrucción, la degradación del mundo, del fin. Terminó de hablar y me pidió marihuana, no tengo, le dije, no tengo. Vino mi amiga y un rato después ya estábamos por la tercera botella y aparecieron dos hombres. Uno era el de ayer, el mío, le susurré a mi compañera y el otro, amigo del primero, lindo también. Eso estuvo bien. Nadie se conoció en profundidad esa noche, pero llegamos a entendernos. Por otro lado, este tipo me gustaba cada vez más, lo deseaba. Me había contado de este proyecto: quería irse de viaje junto con un viejo rockero, un tipo que iba a encarar una gira por el interior del país haciendo música en una banda tributo a Pappo. Le pregunté con qué plata y me dijo, con una cámara. En realidad, no sabía bien quién era este flaco, podía ser un mantenido o un millonario aburrido de la vida. Pero, de cualquier modo, vi algo, como una simpleza, que me interesó. Mi amiga me dijo que se quería ir. Le dije que bueno, que yo me iba a quedar un rato más, pero el tipo me interrumpió y sugirió que nosotros tres la acompañáramos a la parada del colectivo. Y que después podríamos ir a otro bar, por una cerveza más. Me pareció bien. Entonces salimos a la avenida y esperamos un rato. El colectivo no venía y mi amiga paró un taxi, se despidió de todos y subió. Antes de cerrar la puerta, el otro flaco nos dijo chau a nosotros dos y entró. Miré para adentro: ella hizo un gesto con las manos, como diciendo yo–qué–sé. No dije nada, supuse que podrían arreglarse entre ellos. Empezamos a caminar y nos metimos en una calle chica. Me agarró por la cintura y empezó a besarme. Me gustas mucho, me dijo, me calentás. Me sentía un poco tonta por la escena, pero motivada al fin, porque ya habíamos tomado y estaba claro, qué más da, teníamos que tocarnos. Nos besábamos y nos agarrábamos, y no daba para seguir así en el medio de la vereda. Estuve a punto de proponer que nos vayamos, pero al final no quise. No quería ser yo quien confirmara la obviedad del encuentro. Y mucho menos empezar a saborear la desilusión, posterior al triunfo. Ahí estábamos, en el medio de la calle, abajo de las sombras de los árboles. Yo solo pensaba en lo mucho que había deseado ese encuentro. Y me divertía, me sentía tonta y mareada, pero adolescente, con derecho a hacer pelotudeces. Además, tuve que recordármelo a mí misma: en la vida real no hay cámaras filmando los momentos como estos. Después, el tipo se bajó un poco los pantalones y, entre la oscuridad y el entusiasmo, no me di cuenta de que me agarró la mano para ponerla ahí. Entonces me dijo, mira cómo me ponés. En efecto miré, solo un pito duro, eso vi y no me gustó. Quiero decir, no me gustó haber hecho algo sin intención de hacerlo. Además, no era mi onda, andar tocando pitos en la calle. En seguida me pregunté qué me pasaba por la cabeza. Pensé en la "gente" en general, qué sentiría otra persona cualquiera: atracción, rechazo o qué. Saqué la mano, y nada más le dije que se suba los pantalones. Después pensé, me voy. Me paré en la calle y estiré la mano, me iba a tomar un taxi. El otro me pidió que no me fuera, que estábamos los dos borrachos. Que me invitaba una Coca para bajar y que habláramos con más calma. Quizás fue por capricho, pero accedí. La nueva propuesta tenía sentido y este tipo ya había pasado el test del psicópata. Teníamos sed y calor. Nos sentamos en una mesa y después de un vaso de agua retomamos el alcohol. Competíamos para ver quién era más loco–de–la–guerra. Entonces venía el whisky y se iba el vaso de ginebra vacío. Nada de boludeces, nos tratábamos como actores famosos y es verdad, nos excitaba. Por otro lado, no sé bien de qué hablábamos. Lo cierto es que para ese momento ya era una lucha privada. Estábamos solos, sin amigos, y habíamos atravesado la primera etapa de la seducción hacía un rato. Ya no me acordaba del maniático con adoración fálica. Ahora él estaba siendo atrayente, encantador y convincente. Un artista. Y así estábamos los dos, en el patio del bar, y la atracción era evidente. Cuando me acordaba del beso allá afuera, no podía concentrarme del todo debido al zumbido en mis oídos. Además, en seguida me hacía reír de nuevo. Finalmente nos fuimos. No sé si tomamos un taxi o un colectivo, porque me quedé dormida al subir. La cosa es que llegamos, de cualquier manera, y la noche era oscura y parecía muy larga pero ágil. Desde el balcón de su departamento se veían las luces del Abasto. Me acuerdo porque, cuando llegué, me mojé la cara en el baño y después salí para ver la noche. El viento me pegó y aproveché para tomar aire. Esas luces hacían contraste con el azul negro del fondo. Después, imágenes: un platito con comida de animal, aunque no recuerdo ningún gato o perro; una foto de un cantante en la pared, abajo una frase que decía que baile, que no pare de moverme. Una cosa y después la otra. Nos tiramos en la cama y nos reímos mucho. Dábamos vueltas, nos besábamos. El había puesto una música de fondo que yo no conocía, pero podía ser cualquier saxofonista de jazz. Jodíamos con el ritmo, un alto y la ropa volaba. Incluso un zapato estallando contra la puerta. Se acabó el disco y se levantó a poner a otro. Me quedé dormida unos segundos y me despertó con una cachetada suave. Perdón, dije, y él se reía. Me empezó a apretar despacio una pierna, después el culo, y ya no se reía. Respiraba profundo. Al rato ya eran jadeos largos, casi gemidos. Entonces me pellizcó una teta y dije, pará, no me gusta. Se disculpó él ahora, diciendo que estábamos pasados los dos, haciendo cualquier cosa. Que estaba muy excitado y que era pasional, sobre todas las cosas. Respondí que bueno, todo bien. Siguió un rato más la cosa y nos quedamos desnudos. Hubo un amague, un forcejeo, todavía no, algo lindo, un gemido y después frases mezcladas. Estaba nervioso, eso se notaba, porque yo ya me había perdido, pero había establecido algunas reglas del juego. De determinada manera, no. Primero vinieron las frases con tono suplicante, después empezó muchas veces el "dale" y, finalmente, largó las órdenes. El modo imperativo, digo. Tócame, chúpamela, tócame, chúpamela. Dale, dale, ahora