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¿Acaso Nietzsche justificaría las gamberradas de Bart? Y Lisa, por socrática, ¿debería
caernos mal? ¿Se puede ser virtuoso y ofrecer la propia familia a los extraterrestres para salvar el
pellejo, como Homer? ¿Tal vez Marge nos haga sentir en casa porque, en realidad, se trata de una
madre y ama de casa machista? ¿Como la propia serie, por otra parte? ¿Se puede aprender algo
sobre la felicidad gracias a las miserias del señor Burns? ¿Es un disparate considerarse de
izquierdas y reírse del infortunio de Springfield , aunque se trate de un pueblo de animación?
¿Acaso no es la desgracia ajena lo único que hace reír? ¿Quién decide si Los Simpson es una
serie incorrecta y hasta combativa o en cambio el poder también se esconde bajo el monopatín de
Bart? ¿Quién es el listillo que sentenciará si Springfield es fruto de un enfoque deconstruccionista
del mundo o Derrida se revuelca en la tumba? ¿Será que, como han sospechado siempre algunos
friquis, Los Simpson es el mayor logro inopinado del pensamiento contemporáneo precisamente
porque plantea estas y otras preguntas, un secreto a voces se impone sobre tanta cháchara vacua
a propósito de la cultura popular?
El propio Homer Simpson afirma que «las series animadas no tienen significado profundo.
Son sólo unos dibujos estúpidos para pasar el rato». Con todo, este libro no sólo tiene mucho que
decir sobre ese gran artefacto cultural de nuestro tiempo que es Los Simpson a entusiastas y
detractores por igual, sino que es una introducción entretenida y al mismo tiempo rigurosa a la obra
de pensadores como Aristóteles, Kant, Heidegger o Sartre, entre muchos otros.
LOS SIMPSON Y LA FILOSOFÍA
LOS SIMPSON Y LA FILOSOFÍA
¿ACASO…
LOS SIMPSON Y LA FILOSOFIA
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE - LOS PERSONAJES
1.- HOMER Y ARISTÓTELES
2.- LISA Y EL ANTIINTELECTUALISMO ESTADOUNIDENSE
3.- LA IMPORTANCIA DE MAGGIE: EL SONIDO DEL SILENCIO. ORIENTE Y
OCCIDENTE
4.- LA MOTIVACIÓN MORAL DE MARGE
5.- ASÍ HABLÓ BART. NIETZSCHE Y LA VIRTUD DE LA MALDAD
SEGUNDA PARTE - TEMAS SIMPSONIANOS
6.- LOS SIMPSON Y LA ALUSIÓN: «EL PEOR ENSAYO DE LA HISTORIA»
7.- LA PARODIA POPULAR: LOS SIMPSON Y EL CINE DE GÁNGSTERS
8.- LOS SIMPSON, LA HIPERIRONÍA Y EL SENTIDO DE LA VIDA
9.- LOS SIMPSON Y LA POLÍTICA DEL SEXO
TERCERA PARTE - NO HE SIDO YO: LA ÉTICA Y LOS SIMPSON
10.- EL MUNDO MORAL DE LA FAMILIA SIMPSON: UNA PERSPECTIVA KANTIANA
11.- LOS SIMPSON: LA POLÍTICA ATOMISTA Y LA FAMILIA NUCLEAR
12.- LA HIPOCRESÍA DE SPRINGFIELD
13.- «DISFRUTAR DE «ESA COSA LLAMADA CUCU… CUCURUCHO”»: EL SEÑOR
BURNS, SATANÁS Y LA FELICIDAD
14.- HOLITA, VECINOS, TRALARÍ, TRALARÁ: NED FLANDERS Y EL AMOR AL
PRÓJIMO
15.- LA FUNCIÓN DE LA FICCIÓN: EL VALOR HEURÍSTICO DE HOMER
CUARTA PARTE - LOS SIMPSON Y LOS FILÓSOFOS
16.- UN MARXISTA (KARL, NO GROUCHO) EN SPRINGFIELD
17.- «Y EL RESTO SE ESCRIBE SOLO»: ROLAND BARTHES VE LOS SIMPSON
18.- ¿QUÉ SIGNIFICA PENSAR PARA BART?
APÉNDICES
LISTADO DE EPISODIOS
LISTADO DE EPISODIOS
ESTE LIBRO SE INSPIRA EN IDEAS DE…
CON LAS VOCES DE…
notes
LOS SIMPSON Y LA FILOSOFÍA
¿Acaso Nietzsche justificaría las gamberradas de Bart? Y Lisa, por socrática, ¿debería
caernos mal? ¿Se puede ser virtuoso y ofrecer la propia familia a los extraterrestres para
salvar el pellejo, como Homer? ¿Tal vez Marge nos haga sentir en casa porque, en
realidad, se trata de una madre y ama de casa machista? ¿Como la propia serie, por otra
parte? ¿Se puede aprender algo sobre la felicidad gracias a las miserias del señor Burns?
¿Es un disparate considerarse de izquierdas y reírse del infortunio de Springfield , aunque
se trate de un pueblo de animación? ¿Acaso no es la desgracia ajena lo único que hace
reír? ¿Quién decide si Los Simpson es una serie incorrecta y hasta combativa o en cambio
el poder también se esconde bajo el monopatín de Bart? ¿Quién es el listillo que
sentenciará si Springfield es fruto de un enfoque deconstruccionista del mundo o Derrida
se revuelca en la tumba? ¿Será que, como han sospechado siempre algunos friquis, Los
Simpson es el mayor logro inopinado del pensamiento contemporáneo precisamente
porque plantea estas y otras preguntas, un secreto a voces se impone sobre tanta
cháchara vacua a propósito de la cultura popular?
El propio Homer Simpson afirma que «las series animadas no tienen significado
profundo. Son sólo unos dibujos estúpidos para pasar el rato». Con todo, este libro no
sólo tiene mucho que decir sobre ese gran artefacto cultural de nuestro tiempo que es Los
Simpson a entusiastas y detractores por igual, sino que es una introducción entretenida y
al mismo tiempo rigurosa a la obra de pensadores como Aristóteles, Kant, Heidegger o
Sartre, entre muchos otros.
Traductor: Hernández Aldana, Diana
Autor: Varios Autores
©2009, Blackie Books
Colección: Blackie books, 2
ISBN: 9788493736200
Generado con: QualityEbook v0.52
LOS SIMPSON Y LA FILOSOFÍA
¿ACASO…
... la pregunta por el valor filosófico de Los Simpson tiene trampa? ¿Estamos hablando de la
misma serie que algunos tienen por antipedagógica o directamente nociva? En este volumen, una
veintena de autores ensayan interpretaciones posibles, conciliadoras o abiertamente discordantes
de los personajes, el lenguaje o la potencia política de una producción difícil de agotar desde la risa
e incluso desde el intelecto, y ello al aplicar las armas de la dialéctica (y quien no sepa lo que eso
significa lo encontrará en el libro) a la cultura pop, para intentar arrojar luz sobre cuestiones como el
sentido de la vida, el valor de la ironía y la rebelión existencialista.
WILLIAM IRWIN (ed.) es profesor de filosofía en el King’s College y autor, entre otros títulos, de
Welcome to the Desert of the Real (2002) y The Matrix and Philosophy (2004).
MARK T. CONARD (ed.) colabora en diversas revista científicas. Se ha ocupado en especial
de Kant, Nietzsche y Quentin Tarantino.
AEON J. SKOBLE (ed.) enseña filosofía en West Point y ha editado, en colaboración y entre
otros títulos, Political Philosophy: Essential Selections (1999) y The Philosophy of TVNoir (2008).
LOS SIMPSON Y LA FILOSOFIA
Traducción de Diana Hernández
Titulo original en ingles: The Simpsons and Philosophy
Diseño de colección y cubierta: Setanta
www.setanta.es
© de la ilustración de cubierta: Félix Petruska
© del texto: Carus Publishing Company
© de la traducción: Diana Hernández Aldana
© de la edición: Blackie Books S.L.U.
Calle Església, 4 - 10
08024, Barcelona
www.blackiebooks.org
[email protected]
Fotocomposición: David Anglés
Impresión: Liberduplex
Impreso en España
Primera edición: octubre de 2009
Quinta edición: febrero de 2010
ISBN: 978 - 84 - 937362 - 0-0
Depósito legal: B-6740 - 2010
Todos los derechos están reservados.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso
expreso de los titulares del copyright.
Dedicado a
Lionel Hutz y Troy McClure
(a quienes quizá recordaréis
por series de televisión como Los Simpson)
AGRADECIMIENTOS
LA escritura, la edición y demás tareas relativas a la producción de Los Simpson y la filosofía
supusieron una experiencia divertida y estimulante. Quisiéramos agradecer a los colaboradores
haber conservado tanto el sentido de la profesionalidad como el sentido del humor a lo largo de la
realización del proyecto. Estamos agradecidos de corazón a la buena gente de Open Court, en
especial a David Ramsay Steele y a Jennifer Asmuth por sus consejos y ayuda. Y por último, pero
no por ello menos importante, queremos expresar nuestro agradecimiento a los amigos, colegas y
alumnos con quienes hemos conversado sobre Los Simpson y la filosofía, y que han contribuido a
hacer posible este volumen y nos han ofrecido comentarios valiosos durante el proceso. Una lista
que incluyese a todas estas personas resultaría por fuerza incompleta, pero entre aquéllos con
quienes estamos en deuda se cuentan Trisha AHen, Lisa Bahnemann, Anthony Hartle, Megan Lloyd,
Jennifer O'Neill y Peter Stromberg.
INTRODUCCIÓN
¿MEDITAR SOBRE SPRINGFIELD?
¿Cuántos filósofos hacen falta para escribir un libro sobre Los Simpson? Aparentemente, una
veintena para escribirlo y tres para editarlo, cifra que no está mal, sobre todo si se tiene presente
que para realizar un solo episodio de la serie hacen falta trescientas personas y ocho meses de
trabajo, además de una inversión de millón y medio de dólares. Pero, hablando en serio, ¿no
tenemos otra cosa que hacer aparte de escribir sobre programas de televisión? La respuesta corta
es sí, tenemos otras cosas que hacer, pero nos hemos divertido escribiendo los ensayos que
siguen, y esperamos que vosotros disfrutéis otro tanto al leerlos.
Las semillas de este volumen fueron sembradas hace varios años, cuando la popular serie
Seinfeld estaba a punto de dejar de emitirse y William Irwin tuvo la singular idea de hacer una
selección de ensayos filosóficos a propósito de aquella «serie sobre nada». A Irwin y a sus colegas
filósofos no sólo les gustaba el programa, sino que a propósito solían enfrascarse en estimulantes
discusiones donde no faltaba el humor. Así pues, ¿por qué no compartir la diversión en forma de
libro? En Open Court tuvieron la visión, la fortaleza de ánimo y el sentido del humor necesarios para
hacerse cargo del proyecto,-y fue así como Irwin se vio a sí mismo editando Seinfeld and
Philosophy: a Book about Everything and Nothing. El libro se convirtió en un gran éxito, no sólo
entre los académicos, sino entre el público en general.
Los Simpson era otra de las series que Irwin y sus amigos veían v comentaban. Valoraban su
ironía e irreverencia, y comprendieron que, como Seinfeld, se trataba de un terreno fértil y rico para
la investigación y la discusión filosófica. De modo que Irwin decidió preparar un segundo volumen,
esta vez sobre Los Simpson, y pidió a dos colaboradores del libro anterior, Mark Conard y Aeon
Skoble, que compartiesen con él la edición del nuevo volumen. Una vez más, Open Court se mostró
entusiasta. Y si estáis leyendo esto, es porque a vosotros también os interesan al menos un poco la
filosofía, Los Simpson, o incluso ambas cosas. El concepto es el mismo: la serie es lo bastante
profunda e inteligente para garantizar cierto nivel de discusión filosófica, y al tratarse de un
programa popular, resulta útil como vehículo para explorar una variedad de cuestiones filosóficas en
favor de un público no especializado.
En Los Simpson abunda la sátira. Sin duda, se trata de una de las series televisivas más
inteligentes y articuladas que se transmiten hoy (sabemos que eso no significa gran cosa, y aun
así...). A quienes hayan desestimado Los Simpson como una serie animada cualquiera sobre un
patán y su familia (una más de tantas que hemos visto), afirmar que la serie es inteligente y
articulada puede parecerles una incongruencia, pero la observación atenta de Los Simpson revela
niveles cómicos que van mucho más allá de la simple farsa: hay en la serie numerosos estratos
satíricos, dobles sentidos, alusiones a la alta cultura y la cultura popular por igual, gags visuales,
parodia y humor referencia!. Ante la crítica que hace Homer de unos dibujos animados que los críos
están viendo, Lisa replica: «Si los dibujos fuesen para adultos, los emitirían a las mejores horas». A
pesar de las palabras de Lisa, Los Simpson es sin duda una serie para adultos, y es superficial
menospreciarla sólo a causa del soporte animado y su popularidad.
Matt Groening estudió filosofía, pero ninguno de los colaboradores de este volumen opina que
haya alguna sesuda teoría filosófica en el origen de la serie. No consiste pues este libro en una
«filosofía de Los Simpson», ni se trata tampoco de «Los Simpson como filosofía», sino más bien
de Los Simpson y la filosofía. No es nuestra intención revelar un significado explícito que Matt
Groening y la legión de guionistas y artistas responsables de Los Simpson hayan querido
comunicar. En lugar de eso, nos hemos propuesto arrojar luz sobre el significado filosófico que Los
Simpson cobra desde nuestro punto de vista. Algunos de los ensayos contenidos en este volumen
son reflexiones de académicos sobre una serie que les gusta y que, en su opinión, tiene algo que
decir sobre ciertos aspectos de la filosofía. Por ejemplo, Daniel Barwick se ocupa del señor Burns,
ese mezquino cascarrabias, e intenta determinar si, a partir de su infelicidad, podemos aprender
algo sobre la naturaleza de la felicidad. Otros autores se dedican a explorar el pensamiento de
algún filósofo a través de los personajes. Mark Conard, por ejemplo, se pregunta si el rechazo
nietzscheano de la moralidad tradicional puede justificar la mala conducta de Bart. Y otros
colaboradores se valen de la serie como vehículo para desarrollar tesis filosóficas de un modo
accesible para el no especialista (es decir, la persona inteligente que se interesa por la reflexión
filosófica pero no vive de ella). Por ejemplo, Jason Holt explora «la hipocresía de Springfield» para
determinar si dicho rasgo es siempre inmoral.
Este libro no busca reducir la filosofía a un mínimo común denominador: no nos hemos
propuesto «bajar el listón para que lo entiendan los tontos». Al contrario, esperamos conseguir que
nuestros lectores no especializados lean más filosofía, del tipo del que no necesariamente se
ocupa de la televisión. También esperamos que los colegas filósofos que lean estos ensayos los
encuentren estimulantes y divertidos.
¿Es legítimo escribir ensayos filosóficos a propósito de la cultura popular? La respuesta
común consiste en subrayar que Sófocles y Shakespeare eran cultura popular en su tiempo, y que
nadie pone en cuestión la validez de las reflexiones filosóficas sobre sus obras. Pero eso no basta,
(¡oh!), en el caso de Los Simpson. Echar mano de ese argumento indicaría, erróneamente, que en
nuestra opinión se trata de una serie equivalente a las mejores obras literarias de la historia, tan
penetrante que ilumina la condición humana de un modo inédito. Y no es así. Sin embargo,
consideramos que es lo bastante profunda, y sin duda lo bastante divertida, para merecer una
atención seria. Además, la popularidad de Los Simpson nos permite valernos de la serie como
medio para ilustrar con eficacia algunas cuestiones filosóficas tradicionales ante un público no
académico.
Y, por favor, recordad que, si bien cada tanto nos acusan de impiedad y nos ejecutan, los
filósofos también somos personas. No tenemos «ni zorra»1.
PRIMERA PARTE - LOS PERSONAJES
1.- HOMER Y ARISTÓTELES
RAJA HALWANI
Los hombres, por más que investiguen, no aciertan a ver en qué consisten la felicidad y el bien en
la vida.
Aristóteles, Etica Eudemia, 1216a10
Me niego a vivir una vida convencional como tú. ¡Lo quiero todo! Aterradores descensos,
vertiginosos subidones, relajados intermedios. Sí, es posible que ofenda a unos cuantos
remilgados con mi descarado porte y olor almizcleño. Oh... ¡Nunca seré el ojito derecho de los
llamados «Padres de la Patria», que chasquean la lengua, mesan sus barbas y se preguntan qué
pueden hacer con Homer Simpson!
Homer Simpson, «La rival de Lisa»
Si lo evaluamos desde el punto de vista moral, Homer Simpson deja bastante que desear,
sobre todo si nos concentramos en el personaje y no en sus acciones (aunque tampoco resulte una
joya en este último sentido). Sin embargo, en cierto modo, algo admirable desde un punto de vista
ético perdura en Homer y eso suscita la siguiente pregunta: si deja tanto que desear desde el punto
de vista moral, ¿en qué sentido puede resultar admirable Homer Simpson? Investiguemos esta
cuestión.
LOS TIPOS DE CARÁCTER SEGÚN ARISTÓTELES
Aristóteles nos ha proporcionado una categorización lógica de cuatro tipos de carácter2.
Grosso modo, y dejando a un lado los dos tipos extremos, el que se encuentra por encima de la
condición humana y aquel que vive como una bestia, tenemos el carácter virtuoso, el moderado, el
intemperante y el vicioso. Para comprender mejor cada una de estas disposiciones del carácter,
contrastemos la manera en que se manifiestan a través de las acciones, decisiones y deseos de
quienes las encarnan. Tomemos también como ejemplo una sola situación y observemos las
reacciones asociadas a cada una de estas maneras de ser.
Supongamos que alguien, a quien llamaremos «Lisa», va andando por la calle y se encuentra
una billetera con una cuantiosa suma de dinero. Si Lisa es virtuosa, no sólo decidirá entregar la
billetera a las autoridades competentes, sino que lo hará con gusto: sus deseos condicen la
decisión y la acción que cree correctas. Pensemos ahora en Lenny, que es moderado: si Lenny se
topase con la billetera, sería capaz de tomar la decisión correcta, es decir, devolverla intacta, y
también sería capaz de actuar según la decisión que ha tomado. Pero, de hacerlo, estaría actuando
en contra de sus deseos. El rasgo principal de la persona moderada consiste, pues, en tener que
luchar contra sus deseos para hacer lo que debe.
La situación empeora si se trata del intemperante o del vicioso. El intemperante es capaz de
tomar la decisión correcta, pero su voluntad es débil. En el caso de la billetera, y supongamos que
Bart sea nuestro intemperante, se rendirá ante su propio deseo de quedarse con la billetera y no
conseguirá actuar como es debido, aunque sepa que está mal quedarse con la billetera. En lo
relativo al vicioso, no presenciaremos una lucha contra los propios deseos ni una debilidad volitiva.
Esto se debe a que la decisión del vicioso es moralmente errónea, y sus deseos la secundan por
completo. Si Nelson fuese vicioso, decidiría quedarse con el dinero (y tirar la billetera a la basura o
devolverla y mentir sobre su contenido), desearía plenamente hacerlo, y actuaría en consecuencia.
Observemos más de cerca lo que constituye un carácter virtuoso. Virtuoso es quien posee las
virtudes y las pone en práctica. Más aún, las virtudes son estados (o rasgos) de carácter que
disponen a quien los ha desarrollado a actuar y reaccionar emocionalmente de forma correcta.
Partiendo de esto, comprendemos que Aristóteles insista en definir las virtudes como condiciones
del carácter vinculadas tanto con las acciones como con los sentimientos {Etica Nicomáquea, Libro
II, en especial 1106b15 - 35). Por ejemplo, quien posea la virtud de la liberalidad, estará dispuesto
II, en especial 1106b15 - 35). Por ejemplo, quien posea la virtud de la liberalidad, estará dispuesto
a mostrarse caritativo con quienes sea menester y en las circunstancias adecuadas; el liberal no
daría dinero a cualquiera que lo pidiese. El virtuoso debe percibir que el Otro necesita la dádiva y
que la empleará de manera apropiada. Además, su reacción emocional se adecuará a la situación.
Esto significa que el liberal de nuestro ejemplo dará con gusto, se inclinará a dar a causa de la
petición del menesteroso, y no se arrepentirá de hacerlo. En cambio, el tacaño no se desprendería
de su dinero tan fácilmente, y ello no porque lo necesite o no pueda prescindir de él, sino porque se
inclinará a la avaricia o sobreestimará la necesidad que pueda tener de ese dinero en un futuro.
Nótese, sin embargo, que en este recuento la razón interpreta un papel crucial. Si para ser
virtuoso uno debe tener la capacidad de percibir la índole de cada situación en la que se encuentre,
no puede ser estúpido ni ingenuo. Al contrario, debe poseer una disposición al razonamiento crítico
que le permita darse cuenta de las diferencias entre una situación y otra y actuar en consecuencia.
De hecho, por esa razón Aristóteles hace hincapié en la idea de que, en cuestiones de ética, no
hay lugar para una precisión rigurosa {Ética Nicomáquea, 1094b13 - 19). El filósofo insiste en la
importancia de la razón o sabiduría práctica (phrónesis); quien sea virtuoso por instinto, para
decirlo de alguna manera, no poseerá la virtud «por excelencia», sino en todo caso una virtud
«natural» (Ética Nicomáquea, 1144b3 - 15). Y poseer una virtud natural consiste en estar dispuesto
a actuar bien por accidente, para decirlo sin ser muy precisos.3
Si pasamos ahora a las condiciones aristotélicas de la acción correcta, podremos afinar
nuestro razonamiento. Aristóteles sostiene que las acciones sólo «están hechas justa y
sobriamente» si el agente «en primer lugar [...] sabe lo que hace; luego, si las elige, y las elige por
ellas mismas y, en tercer lugar, si las hace con firmeza e inquebrantablemente» {Ética Nicomáquea
1105a30 - 1105b). En otras palabras, lo que Aristóteles pensaba respecto a esta cuestión es que,
en primer lugar, el agente que actúe de manera virtuosa debe saber que su acción es virtuosa; es
decir, actuará según la convicción de que «tal acción o tal otra es correcta (o liberal u honrada)». La
segunda condición parece comprender dos: el agente debe actuar de forma voluntaria, y debe
hacerlo porque se trata de una acción virtuosa. Por lo tanto, incluso cuando actúe con la premisa de
que «la acción es correcta», no será la suya una acción virtuosa a menos que también actúe,
precisamente, porque se trata de una acción correcta. La tercera condición que Aristóteles plantea
es crucial, y nos devuelve al inicio de esta reflexión: el virtuoso no sólo actúa virtuosamente cuando
la acción es correcta y a causa de esto mismo, sino porque es una persona virtuosa. Es el tipo de
persona que se inclina a tener un comportamiento moral correcto cuando la situación lo exige. Esto
es (parte de) lo que significa actuar «con firmeza e inquebrantablemente».
EL CARÁCTER DE HOMER: ¡OH!, ¡OH!, Y ¡OTRA VEZ OH!
El caso de Homer Simpson no pinta bien desde el punto de vista del recuento aristotélico de
las virtudes (y no tengo intención de revocar este dictamen más adelante, de modo que no esperéis
alguna salvedad ingeniosa que permita reivindicarlo). Para empezar, tómese la templanza
(moderación) que, en principio (aunque esto podría discutirse), indica la capacidad de moderar los
apetitos corporales. No es necesaria una observación aguda para darse cuenta de cuán lejos está
Homer de poseer esta virtud. En lo relativo a sus apetitos, no sólo no se trata de un virtuoso, sino
que decididamente es un vicioso, sobre todo en cuanto a su ingesta de comida y bebida, no así en
cuanto a su actividad sexual. Sus deseos lo llevan constantemente a atiborrarse de alimentos, y él
sucumbe de buen grado a esos deseos. Por ejemplo, en «El enemigo de Homer»,4 se come sin
ningún reparo el bocadillo de su compañero de trabajo temporal, Frank Grimes («Graimito»),
aunque la bolsa que contiene el bocadillo claramente dice que es de Grimes. Y lo que es peor,
cuando éste último le señala la evidencia, Homer se las arregla para dar dos mordiscos más al
bocadillo antes de devolverlo. Su anhelo de comida es tal que incluso inventa algunas recetas
interesantes. Tómese, por ejemplo, el gofre medio crudo con que envuelve una barra entera de
mantequilla y que, obviamente, procede a comerse («Homer, el hereje»). A tal punto se resiente la
salud de Homer a causa de sus hábitos alimentarios, que ha sido sometido a una intervención
quirúrgica para colocarle un bypass («El triple bypass de Homer»), pero eso no le ha hecho
modificar sus hábitos. De hecho, Homer no cede en su empeño ni siquiera cuando sufre un dolor
físico inmediato y evidente. Véase cómo se come el jamón pasado en el Badulaque, se pone malo
y acaba en urgencias en el hospital («Homer y Apu»). Pero en lugar de poner una denuncia contra
Apu, de inmediato se tranquiliza cuando este último le ofrece cuatro kilos de gambas en mal
estado. Aunque sabe que huelen «muy raro», Homer se las come y acaba de nuevo en urgencias. Y
es que la gula forma parte de su carácter hasta el punto de que come incluso cuando está medio
dormido. En «El ciudadano Burns», adormilado, Homer entra en la cocina, abre la puerta de la
nevera, comenta «mmm, 64 lonchas de queso americano...» y procede a engullirlas a lo largo de la
noche. En fin, que su intemperancia no exige más pruebas: el nombre de Homer Simpson se ha
convertido en sinónimo de amor por la comida y la cerveza (Duff).
Homer también es un mentiroso empedernido, no habla con claridad. En «Sin Duff», engaña a
su familia sobre sus planes para el día: dice que se va a trabajar cuando, en realidad, se dispone a
visitar la fábrica de cerveza Duff. Para citar algunas de sus mentirillas, recordemos cómo le oculta a
Marge el hecho de que nunca terminó la secundaria («La tapadera»), o cómo le miente a propósito
de sus pérdidas financieras en una inversión («Homer contra Patty y Selma»), y cómo
sistemáticamente la engaña diciéndole que se ha deshecho de la pistola que ha comprado («La
familia Cartridge»). Una vez hasta implica a Apu en una urdimbre de mentiras a la madre de este
último, a quien hace creer que Apu está casado con Marge, por lo que esta última se ve obligada a
colaborar con la farsa («Las dos señoras Nahasapeemapetilon»).
Homer además carece de sensibilidad hacia las necesidades y solicitudes de los demás; le
faltan amabilidad y sentido de la justicia. En «Cuando Flanders fracasó», presiona a su vecino para
que le venda sus muebles a un precio obscenamente bajo, aunque sabe que Ned está en
bancarrota y que necesita el dinero con desesperación. En «Bart, el amante», aconseja a Bart, que
bajo el seudónimo de «Woodrow» se ha convertido en el amante epistolar secreto de la señorita
Krabappel, cómo romper con ella por carta: «Querida muñeca, bienvenida a la Villa de los Tristes.
Población: tú» (y anuncia esta intervención diciendo que las cartas de amor cariñosas son su
especialidad). Homer tampoco se inclina hacia la generosidad; una vez le dice a Bart: «¿Que has
regalado los dos perros? ¡Y sabiendo lo que opino yo de los regalos!» («El motín canino»). Y en «El
niño que sabía demasiado», decide no suscribir el veredicto de culpabilidad por agresión que
condenaría a Freddy Quimby, pero no porque piense que Quimby es inocente, sino porque
comprende que, al hacerlo, la deliberación llegará a un punto muerto y, como miembro del jurado,
podrá quedarse gratis en el Hotel Palace de Springfield («El niño que sabía demasiado»).
Homer tiene unos cuantos colegas, pero no tiene amigos. Aristóteles hacía hincapié en la
importancia de la amistad porque pensaba que, sin amigos, no podemos ejercer la virtud y llevar
vidas ricas y plenas. Pero Homer no tiene un solo amigo verdadero. A lo sumo, tiene a los colegas
de juerga (Barney, Lenny y Cari), pero a nadie con quien compartir sus metas en la vida, sus
actividades, sus alegrías y sus penas.5 Bien visto, sin embargo, resulta un tanto problemático
afirmar que Homer tenga metas y actividades, excepción hecha de la bebida, claro está.
El desempeño de Homer como padre y marido también deja mucho que desear (Aristóteles
parece incluir a esposas e hijos en el ámbito de la amistad, véase Ética Nicomáquea, 1158b916).
Sometamos a consideración algunas de sus meteduras de pata. En «El poni de Lisa», intenta
ganarse el amor de su hija comprándole un caballito. En «Hermano del mismo planeta», se
resiente porque Bart se busca un «hermano mayor» en la Agencia de los Hermanos Mayores. En
venganza, decide convertirse en «hermano mayor» de Pepi, a quien llama Pepsi. En «Bart al
anochecer», envía a Bart a trabajar a una casa de citas a manera de castigo, y en «Lisa sobre
hielo», cuando la pequeña descubre que tiene un talento para el hockey sobre hielo, Homer
alimenta el fuego de la rivalidad fraternal entre ella y Bart. «El viernes jugarán el equipo de Bart
contra el equipo de Lisa. Estarán en competencia directa. No me seáis blandos el uno con el otro
solo porque seáis hermanos. El viernes quiero veros luchar por el amor de vuestros padres». No
olvidemos además sus numerosos intentos de estrangular a Bart, precedidos de amenazas
inciertas (aunque alguna vez es más explícito sobre lo que le hará). Por último, pero no por ello
menos importante, Homer continuamente se olvida de la existencia de Maggie.6 Las dotes
maritales de Homer no se hallan mucho más desarrolladas. No presta su apoyo a Marge, o bien se
muestra indiferente hacia sus proyectos. Su renuencia a asistir a eventos y exposiciones de
carácter artístico obliga a Marge a buscar la compañía de Ruth Powers, con quien traba un amistad
que acaba en persecución policial a lo Thelma y Louise. Esta vez, Homer pide disculpas con
palabras sumamente reveladoras: «Marge, perdona que no haya sido un marido mejor, perdóname
por aquella vez que preparé salsa en la bañera, y por utilizar tu vestido de novia para encerar el
coche... ¡Lamento todo nuestro matrimonio hasta el día de hoy!» («Marge se da a la fuga»). En
«Secretos de un matrimonio exitoso», Homer hace un portentoso descubrimiento: se da cuenta de
lo único que puede ofrecerle a Marge, es decir, «completa y total dependencia». Y es que, incluso
cuando quiere mostrarse atento, acaba haciendo alguna chapuza. Para ayudar a Marge en el
negocio de pretzels, le pide ayuda a la mafia, y ella tiene que acabar lidiando con Tony el Gordo y
sus secuaces («El retorcido mundo de Marge Simpson»).
Por otra parte, toda esperanza de que Homer desarrolle las virtudes éticas se estrellará contra
el reconocimiento de que carece de la única virtud intelectual que condiciona el modo de ser ético,
es decir, la sabiduría práctica (phrónesis). La phrónesis no es el conocimiento teórico, algo que,
desde luego, Homer tampoco posee. Dicha razón práctica no consiste, por cierto, en el
conocimiento de los hechos, aunque Homer también carezca de tal cosa. La phrónesis es la
capacidad de manejarse en el mundo de modo inteligente, moral y con vistas al cumplimiento de
ciertas metas. Pocos ejemplos bastarán para ilustrar estas líneas. En primer lugar, Homer refrenda
algunas perlas de sabiduría sumamente dudosas. En «Hogar, agridulce hogar», exclama:
«¿Cuándo voy a aprender? La respuesta a los problemas no está en el fondo de una botella...
¡Está en la tele!». Y para continuar con el tema de la botella, en «Homer contra la decimoctava
enmienda», nuestro personaje entona el famoso brindis: «¡Por el alcohol! Causa y a la vez solución
de todos los problemas de la vida». En «El show de Otto», le aconseja a Bart: «Si algo te resulta
difícil, no vale la pena que lo hagas». Y en «Bocados inmobiliarios», le dice a Marge que «intentarlo
es el primer paso hacia el fracaso».
En segundo lugar, la capacidad de inferencia de Homer es nula. En «Radio Bart», concluye
que Timmy O’Toole (un crío ficticio inventado por Bart) es un verdadero héroe-solo por el «hecho»
de haber caído en un pozo y no haber conseguido salir. En otra oportunidad, Homer deduce que la
decisión del alcalde Quimby de organizar una patrulla contra osos ha sido eficaz sólo porque no
hay osos merodeando por las calles de Springfield. Cuando Lisa le señala que su razonamiento es
especioso, Homer cree que su hija le está haciendo un cumplido («Mucho Apu y pocas nueces»). Y
una vez, cuando Lisa le dice que está mal robar un cable, Homer «argumenta» que ella misma es
una ladrona, puesto que no paga por las comidas y la ropa («Homer contra Lisa y el octavo
mandamiento»).
En tercer lugar, Homer carece de un elemento crucial para el razonamiento práctico: la
capacidad de organizar la propia vida alrededor de metas importantes y valiosas, y de intentar
cumplirlas según unas normas morales y de modo responsable. Sin duda posee numerosos
sueños vitales, como convertirse en conductor de ferrocarril («Marge contra el monorraíl») y ser
dueño de los Dallas Cowboys («Sólo se muda dos veces»), pero los sueños no son metas, y
Homer no tiene ninguna. En todo caso, no se ha planteado alguna que valga la pena alcanzar.
Parece contentarse con ser un incompetente inspector de seguridad del sector 7G de la planta de
energía nuclear del señor Burns, mientras observa cómo promueven por encima de él a algunos de
sus subordinados. De hecho, en «Homer tamaño King Size», está dispuesto a engordar cuanto
haga falta para que lo declaren discapacitado y poder trabajar desde casa. Si Homer tiene un
objetivo en la vida, se trata de algo insignificante: comer, beber y hacer el gandul. Si a esto se
añade su extrema credulidad (basta pensar en cuántas veces Bart ha sido capaz de engañarlo),
nos encontramos ante una persona con una capacidad de razonamiento mínima.
EL CARÁCTER DE HOMER: EL BRILLO DE UNAS POCAS ACCIONES
Con todo, no debemos ser demasiado severos con Homer, pues de vez en cuando actúa de
modo admirable. Resulta paradójico, por ejemplo, que si bien olvida siempre que Maggie existe, su
puesto de trabajo está lleno de fotos del bebé que él mismo ha colocado por amor («Y con Maggie
tres»). Homer nunca ha cometido adulterio a sabiendas, aunque ha tenido oportunidad de hacerlo
en unas pocas ocasiones («Coronel Homer» y «La última tentación de Homer»).7 Con Marge a
menudo se muestra amoroso y cariñoso; se vuelve a casar con ella (después de divorciarse) a
guisa de reparación por su boda original tan «cutre» («Millhouse dividido»), y con Lisa ha
establecido lazos afectivos satisfactorios. Por ejemplo, secunda su plan de poner al descubierto la
trama de engaños que rodea los orígenes de Jebediah Springfield («Lisa, la iconoclasta»),
demuestra su confianza en ella inscribiéndola en un concurso de belleza, la Pequeña Miss
Springfield («Lisa, la reina de belleza»), renuncia dos veces a comprar un aire acondicionado para
que Lisa tenga un saxofón («El saxo de Lisa») y la introduce a hurtadillas en el Museo
«Springsonian» para que finalmente pueda ver la exposición de los «Tesoros de Isis» («Perdemos
a nuestra Lisa»).
En algunas ocasiones, Homer muestra valentía. Por ejemplo, se rebela ante el señor Burns
porque éste le exige demasiado («Homer, el Smithers»), y no recuerda su nombre («¿Quién
disparó al señor Burns?»). Además, en «Dos malos vecinos» le da una paliza a George Bush (sus
motivos para hacerlo no quedan claros, y no parece tratarse de partidismo político, puesto que
Homer se hace amigo de Gerald Ford, que también es republicano). Por otra parte, es capaz de
mostrarse amable incluso para con personas que en general detesta. En «Cuando Ned Flanders
fracasó», Homer ayuda a su vecino a mejorar las ventas del Leftorium; en «Homer ama a Ned
Flanders», lo defiende ante toda la congregación eclesiástica: «Este hombre siempre ha puesto
todas las mejillas de su cuerpo», y en «Homer contra Patty y Selma» dice que ha sido él quien ha
estado fumando para que no despidan a sus dos cuñadas de sus respectivos empleos.
Incluso exhibe inteligencia y sabiduría teórica de vez en cuando. Ejemplo de lo primero es el
elaborado plan que traza para traer alcohol de contrabando a Springfield, con el que se convierte
en el famoso «Barón de la Cerveza» («Homer contra la decimoctava enmienda»), y también lo es
el modo que inventa de ganar dinero con el esqueleto de un «ángel» («Lisa, la escéptica»).
Ejemplo de lo segundo es la excepcional intuición sobre la naturaleza de la religión que demuestra
cuando decide no ir más a la iglesia porque, según su razonamiento, Dios está en todas partes.
Incluso se refiere a Jesús, aunque no recuerda su nombre, como alguien que se enfrentó a la
ortodoxia y que llevaba razón al hacerlo («Homer, el hereje»). En algunos raros momentos, Homer
hasta se da cuenta de sus propias limitaciones, como cuando le dice a Marge: «Has venido a
verme a mí, ¿cierto?» cuando ésta aparece por la planta nuclear, lo cual revela que, humildemente,
es consciente de la pobreza de sus atributos y necesita asegurarse de que Marge ha venido a verlo
a él («Jacques, el rompecorazones»). Y con Lurleen Lumpkin se asegura dos y tres veces de que la
cantante realmente esté coqueteándole, pues duda que pueda estar realmente interesada en él de
forma sexual («Coronel Homer»).
VALORACIÓN: JUZGAR A HOMER
¿Qué debemos concluir de todo lo anterior? ¿Cómo queda Homer ante una evaluación ética?
No es mala persona; aunque no sea un modelo de virtud, tampoco es malévolo. La reacción más
extrema que podemos experimentar hacia él es lástima, y ello al menos por dos motivos. El
primero es que su educación deja bastante que desear. Para empezar, creció en Springfield, una
ciudad cuyos habitantes —con la rara excepción de Lisa— poseen serios defectos de carácter,
que van de la estupidez a la malevolencia, pasando por la sencilla ineptitud y la completa
ignorancia sobre cómo funciona el mundo (y esto se puede aplicar incluso a Marge, que si bien, al
igual que Lisa, puede resultar excepcional entre los habitantes de Springfield, no deja de ser
convencional y a menudo carece de espíritu crítico).8 Pensad que incluso cuando los miembros de
la sección local de Mensa en Springfield asumen el gobierno de la ciudad (pues el alcalde Quimby
ha huido), sólo consiguen ocasionar un caos, pues la normativa que proponen resulta injusta,
restrictiva y demasiado idealista. («Salvaron el cerebro de Lisa»).9
Crecer en un entorno como éste puede ser nocivo para la formación del carácter y las
facultades intelectuales. Ser educado en un ambiente sano es uno de los presupuestos de base del
proyecto aristotélico expuesto en la Política'. «Nos proponemos considerar, respecto de la
comunidad política, cuál es la [constitución] más firme de todas para los que son capaces de vivir lo
más conforme a sus metas» (1260b25). De hecho, la ética aristotélica también se dirige al
estadista, que debe saber cuál es mejor carácter ético para ser capaz de proyectar una comunidad
política que pueda producirlo. Si tal razonamiento es correcto, uno de los motivos que nos hacen
sentir pena por Homer es que este aspecto de su formación, es decir, Springfield, está más allá de
su control.
Por otra parte, la educación familiar de Homer deja mucho que desear. Su madre lo abandonó
cuando era un crío y su padre nunca lo ha estimulado para que se convierta en una persona de
valía. Si Homer alguna vez tuvo aspiraciones, su padre se encardó de coartarlas («Madre
Simpson» y «Bart, Star»). Además, un rasgo que Homer sin duda no puede controlar es el gen
Simpson, causa de que todo Simpson se vaya volviendo más estúpido con la edad. «El gen
Simpson defectuoso sólo se halla en el cromosoma Y», no en el X, razón por la cual Lisa y otras
mujeres Simpson han sido inteligentes y exitosas («Lisa, la Simpson»). Así las cosas, poco puede
hacer Homer para ser mejor persona. Y estos factores explican nuestra tendencia a observar a
Homer con lástima y no con desprecio u odio.
La segunda razón por la que no podemos juzgar con severidad el modo de ser de Homer, aun
no tratándose de un personaje virtuoso, es que normalmente no es malicioso. Es egoísta, glotón,
codicioso, y puede ser realmente estúpido, pero rara vez siente envidia de los demás o les desea
mal. Es cierto que a menudo intenta hacer daño de forma deliberada a otras personas, pero suele
parecemos que en cierto modo estas personas no merecen un trato mejor. Por ejemplo, el
desprecio que Homer siente hacia Selma y Patty parece apropiado si se toma en cuenta el trato
despectivo que ellas le dispensan a él. Tampoco le gusta el señor Burns (a quien además teme), y
aunque en este sentido se puedan decir tantas cosas, no cabe duda de que Burns es un ejemplo
modélico del capitalista codicioso, malévolo y despiadado, dispuesto a pisar una alfombra de
cadáveres con tal de conseguir lo que se propone.10 Por último, Homer trata a Flanders de manera
indecente, mostrándose, entre otras cosas, indiferente y desdeñoso. Pero Flanders, por su parte,
es prepotente, ingenuo, y siempre está sermoneando a los demás.11 Esto no quiere decir que el
modo en que Homer lo trata esté justificado, pero sí que es comprensible. Aparte de estas
excepciones, Homer no suele ser malintencionado ni trata con malicia a los demás. Y he aquí otro
motivo por el cual, aunque no consiga desarrollar un carácter ético, tampoco provoca en nosotros
reacciones negativas.
Ahora podemos pronunciarnos, aunque con cierta reserva: Homer no es vicioso en el sentido
de que esté dominado por los vicios, y sostengo tal cosa «con cierta reserva» porque existe una
excepción a esta afirmación: cuando se trata de su apetito de comida y bebida, Homer es vicioso.
No experimenta placer en comer y beber con moderación, y esto excluye la virtud en ese terreno.
Rara vez piensa que deba abstenerse de comer y beber en exceso, si acaso lo ha pensado alguna
vez; por ello, en ese respecto no puede hablarse de continencia o incontinencia. Además, no
parece creer que haya nada malo (aparte de las consideraciones inmediatas sobre su salud) en
permitirse beber y comer cuanto le venga en gana, ni siquiera en sitios inapropiados. Una vez le
dice a Marge: «Si Dios no quisiera que comiéramos en la Iglesia habría dicho que comer era
pecado» («El rey de la montaña»). Estas consideraciones nos permiten concluir con seguridad
que, en el ámbito de los apetitos corporales de comida y bebida, Homer es vicioso.
