Los ángeles Caídos.

Comentarios sobre algunos aspectos del Libro de Henoch
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Los Ángeles Caídos. (Comentario sobre algunos aspectos de El Libro de Henoch) JOSE LUIS CARDERO LOPEZ 1. El Dominio y la Arrogancia. These are the leaders of the two hundred angels… Cuenta El Libro de Henoch 1, que habiéndose reunido un grupo de Ángeles sobre la cima del monte Hermón, decidieron hacer una incursión a la tierra en busca de las hijas de los hombres, pues las encontraban hermosas. Para ello, necesitaron juramentarse primero, a la vista de las posibles –más tarde se vió que seguras- represalias que el Señor habría de tomar contra los implicados en ese asunto, el cual hubo de ser famoso y memorable, pues sus ecos han llegado hasta nosotros a través del tiempo, mejor o peor conservados en los anales y tradiciones de diferentes culturas y, en ocasiones, bastante desdibujados ya también por los avatares y acontecimientos reflejados en la propia leyenda y en sus consecuencias posteriores, así como por los elementos míticos que se fueron añadiendo al tema principal a lo largo de ese tiempo transcurrido. El texto, recogido de la fuente anteriormente citada, dice: Así pues, cuando los hijos de los hombres se hubieron multiplicado, les nacieron en esos dias hijas hermosas y bonitas, y los ángeles, hijos de los cielos, las vieron, las desearon y se dijeron entre ellos: Vamos, escojamos mujeres entre los hijos de los hombres y engendremos hijos. Entonces, Semyaza, su jefe, les dijo: Temo que quizá no queráis [realmente} cumplir esa obra y yo seré, yo solo, responsable de un gran pecado. Pero todos le respondieron: Hagamos todos un juramento, y prometámonos todos con un anatema no cambiar de destino, sino ejecutarlo realmente... ...Así, pues, todos ellos eran doscientos, y descendieron sobre Ardis, la cima del monte Hermon; y lo llamaron así porque es sobre él donde habían jurado y se habían comprometido los unos con los otros con un anatema 2. 1 2 El Libro de Henoch, Ediciones Obelisco, S.A.. 3ª edición. Barcelona, 1992. Ibid.Cap. VI. Unión de los ángeles con las hijas de los hombres, P. 19 2 Comparamos el texto anterior con el que figura (en inglés en el original) en The Apocryphal Old Testament y que reproduzco únicamente en algunos párrafos que me parecen adecuados para llevar a cabo el presente comentario: …When the sons of men had increased, that in those days there were born to them fair and beautiful daughters. And the angels, the sons of heaven, saw them and desired them… …And Smyaza, who was their leader, said to them, I fear that you may not wish this deed to be done, and that I alone will pay for this great sin… …And they were in all two hundred, and they came down on Ardis which is the summit of Mount Hermon. And they called the mountain Hermon, because on it they swore and bound one another with courses… Ambos textos continuan facilitando los nombres de los líderes de esta especie de excursión no autorizada de los Ángeles: Semyaza, que era, según parece, el promotor y, junto a él, Urakiba, Ramiel, Kokabiel, Tamiel, Ramiel, Daniel, Ezeqiel, Samsiel, Sartael, Turiel, Yomiel, Araziel. Ellos aparecían como los líderes o jefes de los doscientos que descendieron a la tierra en busca de las hermosas hijas de los hombres. Sus nombres varían en la grafía y en el número -como quizá cabría esperar, dada la antigüedad de la tradición y su traslado desde unas coordenadas culturales a otras- según el texto escogido. Por simple curiosidad, veamos algunos ejemplos. En El Libro de Henoch utilizado aquí como referencia principal, esos nombres figuran así: Arakib, Aramiel, Kokabiel, Tamiel, Ramiel, Daniel, Ezequiel, Baraqiel, Asael, Armaros, Batariel, Ananiel, Zaqile, Samsapeel, Satariel, Touriel, Yomeyal y Arazeyal, titulados como jefes de decena 3. En The Book of Enoch, traducción efectuada a partir del texto etiópico por Andy McCracken, de la Universidad de Londres, aparecen los nombres de los Ángeles de la siguiente forma: And these are the names of their leaders: Semyaza, who was their leader, Urakiba, Ramiel, Kokabiel, Tamiel, Ramiel, Daniel, Ezeqiel, Baraqiel, Asael, Armaros, Batriel, Ananel, Zaqiel, Samsiel, 3 El Libro de Henoch, o.c., p. 20. 