sí. Dejate de joder, dale, dejate de joder. Así nomás, dale. Es verdad que seguía en pedo, pero también la molestia empezó a asustarme, y mi sentido de alerta bloqueó el deseo. Antes de decidir que me tenía que ir, intentamos hablar. Che, fíjate que a mí no me gusta esto. Recalculaba, me pedía perdón y después se le escapaba un putíta. Cuando me di cuenta de que él me estaba indicando qué cosas me gustaban y cuáles no; y diciéndome cuál era mi próxima maniobra, pensé basta. Basta para mí, basta para todos. Miré la hora y empecé a buscar mis cosas. Me puse la bombacha y las medias. El seguía tirado en la cama con una sonrisa en la boca. Agarré el pantalón, subí el cierre. Seguía en la cama, pero ahora se tocaba con la mano derecha. No te podés ir, escuché que dijo. Me puse el corpiño y la remera. No me podés dejar así. Me abotoné la camisa y me puse el saco. Dale, volvé, no seas pelotuda. Los zapatos. Me estás obligando a tocarme, no seas forra. Me puse finalmente el abrigo y agarré mi cartera. Y del otro lado hubo una respiración fuerte, un gemido y después silencio. Le pedí que me abra y empezó a hablar. Que yo no tenía derecho, que era una desubicada, una histérica loca, que era culpa mía, que qué más necesitaba, que no estaba para esto, que pensó que era una puta, pero que sólo era una hija de puta. Fui al comedor y agarré las llaves que estaban sobre la mesa. Eran sólo dos y supuse cuál era la de arriba y cuál la de abajo. Entonces abrí y lo escuché diciendo que yo no podía hacer eso, que él era el dueño de la casa. No estaba asustada, pero sí nerviosa. Me latía muy fuerte el corazón porque era como esas pesadillas en las que no pasa nada, solo querés correr y así y todo no podés, porque hay mucho peso en el aire, y te cuesta avanzar. Bajé rápido las escaleras y me empecé a agitar, no me acordaba en qué piso estábamos. Me agité más cuando comenzaron las pisadas atrás. Aceleré. Salí del edificio y tiré las llaves hacia adentro. Chocaron con la puerta del ascensor y ahí quedaron. Caminé hacía la derecha y salí a la avenida, después volví a doblar a la derecha. Hacía frío y la noche todavía era negra. La luna se había corrido de lugar y había silencio, excepto por los autos. En la esquina de Corrientes y Pueyrredón me tomé un taxi y el conductor estaba escuchando las típicas canciones de madrugada y yo no podía dejar de pensar en que había exagerado. El conductor intentó armar una conversación, pero le respondí tan breve que terminó por callarse. Le daba volumen a la radio y a la feria de músicos itinerantes de los años ochenta. Para ese momento todavía no podía recordar con exactitud las cosas. Cómo empezó todo, si el whisky había sido el viernes o el sábado. Pero algo me había quedado bien grabado en la cabeza. Le pregunté al taxista si podía bajar un poco la ventana. Miré para afuera y después para arriba. Unas manchitas con un brillo suave. Las estrellas, muy escondidas. Pensé más, entonces, en el cielo abierto e inmenso de la provincia de Salta. En cómo sería la medianoche y en esa nube de brillantina que sólo ves cuando estás muy lejos de la ciudad. Que no se entiende bien qué es, pero cuando fijás la vista y hacés foco, se nota que son millones de estrellas y planetas y residuos de la galaxia. Me estaba por bajar y empecé a prestarle atención a la música. Si bien estaba segura de que nadie me estaba mirando en ese momento, y de que no era la protagonista de ninguna película dramática, escuché la canción justa mientras le pagaba y abría la puerta. Caminando, algunas cosas se precisaron. No era de día, pero en los límites de los edificios se podía ver el principio de la mañana; y además las medialunas que con olor tramposo indicaban, también, el comienzo del día. Estando acostada, pensé por última vez en la noche, las estrellas, la luna, y las luces. Antes de cerrar los ojos, repetí algunas cosas para no olvidarme. Frases, sobre todo. Me dije el estribillo de la canción que escuché en el auto: el final es en donde partí. Repetí la frase tantas veces que ya casi era una oración. Casi formaba parte de un rezo al cielo maldito, único testigo de esa noche, pesadilla ordinaria y de todos los días, esas donde solo se corre incansablemente sobre el barro. LA HISTORIA DEL FLACO, LA MINA, Y EL OTRO Eran cuatro adentro del auto hasta que la puerta de atrás se abrió de golpe y alguien tiró a uno. A la mañana siguiente el flaco se encontraría moretones a causa de esa caída. Estaba borracho, igual que cuando era un pendejo y se quedaba en una plaza puteando a todos y hablando con cualquiera. Esta vez no sentía la inocencia guerrera de la juventud ni la tristeza de un adulto. Se distraía y terminaba pensando en cualquier cosa. Sentía rencor por todo lo horrible que había en el mundo, como la mugre, las colillas de cigarrillo manchadas y los portones meados cuando quema el sol. Pensaba también en todas las cosas hermosas: el olor de los entierros que, con potencia, confunden los sentimientos. Miraba la calle y, como siempre, eso era Buenos Aires: una ciudad húmeda y pegajosa. Además de los autos, el ruido y las luces, estaban las personas. Aunque escondidas a esa hora, el recuerdo de los cuerpos, el sudor y la piel, relativizaba el calor y todo lo sucio y lo desconocido se volvía atractivo. Porque a pesar de la hora, el mundo estaba lleno de gente. El mundo está lleno de gente, pensó. Las personas suelen darte solo una parte de lo que querés y la cabeza saca el resto. Hija de puta, se dijo, mientras se calentaba acordándose del beso. El flaco respiró, se levantó del cordón de la vereda y empezó a moverse buscando un motivo para seguir en el medio del quilombo. Contra la pared, miró las luces. Las que titilaban en el medio de la calle tenían moscas y polillas volando alrededor. Salvo por su zumbido suave, ahora no había ruidos. El viento empezaba a sonar bajito y a secar la transpiración. Bajar es lo peor, él lo sabía, sabía que mientras la angustia se asentaba, el mareo iba a ir pasando y quedaría la culpa, la misma de siempre, la que no perdona el último vaso ni el último