Dada la abundancia de pruebas y ejemplos, podemos llegar al siguiente juicio: Homer no es
virtuoso. Son muchos los factores que nos permiten llegar a dicha conclusión, pero el que más
destaca es quizá el hecho de que Homer no muestra estabilidad en su modo de ser, rasgo que sí
distingue al virtuoso. Sencillamente, no se puede esperar que haga lo correcto, ni siquiera en lo que
respecta a su familia. Es más, el juicio según el cual Homer no es virtuoso puede formularse sin
reservas, a diferencia de la afirmación de que no es vicioso. Porque, si bien a veces Homer actúa
correctamente, sus motivos para hacerlo suelen ser erróneos, o al menos ambiguos (sus actos de
valentía proporcionan un gran ejemplo de esto). Y en lo relativo a su familia, incluso cuando se
comporta como pensamos que debería hacerlo todo padre o marido, sencillamente ha hecho lo
contrario demasiadas veces. En suma, Homer carece del carácter estable que la virtud precisa.
También debemos recordar que, en muchos de los casos en que Homer actúa de manera
correcta, sobre todo cuando se trata de su familia, tiene que enfrentarse a sus deseos de actuar de
otra manera. Las dos veces que ha comprado a Lisa un saxofón, ha tenido que luchar contra su
deseo de hacer instalar un aire acondicionado en casa («El saxo de Lisa»). A veces, aunque sabe
lo que debe hacer, elige actuar mal, señal de eso que los griegos llamaban akrasia, o ‘debilidad de
la voluntad’. Por ejemplo, en «La guerra de los Simpson», durante su retiro al lago Siluro, y aunque
sabe que debe concentrar su atención en Marge y en su matrimonio, elige escabullirse e ir de
pesca.
Homer no es virtuoso. En lo que respecta a la bebida y la comida, más bien exhibe sus vicios,
y en otros ámbitos de su vida oscila continuamente entre la moderación y la intemperancia. Desde
luego, esto no demuestra que la clasificación aristotélica de los tipos de carácter resulte
demasiado rígida, simplista o poco realista, y es que la división que formula Aristóteles es de índole
lógica, y no se trata de una descripción de los tipos de personas que realmente existen. Homer
exhibe rasgos característicos de diversas maneras de ser, dependiendo de las áreas de su vida en
las cuales estos rasgos se hacen evidentes.
CONCLUSIÓN: LA IMPORTANCIA DE SER HOMER
Al comienzo de este ensayo, sostengo que en Homer Simpson hay algo admirable desde el
punto de vista ético. Pero esta afirmación plantea un problema: ¿cómo puede ser cierta si Homer
no es virtuoso? Si el modelo de un carácter admirable desde el punto de vista ético es el modo de
ser virtuoso, y Homer no encarna este patrón, entonces la afirmación de que es admirable resulta
evidentemente falsa. Es más, aunque Homer no nos parezca
malévolo y opinemos que la formación de su carácter ha estado más allá de su control, si no
por completo al menos en gran medida, estos elementos no bastan para convertirlo en un
personaje éticamente admirable. Para que la tesis de que Homer es admirable resulte al menos
plausible, algo más debe entrar en juego. Y este elemento adicional no puede ser el hecho de que
Homer a veces actúe como es debido, porque la afirmación se refiere a él, a su manera de ser, y
no al subconjunto de sus acciones.
En «Escenas de la lucha de clases en Springfield», Marge se da cuenta del error que ha
cometido al intentar obligar a su familia a adaptarse al círculo social elitista al que se ha sumado
hace poco. Cuando finalmente vuelve a aceptar a los miembros de su familia por lo que son, va
enumerando la cualidad que más le gusta de cada uno de ellos (aunque no consigue encontrar una
en Bart). Y la cualidad que prefiere de Homer es su «humanidad desenfadada», algo que, tomado
en un sentido amplio, éste no sólo posee de veras, sino que en gran medida explica el sentido en
que es éticamente admirable.
La humanidad de Homer no sólo abarca aquellos rasgos que le llevan a hacer en público
algunas cosas de las que nosotros, en distinta medida, nos abstendríamos, por ejemplo eructar,
expulsar flatulencias, rascarse el trasero, y comer y beber hasta perder el conocimiento. Si sólo se
tratase de eso, Homer no sería más que un guarro. Pero su humanidad comprende un amor a la
vida y al goce que ésta supone en el nivel más básico; no presta mayor atención al qué dirán, si es
que acaso repara en ello. Homer no se preocupa por la etiqueta o por lo que otros opinen de él.
Está ocupado en disfrutar la vida —o su versión de la misma— al máximo. Este gusto por vivir no
obedece a un cálculo de su parte, y tal vez ni siquiera sea consciente de él. Pero se manifiesta en
sus acciones, su actitud, su falta de malicia, su comportamiento aniñado (e incluso infantil) y, de
hecho, en la mayor parte de los ejemplos mencionados en este ensayo. Si a esto añadimos el
hecho de que Homer pertenece a una «alta clase media baja», que difícilmente llega a fin de mes, y
que trabaja en una planta industrial bajo la tiranía de un capitalista sin escrúpulos, además de vivir
en Springfield, una ciudad ante la cual uno debería tomarse un respiro y preguntarse si vale la pena
amar la vida, nos encontramos con alguien que tiene mucho de admirable.
Esa cualidad, que explica lo admirable de Homer, llamémosla «amor a la vida» para seguir a
Ned Flanders, quien la denomina «embriagadora pasión por la vida» («Viva Ned Flanders»), no es
una virtud como tal. No porque no aparezca en la enumeración aristotélica, sino porque, como bien
sabemos, si no se controla, una cualidad así puede resultar peligrosa para los demás y para el
propio sujeto al que caracteriza (como ocurre, creo, en el caso de Homer). Al igual que la ambición,
se trata de una cualidad positiva y, de hecho, admirable. Además tiene una índole ética, ya que
perfecciona la vida de aquel que la emplee con propiedad, pues la vuelve más placentera y hace
que quienes le rodeamos busquemos estar en su compañía, no sólo para que se nos pegue algo,
sino porque sencillamente nos resulta deleitosa. Si las cualidades que contribuyen a la felicidad y al
bienestar general de una persona aceptablemente se interpretan como cualidades éticas, entonces
una cualidad como el amor a la vida encaja en el patrón cuando está controlada por la razón
práctica. En el caso de Homer, esta cualidad no está gobernada por la prudencia, y en cambio la
acompañan otros rasgos que la convierten en un peligro. Sin embargo, debemos admirarlo porque
la posee, y ello a pesar de todos los elementos de su vida que harían esperar lo contrario.12
Por otra parte, y precisamente porque no la controla, esta cualidad lleva a Homer a ser
brutalmente franco, tal vez demasiado, a propósito de sus deseos y apetitos. Mientras otros traman
y conspiran al tiempo que se fingen socialmente conformistas, Homer es sincero, abierto e incluso
brutal en lo que a sí mismo y a sus deseos y opiniones respecta. Sabe cuáles son sus limitaciones,
ama a su familia —a su manera, moralmente atenuada— y es una persona desenfadada.
Sin embargo, espero que no se me malinterprete. No sostengo que Homer sea una persona
admirable, sino que tiene un rasgo admirable. Resulta tentador deslizarse desde la segunda tesis
hasta la primera porque, en primer lugar, aunque no sea virtuoso, tampoco es malo ni, excepto en lo
relativo a sus apetitos, vicioso. En segundo lugar, el hecho de que Homer ame la vida a pesar de
sus escasos medios económicos y de haber crecido y vivir en una ciudad como Springfield (lo cual,
desde luego, no conduce a una vida buena), podría hacernos pensar que es admirable porque
conserva su amor hacia la vida ante estas dificultades. Pero debemos resistir a la tentación por
tres motivos.
En primer lugar, y ya he hecho hincapié en este punto, la razón no rige el amor a la vida de
Homer, y eso podría convertirla en un rasgo moralmente peligroso. En segundo lugar, disfrutar de la
vida no es lo mismo que vivir una vida plena. Es posible complacerse al máximo en una vida
mediocre. Pensad en alguien que es completamente feliz mientras se pasa la vida contando las
hojas del césped o recogiendo tapas de botella, pero que sin embargo es capaz de perseguir
metas más dignas. No importa cuán feliz sea ni cuánto disfrute esa persona su vida, seguro que no
afirmaríamos que se trata de una vida bien vivida. Y, tomando en cuenta los ejemplos mencionados
en el tercer apartado, está claro que Homer es capaz de vivir una vida mejor. En tercer lugar, hay
una razón lógica: poseer un rasgo admirable no significa que quien lo posee sea también
admirable. Los villanos a menudo poseen la cualidad de superar el miedo cuando se enfrentan al
peligro, y aunque se trate de algo admirable, no solemos tener a los villanos por seres admirables.
De hecho, lo que a veces decimos sobre las personas despiadadas es «bueno, al menos es
coherente consigo mismo», pues reconocemos en la coherencia un rasgo admirable, aunque al
mismo tiempo no baste para convertir a quien lo posee en una persona admirable.
Además, una breve reflexión debería bastar para indicarnos que Homer no es, en sí mismo,
una persona admirable. No es virtuoso, y este solo hecho es suficiente para lastrar cualquier intento
serio de atribuirle la cualidad constitutiva de ser una persona admirable. Sin embargo, de vez en
cuando, cuando compensan su carencia de virtud dando al mundo, por ejemplo, grandes obras de
arte, las personas no virtuosas se vuelven admirables. El ejemplo que generalmente se utiliza para
ilustrar lo anterior es el de Gauguin, que abandonó a su familia para dedicarse al arte en Haití. Sin
embargo, este factor atenuante no se puede aplicar a Homer: ¿qué contribución duradera ha hecho
al mundo que compense su falta de virtud y le pueda hacer digno del calificativo «admirable»?
Con todo, el amor de Homer a la vida es un rasgo sumamente admirable, y no es ésta una
cuestión baladí, pues muchos tienden a no ver en Homer más que bufonería e inmoralidad. Es más,
el amor de Homer a la vida se destaca como una cualidad especialmente en esta época, cuando la
corrección política, el exceso de buenas maneras, la falta de voluntad de juzgar a los demás, la
obsesión por la salud física y el pesimismo a propósito de lo bueno y placentero de la vida son más
o menos la regla general. En esta época, Homer Simpson, en el parachoques de cuyo coche hay
un adhesivo que dice «soltero y respondón», deslumbra porque abiertamente desobedece las
«verdades» del día: no es políticamente correcto, está más que encantado de juzgar a los demás y,
desde luego, no parece obsesionado con su salud. Estos rasgos tal vez no lo conviertan en una
persona admirable, pero sí lo vuelven admirable en cierto modo y, lo que es más importante, nos
hacen anhelar su presencia y la de todos los Homer Simpson del mundo.13
2.- LISA Y EL ANTIINTELECTUALISMO ESTADOUNIDENSE
AEON J. SKOBLE
La sociedad estadounidense en general mantiene una relación de amor y odio hacia los
intelectuales. Por una parte, se respeta la figura del profesor o del científico, pero, por otra, se
abriga un resentimiento profundo hacia la «torre de marfil» o lo «culto»; se adopta una actitud
defensiva ante las personas inteligentes o instruidas. Los ideales republicanos de los padres
fundadores presuponen la existencia de una ciudadanía ilustrada y, sin embargo, aún hoy, basta
enunciar el análisis menos sofisticado de la política actual para ser tachado de «elitista». Todo el
mundo respeta a los historiadores, pero sus opiniones pueden desestimarse, pues «no son más
válidas» que las del «ciudadano de a pie». Con frecuencia, los comentaristas y políticos populistas
explotan este resentimiento hacia el saber especializado, aunque eso no les impida recurrir a él
cuando lo encuentran conveniente. Un ejemplo es el candidato electoral que acusa a su rival de
«elitista de la Ivy League» a pesar de que él también es un producto de esa educación o se apoya
en asesores que lo son.
Del mismo modo, un hospital puede consultar a un experto en bioética o rechazar el dictamen
del mismo alegando que resulta demasiado abstracto o se aleja de la realidad de la medicina. De
hecho, pareciera que la mayoría prefiere sustentar sus propías opiniones citando la opinión de los
expertos, pero en cambio opta por invocar el sentimiento popular cuando las ideas de los expertos
contradicen sus puntos de vista. Yo podría buscar apoyo para este argumento citando a un experto
que estuviese de acuerdo conmigo, pero ante el experto que no lo estuviese, siempre podría
replicar «¿y él qué sabe?» o «yo también tengo derecho a opinar». Extrañamente, el
antiintelectualismo arraiga incluso entre los intelectuales. Hoy en día, el estudio de los clásicos y las
asignaturas de humanidades en general han perdido el favor tanto de alumnos como de profesores
en muchas universidades. La tendencia en la educación superior es desarrollar programas
preprofesionales y hacer hincapié en su «relevancia», mientras que las asignaturas tradicionales
de humanidades se tienen por un lujo o un extra, y no por elementos realmente necesarios en la
educación universitaria. En el mejor de los casos, se consideran útiles para desarrollar las
llamadas «competencias transferibles», como la redacción o el pensamiento crítico.
Parece haber oscilaciones periódicas: durante los años cincuenta y comienzos de los sesenta,
cuando Estados Unidos rivalizaba con la Unión Soviética en ámbitos científicos como la
exploración espacial, se tenía en gran consideración a los científicos. Hoy el péndulo parece
desplazarse en la dirección contraria, pues el espíritu de los tiempos consiste en otorgar validez a
todas las opiniones por igual. Con todo, a la gente parece interesarle la opinión de los presuntos
expertos. Un análisis superficial de los programas de debates televisivos y las cartas al editor en la
prensa escrita pone al descubierto esta ambivalencia. El programa invitará a participar a un
experto porque, probablemente, la audiencia esté interesada en el análisis o la opinión de esta
persona. No obstante, aquellos presentadores, panelistas o miembros del público que no estén de
acuerdo con el invitado argumentarán que sus propias opiniones y puntos de vista son igualmente
válidos. Un periódico puede publicar una columna de opinión firmada por un especialista, alguien
que esté mejor informado que el lector medio sobre un tema determinado, pero las cartas de
quienes estén en desacuerdo con lo expuesto en dicha columna a menudo se basarán en la
premisa implícita (o explícita) de que «nadie sabe nada realmente» o «todo es cuestión de opinión,
y la mía también cuenta». Esta última justificación lógica resulta especialmente insidiosa; de hecho,
si fuese cierto que todo es cuestión de opinión, entonces la mía sería tan relevante como la del
experto y, por lo tanto, no podría existir el concepto mismo de conocimiento especializado.
Así pues, cabe decir que en la sociedad estadounidense se da un conflicto en lo que respecta
a los intelectuales. El respeto que se tiene hacia ellos parece ir de la mano con el resquemor que
suscitan. Es un problema social misterioso, aunque de gran importancia, pues pareciera que nos
hallásemos al borde de una nueva «Edad Media», donde no sólo peligraría la noción de
conocimiento, sino todo criterio de racionalidad. Es obvio que esto entraña consecuencias sociales
significativas. Y la elección de una serie televisiva para indagar sobre esta cuestión podría resultar
igualmente sorprendente cuando, a primera vista, dicho programa parece sostener con firmeza la
idea de que, cuanto más estúpido, mejor. Pero, de hecho, entre los muchos aspectos de nuestra
sociedad que Los Simpson ilustra de modo brillante, claramente se cuenta la ambivalencia
americana con respecto al conocimiento y la racionalidad.14
En Los Simpson, Homer es un clásico ejemplo de memo antiintelectual, al igual que su hijo y
casi todos sus conocidos, mientras que su hija, Lisa, no sólo es prointelectual, sino precoz, en
extremo inteligente, sofisticada y a menudo más brillante que quienes la rodean. Naturalmente, sus
compañeros del colegio se burlan de ella y los adultos en general no le hacen caso. Sin embargo,
su programa de televisión favorito es el mismo que el de su hermano Bart, una serie animada
violenta y estúpida. En mi opinión, el modo en que se trata a Lisa en Los Simpson da cuenta de la
relación de amor y odio que la sociedad estadounidense mantiene con los intelectuales.15 Antes de
analizar cómo lo consigue, consideremos el problema en mayor detalle.
AUTORIDAD FALAZ Y COMPETENCIA REAL
Uno de los temas principales de cualquier asignatura introductoria a la lógica es la falacia que
entraña «apelar a la autoridad». Sin embargo, muy a menudo se recurre a ella. En términos
estrictamente lógicos, siempre es un error argumentar que una proposición es cierta porque la ha
formulado tal o cual persona, pero el recurso a la autoridad a menudo se utiliza más bien para
indicar que tenemos buenos motivos para creer en la veracidad de la proposición, si bien no es
prueba de la misma. Como toda falacia que tenga que ver con la relevancia, el problema de apelar
a la autoridad suele consistir en que se invoca de un modo irrelevante. En cuestiones
verdaderamente subjetivas, como la elección de una pizza o de un refresco, invocar la autoridad de
otra persona es irrelevante, pues esa otra persona podría no tener los mismos gustos que yo.16 En
otros casos, el error está en asumir que, si una persona posee autoridad a propósito de un tema,
su competencia se extiende a otros. Es éste el caso de las celebridades que formulan juicios
favorables sobre productos que no se relacionan con su ámbito de competencia. Por ejemplo, la
opinión positiva de Troy McClure sobre la cerveza Duff no apela de modo válido a la autoridad,
puesto que ser actor no lo convierte en un experto en cerveza (y la experiencia no es lo mismo que
la competencia: Barney tampoco es un experto en cerveza). En otros casos, es una falacia invocar
la autoridad porque algunas cuestiones no pueden solventarse mediante el recurso a expertos, y no
porque sean de índole subjetiva, sino porque se trata de imponderables; es el caso, por ejemplo,
del futuro del progreso científico. Para ilustrar este punto recordemos la célebre afirmación que hizo
Einstein en 1932: «No hay indicios que hagan pensar que algún día podrá producirse energía
[nuclear]».17
Pero tras acumular tanto escepticismo a propósito de las referencias a la autoridad, vale la
pena recordar que, en efecto, algunas personas saben más que otras sobre ciertas cosas y, en
muchas ocasiones, el hecho de que una autoridad nos diga algo sobre su área de competencia
realmente es un buen motivo para que le creamos. Por ejemplo, como no tengo conocimientos de
primera mano sobre la batalla de Maratón, tendré que fiarme de lo que otros me digan, y es
preferible que me dirija a un historiador de la Antigüedad clásica antes que a un médico si tengo
alguna duda al respecto.18
Lo que suele resultar fastidioso es la aplicación del conocimiento, sobre todo a ideales
morales o sociales. Incluso cuan do se reconoce que si, que una persona es experta en la historia
de las guerras entre griegos y persas, eso no significa que dicha persona pueda proporcionarnos
información de valor sobre política contemporánea.19 Se puede ser un experto en la teoría moral de
Aristóteles, pero eso no significa que se pueda decir a los demás cómo deben vivir. En cualquier
caso, el tipo de resistencia a la competencia a la que nos referimos en parte se deriva de la
naturaleza de la democracia, y no se trata de un problema nuevo. Ya lo identificaron los filósofos tan
antiguos como Platón: en una democracia se escuchan todas las voces, y esto puede llevar a los
ciudadanos a concluir que todas poseen el mismo valor. Las democracias tienden a justificarse a sí
mismas mediante la confrontación con las aristocracias o las oligarquías que combaten o a las que
han sustituido. En dichas sociedades elitistas, algunos presumen de saber más o incluso de ser
mejores personas, mientras que los demócratas son más sabios: son todos iguales. La igualdad
política, sin embargo, no implica que algunos no puedan tener conocimientos que otros no poseen,
y pocos pensarían tal cosa de la mayoría de las especialidades, como la fontanería o la mecánica
de coches. Nadie, sin embargo (dicen) puede saber mejor que los demás cómo vivir la vida o
cómo ser justo. Así se desarrolla una especie de relativismo, que va del rechazo a la élite que en
efecto podría no tener una mejor idea de la justicia que el resto, al rechazo total de la noción de
estándares objetivos sobre lo que está bien y lo que está mal. Está bien lo que me parece bien, lo
que esté bien para mí. Hoy, incluso en el ámbito académico existe la tendencia a criticar las
nociones de objetividad y competencia. Se dice que no hay historia verdadera, sino diferentes
interpretaciones de la historia.20 No existen interpretaciones correctas de las obras literarias, sólo
interpretaciones diversas.21 Incluso de la física se dice que es tendenciosa y no objetiva.22
Todos estos factores contribuyen a crear un clima en donde la noción de competencia se
erosiona aunque, al mismo tiempo, se avisten tendencias contrarias. Si no existe tal cosa como la
competencia y todas las opiniones son igualmente válidas, ¿por qué los talk shows y las listas de
best sellers abundan en expertos en el amor y en los ángeles? ¿Qué sentido tiene ver esos
programas o, ya puestos, leer libros? ¿Para qué enviar a los niños al colegio?
Está claro que todavía se otorga alguna credibilidad a la noción de competencia y que en
muchos casos se recurre a la orientación de personas competentes. De hecho, pareciera que a la
gente de algún modo le gustase que alguien más le diga lo que debe hacer. Algunos críticos de la
religión adscriben su influencia a esta necesidad psicológica, pero basta el campo de la política
para comprobar dicha tendencia. La gente busca «liderazgo» en las figuras políticas: tenemos un
problema con la tasa de desempleo, ¿alguien sabe qué hacer para solucionarlo? Fulano sería
mejor presidente que mengano porque sabe cómo reducir la criminalidad, acabar con la pobreza,
conseguir que nuestros hijos sean mejores personas, y así sucesivamente. Pero en este contexto
también se distingue con claridad la ambivalencia de la que hablamos. Si el candidato Smith basa
su campaña en su competencia y capacidad para «hacer su trabajo», es probable que el candidato
Jones lo acuse de «empollón» elitista. La misma paradoja se da cuando se toman en serio las
declaraciones de las celebridades sobre cuestiones políticas, como si ser músico o actor de
talento otorgase mayor densidad a las propias opiniones políticas, al tiempo que la noción de
competencia en política se ve ridiculizada. ¿Con qué opiniones están más familiarizados los
estadounidenses? ¿Con las de Alee Baldwin y Charlton Heston o con las de John Rawls y Robert
Nozick?
Además de la competencia en cuestiones políticas, la gente a menudo añora o al menos se
muestra ambivalente respecto a la competencia tecnológica. Casi todos admiten sin problema la
propia incompetencia en lo relativo a la fontanería, la mecánica de coches y la cirugía y, felizmente,
dejan esas tareas en manos de los expertos. Pero incluso en el caso de la medicina, puede verse
otra manifestación de la ambivalencia que tengo en mente. Es el caso de la defensa de la medicina
alternativa o las curas espirituales que se apoya en argumentos como «¿qué saben los médicos?».
He aquí una versión popular de la actual moda académica según la cual la ciencia está
determinada por valores no científicos y carece de objetividad. Como no existen defensores de la
«fontanería alternativa» ni de la «mecánica automotriz espiritual», generalmente se acepta la
competencia de los expertos en fontanería y mecánica, y ocuparse de estos asuntos uno mismo no
es contraejemplo, pues en ese caso, antes se trata de considerarse a uno mismo como una suerte
de experto que negar la existencia de maestros en el área. Además, como los fontaneros y los
mecánicos no suelen pasar por expertos en otros campos, a diferencia de los cirujanos que alegan
ser expertos en ética, es menos probable que se les mire con escepticismo.23
¿ADMIRAMOS A LISA O NOS REÍMOS DE ELLA?
El antiintelectualismo ha calado hondo en la sociedad estadounidense, pero no la abarca por
completo. Al igual que de otros tantos aspectos de la vida contemporánea, la sátira de Los
Simpson se nutre de este tema. De todos los miembros de la familia Simpson, sólo Lisa puede ser
considerada una intelectual, pero la serie no la retrata de modo totalmente lisonjero. En contraste
con su padre, ignorante impenitente, Lisa a menudo tiene la respuesta correcta a los problemas o
elabora el análisis más perceptivo de la situación, por ejemplo, cuando pone al descubierto la
corrupción política en «La familia va a Washington», o cuando abandona su sueño de tener un poni
para que Homer no se vea obligado a trabajar en tres lugares distintos («El poni de Lisa»). Cuando
Lisa revela la verdad oculta tras el mito de Jebediah Springfield, muchos no la creen, pero Homer le
dice: «Siempre llevas razón en estas cosas» («Lisa, la iconoclasta»). En «El triple bypass de
Homer», Lisa llega incluso a darle indicaciones al doctor Nick mientras éste opera a Homer, y de
ese modo consigue salvar la vida a su padre. Pero en otras ocasiones, el intelectualismo de Lisa
se convierte en el blanco de los chistes, como si fuese «demasiado» inteligente, o sencillamente
pedante. Por ejemplo, su vegetarianismo resulta dogmático y contradictorio («Lisa, la
vegetariana»), y en «Sin Duff» utiliza a Bart para un experimento científico sin que éste lo sepa,
evocando ejemplos de la peor arrogancia, como el infame estudio Tuskegee.24 Y hace todo lo
posible por entrar en el equipo de fútbol americano, pero luego se descubre que está más
interesada en tener la razón que en jugar («Bart, Star»). Así pues, aunque a veces la sabiduría de
Lisa se muestra en la serie como digna de valor, en otros casos se presenta como hipocresía y
condescendencia.
Una crítica que se suele hacer a los intelectuales es que «no son mejores que los demás».
Este embate se apoya en la idea de que, si se consigue demostrar que el supuesto sabio es
«realmente» una persona normal, tal vez no haya que reverenciar sus opiniones. De allí la expresión
«¡Eh, se pone los pantalones una pierna cada vez, como nosotros!». Este non sequitor claramente
significa «es una persona común y corriente, como tú y yo, así que, ¿por qué tendría que
sorprendernos su competencia?». Lisa comparte muchas de las debilidades de sus coetáneos: se
extasía mirando la violenta serie animada Rasca y Pica junto a su hermano Bart, que no es
precisamente un intelectual; adora a Corey, ídolo juvenil, y juega con Stacy Malibú, el equivalente
springfieldiano de una Barbie. La serie ofrece oportunidades de sobra para comprobar que, en
muchos sentidos, Lisa no es «mejor» que los demás, es decir, que no debemos creer que es
realmente inteligente. Desde luego, podría argumentarse que es muy joven y que esos
comportamientos son típicos de su edad, pero son tantas las oportunidades en que se nos muestra
como un prodigio de extraordinaria sabiduría, que su pasión por Rasca y Pica y por Corey cobra un
nuevo relieve. Lisa es descrita como la encarnación de la lógica y la sabiduría, pero al mismo
tiempo idolatra a Corey y, por lo tanto, «no es mejor» que el resto. En «Lisa, la escéptica», es la
única que mantiene la cordura cuando la ciudad entera se ha convencido de haber descubierto «el
esqueleto de un ángel» (se trata de un engaño publicitario), pero cuando el esqueleto parece
hablar, Lisa queda tan espantada como el resto.
Su relación con la muñeca, descrita en el episodio «Lisa contra Stacy Malibú», también da
cuenta de la ambivalencia de nuestra sociedad en lo relativo al racionalismo. Poco a poco, Lisa se
percata de que Stacy Malibú no ofrece un modelo positivo y ejerce presión (y de hecho colabora)
para que se invente una muñeca distinta, que estimule a las niñas a estudiar y a proponerse metas.
Pero los fabricantes de Stacy Malibú contraatacan con una nueva versión de la muñeca, que se
convierte en un éxito de ventas. La preferencia del público por la muñeca «menos intelectual»
demuestra que las ideas razonables quedan relegadas a un segundo plano con respecto a la idea
de «diversión» y de «seguir la corriente». Desde luego, esta controversia se asemeja en gran
medida a la del mundo real: Barbie es objeto constante de críticas similares a las de Lisa a Malibú,
pero mantiene su popularidad y, en general, nos parece que las diatribas de los intelectuales contra
los juguetes son elitistas o «de otro planeta».25
¿FILÓSOFOS REYES? ¡OH!
Un ejemplo más específico de cómo Los Simpson refleja la ambivalencia estadounidense
hacia el intelectual se encuentra en «Salvaron el cerebro de Lisa».26 En este episodio, Lisa entra a
formar parte de la sección local de Mensa, que ya cuenta entre sus miembros al profesor Frink, al
doctor Hibbert y al Tío de la Tienda de los Tebeos. Cuando el alcalde Quimby huye
intempestivamente, el grupo se hace cargo del gobierno de la ciudad. Lisa exalta el mandato de los
intelectuales, una verdadera utopía racionalista, pero el nuevo programa de gobierno le vale a este
«consejo de sabios» la enemistad de los ciudadanos comunes y corrientes de Springfield
(incluyendo a Homer, que dirige la rebelión de los idiotas). Sería bastante fácil interpretar esta
secuencia de eventos como una sátira de la incapacidad del ciudadano medio de reconocer el
mandato de los sabios a causa de su propia estupidez, pero el episodio satiriza más que eso. La
noción misma de un «gobierno de sabios» es objeto de ataque por parte de la serie: los miembros
de Mensa tienen algunas buenas ideas (normas viales más racionales) pero otras más bien
ridiculas (la censura, rituales de apareamiento inspirados en Star Trek) y, además, se pelean entre
sí. Ofrecen una alternativa en cierto modo valiosa, sobre todo por su contraste con el corrupto
gobierno de Quimby o el reino de la idiotez que Homer representa, y las intenciones de Lisa son
buenas, pero no podemos interpretar este episodio como una defensa inequívoca de los
intelectuales, pues una de las tesis que propone es que las utopías proyectadas por las élites son
inestables, ineludiblemente impopulares y, a veces, estúpidas. Como sostiene Paul Cantor, «el
episodio sobre la utopía comporta una extraña mezcla de intelectualismo y antiintelectualismo
característica de Los Simpson. El desafío de Lisa a Springfield subraya las limitaciones culturales
de la América profunda, pero también nos recuerda que el desprecio de los intelectuales hacia el
hombre de a pie puede llegar demasiado lejos, y que la teoría puede perder con excesiva facilidad
el contacto con el sentido común».27
Es cierto que los proyectos utópicos de las élites tienden a estar mal concebidos, cuando no
se trata directamente de conjuras para tomar el poder disfrazadas de buenas intenciones para con
todos. Pero, ¿la única alternativa es la pandilla de Homer o la oligarquía de Quimby? Los artífices
de la Constitución estadounidense intentaron combinar los principios democráticos (un congreso)
con algunos de los beneficios de un gobierno de élite no democrático (un senado, una corte
suprema y una Carta de Derechos). Esto ha tenido resultados discordantes, pero en contraste con
otras alternativas, parece haber funcionado bien. ¿Acaso la ambivalencia que nuestra sociedad
demuestra hacia los intelectuales se debe a esta tensión constitucional? Desde luego que no. Tal
vez se deba a ella en parte, pero es muy probable que se trate de una manifestación de conflictos
psicológicos más profundos. Queremos una guía autoritaria pero también deseamos autonomía.
No nos gusta sentirnos estúpidos, pero si somos sinceros nos damos cuenta de que tendríamos
que aprender un poco más. Respetamos los logros de los demás, pero a veces nos sentimos
amenazados y resentidos. Respetamos a la autoridad cuando nos conviene, pero en otros casos
predicamos el relativismo. Obviamente, el «nosotros» aquí es una generalización; algunos
experimentan estos conflictos menos que otros (y, en pocos casos, no hay cabida para ellos), pero
parece una descripción apropiada de la visión de conjunto de la sociedad. No sorprende que Los
Simpson, nuestro programa de televisión más satírico, la ilustre de modo tan gráfico.
Si la ambivalencia de la sociedad estadounidense hacia los intelectuales es, en efecto, un
fenómeno psicológico bien arraigado, es improbable que desaparezca en un futuro cercano.
Preconizarlo o incitarlo no mejorará la situación de nadie. Quienes deseen salvar a la república de
la tiranía del profesor Frink y el Tío de la Tienda de Tebeos deberán encontrar maneras de
oponerse que no impliquen el ataque indiscriminado al ideal de desarrollo intelectual. Quien
defienda al hombre común debería hacerlo sin desmerecer las conquistas de aquellos que se han
instruido. Lo contrario sería defender el derecho de Homer a vivir en la estupidez mediante una
crítica a la inteligencia de Lisa,28 y esa actitud no contribuye al desarrollo de una nación ni de sus
individuos.29
3.- LA IMPORTANCIA DE MAGGIE: EL SONIDO DEL SILENCIO.
ORIENTE Y OCCIDENTE
ERIC BRONSON
Nadie llegó siquiera a sospechar de Maggie ¿Y por qué habrían debido hacerlo? Los indicios
apuntaban a alguien como Smithers, el admirador lamesuelas, humillado en más ocasiones de lo
que cualquiera pueda tolerar. O bien hacia Homer Simpson, el lerdo inspector de seguridad que
una vez, en un arrebato, lanzó a su jefe por la ventana del despacho. Podría haber sido cualquiera.
Cuando el diabólico señor Burns pone en práctica su plan más pérfido, cuando al malvado
fundador y propietario de la planta de energía nuclear finalmente se le ocurre cómo impedir que el
sol brille sobre la inocente ciudad de Springfield, todo el mundo tiene motivos para pegarle un tiro.
Por eso, cuando se extiende la noticia de que el señor Burns yace en estado crítico en el hospital,
toda Springfield quiere saber a quién echar la culpa (o a quien felicitar, según el caso). Todos los
adultos de mirada furtiva tienen dudosas coartadas, y los críos del colegio no tardan en acusarse
unos a otros con el dedo. Finalmente, el propio señor Burns mejora lo suficiente para solventar la
cuestión. Fue la pequeña Maggie Simpson quien disparó a quemarropa al anciano, y estuvo a
punto de matarlo cuando éste se «regodeaba» en su propia «crapulencia» («¿Quién disparó al
señor Burns?», segunda parte).
Maggie Simpson disparó al señor Burns. La niña, demasiado pequeña para andar, trataba de
impedir que su piruleta cayese en manos codiciosas y mezquinas. ¿Lo hizo en legítima defensa?
¿Fue un accidente? Después de todo, el arma pertenecía al señor Burns, y acabó en manos de
Maggie por negligencia del propio dueño. Con todo, el episodio, dividido en dos partes, finaliza
con una interrogación. ¿Cuáles han sido, exactamente, las intenciones de esta niña al parecer
inocente? ¿Acaso Maggie habría podido cometer a sabiendas un crimen así? Las respuestas, o
mejor dicho, la falta de respuestas, no consigue precisamente tranquilizarnos. El objetivo se acerca
a la boca de Maggie, donde un chupete bloquea toda articulación o explicación, en el momento en
que empiezan a aparecer los créditos. La niña intenta hablar pero no lo consigue. Parece que
nunca sabremos por qué disparó al hombre más poderoso de Springfield, que no obtendremos las
respuestas que queremos. A menos, claro, que su respuesta frustrada sea todo lo que
necesitemos.
¿ES MAGGIE UNA IDIOTA?
La fascinación de Occidente por la palabra hablada viene de antiguo. El éxito de programas
como los de Oprah Winfrey y Jerry Springer es sólo un ejemplo reciente, no por ello el mejor, de
cuánto disfrutamos al escuchar a la gente hablar de sí misma. Cuanto más revelador resulte su
discurso, más probable es que mostremos con entusiasmo nuestra aprobación. La palabra
hablada entraña cierto poder, que rápidamente puede movernos a actuar. Emily Dickinson, poetisa
inglesa del siglo xix, escribió:
Algunos dicen que
cuando es dicha,
la palabra muere.
Yo digo en cambio que
justo ese día
empieza a vivir.
Una vez dichas, una vez que han quedado en libertad en el dominio público, las palabras
pueden cobrar significados inéditos y fundar nuevas líneas de pensamientos.
¿Por qué nos tomamos las palabras tan en serio? A partir de las enseñanzas de Sócrates,
filósofo griego, el pensamiento occidental se ha inclinado a considerar la confrontación y la
argumentación verbales como medios para alcanzar la verdad más elevada. Sócrates nunca se
cansó de refutar las ideas sin fundamento de su tiempo, de insistir en que las palabras debían
elegirse con cuidado y pronunciarse con propiedad para que la luz de la razón brillase de modo
más contundente. Con frecuencia, Sócrates compara la filosofía y la música; según él, al igual que
esta última, la filosofía tiene la capacidad de transformar el alma de los oyentes. En el Banquete,
Platón apenas ha acabado su elocuente defensa del amor erótico cuando Alcibíades, guerrero
afamado en la Grecia antigua, interviene del siguiente modo: «Tocas la flauta... Mejor que
Marsayas30...».31 Las palabras son como la música. Los pensamientos bien razonados,
expresados en palabras adecuadas, pueden conmovernos tan profundamente como una sinfonía o
un hipnótico ritmo de percusión.
Maggie Simpson no tiene el don del lenguaje y no habla. En el siglo xx, los filosófos
interesados en definir el papel de la humanidad en el universo indagaron sobre la relación entre las
palabras y los pensamientos. ¿Cómo pensamos si no es mediante las palabras? Ludwig
Wittgenstein escribió «los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo».32 Para
aquéllos que tienen la fortuna de poder hablar con libertad, las palabras están inexorablemente
ligadas al pensamiento. ¿Qué voy a desayunar? ¿Debería ir a clase hoy? ¿Por qué se comporta
como un imbécil?
Continuamente nos planteamos preguntas de este tipo, ponderamos las respuestas posibles y,
a través de un debate interno, llegamos a una conclusión. Me saltaré el desayuno e iré a clase.
Visto que se comporta como un imbécil, no voy a perder el tiempo con él. Una vez que hemos
llegado a una conclusión, estamos listos para actuar. El proceso íntegro de nuestro pensamiento
parece ligado íntimamente a una serie infinita de palabras.
¿Qué ocurriría si las palabras desaparecieran? ¿Qué herramientas nos quedarían para tomar
incluso las decisiones más insignificantes? ¿Qué viene primero, el lenguaje o el pensamiento? En
«Hermano, ¿me prestas dos monedas?», el hermano de Homer, interpretado por Danny DeVito,
inventa un dispositivo para traducir la lengua de los bebés. La idea de partida es que Maggie
puede pensar, aunque no sea capaz expresarse a través del lenguaje. Naturalmente, no se trata de
pensamientos profundos; por ejemplo, quiere comer comida para perros. Pero gracias a la
máquina de traducción, el hermano de Homer se vuelve rico de nuevo. Y con razón: un dispositivo
como éste podría resolver muchos problemas filosóficos a propósito del origen del lenguaje y su
relación con el proceso del pensamiento.
La autobiografía de Jean-Paul Sartre, existencialista francés del siglo xx, se titula Las
palabras. De acuerdo con Sartre, la vida de una persona se caracteriza por su interacción con los
demás, y dicha interacción se establece principalmente a través de las palabras. En consecuencia,
para entender a Sartre o a cualquier otro ser humano, es menester examinar sus palabras. En El
idiota de la familia, una obra en varios volúmenes y más de tres mil páginas sobre la vida y época
del novelista francés Gustave Flaubert, Sartre muestra lo que ocurre cuando no se dispone de las
palabras. Esta biografía fue la última gran obra filosófica del autor, y quedó inacabada a pesar de la
increíble cantidad de material escrito. En ella, Sartre se vale de su filosofía existencialista para
examinar la vida del novelista a la luz de su educación, que según Sartre estuvo marcada por la la
idiocia, por la adquisición tardía del habla. Es más, la incapacidad para articular palabras habría
dificultado su desarrollo mental y la superación de la fase infantil. A propósito de Flaubert, Sartre
escribe: «Se quedaba durante horas con un dedo en la boca, con expresión casi estúpida; ese niño
apocado que reacciona mal cuando le hablan, siente menor necesidad de hablar que los demás.
Las palabras, como suele decirse, no le vienen, ni tampoco el deseo de utilizarlas».33 Según
Sartre, los seres humanos se integran en la sociedad a través del aprendizaje de la palabra. Desde
los seis años de edad, Flaubert fue aislado a causa de aquel defecto del habla, de modo que no
pudo articular sus emociones y miedos infantiles. La tesis de Sartre no es que Flaubert fuese un
idiota —se sabe que escribió obras clásicas como Madame Bovary—, sino que la vida que dedicó
a la escritura puede verse como un intento desesperado por superar las carencias de su infancia.
Escribe Sartre que la autoestima se deriva en parte de las palabras de los demás. La voz de
quienes se encuentran más cerca de nosotros naturalmente cobra mayor importancia. Al igual que
la mayoría de los niños, Flaubert tuvo su primer contacto con el mundo a través de sus padres. A
primera vista, parecía gozar de una relación afectuosa con ellos, pero Sartre subraya que un niño
necesita más que eso. Durante el crecimiento, al niño le hace falta saber que su existencia está
justificada y tiene importancia. Sus proyectos, sin importar cuán pequeños sean, deben recibir
estímulos y críticas, ser examinados y aprobados a través de un uso afectuoso del lenguaje. De ese
modo, el niño tiene pautas a las cuales aferrarse y sabe que no está solo en el universo. «No se
trata aquí de conjeturas —afirma Sartre—, hace falta que el niño adopte el mandato de vivir y los
padres son quienes dictan ese mandato»34. Un modo en que los padres pueden comunicar dicho
mandato es la comunicación constante, apoyada en palabras y cuidados afectuosos. Al parecer,
los padres de Flaubert no le prodigaron estas atenciones, motivo por el cual el futuro novelista solía
frustrarse con facilidad y replegarse sobre sí mismo, y por el que comenzó a hablar mucho más
tarde que otros niños de su edad pero más felices.
Aunque la ficticia ciudad de Springfield sea tan distinta de la campiña francesa (como
descubre Bart en su desventurado viaje de intercambio a Francia en «Viva la vendimia»), la
infancia de Maggie guarda cierto parecido con la de Flaubert. Sartre relata que la madre del
novelista prestaba atención a las necesidades materiales de su hijo, pero no a las espirituales.
Madame Flaubert es descrita como «una excelente madre, aunque no deliciosa; puntual, diligente,
hábil. Nada más».35 ¿Qué tipo de amor recibe Maggie de su madre? La respuesta no es sencilla.
Parece que Marge Simpson ama profundamente a su hija más pequeña, pero al igual que el de
madame Flaubert, su amor es práctico e involucra poco más que alimentar, bañar, vestir y arropar a
su hija en la cama. A veces parece que Marge trata la aspiradora con el mismo cuidado que
reserva a sus hijos. En el montaje de imágenes de presentación de la serie, el cajero del
supermercado saca a Maggie del carro de la compra y la pasa por el lector de precios como si
fuese cualquier producto en venta. Cuando Marge descubre que su hija, a quien ha perdido de
vista, se encuentra a salvo en una de las bolsas de la compra, se siente aliviada. Es como si el
papel de madre se limitase a regresar a casa con la compra y la hija sana y salva.
Desde luego, si Maggie crece con una baja autoestima, no toda la culpa será de Marge.
Homer no es el típico padre amoroso; no puede esperarse mucho afecto de alguien que canta «soy
buen padre, lo reconocerán: la birra es mi pasión, cada cual a su afición»
(«Simpsoncalifragilisticoespialid¡oh!so»). Ciertamente, en «Quema, bebé Burns» Homer es quien
convence al señor Burns de aceptar tal como es a Larry, su hijo ilegítimo, (cuya voz interpreta
Rodney Dangerfiled). Homer le recuerda a su jefe: «Yo, señor, también soy padre, y es cierto que a
veces los hijos son pesados o aburridos, o incluso huelen mal, pero pueden estar seguros de una
cosa, el amor incondicional de su padre». También es cierto que Homer acaba por aceptar la
existencia de Maggie y cubre las paredes de su oficina con fotos de su hija («Y con Maggie tres»),
pero esos raptos de afecto difícilmente cumplen los requisitos de «La guía sartriana para ser
buenos padres».