3 Satael, Turiel, Yomiel, Araziel 4. Por su parte, en el texto traducido del etiópico por R.H. Charles en 1906, estos nombres se muestran de la siguiente forma: And these are the names of their leaders: Samlazaz, their leader, Araklba, Rameel, Kokablel, Tamlel, Ramlel, Danel, Ezeqeel, Baraqijal, Asael, Armaros, Batarel, Ananel, Zaqiel, Samsapeel, Satarel, Turel, Jomjael, Sariel. These are their chiefs of tens 5. Finalmente, reproduzco el mismo texto procedente ahora de The Book of Enoch, the Prophet, An Apocriphal Production, realizada en 1838 a partir de un manuscrito existente en la Bodleian Library de Oxford: These are the names of their chiefs: Samyaza, who was their leader, Urakabarameel, Akibeel, Tamiel, Ramuel, Danel, Azkeel, Sarakuyal, Asael, Armers, Batraal, Anane, Zavebe, Samsaveel, Ertael, Turel, Yomyael, Arazyal. These were the prefects of the two hundren angels, and the remainder were all with them 6 Tal como relata el texto de Henoch –y en esto las diferentes versiones consultadas no parecen variar mucho- junto a los motivos erótico-festivos más o menos establecidos de esa expedición, se produjo también –posiblemente después de la fiesta y tal vez como una especie de pago, compensación o agradecimiento por parte de los Ángeles dirigido hacia los humanos que tan bien les habían acogido, y esto último es, desde luego, pura especulación mía realizada a partir de la lectura- una transmisión de conocimientos que tampoco estaba autorizada. Por ello quizá sea interesante conocer las especialidades técnicas exhibidas por algunos de los excursionistas celestiales. De eso también nos habla un poco más adelante El Libro de Enoch, cuando dice que Azazel enseñó a los hombres a fabricar las espadas y los machetes, el escudo y la coraza del pecho pero, quizá mucho más importante, les mostró los metales y el arte de trabajarlos. Por su parte, el llamado Amiziras enseñó a los encantadores. Otro llamado Armaros, enseñó a romper los hechizos. Baraqiel 4 5 The Book of Enoch, School of Oriental and African Studies Library, University of London. 1978. The Book of Enoch, Edited by Wolf Carnahan, 1997. 6 The Book of Enoch the Prophet, An Apocriphal Production, Oxford, 1838. Cap. VII. Sect. Iib. P. 6. 4 instruyó a los astrólogos. Kokabiel, enseñó los presagios. Tamiel, el significado del aspecto de las estrellas y Asdariel, el curso de la Luna 7. De los nombres que aparecen en ésta última lista de suministradores de conocimientos –Azazel, Amiziras, Armaros, Baraqiel, Kokabiel, Tamiel y Asdariel- es posible observar que algunos parecen coincidir con los nombres de unos cuantos de los líderes juramentados con Semyaza, mientras otros no lo hacen, aunque de ésto no pueden extraerse mayores conclusiones sin un estudio mucho más extenso y detallado de la cuestión, lo cual, para las pretensiones del presente artículo –que se reducen únicamente al nivel de un sencillo comentario- no presenta demasiada trascendencia. La cuestión, entonces, puede esbozarse en líneas generales como sigue: un cierto número de Ángeles, a los que según los distintos textos se denomina hijos del cielo o hijos de Dios, se juramentan, confabulan o ponen de acuerdo para marchar –o descender- todos juntos a la Tierra, a fin de unirse sexualmente con las hijas de los hombres. Esos Ángeles llevan a cabo su propósito, de manera que las hijas de los hombres dan nacimiento a toda una estirpe