cigarrillo. Había que concentrarse, mirar hacia atrás y reconstruir los detalles para no olvidar nunca más nada. Pero no podía, porque la bronca aparecía y ya no había tiempo para quedarse quieto, sin hacer nada. Cruzó al parque. Estaba vacío aunque se escuchaban risas alejadas. Hija de puta, pensó, nunca más te vas a reír de mí. La sangre se secó rápido y el flaco no sintió nada. Un impulso venía de las tripas y había que moverse, por nada sentarse de nuevo, caerse era morir. Abrió la billetera buscando plata. Poca, como siempre, otra noche para patear y esperar a que el cielo se calme: con la luz se empieza de nuevo, también se muestra lo que queda, siempre son restos. Se sentó en un banco de la plaza. A unos metros, un tipo dormía. Más sucio y más abrigado, hundía su cabeza entre bolsas mientras él, con la remera de mangas cortas y la campera de jean, no podía impedir que el frío pasara a través de las tablas de madera. Enfrente estaba la avenida con todas las luces y el ángulo desde donde miraba antes. Qué hora es, pensó, adonde se fueron los forros del auto. No recordaba ese parque, grande y difícil de olvidar. Tampoco se acordaba del principio de la noche, aunque sí la euforia, y sí excitado, esperando que algo pase, esperando algo más. La vida te sorprende, sonreí, como en una propaganda de pasta de dientes, el flaco lo hizo, y estaba aturdido, la incomodidad se iba metiendo en los músculos. Quizás picaba la piel o solo era la sensación de que algo se estaba yendo, un rato más y ya no iba a quedar nada. Pero ese no era el final, y él quería verlo. Confirmar que la humillación y el poco heroísmo de la noche no anunciaban nada. Así de inmune no iba a ser la lucha, porque cada noche es una selva nueva a la que hay que sobrevivir. Se cerraban los ojos y él quería saber cuándo y cómo llegaría ese final, qué más faltaba. Ya se conocía, a determinada hora la ansiedad permite cualquier cosa. El tirón que lo paró de nuevo, porque ahora, además del viejo, una pareja caminaba por la misma vereda. Se reían. El flaco miró y se tambaleaba, no aguantaba. No te duermas, che, mira qué linda mina. Tenía un flequillo negro que redondeaba su cara y un detalle atrás, la cola perfecta acompañada por unos jeans gastados. Ya no quería perderse nada. Empezó a caminar atrás. No estaba lejos ni cerca de ellos. Percibía la incomodidad de los otros y se iba adaptando. Caminaba diferente e incluso medía el paso, siguiéndolos. La mina era hermosa, como la otra que lo había besado. El flaco no estaba para chistes, y enrojeció de la bronca. Tenía dudas, pero sobre todo el deseo hambriento de seguir avanzando. Quería comerse la noche, incluso el alma, para terminar con el malestar. Son todas iguales, pero no aceptaba una pálida, porque lo que se gana es de uno. La saliva se juntó de golpe en la boca y escupió al costado. Despierto y mareado, volvió al intento de controlar el paso. En la cabeza, escenas de él mismo en el pasado: quería asegurarse de que había hecho algo además de abrir la boca y sacar la lengua como un pibe. No podía confirmarlo, pero sus manos ardían con la posibilidad de haber tocado. De nuevo que ese no era el final, y en el esfuerzo de parecer un hombre, tensó su cara y amagó a mandarse al frente. Tropezó con una baldosa, se agarró de una reja y empezó a toser. Después vinieron los espasmos y las arcadas. Se limpió la boca con la manga de la campera y miró el vómito, otra de las tantas manchas que tendría la calle al día siguiente. Se avergonzó, pensó en lo que dirían los conocidos. Pensó en el laburo, los tipos del auto, y en su jefe, un gordo inútil. También se dijo que no tenía que juzgar tanto, la vida no es gratis y alguna venganza justa distribuye. Además, estaba lejos, todo eso se encontraba a una distancia física incalculable. Ahora estaba solo de nuevo, por suerte, con un dolor muy adentro del estómago que se repetía hasta hacerse imposible de ubicar. Abrió los ojos y miró a la esquina. Una vidriera iluminaba a un señor que fumaba. En la puerta del lugar se leía un cartel con letras agrupadas que formaban un nombre. Era un velatorio. El flaco esperó a que el hombre terminara su cigarrillo. Después de un rato, entró atrás de él. Subió rápido unas escaleras, caminó unos pasos y empujó la puerta que desembocaba en un salón con sillones. No había nadie pero se podían escuchar los llantos que venían del cuarto de al lado. Al final de un pequeño pasillo se veían las velas al costado del cajón, el muerto se suponía quieto con la boca pegada y las manos cruzadas. Alguien le habló y no llegó a escucharlo porque el cuero marrón ya crujía y se amoldaba a su cuerpo. Dormido, repitió la escena en su cabeza, sólo que aquello era una casa, el llanto era de una mujer y venía del dormitorio principal. Se levantó de la silla del comedor y caminó sin ver. Se tapó la mirada con el brazo y avanzó cegado por la luz del sol, siguiendo el ruido. Al entrar al cuarto, no pudo ver a nadie. –Pendejo, andate a la mierda o llamo a la policía. Un hombre lo agarró del brazo. No respondió nada. Un empujón lo envió de nuevo a la calle. No sabía cuánto tiempo había dormido ni qué hora era salvo por la noche que, todavía oscura, mantenía el ritmo como antes: todo seguía igual, la avenida lejos y el resplandor de las luces, la calma y el parque donde seguramente el viento seguía moviendo las copas de los árboles. Se acomodó la campera y pensó de nuevo en los finales: así no. Empezó a patear pero esta vez buscando, porque algo faltaba o no encajaba y alguien tenía que poner orden a la noche. Encontró un bar chiquito con ventanas de vidrio y tres mesas afuera. Adentro, una luz roja enceguecía al que entraba. El lugar pretendía un estilo rockero, lleno de caras de músicos argentinos mezclados. Estaba Pappo y al lado Ciro, más abajo Miguel Abuelo y Piero al lado de Luca. En la puerta del baño un afiche de AC/DC y una frase de Galeano. Lo primero: dónde está el Indio. Se imaginó que alguien filmaba desde el cielo el mismo bar pero sin techo: lo que se veía a través de la lente eran algunas hormigas moviéndose en la