Resulta iluminador que en «Hogar dulce hogar» —el episodio en que los Simpson pierden la
custodia de sus hijos, que los servicios sociales dejan al cuidado de los virtuosos vecinos, los
Flanders—, Maggie experimenta una transformación gracias a las espléndidas atenciones que
recibe.36 Rodeada de cuidados constantes y renovado interés, la silenciosa Maggie de pronto
tiene ganas de hablar y, para sorpresa de todos, en el coche de Ned Flanders consigue articular la
frase «papitralarí». Poco antes, los hermanos mayores de Maggie se habían percatado del cambio
positivo de la hermanita, ocurrido desde que los asistentes sociales la habían cambiado de hogar:
Bart: Nunca había oído a Maggie reírse tanto.
Lisa: ¿Cuándo fue la última vez que papá le prestó un poco de atención?
Bart: Cuando se tragó la moneda. No se apartó de su lado.
En este episodio se pone en escena la tesis de Sartre: gracias al amor y la atención de los
padres, Maggie comienza a expresarse a través de las palabras. Pero cuando no reciben afecto y
cuidados, los niños se sumen en el silencio y, a falta de palabras, es probable que no desarrollen
una gran autoestima. Este tipo de crío a veces es considerado inferior, pero como el señor Burns
aprende muy a su pesar, difícilmente apreciará que alguien se acerce a su piruleta.
¿ES MAGGIE UNA ILUMINADA?
Maggie no habla pero, a diferencia del Flaubert que Sartre describe, al menos parece tener un
proceso rudimental de pensamiento. Después de todo, ayuda a Bart y a Lisa a reducir a la
«canguro ladrona» en «La baby-sitter ataca de nuevo», y de nuevo viene al rescate cuando el
monstruoso Willie busca venganza en el sexto episodio especial de Halloween. Maggie incluso
exhibe destellos de genio cuando casualmente toca «La danza del hada del azúcar» de
Tchaikovsky en su xilófono de juguete («Un tranvía llamado Marge»). Sin embargo, aquello que le
pasa por la cabeza, si acaso lo hay, sigue siendo un misterio, pues no habla.
Dejemos Occidente un momento a un lado. Los filósofos de la antigua China rara vez han
demostrado entusiasmo por la palabra hablada. Como escribe el gran Confucio: «Escucha pero
mantente en silencio»37, o como se afirma con mayor vehemencia en el Tao Te Ching,
El que habla
(mucho, muestra con eso que)
no conoce.
Quien conoce
No habla38.
En casi toda la tradición oriental, las palabras se utilizan para indicar el misterio de la vida,
siempre inmerso en el silencio. A diferencia de los textos sagrados occidentales, los orientales en
su mayoría han afirmado desde tiempos remotos que el mundo se origina en el silencio. En la
Bhagavad-Gita, por ejemplo, el Creador del mundo está arropado por el silencio y el misticismo.
De él no se puede hablar, no es posible aprehenderlo intelectualmente:
Es un milagro que alguien lo vea, igualmente es un milagro que alguien lo diga, y es un
milagro que alguien lo oiga; incluso si se ha oído decir, nadie lo conoce.39
Las religiones occidentales cuentan también con sus propias interpretaciones místicas del
todopoderoso, pero en ninguna filosofía ha arraigado de tal modo el silencio como en la oriental.
Ser un iluminado, entonces, consiste en retornar a los orígenes, liberarse de los vínculos
terrenos y volver a la infinita y silenciosa armonía del mundo. En la religión hindú (y después en las
sectas budistas), el vocablo sánscrito «Nirvana» entraña un «enfriamiento», un alejamiento de las
pasiones. Las palabras sólo sirven para destruir esa paz interior. Nos adherimos demasiado a
ellas y, hablando, diluimos la grandeza y el misterio que hay en la vida. Según numerosas corrientes
orientales de pensamiento, la infelicidad terrena se debe a un exceso de pensamiento y de
palabras. La Baghavad Gita nos recuerda que «aquéllos que concentran su mente en Krishna no
piensan en nada».40 No se trata de abandonar el pensamiento por completo (de ser así, no nos
harían falta tantos libros de filosofía), pero los budistas en general distinguen entre el pensamiento
espontáneo y el pensamiento conceptual obsesivo. Las palabras son útiles e incluso necesarias
para la transmisión del conocimiento. En especial los budistas zen se valen de ellas para la
transmisión del conocimiento entre maestro y discípulo, pero tanto hindúes como budistas
comprenden el peligro que suponen las palabras mal utilizadas, pues engendran más palabras, que
a su vez pueden causar mayor estrés y ansiedad. La noción oriental de iluminación a menudo
implica un vínculo místico con el mundo natural, y dicho vínculo, que entraña una transformación,
difícilmente tiene lugar a través de las palabras.
Según diversas escuelas de pensamiento orientales, para alcanzar un estado de iluminación
es necesario actuar espontáneamente sin hundirse en las arenas movedizas de las palabras. En
Occidente, la tentación de vivir una vida de palabras sin acciones es grande. En «Treinta minutos
sobre Tokio» Bart tiene una iluminación momentánea cuando viaja a Japón, y en «El saxo de Lisa»
ésta consigue armar un rompecabezas del Taj Mahal cuando sólo tiene tres años de edad, pero no
por ello se les puede considerar seriamente iluminados. A diferencia de sus hermanos, Maggie es
demasiado pequeña para que las palabras la distraigan, y puede actuar de manera más
espontánea. Sin embargo, según esta línea de pensamiento, se podría tener por iluminados a
todos los niños que no hablan. En ese sentido, hay que distinguir cuidadosamente entre los
pensamientos no desarrollados y los no pensamientos rigurosamente desarrollados. Sarvepalli
Radhakrishnan, conocido historiador indio, señala que «al observar el silencio, un hombre no se
convierte en sabio si es estúpido o ignorante».41 En el pensamiento budista zen hacen falta años y
años de disciplina y meditación para alcanzar el estado extático de una inocencia como la del niño.
El jefe Wiggum asegura a los habitantes de Springfield que ningún jurado (excepto en el
estado de Texas) condenaría a Maggie por haberle disparado al señor Burns, pues es demasiado
pequeña. Con toda probabilidad, Maggie también es demasiado pequeña para haberse
deslastrado de los apegos terrenos. Sin embargo, los ciudadanos de Springfield han aprendido
una lección importante: un niño sin palabras no necesariamente es incapaz de cometer un acto
bastante grave. Aunque Maggie casi mata al señor Burns, en muchas ocasiones ha salvado la
situación sin cargar con el peso de las palabras. A veces el silencio es señal de un pensamiento
complejo y una intuición profunda (aunque tal vez no sea éste el caso de Maggie). Si lo
practicásemos con mayor regularidad, quizás viviríamos mejor y pasaríamos menos tardes
castigados en el colegio, copiando cien veces una orden en la pizarra o sentados en el despacho
del director Skinner.
¿QUÉ PUEDE ENSEÑARNOS MAGGIE?
También la filosofía occidental cuenta con partidarios del silencio. Desde los primeros místicos
judíos hasta la filosofía de Wittgenstein, la necesidad de estarse o no callado ha sido objeto de
animada discusión. En Estados Unidos, el siglo xx ha concluido en medio de una multitud de
mensajes contradictorios; se nos decía que debíamos «levantarnos y alzar la voz», aunque «el
silenció es oro»; «el conocimiento es poder» y, sin embargo, «que no haya noticias es buena
noticia»; «expresaos», pero también «hablad poco». Difícilmente hemos estado alguna vez más
indecisos sobre la conveniencia de tener la boca cerrada.
Un siglo antes, la filosofía oriental echaba raíces en el feraz territorio intelectual de la Europa
occidental. Importantes filósofos alemanes como Schopenhauer y Nietzsche estudiaron las culturas
orientales y en sus obras se encuentran muchas referencias a ellas. Siguiendo esta tradición, en
1930, el filósofo alemán Martin Heidegger llevó la filosofía oriental a una cumbre de popularidad en
Occidente. Aunque Heidegger de pleno derecho forme parte de la tradición occidental, su
insistencia en el silencio tiene un sabor distintivamente oriental. Según Heidegger, el silencio es
esencial para vivir una existencia auténtica, mientras que la cháchara superficial es señal de una
existencia carente de autenticidad. El filósofo esperaba tender un puente entre Oriente y Occidente
al hablar sólo de los aspectos más serios de la «Existencia» y callar sobre el resto.
Heidegger fue celebrado en el mundo entero como un gran pensador, alguien que sabía
cuándo hablar y cuándo no. A finales de la década de los treinta, sin embargo, Alemania tenía que
ocuparse con urgencia de asuntos muy distintos a la filosofía existencial. Adolf Hitler había llegado
al poder y la Segunda Guerra Mundial parecía inevitable. Excepto en algunos momentos notorios,
Heidegger se mantuvo en silencio, fiel a su filosofía, y más tarde no negaría su apoyo temprano al
nacionalsocialismo y al Tercer Reich. Mientras los nazis declaraban la guerra a sus países vecinos,
Heidegger se negaba a hacerse escuchar, y cuando sus alumnos y colegas judíos fueron obligados
a abandonar la universidad, no dijo nada.42
La historia condenará el silencio de Heidegger, y otro tanto deberíamos hacer nosotros. Desde
la Segunda Guerra Mundial, hemos aprendido que hacerse escuchar puede causar malentendidos
y conflictos, pero no hacerlo puede refrendar cosas peores. Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz,
suele decir que lo contrario del amor no es el odio, sino el silencio. En ese sentido, parece difícil
elegir entre el silencio oriental o las palabras occidentales.
En «La boda de Lisa», esta última consigue entrever un momento de su futuro con ayuda de
una adivina de feria. Está a punto de casarse con el hombre de sus sueños y Maggie, una
adolescente de hermosa voz, toma un poco de aire y se dispone a cantar. Justo en ese instante,
Lisa anula el matrimonio y Maggie cierra la boca de modo simbólico. Una vez más, los problemas
familiares acaban obligándola a callar.
En un mundo donde la burocracia sigue creciendo y existe un exceso de información, también
nosotros corremos el peligro de que nuestras voces se ahoguen. El gran reto de las sociedades
contemporáneas, tanto orientales como occidentales, consiste en descubrir la manera de respetar
los proyectos del otro de manera crítica, permitiendo que todas las voces se escuchen. Antes que
ser tolerantes, tendríamos que prestar atención. De lo contrario, cada vez habrá más personas que,
como Maggie Simpson, se sientan relegadas a los márgenes de la sociedad y busquen medios
más destructivos para comunicarse. Y en el mundo real, no siempre podemos volver a ponernos en
pie con tanta facilidad.43
4.- LA MOTIVACIÓN MORAL DE MARGE
GERALD J. ERION Y JOSEPH A. ZECCARDI
Desde el corrupto alcalde Joe ‘Diamante’ Quimby hasta el impenitente malhechor Snake,
pasando por las figuras más piadosas de la ciudad, como el reverendo Lovejoy y Ned Flanders, los
extremos morales de Springfield tienen por único vínculo la variedad de los personajes que pululan
por sus calles. Bart admite no saber la diferencia entre el bien y el mal y negocia con el demonio de
tú a tú. Homer se embarca en un proyecto egoísta tras otro, intentando además convencer a Dios
del valor de faltar a la iglesia para ver el fútbol. Entretanto, Flanders consulta a las autoridades
religiosas y las escrituras sagradas para resolver cada dilema que encuentra, trátese de
cuestiones éticas y morales o de modas y cereales de desayuno.
En medio de esos extremos éticos, Marge se destaca como una piedra de toque de la
moralidad. Para solventar los dilemas que se le presentan, sencillamente deja que la razón oriente
su conducta hacia un ponderado y admirable equilibrio entre los extremos. Se diferencia de
Flanders porque éste siempre acata lo que la religión ordena sin importar si a él le parece bien
hacerlo. Marge es religiosa, pero su conciencia, bien desarrollada, le permite hacer sólo aquello
que haría una persona decente y razonable, incluso cuando sus decisiones entran en conflicto con
las directrices impuestas por la autoridad de su credo. Lo anterior sugiere que la filosofía moral
implícita en las acciones de Marge podría tener mucho en común con la del gran filósofo de la
antigüedad Aristóteles. Así pues, este ensayo se propone ilustrar la ética aristotélica analizando la
vida de Marge en Springfield.
Dicho esto, no pretendemos afirmar que Marge sea una especie de paradigma aristotélico
que aplica con constancia y diligencia la filosofía moral del estagirita. Muchas de las cosas que
Marge hace o dice no son precisamente virtuosas (desde un punto de vista aristotélico).44 Sin
embargo, nuestro análisis del carácter moral de Marge no se limita a acciones aisladas, sino a su
comportamiento general. En consecuencia, del mismo modo en que Barney Gumble no deja de ser
un alcohólico a pesar de sus raros momentos de sobriedad en «Días de vino y suspiros», sus
logros artísticos en «Ha nacido una estrella» y su adiestramiento como astronauta en «Homer en el
espacio exterior», el patrón de comportamiento general de Marge sirve de ejemplo especialmente
ilustrativo de la filosofía moral de Aristóteles.45
VIRTUD Y CARÁCTER
Mientras el utilitarismo, la deontología kantiana y otras filosofías morales modernas indagan
sobre aquellas cualidades que determinan que una acción sea una acción virtuosa, los antiguos
griegos preferían concentrarse en los rasgos de carácter que determinan que una persona sea
buena.46 Aristóteles proporciona una de las contribuciones más importantes a esta tradición en su
Etica Nicomáquea, libro en donde no sólo compila una larga lista de rasgos virtuosos, sino que
presenta una explicación sistemática de cada virtud como el justo medio entre dos extremos. Al
mismo tiempo, el filósofo intenta justificar la vida de virtud, e incluso ofrece sugerencias a quienes
están interesados en convertirse en personas más virtuosas.
Dada la concepción de la ética en la Grecia antigua, entendemos las virtudes aristotélicas
como aquellos rasgos de carácter que ayudan a quien los posee a ser buena persona. Entre ellos
no sólo se cuenta la tendencia a actuar de modo virtuoso, sino también la disposición a
experimentar ciertos sentimientos y emociones igualmente virtuosos. En la Etica Nicomáquea,
Aristóteles ennumera como virtudes la valentía, la moderación, la liberalidad o la magnificencia
(esta última a gran escala), la magnanimidad, la confianza en la propia valía, la mansedumbre, la
amabilidad, la honradez, la agudeza y la modestia.47 Por supuesto, este listado no es exhaustivo y,
a partir de Aristóteles, los filósofos han ido agregando otras virtudes. Con todo, nos proporciona
una buena idea de los rasgos de carácter que Aristóteles considera necesarios para ser una buena
persona.
Marge ilustra de forma óptima los rasgos virtuosos que expone Aristóteles. En primer lugar, sin
duda se trata de una mujer valiente. Al desmantelar un mercado clandestino de vaqueros de
imitación que funciona en el garaje de la familia («Springfield Connection»), escapar de una
comuna de fanáticos («La alegría de la secta») o mantener la calma en los momentos de Poesesión («Especial noche de Brujas»), a Marge rara vez le falta coraje. Su tendencia a la
moderación determina todos los aspectos de su vida cotidiana, y por eso compra en tiendas de
saldos como Safeway y Ogdenville («Escenas de la lucha de clases en Springfield»). Por último, su
marcado sentido de la honradez le cuesta millones de dólares de una posible indemnización a la
familia Simpson («Un coche atropella a Bart»). En estos ejemplos y en muchos otros, Marge exhibe
los rasgos que Aristóteles consideraba necesarios para el carácter virtuoso.
Al enumerar las virtudes, el filósofo las describe como el justo medio entre dos extremos
viciosos, uno por exceso y el otro por defecto.48 Por ejemplo, la valentía se sitúa entre la
imprudente temeridad y la viciosa cobardía de Homer. De igual modo, una persona que posea el
control de sí misma no buscará satisfacer sus deseos a la manera de Barney, pero tampoco
mostrará la indiferencia hacia los placeres físicos que caracteriza a Ned Flanders; su
comportamiento se situará en cambio en el justo medio entre estos extremos. Las personas que
tienen la virtud de la generosidad no hacen dádivas indiscriminadas (por lo que no despilfarran sus
recursos, como hace Homer de vez en cuando), pero tampoco son tan tacañas como suele ser el
señor Burns. Así pues, podemos definir cada una de las virtudes que Aristóteles señala al ponerla
en relación con los dos extremos viciosos correspondientes.49
De igual manera, la patrulla ciudadana de Marge en «Springfield Connection», episodio en el
que se enfrenta al tráfico ilegal de téjanos, y su peligroso escape de la comuna «movimientaria» en
«La alegría de la secta», demuestran que su valentía es genuina, y que no se debe a la
imprudencia. Marge es capaz de atravesar ríos a lo James Bond, saltando sobre mandíbulas de
cocodrilos hambrientos, pero se niega a hacerlo desde la calesa de Jimmy, que la pasea con sus
hijos por Central Park, al coche de Homer («La ciudad de Nueva York contra Homer Simpson»).
Aunque puede ser tan valiente como lo exijan algunas situaciones, Mar- ge no combate en todas
las batallas que se le presentan. Cuando sabe que la fuerza bruta es inútil, se vale de diversas
tácticas como «aquella cosa con las manos» en «Sangrienta enemistad». También es capaz de
reconocer el valor de la resistencia pasiva, por ejemplo cuando apoya a Lisa, que intenta boicotear
la sesión televisiva de Homer y sus colegas, reunidos para ver el combate entre Watson y Tatum II
(«Homer contra Lisa y el octavo mandamiento»). Por último, cuando un Krusty renovado busca
superar su «Ultima tentación» e invita a la audiencia a quemar billetes, y Homer le pide a Marge
todo el dinero que lleva en el monedero, en lugar de enfrascarse con él en una discusión estéril que
no podrá ganar, Marge entrega el dinero a Lisa y le ordena que vaya corriendo a casa y lo entierre
en el jardín.
En cuanto a la moderación, Marge tiende más a ser espartana que indulgente. Como mujer de
un hombre dimensionalmente confundido que de vez en cuando abre un agujero en el continuum
espacio-tiempo o se encuentra desempleado o en la cárcel, relativamente cuenta con pocos
recursos económicos. Compra donde cree que encontrará algún chollo, y se niega a gastar en unos
zapatos nuevos que sabe que no necesita, aunque se lamente y diga «ojalá no tuviera ya un par de
zapatos» («La ciudad de Nueva York contra Homer Simpson»). En «La familia Mansión», se
escandaliza del derroche en la propiedad donde vive el señor Burns y que la familia Simpson cuida
en ausencia del dueño: la máquina que cada mañana quema la cama deshecha antes de
reemplazarla por otra que sale de la pared le parece «un cierto desperdicio». Sin embargo, no es
ni remotamente tan agarrada como
Chuck Garabedian, campeón del ahorro, que intenta economizar haciendo fiestas en yates
baratos que huelen a orina de gato y rodéandose de mujeres hermosas que solían ser hombres
(«Treinta minutos sobre Tokio»). Garabedian representa la frugalidad viciosa a la que Marge se
resiste, sobre todo después de que una comida en mal estado, comprada en una tienda donde
todo cuesta 33 céntimos, deja a Homer convulsionando en el suelo (aunque pidiendo un poco más).
Dados los ingresos fluctuantes del hogar Simpson, tal vez no sorprenda que Marge se muestre
un poco renuente a hacer caridad con el dinero de la familia. Incluso le prohíbe a Lisa que
«desperdicie» una herencia de 100 dólares en un donativo a la televisión pública en «Bart, el
soplón». Pero, como escribe Aristóteles, «Nada impide (...) que sea más liberal el que da menos,
si da poseyendo menos»,50 y Marge es tan liberal, es decir, generosa, como se lo permite la
inestable situación financiera de su familia. Por ejemplo, siempre se asegura de que Homer dé
suficiente a la colecta de la iglesia, y en «La novia de Bart» regaña a su marido cuando éste trata
de sustituir la contribución semanal de la familia por un vale de compra de 30 céntimos del Shake
’n Bake. Incluso si las donaciones de la familia son escasas, Marge dedica su propio tiempo,
talento y recursos a los más necesitados. Se hace cargo del Abuelo y de Otto, el conductor del
autobús, ayuda a Lisa a pulir rocas («Bart al anochecer»), ha colaborado como consejera
telefónica voluntaria en el servicio comunitario de la iglesia de Springfield («En Marge confiamos»),
y ha donado alimentos a la beneficencia («Definición de Homer»).
Marge es moderada en todo, ya sea en su papel de madre y ama de casa o cuando toca
burlarse del tamaño de los genitales de Burns («Pinta con grandeza»). No es tan sofocante como
Maude Flanders o Agnes Skinner, pero tampoco se muestra permisiva como la señora Muntz o la
recién divorciada Luann Van Houten. Marge incluso predica la moderación a Homer, exhortándolo a
que limite el consumo de carne de cerdo a seis raciones semanales («Director encantador»). Así
como Aristóteles comprende la importancia del justo medio para una vida virtuosa, Marge orienta
sus acciones de acuerdo con el equilibrio moral entre extremos viciosos.
JUSTIFICACIÓN DE LA VIDA VIRTUOSA
Aunque la virtud pueda resultar huidiza, Aristóteles cree que la recompensa para quienes la
encuentran es muy elevada. Y es que se trata de un componente esencial de una vida satisfactoria.
Como afirma al comienzo de la Etica Nicomáquea, el fin último de la vida humana es la felicidad.
Existen muchas otras cosas que podríamos desear (como la fama, el dinero y las costillas de
cerdo), pero si las deseamos es porque creemos que nos harán felices. A veces, naturalmente, nos
equivocamos, pero el caso es que «al [bien] que se busca por sí mismo lo llamamos más perfecto
que al que se busca por otra cosa [...] Tal parece ser, sobre todo, la felicidad».51
Ahora bien, es importante distinguir la noción de felicidad en Aristóteles (el término griego es
eudaimonia) del placer (mmmmm... el placer), pues Aristóteles no pretende decir que el objetivo de
la vida humana sea la mera gratificación corporal que Homer (y no los griegos) se pasa gran parte
de la vida buscando. El filósofo tiene en la mente una felicidad a largo plazo, un bienestar general.
Según Terence Irwin, eudaimonia se traduciría con mayor propiedad como que nos vayan bien las
cosas52. Al definir este tipo de felicidad como fin último de la vida humana, Aristóteles argumenta
que las virtudes son deseables puesto que, a largo plazo, favorecen la felicidad de quien las
desarrolla. Así pues, vivir de manera virtuosa no garantiza que lo pasemos bien, pero rasgos como
la confianza en uno mismo, la amabilidad y la honradez sin duda aumentan nuestras probabilidades
de conseguirlo. De modo que una vida de virtudes se justifica porque éstas se encuentran en el
origen del bienestar de quien así vive.
Muchos han malinterpretado la justificación aristotélica de la virtud como un llamamiento a
nuestro propio egoísmo.53 Pero Aristóteles comprendía que el hombre es un animal social y que la
felicidad a largo plazo se basa en gran medida sobre nuestra relación con la familia y los amigos.
No podemos alcanzar la eudaimonia sin ayuda de los demás, y por ello muchas virtudes (como la
generosidad, la amabilidad o la honradez, entre otras) resultan valiosas, pues nos ayudan a cultivar
lazos profundos con la familia y los amigos, vínculos indispensables para una vida satisfactoria.
La felicidad de Marge es un ejemplo. Además de sus hermanas Patty y Selma («las
Chismosas Horrorosas»), no tiene amistades cercanas, y sin empleo fijo ni afición alguna que la
distraiga, su atención rara vez se desvía de Bart, Lisa, Maggie o Homer. Lo más importante para
ella es, sin duda, el bienestar de su marido y sus hijos, que para ella tiene valor intrínseco: como
dice en «Hogar dulce hogar», «La única droga a la que soy adicta es el amor. Sí, amor a mis hijos,
que Me Dan Mucho Amor: MDMA». De modo que a través de la felicidad de su familia Marge
alcanza la propia eudaimonia; sencillas tareas domésticas como lavar la ropa, preparar
hombrecitos de carne picada en «La familia va a Washington» y tejer cinturones para coches
fabricados en casa «La ciudad de Nueva York contra Homer Simpson» no le resultan onerosas. Al
contrario, la hacen feliz porque contribuyen al bien de su adorada familia.54 De hecho, Marge se
siente inútil cuando, a causa del nuevo empleo de Homer en Globex Corporation, la familia debe
mudarse a una casa automatizada donde casi todas las tareas domésticas se realizan por sí solas
(«Sólo se muda dos veces»). Al no saber cómo contribuir al bien de su familia, Marge cae en una
depresión y se entrega a la bebida (aunque con tanta moderación que no hace falta la intervención
de David Crosby). Así, al vivir su vida de acuerdo con las virtudes que expone Aristóteles, Marge
forja lazos sociales resistentes que traen consigo una felicidad plena.
CULTIVAR LA VIRTUD
Dada la importancia de las virtudes en la búsqueda de la eudaimonia, podríamos preguntarnos
qué hacer para que nuestras vidas fuesen más virtuosas y, por lo tanto, mejores. Según Aristóteles,
«ninguna de las virtudes éticas se produce en nosotros por naturaleza».55 En lugar de eso, dice,
contamos con una capacidad natural para adquirir las virtudes por costumbre: «Practicando la
justicia nos hacemos justos; practicando la moderación, moderados y practicando la virilidad,
viriles».56
Apartándonos de los placeres nos hacemos moderados, y una vez que lo somos, podemos
mejor apartarnos de ellos; y lo mismo respecto de la valentía: acostumbrados a despreciar los
peligros y resistirlos, nos hacemos valientes y, una vez que lo somos, seremos más capaces de
hacer frente al peligro.57
Las personas virtuosas, por lo tanto, representan modelos importantes para nuestro desarrollo
moral. Al elegir hacer las mismas cosas que hacen estas personas, podemos volvernos más
virtuosos, y al cabo de un tiempo, podremos incluso aprender a sentir el empuje virtuoso de
aquéllos que actúan de un cierto modo sólo porque reconocen el valor de la virtud.
Marge además sabe cuán importante es su modelo para el desarrollo moral de sus hijos.
Ejerce una gran influencia sobre Lisa, y aprovecha cada oportunidad que se le presenta para
ayudar a su hija a desarrollar el sentido de lo que está bien y lo que está mal. Cuando Homer
decide robar la señal de televisión por cable en «Homer contra Lisa y el octavo mandamiento»,
Marge se suma a la protesta de Lisa con limonada y un consejo: «Cuando quieres a alguien debes
tener fe. Al final, terminará haciendo lo correcto». En «El viejo y Lisa», apoya a Lisa para que
escuche la voz de su conciencia cuando la pequeña afronta el dilema moral que le plantea una
ganancia de millones de dólares provenientes de la planta de reciclaje animal que la propia Lisa,
de manera inadvertida, convence a Burns de que construya. «Lisa, haz lo que diga tu criterio y tu
conciencia». El efecto de la influencia moral de Marge en Lisa queda entrañablemente descrito en
un intercambio antes mencionado, que tiene lugar en el bar de Moe en «La última tentanción de
Krusty»:
MARGE: Cuarenta y dos dólares. Es todo lo que tengo, corre a casa y entiérralo en el jardín.
LISA: Te quiero, mamá.
La influencia de Marge se extiende también al desarrollo moral, más lento y confuso, de Bart.
Por ejemplo, en «El niño que sabía demasiado», le aconseja a su hijo «obedece a tu corazón»
cuando éste se debate sobre si testificar o no en el juicio por agresión a Freddy Quimby, cuando
hacerlo le valdría al crío un castigo por haber hecho novillos.58 Al igual que Aristóteles, Marge sabe
lo que debe hacer para cultivar la virtud en aquéllos que todavía no tienen la capacidad de apreciar
plenamente su valor.
LA OPOSICIÓN DE MARGE A LA TEORÍA DEL MANDATO DIVINO
Muchos creen que los problemas éticos sólo pueden solventarse mediante el recurso a la
religión, y por ello buscan el consejo de pastores, curas, rabinos y otros guías religiosos como si se
tratase de expertos en moral con una capacidad especial para resolver dilemas éticos. A menudo,
los consejos de los expertos en ética designados por instituciones y gobiernos incluyen entre sus
miembros a representantes de las principales religiones, y en muchos casos se sostiene que
promover las plegarias en la escuela, colgar los Diez Mandamientos en las aulas o enseñar el
creacionismo religioso en las asignaturas de ciencias podría contribuir a solucionar algunos
problemas sociales como el abuso de estupefacientes y la violencia escolar.
En Springfield, Ned Flanders ejemplifica una manera (acaso la única) de entender la influencia
de la religión sobre la ética.59 Ned parece ser aquello que los filósofos llaman un teórico del
mandato divino, por cuanto cree que la moralidad es sencillamente una función del mandato de
Dios. Según Ned, «moralmente correcto» es aquello «que Dios ha ordenado» y «moralmente
incorrecto» no es más que lo «prohibido por Dios».60 En consecuencia, Ned consulta al reverendo
Lovejoy o le reza directamente a Dios para resolver los dilemas morales que se le presentan. Por
ejemplo, en «El rey de la montaña», pide permiso al reverendo para jugar a «atrapa la bandera»
con Rod y Todd durante el sabbatk, Lovejoy le contesta «juega al dichoso juego, Ned». En «Hogar
dulce hogar», llama por teléfono a Lovejoy cuando éste se encuentra en el sótano jugando con sus
trenes; quiere preguntarle si debe hacer bautizar a sus nuevos hijos adoptivos, Bart, Lisa y Maggie
(lo cual obliga a Lovejoy a reponderle «¿Por qué no te planteas alguna otra de las religiones
mayoritarias? Todas vienen a ser lo mismo»). Y en «Huracán Neddy», cuando un huracán destroza
su casa pero el resto de Springfield queda intacto, Ned busca una explicación divina y confiesa
«Hago todo lo que dice la Biblia, ¡hasta cosas que contradicen otras cosas!». Ned parece creer
que encontrará soluciones a los problemas morales consultando el mandato divino apropiado en
lugar de buscar en su propia cabeza. Su fe es tan ciega como completa, de modo que flota por la
vida con una suerte de piloto automático moral, gracias al cual los dilemas morales efectivamente
están resueltos antes de presentarse.
En este contexto, pareciera que las creencias de Marge ejercen una influencia relativamente
insignificante sobre las decisiones que toma. Sin duda, cree en Dios: reza para impedir la
destrucción inminente de Springfield en «El cometa de Bart» y en «Lisa, la escéptica» y, cuando
Homer decide no ir más a la iglesia, le advierte «te ruego que no me obligues a escoger entre mi
hombre y mi Dios porque no puedes ganar» («Homer, el hereje»). Incluso busca el consejo de
Lovejoy para salvar su matrimonio en dos ocasiones («La guerra de los Simpson» y «Secretos de
un matrimonio con éxito»). Con todo, las decisiones morales que Marge toma cada día las dicta
una conciencia bien desarrollada antes que su fe religiosa, y no tiene dificultad en cuestionar los
juicios morales oficiales de la Iglesia, algo que Flanders jamás podría hacer. Por ejemplo, en lugar
de sumarse a los Flanders y los Lovejoy en una protesta contra la exhibición de la estatua desnuda
del David de Miguel Angel, Marge defiende la obra maestra en el telediario de Kent Brockman
(«Rasca, Pica y Marge»). Se niega a dirigir e incluso a apoyar la protesta porque no considera que
la desnudez sea necesariamente negativa o inmoral, mientras que Helen Lovejoy sólo sabe gritar
su frase hecha favorita: «¿Alguien puede pensar en los niños?». En «En Marge confiamos», critica
los consejos que ofrece el reverendo Lovejoy y acaba tomando su lugar, con gran éxito entre los
habitantes de Springfield:
Moe: He perdido las ganas de vivir.
Marge: Oh, eso es ridículo, Moe, tienes muchas razones para vivir.
Moe: ¿En serio? Eso no es lo que me dice el reverendo Lovejoy. ¡Caramba! Es usted un cielo.
Así pues, los estándares éticos de Marge funcionan con independencia de lo que predican las
autoridades religiosas de Springfield.
Muchos filósofos morales, incluso creyentes, han compartido las dudas de Marge a propósito
de la teoría del mandato divino.61 El gran filósofo griego Platón (maestro de Aristóteles en la
Academia de Atenas) ha tenido un papel de especial importancia en este sentido. En el diálogo
Eutifvón, Platón señala que la moralidad resultaría totalmente arbitraria si la teoría del mandato
divino fuese cierta, pues Dios podría ordenarnos hacer cualquier cosa y, en virtud de Su mandato,
aquello sería moralmente correcto. Como sería absurdo afirmar que una orden de Dios pueda
refrendar el homicidio en masa o la violación, la teoría del mandato divino tiene que ser defectuosa.
La filosofía moral no comienza con la afirmación de que el mandato divino convierta las acciones
en buenas; en lugar de eso, se pregunta qué cualidades debe tener una acción correcta y, por lo
tanto, (quizá) digna del favor divino. La objeción platónica ha llevado a muchos filósofos de la moral
a indagar sobre todo en estas cuestiones éticas, y si estos pensadores están en lo correcto, la
moralidad puede ser analizada y comprendida con independencia de la religión.
CONCLUSIÓN: «HAZ COMO YO»
¿Es Marge el modelo aristotélico? No, pues al igual que ocurre con los demás personajes de
Los Simpson, no es posible definirla de una vez por todas. Siempre está dispuesta a decir o hacer
algo que dé pie al chiste de Homer o Bart, aunque no parezca coherente con su propio papel. De
hecho, cada uno de los personajes de Los Simpson está lleno de contradicciones, y esto se debe a
la propia índole del programa. Ya lo dice Burns en «Equipo Homer» «He sufrido uno de mis
imprevisibles cambios de humor». Sin embargo, Marge suele seguir la receta aristotélica para una
vida feliz, es decir, una vida moral, y de ese modo consigue muy buenos resultados. El bien que
persigue cuando toma decisiones (un bien moral o de cualquier otro tipo), es el bien de su familia y,
por lo tanto, su propio bien. No toma decisiones en espera de que ha venido a buscar su consejo:
«¿Te has sentado a leer esta cosa? Técnicamente, esta prohibido ir al lavabo» reciprocidad, sino
porque la propia naturaleza de estas decisiones es la reciprocidad; lo que es bueno para ellos es
bueno para ella. En Marge comprobamos que las virtudes éticas según Aristóteles no sólo pueden
aplicarse con éxito en el plano abstracto de las torres de marfil de la academia, sino en el mundo
cotidiano y laborable de los dibujos animados. No puede negarse que Mar- ge posee valentía,
honradez, moderación y otras virtudes, como tampoco puede negarse que, en consecuencia, es
feliz. Disfruta de ser valiente, honrada y moderada, porque esos rasgos la ayudan a ayudar a su
familia. Y su felicidad justifica su vida, virtuosa en el sentido aristotélico, y demuestra que las
personas (o en todo caso las personas de los dibujos animados) pueden llevar vidas morales al
margen del credo religioso que profesen.
Al igual que tantas personas hoy, Marge puede ser descrita como aristotélica de tinte cristiano,
pues cree en el mensaje de paz en la tierra y buena voluntad hacia los hombres, pero desdeña
muchas de las rígidas normas morales, higiénicas y alimentarias contenidas en la Biblia. En lugar
de cumplir con «normas bien intencionadas que luego no funcionan» («Homerpalooza»), como
hace Flanders, las personas como Marge pueden estar a favor de la pena de muerte, votar por el
derecho a abortar, y sentarse cómodamente en la iglesia los domingos, a sabiendas de que sus
decisiones éticas se basan en la razón y en la propia conciencia, en lugar de obedecer a una fe
ciega. De hecho, a Marge le importa mucho menos ser buena cristiana que ser buena persona.
5.- ASÍ HABLÓ BART. NIETZSCHE Y LA VIRTUD DE LA
MALDAD
MARK T. CONARD
La comedia de la existencia no ha tomado aún «conciencia de sí misma», y todavía estamos en la
época de la tragedia, en la época de las morales y de las religiones.
Friedrich Nietzsche, La ciencia jovial. («La gaya scienza»)
Jessica: Eres malo, Bart Simpson.
Bart: No soy malo, lo que pasa es que...
Jessica: Sí, Bart, eres malo, y eso me gusta..
Bart: Malo hasta la médula.
«La novia de Bart»
CHICAS BUENAS Y CHICOS MALOS
Ya conocéis las historias: le ha cortado la cabeza a la estatua de Jebediah Springfield, ha
quemado el árbol de navidad de la familia, ha robado una copia del videojuego Bonestorm en una
tienda, ha hecho trampa en un test de inteligencia y ha conseguido que lo matriculen en un colegio
para superdotados, ha engañado a la ciudad entera, haciendo creer a todos que había un crío
atrapado en el fondo de un pozo, etcétera, etcétera, etcétera. Bart Simpson no es un niño adorable
y travieso que de forma inadvertida acabe metiéndose en problemas, no es un rebelde con un gran
corazón. Es un delincuente astuto, un chico malo que viste pantalones cortos de color azul, un
corruptor, un vasallo de Satanás (si creéis en esas cosas).
Probablemente os parezca que su hermana Lisa es la virtuosa. Es inteligente, talentosa, muy
lógica, racional, sensible. Tiene principios: combate la injusticia allí donde la encuentra. Es
vegetariana porque cree en los derechos de los animales, se enfrenta a los excesos de avidez del
señor Burns y muestra amor y compasión hacia sus amigos y hacia los miembros de su familia y, a
decir verdad, para con todos los menos afortunados. Lisa es la chiquilla que nos gusta querer.
Seguro que diríais que es el único personaje admirable de la serie.
Bien, permitidme que os cuente de otro chico malo, el chico malo de la filosofía (¿Qué? ¿No
creíais que existiesen chicos malos en la filosofía?). Se llamaba Friedrich Nietzsche y, desde el
punto de vista de la filosofía, no ha habido chico más malo. Nietzsche era una especie de astuto
delincuente filosófico. Desafiaba la autoridad, era un corruptor. ¿También era un vasallo de
Satanás? Bueno, ¡escribió un libro titulado El Anticristol Parecía odiarlo todo, cada ideal que la
mayoría amaba y atesoraba. Se dedicaba a derrumbar esos ideales demostrando con inteligencia
cómo se relacionaban con cosas que esa misma mayoría odiaba. Denostaba la religión y se
burlaba de la piedad. Se refería a Sócrates como a un bufón que había conseguido que lo tomasen
en serio. ¡Llamaba decadente a Kant, superficial a Descartes y limitado a John Stuart Mili! En Así
hablaba Zaratustra, su infamia llegó hasta el punto de escribir: «¿Andas con mujeres? ¡Pues no
olvides el látigo!».62
Ahora bien, aunque rechazaba e incluso se burlaba de los ideales tradicionales de las
llamadas «buenas personas», es decir, las personas compasivas y virtuosas en el sentido
religioso, Nietzsche tenía su propio ideal: el espíritu libre, la persona que rechaza la moral y las
virtudes tradicionales, que abraza el caos del mundo y le confiere estilo a su carácter.
¿Es posible que, desde una perspectiva nietzscheana, hayamos estado admirando al
personaje equivocado? ¿Acaso Lisa Simpson encarna ese cansancio que insulta al mundo, la
decadencia, la moral del esclavo y el resentimiento de los que habla Nietzsche? Desde luego, es
divertido portarse mal, pero ¿tal vez hay algo saludable y vitalista en ese comportamiento, algo
filosóficamente importante? ¿No será Bart Simpson la personificación del ideal nietzscheano?
EL NACIMIENTO DE LA COMEDIA: LA APARIENCIA CONTRA LA REALIDAD
Para responder estas preguntas, primero hay que comprender por qué Nietzsche es el chico
malo de la filosofía, y por qué exaltaba la virtud de poner esa malicia en escena, por decirlo de
algún modo.
En sus obras tempranas, Nietzsche se hallaba bajo la influencia del filósofo Arthur
Schopenhauer, un hombre particularmente avinagrado, de quien la leyenda cuenta, por ejemplo,
que una vez empujó a una anciana escaleras abajo. Ahora bien, entre otras tesis, Schopenhauer
propuso una peculiar versión de la distinción entre apariencia y realidad. Según él, el mundo como
lo experimentamos, integrado por cosas, personas, árboles, perros y granizados, no es más que
una apariencia o, en sus términos, secuencia, no está claro que dichas palabras representen el
pensamiento de Nietzsche, aunque es célebre por haber dicho algunas cosas sumamente ridiculas
a propósito de las mujeres. Por otra parte, ¡no queda claro a quién se deba fustigar con el látigo!
una representación. La verdadera naturaleza del mundo, que él definía como voluntad, se encuentra
bajo esta representación, o se oculta tras ella. La voluntad es una fuerza ciega, torrencial e
incesante; se trata de la misma potencia que en nosotros mismos se manifiesta como impulso
sexual, por ejemplo, o como impulso de beber cerveza Duff. Puesto que la voluntad es un torrente
inagotable, los deseos pueden ser saciados, pero resurgen una y otra vez. Si bebéis una (o diez)
Duff y os embriagáis, vuestro deseo se verá satisfecho temporalmente. Pero mañana volverá a
manifestarse. Pues bien, Schopenhauer sostiene que desear y ver los propios deseos frustrados
entraña un sufrimiento, y como el deseo no se agota nunca y no existe la satisfacción definitiva, la
vida es un sufrimiento perpetuo.