de seres híbridos (de naturaleza angélico-humana) a los que, en los textos, se denomina gigantes De una manera más o menos simultánea, los mismos Ángeles implicados en el asunto u otros de sus acompañantes, parecen haber concedido a los humanos acceso a ciertos conocimientos que éstos últimos no poseían antes. Como consecuencia de todo ello, se produce una batalla entre dos grupos de ángeles (los buenos y los malos y rebeldes), así como un castigo de los ángeles malos y de los hombres, según puede leerse en el Libro de Henoch a continuación del fragmento de texto citado al principio y como desenlace de dicho suceso 8. 7 8 El Libro de Henoch. Ediciones Obelisco, S.A.. 3ª edición. Barcelona, 1992. p. 21. Ibid. Capítulo X. Dios ordena el Diluvio y el castigo de los Ángeles malos por el fuego eterno. P. 23 5 De todo ello se desprende lo siguiente. Los Hombres –es decir, hablando de una manera genérica, los seres humanos- se vieron envueltos in illo tempore en un conflicto desatado por unos personajes que, en principio, parecen ajenos a la propia humanidad aunque estén relacionados con ella de alguna manera. A esos personajes se les denomina hijos del cielo o hijos de Dios. Según el relato en sus diversas versiones, el comportamiento de esos personajes ajenos al grupo humano se desarrolla de una manera muy parecida a como lo harían unas tropas coloniales, de invasión o de ocupación respecto a los súbditos, naturales o indígenas de un pais conquistado. Pero con un factor añadido que desemboca en un acto arrogante: tras llevar a cabo ese típico comportamiento de dominio que ya hemos citado anteriormente y que puede considerarse característico de unos conquistadores, se produce además una transmisión ilegal de conocimientos, lo cual se añade a la mezcla también ilegal, no permitida, de genes o de sustancia germinal entre seres que, en principio, deberían haber permanecido separados. Hemos pasado por tanto – como ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia humana- del dominio puro y simple, a la arrogancia. Pero en este caso, el impulso primero no proviene de los seres humanos, sino de sus conquistadores, colonizadores o vigilantes angélicos. 6 2. El Enfrentamiento y el Castigo. Fue arrojado aquél dragón, la serpiente antigua, llamado Diablo y Satanás, que seduce a todo el universo. (Apocalipsis, XII, 7-9) Naturalmente, el recuerdo de esos hechos ocurridos en un tiempo mítico, no se reduce a la tradición judeo-cristiana, una de cuyas representaciones más típicas serían tal vez los textos que hemos invocado aquí y algunos otros más que no hemos citado en razón de la brevedad. Por no reseñar más que algunos ejemplos de esa generalización, recordemos el relato del combate mantenido por Indra frente al dragón o serpiente primigenia llamado Vrtra en la mitología hindú, o el combate del Sol frente a la serpiente primordial en las cosmogonias egipcias. Es posible que estos mitos sean parientes cercanos de aquellos otros que, en muchas culturas, describen la separación violenta del cielo y de la tierra, los cuales, en principio, permanecían estrechamente unidos. Únicamente esa separación –y la violencia con la que se llevó a cabo- permitió la aparición de los elementos comunes (agua, aire, tierra) y, en consecuencia, el surgimiento de condiciones apropiadas para la creación de los seres humanos por los dioses, creación que, según ciertas tradiciones, se llevó a cabo en varias etapas sucesivas y de manera no siempre exitosa. Estamos por tanto en presencia de un cuerpo de mitos al que podríamos calificar de universal, pues el recuerdo de sus relatos integrantes y su invocación e influencia en leyendas o como elementos fundamentales de cosmogonías, aparece constantemente por todas partes, incluso en ámbitos que no se relacionan –al menos directamente- con la mitología