antesala del infierno. Fuego, eso sobraba, así que pidió una cerveza, prendió un cigarrillo y se acomodó por ahí. En la pared de enfrente, la cara de un Charly ochentoso sostenía la hora. Eran las cuatro menos cuarto, gracias García, y era un día de la semana. Otro día de la semana, pensó, y se empezó a mirar a la gente: motoqueros, tipos duros y grandes y minas, viejas para él, que mostraban sus tatuajes. También había algunos pendejos, y entre el medio del quilombo estaba la pareja. Los vio porque la mina resaltaba. Se imaginó que tenía brillo en la piel, pero solo transpiraba. El flaco quieto, con la intención de no perderse los movimientos, ni los detalles. El tipo, un cheto de mierda, la miró a ella que se sacaba el esmalte rojo con las uñas. Le tocó el pelo y se acercó por debajo de la mesa, hasta que se mezclaron las rodillas. Movía la mano e intentaba recorrer todo el pelo negro. Después vino el susurro cerca de la oreja, qué le dice, es por la música o un levante de película. Él se mantenía atento y alerta a los gestos del tipo, y a los de ella, alguna complicidad en la cara o una mirada de reconocimiento y aprobación. Pero era ridículo esperar, no pasaba nada y Charly seguía moviendo sus agujitas, el tiempo se acababa y algo tenía que pasar. Seguía tan solo como al principio, pero ahora consciente y un poco humillado, porque no había más secretos, lo oculto se había visualizado y era una guerra, interna o externa, pero guerra al fin. La saliva se juntó en la boca. Esta vez no escupió, tragó y el asco fue mayor. El asco era algo recurrente, sobre todo ese día. Tenía una sensación horrible. Después, una repentina valentía, nunca más me voy a callar, él iba a ser un hombre nuevo. Mejor, él iba a ser el modelo del hombre nuevo, lleno de virtudes y amado por todas las mujeres, cosa difícil en este mundo, aunque no imposible. Ya que una te trae y es el ejemplo de la devoción, la que no se va nunca, aunque te odie o te ame, y la que nunca te va a dejar solo, aunque lo estés, bien adentro, siempre chico y todavía esperando para dejar la panza. La puerta del baño hizo un chillido y el flaco recordó dónde estaba. El bar oscuro, toda la gente y una mujer. Hijas de puta, dijo, son todas iguales. Algo le había pasado adentro y ya no se sentía igual, había perdido la diversión y sentía un vacío. Se lavó la cara y al salir del baño, directo afuera del bar. La pareja ya no estaba adentro ni afuera del lugar. No tuvo que pensar demasiado para mandarse a correr por donde había venido y después en dirección hacia el parque que ahora parecía ubicado correctamente, junto con los otros espacios en los que había estado. Agitado y acelerado, el vómito horrible volvía y él tenía taquicardia. Pensaba en la mina, aunque ya no quería verla desnuda y humillada, obligada a estar con él. La imaginaba tranquila y hermosa, haciendo las cosas que le gustaban. Al lado el otro, sabiendo que no era nadie especial, solo uno más, y disfrutando de eso. El cielo empezaba a ponerse celeste y los pájaros cantaban desde hacía un rato. En la cuadra de la plaza estaban los dos, mirándose de frente, y eso parecía una despedida. El flaco dejó de correr y apoyó las manos en las rodillas, estaba cansado. Ardían los ojos y ahora el viento enfriaba la transpiración de la cara. Pensó en su pelo, muy duro y sucio, porque había llovido en algún momento de la noche y también el calor y se lo había tocado para peinarse. Odiaba su cara, igual a la del padre, ni muy dura ni afeminada, sin originalidad ni belleza. Dejá de hablar, se dijo mientras dirigía su mirada exactamente sobre los ojos del tipo. Cuando lo vio, empezó a caminar hasta que estuvieron muy cerca. El tipo puteó, qué te pasa la concha de tu madre. El flaco no escuchaba y no le importaba porque otra cosa se había roto adentro, algo así como una botella de vidrio y los pedazos estaban en todos lados y se iban a clavar en cualquiera que pasara. La mina miraba sorprendida. Todavía no pasaban muchos autos y el semáforo cambió de color hasta quedarse rojo. El flaco se mantuvo callado y muy en el fondo sentía que eso de no abrir la boca casi lo transformaba en un héroe. Porque no necesitaba hablar para demostrar su grandeza, todo estaba dicho y no precisamente a través de las palabras. En algún lugar de la historia estaba escrito que él rescataría a la chica, ahora lo sabía, salvaría dignidades por partida doble. Todavía no era el final. Se golpearon y no sintió tanto dolor. Movía las manos, siempre hacia el frente, hasta que el tipo se tiró al piso. Le sangraba la nariz. El flaco pegaba, y ya no dolía. Vos querías coger, ahí lo tenés. Se sentó arriba del otro y lo hubiese escupido. El tipo, inmóvil, dijo algo. El flaco espió a la calle. La gente aún no aparecía, y la mina se iba: cruzó la vereda sin siquiera mirar el semáforo que daba luz verde para los autos. El flaco se separó de golpe y sintió el viento. Caminó de espaldas y subió a la plaza, escupió en el suelo y observó al tipo que ni se movía. Un poco más lejos se podía ver al borracho del banco que seguía durmiendo como algunas horas atrás, solo que ya no estaba sentado sino que había quedado inclinado sobre sus bolsas. El semáforo pasó de amarillo a rojo de nuevo y ya era de día. El sol salía y el flaco se alejaba. Una vez dado vuelta, siguió caminando sin mirar. La mancha de sangre estaba en el cemento, y él sabía que cuando se instalara el calor, se fundirían los restos y que todo lo que había y el final de esa noche no serían extraordinarios ni admirables, más bien despreciables, como el canto de los pájaros cuando todavía está oscuro. Como saber que cada vez que termina una noche, empieza otro día. FLORES DE PAPEL PARA LAS SANTAS En casa hay un arenero que ya no usamos. Cuando era chica y mis primos venían, hacíamos pozos en la arena y enterrábamos las piernas. O preparábamos comida de mentira, platos de sopa, guisos, o cosas parecidas. Pero ahora, desde que tenemos perros, ya no se puede usar. Hay mucho olor a pis en el patio y mi mamá dice que seguro hay ratas. A mí no me importa, me gusta ir al fondo y sentarme