En su primer libro, El nacimiento de la tragedia, Nietzsche adopta abiertamente esta visión
dualista de Schopenhauer a propósito de la apariencia y la realidad, la voluntad y la representación,
pero con un giro muy interesante, pues el término «voluntad» se halla personificado, como si fuese
un agente consciente, al que Nietzsche se refiere como «lo Uno primordial»63 u originario. Ahora
bien, el término «estética», que se refiere al estudio del arte y la belleza, se deriva del griego
aisthetikos, que se refiere a la cualidad sensible o la apariencia de las cosas. Dado que el mundo
como representación, es decir, el mundo que experimentamos cada día, es una apariencia, en esta
primera obra Nietzsche habla del mundo como si se tratase de una suerte de creación artística de
ese Uno originario encarnado en el corazón de las cosas. «Lo que sí nos es lícito suponer de
nosotros mismos es que para el verdadero creador de ese mundo somos imágenes y
proyecciones artísticas, y que nuestra suprema dignidad la tenemos en significar obras de arte,
pues sólo como fenómeno estético están eternamente justificados la existencia y el mundo».64 Por
supuesto, el «verdadero creador» es lo Uno primordial pero, para seguir con el antropomorfismo,
¿por qué nos proyecta a nosotros y al resto del mundo?, ¿por qué hace arte? Nietzsche escribe
que
lo verdaderamente existente, lo Uno primordial, necesita a la vez, en cuanto es lo
eternamente sufriente y contradictorio, para su permanente redención, la visión extasiante, la
apariencia placentera: nosotros, que estamos completamente presos en esa apariencia y que
consistimos en ella, nos vemos obligados a sentirla como lo verdaderamente no existente, es
decir, como un continuo devenir en el tiempo, el espacio y la causalidad, dicho con otras
palabras, como la realidad empírica.65
El mundo tal como lo conocemos, el mundo cotidiano, el mundo como representación, es mera
ilusión, «lo verdaderamente no existente». Y en su centro, la realidad es tan espantosa —continua,
ciega, incoercible, carente de objetivo último y por lo tanto voluntad insatisfecha en constante
sufrimiento— que mirarla directamente, comprender la verdadera naturaleza de la existencia, nos
debilita. Además, la maldición de los seres humanos radica en ser (en la capacidad de ser)
conscientes de esta situación, comprender la naturaleza del mundo y buscar encauzarla, cosa por
supuesto imposible. Nietzsche escribe «consciente de la verdad intuida, ahora el hombre ve en
todas partes únicamente lo espantoso o absurdo del ser».66
Según él, el arte, y sólo el arte, es nuestra gracia salvífica, pues
en este peligro supremo de la voluntad, aproxímase [al hombre] el arte, como un mago que
salva y que cura: únicamente él es capaz de retorcer esos pensamientos de náusea sobre lo
espantoso o absurdo de la existencia convirtiéndolos en representaciones con las que se puede
vivir: esas representaciones son lo sublime, sometimiento artístico de lo espantoso y lo cómico,
descarga artística de la náusea de lo absurdo.67
Una vez que hemos aprehendido la naturaleza caótica e insensata de las cosas, al igual que lo
Uno primario, necesitamos la «visión extática» y la «ilusión placentera» para que nuestra
«permanente redención» tenga lugar. Realmente nos hacen falta, aunque sea para sobrevivir.
El nacimiento de la tragedia se ocupa del modo en que los antiguos griegos afrontaban el
horror y el absurdo de la existencia: a través del arte, específicamente la tragedia ática, fueron
capaces de superar la espantosa verdad y encontrar la redención. Según Nietzsche, esta es la
manera saludable y honrada de hacer frente al caos y al sinsentido de la existencia. Pero también
hay formas malsanas y deshonestas de enfrentarla. Principalmente, consisten en negar la falta de
sentido, el absurdo, el caos y el horror, dándoles la espalda, mintiéndonos a nosotros mismos y a
los demás sobre la naturaleza de la realidad. Según el parecer de Nietzsche, en la antigua Grecia
esta insania y falta de honradez cobran cuerpo en la persona de Sócrates. Existiría, pues,
una profunda representación ilusoria, que por vez primera vino al mundo en la persona de
Sócrates, aquella inconclusa creencia de que, siguiendo el hilo de la causalidad, el pensar llega
hasta los abismos más profundos del ser, y que el pensar es capaz no sólo de conocer, sino
incluso de corregir el ser.68
En lugar de reconocer la índole verdadera del mundo y aprender a lidiar con el caos, Sócrates
creía que el pensamiento era capaz no sólo de aprehender y comprender el mundo, sino también
de arreglarlo. Prosigue el filósofo:
Sócrates es el prototipo del optimismo teórico, que, con la señalada creencia en la
posibilidad de escrutar la naturaleza de las cosas, concede al saber y al conocimiento la fuerza
de una medicina universal, y ve en el error el mal en sí.69
Todos sabemos que Sócrates es la persona más racional que quepa imaginar. La razón no es
sólo nuestra guía para la comprensión del mundo, nos dice, sino también para la vida buena. El mal
no es más que ignorancia. Para Nietzsche, en esta primera obra, creer tal cosa es un gran error, un
síntoma de degeneración y debilidad, una mentira que nos decimos a nosotros mismos porque
somos demasiado apocados para afrontar la realidad.
Naturalmente, si nuestro mundo es caótico, carente de sentido y absurdo, el universo de Los
Simpson lo es mucho más. Pensad en la locura de la que somos testigos, episodio tras episodio.
Jasper confunde las pastillas del viernes por las del miércoles y de inmediato se convierte en una
especie de hombre lobo; el señor Burns tiene al mismo tiempo setenta y dos y ciento cuatro años;
Maggie logra dispararle al señor Burns; la tía Selma consigue un marido tras otro; Marge y el jefe
Wiggum tienen el cabello del mismo tono azul; nadie envejece.
Lo que quiero subrayar aquí es que en Springfield, la ciudad que no forma parte de un estado,
Lisa interpreta el papel de Sócrates, el teórico optimista. Confrontada con el mundo caótico e
insondable que la rodea, sigue creyendo que la razón no sólo la ayudará a comprender ese mundo,
sino también a corregirlo. Intenta defender los derechos de los animales, curar al señor Burns de su
codicia y a Homer de su ignorancia. Busca moldear el carácter de Bart, enseñarle a ser virtuoso.
Usa tarjetas de cartulina de colores para tratar de enseñarle a Maggie palabras como «creencia»,
a pesar de que Maggie nunca habla. Semana tras semana, Lisa se esfuerza por penetrar en la
abisal oscuridad del absurdo y el sinsentido, el vicio y la ignorancia con su intelecto, afilado como
una cuchilla, y su capacidad de razonamiento. Sin embargo, nada cambia realmente. Burns sigue
siendo codicioso; Homer, ignorante; Bart, vicioso y Springfield, absurda en su totalidad. Por
consiguiente, desde el punto de vista nietzscheano, las tornas podrían volverse contra Lisa. Todos
los rasgos y virtudes por los que podríamos admirarla y celebrarla tal vez no sean más que
síntomas de un mal socrático, una debilidad hiperracional, una fuga de la realidad hacia la ilusión y
el autoengaño.
Con todo, incluso si lo anterior es cierto, si así es como debemos ver a Lisa, eso no significa
automáticamente que Bart, el rebelde, el corruptor, el que simula ruidos de pedos, la pesadilla de
las profesoras de catecismo y las canguros, sea digno de alabanza.
LA VIDA COMO ARTE, O AL MENOS COMO DIBUJO ANIMADO
Poco después de concebir El nacimiento de la tragedia, Nietzsche abandonó toda forma de
dualismo y rechazó la distinción entre voluntad y representación, entre apariencia y realidad. Desde
esta nueva perspectiva, sostenía que sólo existe un flujo caótico, y que ese flujo es la única
realidad. «Las razones por las que “este” mundo ha sido calificado de aparente fundamentan, antes
bien, su realidad», dice. En otras palabras, el hecho de que se trate de un devenir, un flujo, es la
prueba de su realidad; «otra especie distinta de realidad es absolutamente indemostrable».70
Así pues, ¿por qué hemos llegado a creer alguna vez que existía algo más allá de nuestra
experiencia, de «este» mundo? ¿Por qué hemos llegado a suponer que debíamos distinguir entre
apariencia y realidad? Entre las razones principales, dice Nietzsche, se cuenta la estructura del
lenguaje. Vemos que las acciones se llevan a cabo, los hechos ocurren (es decir, experimentamos
fenómenos en el caótico mundo que nos rodea), y el único modo en que podemos dotar de sentido
estas acciones o estos fenómenos es comprendiéndolos y proyectando, sobre ellos y mediante el
lenguaje, a un sujeto estable que los ocasiona («yo» corro, «tú» lo cuentas, «Nelson» pega). Como
ni el pensamiento ni el lenguaje pueden describir o representar un mundo que fluye, es necesario
hablar como si existiesen cosas estables con ciertas propiedades y sujetos estables que son la
causa de las acciones. Esta limitación del pensamiento y el lenguaje se proyecta sobre el mundo, y
es así como empezamos a creer verdaderamente en la unidad, la sustancia, la identidad y la
permanencia (en otras palabras, el ser). Nietzsche afirma que
el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la
acción de un sujeto que se llama rayo [...] Pero tal sustrato no existe; no hay ningún «ser» detrás
del hacer, del actuar, del devenir; el «agente» ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es
todo. En el fondo el pueblo duplica el hacer; cuando piensa el rayo lanza un resplandor, y esto
equivale a un hacer-hacer: el mismo acontecimiento lo pone primero como causa y luego, una
vez más, como efecto de aquélla.71
¿Decimos que «el rayo relampaguea» cuando, en realidad, hay dos cosas, el rayo y el
resplandor? No, claro que no. Pero esa parece ser la única manera en que podemos comprender y
expresar las cosas. Para dar cuenta de lo que experimentamos, tenemos que echar mano de un
sujeto, «rayo», y de un verbo, «relampaguear». Al hacerlo, sin embargo, nos engañamos a nosotros
mismos, nos inducimos a creer que hay algo estable detrás de esa acción y que, de hecho, ese
algo la causa. Es decir, puesto que la distinción entre sujeto y predicado es inherente al lenguaje,
acabamos creyendo que se trata de un reflejo fidedigno de la estructura de la realidad. Pero se
trata de un error. Decimos «Homer come», «Homer bebe», «Homer eructa», pero en realidad no
hay nada que pueda llamarse Homer tras la acción de comer, beber y eructar. No hay ser tras el
hacer. Homer no es más que la suma de sus acciones.
La distinción entre quien hace y el hecho, petrificada en el lenguaje, está en el origen de la
brecha entre apariencia y realidad, nos dice Nietzsche, y se transforma, como ocurre por ejemplo
en Platón, en la dicotomía ideas | accidentes; en Schopenhauer se convierte en separación entre
voluntad y representación, y los cristianos la convierten en la división entre cielo y tierra, Dios y
hombre. «Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la
gramática»,72 diría Nietzsche al respecto.
Antes de proceder a comentar la inversión nietzscheana de lo tradicionalmente «bueno» y lo
tradicionalmente «malo», quiero resaltar que, aunque la televisión no se hubiese inventado aún en
tiempos de Nietzsche, y a pesar de que éste no pensase ni remotamente en los dibujos animados,
una serie como Los Simpson puede ser la encarnación perfecta (o la perfecta metáfora) del
análisis nietzscheano de la ficción relativa al «hacedor» que proyecta sobre el «hecho». Y es que,
en un programa como Los Simpson, realmente no hay nada tras el hacer. Eso es precisamente lo
que vemos. Homer, Bart, Lisa, Marge y Maggie no son más que la suma de sus acciones. No hay
sustancia, ni yo, ni tampoco un ser tras los fenómenos, que haga las veces de causa. Un dibujo
animado es, naturalmente, puro fenómeno, mera apariencia: ni siquiera hay actores que interpreten
los personajes en escena o en la pantalla y que, por así decir, puedan quitarse la máscara y
abandonar sus personajes. ¿Hay algo en Bart aparte de sus fechorías semanales? La respuesta es
no. No podría haber nada más en él, Bart no es más que la suma de lo que hace. Lo que Nietzsche
vio, lo repetimos, es que no sólo los dibujos animados funcionan de este modo; el mundo es así, de
esa manera se construye la realidad. El mundo es el flujo caótico y carente de sentido del devenir, y
ser real, formar parte de ese mundo y de ese flujo, es parecer. La apariencia no enmascara la
realidad, la apariencia es la realidad. O mejor: ahora podemos prescindir completamente de estos
dos conceptos, apariencia y realidad. Sólo podemos decir una cosa: existe el flujo.
EL IDEAL NIETZSCHEANO
Repitámoslo: en sus primeros escritos, Nietzsche sostenía que el mundo se dividía en
apariencia y realidad, voluntad y representación, una visión que pronto refutaría con el argumento
de que no hay nada que enmascare el caos, ningún ser tras el hacer. Ahora bien, la consecuencia
más interesante de este cambio de postura es la siguiente: en contraste con la visión temprana
según la cual somos meros fenómenos de una voluntad subyacente, proyecciones artísticas, obras
de lo Uno primordial que es el verdadero artista y espectador, en esta nueva concepción somos
voluntad y fenómeno al mismo tiempo, o mejor dicho, se trata de la misma cosa. Nos convertimos,
pues, en artista, espectador y obra, todo en uno. «Como fenómeno estético, la existencia todavía
nos es tolerable y mediante el arte se nos entregan los ojos y las manos y por encima de todo la
buena conciencia para poder hacer de nosotros mismos un fenómeno tal».73 Nietzsche ha
obliterado la distinción entre arte y vida y, por consiguiente, en cuanto fenómeno estético o empeño
artístico, la existencia está justificada o redimida. Nietzsche avanza desde la discusión de la
justificación del mundo a escribir sobre la justificación del individuo. Es en cuanto expresiones de la
voluntad, por el modo en que ésta se manifiesta, que somos artistas y obras de arte al mismo
tiempo, y así nos justificamos a nosotros mismos y dotamos de sentido nuestras vidas; lo hacemos
al crearnos a nosotros mismos, a través de estas expresiones de la voluntad, mediante nuestras
acciones.
¿Qué significaría, con todo, hacer de la propia vida una obra de arte? Hay que recordar que
para Nietzsche abandonar una realidad escondida tras la apariencia significa también abandonar
cualquier idea de un yo o de un sujeto estable y perdurable: «El yo es puesto por el pensamiento...
pero por muy habitual y necesaria que sea esta ficción, nada demuestra esto contra su carácter
fantástico».74 En parte, lo que Nietzsche intenta es dar cuenta de la posibilidad de construir una
identidad a partir de diversos impulsos, instintos, voluntades, acciones, etcétera. En su influyente
libro Nietzsche: Life as Literature, Alexander Nehamas nos dice que: «La unidad del yo, que por lo
tanto constituye su identidad, no es algo dado, sino algo que se consigue; no se trata de un
comienzo sino de un objetivo».75 En La ciencia jovial, Nietzsche apunta a este ideal o proyecto
cuando se refiere a darse un «estilo»:
Una cosa es necesaria. «Dar estilo» al propio carácter: ¡un arte grande y escaso! Lo ejerce
aquél cuya vista abarca todo lo que de fuerzas y debilidades le ofrece su naturaleza, y luego les
adapta un plan artístico hasta que cada una aparece como arte y razón, en donde incluso la
debilidad encanta al ojo. Aquí se agregó una gran masa de naturaleza de segunda, allá se quitó
un trozo de naturaleza de primera; en ambas ocasiones, luego de un largo ejercicio y trabajo
diario con ello. Aquí se ocultó lo feo que no se podía quitar, allí se lo reinterpretó como algo
sublime. Mucho que era vago y se resistía a ser modelado se lo guardó y utilizó para ser visto a
distancia; debe señalar hacia la vastedad y lo inconmensurable. Por último, cuando la obra está
terminada, se revela que era la coacción del mismo gusto la que dominaba y daba forma a lo
grande y a lo pequeño: poco importa si era un buen o un mal gusto, si se piensa que... ¡basta
con que sea un gusto!76
Puesto que el yo no «es tan sólo una síntesis conceptual»,77 no se trata de algo estable o
dado, sino que forma parte de un flujo, al igual que todo lo demás, el objetivo para Nietzsche se
convierte en llevar a cabo esa síntesis, en construirse una identidad, en crearse a sí mismo, de
acuerdo con algún plan o esquema, dándole de este modo «estilo» al propio carácter.
El ideal nietzscheano culmina en la figura del Übermensch, o superhombre, el ser que ha
llevado a cabo este difícil proyecto de hacer de su vida una obra de arte, el ser que se ha creado a
sí mismo. Afirma Nehamas que «Así habló Zaratustra está construido alrededor de la idea de crear
al propio yo o, lo que es igual, al Übermensch».78 Richard Schacht dice, por su parte, que «el
‘superhombre’ debe construirse como un símbolo de vida humana elevada al nivel del arte».79
CLARO, ES DIVERTIDO PORTARSE MAL, PERO TAMBIÉN PODRÍA SER QUE...
Hace algunas páginas me he referido al «optimismo socrático», la creencia de que el universo
es inteligible y tiene sentido, y cómo ésta constituye un medio para evitar aceptar y abrazar el flujo
insensato y caótico de la existencia. A lo largo de su vida, Nietzsche no cesó de cargar contra
aquellos que, en su opinión, niegan la realidad y no son lo bastante vigorosos para afirmar la vida
tal como es. Esto incluye a la mayoría de los filósofos tradicionales y prácticamente todas las
religiones. Lo que suelen tener en común, sostiene Nietzsche, es que en el intento de consolarse,
postulan un orden ficticio del mundo, es decir, otro mundo que niega el aquí y el ahora, el flujo.
Platón, por ejemplo, cree en un reino de las formas eternas e inmutables más allá de este mundo
perecedero e inestable de los accidentes. Los cristianos proponen su «otro», Dios, el cielo y un
alma, que se oponen a los seres humanos, la tierra y el cuerpo. Es decir, este mundo es caótico,
insensato y por lo tanto insoportable, por consiguiente, para sentirme mejor, creeré que hay algo
más, que es lo contrario, algo eterno en lugar de transitorio, estable en lugar de caótico y dotado de
significado, no carente de sentido.
Todo eso estaría muy bien, dice Nietzsche, si no fuese por un par de consecuencias
verdaderamente lamentables. En primer lugar, al postular un mundo de valor infinito, la realidad, el
aquí y el ahora, queda privada de todo posible valor. Que el mundo tal como es no tenga un sentido
inherente no implica que no haya en él nada valioso. El valor lo generamos los seres humanos,
depende de la manera en que vivimos nuestras vidas, del modo en que nos relacionamos con las
otras personas y con las cosas. Nuestra vida y este mundo son valiosos porque nosotros les
conferimos un valor. Pero cuando creamos y creemos en un más allá de valor infinito, algo eterno e
inmutable, el aquí y el ahora, la realidad, queda despojada por contraste de todo valor posible.
¿Qué valor tienen la tierra o mi cuerpo en comparación con el cielo y mi alma inmortal? ¿Qué valor
tienen los accidentes del mundo en comparación con las formas eternas de Platón? ¡Ninguno,
naturalmente! Lo que es valioso se traslada fuera de este mundo, fuera de esta vida a un más allá
inexistente, dejándonos un mundo desprovisto de todo valor.
En segundo lugar, este tipo de pensamiento no es sólo una consolación privada.
Históricamente, quienes creen en un más allá han intentando obligar a los demás, en general al
resto del mundo, a aceptar las mismas creencias. En el primer ensayo de La genealogía de la
moral, «“Bueno y malvado”, “bueno y malo”», Nietzsche narra la historia y el origen de la valoración
moral. El juicio de «bueno», según él, surgió cuando los poderosos, los sanos, los activos, los
nobles, se señalaron a sí mismos y todo lo que les rodeaba como «bueno»:
Fueron «los buenos» mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición
superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar
como buenos, o sea, como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto,
vulgar y plebeyo.80
Los aristócratas que tenían el poder, en una afirmación de sí mismos y de todo lo que se
parecía a ellos, acuñaron la palabra «bueno» para referirse a sí mismos y su propia estirpe. Por
contraste, casi como un pensamiento sucesivo accidental, designaron como «malo» todo lo que no
era como ellos, todo lo débil, enfermizo, innoble, pero, y conviene tenerlo presente, sin que ello
representara una condena. Estos términos no tenían aún una connotación moral. Los nobles no
tenían conciencia de que las cosas pudieran o debieran ser de otra manera, que una mala persona
fuese responsable en modo alguno de su propia maldad. Este tipo de valoración era,
sencillamente, una manera de distinguirse y designar a quienes no eran como ellos.
Nietzsche se refiere a este modo de evaluar las cosas como «la moral de los señores», y no
tiene pelos en la lengua al describir a los «señores» o «nobles»: en efecto, eran fuertes, saludables
y activos, pero también eran ignorantes, violentos e incapaces de reflexionar sobre sí mismos.
Tomaban lo que les venía en gana, robaban, violaban, saqueaban, y lo hacían porque podían,
porque eran lo bastante fuertes para hacerlo, y porque disfrutaban haciéndolo. Pensad en Nelson y
sus colegas: golpean a los niños, les quitan el dinero del almuerzo, les roban los pastelitos de la
merienda, todo con aparente impunidad. ¿Por qué? Porque pueden, obviamente. No hay nadie lo
bastante fuerte para detenerlos.
Ahora bien, a los «malos», según la designación de los nobles, es decir, a los débiles, los
enfermos, los innobles y los inactivos, no les gustaba que les pegasen y les robasen la merienda.
Pero no podían hacer nada al respecto. No eran lo bastante fuertes para plantar cara y defenderse.
Por esa razón desarrollaron un resentimiento profundo, un odio arraigado contra los nobles. Este
encono está en el origen de «la moral del esclavo» o siervo:
La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve
creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la
auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza
imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de
los esclavos dice no, ya de antemano, a un «fuera», a un «otro», a un «no-yo»; y ese no es lo
que constituye su acción creadora. Esta inversión de la mirada que establece valores —este
necesario dirigirse hacia fuera en lugar de volverse hacia sí— forma parte precisamente del
resentimiento; para surgir, la moral de los esclavos necesita siempre primero de un mundo
opuesto y externo, necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos exteriores para poder en
absoluto actuar. Su acción es, de raíz, reacción.81
De este resentimiento por ser débil y enfermizo, por ser maltratado e incapaz de remediarlo,
surge la reacción del «esclavo» que grita ¡No! a lo que es distinto, al noble, a lo que quisiera ser. Al
noble lo tacha de «malvado» y, sólo después, en consecuencia, se califica a sí mismo de «bueno».
Nietzsche no quiere decir que estas personas fuesen de hecho, literalmente, esclavos. Se vale
del término para designar a un tipo de hombre, débil y enfermizo, cuya moral emerge del
resentimiento. Lo que este «esclavo», siervo u hombre débil desea más que cualquier otra cosa es
ser fuerte, saludable y activo; tomar, conquistar, mandar, en pocas palabras, ser como el nombre.
Incapaz de ello, ejerce su venganza contra los fuertes y los saludables. En primer lugar, prosigue
Nietzsche, la debilidad del siervo se transforma en «una acción, un mérito»; su «impotencia, que no
toma desquite, [se convierte] en “bondad”; la temerosa bajeza, en “humildad”; la sumisión a quienes
se odia, en “obediencia”».82 Su incapacidad de ser fuerte, saludable y activo se reinterpreta como
virtud, como algo deseable y, por contraste, la fortaleza y la vitalidad del «señor» se definen, desde
luego, como características reprensibles. Así, mediante una hábil y solapada maniobra, el hombre
débil se inventa un paraíso propio, donde él mandará, y donde los fuertes serán castigados por su
fortaleza: «Esos débiles —alguna vez, en efecto, quieren ser ellos también los fuertes, no hay duda,
alguna vez debe llegar también su reino nada menos que “el reino de Dios”, lo llaman entre ellos»
.83 Los dóciles heredarán la tierra, y el «mal» será castigado por la eternidad. Según Nietzsche, «si
el animal de rebaño brilla en el resplandor de la virtud más pura, el hombre de excepción tiene que
haber sido degradado a la categoría del malvado».84
La moral del esclavo evidentemente ha triunfado. Los débiles han sido capaces de convencer
a los aristócratas de mentes limitadas de que la debilidad, la humildad, la obediencia, la piedad y
demás son virtudes, y que la fuerza, la acción, la vitalidad y demás son vicios. Según Nietzsche, se
trata de una calamidad de proporciones inimaginables. La fuerza, el bienestar físico, la vitalidad, la
capacidad no sólo de aceptar el caos del mundo sino de abrazarlo y modelar en él algo magnífico,
he allí precisamente los rasgos y características que debe tener la persona capaz de dotar de
sentido a la vida y al mundo, de otorgarles un valor y una validez. Y no sólo se le ha mentido a esta
persona, envileciéndola hasta convertirla en algo repugnante, sino que la tierra y la vida han sido
devaluadas. Es así como sólo nos queda una existencia sin mérito, y no tenemos ya el poder de
investirla otra vez de sentido, valor y vitalidad.
He allí la raíz de la figura de «chico malo» de Nietzsche, la razón por la cual desafía la tradición
y la moral, injuriando tantas de las cosas que la mayoría de nosotros, débiles, tenemos por
fundamentales pero que, según él, en realidad afrentan la vida, la niegan y son peligrosas. Por ello,
nos aconseja «ir más allá del bien y del mal», deslastrarnos de la «moral del esclavo», dejar de
quitarle el valor a este mundo y esta vida para adjudicarlo a otra, y tener la fortaleza y el coraje de
abrazar el caos de la existencia y de nuestras vidas, dotándolas así de algún sentido.
BART, ¿EL UBERMENSCH?
Vale, entonces Nietzsche es el chico malo de la filosofía, y Bart es el chico malo de Springfield.
Sin duda, Bart desafía la autoridad, y rechaza (o tal vez nunca ha asimilado) la moral tradicional. En
«El furioso Abe Simpson y su descentrado descendiente en la maldición del pez volador», cuando
intenta convencer al señor Burns de que le permita ayudarle a recuperar la fortuna del pez volador,
Bart dice «¿Puedo ir con usted a por el tesoro? No como mucho, y no sé distinguir entre el bien y el
mal». Pero, ¿acaso Nietzsche habría aprobado la actitud de Bart? ¿Podría ser Bart, en cierto
modo, un ejemplo del ideal (inverso) nietzscheano? Desde luego, ¡ay!, la respuesta es no.
Para empezar —y muchos incurren en este error— aunque Nietzsche condena la «moral del
esclavo», y la califica de negación de la vida e insulto al mundo, no predica la moral del amo. Los
amos eran bestias violentas e insensatas. Para Nietzsche no son un ideal, no piensa que debamos
ser como ellos ni que el poder tenga siempre la razón. No nos aconseja abusar de los demás,
quitarles el dinero de la comida ni comernos sus pastelitos de la merienda. De modo que, incluso si
Bart asumiera la moral del señor —algo que describe a Nelson y a Jimbo mejor que a Bart—, eso
no lo convertiría en un ejemplo del ideal nietzscheano.
No, el ideal de Nietzsche es más bien el artista, el individuo que se crea y se supera a sí
mismo, que forja nuevos valores y convierte su vida en una obra de arte. Y creo que estaríamos en
apuros si tuviéramos que encajar a Bart en ese molde. Es cierto que a veces parece darse cuenta
del caos que es el mundo y su existencia. Por ejemplo, cuando quiere interpretar a Fisión Boy en el
nuevo filme de Radiactivo Man, dice «si me dan el papel, podré por fin congraciarme con ese
pequeño rarito y liante llamado Bart» («Radiactivo Man»). Se da cuenta de cuán caótica es su vida
de «pequeño rarito y liante» que necesita ser modelado. Y, en efecto, su personaje parece tener
una especie de estilo coherente, pero se define a sí mismo en gran medida como reacción y, por
supuesto, Nietzsche no perdonaría tal cosa. Lo que quiero decir es que, en buena parte, Bart se
define a sí mismo y se forja una identidad, no en una afirmación triunfante de sus talentos y
capacidades, ni tampoco como una grandiosa y creativa urdimbre de elementos dispares del ser
sino, sobre todo, en oposición a la autoridad. Por ejemplo, y aunque sin querer, hace que despidan
al director Skinner cuando lleva a Ayudante de Santa al colegio para la actividad de «enseña y
cuenta». Ned Flanders se convierte en el nuevo director, elimina los castigos, incluye a todos los
alumnos en el Cuadro de Honor y sirve «frutitos secos variados» a todo el que entra en su
despacho («La canción ruda del dulce Seymour Skinner»). Extrañamente, Bart y Skinner se hacen
amigos, y cuando Skinner vuelve a alistarse en el ejército, Bart se da cuenta de que, en contraste
con la permisividad de Flanders, extraña el autoritarismo de Skinner. Lisa le explica el motivo:
BART: ES extraño, lo echo de menos como amigo, pero lo echo aún más de menos como
enemigo.
Lisa: Eso es lo que necesitas, Bart. Todos necesitamos a nuestra némesis. Sherlock Holmes,
al doctor Moriarty; Mountain Dew, a su Yellow Mellow... hasta Maggie necesita a su bebé de una
sola ceja.
Puede que todos necesitemos una némesis, pero mientras Sherlock Holmes tenía un carácter
bien definido y, por lo tanto, sólo utilizaba al doctor Moriarty para poner a prueba sus formidables
dotes, Bart intenta crearse o definirse a sí mismo en oposición a la autoridad, como el otro de la
autoridad, y no como un personaje autónomo y fácil de identificar.
En «El niño que hay en Bart», episodio sumamente revelador, Brad Goodman, gurú de la
autoayuda, convence a todos los habitantes de Springfield de actuar como Bart Simpson, de la
importancia de hacer «lo que les salga de ahí». El presentador del telediario, Kent Brockman,
empieza a soltar tacos en vivo y se sirve nata en la boca directamente del envase; el reverendo
Lovejoy interpreta (bastante mal) un tema de Marvin Hamlisch en el órgano de la iglesia y ante toda
la congregación; las tías Patty y Selma atraviesan la ciudad cabalgando a pelo, desnudas. Al ver
que todos lo imitan, Bart dice a su hermana: «Lisa, ¿has visto que hoy soy un dios?».
Sin embargo, pronto descubre que no todo es felicidad: si quiere hacerse el gracioso ante las
preguntas de la señorita Kra bappel, todos sus compañeros responden con ingenio. Y cuando se
dispone a escupir a los coches que pasan por la autopista, descubre que ya hay decenas de
personas escupiendo desde el puente. Se siente infeliz, y otra vez es Lisa quien le explica la razón:
BART: Lis, ahora todo el mundo se comporta como yo, ¿por qué son tan muermos?
Lisa: Sencillo, Bart. Te habías definido como un rebelde y, en ausencia de otro entorno
represivo, la gente ha imitado tu cliché social.
BART: Entiendo.
LISA: Desde que nos visitó aquel tipo de la autoayuda, has perdido tu identidad, y como
preparado de alivio rápido instantáneo, te has introducido en la grietas de la necesidad.
BART: ¿Y qué puedo hacer?
LISA: Bueno, ahora tienes ocasión de desarrollar una nueva y mejor identidad. ¿Te gustaría ser
un felpudo con buen carácter?
BART: ¡No suena mal! ¿Y qué tengo que hacer?
La identidad de Bart se ha forjado sobre su rebeldía, el desafío a la autoridad. Por
consiguiente, cuando la autoridad desaparece, Bart pierde su identidad, ya no sabe quién o qué
es. Curiosamente, en su enorme sabiduría, Lisa le recomienda que se invente una nueva identidad,
esta vez dócil y bondadosa, la del santurrón, presumiblemente a la manera de Ned Flanders,
alguien que se deje pisotear por otras personas (como Homer). Como no tiene idea de por dónde
comenzar, Bart le pide a Lisa que le explique cómo hacerlo. Y, de nuevo, en lugar de encarnar el
ideal nietzscheano del que se crea y se supera a sí mismo, el ser que activamente confiere un estilo
a su personaje y forja nuevos valores, Bart sigue intentando distinguirse mediante la reacción, en
respuesta a los demás, con la mediación de los demás (de Lisa, que le indicará lo que debe hacer,
y a través de aquellos que, presumiblemente, lo pisotearán). En un «entorno represivo», Bart es la
antiautoridad, hace todo lo que le prohíben sus padres y maestros: el crío es así, y no es más que
eso. Desprovisto de ese entorno, Bart se encuentra confuso y busca aferrarse a alguien que lo
ayude a definirse y reinventarse a sí mismo.
De hecho, Bart podría representar la precariedad de nuestra posición en un mundo
posnietzscheano. Según Nietzsche debemos ir «más allá del bien y del mal» y dejar atrás todo
consuelo metafísico: Dios, el cielo, el alma, el orden moral del mundo, y así sucesivamente. Pero, al
abandonar ese otro mundo, el más allá, corremos mayor peligro de deslizamos hacia el nihilismo:
«La más extrema forma del nihilismo sería la creencia de que toda fe, todo tener por verdad algo,
es necesariamente falso: porque un verdadero mundo no existe».85 Nietzsche prosigue: «Lo único
que se ha destruido ha sido una interpretación; pero como pasaba por la única interpretación,
podía parecer que la existencia no tenía ningún sentido y que todo era “vano”».86 En otras palabras,
una vez que abandonamos toda noción de un más allá eterno y perfecto y nos quedamos
únicamente con el flujo caótico que es el mundo, corremos el peligro de caer en un nihilismo de
acuerdo con el que todo vale, una zona franca intelectual y moral. Aunque tal posibilidad
aterrorizaba a Nietzsche, en su tiempo no llegó a hacerse realidad; Occidente todavía era un lugar
muy opresivo desde el punto de vista religioso y moral. Por lo tanto, tenía sentido —y, de hecho, era
una muestra de gran coraje y visión— actuar como lo hizo: desafiar la tradición y rechazar a la
Iglesia. Lo último que quería era fundar una nueva religión, otro sistema eterno y absoluto, así que,
una vez que se hubo manifestado, lo único que le quedaba por hacer era aconsejar a sus lectores
que abrazaran el caos, que dotaran sus vidas de algún sentido, que las convirtieran en obras de
arte.
¿Pero qué se supone que hagamos nosotros, ahora que el oscuro manto del nihilismo se nos
ha venido encima? (y si no os habéis dado cuenta de que había ocurrido, confiad en mí: ha
ocurrido). La línea que separa la posibilidad de continuar actuando, criticando y derribando
antiguos ídolos en el intento de forjar un nuevo camino y unos nuevos valores, por una parte, y por
otra la posibilidad de quedar atrapados en el nihilismo, en la aceptación de un todo-vale moral e
intelectual, incapaces de tomarnos nada en serio porque creemos que, si no existen los valores
absolutos, nada tiene valor, es una línea delgada y difusa. Bart, el crío de los pantalones cortos
azules, en efecto puede representar el peligro del nihilismo. No posee (o tiene pocas) virtudes,
carece de espíritu creativo, ha aceptado el caos de la existencia, pero no de tal modo que le
permita dar forma a algo hermoso a partir de él; Bart exhibe una suerte de resignación al aceptar y
relacionarse con ese caos. Si nada tiene un significado verdadero, ¿por qué no comportarme mal,
hacer lo que me venga en gana? Bart rechaza, irrespeta y vilipendia los antiguos ídolos vacuos,
pero no para acabar con ellos, con sus insultos y su ocultación de la realidad, sino porque carece
de una identidad sólida y completa.
LO CÓMICO SE HACE CONSCIENTE
Sí, tristemente, Bart tal vez no sea más que parte integrante de la decadencia y el nihilismo
que dominan en nuestro tiempo. Y, en ese sentido, podemos verlo como una especie de ejemplo
cautelar, el personaje que encarna aquello de lo que Nietzsche quería advertirnos. Sin embargo,
para terminar con una nota más alegre, aunque no se trate de nuestro héroe nietzscheano y antes
parezca encarnar la decadencia nihilista, Los Simpson como un todo tal vez sea más que eso.
Nuestras vidas y nuestro mundo no son menos caóticos y absurdos que en la antigüedad griega, y
si, como afirma Nietzsche, la comedia era «descarga artística de la náusea de lo absurdo»87, tal
vez Los Simpson cumpla con esa función en nuestra época. Como sátira social y comentario sobre
la cultura contemporánea, la serie logra momentos de extraordinario genio; a menudo alcanza la
excelencia, en el mejor sentido, el griego, del término. Y normalmente lo consigue al tomar
elementos dispares de la caótica vida estadounidense y colocarlos juntos, darles forma y estilo,
dotarlos de sentido y a veces incluso de belleza. Aunque sólo se trate de dibujos animados.
SEGUNDA PARTE - TEMAS SIMPSONIANOS
6.- LOS SIMPSON Y LA ALUSIÓN: «EL PEOR ENSAYO DE LA
HISTORIA»
WILLIAM IRWIN Y J. R. LOMBARDO
En la serie colaboran muchos autores de talento; la mitad son empollones graduados en Harvard. Y
si estudias la semiótica de A través del espejo o ves todos los episodios de Star Trek tienes que
sacarle algún provecho, así que introduces muchas referencias de lo que has estudiado en
cualquier cosa que hagas después en la vida.
Matt Groening
Estamos escribiendo una serie en la que hay algunas de las referencias más esotéricas de la
televisión. Me refiero a momentos muy, muy, muy extraños, peculiares y breves que poquísimas
personas descubren y entienden. La escribimos para adultos; de hecho, la escribimos para adultos
inteligentes.
David Mirkin
Odio las citas. Dime lo que sepas.
Ralph Waldo Emerson
Según Matt Groening, «Los Simpson es una serie que te premia por prestarle atención».
Cualquier seguidor puede confirmar las palabras de su creador y, de hecho, la mayor parte de los
entusiastas genuinos de Los Simpson dirá que los episodios aguantan y, tal vez incluso exigen,
verlos más de una vez. ¡Gracias a Dios por las reposiciones! Entre las razones por las que los
seguidores de Los Simpson siguen viendo los episodios una y otra vez se cuenta la riqueza e
inteligencia de sus alusiones. Desde el venerable nombre de «Homer» hasta el «Aullido» de Lisa,
pasando por las parodias de El cuervo, El cabo del miedo y All in the Family, Los Simpson echa
mano de referencias a la alta cultura y a la cultura popular por igual, tejiendo una trama intrincada,
digna de ser vista más de un vez y con estrecha atención.
¿QUÉ ES UNA ALUSIÓN?
Abundan en Los Simpson la sátira, el sarcasmo, la ironía y la caricatura. A menudo, estos
elementos estilísticos se conjugan con el uso de la alusión, pero, para ser claros, no son lo mismo
que la alusión. En este artículo no nos ocuparemos de figuras como el kennedyiano Quimby o
Willie, estereotipo del escocés, sino que nos centraremos más bien en referencias como las aves
que evocan Los pájaros, y el «yaba daba dú» que comunica a Springfield con Piedradura. Por
definición, una alusión es una referencia intencional que exhorta a llevar a cabo asociaciones que
vayan más allá de la mera sustitución de un referente.88 Una referencia común nos permite sustituir
un término o una frase por otra con cierta facilidad. Por ejemplo, «el autor de Hamlet» se refiere a
Shakespeare. Una alusión, sin embargo, nos pide que vayamos más allá de la mera sustitución.
Por ejemplo, en «Lisa, la Simpson», episodio en donde Homer intenta demostrar a Lisa que el
«gen Simpson» no ha causado la tara y el fracaso de todos los miembros de la familia, un pariente
de Homer nos hace saber que dirige una «ruinosa empresa de gambichuelas». Aquí se ve una
clara alusión a Forrest Gump, aunque no se trata sencillamente de que el receptor sustituya un
término o una frase por otro. Para captar la alusión, más bien deben ocurrir asociaciones ulteriores.
Aunque se tratase de un discapacitado mental, Gump dirigía la boyante Bubba Gump Shrimp
Company («Un nombre de familia»), con lo cual se sugiere que el pariente de Homer es tan
estúpido e infortunado que ni siquiera consigue tener éxito en un ramo en el que hasta los
discapacitados mentales suelen prosperar.
La intención que da lugar a un buen número de alusiones consiste en evocar algunos
recuerdos en la mente de la audiencia, y de ese modo propiciar que otras asociaciones tengan
lugar de manera espontánea. Por ejemplo, el episodio titulado «El día que murió la violencia» no
sólo alude a una cancioncilla de Don McLean, sino que incluye la versión original de Amendment To
Be, canción que a su vez parodia I'm Just a Bill. En este caso, no sólo se induce al espectador a
comprender que este segmento —agrio comentario político— es una burla de la dulce e ingenua
serie animada clásica Schoolhouse Rock; también se nos incita a recordar momentos agradables,
la emoción azucarada por el cereal de los sábados por la mañana de tiempos pasados. Si al
comienzo de Amendment To Be queda alguna duda al respecto, ésta desaparecerá tan pronto
como Lisa le explique a Bart que se trata de «una de esas retrógradas películas que añoran los
años setenta y atraen a la generación x».
¿Toda alusión debe ser intencional? Un espectador atento sin duda puede elaborar
numerosas asociaciones cuando ve Los Simpson, y no todas dependerán de la intención de los
guionistas de la serie; es decir, no dependerán de la alusión, serán «accidentales». Pero no en un
sentido negativo, sino de acuerdo con la etimología de «accidente», término que se deriva del latín
accidere, es decir, de caer encima’. Es decir, que sencillamente suceden. La razón para distinguir
entre alusión intencional y asociación accidental es que, en el mejor de los casos, sería inexacto
atribuir una asociación ocurrida en la mente del espectador a un guionista que no la ha buscado,
incluso cuando se trata de un guionista de dibujos animados. En el peor de los casos, sería incurrir
en una falta ética. Aunque a menudo sea difícil saber con certeza si existe una intención del guión
tras la asociación que se ha llevado a cabo, algunas claves como el contexto pueden arrojar luz
sobre la situación. Por ejemplo, cuando Homer canta «I m gonna malee it after all» (‘Después de
todo lo conseguiré) para celebrar lo bien que le va en su nuevo empleo en la bolera («Y con Maggie
tres»,), los guionistas intencionalmente aluden a «Career Girl», es decir, ‘mujer trabajadora’, tema
de La chica de la tele. Y la alusión no sólo se apoya en ese verso, que inicia el episodio de Los
Simpson, sino que Homer lanza la bola al aire, parodiando la manera en que Mary Tyler Moore
lanza su sombrero en la secuencia con la que comienza su programa.
Una manera de determinar con certeza si se ha llevado a cabo una asociación accidental sin
que haya alusión es preguntarse si sería un anacronismo atribuirla a la intención del guionista. Por
ejemplo, al ver reposiciones, es posible sentirse tentado a interpretar la breve carrera de Marge en
el negocio inmobiliario como una alusión intencional a Carolyn Burnham, el personaje de Annette
Benning en American Beauty. Sin embargo, es imposible que se trate de una alusión, pues el
episodio de Los Simpson se emitió por primera vez en 1997, mientras que la película se estrenó en
1999. Obviamente, no se puede aludir intencionalmente a un referente que no existe todavía (no
obstante, el título «Bocados inmobiliarios», con toda claridad alude a la película de 1994 Bocados
de realidad. Este mismo episodio también incluye guiños a GlenGarry Glenn Ross). Así pues,
cualquier asociación entre el episodio y American Beauty debe atribuirse al espectador y no a los
guionistas de la serie. Desde luego, pueden existir elementos intertextuales (como está de moda
llamarlos) que los guionistas no hayan incluido intencionalmente, pero que el espectador ideal o
sensato descubrirá, como el contraste entre las técnicas de ventas de Marge y las de Carolyn. No
hay nada malo en advertir estos elementos mientras no se atribuyan de manera incorrecta a las
intenciones del guión. Se trata, a todos los efectos, de asociaciones accidentales. Otro ejemplo
sería el de un espectador instruido que no puede evitar pensar en el poeta de la Antigüedad griega
cuando oye el nombre de Homer. Sin embargo, el personaje de Los Simpson se llama como el
padre de Matt Groening, del mismo modo que los demás personajes de la familia Simpson llevan
los nombres de los familiares del creador de la serie. Con todo, es difícil no sospechar que
Groening buscaba que asociáramos su personaje con el autor de la Odisea. Al fin y al cabo, el
vínculo es mucho más evidente, o menos esotérico, y resulta de una ironía deliciosa. Mmm... La
ironía.