o con las cosmovisiones. Uno de los hechos más importantes que surgen de semejante conglomerado mitológico es, a mi entender, aquél que narra el enfrentamiento mantenido entre, al menos, dos potencias extrahumanas y la consiguiente o correlativa creación de la humanidad que surge a partir de dicho combate o de algunos episodios derivados de él, aunque, en ciertas leyendas, esa creación 7 bien puede haber sido anterior a tal enfrentamiento o incluso, haberlo provocado por sí misma. En cualquier caso, por lo que se deduce de la lectura de textos como El Libro de Henoch (pero también, por ejemplo, del Popol Vuh) ese acto creativo de la Humanidad, además de no discurrir de forma tranquila (ya que, como decimos, hubo grandes batallas en el cielo, en el espacio primigenio o como quiera que se denominase tal lugar cósmico) tampoco pareció llevarse a cabo de manera demasiado competente por los dioses, demiurgos o seres sobrenaturales a los cuales, según aquellos relatos, correspondió dicha tarea de creación. En efecto. No sólo el proceso de creación de la especie humana se vio interrumpido varias veces –según esas tradiciones- por sucesos cataclísmicos e intervenciones desafortunadas de otros seres sobrenaturales distintos de los que participaban en él y que allí concurrían arrastrados por la envidia, por la codicia y por otros motivos, sino que, una vez finalizado, casi siempre de manera precaria, provisional y un tanto chapucera, en la mayoría de los casos sus resultados no cubrieron las expectativas de los artífices, los cuales tuvieron que destruir a sus criaturas in extremis mediante el agua y el fuego 9. Lo que relata aquí El Libro de Henoch cuando habla del Diluvio que ha de remediar la situación de que Toda la tierra ha sido corrompida por la ciencia de la obra de Azazel 10 no parece ser más que uno de tales episodios dramáticos y desafortunados repartidos por muchas cosmogonías. A veces da la impresión al lector atento que ese enfrentamiento mantenido entre entidades y presencias sobrenaturales, ocurrido muy al comienzo del desarrollo de la historia humana e incluso tal vez con anterioridad a ella, tiene ciertas facetas que aparecen explicadas de una manera intencionadamente confusa en los textos que han llegado hasta nosotros. En ocasiones parece que tales entidades sobrehumanas se hayan enfrentado por causa del propio hecho de la creación, es decir, que habiendo llevado a cabo simultáneamente procesos creativos independientes o aislados unos de otros, los resultados de todos ellos, además de no resultar favorables, hayan podido conducir por sí mismos hacia la culminación de la batalla celestial, y que esas 9 Por ejemplo, véanse los relatos de las sucesivas creaciones de los humanos en el Popol Vuh. En Las leyendas del Popol Vuh. Espasa Calpe, Austral. México 1964. Los Abuelos. P. 17 y s. 10 El Libro de Henoch, Ediciones Obelisco, p. 23. 8 entidades no desean –tal vez por razones de prestigio o de prurito profesionalque sus posibles competidores o sus desdichadas criaturas puedan enterarse de todo ello. En éste sentido –puramente hipotético, desde luego- la mitopoiesis sería utilizada como un mecanismo de control ideológico y sus resultados, los mitos, empleados como piezas interactuantes en la articulación de modelos cognitivos destinados a condicionar comportamientos y actitudes de extensas capas de población. Sin embargo, pese a esa imposición de silencio cósmico, algunos relatos mitológicos incluyen en su desarrollo lo que puede considerarse que son pistas que abundan en este sentido de manera bastante clara. Por ejemplo, la tan traída y llevada cuestión del Dios ocioso o de la Divinidad perezosa –es decir, la deidad creadora que se retira a una especie de nirvana alejado e inalcanzable una vez que culmina su acto- puede encontrar una explicación o