en el bordecito de cemento. Mirar las formas graciosas que tiene la arena, como si fuera la playa. A veces me quedo ahí y pienso si esas formas son pisadas. Me pregunto si son pisadas nuestras, o de algún desconocido. Papá siempre dice que en cualquier momento va a traer materiales del trabajo y que vamos a poder hacer de nuevo el patio. No le creo. No soy estúpida. Hay cosas que ya no tienen solución, como el arenero, que está tan sucio. Pero, como ya dije, a mí me gusta así. Además, ya estoy grande para estar metida ahí. Prefiero bailar alrededor del mástil. Es como el que hay en el colegio, pero sin la bandera. Es un bloque de cemento con un palo blanco en el medio. Todavía tiene la soguita por donde se cuelga la bandera. Mi abuela, que ya está viejita, casi nunca sale al patio. Mi mamá no la deja porque se confunde. Piensa que está en el colegio, en el acto de alguno de nosotros. A veces no se acuerda en qué año estamos. Por eso es mejor que esté adentro, o que vayamos a caminar por el barrio, donde ya la conocen y ella no se da cuenta de la diferencia. Aunque no sepa dónde está, no pregunta: camina y habla conmigo. De noche todo es muy diferente. Cuando la abuela se pone a llorar yo intento seguir durmiendo. Casi nunca puedo, entonces me acerco. Siempre me pregunta que por qué, que por qué Clarita, y repite, por qué. Yo no sé bien de qué habla, si de que está vieja y le duele el cuerpo, si de por qué se murió el abuelo. Pero igual le digo que no sé. Que no se preocupe, que yo también tengo miedo a la noche aunque sé que estoy grande para eso. Después prendo las velitas que tiene en la repisa, y vuelvo a mi cama. Mi abuela y yo dormimos juntas. Nos tocó la habitación grande que está después del comedor. En mi casa, todos los cuartos tienen una puerta que da al patio del medio. Tiene muchos canteros con plantas y bordes de ladrillo para sentarse. Nuestra pieza está separada por un armario, del lado derecho duermo yo, que tengo la cama y una biblioteca con mis cosas. Del izquierdo duerme mi abuela. En la pared tiene un estante lleno de perfumes, todos con frascos distintos. Cuando está en otra parte de la casa me gusta olerlos. Mi mamá dice que eso está todo podrido y que me deje de joder. Pero es divertido, es como una farmacia vieja. Solo juego de día, porque de noche me da un poco de miedo. La estampita de Evita y la de la Virgen de Luján, tan blancas las dos. No me gusta mirarlas de noche. Siento que tienen ojos y que me quieren retar, que no les gusta lo que hago. Es extraño igual, porque a mí me encantan ellas. Parecen tan suaves y perfectas. A veces las quiero tanto que me dan ganas de ser santa. Tener un solo vestido y hasta taparme la cabeza con un pañuelo. Que la gente me quiera y pregunten que qué fue lo que me pasó. Digo, para ser santa. Y yo no sé, que me morí del susto, que me enterraron en la arena, que antes era normal hasta que un día me levanté del suelo. A veces pienso, también, que para ser una santa de verdad no debería tenerle miedo a nada. Y la verdad es que no puedo. Tampoco es que soy una cagona, como dice mi hermano. A veces se ríe porque odio ir sola al baño. Es que en mi casa hay dos baños. Uno, que está al lado de la cocina, y el otro a la izquierda del comedor, sobre el patio. No es que me da miedo ir sola, sino que me impresiona. Sobre todo de noche, porque hay que pasar por toda la casa para poder ir. Y encima el baño siempre está oscuro y con ruidos. El lavarropas está ahí adentro y mi mamá lo deja funcionando de noche. Además es tan grande. Cuando entrás, primero tenés que buscar el botón de la luz que está sobre las piletas. Hay tres canillas, como en el colegio. Y arriba un espejo. Yo nunca miro por el espejo cuando estoy sola, porque se ven las seis puertas. Siempre entro rápido y voy al primer inodoro, aunque tiene el muñequito de un nene. Eso es viejo, ya no sirve. Ayer le dije a papá que me lo cuente de nuevo. Me dijo que la compraron antes del quilombo con la idea de hacer muchos cambios. Desarmar las habitaciones para que ya no sea un jardín de infantes. Les gustaba por la forma antigua, todo alrededor del patio. Pero después, dijo papá, lo echaron de la empresa y ya no había manera de construir. Entonces que por eso está llena de cosas. Mi mamá guarda todo lo que le dan porque piensa que en algún momento va a servir para algo. Por ejemplo, una vez, un vecino nos regaló un montón de tablas de madera. Estuvieron en el patio como un mes. Un día que estaba de vacaciones armé estantes de cantero a cantero. Con el carrito de supermercado iba y venía poniendo latas, verduras y paquetes, en la góndola de la comida. Los frascos de la abuela, cepillos, jabones, en la perfumería. Puse, también, todos mis disfraces y armé un negocio de ropa. Me acuerdo que ese día mi hermano jugó conmigo. Hizo que era una señora y se compró vestidos. En el baño del patio hicimos el probador. Entraba y salía con ropa distinta, hasta se pintó los labios. Me divertí mucho porque también vino mi mamá. Yo estaba segura de que me iba a retar por todo el quilombo que había hecho, pero en vez de eso, llegó y se puso a jugar con nosotros. Hace poco tiempo lo quise hacer de nuevo. Lo malo es que ya no estaban las mismas cosas. Mi carrito se había oxidado porque lo dejé afuera una semana entera. Además, cuando le dije a mi hermano de armar los estantes de nuevo me dijo que era una pelotudez. Que no quería perder tiempo porque después todo eso había que acomodarlo. Yo le dije cómo nos reímos la primera vez, pero él no se acordaba. Me puse a llorar, y en seguida vino mi abuela. Pobre, la mayor parte de las veces no sé en qué piensa. Me agarró del hombro muy fuerte y me dijo que deje de llorar. Que las mujeres no lloran en público. Ahora cada vez que me pongo triste voy a mi cuarto y apoyo la cara muy fuerte contra la almohada hasta que me quedo dormida. Creo que mi abuela dice cualquier cosa, pero igual tiene razón en algo. Si quiero ser perfecta como una santa no puedo estar con los ojos hinchados o dando pena. Por eso decidí no llorar más por nada. Si me golpeo muy fuerte