Consideremos otro ejemplo: al ver una reposición del episodio «Sangre nueva», el espectador
podría pensar que, cuando Otto tararea Iron Man, la serie está haciendo alusión al característico
tema de Beavis and Butthead. Puesto que el episodio de Los Simpson se transmitió por primera
vez en 1991, cuando Beavis and Butthead todavía no había (des)honrado las ondas televisivas, tal
cosa resulta imposible. La elección melódica de Otto tiene por intención evocar imágenes
macabras de la banda que inicialmente grabó este tema, Black Sabbath, y de quien fuera su voz
líder, Ozzy Osborne. Así pues, más bien podría sugerirse que Mike Judge, voz y creador de Beavis
and Butthead\ se valió de Iron Man para aludir a Otto y Los Simpson. En un sentido temporal, es
posible, aunque improbable. Lo más seguro es que toda relación que el espectador pueda
encontrar entre Los Simpson y Beavis and Butthead a partir de la versión de Iron Man que Otto
canturrea se deba a una asociación accidental y hay que reconocerla como tal, en lugar de
atribuirla a las intenciones de los autores. El espectador tiene el derecho a ser creativo, aunque en
cierta forma deba plegarse a lo que le presentan los creadores.
LA ESTÉTICA DE LA ALUSIÓN
La estética es la rama de la filosofía que estudia la naturaleza de lo bello y lo agradable, y
comprende el estudio del arte desde el punto de vista filosófico. ¿Por qué las alusiones realizadas
por otros nos proporcionan un placer estético? Porque, en calidad de espectadores, nos gusta
especialmente reconocer, comprender y apreciar las alusiones. La comprensión de una alusión
combina el placer que experimentamos al reconocer algo familiar, como un juguete predilecto de la
infancia, con el placer de saber la respuesta correcta a la gran pregunta de Trivial o ¿Quién quiere
ser millonario? El placer que se deriva de captar una alusión es distinto del que entraña la
comprensión de afirmaciones directas. Por ejemplo, en el episodio titulado «Coronel Homer»,
donde Homer hace de mánager de una cantante de música country llamada Lurleen Lumpkin, un
chico toca en el banjo, en el porche de su casa, la melodía de Defensa, el filme de John Boorman.
He allí un modo mucho más eficaz que cualquier afirmación directa de decir al espectador que
Homer ha entrado en la América profunda de los paletos. De este modo, el público experimenta al
mismo tiempo el placer de reconocer la importancia de la melodía en el banjo y el gusto de
recordar una película muy popular, para luego preguntarse si Homer acabará chillando como un
cerdo.
La audiencia disfruta participar en el proceso creativo, llenar los espacios en blanco sin ayuda
en lugar de que se le explique todo. Por ejemplo, en «Un tranvía llamado Marge», Maggie empieza
a asistir a la «Guardería Ayn Rand», cuya directora, la señora Sinclair, está leyendo La dieta del
manantial. Para comprender por qué le quitan el chupete a Maggie y a los otros críos, hace falta
percatarse de que esta situación hace referencia a la radical filosofía libertaria de Ayn Rand.
Reconocer y comprender esta alusión produce un placer mucho mayor que una indicación explícita
gracias a la cual se descubriese que Maggie ha empezado a asistir a un parvulario donde se
enseña a los niños a valerse por sí mismos y no depender siquiera de los chupetes.
Las alusiones también nos agradan por su cualidad lúdica. Hay algo juguetón en el uso de las
alusiones y, en cierto sentido, éstas nos invitan a jugar. Por ejemplo, en «Vocaciones separadas»,
Lisa se convierte en una alumna problemática cuando un test de aptitud indica que su ocupación
ideal es ser ama de casa.89 Cuando el director Skinner le pregunta «¿contra qué quieres
rebelarte?», los espectadores anticipan su respuesta a lo Brando en Salvaje: «¿Le hago una lista?
».
Uno de los efectos estéticos más importantes que la alusión puede originar consiste en
«cultivar la intimidad» y forjar una comunidad.90 La ventaja evidente de aludir a información que no
todos manejan radica en fortalecer el vínculo entre el autor y la audiencia, que de ese modo
empieza a formar parte de un club que comparte alguna señal secreta. Tal es el caso de la alusión
de Amendment To Be, el tema de Schoolhouse Rock. De manera similar, las recurrentes alusiones
a películas de Hitchcock como Los pájaros, La ventana indiscreta, Con la muerte en los talones y
Vértigo crean un vínculo entre los miembros del público de Los Simpson (que se percatan de ellas)
y los guionistas del programa. El lector de Ginsberg que tenga sentido del humor no podrá evitar
apreciar el ingenio de los guionistas de Los Simpson que hacen exclamar a Lisa: «Yo he visto las
mejores comidas de mi generación destruidas por la locura de mi hermano I mi alma cortada en
lonchas por demonios de pelo en pincho». Las ubicuas y paródicas alusiones a La dimensión
desconocida resultan desde luego entrañables a los fanáticos de las series clásicas de televisión, y
aquellos que no pueden perderse una reposición de El graduado (a cualquier hora de la
madrugada, cuando hacen zapping entre los canales de pago) sentirán la afinidad y se reirán entre
dientes cuando, en «El amante de Madame Bouvier» el Abuelo arruine la unión eclesiástica de la
señorita Bouvier y el señor Burns con los alaridos que profiere detrás del cristal de la cabina del
organista.
En el caso de Los Simpson, quizá nada contribuya tanto a cultivar la intimidad y forjar una
comunidad como las alusiones a episodios pasados. En parte debido a que la serie no se
caracteriza por desarrollar un hilo argumental de un episodio al siguiente, ni por ser en
particularmente lineal en cada temporada, la aparición de elementos de episodios previos tiene un
gran efecto en el espectador. Por ejemplo, en «Marge, ¿puedo acostarme con el peligro?», Homer
encuentra en el bolsillo de su chaqueta deportiva un volante del funeral de Frank Grimes. Para el
espectador ocasional, se trata de un detalle casual, pero al público atento y fiel a la serie este
detalle le recordará un episodio muy popular, protagonizado por la némesis de Homer, Frank
«Graimito» Grimes. El volante también funciona a manera de comentario sobre el atuendo típico de
Homer, pues indica que tal vez haya sido en el funeral de Grimes, emitido aproximadamente un año
antes, cuando Homer se puso por última vez esa cazadora deportiva. En «El alcalde y la mafia»,
Benjamín, Doug y Gary, los colegas de estudios de Homer del episodio «Homer asiste a la
universidad», se visten de señor Spock para una feria de ciencia ficción. La elección del disfraz
hace alusión a un fanatismo de inadaptados que ya se ha revelado en el episodio anterior, aunque
el espectador no habitual supondrá sencillamente que se trata de los típicos asistentes (fans
inadaptados) a la convención. En «Viva Ned Flanders», uno de los adhesivos del coche del Tío de
la Tienda de Tebeos dice «KANG ES MI COPILOTO». He aquí lo que podríamos llamar una doble
alusión. La pegatina del parachoques hace referencia a un ser extraterrestre que suele aterrorizar a
la familia Simpson en los episodios de «La casa-árbol del terror», ser que a su vez hace referencia
a un capitán Klingon que aparece en un episodio de la serie Star Trek.
Sin duda, conviven con en el uso de la alusión un cierto elitismo y una voluntad de exclusión.
Para cultivar la intimidad con una persona, a veces es necesario excluir al resto. No todos los
espectadores de Los Simpson se percatarán de las alusiones a Ayn Rand; menos aún serán los
que descubran las referencias encubiertas a Ginsberg y Kerouac, y muy pocos se darán cuenta de
que la visión del infierno de Bart se inspira en las pinturas de el Bosco («Un coche atropella a
Bart»). A lo largo de la historia del arte y la literatura (y ahora de la televisión), algunos han captado
las referencias culturales y otros no, pero la creciente cantidad de personas que hoy en día no
comprenderán las alusiones a las cuales nos referimos en este ensayo se ha convertido en un
problema al que debemos hacer frente. Una de las causas de esta incapacidad es la inexistencia
de un cuerpo común de conocimientos, eso que E. D. Hirsch Jr. llamó «alfabetismo cultural» en su
aclamado y denostado best seller Cultural Literacy: What Every American Needs to Know. El
alfabetismo cultural resulta esencial para una comunicación y una comprensión eficaces, como
queda claro al estudiar las alusiones. Las referencias necesarias para la comprensión de Los
Simpson no suelen pertenecer a la llamada alta cultura; con frecuencia las alusiones de la serie
tienen por objeto otros programas de televisión «clásicos», realizados en el pasado. Esto supone
una exclusión de los espectadores más jóvenes, aquellos no familiarizados con series como
Casper, Dallas, La dimensión desconocida, El coche fantástico, El oso Yogui, Embrujada, Los
pitufoSy Te quiero Lucy, Twin Peaks, Maguila el gorila, y así sucesivamente. Esto no se le escapa a
Homer Simpson, que inadvertidamente se lamenta por la muerte del «alfabetismo cultural pop»
cuando reprende a Bart porque éste no sabe quién es Fonzie. «¿Quién es Fonzie? ¿Es que no os
enseñan nada en la escuela? ¡Liberó a los patanes!» («Dejad sitio a Lisa»). Adalid de la tradición
cultural popular de los años setenta y ochenta, Homer se siente desconcertado cuando el chico de
la tienda de discos le informa de que Hullabalooza es el mejor festival de rock de todos los
tiempos. ¿La respuesta de Homer? Sólo hay un gran festival es Estados Unidos, el US Festival,
patrocinado por aquel tío de los ordenadores Apple. ¿La respuesta del chico? ¿Cuál de ellos?
Hirsch admite prontamente que el alfabetismo cultural es un fenómeno en constante evolución y que
cualquier intento de recoger en detalle los productos de la cultura popular será descriptivo y no
prescriptivo. Aun así, no creo que Hirsch llegue jamás a incluir al Fonzie o el US Festival en un
listado de «Lo que todo americano debe saber», aunque es posible que los ordenadores Apple sí
aparezcan.
Uno de los motivos por los que el uso de alusiones en Los Simpson funciona en un plano
estético es que no suele ser disruptivo. Los guionistas saben que no todos los espectadores
captarán las referencias, de modo que las utilizan de tal manera que aumenten el disfrute de quien
las detecta y no entorpezcan la diversión del público para el que pasan desapercibidas. La rica y
sutil trama de las alusiones en Los Simpson permite divertirse al joven y al anciano, al sofisticado y
al ingenuo, a la persona instruida y a la ignorante. De hecho, la prueba de fuego de la índole cómica
o estética de la serie consiste en verla con niños. Si un crío se ríe ante una oscura referencia,
sabremos que es a causa del humor directo y no de que «haya pillado» la alusión. En cualquier
caso, la combinación ha funcionado. Por ejemplo, en «Residuos titánicos», la banda toca un
fragmento del tema musical de la serie Sanford and Son mientras Homer es destituido y el antiguo
inspector de sanidad, Paterson, retoma el cargo. Quien no reconozca la referencia musical a
Sanford and Son, de todas formas comprenderá la secuencia. De hecho, parte de la belleza de
esta alusión radica en el hecho de que se integra en la escena perfectamente: puede transcurrir sin
ser comprendida, y tal vez el espectador sólo piense que se trata de una música extraña, pero no
por eso sentirá que se está perdiendo algo. De modo similar, en «La boda de Lisa», episodio que
parcialmente ocurre en el futuro, se escucha un motivo de Los Supersónicos. Homer viste una
camisa blanca como la del «futurista» Súper Sónico, y el episodio está aderezado con diversos
efectos sonoros de la serie de los años sesenta. Una vez más, estas alusiones se integran
perfectamente, proporcionan un placer a quienes las reconocen sin llamar la atención sobre sí
mismas o plantear interrogantes a quienes no las captan. Lo mismo ocurre con las referencias a la
alta cultura, como la parodia del famoso discurso del Tom Joad en Las uvas de la ira que, en «El
retorcido mundo de Mar- ge Simpson», pronuncia el hombre de los pretzels, quien dice a Marge:
«Siempre que una joven madre ignore con qué alimentar a su bebé; siempre que el consumo de
nachos no dé abasto, usted estará allí; siempre que un bávaro no esté saciado del todo, usted
estará allí». Esta alusión a la obra de Steinbeck produce placer en quienes la reconocen, pero no
molesta a quien no está preparado para descubrirla. Es posible que algunos espectadores
avezados se den cuenta, en este caso o en cualquier otro, de que se trata de una alusión cuyo
sentido sin embargo se les escapa. Pero este descubrimiento no bastará para que se sientan
desorientados. Es posible que sencillamente sonrían al comprender que algo divertido está
ocurriendo aunque no consigan apreciarlo del todo. Y esta misma textura compleja puede hallarse
en alusiones más exhaustivas, parodias que llegan a extenderse a segmentos o episodios enteros,
como en «The Shinning» (primer segmento del «Especial noche de Brujas v»), «El cuervo» (del
primer episodio especial de Halloween) y «El Bart oscuro» (que hace referencia a El corazón de
las tinieblas, de Conrad, aunque el episodio en realidad es una parodia de La ventana indiscreta,
de Hitchcock).
¿CUÁL ES EL VÍNCULO?
Más allá del valor estético, la alusión tiene también un valor práctico, y éste radica en su
capacidad de dar lugar a un vínculo con otras obras de arte. Este vínculo a su vez proporciona un
contexto y una tradición dentro de la cual interpretar la obra. Al igual que los filósofos se dedican a
criticar los argumentos de sus predecesores o contemporáneos y a ofrecer nuevas tesis con la
esperanza de que sean mejores, los artistas tienden a aludir a quienes les han precedido o a sus
contemporáneos. En este sentido, la alusión puede ser homenaje, parodia,91 burla o superación.
No suele esperarse que los guionistas de las series animadas se valgan de la alusión para
vincular sus obras con la creación artística que les rodea y delimitar un contexto, pero Los Simpson
no es una serie animada cualquiera. Así pues, ¿qué contexto y qué tradición buscan dictar los
creadores de Los Simpson a través del uso de la alusión? Repasemos brevemente las obras a las
que hace referencia la serie.
Entre los filmes se cuentan 101 Dálmatas, 2001: una odisea del espacio, Alien, Alguien voló
sobre el nido del cuco, Apocalipsis Now, Ben Hur, Big, Carros de fuego, El botero Willie, El cabo
del miedo, El cantante de Jazz, El cazador, Ciudadano Kane, Cocktail, Con la muerte en los
talones, Cuando el destino nos alcance, Defensa, Drácu- la, El exorcista, El graduado, El
guardaespaldas, El mago de Oz, El padrino, El pueblo de los malditos, El orgullo de los
Yankees, El planeta de los simios, El Resplandor, El salvaje, El silencio de los corderos, El
tesoro de Sierra Madre, En busca del arca perdida, Encuentro en la tercera fase, E. T. el
extraterrestre, Godzilla, Expreso de medianoche, Instinto básico, Jumanji, KingKong, La
chaqueta metálica, La Guerra de las galaxias, La mosca, La naranja mecánica, La noche de los
muertos vivientes, La ventana indiscreta, Lawrence de Arabia, Lo que el viento se llevó, Lo que
hay que tener, Los pájaros, Llamaradas, Mary Poppins, Miedo y asco en Las Vegas, Oficial y
caballero, Parque Jurásico, Patton, Pesadilla en Elm Street, Pink Flamingos, Pulp Fiction,
Psicosis, Qué bello es vivir,; Rain Man, Risky Business, Rocky, Rudy, Speed, Teléfono rojo
volamos hacia Moscú, Terminator, Terror en Amytiville, The Rocky Horror Picture Show, Tiburón,
Titanic, Uno de los nuestros, Vértigo y Waterworld.
Entre las series televisivas, una lista no exhaustiva incluye All in the Family, Aquellos
maravillosos años, Batman, Beavis and Butt- head, Bonanza, Casper, Cheers, Dallas, Daniel el
travieso, Davey and Goliath, Doctor Who, El coche fantástico, El oso Yogui, Embrujada, Esa
chica, Expediente X, Fish, Futurama, Happy Days, Hekyll andJekyll, Home Improvement, Howdy
Doody, In Search of, La chica de la tele, La dimensión desconocida, La hora de Bill Cosby, La
isla de Gilligan, La pandilla, Lassie, Láveme and Shirley, Loco por ti, Los Picapiedra, Los pitufos,
Los Roper, Los Supersónicos, Maguila el gorila, Popeye, Ren and Stimpy, Rhoda, Schoolhouse
Rock, Snoopy, Star Trek, That 70's Show, The Jejfersons, The Fugitive, The Prisoner, Twin Peaks,
Yo amo a Lucyy Xena, la princesa guerrera.
Entre las obras y autores literarios a los que se alude en Los Simpson, están la Biblia, Carlos
Castaneda, Cuento de Navidad de Dickens, El alarido de Ginsberg, El corazón delator, El cuervo
y La caída de la casa Usher , de Poe, El manantial, de Ayn Rand, El señor de las moscas de
Golding, El viejo y el mar de Hemingway, Kerouac, Las uvas de la ira, de Steinbeck, Michener,
Moby Dick , de Melville, la Odisea de Homero, Shakespeare y Un tranvía llamado deseo, de
Tennessee Williams.
Al analizar estas listas, en primer lugar, se descubre que los creadores de Los Simpson no se
han limitado a hacer referencias a otras series de dibujos animados y ni siquiera al medio
televisivo en general, pues también se alude en la serie a diversas obras fílmicas y literarias y,
aunque sean menos comunes, hay incluso guiños a pinturas como The Kentuckian o eventos
musicales como USAfor Africa. En segundo lugar, hay que señalar que estas alusiones, aunque no
de forma exclusiva, sobre todo tienen por objeto obras estadounidenses, tanto de la alta cultura
como de la cultura pop. Esto parece apropiado si se tiene en cuenta que Springfield (la ciudad sin
estado) probablemente haya sido concebida como un trasunto de Estados Unidos.
Y si las alusiones de Los Simpson resultan sumamente «estadounidenses», lo son en un
sentido muy poco halagador, pues hacen referencia a una sociedad de comida rápida, a cuya
opinión pública no le gusta «pensar demasiado». En muchos casos, aunque no siempre, las
alusiones son bastante explícitas. Canciones como The End o Hot Blooded funcionan como guiños
a otras formas de arte popular y no exigen gran esfuerzo ni conocimientos esotéricos a la
audiencia, que sencillamente debe captar las referencias. Los Simpson a menudo señala a
personas reales o ficticias, como Ron Howard, Daniel el Travieso o los Red Hot Chili Peppers, y
con frecuencia este recurso funciona gracias a los dobles sentidos: el espectador debe saber por
qué dichos personajes son graciosos, no sólo reconocer su aparición en una secuencia. Por
ejemplo, David Crosby ha prestado voz a su personaje animado en varios episodios, casi siempre
en un contexto de rehabilitación o terapia, por ejemplo en la reunión de un grupo de apoyo para la
recuperación de «anónimos» en 12 pasos. Esto nos hace preguntarnos si a los estadounidenses
les gusta o (peor) si necesitan a ese tipo de «idiotas»; si todas las referencias a la cultura pop son
síntomas de la decadencia estadounidense; si acaso representan la hecatombe del alfabetismo
cultural del que habla Hirsch, tras la cual sólo quedaría el alfabetismo nihilista de la cultura popular.
No, probablemente la intención no sea tan siniestra. Pensad que muchos baby boomers y
miembros de la Generación X escucharon música clásica por primera vez gracias a los dibujos
animados de Bugs Bunny y acabaron madurando un gusto por Bach y Beethoven. Las alusiones
directas y la combinación de alta cultura y cultura pop no necesariamente indican «el final de la
inteligencia estadounidense». Las campanas de muerto sólo sonarían si toda una generación de
estadounidenses no llegase a tener otra experiencia estética más allá de Los Simpson. Y no hay un
«peligro inminente» de que tal cosa ocurra. En ese sentido, tanto Los Simpson como este libro
cumplirán mejor su cometido si consiguen que la audiencia medite en profundidad sobre aquellas
cuestiones culturales, estéticas y filosóficas cuya superficie la serie apenas rasguña.
PILLAR EL CHISTE
Tal vez os parezca que hemos hecho «mucho Apu y pocas nueces» en esta discusión sobre la
alusión. Si es este el caso, Ho- mer está de vuestro lado: «Marge, las series animadas no tienen
significado profundo. Sólo son unos dibujos estúpidos para pasar el rato» («La familia va a
Washington»), Nosotros sin embargo preferimos estar en el bando de Matt Groening, quien ha
dicho que «una de las cosas buenas de Los Simpson es que, si has leído algunos libros, pillarás
más chistes».92 Al final, a lo más que podemos aspirar es a que te tomes este ensayo y este libro
tan en serio como un episodio de Los Simpson.93
7.- LA PARODIA POPULAR: LOS SIMPSON Y EL CINE DE
GÁNGSTERS
DEBORAH KNIGHT
En lugar de partir de la totalidad de los episodios de Los Simpson para establecer tesis
filosóficas generales, en este ensayo quisiera seguir el camino opuesto y concentrarme en un
episodio específico de la serie. Me interesa la parodia, y en particular las estrategias paródicas
que caracterizan las narrativas populares, a diferencia de las que pertenecen al «arte elevado».94
En este sentido, las afinidades con la alusión son evidentes. Irwin y Lombardo han observado, con
toda pertinencia, que a diferencia de la «asociación accidental», la alusión obedece a una
intención por parte de los creadores de la ficción; en el caso de Los Simpson, debe derivarse de la
búsqueda de los guionistas. Y otro tanto puede afirmarse a propósito de la parodia: en el mejor de
los casos, las referencias no buscadas serán accidentales. En Los Simpson, sin embargo, las
alusiones suelen ser producto intencional de los guionistas.95 En la sene se citan numerosos
programas de televisión y películas estadounidenses, y dichas citas operan de distintas maneras.
Mi interés apunta, sobre todo, a un modo específico de citar y al uso de un género narrativo
reconocible, y me concentraré en el cine negro y el episodio «Bart, el asesino». Sin embargo, mi
tesis puede aplicarse a cualquier episodio de la serie que se valga de las mismas estrategias
narrativas que «Bart, el asesino».
«BART, EL ASESINO»
Recordaréis cómo se desarrolla este episodio: Bart se levanta cantando y se pavonea
escaleras abajo, imaginándose que le espera un gran día, pero muy pronto las cosas empiezan a
irle mal. Primero, Homer ha robado la placa de policía de la caja de cereales de Bart, que luego
pierde el autobús. El día soleado se transforma en una tormenta de truenos y relámpagos mientras
Bart va de camino al colegio aunque, nada más llegar, el mal tiempo se esfuma y Bart, que ya no
tiene una excusa, debe apuntarse en la lista de los impuntuales. Por si no bastara, se ha dejado
olvidado en casa el permiso para ir con el resto del curso a la fábrica de chocolate esa tarde, así
que le toca quedarse a observar cómo sus compañeros se suben al autobús y luego lamer los
sobres de correspondencia del AMPA en el despacho del director Skinner, que le aconseja
«convertirlo en un juego», contando cuántos sobres puede lamer en una hora para luego intentar
superar su propia marca en la hora siguiente. Pero a Bart esto le parece «una guarrada, no un
juego» y, por supuesto, tiene razón. Con la lengua pastosa, regresa a casa en monopatín, otra vez
bajo la tormenta. Pero la mala racha no acaba allí: en el trayecto resbala y se precipita por unas
escaleras. «¿Y ahora qué?», se desespera. La pregunta encuentra una pronta respuesta cuando
doce pistolas empiezan a apuntarle a quemarropa.
Si ya había tenido un día malo, su suerte no puede ser peor que en este momento. Bart ha
aterrizado en la entrada de un local de gángsters regentado por Tony el Gordo (con la voz de Joe
Mantegna) y sus secuaces de disparo fácil. Pero no todo está perdido. Tony el Gordo Gordone, que
gusta de apostar a los caballos, somete a Bart a una prueba iniciática; le pregunta qué caballo
ganará la tercera carrera, a lo que Bart responde «¡No tengo ni zorra!». Por supuesto, No Tengo Ni
Zorra gana la carrera, y la apuesta de Tony el Gordo obtiene buenos dividendos. El gángster
empieza a pensar que Bart trae buena suerte y no es sólo un bocazas, así que decide someterlo a
una segunda prueba. Parece que faltan camareros en el bar, y Tony quiere saber si Bart puede
preparar un Manhattan. A pesar de los nervios, el crío consigue preparar el cóctel, y eso le asegura
un puesto en la «familia» de mafiosos. Su carrera como barman de la mafia parece ir bien si no se
repara en el hecho de que su habitación se convierte en almacén de un cargamento de cigarrillos
robado al transportista, que el crío empieza a imitar los modales de un mafioso, como meter dinero
en los bolsillos de la gente para que le hagan favores, y que cuando Tony el Gordo lo recompensa
con un elegante traje, empieza a vestirse como un miembro del Rat Pack. Pero cuando el director
Skinner lo deja castigado en el colegio por intentar sobornarlo, el chico llega tarde a su puesto en el
club y esto le trae problemas, pues Tony ha prometido a otro capo de la mafia un Manhattan
grandioso, y Bart no ha estado allí para prepararlo. Cuando el capo rival se marcha, le da a Tony un
«beso de la muerte», sentencia que sólo pueden dictar los jefes de clan; «¡Lo que me faltaba!»,
dice Tony el Gordo. Y todo porque Bart no llegado a la hora establecida a trabajar. Cuando el chico
explica que el director Skinner no lo ha dejado marchar a tiempo, a Tony se le mete entre ceja y
ceja que debe ir a hablar con él. Es así como Skinner se encuentra en su despacho con «unos
hombres grandes» que no tienen cita (y quiere saber cómo han conseguido burlar al monitor del
pasillo).
Cuando Skinner repentinamente desaparece, Bart se convierte en el principal sospechoso
ante la policía, y acaba procesado por el homicidio del director. Durante el juicio, todos se vuelven
en su contra, Homer confiesa que todas las pruebas apuntan a él y Tony el Gordo insiste en que el
chico es el verdadero capo de la organización. Las cosas empiezan a pintar realmente mal, pero
Skinner reaparece milagrosamente y explica que ha quedado atrapado durante varios días bajo
una pila de periódicos en el garaje de su casa, pero que ha mantenido la cordura jugando con una
pelota de baloncesto, contando la cantidad de veces que podía hacerla botar en un día e intentando
batir su propia marca en los días sucesivos. Finalmente se retiran los cargos contra Bart que, en la
escalinata del tribunal le comunica a Tony el Gordo lo que ha aprendido, que «el crimen se paga».
Tony se muestra de acuerdo antes de subirse a la primera limusina de una flota que espera por él y
sus secuaces. La familia Simpson se reúne de nuevo.
LA PARODIA Y LAS NARRATIVAS POPULARES
Como sostiene Thomas J. Roberts en An Aesthetics of Junk Fiction,96 una característica de la
narrativa popular o narrativa basura, como la denomina Roberts afectuosamente, es que abundan
en ella las referencias a la cultura de la cual son contemporáneas. Según Roberts, las ficciones
populares establecen vínculos con sus lectores y espectadores mediante la cita frecuente de
personas, acontecimientos y objetos extratextuales familiares o al menos reconocibles para el
público. Por ejemplo, marcas de coches y de armas, canciones, películas, series de televisión,
figuras públicas como estrellas de cine o del rock, deportistas o políticos, así como líneas de ropa o
de maquillaje, noticias de gran interés, formas de tecnología y demás. Estas referencias pueden
formularse de modo explícito, al nombrarse o mostrarse, o bien pueden ser tan sutiles como
algunas alusiones asociativas del tipo que describen Irwin y Lombardo. Dada la celeridad con la
que se transforman coches, películas, estrellas, modas y tecnologías y la rapidez con que muchas
veces sencillamente se olvidan, para la audiencia una o dos generaciones posterior las referencias
pueden resultar opacas. Uno de los rasgos más notorios del cambio de las obras de ficción basura
al estatus de clásico es que nuestra atención se desvía del reconocimiento de las referencias
extratextuales hacia otros elementos, por ejemplo, cuestiones literarias tan críticas como la forma y
los motivos. De hecho, este cambio da cuenta de nuestra tendencia a la desmemoria cultural
porque, ¿quién se acuerda de ídolos de la adolescencia de los años sesenta como Bobby
Sherman y Leif Garrett? Si os preguntan por Barracuda, ¿pensaríais primero en un coche o en un
personaje de Frasier? Uno de lo rasgos definitorios de la ficción basura son sus constantes
referencias a entidades que acaban resultando cultural y tecnológicamente perecederas. Más allá
del marco temporal inmediato que delimita el sistema referencial del público objetivo de estas
obras, es difícil predecir la probabilidad de que este tipo de alusiones sean reconocidas. El propio
Homer Simpson demuestra este argumento cuando se da cuenta de que Bart no sabe quién es
Fonzie, tal como nos recuerdan Irwin y Lombardo.
Desde luego, Los Simpson es una serie repleta de este tipo de referencias a la cultura
contemporánea. Para mencionar sólo un ejemplo de «Bart, el asesino»: durante el desayuno,
mientras Bart busca la placa de policía en su caja de cereales, vemos que los de Lisa se llaman
«Jackie-Os». Probablemente no haga falta explicar que esta marca explota el nombre que la
prensa popular dio a Jacqueline Kennedy Onassis, pues incluso la prensa supo reconocer en
Jackie O a una mujer de gran belleza, por no mencionar sus notorias conexiones de poder e
influencia. Tampoco creo que haga falta recordar aquí la alusión que representan los cereales
Jackie-Os a los Cheerios, marca especialmente conocida por su fiable insistencia en la salud,
motivo por el que no llevan azúcar añadido ni glaseado, sabores artificiales o, en resumen,
cualquier tipo de excesos característicos de los cereales en general. Sin embargo, es posible que
un día muy lejano sí haga falta explicar quién era Jackie O, y qué eran los Cheerios. Con todo, lo
que cabe destacar es la manera en que Los Simpson no se limita a un solo modo de enfocar las
referencias o las citas culturales extratextuales. Precisamente por este motivo no podemos
delimitar con exactitud la motivación tras la referencia a Jackie O. De hecho, ni siquiera podemos
estar seguros de que la intención haya ido más allá de un casual juego sonoro que haga referencia
a todas las marcas de cereales que acaben en «os».
Existen, sin embargo, otro tipo de referencias que debemos tomar en consideración al
estudiar, por ejemplo, «Bart, el asesino». Muchos episodios de Los Simpson, incluyendo el que nos
ocupa, hacen alusión a géneros cinematográficos y televisivos reconocibles. A eso le llamamos
referencialidad de los géneros. No todas las referencias al cine y la televisión en Los Simpson son
de la misma índole, y cabe destacar que no todas exhortan a la misma actitud hacia los géneros
que tienen por objeto. En otro episodio, Apu intenta que Homer y su familia vean una película india
en la televisión, quiere compartir su cultura con ellos, aunque como es fácil adivinar, no tiene mucho
éxito. Homer sólo ve las diferencias más obvias entre las convenciones que rigen esa película india
y el tipo de películas a las que está acostumbrado, es decir, las estadounidenses. Lo único que
Homer es capaz de hacer es morirse de risa, pues los atuendos indios le parecen ridículos. Y una
de las referencias maravillosas que la secuencia incorpora pasa por una frase secundaria, y es el
momento en que Apu les asegura a Homer y a Marge que la película en cuestión ha entrado en la
lista de las «400 mejores» del cine indio.
Una manera de entender este chiste, creo que incorrecta, es suponer que el cine indio no
puede discriminar de modo sensato lo mejor de la producción y, por lo tanto, celebra todos sus
filmes al incluirlos en una lista tan larga. Otra interpretación, de nuevo errónea, es pensar que la
acotación de Apu es sencillamente exagerada. En este caso, el humor dependería de la creencia
de que pocas películas se cuentan realmente entre «las mejores». La manera correcta de
comprender este chiste, al contrario, consiste en estar al corriente de que el cine indio es uno de
los más productivos y vibrantes a nivel mundial. La producción fílmica anual de la India se cuenta
entre las mayores del mundo y desde luego supera con creces la producción americana. Esto
convierte la idea de las «400 mejores» películas en algo más comprensible, pues sería
relativamente proporcional a la enorme cantidad de filmes producidos o, dicho de otro modo, sería
equivalente a la idea más corriente de los «mejores diez» o «mejores 100». De modo que el chiste
funciona para aquellos espectadores que saben algo del cine indio. Y saber algo sobre el cine
indio posiblemente llevaría a los espectadores a tomar partido por Apu, de modo que, si
compartimos esta afinidad, empatizaremos con él y no con la grosera reacción de Homer.
Naturalmente, no hay manera de garantizar que esa sea la interpretación del chiste por parte de la
audiencia. He aquí un problema recurrente en la hermenéutica de la narración: sin duda es posible
experimentar una afinidad con Homer, pero hacerlo sería caer en el círculo hermenéutico
equivocado.
Llamaré extrínseca a esta referencia y a todas aquellas que funcionan de modo análogo; son
extrínsecas en el sentido en que se originan en y señalan algo externo a la narración. Esta
referencia, pues, hace alusión a ciertas prácticas cinematográficas pero no las incorpora en su
forma narrativa. De modo que es similar a la referencia a Jackie Onassis en la marca de cereales.
En ambos casos, el significado depende de la extratextualidad. «Bart, el asesino», en cambio, se
funda en referencias intrínsecas, pues incorpora patrones genéricos específicos a la propia historia
en donde se incluye la alusión. El género que asimila es el de las películas de gángsters, que se
engloba en el cine negro. Pero «Bart, el asesino» nos permite reflexionar sobre la presencia más
general en Los Simpson de elementos como el desarrollo y la transformación de los géneros, la
parodia y el homenaje. También nos permite pensar en uno de los motivos nodulares del cine
negro: la familia. El cine negro tiene diversas vertientes, e incluso hay diferentes tipos de películas
del mismo género centradas en la misma figura: el gángster. En Donnie Brasco (Mike Newell,
1997), por ejemplo, se sigue a un policía encubierto (Johnny Depp) que se infiltra en un grupo de
mafiosos gracias a la amistad que traba con uno de los miembros más débiles del grupo (Al
Pacino). Pero el filme se interpreta mejor como un thriller sobre un agente de incógnito en un
ambiente gangsteril. Por el contrario, un subgénero importante que se desarrolla desde los años
treinta del siglo xx hasta el presente es el que pone en escena el auge y caída del gángster. Un
recurso central de esta vertiente del género es el contraste entre la familia estadounidense
corriente y la familia criminal. Y a este subgénero pertenece el episodio al que hacemos referencia,
«Bart, el asesino», con el añadido de que el contraste temático entre la familia estadounidense
corriente y la familia gangsteril cobra mayor fuerza porque la primera se encuentra representada
por los propios Simpson.
LA FAMILIA Y LOS GÉNEROS POPULARES
De los géneros hollywoodienses más populares, sólo dos se definen fundamentalmente por
centrarse en el motivo de la familia. El primero, el melodrama familiar, se concibe generalmente
como un género «de mujeres»; las producciones de este tipo suelen llamarse ‘lacrimógenas’, pues
su capacidad de reducir al público al llanto es incuestionable. Los melodramas familiares del tipo
Stella Dallas (King Vidor, 1937), Mildred Pierce (Michael Curtiz, 1945) e Imitación a la vida
(Douglas Sirk, 1958), se centran en familias nucleares incompletas, generalmente a cargo de una
madre soltera que, según se da a entender, necesita un marido. En especial desde los años treinta
hasta la década de los cincuenta, un motivo frecuente en estas películas era la tensión entre ser
madre y estar a cargo del hogar. Los personajes principales de dos de los tres filmes arriba
mencionados tienen carreras profesionales de éxito, pero precisamente ese logro en la esfera
pública amenaza la estabilidad de sus vidas familiares y les trae problemas en sus relaciones con
los hombres, trátese de maridos o amantes. El otro género hollywoodiense que explota el motivo
de la familia es, irónicamente, el de gángsters. Entre los clásicos de esta vertiente encontramos El
enemigo público (William Wellman, 1931), Elpadrino (Francis Ford Coppola, 1971,1974,1990) y
Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990). En los melodramas familiares que se centran en el
personaje femenino, la familia se concibe generalmente como la célula fundamental de la sociedad,
dependiente por igual de las figuras materna y paterna, de una buena relación entre padres e hijos
y de la transmisión de ciertos valores. En este tipo de filmes, la lealtad es idealmente centrífuga,
pues se extiende desde la pareja hacia la familia y la comunidad. En las películas de gángsters se
ofrece una visión inversa de la familia, en donde los personajes femeninos se ven marginados,
normalmente reducidos al papel de amarte o mujer-florero. El sistema de valores de esta clase de
filmes también suele ser una inversión de su equivalente en los melodramas familiares. Los valores
de los mafiosos nunca benefician a la comunidad, sino que sirven para sustentar y salvaguardar el
microcosmos criminal; la lealtad es radicalmente centrípeta, se concentra en la familia en minal y
sobre todo se dirige hacia el jefe de la mafia. Como dice el personaje de Robert de Niro en Uno de
los nuestros, para la mafia sólo existen dos reglas: no decirle nada a nadie y mantener la boca
cerrada.
Las referencias a los géneros en «Bart, el asesino» nos acercan a las películas de gángsters y
nos alejan del melodrama familiar. ¿Cuál es entonces la relación entre Los Simpson y estos dos
géneros? Partamos de la propia serie que, desde luego, está más cerca en estructura y formato de
las series centradas en la familia que del melodrama familiar o los filmes de gángsters. De hecho,
Los Simpson forma parte de una tradición de series familiares críticas, que tienen por objeto la
familia de clase trabajadora antes que la de clase media y se valen de las disputas continuas entre
sus miembros como mecanismo principal de construcción argumenta! En este sentido, Los
Simpson se sitúa en la misma línea televisiva de las comedias de situación que All in the Family y
Roseanne, series todas que se distinguen de otro tipo de dramas televisivos centrados en la
familia como Los Walton, La casa de la pradera y la paradigmática Familia, pues estas últimas se
inclinan más hacia el melodrama explícito. Con todo, la sitcom familiar muestra afinidades
evidentes con el melodrama familiar, pues en ambos casos la lucha de una familia por salir
adelante es un elemento central de la historia. De modo que podríamos pensar en las sitcoms
familiares como el resultado de una transformación de los melodramas familiares al estilo de los
años cincuenta, ocasionada por las nuevas convenciones y formatos que las décadas sucesivas
trajeron consigo.
Podemos concluir, pues, que el vínculo entre Los Simpson y el melodrama familiar no es
intrínseco ni extrínseco; antes bien, es producto y variante de una herencia histórica, la temática
familiar. La relación entre «Bart, el asesino» y las películas de gángsters, sin embargo, es más
intrínseca que extrínseca, puesto que en este episodio no sólo hay referencias a dicho cine como
algo externo, sino que se incorpora a la estructura narrativa misma. Así pues, «Bart, el asesino»
puede interpretarse como una combinación de parodia y homenaje al cine negro, del mismo modo
que Los Simpson es parodia y homenaje a las comedias de situación familiares. Esto nos lleva a
estudiar cómo opera aquí la parodia.
PARODIA DEL ARTE Y PARODIA POPULAR
Nos ocupamos de la parodia en un contexto popular pero, ¿cómo encaja la parodia popular en
la teoría de la parodia? Consideremos la teoría de Linda Hutcheon: la parodia del arte, que
Hutcheon sencillamente llama «parodia» es «un género sofisticado en cuanto a las exigencias que
impone a quienes lo practican e interpretan».97 La parodia da cuenta de una relación entre dos
textos, el texto paródico y su diana, el texto parodiado. Para Hutcheon, la parodia es una práctica
consciente de sí misma y, por lo tanto, autorreflexiva, e involucra la intención del artista o autor que
codifica la obra, así como la actividad hermenéutica de la audiencia que debe decodificarla. La
intención del creador es un requisito, pues la parodia involucra «la repetición con una diferencia»,
es decir, una repetición que denota el reconocimiento de los antecedentes históricos en el campo
del arte, y una diferencia que evidencia las mutaciones, variantes y revisiones irónicas a las que se
somete el precedente histórico (p. 101). Por otra parte, la actividad interpretativa del público es
igualmente necesaria para reconocer el texto parodiado y así poder descifrar la relación entre la
parodia y su objeto.
Hutcheon busca distinguir la parodia de una serie de prácticas artísticas y literarias con las que
a menudo se confunde, entre ellas «lo burlesco, el travestismo, el pastiche, el plagio, la cita y la
alusión» (p. 43). Sin embargo, la autora principalmente se ocupa de las prácticas modernas y
posmodernas del «arte elevado». Tal vez su ejemplo favorito sea la parodia que hace Magritte de la
parodia que hace Manet de las Majas en el balcón de Goya, ejemplo que nos obliga a preguntarnos
qué cuenta como parodia y cuándo, pero que no nos ofrece una respuesta unívoca. En este
sentido, podríamos interrogarnos sobre cuál sea la ventaja crítica de referirse a El balcón de Manet
como parodia, y si acaso lo era antes de que Magritte pintase su Perspectiva: el balcón de Manet.
Cuando no se refiere a la tradición pictórica al óleo, Hutcheon se ocupa de las obras maestras de
la novela europea a propósito, por ejemplo, de la supuesta relación paródica entre Proust y
Flaubert. Alguna atención dedica también a las parodias fílmi- cas, como la revisión que Brian de
Palma elabora en Vestida para matar (1980), de Psicosis, el filme de Hitchcock (1960), o la que
lleva a cabo en Blow-Out (1981) de Blow-Up (1966), la película de Antonioni. Sin embargo, poco se
dice sobre cómo la audiencia debe conocer los textos parodiados para comprender las películas
de De Palma. Podría argumentarse que Psicosis es un clásico tan indiscutible del cine de
Hollywood que resulta imposible suponer que la audiencia no capte la relación. Pero Blow-Up, que
también es una obra maestra, no es ni remotamente tan popular como Psicosis, y por lo tanto no es
tan conocida. Por otra parte, tengo la impresión de que, en este caso, el reconocimiento del texto
parodiado sólo distraería de la trama de Blow-Out a un público que seguramente estuvo o está más
familiarizado con los papeles interpretados previamente por John Travolta que con la obra de
Antonioni.
Aunque cada tanto Hutcheon menciona obras populares en lugar de obras canónicas, su
estudio presenta limitaciones evidentes. Comencemos por el hecho de que un texto paródico no
necesariamente tiene por objeto una obra canónica en particular, pues bien podría parodiar las
convenciones que vertebran algún género narrativo. En segundo lugar, los textos paródicos no
tienen que hacer referencia por fuerza a las llamadas obras de «arte elevado». Pensad, por
ejemplo, en las parodias de tiras cómicas que ha hecho Roy Lichtenstein. Y tampoco hace falta que
el texto paródico se considere «arte elevado». Para muestra, «Bart el asesino» y otros episodios
similares de Los Simpson. Probablemente Hutcheon estaría de acuerdo conmigo en estos dos
últimos puntos, pero vale la pena resaltar que incluso su selección de obras masificadas (en este
caso, películas) se concentra en textos parodiados que se reconocen como obras maestras y
pertenecen a autores célebres.
Quizás el problema más evidente en la tesis de Hutcheon sea, sin embargo, que concede
mayor importancia a la ironía: «La inversión irónica es una característica de toda parodia» (p. 6).