quizás mejor, una justificación moral, si lo hace después de sufrir fracasos tan reiterados y graves en el proceso de creación de la Humanidad como aquellos que se relatan en el Popol Vuh y como una consecuencia de esos fracasos. En el mismo sentido abundarían aquellos mitos en los cuales los actos de creación del hombre por un lado y de los animales, plantas y elementos cósmicos y geográficos por otro, están netamente separados, atribuyéndose incluso a deidades distintas. En este caso, parece como si la deidad creadora no tuviera demasiadas dificultades para separar la tierra del cielo, para crear ambos elementos, encauzar y dirigir las aguas primordiales o disponer las luminarias y cuerpos celestes, pero, una vez llevado a cabo lo que podría considerarse como el trabajo mayor y más complejo, se encontrara de repente con dificultades casi insuperables para dar vida a una mísera y humilde criatura como es la humana. Parece un tanto curioso que unas entidades capaces de organizar el universo entero y mover con ello fuerzas y energías inconmensurables, fracasen una y otra vez en lograr la creación estable del hombre y en determinar la situación en la que esa creación habrá de permanecer de manera más o menos constante. Los mitos de nuestra tradición judeo-cristiana quieren ofrecer –según parece- un frente unido y sólido, ya que no en el aspecto narrativo -pues se ve con una cierta facilidad que estas leyendas de las que hablamos son en si mismas resultado de confluencias de diversos cuerpos de relatos y tradiciones9 si al menos desde el punto de vista de un imperativo categórico presentado como deseado y como posible. Nuestro particular Dios Creador desea mostrar sobre todo una imagen de Padre clemente y misericordioso, contra el que se rebelan unos hijos orgullosos y depravados a los cuales debe castigar con el fin de mantener la balanza del universo equilibrada con el peso de la justicia. Pero ese equilibrio tan anhelado, pronto salta en añicos con el primer examen, por más que éste pretenda ser apresurado y ligero y pasar por encima de las contradicciones más gruesas sin mayores sobresaltos. El Deus otiosus es moralmente más eficaz y creible que el Dios impulsivo e imprevisible, aunque misericordioso y justiciero al mismo tiempo, que la tradición judeocristiana pretende imponer. El problema sigue siendo la necesidad de cambiar un modelo por el otro, la necesidad de que ese Dios ejerza un control minucioso y permanente, vinculado a los menores tropiezos y contradicciones del ser humano –que si es algo, es precisamente un ser contradictorio- y completamente alejado del comportamiento abstencionista –virtualmente autista- del Deus otiosus. Sin embargo, en esa figura paternal y vigilante –pero no por ello menos alejada e inaccesible, recuérdese el episodio de la zarza ardiente en el que el Dios de Abraham no puede evitar que se manifieste su condición numinosa y un tanto oscura- todavía subsisten rasgos que nos permiten aproximarnos a los esquemas del Deus otiosus, si bien en este caso, no completamente logrados: se trata, aquí, del castigo que desencadena el comportamiento de los Ángeles. Las hijas de los hombres eran hermosas y éstos –los hombres- consintieron que los hijos de Dios o los hijos del cielo se unieran a ellas. Hay que preguntarse qué hubieran podido hacer en el caso de oponerse a esa unión, ya que los Ángeles eran mucho más fuertes y poderosos que los humanos. En cualquier caso, si los Ángeles son castigados y guardados hasta el dia del juicio o, cuando menos, durante mil años, lo cierto es que los hombres, junto al resto de los seres vivos con los que comparte la tierra, serán entregados a la destrucción y a la ira de Dios: Escóndete…pues la tierra entera va a perecer; un agua de diluvio va a venir sobre toda la tierra y el que se encuentre sobre ella, perecerá…11. 