aprieto algo con la mano hasta que se me pasa. Si me retan o me dicen algo feo prendo rápido la tele para olvidarme de lo que pasó. Y es verdad. Yo no miento. La última vez que me puse mal no se me cayó una lágrima. Nosotros teníamos tres perros. Uno viejito, con el pelo caído. Y otros dos más jóvenes. El más chiquito siempre fue malo. Nadie lo soportaba porque siempre estaba gruñendo y mordiendo. Entonces un día mi mamá lo regaló y no me dijo nada. Me di cuenta sola, cuando le pregunté y no me respondió. Lo que pasa es que el perro no quería a nadie, excepto a mí. A mí nunca me hizo nada. Después me olvidé. Seguro anda con otra familia que lo quiere más. Por ahí encontró a otra amiga para cuidar. Creo que mi mamá se quedó triste, y por eso está tan atenta conmigo. El viernes a la mañana estaba en el patio jugando a la pelota y me encontré un panadero en al aire. Lo agarré con las dos manos y pedí con mucha fuerza. Pedí ser hermosa. Alta, con la piel suave. Y tener el pelo perfecto, de un solo color, lacio. No con rulos y despeinado como lo tengo siempre. Después salió mi mamá y me encontró soplando. Me preguntó qué pedí. Yo le dije que había pedido una docena de medialunas de manteca, porque era un panadero. Cuando terminé de jugar, entré y sobre la mesa del comedor había un vaso de leche chocolatada y un paquete con facturas. Hoy estábamos tomando mate alrededor de la mesa, mientras mi mamá terminaba de preparar la comida. Mi hermano, del otro lado, estudiando. La televisión estaba prendida en la novela de siempre. Desde hace un tiempo intento hacer flores con papel para ponerle en la biblioteca, al lado de las santas. Estaba haciendo unas rojas cuando escuché un ruido y se me cayó la tijera de la mano. Vi la cara de mi hermano y estaba blanco y después se puso rojo. Mi mamá vino corriendo y se le cayó el cuchillo al piso. La abuela se había caído de cabeza sobre la mesa. Tenía los brazos al costado y la frente en la madera. No se movió cuando mamá la llamó. Entonces mi hermano me agarró del brazo y me llevó al comedor y me prendió la tele. Después volvió, la apagó, y me dejó en la casa de la vecina. Escuché que la vecina llamó a la policía. No sé para qué. Cuando salí a la puerta, vi que había dos policías y una ambulancia. Mi mamá salió atrás de la camilla, llorando. Entonces entré a casa y vi a todos menos a la abuela. Se murió, pobrecita. Entré al cuarto y vi las dos fotos con las flores que hice la semana pasada. Prendí la vela y me llevé a la Virgen de Luján. Me la guardé en la bombacha. En la cocina estaba mi papá con un hombre que no parecía policía. Estaba parado al lado de la mesa, con la mano sobre el lugar donde se cayó la abuela. Era alto, de ojos claros y pelo rubio. Le pregunté quién era y me dijo el médico legista, linda. Lo miré a la cara y me puse la mano en la cadera, donde estaba la estampita. Intenté mirarlo de nuevo y sentí cómo la cara se ponía roja. Me sonrió. Entonces abrí muy grande los ojos y pensé, porque estaba segura, que ya no quería separarme nunca más de ese hombre. TODOS LOS DESIERTOS Sue dejen de hacerse los boludos, dijo Julia cuando subió al colectivo. Después de pagar el gritó que era evidente que estaba embarazada, y que paren de una vez de hacerse los pelotudos. Puso las monedas en la máquina y se dio vuelta. Cuando elevó el tono de voz miró hacia el fondo, a la línea final de asientos, y al centro, en el horizonte del colectivo. La chica que estaba en el primer lugar se puso roja y las viejas de más atrás se miraron incómodas y giraron la cabeza hacia la ventana. Por fin, un hombre respondió que no la había visto y que lo disculpe. Se levantó, le hizo un gesto amable con la mano y se acomodó en el medio. Se dio vuelta hacia ella para mirarla una vez más, y al resto de los pasajeros, de los que esperaba ver caras de sorpresa y de ironía, bien típico del conjunto de gente en momentos como esos. No era la gran cosa, pero sí de esas pequeñas interrupciones que quiebran el equilibrio de los viajes públicos. Algunas personas, si bien no eran tantas, se hundían en el asiento, tirándose para abajo y escondiéndose un poco. Alguien cerró los ojos, y el resto, al igual que las viejas, seguía mirando por la ventana. Julia bostezaba y no se tapaba la boca. Era descortés, porque no miraba a nadie, ni siquiera al hombre que le cedió el asiento. Al mismo tiempo que no prestaba atención a ninguno de los pasajeros, se dirigía a todos, porque estaba ubicada de frente, como en la punta de una gran mesa. Desde ahí abría la boca y quebraba el cuello con dirección al frente. Aunque sin certezas, podía ser una manera de mantener firme la sentencia: dejen de hacerse los boludos. El colectivo llegaba a Constitución, la enorme estación clavada entre la autopista, la plaza y las callecitas sucias del sur de la ciudad. Ese día había paro de subtes y Julia tardó el doble en volver. Más allá del quilombo y del desastre del tráfico, todavía era la mañana y la situación era diferente a la de siempre. En momentos así se esforzaba por parecer una mujer segura que, con una expresión dura en la cara, acelera el paso e ignora a los demás. Así como no daba indicaciones, tampoco las pedía. Antes de sacar el boleto, buscó en las pantallas el horario de salida del próximo tren. Había demora y la mañana seguía pasando, pero qué más daba, era un día libre después de todo. Ahora en Constitución, ya a siete estaciones de donde estaba antes. Tribunales, a la distancia, parecía otro universo. Julia se acordó de esa mañana más temprano, el mundo de papeles y de trajes ajustados. Los perfumes que se le quedaban en el cuello cada vez que alguna abogada, secretaria o empleado la saludaba. Se volvió a sentir incómoda y lo presintió aunque sin la seguridad de que sus cachetes enrojecerían en cuanto pensara en aquello. Y así fue. Nadie la miraba esta vez y, agradecida por una soledad cualquiera, se ocupó de intentar resolver algunas cosas. Marcó el número y preguntó cuándo les habían avisado que el estudio iba a estar cerrado ese día. Del otro lado, su compañera comenzó a darle datos precisos. Julia