Este posicionamiento debe mucho a la centralidad de la ironía en los valores literarios que la mayor
parte de los críticos han ensalzado desde tiempos de la Nueva Crítica hasta el día de hoy. Así pues,
la ironía está en la base de la noción de Hutcheon según la cual la parodia «señala la intersección
entre [...] creación y crítica», pues la ironía se tiene por práctica inherentemente crítica (p. 101). Sin
embargo, esta postura da por sentada la ironía como prueba de seriedad literaria, y todo intento de
establecer la seriedad como criterio de mérito estético tiene su origen en la tradición crítica del
«arte elevado». No sorprende, pues, que Hutcheon cite con aprobación a Robert Burden,98 quien
observó que la parodia «se crea para que se interrogue a sí misma en contra de sus precedentes
más significativos: es una modalidad, seria» (Hutcheon, p. 101; Burden, p. 136; énfasis añadido).
Naturalmente, Hutcheon lleva la razón cuando insiste en que la parodia no se agota en la mera burla
o ridiculización del texto parodiado. Pero desestima con excesiva facilidad la idea de Margaret
Rose, según la cual la parodia es «una cita crítica de un lenguaje literario preformado que tiene un
efecto cómico» (p. 41). Si entendemos el término «lenguaje» usado por Rose como algo asimilable
a las formas literarias, convenciones, estructuras narrativas y demás, el reconocimiento del efecto
cómico más que paradigmáticamente irónico de los textos paródicos es un correctivo importante a
la tesis de Hutcheon.
¿En qué sentido podemos referirnos entonces a «Bart, el asesino» como ejemplo de parodia?
Es posible sostener que no se trata de una parodia del arte. El episodio parece explotar la vertiente
cómica de la parodia antes que la irónica. Tampoco se propone interrogar sus precedentes más
significativos. Sencillamente, «Bart, el asesino» no es una obra crítica en el sentido que tanto aman
los teóricos críticos. Pero, ¿acaso esto significa que, al fin y al cabo, el sistema de referencias
intrínsecas de este episodio no es el de la parodia? La respuesta, en mi opinión, es que «Bart, el
asesino» es un ejemplo de parodia popular, y que ante todo constituye un homenaje, no una crítica.
En el homenaje paródico, la intención es reelaborar un texto o una forma narrativa apreciada y
reconocida. Este tipo de mecanismo puede verse, por ejemplo, en Fuera de onda, de Amy
Heckerling (1995), en cuyo sistema de referencias intrínsecas no podemos dejar de notar la
parodia de Emma, de Jane Austen, cuestión que no se ve afectada por el hecho de que gran parte
del efecto cómico de la película recaiga en las referencias extrínsecas a la moda, los medios y la
cultura popular. Si Fuera de onda se elevase algún día al nivel de los clásicos, la tendencia de Cher
a describir a los chicos guapos como ‘Baldwins’ podría llegar a necesitar una explicación si los
hermanos Baldwin cayesen en el olvido. Pero sería de esperar que, en el caso de Emma, no
hiciese falta una explicación. Por supuesto, existen muchos otros homenajes paródicos. Charada
(Stanley Donen, 1963) y otras comedias de suspense de los años sesenta son parodias-homenaje
a las grandes comedias de suspense de Hitchcock, especialmente a Con la muerte en los talones
(1959). Muchos de los filmes de Woody Allen son parodias-homenaje, y también podemos recordar
la obra de De Palma. Aunque Hutcheon afirme que la parodia del arte presupone el uso de la ironía
para crear una distancia crítica entre el texto paródico y el texto parodiado, este recurso parece en
gran parte ausente en Fuera de onda y Charada, del mismo modo que, en gran medida, parece
ausente en «Bart, el asesino».
VOLVAMOS A «BART, EL ASESINO»
El objeto principal de la parodia en Bart «el asesino» es Uno de los nuestros, el brillante filme
de Scorsese protagonizado por Ray Liotta, Robert De Niro y Joe Pesci.99 Pero Uno de los
nuestros es una película de gángsters y, precisamente por eso, convierte en blanco las
convenciones que hacen del género lo que es y las películas que lo constituyen. Los espectadores
se enfrentan a Uno de los nuestros con algún conocimiento del género de gángsters. y esto les
permite comprender la situación y las acciones de los personajes del filme. En todo género hay una
verosimilitud particular, propia de ese género, y por eso puede resultar sensato que los personajes
de los musicales se pongan a cantar de improviso, los héroes de acción sobrevivan el
enfrentamiento solitario a decenas de tíos malos armados de modo muy superior y que, después
de precipitarse (¡otra vez!) al cráter del Gran Cañón, el Coyote aparezca en la próxima secuencia
abriendo un paquete de Acmé Inc. que debería ayudarle a atrapar al Correcaminos. Entre las
características de los filmes de gángsters que contribuyen a su verosimilitud como género se
cuentan la evidente proveniencia étnica de los mañosos (italoamericanos o descendientes de
irlandeses, por ejemplo); las localizaciones principales, que suelen ser bares, casinos y cualquier
otro tipo de locales donde se promuevan el consumo de alcohol y tabaco y las apuestas, ramos
típicos de lucro ilegal, y el círculo restringido de hombres armados, solidarios entre sí y al servicio
de un jefe. A «Bart, el asesino» le toma algún tiempo llegar al mundo gangsteril, pero tan pronto
como cae en manos de los hombres de Tony el Gordo se ponen de manifiesto todos esos rasgos
característicos de los filmes de gángsters.
Una figura recurrente en este tipo de producciones, encarnada en el personaje de James
Cagney en El enemigo público y en el de Ray Liotta en Uno de los nuestros, es la del joven
impresionable, aceptado por el grupo y que va medrando lentamente hasta alcanzar un lugar de
mayor importancia y confianza, al tiempo que se adapta a la dinámica de su nueva familia mafiosa
y da la espalda a su antigua familia. La trayectoria narrativa de este tipo de filmes es paradójica: el
ascenso en la estructura de poder de la familia criminal corresponde a un descenso al mundo
moralmente retorcido de la familia de mafiosos. Esta conjugación de auge y caída sin duda tiene
sentido, pues el gángster no es tanto un héroe como un antihéroe. Y los valores que rigen el mundo
de la mafia son a su vez una inversión de los valores que suelen asociarse al sueño americano. Si
según este último mito aquél que trabaje con tesón y tenga los contactos adecuados conseguirá
prosperar en la vida, el mundo de la mafia en cambio se gobierna por la corrupción, los excesos, la
violencia y una desproporcionada ética de la masculinidad entendida como fuerza bruta y codicia.
La estructura básica de la trama, donde se destaca un héroe o un villano, consiste en una sucesión
de éxitos cada vez más notorios, es decir, una lenta pero constante adquisición de poder, riquezas
y accesorios materiales, que sin embargo culmina en un acontecimiento catalizador que «vuelve
inevitable el fracaso seguido del castigo».100 Así pues, El enemigo público termina con la muerte
de Cagney, castigo apropiado para una vida criminal. El final de Uno de los nuestros es muy otro: el
destino de Henry Hill queda sellado cuando acepta testificar contra sus compañeros y al servicio de
la fiscalía. A diferencia de Cagney, no morirá, pero su castigo será incluso peor y, de hecho, el
personaje lo verá como una muerte en vida. Y es que deberá retomar una anónima existencia de
clase media en un anónimo lugar de Estados Unidos. No más sumas cuantiosas de dinero, no más
trajes vistosos ni coches veloces ni juergas con los ricos y poderosos en clubes nocturnos, no más
mujeres fáciles ni influencias; sólo una casa de extrarradio en un barrio cualquiera. Un castigo, sin
duda.
Bart sigue un camino ascendente en el mundo de la mafia, como lo demuestra su empleo, el
dinero que no deja de recibir, el traje elegante y la manera en que los otros mafiosos, en especial
Tony el Gordo, comienzan a fiarse de él. Esta serie de éxitos lo encamina a un inevitable fracaso,
su arresto por el presunto homicidio del director Skinner. Pero «Bart, el asesino» es una parodia
selectiva del género gangsteril, más o menos lo que podría esperarse de un dibujo animado. El
elemento ausente más obvio es la violencia excesiva, signo distintivo de los filmes de género
parodiados y de todos sus protagonistas, desde el personaje de Cagney hasta el de Liotta.
Tampoco se halla presente el sentido de la corrupción de los valores. Es cierto que Bart se excede
un poco al llamar «mi dire» al director Skinner y meterle dinero en el bolsillo. Sin embargo, este
descaro no es atípico de Bart. Una nota discordante de mayor relevancia es que, a diferencia de El
enemigo público y Uno de los nuestros, no hay en este episodio un marco temporal épico. Los
filmes clásicos del género de gángsters se desarrollan a lo largo de varios años, pues dan cuenta
de la «buena vida» que se da el antihéroe antes de la caída. Como ninguno de los Simpson
envejece jamás, esta opción es naturalmente imposible.
Aunque se trate de una parodia selectiva, «Bart, el asesino» sí explota la concepción del
castigo presente en Uno de los nuestros. Al igual que Henry Hill, el personaje de Liotta, que
finalmente se ve obligado a retomar esa misma vida de la que había intentado escapar, Bart tiene
que regresar a una existencia normal, es decir, abandonar a los mafiosos y volver junto a su familia.
En el mejor de los casos, el gángster como antihéroe siempre ha deseado ser capaz de velar
por la familia como no lo hizo su padre y, en el peor, de dar la espalda por completo a esa familia, y
con ella al barrio y a la clase social a la que pertenece. En las películas de gángsters, la familia del
protagonista es ingenua o no se interesa por lo que éste hace. En cualquier caso, no entiende por
completo en qué tipo de empresa se ha involucrado el hijo. En este sentido, las reacciones de
Marge y Homer ante la nueva situación de Bart son clásicas. Aunque Marge se preocupa un poco
por los cambios de comportamiento de su hijo, tanto ella como Homer están de acuerdo en que un
empleo de media jornada es bueno para cualquier crío. Con todo, Marge sigue un tanto ansiosa y
persuade a Homer de que vaya a echar un vistazo al lugar de trabajo de Bart. Homer, incapaz de
ver lo evidente, gana al póquer sin darse cuenta de que lo han dejado ganar, y concluye que todo va
bien. Dicho de modo sucinto, Homer y Marge tienen una escasa influencia positiva en Bart durante
su breve carrera en la mafia.
¿Qué significa para Bart reunirse con su familia después de que se levanten los cargos en su
contra? Hay dos respuestas posibles para esta pregunta, y la que escojáis dependerá de si
pensáis que «Bart, el asesino» tiene un final irónico. Si pensáis que así es, entonces la parodia
sólo es selectiva en el sentido en el que, si las series animadas como Los Simpson no modifican
algo fundamental, será inevitable que el desenlace del episodio devuelva a Bart a la situación en la
que se hallaba al comienzo. Si, al contrario, pensáis que hay ironía en el final, entonces, a pesar de
la selectividad de la parodia, la conclusión del episodio es una observación crítica sobre los límites
de la estructura familiar en la que se encuentra Bart. Si el castigo de Ray Liotta es su regreso a la
«normalidad», es decir, a la vida estadounidense «media», podremos interpretar el reencuentro de
Bart con su familia como una ironía a costa de la noción misma de vida familiar estadounidense.
Que, por supuesto, es uno de los temas neurálgicos y más persistentes de Los Simpson.
CONCLUSIÓN
¿Qué conclusiones se pueden elaborar a partir de lo anterior con respecto a la parodia
popular, por una parte, y la parodia del arte, por otra? En primer lugar, que tiende a concentrarse en
lo cómico antes que en lo irónico. Eso no quiere decir que la ironía forzosamente esté ausente; sólo
significa que los mecanismos primarios son cómicos, y la ironía se encuentra subordinada a la
intención cómica. Por otra parte, la parodia popular a menudo parte de cierto afecto por el texto
parodiado y no de la actitud autoconsdente o de autorreflexividad estética. A diferencia de la
parodia del arte, la parodia popular no es ante todo crítica hacia los textos que convierte en objetos,
al menos no en el sentido de «interrogar» sus precedentes. La estrategia paródica del arte popular
es homenaje antes que crítica. Sin duda, dichas parodias pueden satirizar o ridiculizar el texto
parodiado, pero cuando hay sátira, suele basarse en referencias extrínsecas antes que intrínsecas.
«Bart, el asesino» aprovecha una serie de referencias intrínsecas al servirse de algunos de los
motivos y estructuras nodulares del género de gángsters. Pero, como hemos visto, la parodia es
aquí selectiva, pues no todos los temas que definen el género se encuentran presentes de modo
explícito. Cabe entonces preguntarse, ¿«Bart, el asesino» forma parte del género de las películas
de gángsters? Difícilmente se trata de un ejemplo paradigmático, sobre todo debido a la ausencia
de violencia extrema. Sin embargo, es un buen ejemplo mixto. Lo que Los Simpson nos dice de la
familia en los años noventa, mediante el recurso a otros componentes genéricos de esa mezcla
que es la versión animada de la comedia de situación familiar, lo analiza con enorme competencia
Paul A. Cantor en este mismo volumen.101 Y resulta ser algo que ni siquiera Uno de los nuestros
consiguió decirnos.102
8.- LOS SIMPSON, LA HIPERIRONÍA Y EL SENTIDO DE LA
VIDA
CARL MATHESON
JOVEN INDIFERENTE I: Oh, aquí viene el tío del cañón. Está macoqui.
Joven indiferente ii: ¿LO dices con sarcasmo, tronco?
JOVEN INDIFERENTE I: Ya no sé ni cómo lo digo.
«Homerpalooza»
¿Cuál es la diferencia entre las comedias que se veían por televisión hace cincuenta, cuarenta
o incluso veinticinco años y las de hoy? Ante todo, existen diferencias técnicas, por ejemplo, entre
el blanco y negro y la televisión en color, o entre el cine (o incluso la televisión) y el vídeo doméstico.
Luego están las numerosas diferencias sociales. Por ejemplo, el mito de la universalidad de la
familia tradicional, en la cual están presentes el padre y la madre, se encuentra menos arraigado
que en los años cincuenta y sesenta, y las comedias de cada época han reflejado los cambios en la
estructura habitual de la familia, si bien las primeras series de viudos y viudas de los alegres años
cincuenta, sesenta y setenta estaban pobladas de núcleos familiares no tradicionales. Sería el caso
de La familia Partridge, El fantasma y la señora Muir, Julia, The Jerry van Dyke Show, Family Affair,
Buscando novia a papá, The Andy Griffith Show, La tribu de los Brady, Bachelor Father y My Little
Margie. Por otra parte, cabe destacar que han ocurrido cambios en la manera de tratar ciertas
cuestiones, por ejemplo las diferencias raciales.
Sin embargo, quisiera concentrarme en una transformación más profunda: las series de hoy,
en su mayor parte, deben su comicidad a ciertos rasgos que las diferencian de las series de
décadas precedentes. Tanto en la textura como en la sustancia, Los Simpson y Seinfeld se
encuentran a años luz de Leave it to Beaver o The Jack Benny Show, y a una distancia incluso
mayor de series más recientes, como M*A*S*H y Maude. En primer lugar, las series de hoy echan
mano de referencias o citas tomadas de la cultura popular. En segundo lugar, recurren a la
hiperironía: el humor que ofrecen es más flemático, depende en menor medida de un sentido
compartido de humanidad y es más propio del carácter resabido de quien está de vuelta de todo.
En este ensayo, quisiera analizar la manera en que Los Simpson se vale de las citas y la
hiperironía y cómo estos recursos entroncan con ciertas corrientes actuales de la historia de las
ideas.
EL CITACIONISMO
Las comedias de televisión no han renunciado jamás al placer de valerse de la cultura pop con
toda la seriedad del actor que, en una pareja de cómicos, da pie al más cachondo para que haga
sus chistes. Sin embargo, los primeros ejemplos de citas en este contexto tendían a ser
oportunistas, no encarnaban la sustancia del género. Por ello, en la comedia de sketch podían
hallarse referencias ocasionales a la cultura pop, como en Wayne and Shuster y Johnny Carson,
pero estas referencias no tenían mayor relevancia que cualquier otro material que la serie
convirtiese en su objeto. Los orígenes del uso de la cita como fuente principal de material, lo que se
ha denominado citacionismo, se sitúan a comienzos de los anos setenta en dos series visionarias,
MaryHartman, MaryHartman, que satirizaba las telenovelas desde el propio género, y Fernwood
2Night, que en la forma de un talk show se burlaba de los talk show de bajo presupuesto. Más
adelante, a finales de los años setenta y durante los primeros años ochenta, el citacionismo llegó al
gran público a través de Saturday Night Live with David Letterman y SCTV. Dada la capacidad
mímica del elenco y la necesidad de contar con materiales nuevos cada semana, el recurso
principal de SNL era la parodia: de géneros (los telediarios y los debates televisivos), de ciertos
programas (Yo amo a Lucy, Star Trek) o bien de películas (La guerra de las galaxias). El tipo de
citacionismo empleado por Letterman era más abstracto y se basaba menos en otros programas
en particular. Bajo la influencia del absurdo de otros presentadores como Dave Garroway, que
hacía mucho le habían precedido, David Letterman pronto llevó las fórmulas de la televisión y el cine
hasta más allá de su conclusión lógica (The Equalizer Guy, la chimp cam y el portavoz Larry «Bud»
Melman).
No obstante, la serie que recogió las diversas vertientes de citacionismo y las sintetizó en un
todo más profundo, complejo y misterioso fue SCTV. Al igual que Mary Hartman... y a diferencia de
Saturday Night Live, la serie tenía una trama continua y personajes recurrentes, como Johnny Larue,
Lola Heatherton y Bobby Bittman. Sin embargo, a diferencia de Mary Hartman..., ponía en escena el
funcionamiento de un canal de televisión, de modo que era una serie televisiva sobre el proceso de
la televisión. Con los años, cuando los modelos que habían dado pie a personajes como
Heatherton y Bittman en cierta medida pasaron a un segundo plano, dichos personajes empezaron
a cobrar vida propia y, por lo tanto, pasaron a ocupar un espacio impreciso entre la realidad (de la
ficción) y el simulacro. Además, el mundo de SCTV emparentaba con el mundo real en la medida
en que algunos de los arquetipos que retrataba (como Jerry Lewis) eran personas reales. De modo
que SCTV finalmente llegaría a producir y depender de patrones de intertextualidad y referencias
cruzadas mucho más exhaustivas y sutiles que las de cualquier otro programa que le hubiese
precedido.
Asi pues, Los Simpson nació cuando el uso de la cita alcanzaba la madurez. Sin embargo, no
era el mismo tipo de programa que Saturday Night Live y SCTV. Una de las diferencias más
patentes consistía, claro, en que se trataba de una animación, como (casi) ninguna de las otras
senes televisivas, pero esa diferencia apenas tenía efecto sobre el potencial de Los Simpson para
el citacionismo; al fin y al cabo, es más fácil volver a dibujar el puente del U.S.S. Enterprise que
volver a construirlo y reclutar a todos los actores originales de Star Trek. La diferencia principal
radicaba, pues, en que se trataba de una serie de trama continua sobre una familia, construida a
partir de los personajes y del guión por igual, mientras que los otros programas, incluso aquellos
que contaban con personajes fijos, se articulaban principalmente a partir de situaciones. Por otra
parte, a diferencia de Mary Hartman Mary Hartman, que existía para parodiar telenovelas, Los
Simpson no tenían por raison d’être la parodia de las series sobre familias de las que era un
ejemplo. El problema era el siguiente: ¿cómo transformar un formato en esencia no citacionista en
un programa que se fundara principalmente en la cita?
La respuesta se halla en la forma de citacionismo empleada en Los Simpson. A manera de
contraste, permítaseme bosquejar lo que dicha forma, definitivamente, no era. Tómese, por
ejemplo, la parodia de El retrato de Dorian Gray de Wilde en Wayne and Shuster. En dicha parodia,
la pintura no refleja los pecados de Gray mientas éste permanece joven en apariencia, sino que
muestra los efectos de su glotonería mientras él permanece delgado. Las licencias y
combinaciones de la situación se llevan al límite para producir los gags relevantes y las
consecuentes expresiones de asco. Punto final. Aquí el citacionismo es muy directo, y de allí se
derivan tanto la trama como el contraste teóricamente gracioso entre la parodia y la novela original.
Ahora, compárese el uso lineal y unidimensional de la cita con fines paródicos y el esquema
citacionista empleado en una secuencia muy breve del episodio de Los Simpson titulado «Un
tranvía llamado Marge». En este episodio, Marge interpreta a Blanche Dubois al lado de Ned
Flanders, que hace el papel de Stanley en «Un tranvía llamado Marge», la versión musical de la
obra de Tennessee Williams que el teatro comunitario de Springfield pone en escena. Como
alguien debe cuidar de la pequeña Maggie durante el día, Marge la envía al parvulario Ayn Raind,
que dirige la hermana del director de la obra. La directora Sinclair, muy severa en materia de
disciplina y proselitista de la autonomía infantil, confisca los chupetes de todos los niños, por lo que
Maggie, enfurecida, acaba dirigiendo a sus compañeros en una acción de protesta muy bien
organizada, durante la cual se escucha incidentalmente el tema de La gran escapada. Después de
haber recuperado los chupetes, el grupo se sienta, dispuesto en filas, y comienza a succionar,
creando un intenso rumor de pequeños chasquidos, de modo que cuando Homer llega a buscar a
Maggie, se encuentra con una escena de Los pájaros de Hitchcock.
Lo primero que puede decirse sobre estas citas es que son hilarantes. Sin embargo, no quiero
caer en la trampa de explicar por qué lo son, y es que quien trata de analizar por qué se ha reído
hasta las lágrimas acabará pareciendo tan gracioso como Emil Jannings en El ángel azul (y no en
la parte más graciosa, cuando el hombre forzudo del circo lo encornuda, ni cuando se ve obligado a
hacer una imitación dolorosa e impotente de un gallo ante el abucheo de sus alumnos y acaba
muriendo en la ruina, sino en las secuencias anteriores y menos divertidas). Para saber cuán
graciosas resultan las referencias mencionadas, basta con volver a mirar el episodio. En segundo
lugar, se nota que estas citas no se utilizan con fines paródicos.103 Se trata más bien de alusiones
concebidas para elaborar un comentario metafórico implícito sobre lo que ocurre en escena. La
alusión a Ayn Rand subraya la ideología y la rigidez personal de la directora Sinclair. La columna
sonora de La gran escapada hace destacar la determinación de Maggie y sus secuaces. La
alusión a Los pájaros da cuenta de la amenaza que supone una conciencia colectiva representada
por numerosos seres diminutos que trabajan al unísono. Al salirse del texto mediante estas
referencias instantáneas, Los Simpson consigue transmitir una gran cantidad de información de
modo sumamente económico. En tercer lugar, los rasgos más impresionantes de este juego de
alusiones son su ritmo y densidad, que se han desarrollado a medida que la serie ha ido
madurando. Los primeros episodios, por ejemplo aquel en donde Bart decapita la estatua de
Jebediah Sprinfield, sorprendentemente carecen de citas. Los episodios más recientes derivan
gran parte de su frenética potencia cómica de la ráfaga continua de alusiones. Esta densidad de la
alusión es quizás lo que en mayor medida diferencia Los Simpson de cualquier otra serie que la
haya precedido.104
Sin embargo, la dependencia de Los Simpson de otros elementos de la cultura pop tiene su
costo. Del mismo modo en que los lectores no familiarizados con La rama dorada de Frazer
tendrán dificultades para interpretar La tierra baldía de Elliot, y así como tantos lectores
contemporáneos se quedarían desconcertados ante la cantidad de citas bíblicas y clásicas que
ocupan un lugar preeminente en la historia de la literatura, buena parte del público de Los Simpson
no comprenderá en gran medida lo que ocurre en los episodios a causa de su desconocimiento de
la cultura popular que está en la base referencial de la serie. Y, al no captar las referencias, muchos
espectadores podrían interpretar Los Simpson como una de las tantas series existentes sobre una
familia ligeramente excéntrica, poblada de personajes ni muy listos ni muy interesantes. A partir de
tales presupuestos, es posible que estos espectadores formulen un teorema según el cual Los
Simpson no tiene gracia ni sustancia, o hasta concluyan que quienes ven el programa carecen de
gusto, inteligencia o parámetros personales de higiene mental. Sin embargo, a los detractores de
la serie no sólo se les escapa gran parte de su humor, sino que no son capaces de comprender
que el esquema de citas constituye un vehículo esencial para desarrollar los personajes y
determinar el tono mismo de la serie. Puesto que, para empezar, estas personas tampoco suelen
ser admiradoras de la cultura popular, desde luego se mostrarán reacias a admitir que se han
perdido algo importante. En fin, es difícil hablarle de colores a un ciego, especialmente si no
escucha. Por otra parte, aquéllos que encuentran placer en dibujar líneas entre los puntos de las
citas se deleitarán más en la tarea a causa de su exclusividad. No hay mejor chiste que el chiste
privado: el hecho de que muchos no entiendan Los Simpson bien podría convertirla en una serie
incluso más divertida para quienes sí la entienden.
LA HIPERIRONÍA Y EL COMETIDO MORAL
Sin la figura del sabelotodo, el género mismo de la comedia sería inconcebible. Sin importar si
uno suscribe, como es mi caso, la tesis según la cual toda comedia es esencialmente cruel, o si en
cambio asume una posición relativamente más moderada, según la cual sólo la mayor parte de las
comedias son crueles, hay que admitir que el género siempre se ha apuntalado sobre la alegría
que produce burlarse de los demás. Sin embargo, la crueldad en las series televisivas siempre se
ha utilizado con un fin social positivo. En la mojigata M*A*S*Hy Ojo de Halcón y su panda sólo
hacían chistes para «aliviar el dolor de un mundo que se ha vuelto loco», y el blanco de sus burlas,
por ejemplo, el mayor Frank Burns, simbolizaba la amenaza a los valores del liberalismo que la
serie metódicamente intentaba vigorizar en las almas de su público de finales del siglo xx. En
Leave It to Beaver, el vínculo entre el humor y la transmisión de valores familiares resulta
didácticamente obvio. IVluy pocas series, ente las cuales se destaca Seinfeld, consiguieron eludir
del todo el trasfondo moralista.105 La capacidad de Seinfeld de mantener un público cautivo a
pesar de sus personajes superficiales y mezquinos, que llevan a cabo acciones igualmente
mezquinas y superficiales, resulta milagrosa. De modo que, al concentrarme en Los Simpson,
quisiera responder a las siguientes preguntas: ¿Acaso la serie se vale del humor para dar
lecciones morales? ¿Recurre al humor para apoyar la tesis de que no hay cometido moral
justificable? ¿O bien se mantiene al margen de todo cometido moral?
Se trata de preguntas espinosas, porque se pueden encontrar datos para contestar a todas de
modo afirmativo. Para sustentar la tesis de que Los Simpson promueve un cometido moral,
generalmente basta con mirar a Lisa y a Marge. Tómense como objeto de estudio las arengas de
Lisa a favor de la integridad, la libertad con respecto a la censura y toda una serie de causas
sociales sensibleras, y se llegará a la conclusión de que Los Simpson no es más que otra serie
progresista revestida por una delgada pero sabrosa y crujiente capa de malicia. Incluso puede
esperarse que Bart despliegue humanidad cuando realmente hace falta, como en el episodio en
que, en el colegio militar, desafía la presión sexista de sus compañeros y le da ánimos a Lisa para
que supere la prueba de la soga. La serie también parece condenar, desde una postura de
superioridad moral, diversos blancos suaves de carácter institucional: el sistema político de
Springfield es corrupto, el jefe de policía es perezoso y sólo atiende a sus propios intereses, y el
reverendo Lovejoy es, en el mejor de los casos, un incompetente. La industria inmobiliaria pone en
escena un falso milagro para promover la construcción de un centro comercial; el señor Burns
intenta aumentar el volumen de negocio de la planta nuclear tapando el sol. Vistos en su conjunto,
estos ejemplos parecen abogar por una moral asentada en y ejercida desde el individuo, que
ponga a la familia por encima de cualquier institución.106
No obstante, pueden hallarse en la serie diversos ejemplos que no encuentran acomodo con
ninguna postura moral admisible. En un episodio, se habla con desprecio de Frank Grimes (quien
detesta que le llamen ‘Graimito’), el empleado modelo de la planta nuclear, mientras que Homer, un
gandul negligente, resulta mucho más querido por todos. Al final, Grimes se derrumba y decide
empezar a comportarse igual que Homer Simpson. Mientras «actúa como Homer», Grimes toca un
transformador y muere en el acto. Durante la oración del Reverendo Lovejoy en el funeral de
Grimes, («o Graimito, como le gustaba que lo llamaran»), Homer, que se ha adormilado y ronca, de
repente exclama «¡cambia de canal, Marge!» El resto de los presentes estalla en carcajadas
espontáneas y apreciativas, y Lenny dice «¡ése es Homer!». Allí acaba el episodio. En otro
episodio, Homer es responsable involuntario de la muerte de Maude Flanders, la mujer de Ned.
Entre la multitud que asiste a un partido de fútbol, Homer está ansioso por atrapar una de las
camisetas que unas animadoras disparan como proyectiles desde el campo. Pero justo cuando
lanzan una en su dirección, Homer se inclina a recoger un cacahuete. La camiseta le pasa por
encima e impacta en la piadosa Maude, haciéndola caer mortalmente de las gradas. Es difícil
situar estos episodios en una cartografía moral pues, desde luego, no concuerdan con la parábola
usual de la virtud recompensada.
¿Qué podríamos concluir, entonces, a partir de estos datos dispares, algunos de los cuales
nos alejan y otros nos llevan hacia la afirmación de que Los Simpson propugna la generosidad y los
valores progresistas en la familia? Antes de intentar llegar a una conclusión, quisiera ir más allá del
detalle de varios episodios de la serie y presentar otras pruebas que tal vez resulten pertinentes. Y
es que quizá podríamos analizar mejor la cuestión del empeño moral de Los Simpson a la luz de su
relación con ciertas corrientes intelectuales de la época. Advierto al lector que, si bien creo que mis
observaciones sobre el actual estado de la historia de las ideas son más o menos justas, también
están sumamente simplificadas y, desde luego, las posturas que esbozo no son compartidas de
manera unánime.
Comencemos por la pintura. El influyente crítico Clement Greenberg sostenía que el objetivo de
toda pintura era trabajar con el carácter irreductiblemente plano del medio, y reconstruyó la historia
de dicho medio de modo que culminase en la disolución del espacio pictórico tridimensional y la
aceptación de su índole totalmente plana por parte de los pintores de mediados del siglo xx. Desde
este punto de vista, los pintores eran como investigadores científicos cuyo trabajo contribuía al
progreso del medio, que se tenía por artístico a la par que científico. Pero la postura de Greenberg
fue perdiendo vigor porque era fundamentalmente injustificable y colocaba una camisa de fuerza a
los pintores, aunque no había otras teorías sobre la esencia de la pintura que contaran con
suficiente apoyo para competir por ese lugar. Como resultado, la pintura (y las otras artes) entraron
en una fase que el filósofo Arthur Danto ha denominado «el final del arte». Con esto Danto no
quería decir que no pudiesen seguir produciéndose obras artísticas, sino que el arte ya no podía
interpretarse como un progreso histórico hacia un fin determinado.107
Hacia el final de la década de 1970, muchos pintores habían retomado estilos previos, más
figurativos, y sus obras se convirtieron al mismo tiempo en representación de sus objetos y en
comentario sobre movimientos del pasado, como el expresionismo, y sobre el vacío
contemporáneo en la historia del arte. En lugar de hacer referencia a la esencia de la pintura, gran
parte de la producción de esa época comenzaba a hacer referencia a la historia de la pintura. Algo
similar ocurría en otros medios: arquitectos, cineastas y escritores revisaban la historia de sus
disciplinas.
Sin embargo, el arte no era el único sector en que se ponían violentamente en entredicho las
antiguas convenciones sobre la naturaleza e inevitabilidad del progreso. La ciencia, el icono por
antonomasia del progreso, era objeto de ataques desde diversos puntos. Kuhn ya había sostenido
(dependiendo del intérprete con el que estéis de acuerdo) que no había tal cosa como el progreso
científico o que, de haberla, no existían reglas para determinar lo que eran éste o la racionalidad
científica. Feyerabend, a su vez, argumentaba que quienes sostuvieran teorías sustancialmente
distintas no serían capaces siquiera de comprenderse entre sí y, por lo tanto, no había esperanza
de un consenso racional. En su lugar, exaltó las virtudes anárquicas del «todo vale». Las primeras
investigaciones sociológicas en el campo de la ciencia intentaban demostrar que, en lugar de
inspirar la búsqueda desinteresada de la verdad, la historia de la ciencia era esencialmente una
narrativa de intrigas a puerta cerrada que habían cobrado grandes proporciones, pues cada
transición en esa historia podía explicarse según los intereses y filiaciones personales de sus
participantes.108 Y, desde luego, la idea del progreso filosófico seguía en entredicho. En un texto
sobre Derrida, el filósofo americano Richard Rorty sostiene que no es posible alcanzar nada similar
a la verdad filosófica, que tal cosa no existe o no interesa, y que la filosofía es, en sí misma, un
género literario, motivo por el cual los filósofos deberían reinventarse como escritores que
reelaboran e reinterpretan los textos de sus predecesores. En otras palabras, la versión rortyana de
Derrida recomienda que los filósofos se conciban a sí mismos como participantes históricamente
conscientes de una conversación, y no como investigadores seudocientíficos.109 El propio Derrida
prefería un método conocido como deconstrucción, que alcanzó un auge de popularidad hace
algunos años y consistía en desmontar los textos de manera muy técnica para revelar
contradicciones ocultas y segundos motivos involuntarios. Rorty se pregunta si, dada la postura de
Derrida con relación a la posibilidad del progreso filosófico, la deconstrucción sólo puede usarse
con fines negativos, es decir, si es posible recurrir a ella para elaborar algo más que una burla
filosófica de otros textos.
Permitidme que insista en que estas afirmaciones acerca de la naturaleza del arte, la ciencia y
la filosofía son sumamente controvertidas. Sin embargo, la única afirmación, relativamente poco
controvertida, que he de suscribir para sustentar mi tesis es que cada vez son más las personas
que comparten este tipo de posturas. Nos encontramos en medio de una crisis generalizada de la
autoridad: artística, científica, filosófica, religiosa y moral, y ello de una manera desconocida por las
generaciones anteriores. Ahora bien, mientras lentamente ponemos los pies en la tierra y
regresamos a Los Simpson, deberíamos preguntarnos lo siguiente: si la crisis que he descrito se
halla tan extendida como creo, ¿de qué manera podría reflejarse en la cultura popular en general, y
especialmente en la comedia?
Ya nos hemos referido a un fenómeno que podría tomarse como consecuencia de una crisis
de autoridad. Cuando han tenido que hacer frente a la muerte de la idea del progreso en sus
respectivos campos, pensadores y artistas a menudo se han decantado por revisar la historia de
los mismos. Así, los artistas han reconsiderado la historia del arte; los arquitectos, la historia del
diseño, y así sucesivamente. Se trata de un giro natural: una vez que se ha abandonado la idea de
que el pasado es sencillamente un camino primitivo hacia una actualidad que lo ha superado y un
mañana incluso mejor, podemos intentar un acercamiento a ese pasado como si se tratase de un
igual. Por otra parte, si el argumento del progreso queda fuera de la lista de temas por discutir, la
conciencia de la propia historia podría ser una de las pocas cosas que queden para llenar el vacío
conversacional de esta o aquella disciplina. Por ello, podría pensarse que el citacionismo es un
fruto natural de la crisis de la autoridad, y que su prevalencia en Los Simpson es también resultado
de dicha crisis.
La idea de que el citacionismo en Los Simpson es resultado de algo «que se respira» la
confirma la contundente omnipresencia de la apropiación histórica en la cultura pop. Coches como
el Nuevo Escarabajo Volkswagen Beetle y la PT Cruiser funcionan a manera de cita de tiempos
pasados, y sus productores sencillamente no dan abasto. Tal es la demanda. En arquitectura, los
complejos habitacionales del Nuevo Urbanismo han intentado recrear el ambiente de las pequeñas
ciudades de hace décadas, y han resultado tan populares que sólo los más adinerados pueden
comprar casas en estos complejos. El mundo musical es un cajón de sastre de citas de diversos
estilos, en donde a menudo las creaciones originales citadas sencillamente se samplean y
procesan de nuevo.
Para ser justos, no todos los casos de citacionismo histórico deberían interpretarse como
resultado de una crisis de autoridad reinante. Por ejemplo, el movimiento del Nuevo Urbanismo en
arquitectura fue una respuesta directa a un desgaste evidente en el sentimiento de comunidad,
originado en la funesta combinación de una periferia económicamente segregada y la presencia
de anodinos centros comerciales. Dicho movimiento intentaba aprovechar la historia para convertir
el mundo en un lugar mejor, donde las personas pudiesen convivir con otras personas. Así pues, el
grado de citacionismo de Los Simpson podría apuntar hacia una crisis de la autoridad, pero
también podría derivarse de una estrategia para construir un mundo mejor, a la manera del Nuevo
Urbanismo, o podría ser apenas un accesorio de moda, como los pantalones caqui retro de The
Gap.
Pero no. Si queremos sumergirnos en las profundidades de la relación entre Los Simpson y la
crisis de la autoridad tendremos que echar mano de otros recursos, y en este punto es donde
retomo la pregunta original del presente apartado: ¿acaso Los Simpson se vale del humor para
impartir lecciones morales? Mi respuesta es que Los Simpson no enseña nada, porque el humor
de la serie sólo propone puntos de vista que inmediatamente pueda desarticular. Por otra parte,
este proceso de desmontaje es tan inherente a la serie que no podemos verlo como un gesto
meramente cínico, pues se ocupa incluso de dislocar el propio cinismo de la serie. Este constante
proceso de desmantelamiento es lo que llamo «hiperironía».
Para comprenderlo mejor, tomemos en consideración un episodio de la séptima temporada
de la serie, «Escenas de la lucha de clases en Springfield». En este episodio, Marge se compra un
traje de Coco Chanel por noventa dólares en una tienda de saldos. Cuando se lo pone, se topa con
una antigua compañera de secundaria que toma nota del traje de diseñador y, creyendo que, al
igual que ella misma, Marge pertenece a la clase acomodada, la invita al exclusivo Glen Country
Club de Springfield. Sobrecogida por el refinamiento que la rodea, y a pesar de los comentarios
maliciosos de las mujeres que señalan que siempre lleva el mismo traje, Marge se decide a medrar
en la escala social. Aunque al comienzo se sienten excluidos, Homer y Lisa acaban enamorándose
del club por los campos de golf y las caballerizas. Pero justo cuando están a punto de ser
aceptados como miembros, Marge se da cuenta de que su nueva obsesión con el estatus social ha
desplazado su interés por la familia. Después de razonar que probablemente el club tampoco
quiera contarlos entre sus miembros, Marge y los suyos deciden volver a casa en el último
momento. Pero no saben que el club les ha preparado una suntuosa fiesta de bienvenida y que
quienes les esperan quedarán profundamente decepcionados ante su ausencia. El señor Burns
incluso había hecho la compota de higos él mismo.
A primera vista, el episodio puede parecer otro ejemplo de reafirmación de los valores
familiares típico de la serie: después de todo, Marge elige a la familia en lugar del estatus.
Además, ¿qué podría resultar más insignificante que el estatus entre un montón de esnobs
inhumanos y superficiales? Sin embargo, los socios del club resultan ser personas amigables y
bastante afectuosas, desde el golfista, Tom Kite, que le da consejos a Homer sobre su swing
aunque este último le ha robado los palos —y los zapatos— de golf al señor Burns, quien a su vez
agradece a Homer que haya puesto de manifiesto su falta de honradez en el juego. Poco a poco, el
hastiado cinismo que parece reinar en el club se va convirtiendo en un mero tropo conversacional;
los miembros están dispuestos a aceptar a la familia Simpson, de clase trabajadora, ¿o acaso no
se han dado cuenta de que pertenecen a la clase media baja?110 La situación se complica si se
toman en cuenta los motivos por los que Marge a última hora decide no asistir a la reunión. En
primer lugar se encuentra el falso dilema entre cuidar de su familia y ser bienvenida en el club. ¿Por
qué una posibilidad habría de excluir la otra? En segundo lugar, Marge cree que su familia
sencillamente no pertenece a ese lugar. Esta idea parece basarse en una actitud clasista que los
propios socios del club no exhiben. De modo que el episodio no sienta unas bases estables sobre
las que el espectador pueda descansar su juicio. Hace un amago a la santidad de los valores
familiares y luego un drible hacia el determinismo de clase, pero no escoge la mitad del campo en
la que deba jugar. Por otra parte, al reflexionar un poco más, ninguna de las «soluciones» que por
momentos parece plantear resultan satisfactorias. A su manera, el episodio es tan cruel y
despiadado como el de Graimito. Con todo, si este último episodio hace gala de sangre fría, el del
club social hace aparecer, como por arte de magia, ciertas soluciones reconfortantes y
satisfactorias que, sin embargo, desecha de inmediato. En mi opinión, he allí el paradigma de los
verdaderos Simpson. Creo que, si existe una crisis de la autoridad, la hiperironía es la forma
humorística más apropiada para expresarla. Recordemos que muchos pintores y arquitectos
acabaron revisando la historia pasada de la pintura y la arquitectura cuando abandonaron la idea
de un objetivo fundamental transhistórico inherente a estas disciplinas. Recordemos también a
Rorty, para quien, siguiendo a Derrida, no existe una verdad filosófica trascendente, por lo cual
reconstruye la filosofía como una conversación históricamente consciente que en gran parte
consistiría en la reelaboración de obras del pasado. Una interpretación posible de todas estas
transiciones es que, con el abandono del «conocimiento», se ha desarrollado el culto al «ser un
entendido». Es decir, si no existe la verdad última (o método para alcanzarla), de todas formas
puedo demostrar que entiendo mejor que vosotros mismos las reglas intelectuales según las cuales
operáis. Puedo mostrar mi superioridad en relación con vosotros al probar que estoy al corriente
de lo que os mueve. Ninguna de nuestras posiciones es definitivamente superior, pero por el
momento al menos puedo situarme en mejor sitio en las arenas movedizas del juego al que
estamos jugando. La hiperironía es la concreción humorística del culto al «ser un entendido». Dada
la crisis de autoridad, no hay propósitos más excelsos, como la enseñanza moral, la revelación
teológica o la demostración de las maneras del mundo, a los que pueda orientarse la comedia. Al
contrario, el humorismo puede usarse para atacar a todo el que crea poseer alguna respuesta a las
preguntas más significativas, y ello no con el fin de reemplazar el objeto de ataque por una mejor
perspectiva sobre la cuestión, sino sencillamente por el placer de atacar, o tal vez por la sensación
momentánea de superioridad antes mencionada. Los Simpson se deleita en atacar. Casi todo es
un objetivo posible de ataque, cualquier personaje estereotipado, cualquier punto débil, y desde
luego todas las instituciones. La serie juega a llevar ventaja a los miembros de la audiencia al
retarlos a identificar la avalancha de alusiones que les arroja. Y, como bien ilustra «Escenas de la
lucha de clases en Springfield», se cuida de asumir una posición.