11 El Libro de Henoch, Ed. Obelisco, o.c., p. 23. 10 Se trata, para este Dios vengativo, de purificar la tierra de toda corrupción, de todo pecado, de todo castigo y de todo dolor 12 , es decir, de conseguir un estado a partir del cual ya no sea preciso actuar más sobre el equilibrio del mundo, lo que aproxima bastante su intención a la que pueda manifestar –si es que su inercia le permite hacerlo- cualquier Deus otiosus al uso. En éste caso, los Ángeles buenos, es decir, Miguel, Uriel, Rafael y Gabriel, cada uno de ellos desempeñando un papel de demiurgo malgré-lui, estarán destinados a mirar desde lo alto del cielo y a velar porque sobre éste mundo no haya sangre esparcida –o cuando menos, si la hay, que no se vea demasiado- y desaparezca toda la injusticia cometida sobre la tierra. Tarea ímproba, poco agradecida y de resultados extremadamente comprometidos, tal como podemos comprobar, dia por dia, los humanos, respecto a los cuales ese Dios impulsivo y celosamente vengador parece estar cada vez más lejos. Un Dios de condición más remota que benévola, Justificador supremo por tanto – con esa lejanía suya- no de El mismo, sino de la manifestación de todos los males. Tal vez por eso, el problema del Mal –ese Mal con mayúsculas del que hablaba Arthur Machen 13 , cuya existencia está tan vinculada con la esencia misma de lo Sagrado y con la presunta existencia de Dios o con su no menos presunta bondad- continúe siendo hasta ahora irresoluble en nuestro mundo. 12 13 El Libro de Henoch, Ed. Obelisco, o.c. p. 25. En The Great God Pan 11 3. Los Puros y los Híbridos. No permanecerá siempre mi espíritu sobre el hombre, porque no es más que un ser mortal… Génesis, VI Junto a la gran cuestión de la Teodicea 14 , en El Libro de Henoch se plantea también otra cuestión no menos interesante y muy debatida en las construcciones mitológicas de (casi) todas las culturas: el problema que se produce cuando los personajes de esas construcciones –dioses, héroes, monstruos y humanos- se dejan llevar por una tendencia suya que parece natural, de tanto repetirse y presentarse: el empuje hacia la mezcla, hacia la transformación, casi imposible de evitar, de lo Puro, que va en camino hacia lo Híbrido. En la Odisea, Calypso –enamorada de Ulises- tuvo un gran cuidado en que éste no probara la ambrosía, es decir, el alimento de los dioses, porque conocía bien el peligro que ese nectar sagrado representaba para la débil naturaleza humana. Los humanos no pueden ingerir la comida de los inmortales y difícilmente –siempre a costa de un riesgo supremo- pueden transformar su naturaleza y dar ese salto cualitativo hacia lo divino, sin comprometer de una manera irremediable el orden entero del cosmos. Cuando –en nuestro ya familiar episodio- los Ángeles fecundaron a las hijas de los hombres, mezclaron imprudentemente, llevados por la pasión, las dos sustancias divina y humana. Entonces las mujeres dieron a luz una estirpe desaforada y terrible a la que en las sagas se llamó la raza de los Gigantes. Ese comercio al que púdicamente se refiere el autor de El Libro de Henoch supuso una alteración decisiva, con una casi imposible vuelta atrás, que hacía irremediable la destrucción de aquella tierra corrompida, es decir, asiento de lo mezclado, de lo híbrido y de lo antinaturalmente producido. Algo semejante se relata también en el Popol Vuh, cuando las mezclas de seres divinos y humanos dieron lugar a torpes manifestaciones de vida que comprometían así el desarrollo ordenado y jerarquizado del cosmos. 