escuchó hasta donde creyó necesario dejando la boca abierta. Lo cierto es que todo ese rato le servía para pensar en lo que había pasado y lo tonta que estaba resultando la mañana desde que llegó temprano a la oficina. Sintió un extrañamiento profundo, al igual que si se hubiese despertado en un sitio diferente al lugar donde se había dormido. En la puerta vio al portero del edificio, que pasaba la pulidora en el piso, como todos los días. Esta vez no se sacó los auriculares para saludar a Julia, no apagó el aparato, ni tampoco se acercó a abrir. Desde adentro, le hizo un gesto negativo con el dedo índice. Miró el reloj, faltaban diez minutos para que saliera el tren. Empezó a caminar por el andén hasta acercarse al tren inmóvil que, de a poco, se iba llenando de gente. Las palomas, acostumbradas a caminar entre las personas, subían y bajaban picoteando migas o papas fritas del puesto de comida. Más allá estaba el tipo con el carrito de termos y facturas. Julia se sentía tranquila porque volvía a casa, aunque ofendida y avergonzada también, porque cada vez que se acordaba de lo que había pasado, aparecía la plata, y ese era un punto que le hacía picar la cabeza. La plata de menos. No era un cambio significativo, pero siempre sumaba. Mientras el revuelo de palomas agitaba la basura del suelo, Julia pensó que no importaba, que mañana iba a ser otro día. Los bichos siguieron moviéndose y un hombre se miró el brazo y al descubrir la mierda de los pájaros en su traje, largó una puteada. No importa, repitió Julia, mañana va a ser otro día. El viejo del café la vio y la saludó con la mano. Ella, con el apuro habitual, se acercó y le dio un beso. Julia fingía estar ocupada, así como también fingía la dirección hacia donde iba, poniendo en claro la diferencia entre el que va y el que vuelve. Ahí, en el medio del andén, entre la gente y el ruido, el vuelo cerrado de las palomas y el olor a ahumado de las salchichas hirviendo desde siempre, Julia hablaba con el viejo. Mientras tanto, las medias se le patinaban para abajo e intentaba acomodarse, pero no le veía sentido, ya que lo atribuía a que estaba más gorda y a que todo le quedaba chico. Y además el frío. No podía concentrarse en esa conversación porque le picaba el cuerpo a causa del clima. El viejo le preguntó cómo estaba ella, su familia, y si habían terminado los arreglos en la casa. Julia contestó rápido mientras tomaba el café. El primer sorbo dolió y puso cara de quemarse justo en el momento en que el otro le preguntaba por sus hermanos. Al mismo tiempo que el viejo atendía a la gente, repartiendo facturas a izquierda y derecha, las personas bajaban del tren mientras otras subían y empujaban a las anteriores, buscando rápido un asiento. Julia caminó por el andén hasta el final y después subió. Adentro, caminó un poco más hasta encontrar un espacio libre. Al costado tenía una ventana y de frente el furgón. No podía evitar sentirse incómoda cada vez que miraba para adelante. Todas las personas que estaban ahí miraban hacia el vagón de Julia, donde estaba toda la otra gente, parada o sentada, pero por ningún motivo con carros y bicicletas. Ni siquiera había personas tiradas en el suelo, sosteniendo bolsas gigantes de mercadería y de cartones. Entonces así eran las cosas: sentada, intentaba ver hacia afuera, donde el verde casi volaba y la vibración lenta del tren era como una caricia. Sin embargo, por momentos la intriga, tal vez la culpa, la hacían volver y su mirada se encontraba inevitablemente con la de otro en la zona oscura del transporte. Mientras, pensaba. El viejo del café le había preguntado por la familia. Dijo: Walter, tu hermano. Julia se preguntaba por qué, y el panorama, la amplitud de su visión, era cada vez más grande. En qué andará ese pendejo, pensaba, en nada grave pero alguna pelotudez seguro. Intentaba no mirar la puerta tambaleante que conectaba los vagones, pero era difícil. Un día largo y a la vez el más corto en toda la semana. Que haya ido al colegio, pensaba, por lo menos eso. Siempre va, pensó Julia y vaya a saber qué fuerza la venció y ya no pudo mirar los techos de las casas, las flores y las distintas estaciones. Justo donde había intentado evitarlo, se quedó quieta. Sus ojos fijos veían del otro lado del metal a un pibe. Aunque aparentaba más grande, todavía era un pibe, y tenía un buzo azul y la capucha puesta. Abajo de esa oscuridad se le veía la cara dura, sin gestos. Julia no llegaba a verle las manos, pero las imaginaba sucias, con las uñas negras. No sabía quién era ese chico ni qué aspecto tenía de la cintura para abajo, sin embargo era como si ya lo hubiese visto antes: los ojos hinchados, la boca grande, seca y tajeada, castigada por el sol. Hubo un cruce de miradas y Julia volvió a la imagen monótona de la ventana. Afuera el verde brillante y las grandes avenidas cada veinte o treinta cuadras. Un paisaje que iba y venía y que nunca paraba, ni siquiera al llegar a una estación. Porque se renovaba la gente, entraban vendedores, sonaban la música, las chicharras, pero aquello parecía un desierto. Julia podía sentir el calor de la arena y el chico triste del furgón era el único camello. Que podía aguantar días sin un trago de agua y que podría resistir mucho tiempo así, caminando abajo del sol. No volvería a mirar hacia el frente, porque para eso se necesitaba valentía. Julia sabía que el coraje era para débiles y que ella no era ni una cosa ni la otra. Pero aunque no mirara, todo seguía ahí, exactamente igual. La oficina en el centro de la ciudad y la estación Constitución. Incluso el viejo del café que, aunque dejara el andén un rato después que ella, seguiría ahí. También sentía culpa, porque aunque no las viera, las cosas estaban hechas, de alguna u otra forma, lo irreversible no se podía modificar. Esta vez entendió que nadie la miraba. Ya no se sentía atractiva como hacía algunos años, pero tampoco horrible. Tenía un gesto extraño formado por sus cejas y las ojeras, que habían dejado algo positivo en su cara, algo sentido. Se sintió mareada y compró unos chicles a alguien que pasaba. Abajo