Estaría en lo correcto quien señalase que muchos otros episodios son bastante menos
desoladores o narrativamente menos estables que los de Frank Grimes y el club social. La mayor
parte de los primeros episodios, como aquel en que Bart decapita la estatua del pueblo, cuentan
con soluciones sencillas y orientadas hacia la familia. Episodios posteriores contienen ya algún
desmontaje cosmético. Al comienzo de «Homer en el espacio exterior», de la quinta temporada,
Bart escribe «INSERTAR CEREBRO AQUÍ» con un rotulador grueso en la nuca de Homer. Más
adelante, una vez que Homer ha salvado su cápsula espacial, Bart escribe «HÉROE» en la nuca de
Homer. Aquí, la ilusión de desmontaje sólo sirve para darle un toque amargo a una golosina que, de
otro modo, resultaría demasiado edulcorada. ¿O no? Al fin y al cabo,
Homer ha salvado la misión espacial por error, pues inadvertidamente ha reparado una
escotilla al intentar matar a otro astronauta con una barra de carbono. La escotilla en cuestión se ha
aflojado en el intento de evacuar unas hormigas experimentales que Homer había dejado sueltas
por accidente. Y el mundo —y la revista Time— reconocen a la «barra inanimada de carbono», y no
a Homer, el mentó de la salvación de la nave espacial. Asi pues, sería justo afirmar que el momento
afectuoso entre Homer y Bart está contaminado por los eventos previos.
Sin embargo, para ser justos con quienes opinan que Los Simpson asume una posición moral
unívoca, hay episodios que no parecen desarticularse a sí mismos en ningún sentido. Pensad, por
ejemplo, en el episodio arriba mencionado, en el que Bart ayuda a Lisa en la escuela militar. En él
se ridiculizan muchas cosas, pero la bondad fundamental de la relación entre Bart y Lisa no se
cuestiona. En otro episodio, cuando Lisa descubre que Jebediah Springfield, legendario fundador
de la ciudad, era un impostor, se abstiene de anunciar su descubrimiento a la ciudad porque se da
cuenta del valor social del mito.111
Y, por supuesto, debemos mencionar el episodio en que muere el músico de jazz Gingivitis
Murphy, que de veras merece el epíteto simpsoniano de «peor episodio de la historia», pues
combina un sentimentalismo carente de autocrítica y una adoración ingenua de la creación artística,
adornando la combinación con un seudojazz involuntariamente espantoso que funcionaría mejor
como tema musical de talk show de canal de pago. El tema de Lisa, Jazzman, representa al mismo
tiempo estos tres problemas, y debe contar como el peor momento del peor episodio de la historia.
A pesar de la evidencia de estos episodios y otros similares, que se ven con demasiada
frecuencia para dejarlos pasar como accidentes, nos encontramos de nuevo con los datos
contradictorios con los que hemos comenzado el presente apartado. ¿Los Simpson es una serie
hiperirónica o no? Podría sostenerse que la hipertonía es un accesorio de moda, ironía marca The
Gap, y que no da cuenta del ethos o modo de ser del programa.
Otra serie que ha tenido buena acogida por parte de la crítica, Buffy el Cazavampiros, está tan
profundamente comprometida con la distinción maniquea entre el bien y el mal como sólo puede
estarlo un adolescente. Su dependencia de los chistes agudos y la ironía subversiva es epidérmica.
Bajo la superficie, apenas se encuentran unos adolescentes dominados por la angustia que
combaten en una solemne batalla contra unos demonios malignos que quieren destruir el mundo.
Podría argumentarse que quizá, bajo la ironía superficial de Los Simpson, se descubrirá un
compromiso vigoroso con los valores familiares.
Yo preferiría argumentar que la hiperironización simpsoniana no es la máscara de un
compromiso moral subyacente, y ello por tres motivos, de los cuales resultan plausibles, si bien
insuficientes, los primeros dos. En primer lugar, Los Simpson no consiste en un episodio único,
sino en más de cuatrocientos, divididos en más de veinte temporadas. Hay buenas razones para
pensar que la aparente conclusión de un episodio se verá desarticulada por la conclusión de algún
otro;112 es decir, que se nos induce a responder con ironía a este o aquel episodio, dadas las
claves que proporcionan tantos otros. Con todo, podría replicarse que este desmontaje
interepisódico se ve en sí mismo desarticulado por la frecuencia de los finales familiares felices en
la serie.
En segundo lugar, como serie consciente de estar «a la última» se podría afirmar que Los
Simpson está al corriente de una actualidad que además suscribe. Y los valores familiares
difícilmente están a la última. De modo que son pocas las razones para creer que Los Simpson
abrazarían esos valores de todo corazón. Sin embargo, lo anterior es, en el mejor de los casos, una
confirmación débil. Como programa innovador, Los Simpson podría flirtear con la hipenronía sin por
ello asumirla plenamente. Despues de todo, jurar fidelidad a una bandera con dificultad es una
actitud hiperirónica, así que, además de ser un programa de moda y consciente de ello, se trata
también de un producto que debe mantenerse dentro de los límites que le impone un horario estelar
en la televisión. Podría argumentarse que estos límites obligarían a Los Simpson a comprometerse
con algún tipo de posición moral aceptable. Por lo tanto, no podemos inferir que se trate de una
serie hiperirónica a partir de la única premisa de que es consciente de su propia cualidad
innovadora.
La tercera y más sólida razón a favor del argumento de la hiperironía como rasgo dominante y
en contra de la tesis de que Los Simpson está a favor de los valores familiares se basa en la
percepción de que la energía cómica de la serie decae significativamente cada vez que salen a la
superficie conclusiones morales o didácticas (como en los episodios de Gingivitis Murphy). A
diferencia de Buffy cazavampiros, Los Simpson es fundamentalmente una comedia. Buffy puede
salir bien librada si abandona su postura irónica porque se trata de una aventura centrada en la
eterna batalla entre el bien y el mal. Los Simpson no tiene otra alternativa que hacer reír. De modo
que se trata de una serie muy divertida cuando celebra la crueldad física de cualquier episodio de
Rasca y Pica, hilarante cuando ridiculiza a Krusty y los genios del marketing que transmiten Rasca
y Pica, y banal, monocorde y nada divertida cuando intenta tratar con seriedad la cuestión de la
censura a partir de Rasca y Pica. La sustancia vital de Los Simpson y su logro más sorprendente
es el ritmo de crueldad y ridículo que ha conseguido mantener durante más de un decenio. La
preponderancia del citacionismo contribuye a mantener el nivel, pues gracias a este recurso la
serie puede buscar blancos más allá de sí misma. Cuando el tiro al blanco cede el lugar a los
saludables mensajes de integridad o a los momentos familiares reconfortantes, el ritmo disminuye
a una lentitud vergonzosa, que el risómetro no alcanza a registrar.
No pretendo afirmar que los creadores de Los Simpson tuvieran ante todo la intención de
hacer teatro de la crueldad, aunque puedo imaginar que así fue. Antes bien, quisiera sostener que,
en cuanto comedia, el objetivo de la serie es hacer reír, y deberíamos interpretarla desde un punto
de vista que destaque al máximo la capacidad que tiene de conseguirlo. Cuando, al contrario,
asumimos que se trata de un excéntrico pero sincero refrendo de los valores familiares, nos
situamos en una perspectiva desde la cual se pierde de vista el potencial cómico de la serie. Y si,
en cambio, vemos la serie como una producción erigida sobre los pilares gemelos del humor
misantrópico y el «ay qué ingeniosos somos» en la superación intelectual del resto, le concedemos
un máximo potencial cómico, pues prestamos atención a aquellos elementos que nos hacen reír.
De ese modo, además garantizamos una función vital al grado de citacionismo y, por añadidura,
relacionamos la serie con una tendencia de pensamiento dominante en el siglo xx.
Pero, si los sensibleros momentos familiares no desarrollan el potencial humorístico de la
serie, ¿por qué están presentes? Una explicación posible es que, sencillamente, se trata de
errores; se suponía que fueran hilarantes pero no lo son. La hipótesis, sin embargo, no es
admisible.
Una segunda conjetura es que la serie no sea exclusivamente comedia, sino más bien
comedia para la familia, es decir, algo saludable y no demasiado hilarante que la familia entera
pueda aspirar a disfrutar. Se trata, sin embargo, de otra hipótesis implausible. Como alternativa,
podemos intentar desentrañar la función de los momentos reconfortantes, y creo que tal función
existe. Supongamos que el motor que propulsa Los Simpson se alimente de ingeniosa crueldad.
Aunque el público aprecie el humor de la serie, podría no querer recibir un mensaje tan deprimente
semana tras semana, en especial si dicho mensaje se centra en una familia con prole. Seinfeld
nunca ofreció esperanza alguna, su corazón era duro como la piedra, pero era una sene sobre
adultos sin afecto. Una serie igualmente sombría que incluya niños entre sus personajes se
parecería a la parodia de una sitcom en Asesinos por naturaleza, el filme de Oliver Stone, en donde
el comediante Rodney Dangerfield hace las veces de alcohólico que maltrata a los niños. Con los
años, una serie de esa índole perdería gancho y espectadores, para decir lo mínimo. En cambio,
sostengo que los treinta segundos aproximados de redención aparente en cada episodio de Los
Simpson existen ante todo para ayudarnos a perseverar durante los veintiún minutos y medio de
maníaca crueldad con los que comienza el siguiente episodio. En otras palabras, los momentos de
unión familiar permiten que Los Simpson se perpetúe en cuanto serie. El humorismo no tiene su
razón de ser en el mensaje: al contrario, la ilusión ocasional de un mensaje positivo nos permite
tolerar un poco más de humor. A menudo filósofos y críticos hablan de la paradoja del horror y la
paradoja de la tragedia; ¿por qué buscamos con tal afán aquellas formas artísticas que provocan
emociones desagradables como la compasión, la tristeza y el miedo? Creo que, al menos en
cuanto a ciertas formas humorísticas, existe una paradoja igualmente importante. ¿Por qué
buscamos formas artísticas que nos hagan reír de las desgracias de los demás, de un mundo sin
redención posible? En este caso, la risa parece tener un costo muy elevado. El uso que en Los
Simpson se hace de finales reconfortantes centrados en la idea de la familia debería verse como
un intento de ocultar la paradoja de la comedia que tan bien ejemplifica la propia serie.
Espero haber demostrado que el citacionismo y la hiperironía son recursos predominantes,
interdependientes y responsables por igual del funcionamiento del humor en Los Simpson. La
imagen que he dibujado de la serie es deprimente porque he definido su humor de modo negativo,
como un humor de la crueldad y la condescendencia, aunque se trate de una crueldad y una
condescendencia sin duda hilarantes.113 Con todo, he omitido un rasgo muy importante en esa
imagen: los miembros de la familia Simpson, compuesta por una versión no muy lista del ello
freudiano en el papel de padre, un hijo sociópata, una hija remilgada y una madre bastante insípida
e inocua, se aman entre sí. Y nosotros los amamos. A pesar de desmontar cualquier ilusión de
valor, y a pesar de que, semana tras semana, nos ofrezca escaso consuelo, la serie consigue dar
cuenta de la fuerza pura del amor irracional (o no racional) de los seres humanos hacia otros seres
humanos, y nos obliga a participar al hacernos amar a esas trémulas figuritas pintadas sobre
celuloide que viven en un trémulo mundo vacuo. Eso sí que es entretenimiento cómico.114
9.- LOS SIMPSON Y LA POLÍTICA DEL SEXO
DALE E. SNOW Y JAMES J. SNOW
El mayor logro de Los Simpson ha sido poner en entredicho cierta mojigatería de la televisión
que, en los años cincuenta del siglo xx, venía ejemplificada por los lugares comunes de Father
Knows Best y que, actualmente, jalona la programación de la cadena americana Fox, cuya calidad
es objeto de viva discusión en la serie. Con todo, Los Simpson perpetúa y amplía una política
sexual conservadora en tres sentidos. En primer lugar, da cuenta de una ciudad, Springfield,
poblada de una abrumadora mayoría masculina. En segundo lugar, los episodios centrados en Bart
o en Homer son los más abundantes y, por último, la serie ofrece una caracterización sesgada de
Marge y Lisa.
VAYA MUNDO MACHISTA, MACHISTA Y OTRA VEZ MACHISTA
Congresista Arnold: ¡Hola!, tú debes ser Lisa Simpson.
Lisa: Hola, señor.
Congresista Arnold: Lisa, con tesón, quién sabe, un día podrías ser congresista o senadora, ya
tenemos unas cuantas, ¿sabes?
Lisa: Sólo dos, me he enterado.
Congresista Arnold: [se ríe] ¡Mira qué lista! «La familia va a Washington»
Una de las indefectibles delicias visuales de Los Simpson es la riqueza y el detalle de los
elementos que se encuentran en un segundo plano, en especial cuando se trata de escenas
multitudinarias. Bugs Bunny puede haber jugado al béisbol ante un estadio repleto de indistintos
garabatos ovales, e igualmente encontramos caras vacías en Doug o Ren and Stimpy (para
nombrar sólo dos series animadas, muy distintas entre sí), pero Springfield está poblada de
personajes reales, y en cada secuencia en la que haya muchedumbres es posible reconocerlos. Se
entiende por qué toma seis meses llevar a cabo la animación de cada episodio, visto el cuidado
que se reserva a las señales de tránsito, los paisajes de fondo, urbanos y rurales por igual, y la
creación de decenas de residentes de Springfield que se distinguen al instante.
Al espectador habitual no le sorprenderá, por ejemplo, ver a Moe, a Otto, al señor Burns, a
Smithers o a Jasper entre el público de una presentación escolar, ello a pesar de que
(presumimos) estos personajes no tengan hijos en edad de asistir a la escuela primaria.
De igual modo, el director Skinner, el jardinero Willy y Edna Krabappel son rostros familiares
entre la multitud que escucha a los charlatanes, asiste al circo o participa en manifestaciones ante
el ayuntamiento. Como han señalado numerosos críticos, el espectador habitual tiene la sensación
de conocer la ciudad y, de hecho, Springfield es un elemento vital en el éxito de Los Simpson:
Al dotar de vida a un «cosmos maravillosamente congestionado», Groening consigue
mantener en suspenso la trama principal durante un período temporal relativamente largo... Las
localizaciones de la serie y su composición de base contribuyen a la excepcional variedad de
líneas arguméntales, de las que son condición previa, y abren paso al infinito universo de relatos
posibles en el formato animado; es decir, al retratar la realidad y lo sobrerreal de una manera
artística y al mismo tiempo dramática, cualidad que sólo se puede considerar específica de la
literatura y rara vez se encuentra en el cine contemporáneo.115
Por lo tanto, no es baladí subrayar que, en términos de distribución de géneros, la ciudad de
Springfield es, si acaso, ligeramente más conservadora que el universo de programas televisivos
que a menudo satiriza. Julia Wood describe del modo siguiente la norma televisiva:
Los hombres blancos forman dos tercios de la población. Las mujeres son menos, quizá
porque ni siquiera un diez por ciento vive más allá de los treinta y cinco años. Aquellas que lo
consiguen, al igual que sus iguales más jóvenes o masculinos, son casi todas blancas y
heterosexuales. Además de ser jóvenes, la mayor parte de las mujeres son hermosas, muy
heterosexuales. Además de ser jóvenes, la mayor parte de las mujeres son hermosas, muy
delgadas, dóciles y principalmente se ocupan de sus relaciones sentimentales... Hay algunas
mujeres malas y maliciosas, y no son tan guapas ni tan sumisas o afectuosas como las mujeres
buenas. Casi todas las mujeres malas trabajan fuera de casa, y probablemente por eso se han
endurecido y ya no resultan deseables.116
Por cuanto sabemos, los funcionarios censales no han visitado Springfield en la década de
2000, de modo que nos fiaremos de tres fuentes en el intento de establecer la distribución de los
sexos. Who’s Who in Springfield, un sitio en Internet que se describe como «listado exhaustivo de
referencias literarias, políticas, históricas, televisivas, militares, fílmicas, musicales, comerciales y
de dibujos animados en los personajes secundarios de Los Simpson»,117 contiene un apartado
que se denomina «Personajes recurrentes», y que tiene por objeto incluir cada personaje que haya
aparecido en más de un episodio, desde Gingivitis Murphy hasta Rainer Wolfcastle. Aparte de los
cinco miembros de la familia nuclear Simpson, el listado incluye 45 personajes masculinos,
además de Radioactivo Man (el personaje de tebeos favorito de Bart) y 11 personajes femeninos,
así como de Stacy Malibú, la muñeca de Lisa. Incluso si considerásemos que Rasca y Pica están
más allá de la distinción de género, la proporción es de cuatro a uno.
Pasemos a otra fuente informativa: Guía completa de Los Simpson118 y Los Simpson ¡Por
siempre! Continuación de la guía completa de nuestra familia favorita.119 El apartado «Who Does
the Voice» (‘Quién hace la voz’) contiene un listado de 59 personajes masculinos, a los que
añadiríamos a Lionel Hutz, Troy McClure, el Actor Secundario Bob y el Actor Secundario Mel, lo cual
suma un total de 63, comparado con apenas 16 personajes femeninos. Los Simpson ¡Por siempre!
añade cinco personajes masculinos (Base de Datos, el doctor Loren J. Pryor, el señor Bouvier,
Gavin y Billy) y uno más o menos femenino (la voz de Stacy Malibú), pero también deja fuera a
Jacqueline Bouvier y a la tía Gladys, presumiblemente porque están muertas, pero en ese caso
también debería quedar fuera Maude Flanders.
Por último, tenemos nuestro propio conteo de cabezas, según el cual añadiríamos a Agnes
Skinner, (la señora) Helen Lovejoy, (la señora) Luanne Van Houten, Manjula (la novia/mujer de Apu)
y Janey Powell, con lo cual el total de personajes femeninos que aparecen más de una vez en la
serie es de 15. El elenco, sin embargo, difícilmente resulta estimulante: de las 15, seis aparecen
exclusivamente como mujeres o madres de personajes masculinos mucho más plenamente
desarrollados. La señora Bouvier, Maude Flanders, la señora Lovejoy, la señora Van Houten, Agnes
Skinner y Manjula. Cinco son personajes realmente menores, que apenas hablan: Sherri y Terri, las
gemelas de cabello púrpura, Janey Powell, la cocinera Doris y la señorita Hoover (la maestra de
Lisa). En representación de la mujer trabajadora sólo quedan Patty, Selma y Edna Krabappel (y
puesto que uno de los rasgos definitorios que las tres tienen en común es que fuman de modo
empedernido, podría concluirse que están presentadas como mujeres que «se han endurecido y ya
no resultar deseables», en palabras de Wood). Sólo Ruth Powers, la vecina divorciada de los
Simpson, es una mujer adulta sin ataduras y con una mentalidad propia (aunque apenas ha tenido
algún parlamento en dos episodios: «La chica nueva del barrio» y «Marge se da a la fuga»).
Por lo tanto, resulta sorprendente (y aquí sólo citamos a uno de los muchos críticos que han
expresado ideas similares) que, según un ensayo de James Poniewozik titulado «The Best TV
Show Ever», (‘El mejor programa televisivo de la historia’), publicado en la revista Time, uno de los
puntos fuertes de Los Simpson sea que
cuenta con el mejor elenco posible de la televisión. Ninguna otra serie ha presentado tantos
personajes secundarios tan bien desarrollados como los que pueblan Springfield. Los guionistas
de Los Simpson han abierto la puerta a otros mundos dentro del mundo de la serie al investir
con historias personales y vidas plenas a personajes aparentemente menores. Cualquier
personaje que haya aparecido unos segundos en un episodio podría convertirse en protagonista
de algún otro episodio posterior: Apu, Smithers, Barney el borracho. Mirar a uno de esto
segundones, Krusty el payaso, es comprender la infinita fertilidad de Los Simpson. Concebido
inicialmente como apoyo para Lisa y Bart, que lo seguían por televisión, Krusty ha desarrollado
una historia de identidad étnica, (nacido Herschel Krustofsky, se rebeló contra el padre rabino) y
se ha convertido en contrafigura satírica de toda la industria del entretenimiento.120
Si el «mejor elenco posible de la televisión» es al menos tres cuartas partes masculino, ¿qué
nos dice esto sobre el espejo de la realidad que la televisión nos ofrece a los espectadores?
Replicar que Los Simpson es un espejo deformante no basta, pues la población masculina y
mayoritaria de Springfield no es un comentario sobre la televisión común, sino que cumple con la
norma sin cuestionarla.
Que haya tal desequilibrio entre la población masculina y la femenina podría considerarse un
problema menor, pero la cuestión cobra relevancia cuando se toman en consideración el contenido
y el tema de los propios episodios. De los 248 episodios transmitidos durante las primeras once
temporadas, el «Archivo» de episodios de Lisa121 contiene un listado de 28, a los que podríamos
agregar otros diez.122 El «Archivo» de Marge123 incluye un listado obviamente incompleto de
episodios que, podría argumentarse, se centran en Marge; nosotros hemos sumado un total de 21,
y eso incluye los episodios que contienen flash-backs de los tiempos de noviazgo entre Homer y
Marge. Hemos insistido en el detalle para conseguir suficientes pruebas que sustenten nuestra
tesis; a saber, que la presencia porcentual femenina es más o menos la misma en contenido de los
episodios que en la población de Springfield; es decir, que hay cuatro o cinco episodios centrados
en Bart, Homer u otros personajes masculinos por cada uno dedicado a Lisa, Marge u otro
personaje femenino.124 Quien aprecie las teorías de conspiración se divertirá al comprobar que,
según el artículo sobre los «Simpsons Guest Stars», (las estrellas invitadas’ de la serie) que
aparece en el Archivo de Los Simpson arriba citado, el programa ha contado exactamente con 160
invitados estelares masculinos (sin incluir las múltiples apariciones de Phil Hartman, Albert Brooks,
Jon Lovitz y demás) y 40 apariciones femeninas.125 En la mayoría de los casos, estos invitados
estelares prestaban voz a su propio personaje, de modo que la desproporción incluso se extiende
a la lista de invitados.
EL CONTENIDO DE LOS PERSONAJES
Marge desciende directamente de un largo linaje de mujeres y madres televisivas piadosas y
dispuestas al sufrimiento y al sacrificio, cuya función dramática principal es comprender, amar y
limpiar lo que sus maridos ensucian. Desde luego, estas amables criaturas existían antes que la
televisión. En su ensayo Professions for Women, Virginia Woolf, con su habitual precisión de
taxonomista, se refiere a este tipo de mujer como «El ángel del hogar».
Vosotras, que pertenecéis a una generación más joven y feliz, tal vez no hayáis oído hablar
de ella, y quizá no comprendáis a qué me refiero con «El ángel del hogar». Intentaré describirla
con la mayor brevedad posible. Era infinitamente comprensiva. Era inmensamente cautivadora.
Era absolutamente altruista. Sobresalía en el difícil arte de la vida familiar. Se sacrificaba todos
los días. Si había pollo, ella se servía el muslo, si había un barril, ella se sentaba en él. En suma,
estaba hecha de modo que nunca tuviese un pensamiento o un deseo propio y, antes bien,
optase siempre por comprender y compartir los deseos y los pensamientos de los demás.126
Puede que Marge no sea un personaje tan angelical, pero los que la han precedido en la
pequeña pantalla son fáciles de identificar: Alice Kramden, que soportaba a su irascible Ralph;
Edith Bunker, siempre preparada para los imprevisibles estallidos de Archie; y Marión Cunningham,
fiel a su familia totalmente disfuncional, comparten en gran medida la disposición a perdonarlo todo
que Marge exhibe ante Homer. En su estudio sobre Father Knows Best, la comedia de situación
televisiva arquetípica de los años cincuenta, Patricia Mellencamp ha señalado que uno de los
elementos principales de este tipo de situaciones domésticas es la «cómica satisfacción de las
mujeres» en papeles domésticos tradicionales.127 El intento de romper con estos papeles
típicamente destinados a las mujeres resulta sin duda divertido, y buena parte de los episodios de
Marge aprovechan precisamente este recurso humorístico. El otro aspecto principal de la «cómica
satisfacción de las mujeres» puede verse en el esfuerzo de la fémina tradicional de mantener las
buenas maneras y los estándares morales o legales, lo cual la transforma en una «pesada» ante el
resto de la familia, lo cual a su vez la convierte en el blanco de numerosos chistes masculinos. Una
vez más, Marge encaja a la perfección en el molde.
A primera vista, Marge es una madre televisiva rebelde. Su elaborado moño azul y su piel
amarilla le conceden un aspecto visual sorprendente. Sin embargo, una inspección detallada del
personaje revela que se mantiene dentro de los límites de la maternidad televisiva establecidos a
finales de la década de los cincuenta y comienzos de los sesenta. El cabello bien peinado hace
pensar en un linaje de madres que va desde Harriet Nelson a June Cleaver. Su collar de perlas
recuerda a Margaret Anderson (Father Knows Best), June Cleaver, Donna Stone (The Donna Reed
Show), e incluso a Vilma Picapiedra. En casa o en público, Marge lleva el convencional vestido de
sus predecesoras de finales de los años cincuenta y comienzos de los años sesenta. El modo de
vestir de la madre televisiva sólo fue subvertido brevemente, entre finales de los años cincuenta y
principios de los sesenta, por Morticia Addams y Lily Monster, pero por norma general la
maternidad ha convertido a estos personajes en seres relativamente asexuales, aunque mantengan
una feminidad tradicional.
Cabe recordar aquí que esas primeras madres televisivas se- xualizadas, Morticia Addams y
Lily Monster, eran claramente fenómenos de la naturaleza (Lily y Hermán Monster fueron la primera
pareja de la televisión que compartió una cama).128 La primera madre verdaderamente definida en
el plano sexual que haya aparecido en una serie de televisión, Peg Bundy, se ganó su sexualidad
mediante una suerte de refunfuñona no-participación en los papeles familiares que la tradición
reservaba a las mujeres: aunque no trabajaba fuera de casa, tampoco se encargaba de las labores
del hogar y, desde luego, no hacía de madre. Sin embargo, la primera mujer de la televisión en
subvertir por completo todos los aspectos del papel materno tradicional es la señora Cartman de
South Park, que desafía las convenciones en la medida en que se encuentra en una calamitosa
contradicción: reconoce la maternidad como un papel, incluso como una fachada (que no sabe
cuidar muy bien), pero bebe, fuma crack y es sexualmente promiscua. Si nos permitiésemos
buscar una solución de continuidad entre los personajes maternales televisivos que incluyese,
digamos, a Harriet Nelson y a la señora Cartman, veríamos que Marge se encuentra arraigada con
firmeza en la tradición de la maternidad de las series de los años cincuenta y sesenta.
Y si Marge se mantiene dentro de los límites de la tradición no es sólo a causa de su
temperamento, que tanto la acerca al «ángel» del que escribía Virginia Woolf, sino porque, al igual
que tantas de sus predecesoras, se ha quedado «en casa». Recordemos que Harriet Nelson nunca
salía de su hogar, como tampoco lo hacían June Cleaver, Donna Stone, Morticia Addams, Lily
Monster, Samantha Stevens y demás. Muchas madres televisivas tradicionales sí trabajaban fuera
del hogar (como Elyse Keaton o Clair Huxtable), pero en general lo hacían fuera de cámara para
asegurar que sus empleos no interfiriesen en sus obligaciones como madres. Lo mismo ocurre con
Marge Simpson; las mujeres casadas en el universo simpsoniano no trabajan, así que el drama de
la vida de Marge suele desarrollarse dentro de los confines de su casa en Evergreen Terrace.
La casa en cuestión es un bastión de armonía doméstica y serenidad moral. Springfield, que
representa la esfera pública, es una ciudad marcada por la decadencia moral, trátese del
capitalismo avaricioso encarnado en el señor Burns o de la ebriedad que reina en el bar de Moe.
Esto no quiere decir que el hogar de la familia Simpson no se vea amenazado moralmente en
ningún momento, sino que los retos morales suelen consistir en la amenaza de subversión de la
esfera privada por parte de la pública. A menudo, Groening y los guionistas permiten que el mal
invada la casa a través de la televisión (Krusty el payaso y en especial Rasca y Pica, pero también,
aunque de manera levemente más sutil, a través de los telediarios evidentemente sesgados de
Kent Brockman o los afectados publirreportajes de Troy McClure). Pero al final el hogar se
mantiene incólume ante la desintegración moral; la familia queda siempre indemne y mantiene su
funcionalidad.
A menudo, Marge es el único adulto que defiende valores estéticos y morales y, en ese
sentido, hace pensar una vez más en «el ángel del hogar» y su legendaria pureza. No tolera la
violencia en los dibujos animados («Rasca, Pica y Marge») ni las obras públicas innecesarias
(«Marge contra el monorraíl»), defiende el mérito artístico del David de Miguel Angel e incluso
consigue que Homer deje de beber, al menos durante un mes («Sin Duff»). Los flash-backs
situados en la época en que Homer cortejaba a Marge dan cuenta de una historia totalmente
convencional: él se acerca a ella pidiéndole que lo ayude a estudiar francés. Cuando Marge
descubre que Homer ni siquiera está matriculado en la asignatura, ya es demasiado tarde. Se han
enamorado, y Marge está resuelta a vivir el resto de su vida con un hombre que pondría a prueba la
paciencia de un santo. No sorprende, pues, la letanía de quejas que muy razonablemente Marge
deja oír durante su primera visita a un consejero matrimonial:
El problema es que es un egocéntrico. Se olvida de los cumpleaños, aniversarios, fiestas,
tanto religiosas como seculares, come con la boca abierta, juega a las cartas y se pasa el tiempo
en un bar frecuentado por vagabundos. Se suena la nariz con las toallas y luego las deja en el
toallero. Bebe directamente del cartón. Nunca cambia al bebé. Hace ruido con los dientes
cuando duerme y se despierta dando graznidos. Ah, no, y tiene la costumbre de rascarse con
sus llaves. Bueno, eso es todo... Ah, no, me da patadas en la cama y me araña con las uñas de
los pies que son largas y amarillas. Que yo me acuerde ahora eso es todo. («La guerra de los
Simpson»).
Aunque Marge de vez en cuanto acepta algún empleo («Marge consigue un empleo», «Marge
encadenada», «Springfield Connection», «Bocados de realidad», «El retorcido mundo de Marge»)
y aunque ocasionalmente consigue sustraerse a la tensión de su vida cotidiana, como cuando se
toma un descanso en el Rancho Relaxo («Homer solo»), suele estar de regreso (o desempleada) al
final del episodio. Mucho más comunes son los episodios en donde le toca sacar de apuros a
Homer o seguirle la corriente en algún plan alocado, a menudo por razones cuestionables, como
cuando éste le ruega que se haga pasar por la mujer de Apu para hacer creer que el indio está
casado, farsa que (entre otras cosas) implica dar alojamiento a la madre de Apu en el hogar de los
Simpson, mientras Homer se regodea en su irresponsabilidad en el Castillo de Retiro de
Sprínfield.129 Esto equivale a pedir a Marge que forme parte de dos matrimonios cuando su
relación con Homer ya está lastrada por todas las cargas que una mujer pueda soportar. La
condición de Marge se encuentra más allá del deber, e incluso supera lo que en las comedias de
situación de los años cincuenta y sesenta se esperaba que las madres aceptasen y, en ese
sentido, convierte al personaje en adalid indiscutible de su linaje.
La crisis que Lisa experimenta en «Vocaciones separadas» —causada por el test de aptitud
que hace en la escuela (CANT por sus siglas en inglés), según el cual su carrera ideal es la de
«ama de casa»—, resulta especialmente reveladora a propósito del papel de Marge. Primero
vemos a Lisa en su escritorio, mientras escribe: «Querido diario, esta será mi última confidencia, tú
has sido testigo de unos sueños y esperanzas que, ahora, desaparecen». A la mañana siguiente,
cuando rezongando Lisa baja a desayunar, Marge intenta demostrar cuán creativo puede ser el
oficio de ama de casa señalándole las caritas sonrientes que ha dibujado en los platos de Homer y
Bart con el beicon, los huevos y las tostadas.
LISA: ¿Para qué, no se darán cuenta?
MARGE: NO creas, hija, ya lo verás.
Naturalmente, Bart y Homer se sientan a la mesa y engullen el desayuno sin hacer caso de las
caritas felices o decir una palabra a Marge. Como ángel que es, Marge sólo se permite un discreto
murmullo de desilusión. Lisa en cambio se ve realmente espantada ante la ramplona verdad de las
ingratas labores del hogar, aunque ha anticipado correctamente la reacción (o falta de ella) de Bart
y Homer. Así que, en un sentido importante, Marge es incluso peor que sus predecesoras. Aunque
la mayor parte de los sacrificios de aquellas mujeres puedan haberse mantenido en la invisibilidad
y no hayan sido apreciados, al menos se respetaba a aquellos personajes en términos de lo que
más importa en la televisión: tiempo en pantalla, extensión de parlamentos y cantidad de guiones
dedicados a ellos. Lisa desprecia abiertamente el estilo de vida de Marge, y esto también es algo
que Marge acepta con resignación.
Hay que admitir que Homer es consciente de cuánto necesita a Marge, como demuestran sus
inmortales palabras en el episodio titulado «Marge encadenada». Mientras se llevan a su mujer a la
cárcel para que cumpla su condena por robar en el Badulaque, Homer se lamenta: «Marge, cuánto
te voy a echar de menos. Y no tanto por... ya sabes, sino también por tu habilidad en la cocina».
Con todo, Marge posee una gran ventaja sobre sus homologas de series televisivas no animadas:
incluso después de tantos años de matrimonio y de haber tenido tres hijos, su vida sexual sigue
siendo satisfactoria. De las camas separadas de Rob y Laura Petrie en El show de Dick Van Dyke
a la constante y mordaz refriega marital de Peg y Ted Bundy en Matrimonio con hijos, los guionistas
televisivos han retratado el matrimonio, de modo implícito y explícito, como la tumba del sexo (al
menos entre marido y mujer). La distancia que Los Simpson toma de la norma televisiva, al menos
en este respecto, en parte podría explicar la personalidad curiosamente anacrónica de Marge: sólo
en cuanto mujer amorosa y comprensiva por antonomasia permite que los espectadores acepten a
Homer como el tonto inimitable que es. No importa qué chifladura ponga en marcha su marido,
desde unirse a la secta «movimientaria» hasta escalar el monte Springfield, no importa cuánto le
cuesten a Marge las travesuras de Homer en daños a la propiedad, honorarios por asesoría legal o
respeto a sí misma, sabemos que lo rescatará y lo llevará de regreso a casa.
Si en más de un sentido Marge representa una involución hacia los papeles de mujeres y
madres amorosas, generosas y dispuestas al sacrificio personal de los años dorados de la
televisión, y ello explica su papel tan limitado, en cambio no se puede afirmar lo mismo de Lisa,
que en todo caso está adelantada a su época. En los breves segmentos de The Tracey Ullman
Show donde se presentó cada uno de los miembros de la familia Simpson, Lisa era poco más que
la secuaz de Bart, y todavía hay algunos episodios de temporadas recientes en los que Bart y Lisa
forman un equipo eficaz, aunque los objetivos que se plantean sean ahora más nobles, por ejemplo,
poner al descubierto el fraude electoral en «El actor secundario Bob vuelve a las andadas» o
conseguir que Krusty y su padre se reconcilien en «De tal palo, tal payaso». Lisa se ha convertido
en un personaje complejo, y los guionistas de la serie hacen un buen trabajo al mostrar diversos
rasgos de su personalidad sin llegar a abandonar del todo la ficción de que el personaje que dice
estas o aquellas palabras es una niña de ocho años, aunque muy inteligente. Lisa cae en un estado
de enamoramiento hacia el maestro suplente, le ruega a su padre que le compre un poni, se enoja
ante una caricatura poco halagadora, siente celos de otras niñas (inteligentes) y se pelea con su
hermano. También es víctima de la desesperación existencial, interpreta el saxofón como un
Marsalis, gana concursos de redacción, tiene una rara capacidad para las matemáticas y las
ciencias en general y se une a Mensa. ¿A qué se debe, entonces, que este personaje dinámico e
inteligente no tenga mayor presencia en la serie? Una posible respuesta es la presunta falta de
popularidad de los puntos de vista de Lisa: algunos críticos de la serie han encasillado a Lisa como
poco más que una feminista precoz a partir del rechazo de la pequeña hacia la vida limitada de la
madre y su gusto por las cruzadas, por ejemplo, la campaña que lleva a cabo para reformar la
industria de fabricación de muñecas en «Lisa contra Stacy Malibú», que parece estar incluido en
todas las listas de «mejores episodios». Lisa desaprueba las palabras estúpidas y sexistas que su
nueva muñeca que habla está programada para decir, y como es su costumbre, decide tomar
medidas y presentar sus objeciones ante las más altas instancias en el escalafón, el propio creador
de Stacy Malibú. Una entrevista con la actriz que interpreta la voz de Lisa en inglés, Yeardley Smith,
revela que, según ella, los guionistas intentaban con dificultad ser imparciales a propósito de la
difícil cuestión que recoge el episodio de Stacy Malibú: «Siempre estoy orgullosa de que Lisa
defienda sus principios y haga ciertas cosas, pero me preocupa un poco cuando se vuelve rígida
con esos principios y deja de actuar como una niña de ocho años».130
De vez en cuando, la cruzada es moral, como es el caso de «Homer contra Lisa y el octavo
mandamiento», cuando Lisa intenta convencer a su familia, en especial a Homer, de que es
incorrecto robar la señal de televisión por cable; en este caso, incluso Marge, que suele ser
respetuosa con la ley, vacila sobre qué postura tomar, y a Lisa le toma todo el episodio demostrar
que lleva razón. Otra de las causas morales de Lisa es el vegetarianismo, aunque tiene menos
éxito en su intento de captar a los otros Simpson. De cualquier forma, podría sostenerse que la
lección moral más importante de «Lisa, la vegetariana» se encuentra al final del episodio, cuando
la propia Lisa, vegetariana, aprende a ser tolerante gracias al vegano Apu. Algunos teóricos
encuentran similitudes entre Marge y Lisa en este sentido, comparación que suele favorecer más a
Lisa:
Al igual que su madre, la niña posee virtudes éticas indudables. Pero, si Marge ha
aprendido a aceptar los pecados menores como actos inherentes a la sociedad, Lisa promulga
la moral en toda situación... Con sus honrados principios, Lisa se siente desilusionada ante la
corrupción de la sociedad, lo cual a menudo la convierte en «la niña más triste de cuarto de
EGB».131
Es Lisa, la intelectual132 —esa que tantos logros obtiene en comparación con Bart, el
gandul—, quien consigue mayor atención, al menos de la crítica. La media de las descripciones la
reducen a poco más que estas líneas:
Lisa Simpson, al igual que Homer, está gobernada por un solo rasgo: es el lugar de la
racionalidad. Actúa como la voz de la razón, y su mirada crítica pone en entredicho los motivos y
el comportamiento de los demás personajes. Sin embargo, su inteligencia sólo consigue
marginarla. Su familia no suele prestar atención a sus consejos y tiene pocos amigos en el
colegio. A menudo se enfrenta al resto de la comunidad, cosa que apunta hacia un ocaso de la
razón en la cultura estadounidense.133
De sus poderes demiúrgicos en el fragmento de la bañera del Génesis de «La casa-árbol del
terror vii», en donde Lisa da vida a toda una raza de personas diminutas, pasando por su talento
para las matemáticas en «Lisa, la griega» o su tozuda insistencia en dar con una explicación
científica de la presencia de un fósil con forma de ángel que ella misma ha encontrado en el terreno
donde se construirá un nuevo centro comercial («Lisa, la escéptica»), lo que se nos muestra es el
retrato, peculiar pero claramente distinguible, de una empollona. Y el «cerebrito», aunque se trate
de una niña, siempre ha sido un personaje relativamente menor, al menos en la televisión. Pero en
nuestra opinión, la causa de que solo un quince por ciento de los episodios se centren en Lisa no
radica solamente en el feminismo que profesa o en sus dotes intelectuales. De hecho, las diversas
variaciones de la manida idea de que Lisa es en cierto modo el opuesto de Bart no aclaran este
punto e incluso contribuyen a la confusión, pues si de veras fuesen contrarios, razonablemente
podríamos esperar que se les dedicase el mismo tiempo en la serie. Jeff MacGregor, del New York
Times, suscribe una de las versiones más articuladas de esta idea cuando observa que
Bart y Lisa, el gandul y la empollona, el delictivo yin y la libresca yang, yo y superyó de los
niños de todo Estados Unidos, son personajes plenamente articulados y mucho más ricos que
los pequeños y unidimensionales sabelotodos que suelen despreciar a sus padres en otras
comedias de situación. Los miedos y neurosis de este par les impiden convertirse en meras
plataformas desde las cuales recitar líneas fulminantes a la manera de las gemelas Olsen.134
Tal vez lo que MacGregor ha visto es que, para la mayor parte de la audiencia (y, podría
sostenerse, para la cultura estadounidense en general), parece haber más energía psíquica
invertida en el yo (Bart) que en el superyó (Lisa). La serie necesita a Lisa para su equilibrio
psíquico, pero en cierto sentido puede prescindir de ella. Lisa no es el yang del yin de Bart, pues
esta idea presupone una complementariedad, si no igualdad de influencia y, según hemos
demostrado, no es éste el caso.
Un aspecto relacionado con la inusual dimensión filosófica de la personalidad de Lisa emerge
con claridad meridiana en «Salvaron el cerebro de Lisa», episodio en el que secretamente la
invitan a formar parte del capítulo local de Mensa en Springfield. Incluso en comparación con los
otros miembros de Mensa, Lisa rápidamente se muestra la más utópica e idealista. Y cuando el
alcalde Quimby dimite y Lisa y sus colegas de Mensa se hacen cargo del gobierno interino de
Springfield, a Lisa le asombra la rapidez con la que incluso los más inteligentes pueden volverse
polemistas fanáticos. Ni siquiera Stephen Hawking puede convencerla de que su sueño del bien
común es un espejismo inalcanzable. Como la mayoría de las sociedades ha conseguido tolerar a
lo sumo a un solo idealista o reformista sin acabar martirizándolo o martirizándola, la familia
Simpson tal vez debería obtener una puntuación muy alta por la capacidad que tiene de aceptar a
sus propios idealistas y reformistas.