14 En el sentido planteado por Leibniz en su Ensayo de Teodicea. Acerca de la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del Mal. 12 Como se puede ver en un caso y en el otro, los resultados viables de esas mezclas de naturalezas incompatibles, no dan como fruto seres superiores a los humanos, aunque en algunos aspectos pudieran aparecer como inferiores a los dioses. Sólo surgen monstruos terribles de tales coyundas. Monstruos que devoran y arrasan todo lo que encuentran. Como se dice en El Libro de Henoch, los Gigantes –cuya altura era nada menos que de tres mil codos- devoraron todo el fruto del trabajo de los hombres, hasta que éstos no pudieron alimentarlos más. Y entonces, los gigantes se volvieron contra los hombres para devorarlos 15. Estos seres devoradores e insaciables aparecen en todas las mitologías. Entre los mayas tenemos al dios de los muertos, Mictlantecuhtli, o a la terrible Vieja de los dientes de cobre, la Tlantepusilama, cuyas hazañas caníbales son recordadas en México incluso en las narraciones y cuentos de hoy en día. La Kali hindú es otra divinidad ansiosa de carne y de sangre. Todas estas divinidades, si no son híbridas por naturaleza, se encuentran muy cerca de serlo, ya que representan a los dioses y diosas de la tierra, que es el espacio en el que confluyen siempre las dos naturalezas –divina y humana- a través de los cuerpos de los muertos que la Madre Tierra devora, asimilando su sustancia y su esencia. En el monasterio tibetano de Samyé existe una habitación a la que se llama Ougs Khang (Casa del aliento vital). A ella llegan, según dice la tradición, los últimos suspiros de los moribundos. En ese templo residen unos temibles demonios hembra denominados Singdongmos a los que se provee de los instrumentos adecuados para despedazar y trocear, es decir, un hacha y un cuchillo ritual, con los que cumplen su función devorando los últimos suspiros de los moribundos, convertidos en carne y sangre. Todas estas criaturas tienen en común su naturaleza mezclada. Son, o bien seres híbridos que han surgido –como en el caso descrito en El Libro de Henoch- por comercio carnal entre humanos y espíritus malignos o Ángeles caídos, o bien entidades directamente relacionadas con esa porción de lo Sagrado que se muestra más o menos directamente bajo la influencia maligna de las sombras y de lo oscuro. 15 El Libro de Henoch, Ed. Obelisco, o.c. p. 20. 13 Quizá resultaría relativamente interesante para nosotros intentar ahora descubrir lo que sucede cuando se encuentran esos dos grandes polos dinámicos que son el Mal y lo Híbrido. El Mal, como una circunstancia derivada del alejamiento –real o ficticio- de un Dios cada vez más volcado en su papel de Deus otiosus. Lo Híbrido, como una consecuencia quizá no deseada pero en ningún caso imprevisible –o poco previsible- de la unión no permitida entre lo Divino-Angélico y lo Divino-Humano. Habremos de plantear por tanto las Grandes Preguntas. ¿Es el Mal necesario en el discurso normal de los acontecimientos de nuestro mundo, considerando la historia de éste desde su origen? ¿La existencia del Mal, vinculada al alejamiento que hemos predicado de Dios respecto a sus criaturas, se desprende en alguna manera de la transmisión hacia los humanos de un conocimiento prohibido? En El Libro de Henoch se plantean algunas de estas cuestiones. Así, en el capítulo VII (Nacimiento y fechorías de los Gigantes) se dice que éstos seres híbridos empezaron a pecar contra los pájaros y contra las bestias, los reptiles y los peces 16. Como inmediatamente después de tal afirmación se indica en el texto que empezaron a devorarse entre ellos, quizá esté justificado pensar que ese pecado al que se hace referencia era de índole sexual. Es decir, si así ocurrió, se confirmaría que los Gigantes no eran desaforados por razón de que adquirieron un conocimiento superior como resultado de su nacimiento híbrido, sino que ocurrió que ellos nacieron marcados con una tendencia por la cual se sentían impulsados a continuar propagando su propia condición híbrida, de manera que, finalmente, la mezcla de caracteres se