de la lengua se empezó a repartir el ácido y el dulce y la panza molestaba también. Julia se llevó las manos al ombligo y aunque alguien le hubiese jurado que ahí no se movía nada, podía sentir unos golpecitos, además de la ansiedad y la vieja culpa. Tenía que cuidar más a los que quería, eso pensó. Si quería mantener ese trabajo, tenía que cuidarse. Aunque nunca hablara de más. Porque Julia no era de quejarse, le enseñaron a agradecer y sobre todo a no dudar cuando se trata de una buena oportunidad. Pero el problema, pensó esta vez, estaba en la incapacidad de reclamar por lo justo. Como siempre, empezó a preocuparse. Ya lo sabía, en la repartición de los bienes universales, una mano austera pero correcta decide quién sí y quién no. El tren se detuvo. Julia abrió los ojos y miró hacia la puerta buscando al pibe. Ya no estaba. Después se bajó, cruzó las vías por el túnel y caminó para la calle. Ojalá que no haya nadie en la casa, pensó. No quería explicar ni acordarse más de que había ido hasta el centro al pedo y de que había perdido toda la mañana viajando sin sentido. En la puerta de la casa, del lado de afuera, estaba Walter con el vecino de enfrente. Era una escena repetida. Aunque no lo había visto antes, Julia sabía por la almacenera que su hermano se quedaba en la vereda hasta la hora de ir a la pizzería. Entró a la casa y agarró una escoba que estaba en la cocina. Cuando salió, le dijo al amigo que se vaya porque si no le iba a tocar la puerta a la mamá. Después insultó a Walter y le sacó lo que estaba fumando. Lo empujó con la escoba y le gritó que vaya a la pizzería, que ya era la hora de entrar. Por fin estaba sola, a pesar de todo. Se sacó las botas y se tiró en la cama. Mientras, los perros del barrio ladraban y la radio de la vecina se oía fuerte. Podía escuchar los titulares que sonaban al lado. Hablaban del clima frío y de cómo se preparaba la gente para este invierno. Además seguían nombrando el paro de subtes, minuto a minuto, y Julia se imaginaba los transportes abarrotados de personas mientras pensaba que aquello no era algo nuevo. Todos los días era igual, siempre la misma mierda. Hablaron también de manifestaciones, el viejo recurso del cacerolazo. En todos los barrios porteños, decía el conductor, la gente se asomaba a los balcones y a la calle para pedir seguridad. Menos planes sociales y más seguridad, eso decía el conductor. Julia miró la mesa donde había dejado todas sus cosas. Estaban las llaves, el teléfono, algunas monedas y el porro de Walter. Se acordó de la imagen del pibe del tren. Dónde estaría ahora. En qué parte de la provincia de Buenos Aires estaría. Se preguntó si golpearían las cucharas en ese lugar, en la calle perdida donde estaría el pibe, o si por fin encontraría un puto oasis en el medio de la arena donde tomar un trago de agua. Julia lo dudó un momento pero finalmente prendió el cigarrillo. Miró la hora una vez más antes de cerrar los ojos y después se durmió. Cuando se despertó era de día. La luz cubría el cuarto y hasta le sacaba color a las paredes, tiñéndolo todo de blanco. A pesar del tiempo que había dormido, se sentía muy cansada y le dolía la panza. Encendió la televisión y se dio cuenta de que había pasado la noche y que ahora eran las ocho de la mañana. Julia se levantó, se bañó y se fue directo a la estación a tomar el tren. Una vez en el andén buscó cuidadosamente el vagón que al lado tenía el furgón para las bicicletas. Se sentó cerca de la ventana y repitió los pasos del día anterior. El verde rápido y cambiante de afuera y la oscuridad y la suciedad de adentro. Pero esta vez era distinto. No había nadie en frente y mucho menos aquel chico, el de la boca hinchada. Había viejos como siempre, hombres con mameluco, mujeres muy gordas y algunas muy flacas. También las bolsas, los carritos y los vendedores ambulantes en todo el tren. Pasaban las estaciones y las personas iban cambiando. Había mutilados, enfermos, ciegos y hasta los que vendían masitas dulces hechas por un grupo de jóvenes devotos. Julia se llevó la mano al ombligo y sintió culpa y rechazo por todo lo que había adentro del cuerpo. Salió de la oficina pensando en las palabras exactas que le habían dicho. Lo irónico era que Julia no tenía vacaciones, no podía tomárselas. Sin embargo ahí estaba, exactamente igual al día anterior. Esta vez, el subte llegó más rápido a Constitución y era un poquito más temprano que la mañana pasada. Tomarme vacaciones, pensó Julia, cómo voy a hacer eso. Caminó y no sacó boleto. No saludó al viejo, aunque ahí estaba, dentro de la estación. Se subió al tren de nuevo y esta vez no se sentó. No pidió al resto de los pasajeros por un lugar. Sólo viajó con una mano agarrada del caño y con la otra al final del estómago, donde empieza la panza, porque le dolía todo el cuerpo, incluso las piernas. El tren andaba y Julia sólo pensaba en cómo iba a hacer ahora, por dónde iba a empezar esta vez. También pensaba en Walter y en el pibe del furgón. Jamás diría frente a esos ojos tristes que se había acabado para ella, otra vez, aunque no supiera, no tuviera la más mínima idea de cómo iba a hacer para cuidar a los que quería. Cuando llegó a la casa fue directo al baño. Julia pensó que iba a vomitar, porque durante el viaje y a lo largo de las cuadras hasta la casa, se le revolvió el estómago incontables veces. Sin embargo, al entrar, se sentó en el inodoro. Se bajó los pantalones y miró sus piernas desnudas y la bombacha por abajo de las rodillas. Se quedó ahí, en la misma posición, algunos minutos. Después se levantó la ropa, tiró la cadena y, apagando la luz del baño, pensó: otro mes que no estoy embarazada. ACERCA DE MÍ Creo en el hombre y en la mujer como fuentes inagotables de creación. Me considero militante del arte y por lo tanto, de la vida. Elijo la literatura porque es la posibilidad de echar luz en lo indescifrable, dudar acerca de lo negado, decir lo indecible. Creo que el lenguaje es una herramienta y que hay que explorarlo y extremarlo para ponerlo en movimiento. Soy mujer y me llamo Florencia D’Antonio. Agradezco esta publicación.