hiciera general, destruyendo así por completo el ordenado y jerarquizado plan de Dios establecido sobre el mundo. El carácter desaforado de los Gigantes, su existencia misma, exigían la destrucción del mundo, el cual terminaría por ser inviable una vez que la infección -o la corrupción, como la llama El Libro de Henoch- se extendiera por toda la tierra. Pero el problema no es tanto esta imagen séptica de los Gigantes, sino la cuestión que nos obliga a plantearnos lo siguiente: tal como fue concebido el mundo y tal como fue creado, según se desarrolló la sucesión de acontecimientos por los cuales sus protagonistas (Dios, los Ángeles, los 16 El Libro de Henoch, o.c. p. 20. 14 hombres, las hermosas hijas de los hombres, los Gigantes y todas las bestias, animales y seres que en el mundo habitaban en aquél tiempo) estaban inevitablemente encaminados a involucrarse en el conflicto final, ¿puede decirse entonces que el Mal –que es la encarnación conceptual misma de ese acontecimiento final- era entonces necesario? Y si entonces lo fue ¿Podemos creer de verdad, legítimamente y con alguna esperanza, que el final del mundo, la catástrofe del Diluvio, la aniquilación de millones de seres inocentes, acabaría en definitiva con el Mal, o habremos de convenir que esa catástrofe inducida tan solo iba a reforzar su poder en el siguiente mundo? Tal como estaba planteado el proyecto, la catástrofe parecía inevitable. El Mal era necesario en aquél modelo de Mundo y por tanto, el heredero del mundo aniquilado no ha podido desprenderse de esa semilla marcada por la fatalidad. Pero, pese a ello, es necesario reflexionar sobre lo siguiente: no ha sido la tendencia a la mezcla y a la confusión de razas o estirpes la responsable del final que en El Libro de Henoch se relata. Ni siquiera, con un sentido moral estricto, puede considerarse a los Gigantes responsables de no haber sido previstos en el plan de Dios y de permitir que su condición se exprese de acuerdo con sus posibilidades. Por no ser, quizá tampoco sean los Ángeles –pese a su condición superior, a sus facultades ilimitadas, a su percepción sin estrechamientos- los causantes de la catástrofe. En cualquier caso, difícilmente podrá culparse aquí a los hombres por tener hijas, o a sus hijas, por ser hermosas. El dedo de la acusación apunta, inexorable, hacia el nivel supremo, en el que un Dios poco competente, de comportamientos, decisiones y declaraciones moralmente discutibles, trata de volcar sobre sus criaturas el peso insoportable de una necesidad alumbrada por El mismo y por su propia incongruencia. Por eso –aunque no sólo por eso- Dios se aleja de sus criaturas hacia el horizonte del Deus otiosus. ¿No será responsable en último caso ese conocimiento cuya transmisión no estaba autorizada, y que, obrando sobre una naturaleza débil, no preparada, friable y quebradiza como la humana, provocó primero la catástrofe de la aniquilación y más tarde las dificultades que se derivaron de una herencia envenenada en los mundos que siguieron hasta el que hoy mismo nos alberga? 15 Quizá, si admitimos eso, el gran problema de la convivencia entre Dios y el Mal, del que El Libro de Henoch da testimonio, como lo dan igualmente muchos otros textos antiguos y modernos, pueda tener sino una solución – inviable por el momento mientras persista el camino de la deidad hacia la condición límite del Deus otiosus- si al menos una respuesta coherente y conforme con las expectativas despertadas por las actividades de esa divinidad en migración. Aunque, según dijo una vez el famoso profeta Nathan de Gaza cuando su movimiento sabbataista empezaba ya a desmoronarse: Nemo pervenit qui non legitime certaverit. Nadie que no haya combatido según las reglas, lo consigue. Eso tal vez sea cierto. Pero, seguramente, él jamás lo habría pronunciado en latín. 16