CHICAS BUENAS Y CHICOS ESTÚPIDOS
Desde luego, se debe reconocer que los episodios de Los Simpson a menudo formulan una
parodia vigorosa de la televisión, la familia y toda una serie de instituciones y convenciones
culturales. Por lo tanto, una deconstrucción del texto que se tome demasiado en serio se arriesga a
obliterar el humor y el mordaz comentario social que, ante una audiencia demográficamente plural,
han sustentado la serie a lo largo de once temporadas. Con todo, Los Simpson exige un análisis
que la sitúe en el mismo género de comedia de situación televisiva que a menudo y de manera tan
evidente parodia. El mapa demográfico de Springfield, como hemos visto, da cuenta del mapa
demográfico de la televisión en general. Springfield (al igual que el lugar dónde se sitúa la mayor
parte de la producción televisiva), es un mundo de hombres, incluso si esos hombres (o chicos) son
mayormente idiotas o al menos torpes. Los personajes masculinos de Los Simpson, como ocurre
en la mayor parte de las comedias televisivas más comerciales del último medio siglo,
(dis)funcionan en el ámbito público del trabajo, el comercio y el entretenimiento. Y ese ámbito
público en donde estos personajes masculinos ostentan su (dis)funcionalidad con demasiada
frecuencia es el amargo mundo del cuestionamiento de la moral, una arena realmente posmoderna,
desprovista de una estructura social que proporcione un sentido y un punto de referencia a esa
moral. Y hay que conceder a Groening y los guionistas de la serie el crédito de examinar ese
mundo de manera ingeniosa y esclarecedora y, de vez en cuando, ponerlo patas arriba. Por ello
resulta irónico que Homer y Bart, al igual que tantos pobladores de la tierra televisiva que les han
precedido, sean capaces de volver a su morada en Evergreen Terrace, hogar que a pesar de todas
sus excentricidades sigue siendo un refugio en un mundo posmoderno. Ese hogar en Evergreen
Terrace no es muy distinto del de los Nelson, los Cleaver y los Monster, un lugar donde el punto de
referencia se mantiene en su sitio, y donde el statu quo (a fin de cuentas) no se desmorona; allí
aguarda, siempre fiel, Marge Simpson, el «Ángel del hogar».
Podría objetarse a estas observaciones que no hemos captado la esencia de la serie, que Los
Simpson pretende ser una parodia de «la familia estadounidense normal en toda su belleza y
horror».135 Pero no estamos de acuerdo: el ideal de la familia no queda hecho picadillo, como
corresponde a otros blancos de la serie. Tómese por caso el capitalismo: en gran medida, el señor
Burns es el capitalismo personificado. Casi siempre se presenta como una caracterización
exagerada del capitalista friedmanesco y desbocado que tiene el lucro por telos, cuya raison d'être
es la codicia. En el personaje del señor Burns tenemos una caricatura eficaz del capitalista
implacable. Y como todo satirista eficaz, Groening consigue elaborar ciertas críticas incisivas de la
visión monetarista del mundo al exagerar o ampliar esa visión como quien se vale de una lupa.
Dicho de otro modo, el señor Burns nos muestra la conclusión lógica de la visión capitalista del
mundo cuando otros compromisos de índole moral o social no la moldean. Sin embargo, el señor
Burns no sólo es la personificación de la codicia capitalista, sino un personaje de pleno derecho,
por cuanto vive momentos de angustia, o acaso desesperación existencial, como resultado directo
de sus inquebrantables maquinaciones capitalistas. En una vena similar, bien podría argumentarse
que el personaje de Marge (al igual que el del señor Burns) es la parodia de un ideal de mujer y
madre culturalmente definido, una burla que se vale de la exageración para revelar la naturaleza en
última instancia vacua de ese tipo de papeles. Desde luego se trata de un punto de vista plausible.
No obstante, si interpretamos el personaje de Marge como una creación de naturaleza
principalmente satírica, surgen algunos problemas. En primer lugar, la sátira exige, por definición,
que tomemos alguna convención cultural en extremo familiar (el capitalismo, la religión, la
maternidad) y exageremos sus rasgos más destacados hasta donde sea posible, exponiendo de
ese modo el absurdo latente en la convención cultural misma, que se vuelve explícito a través de la
exageración satírica de la convención o idea que tiene por objeto. El personaje de Marge no
exagera la maternidad, la calidad de consorte o la feminidad hasta el punto en que el personaje de
Burns exagera y satiriza el capitalismo, o el del reverendo Lovejoy hace burla de la religiosidad
posmoderna. Burns lleva el capitalismo hasta su conclusión lógica y permite verlo como un modo
de vida estéril. Marge, en cambio, no lleva las convenciones que encarna hasta su conclusión
lógica, no las exagera hasta el espanto y, desde luego, no las expone como vacuas o superficiales.
En segundo lugar, la parodia (en el mejor de los casos) nos permite ver aspectos de un objeto
determinado hasta el momento inadvertidos o apreciados. Nos sacude en nuestra
autocomplacencia al mostrarnos hasta dónde podría llegar una convención o un ideal si no se ve
limitado por otras convenciones o ideales. En el caso del señor Burns y el capitalismo, se nos
recuerdan las consecuencias de toda empresa capitalista sin bridas (la destrucción
medioambiental, la explotación de los trabajadores, el odio a uno mismo y la soledad). No es éste
el caso de Marge, quien no sólo no parece un retrato terriblemente exagerado de la maternidad o la
condición de cónyuge, sino que conserva siempre las virtudes que tanto hemos apreciado en sus
predecesoras. Marge ofrece a la audiencia una preciada y afectuosa imagen de la mujer que
manda como mujer y madre.
Hay que aplaudir a Groening y compañía por la originalidad con que amplían el punto de
referencia moral mediante el personaje de Lisa, la «Idealista del hogar» (con el perdón de Virginia
Woolf). Lisa, que no sólo es la voz de la razón, cobra una consistencia plenamente humana, se ríe
con los dibujos animados de Rasca y Pica, se deleita al participar en la pelea de tocino que
interrumpe el baile escolar y arriesgar su vida en el intento de rescatar los preciados pasajes de
avión de la familia. Entre sus muchas ocupaciones, incluso ha conseguido modificar para bien el
comportamiento de Bart, al menos en cierta medida. Un ejemplo temprano de esto se encuentra en
«Bart en suspenso», episodio de la segunda temporada en el que, después de haber conseguido
un día más para preparar un examen gracias a sus rezos, que le conceden el plazo en la forma de
una imprevista tormenta de nieve, Bart se ve tentado a olvidarse de los estudios y salir a jugar en la
nieve. Es Lisa quien le recuerda: «Anoche te oí rezar para que ocurriera esto. Y tus oraciones han
sido escuchadas. No soy teóloga, no sé qué o quién es Dios exactamente, sólo sé que es más
poderoso que papá y mamá juntos, y que tú ahora le debes cantidad». Bart estudia (y aprueba el
examen). En la cuarta temporada, Lisa y Bart colaboran para poner al descubierto las espantosas
condiciones del «Kampamento Krusty» y la crueldad contra los animales en «El día del
apaleamiento», y ayudan a Krusty a revitalizar su imagen en «Krusty es kancelado». La sexta
temporada muestra a Lisa y a Bart enfrentados como rivales en un partido de hockey sobre hielo,
azuzados por la mayor parte de la Springfield adulta, Homer incluido. Cuando el partido se acerca
a un final de penalti, Bart y Lisa se quitan el traje y se abrazan. El partido acaba en empate («Lisa
sobre hielo»). Alzarse por encima de la inanidad del ethos de ganar a toda costa ya es un gran
logro, en especial para los chicos, pero la verdadera medida de la influencia de Lisa en Bart puede
verse en «La guerra secreta de Lisa Simpson». Como única cadete femenina en la Escuela Militar
Rommelwood, la confianza de Lisa en su propia capacidad de superar las exigentes pruebas a las
que deben someterse todos los novatos va flaqueando a medida que se siente cada vez más
aislada. Al comienzo, Bart sólo la ayuda a entrenarse en secreto, pero en un momento crucial,
durante la temida prueba de la soga, se arriesga al ostracismo de parte de los otros crios por gritar
palabras de apoyo a Lisa, que supera la prueba. Se ha conseguido una suerte de simetría: Bart, el
gandul, ha crecido lo suficiente (para el final de la octava temporada) para poner el valor privado de
la lealtad familiar incluso por encima de la solidaridad masculina en un entorno público. Bart ha
suscrito algunas verdades morales que, en episodios anteriores, sólo Lisa comprendía (hay que
cumplir con las promesas, proteger a los más vulnerables, incluso si se trata de serpientes, y
apoyar a los amigos), y ello a tal punto que, de hecho, llega a actuar con nobleza por propia
decisión, sin que Marge o Lisa lo conminen a ello (esta interpretación convenientemente desestima
el hecho de que, al comienzo del episodio, Bart le aplicó la ley del silencio a Lisa). Desde luego, la
verdadera prueba de fuego para la influencia del idealismo moral de Lisa no es Bart, sino Homer.
El marco temporal es forzosamente más extenso en este caso; de hecho, el único reconocimiento
explícito de Homer al valor de Lisa ocurre en un episodio que tiene lugar en el futuro, «La boda de
Lisa». En él, Lisa, que tiene 23 años, ha conocido y se ha enamorado de Hugh Parkfield, un joven
inglés de clase alta que comparte su interés por la ecología, la alta estima por el talento de Jim
Carrey y el vegetarianismo sin humor. Cuando la joven regresa a Springfield para casarse, Homer
no cabe en sí de la emoción:
Homer: Mi pequeña Lisa, Lisa Simpson. Eres lo mejor de lo que jamás se haya relacionado
con mi apellido. Has sido más lista que yo desde... que aprendiste a cambiarte de pañales...
Lisa: Oh, papá...
Homer: No, déjame terminar. Siempre me he sentido orgulloso de ti. Has sido mi mejor
logro pero eso lo has conseguido tú sola. Me ayudaste a comprender a mi mujer y me
enseñaste a ser me- jor persona. Y además eres mi hija. Y no creo que nadie pueda tener una
hija mejor que tú.
LISA: ¡Qué bobadas dices!
Homer: ¿Ves? Me sigues ayudando.
A pesar de su notorio esfuerzo, Hugh se siente un tanto decepcionado y alarmado ante los
familiares de Lisa, y cuando extemporáneamente señala que será un alivio volver a Inglaterra y no
tener que tratar con ellos, la novia cancela la boda. Se trata de un momento vital en el desarrollo del
personaje de Lisa. A pesar de las pistas en sentido contrario que proporciona el episodio «Lisa, la
Simpson», en el que Lisa descubre que la estupidez es un rasgo congènito que han de heredar
todos los varones de la familia Simpson (lo cual parece sugerir que el talento e inteligencia de la
chica podrían alejarla en un futuro de Springfield y de su familia), la reacción de Lisa ante las
críticas a su familia demuestra que su amor por los suyos quizá vaya en detrimento, por así decirlo,
de la promesa de su inteligencia. Un solo episodio, sin embargo, no basta para determinar el
personaje de Lisa, y uno puede incluso esperar que su amor por la familia pueda coexistir con esa
promesa de su inteligencia. Pero la elección de Lisa de permanecer en el atolladero familiar
sugiere que la promesa aún está por cumplirse. En una entrevista en Loaded Magazin, el propio
Groening se ha ocupado de este tema en relación con el personaje de Lisa: «En Los Simpson, los
hombres no tienen ninguna conciencia de sí mismos y las mujeres están a punto de desarrollarla.
Creo que, en algún momento, Lisa podría escapar de Springfield, de modo que para ella hay
esperanza».136 La promesa de Lisa aún está por cumplirse.
Marge es la guardiana del hogar y el refugio al que Homer y Bart regresan en cada episodio, y
sabemos que es demasiado importante en este papel para le sea concedido algo más que una
liberación momentánea. En cualquier caso, es demasiado buena para tener éxito en la cruda y
corrupta esfera pública. Después de todo, no consiguió vender siquiera una casa durante su breve
contratación en Red Blazer Realty, la inmobiliaria de Lionel Hutz, y ello no porque fuese mujer, sino
porque no era capaz de mentir a sus clientes. Tampoco Lisa crecerá con los años ni abandonará el
hogar paterno, porque es demasiado importante como ejemplo moral. Marge tranquiliza a sus
chicos, los ama tal y como son; Lisa los quiere hacer mejores, y los guía en la dirección de esa
posibilidad. Se trata de papeles maravillosos y dramáticamente significativos, que parecen atribuir
en exclusiva las mejores cualidades humanas a la mujer de la especie. Y, sin embargo, servir de
inspiración a los tíos tontos allí donde estén (incluidas vuestras familias) significa no cuestionar la
posición de esos tontos, que ocupan de lleno el centro del escenario de la vida.
TERCERA PARTE - NO HE SIDO YO: LA ÉTICA Y
LOS SIMPSON
10.- EL MUNDO MORAL DE LA FAMILIA SIMPSON: UNA
PERSPECTIVA KANTIANA
JAMES LAWLER
En una reseña de Harry Potter y el cáliz de fuego, de J.K. Rowling, el autor de ciencia ficción
Spider Robinson escribe: «Vale, Harry tiene algo de santurrón. De hecho, hay que admitir que se
trata del Antibart. ¿Pero realmente preferiríais que vuestros hijos no tuviesen un modelo de
comportamiento mejor que un Simpson?»137
Sin embargo, como modelo para nuestros hijos no tenemos que escoger entre el santurrón de
Harry Potter y el bribón de Bart Simpson. También existe Lisa Simpson, por ejemplo, aunque Los
Simpson no es reductible a una sola de sus partes; antes bien, la serie debe considerarse desde
una perspectiva general. La incapacidad de reconocer la visión moral única de Lisa Simpson, al
igual que la concepción del individuo «santurrón» como modelo de comportamiento moral, indica
una perspectiva estrecha del bien moral.
¿Qué es el bien moral? Según Immanuel Kant, uno de los rasgos básicos del punto de vista
moral es el compromiso con la realización del propio «deber». El término «deber» implica la
presencia de dos fuerzas opuestas. Por una parte se encuentran los deseos, sentimientos e
intereses espontáneos, incluidos los miedos y las animosidades, los celos y la inseguridad. Por
otra parte, existe lo que creemos que debemos hacer, el tipo de persona que quisiéramos o
tendríamos que ser. Con frecuencia, estas fuerzas opuestas entran en conflicto y, por ello, hacer lo
debido puede resultar difícil o doloroso y exigir sacrificios de diversa índole. El individuo que se
compromete a mantener un punto de vista moral, una perspectiva que corresponda al modelo ideal
de comportamiento, es aquel que decide subordinar y, si hace falta, sacrificar los propios deseos,
sentimientos e intereses personales en favor de las acciones correctas o porque busca convertirse
en el tipo correcto de persona.
Los episodios de Los Simpson a menudo ponen de manifiesto el conflicto entre el deseo, los
sentimientos y los intereses personales, por una parte, y el sentido del deber moral por otra. Cada
miembro de la familia, incluida la pequeña Maggie, contribuye a crear una atmósfera compleja,
donde la moral se destaca precisamente a causa de la existencia de su contrario: los deseos,
sentimientos e intereses apasionados. Antes de centrarnos en Lisa, que encarna la persona moral
que cumple con su deber, veremos brevemente cómo estas contradicciones dominan a los
personajes de Homer, Bart y Marge. Y a través de esta exposición, se verá que es toda la familia
Simpson la que en última instancia resuelve y supera las contradicciones entre deber y deseo.
HOMER ENTRE MOE Y FLANDERS
A veces el conflicto viene subrayado por una caricatura del sentido del deber. Homer Simpson
exhibe una gran capacidad de racionalizar sus deseos e intereses como si se tratase de deberes
morales, de modo que para él no entrañan conflicto alguno. En «Boda indemnización», Moe quiere
que Homer le destroce el coche para cobrar el seguro. Homer, por su parte, se siente presionado
por el egoísta y «yo-primerista» personaje de Moe, le intimidan sus amenazas y por ello desea
ceder ante la insistencia del amigo. Por su parte, Moe sólo piensa en sus propios deseos e
intereses; el deber moral le preocupa muy poco, o no le preocupa en absoluto. Homer, al contrario,
alberga sus dudas y se pregunta si está haciendo lo correcto, así que decide consultar su
«conciencia», por así llamarle a una imagen mental en donde «Marge», su mujer, le explica de
forma hilarante que su deber moral es destrozar el coche de Moe para que éste pueda cobrar el
dinero de la póliza. Una vez satisfecha su «conciencia», Homer procede a cumplir con su «deber»
echando mano de la energía que le caracteriza.
Aunque de manera satírica, el episodio claramente plantea la cuestión del deber moral. En
lugar de encarnar un modelo positivo, Homer aquí pone en escena el modo en que no se debe
actuar. Pero si por una parte nos reímos con esta caricatura de la situación moral, por otra nos
preguntamos si nuestra propia concepción de la obligación moral no se ve a menudo determinada
por un procedimiento similar.
por un procedimiento similar.
Los dilemas morales de Homer se expresan de manera muy concreta, por ejemplo cuando
debe sopesar su amor hacia Maggie y su deber como marido en la misma balanza que su amor
por la pesca y otros pasatiempos personales. Homer de veras quiere ser buen padre y marido,
pero los placeres personales le atraen de tal modo que continuamente aparta de su cabeza los
pensamientos morales. En «La guerra de los Simpson», después de una demostración
especialmente flagrante de falta de consideración por parte de Homer, Marge lo convence de
asistir a un taller de fin de semana para parejas en crisis facilitado por el reverendo Lovejoy en el
lago Siluro. Aunque Homer reconoce haber creado un problema de pareja, su entusiasmo por el fin
de semana deriva sobre todo de la posibilidad de pescar un siluro de dimensiones legendarias, el
General Sherman, «doscientos kilos de furia que habitan en el fondo del lago».
La primera mañana, muy temprano, Marge pilla a Homer mientras éste intenta escabullirse de
la cabaña con toda la parafernalia del pescador. ¿Cómo puede pensar en irse de pesca cuando su
matrimonio está en juego? Sinceramente avergonzado, Homer renuncia a su plan y, en lugar de irse
a pescar, se va a dar un paseo por la orilla del río. Al toparse con una caña que alguien parece
haber dejado olvidada, cuidadosamente la recoge para devolverla a su dueño. Justo en ese
momento, el General Sherman muerde el anzuelo con tal fuerza que hace caer a Homer dentro de
un bote de remos y lo arrastra hasta el centro del lago.
A continuación tiene lugar una épica lucha de fuerza y voluntad entre el hombre y la bestia, una
solitaria y heroica batalla como la de El viejo y el mar, de Ernest Hemingway. Finalmente victorioso,
Homer gana la orilla pensando en la fama que obtendrá como el más grande pescador de la
historia, pero en lugar de eso se encuentra a Marge, quien lo acusa de no ser más que un egoísta.
Obligado a decidir entre el deseo egoísta y el deber moral, Homer renuncia a la fama en favor de la
familia y devuelve al General Sherman, que casi se ha asfixiado, a sus lacustres profundidades. Al
superar tan potente impulso de cumplir sus deseos personales, Homer transforma su proeza física
en una verdadera demostración de heroísmo moral. Y lo reconoce al decir «he renunciado a la
fama y a un desayuno por mi matrimonio».
El santurrón Flanders también participa, con su mujer, en el retiro de fin de semana para
parejas en crisis. ¿Y qué problema puede haber en su matrimonio? La pregunta misma parece
inconcebible. ¡Pero la mujer de Ned a veces subraya la Biblia de su marido! Flanders es un
personaje importante en el universo moral de Los Simpson por cuanto representa una moral
extremista, llevada a un punto en donde ya no implica un conflicto con los propios intereses y
deseos, y es que Flanders no parece tener intereses y deseos personales.138 En ese sentido, su
personaje es el opuesto de Moe. Para que exista un verdadero sentido del deber moral, debe
haber dos fuerzas encontradas, no sólo una: una conciencia del deber moral y un sano sentido del
deseo, placer e interés personales. Estas dos tendencias prestan ocasión al conflicto. Mientras
Moe vela únicamente por sí mismo, Flanders, una caricatura de la moral cristiana, no tiene vida
personal de ningún tipo.
En clave humorística, esto se trata en el episodio «Viva Ned Flanders», en el que, a pesar de
su aspecto más bien juvenil, Flanders confiesa tener sesenta años, a lo cual Homer contesta que el
aspecto bien conservado de su vecino se debe a que no tiene una vida. Resentido por el análisis
de Homer, Flanders le encarga que lo instruya sobre cómo vivir.139 El resultado es naturalmente
desastroso, e involucra una boda doble en estado de ebriedad en Las Vegas. Desde luego, la
pasión de Homer por la gratificación personal inmediata es lo opuesto a la moralista incapacidad
de Flanders de «tener una vida». Ninguno alcanza a comprender los límites de sus respectivos
enfoques de la vida.
HASTA BART SABE QUE ESO NO ESTÁ BIEN
Bart tiene mucho de su padre. Lo suyo es pasárselo bien, meterse en líos y a los demás que
les den. En «La novia de Bart», el crío desarrolla una obsesión por Jessica, la hija del reverendo
Lovejoy. Al comienzo, piensa que para ganarse el afecto de Jessica debe asistir al catecismo los
domingos, pero ella sólo comienza a interesarse por él cuando se da cuenta de que es un posible
compañero de actos vandálicos. Este episodio ilustra la hipocresía de una moral que sólo se
identifica con el respeto a un código de comportamiento externo.140 Como hija del reverendo,
Jessica interpreta el papel de niña «santurrona» en su mayor expresión, y explota la moral con
hipocresía para satisfacer sus propios deseos egoístas. Pero con Bart hay unos límites que es
mejor no exceder. Cuando Jessica roba las limosnas de la congregación de la iglesia, Bart hace
cuanto puede para convencerla de que no lo haga: «Robar el dinero de la colecta está muy mal,
eso lo sabe hasta Bart». Y cuando lo inculpan del robo, el crío le pregunta a Jessica por qué
debería protegerla. A lo que ella responde: «Porque sabes que nadie te creería si dijeses que he
sido yo. Recuerda, soy la dulce e intachable hija del pastor, y tú un marginado amarillo».
Debido a su malicia habitual, los raros momentos en los que Bart cobra conciencia del deber
subrayan ciertas cuestiones morales con mayor eficacia que si dicho reconocimiento tuviera lugar
por parte de un niño que se comportase bien en el sentido convencional. En «Bart, la madre», Bart
experimenta una conmovedora crisis de conciencia cuando sus gamberradas causan la muerte de
un pájaro hembra. Bart decide dedicarse en cuerpo y alma a cuidar de los huevos que ha dejado el
ave, sacrificando de manera inusual sus placeres ordinarios en nombre de las duras exigencias de
su nuevo papel. Pero la vida a veces puede convertir las mejores intenciones en un infierno,
especialmente cuando derivan de un impulso emocional. Cuando se descubre que los huevos
contienen unos reptiles que se alimentan de aves y que están prohibidos por leyes federales, Bart
se mantiene fiel a sus responsabilidades y le dice a su madre: «Todos piensan que son monstruos,
pero yo los crié y yo los quiero. Sé que es difícil de comprender». Marge le contesta: «No tanto
como crees».
Los lagartos acaban diezmando la molestosa población de palomas de Springfield y Bart se
convierte en un héroe local, para terminar permitiendo que la fama oblitere cualquier principio moral
que hubiese guiado sus acciones en un principio. «No lo entiendo, Bart», le dice su hermana Lisa.
«Te llevaste un disgusto por matar a un pájaro, y ahora que por tu culpa están matando a miles te
veo tan campante.» Pero Bart ha retomado su código de siempre, exento de moral, y no está muy
dispuesto a prestar atención a la paradoja ecológica que Lisa le plantea.
MARGE PLANTA CARA
Marge se dedica por completo a su papel de esposa y madre convencional sin vida propia.141
Pero se convierte en un ejemplo de elevada conciencia moral cuando pone en duda su propia
educación. Kant insiste en que tenemos deberes hacia nosotros mismos del mismo modo en que
los tenemos hacia los demás; debemos desarrollar nuestros talentos al máximo. Y, en ciertas
circunstancias, recorrer el camino de la propia realización puede convertirse en un doloroso deber
moral. Hace falta coraje para plantar cara en nombre del propio desarrollo cuando la presión social
y la educación nos inducen a someternos a los demás. De modo que Marge, el ama de casa
tradicional, a menudo coloca en primer plano la gran cuestión moral del feminismo.
En «Bocados inmobiliarios», episodio inspirado en el filme Glengary Glenn Ross, Marge, harta
de que su dedicación a la familia se tome por descontado, consigue un trabajo como agente
inmobiliaria. Ella también es un ser humano, con derecho a una vida propia, y desea una carrera
que le permita demostrarse a sí misma, a su familia y a la sociedad de Springfield su valía y sus
talentos. Sin embargo, apenas conoce a sus compañeros de trabajo, nos damos cuenta de que
está entrando en un mundo despiadado y traicionero. Una de sus compañeras defiende de forma
ponzoñosa sus derechos sobre el sector oeste de la ciudad mientras un anciano, que se parece a
un Jack Lemmon muy desmejorado, parece a punto de derrumbarse. Al comienzo, Marge no se da
cuenta de la situación, y lleva con orgullo y entusiasmo la elegante americana roja de la empresa.
El problema es que Marge sinceramente quiere ayudar a sus clientes, y está dispuesta a
sacrificar sus propios intereses en nombre del deber.142 Como confían en ella, sus amigos y
vecinos toman en cuenta su opinión. De modo recíproco, Marge no se presta a ocultarles lo que
realmente piensa sobre las propiedades que desean comprar. Sólo sabe ser honrada con sus
clientes, con los cuales se siente unida por la amistad, pues Springfield es una comunidad en
donde todos se conocen. Por ello, no consigue vender lo bastante para mantener el empleo.
Fracasa en el intento de cerrar los tratos.
Así defiende su enfoque ante el afable gerente, Lionel Hutz: «Bueno, yo tengo un lema, la casa
indicada para la persona indicada». A lo que Lionel contesta: «Creo que ya va siendo hora de que
te confíe un secretillo, Marge, la casa indicada es la casa que está en venta, y la persona indicada
es... cualquiera». «¡Pero lo único que he hecho es decir la verdad!», replica Marge. «Naturalmente,
pero existe la verdad... —dice Lionel mientras frunce el entrecejo y niega con la cabeza— y la
verdad» y, al decir esto, afecta un gesto amable y mueve la cabeza afirmativamente. Si Marge
mostrase el aspecto correcto de las propiedades, conseguiría cerrar una venta: un piso diminuto
debe calificarse como «íntimo»; otro mugriento, que se caiga a pedazos, debe describirse como
«el sueño de todo manitas», y así sucesivamente.
Marge no está muy convencida, pero finalmente tendrá que tomar una decisión: o fracasa en
su nuevo puesto, o disfraza de algún modo la verdad. En el conflicto entre interés personal y deber
moral, la estructura subyacente de una organización social competitiva obliga a Marge a elegir el
interés personal. Es así como cambia de táctica y consigue cerrar un trato al ocultar al ingenuo y
confiado Flanders el hecho de que un asesinato brutal fue cometido en la casa que está por
comprar. Marge intenta derivar algún placer del cheque de Flanders que tiene en las manos, la
señal de su éxito en la carrera elegida, el tributo a su valor como persona. Pero se siente culpable
por lo que considera una traición al deber, y su sentido moral finalmente triunfa sobre el deseo y el
interés propio; Marge decide arriesgar sus aspiraciones y contar la historia verdadera a los
compradores. Pero, aunque se espera lo peor, la respuesta de Flanders será muy distinta: a la
familia Flanders le fascina la aventura de vivir en una casa con una historia tan espantosa e
interesante. Paradójicamente, en este caso, la mejor política desde el comienzo habría sido una
honradez total.
Tras algunos altibajos iniciales, Marge acaba cumpliendo con el deber por el deber y, aun así,
consigue alcanzar sus objetivos personales. ¿No debería ser siempre de ese modo? ¿Por qué
hacer lo correcto tendría que exigir necesariamente un sacrificio personal? Estas preguntas nos
llevan a un segundo rasgo fundamental de la conciencia moral: si haces lo correcto, de alguna
manera deberías obtener una recompensa. Esta segunda característica de la moral parece
contradecir la primera, a saber, la tensión y el posible conflicto entre el deber y el deseo. Pero,
según Kant, esta tensión es sólo momentánea. A largo plazo, el deber moral y la felicidad individual
deberían conciliarse. El «bien supremo» y el más elevado deber moral consisten en crear un
mundo en donde la felicidad se derive del cumplimiento del deber moral. Quienes cumplan con su
deber deberían ser recompensados, y aquellos seres egoístas que persigan sus propios objetivos
a expensas de los demás deberían ser castigados.
Justo cuando estamos a punto de convencernos de esta conclusión moral tan cómoda como
alentadora, Homer, en una de sus aventuras paralelas, que involucra una pelea, estrella su coche
contra la casa recién vendida. Cuando Flanders emerge de entre los escombros resultantes, se
vuelve hacia Marge y le pregunta: «¿Todavía tienes ese cheque?». Marge, resignada, se lo
devuelve, y Flanders lo rompe. ¿La lección? Haz lo que debas sin que importen las consecuencias.
El éxito en una carrera profesional no es lo más importante en la vida. Marge regresa al seno
familiar entre aplausos y, finalmente, reverencias. Gracias a su último compromiso con los
principios morales, ha conseguido una recompensa incluso mayor que la venta de la casa: la
felicidad que se deriva de experimentar el amor y el respeto de su familia. Cada tanto, en esos
momentos luminosos que tienen lugar en el hogar de los Simpson, captamos brevemente el «bien
supremo», la unidad del deber y la felicidad.
LISA DEFIENDE SUS PRINCIPIOS
La conciencia moral del deber queda descrita de manera muy gráfica en el personaje de la
estudiante de segundo de primaria Lisa Simpson, que posee un agudo sentido del deber moral.
Sin embargo, la suya no es una moral jactanciosa y dependiente de la institución como la de
Flanders, que nace únicamente del respeto a la autoridad de la Biblia y la Iglesia. La moral de Lisa
surge de una reflexión individual precoz sobre los grandes temas de la vida moral: la sinceridad, la
ayuda a quienes la necesitan, el compromiso con la igualdad entre los seres humanos y la justicia.
Lisa nos muestra cuán difícil resulta a veces vivir de acuerdo con esos principios, en lugar de
dejarse llevar por compromisos convencionales con el statu quo, adquiridos sin que haya mediado
la reflexión. Esto nos lleva a otra característica fundamental de la moralidad según Kant. En
esencia, ésta se determina en el fuero interno, surge de la reflexión individual antes que de las
convenciones sociales externas o las enseñanzas religiosas autoritarias. Exige claridad y
coherencia con los principios según los cuales una persona vive su vida.
En «Lisa, la iconoclasta», Lisa descubre que el legendario y supuestamente heroico fundador
de Springfield fue en realidad un pirata vicioso que intentó asesinar a George Washington. Lisa
saca una «F», la peor calificación, en su redacción sobre «Jebediah Springfield: Un súperfraude».
La maestra le explica: «Es sólo la crítica a un difunto blanco por una destripaleyendas. Son las
chicas como tú las que impiden que las demás pesquemos marido». Lisa sólo intentaba decir la
verdad tal como la ha descubierto. No se trata de la verdad maquillada de los vendedores, sino de
la verdad objetiva, histórica y científica, que debe defenderse por su valor inherente y a pesar de las
posibles consecuencias, sin que importen, por otra parte, los sacrificios necesarios.
Algunas verdades sobre los padres fundadores, sin embargo, deben ser defendidas de ciertas
prácticas contemporáneas. En «La familia va a Washington», Lisa descubre que cierta figura
política se encuentra en la nómina de unos empresarios privados e intenta poner al descubierto la
perversión de los ideales fundacionales de la democracia estadounidense. Le expone el caso al
mismo Thomas Jefferson y, como siempre, acaba defendiendo sus principios y pagando las
consecuencias. Aunque el camino más fácil consiste en mezclarse con la masa, no llamar la
atención y hacer la vista gorda, Lisa planta cara al ayuntamiento.
Comprometida como está a cumplir con el deber que determinan sus firmes principios, Lisa
continuamente plantea preguntas difíciles. ¿Es correcto comer carne y causar de ese modo el
sufrimiento de animales inocentes? En «Lisa, la vegetariana», Lisa identifica la costilla de cordero
en su plato con una criatura indefensa que ha visto en el zoológico infantil. Al generalizar a partir de
esa única experiencia, se vuelve militante del vegetarianismo. Así, al tomar partido por una causa
dictada por sus firmes principios, Lisa ejemplifica un aspecto central de la teoría moral kantiana,
según la cual es menester que examinemos con atención los principios de nuestras acciones y nos
hagamos cargo de las contradicciones que puedan surgir entre unos y otras. Si no es correcto
hacer daño a un animal indefenso encerrado en un zoológico, ¿cómo puede serlo permitir la
matanza de un animal similar para satisfacer nuestro gusto por la comida? Esta es una manera de
comprender una de las fórmulas del imperativo categórico kantiano: «No debo obrar nunca si no es
de modo que pueda aspirar a que mi máxima se convierta en ley universal».
Al combatir por principio, Lisa arruina la barbacoa de Homer. Éste se molesta y Lisa siente
que su familia y en general la comunidad le hacen el vacío, hasta que encuentra refugio en el huerto
que Apu, dueño del Badulaque y vegetariano, tiene en el tejado de la tienda. Allí se encuentra con
Paul y Linda McCartney, vegetarianos también, y finalmente siente que se respetan sus ideas.
«¿Cuándo aprenderán esos tontos que podemos mantenernos sanos comiendo simplemente
verduras, frutas, cereales y queso?». Pero el moderado Apu replica: «¡Agh, queso...!». Al descubrir
que hay quienes tienen exigencias incluso más elevadas que las suyas, Lisa reconoce la
arrogancia de su sentido de superioridad moral. Apu, que ni siquiera come queso, le recomienda
ser tolerante y, gracias a esta experiencia, Lisa afina su comprensión de la moral: «Creo que he
sido algo dura con algunas personas, sobre todo con mi padre... Gracias, chicos».
EL AISLAMIENTO DE LISA
Lisa enfoca su atención en principios morales ineludibles y causa incomodidad a los demás al
criticar sus compromisos tradicionales. Por ello, a menudo resulta aislada y sufre intensamente ese
aislamiento. Lisa desea respeto y amistad, también ella quiere ser popular y gustar a los demás.
Pero se trata de una Simpson: tampoco es una santurrona, ni se cuenta entre quienes encuentran la
felicidad al hacer sencillamente lo que todos dan por bueno. Al igual que su hermano, tiene un
carácter aventurero, aunque sus aventuras tengan lugar en el plano moral y no en el físico. A ello se
debe que los valores morales se destaquen en mayor medida en los capítulos dedicados a Lisa, y
esto de manera positiva, no negativa, como en muchos de los episodios de Homer; es decir,
mediante la coherencia de los principios de Lisa, y no a través del contraste de papeles con Marge.
En «La guerra secreta de Lisa Simpson», el aislamiento moral de Lisa se ilustra en su ingreso
en la escuela militar. Envían allí a Bart con la premisa de que una disciplina militar estricta
controlará sus tendencias delictivas. Pero de su fácil adaptación a la escuela se desprende que
difícilmente será esa la manera de refrenar su tendencia a delinquir. «Mi profe de matar dice que
tengo talento», presume Bart. Este tipo de reflexiones sobre los valores morales convencionales
comúnmente sorprenden al espectador de Los Simpson. Así pues, ¿la objeción es que no hay
suficiente moralidad en la serie, o que hay demasiada? ¿Se trata acaso de una perspectiva
excesivamente crítica de nuestra sociedad, una visión demasiado similar a la de Lisa Simpson?
El episodio no se centra en Bart, sino en Lisa, quien insiste en que deben matricularla también
en la academia militar. Allí busca los retos que no encuentra en el programa para tontos de su
escuela. Y también está defendiendo su derecho como mujer a obtener igualdad de trato en
relación con los hombres. Como es la primera niña que entra en la academia, todos los chicos
deben mudarse a otro dormitorio, lo cual no ayuda a que Lisa sea aceptada entre sus compañeros,
como anhela. Sola y enfrentada a un entorno machista, Lisa se consuela pensando en Emily
Dickinson; ella también estaba sola y, sin embargo, consiguió escribir hermosos poemas, piensa,
¡pero después recuerda que Dickinson acabó como una cabra!
En público, Bart continúa haciéndole el vacío, teme reconocerla como a un igual. En privado,
se disculpa: «Perdona lo de ayer, Lis. No quería que pensaran que me había vuelto blando con el
tema femenino». En secreto, ayuda a su hermana a entrenarse por la noche para cruzar el
«Eliminador», ejercicio sin el cual no se aprueba el curso, consistente en avanzar colgado de
brazos y piernas por una cuerda tendida a una altura vertiginosa, «con un factor de llagas doce». Al
final Lisa conseguirá superar la prueba, a pesar de los gritos a su alrededor, «¡que se caiga!, ¡que
se caiga!». Bart acaba protegiéndola de los abusones, un apoyo único pero eficaz. Hasta Bart
sabe que no está bien abandonar a una hermana. Me pregunto si esto podría ilustrarse también
con ejemplos de Harry Potter.
LAS PENAS DE LISA Y EL SAXOFÓN
Lo que convierte a Lisa en algo más que una santurrona es su aguda sensibilidad y su deseo
de ser feliz. La naturaleza conflictiva del deber moral y su tendencia a exigir sacrificios personales
se representa aquí en toda su intensidad. En Lisa se reconoce todo el sufrimiento que puede
experimentar una criatura precoz y sensible dispuesta a cumplir con unos principios
autodeterminados. Su gran amor por la vida y la belleza, en contraste con su no menos profundo
compromiso con la verdad y el bien, resulta en la tristeza y la frustración que expresa en las
melodías anhelantes y melancólicas de su saxofón. Kant sostiene que la belleza y el arte brindan la
posibilidad de una vida moral más elevada. Cuando la vida real le presta escasa o nula atención a
tal posibilidad, el grito afligido del alma de Lisa encuentra expresión en el gemido del saxo. En el
personaje de Lisa, la comedia de Los Simpson no nos permite olvidar la profundidad de lo trágico.
En «El blues de la Mona Lisa», Lisa no consigue plegarse al patriotismo convencional.
Durante una lección de música, en lugar de tocar las sencillas notas de My country ‘tis of Thee (‘Mi
país es tu país’), improvisa un solo de jazz en el saxofón. «No hay lugar para ese loco jazz en una
canción patriótica», dice el profesor de música. «Pero, señor Largo, esto es lo que es mi patria en
el fondo —contesta Lisa con vehemencia—: esas pobres familias que viven en el coche porque no
tienen hogar, ese granjero de Iowa cuyas tierras le arrebató la insensible burocracia, ese minero de
Virginia...». «Todo eso me parece muy bien, Lisa —suelta el profesor—, pero ninguno de esos
miserables va a venir al recital de la semana que viene.»
El director Skinner envía una nota sobre Lisa, y no sobre Bart, advirtiendo a la familia sobre su
comportamiento: «Lisa se niega a jugar a balón prisionero porque está triste». Este juego parece
expresar de manera particular la situación de Lisa, pues se trata de atacar a una sola persona
entre todas las demás. Lisa se deja bombardear sin contagiarse del espíritu del juego, es decir, sin
defenderse. Cabe recordar aquí que el episodio fue realizado mucho antes de la embestida furiosa
de los reality shows y su darwiniana glorificación de la lucha por la supervivencia.
El problema es que, al parecer, no hay nadie a quien Lisa pueda contarle los motivos que cree
encontrar en la raíz de su melancolía. Bart y Homer se hallan absortos en sus violentas sesiones de
videojuegos, ¿cómo podrían entender sus problemas? Lisa intenta explicarse: «Simplemente no le
encuentro sentido a nada. Decidme, ¿habría cambiado algo el que yo nunca hubiera existido?
¿Cómo podemos dormir por la noche cuando hay tanto sufrimiento en el mundo?». Homer intenta
animarla haciéndola saltar sobre sus rodillas. «Tal vez sea un problema de ropa interior», piensa el
padre más tarde cuando Marge le señala que Lisa está en una edad difícil. Homer al menos tiene
buenos sentimientos.
La melancolía de Lisa empieza a desaparecer cuando oye las notas quejumbrosas de un
colega, Gingivitis Murphy, quien bajo la luz de la luna toca su saxo en el puente solitario de un
inquietante paisaje urbano iluminado por la luna. A Murphy le sangran las encías porque nunca ha
ido al dentista. «Ya tengo bastante sufrimiento en la vida», dice. Lisa le dice que ella también le
«ocurren cosas». «Pues yo no puedo ayudarte con eso —responde Murphy, pero agrega—:
podemos improvisar juntos.»
Es así como Lisa y Gingivitis acaban tocando juntos. El canta «La soledad me puede, mi chica
me dejó», y Lisa replica:
Mi hermano es malo, malo
no hace más que chinchar.
Y mi madre en vez de palos ,
magdalenas encima le da.
Mi padre más que un padre,
parece un chimpancé.
Soy la niña más triste,
de cuarto de EGB.
Marge interrumpe la sesión y se lleva a Lisa por la fuerza. «No es nada personal —le dije a
Gingivitis— pero desconfío de los desconocidos».
Marge, en un papel de madre tradicional, le pide a Lisa que sonría. Se trata del mismo consejo
que le da su madre en un flash-back de su juventud, «antes de que cruces esa puerta debes poner
cara de felicidad, porque la gente sabrá si tu madre es buena o mala según el tamaño de tu
sonrisa». Lisa responde que no tiene ganas de sonreír. Marge se mantiene en sus trece: «Lo que
cuenta de verdad es lo que manifiestas por fuera. Me lo enseñó mi madre. Coge todas tus penas y
empújalas hacia abajo todo lo que puedas, hasta más abajo de las rodillas, hasta que andes sobre
ellas. Y, como nunca desentonarás, te invitarán a todas las fiestas, y gustarás a todos los chicos, y
eso te traerá la felicidad».
Lisa, que necesita consuelo como nunca antes, sigue la recomendación de su madre. ¡Y da
resultado! «Eh —dice un chico—, bonita sonrisa.» Un segundo crío le dice al primero «¿Oye, para
qué hablas con ésta, seguro que te contesta algo extraño». Lisa sigue sonriendo. «¿Sabes? Antes
pensaba que eras una especie de cerebrito —dice uno de los chicos—, pero ahora veo que eres
normal». «¿Oye por qué no te vienes a mi casa después de clase? —le dice el otro—. Podrías
hacerme los deberes». «Si tú quieres...» responde Lisa. En ese momento aparece el profesor y
agrega: «Espero que hoy no se repita el estallido de desbocada creatividad de ayer». «No, señor»,
contesta Lisa con una amplia sonrisa.
Al observar la escena, Marge reconoce el error de la enseñanza tradicional, y se lleva a Lisa
de allí haciendo chirriar las ruedas del coche. «Ya sabemos a quién ha salido», dice el profesor,
revelando la verdad profunda sobre la relación entre Lisa y su madre. Marge pide disculpas a Lisa:
«Estaba equivocada, lo retiro, sé siempre tú misma. Si quieres estar triste, cariño, estáte triste.
Nosotros te apoyaremos. Y, cuando te canses de sentirte triste, nosotros seguiremos a tu lado.
Desde ahora, tu madre está dispuesta a sonreír por las dos».
Al escuchar esta afirmación de sus propios sentimientos, por primera vez Lisa sonríe con
ganas. Y, a sugerencia suya, la familia entera va al club donde Gingivitis rinde tributo a «una de las
pequeñas damitas del jazz» e interpreta el tema de Lisa. En compañía de su alegre familia, incluida
Maggie, que succiona rítmicamente el chupete, Lisa está radiante. La chica libre, independiente y
recta merece ser feliz.
11.- LOS SIMPSON: LA POLÍTICA ATOMISTA Y LA FAMILIA
NUCLEAR
PAUL A. CANTOR
En mayo de 1999, durante una visita a una escuela secundaria del estado de Nueva York, el
senador Charles Schumer recibió una inesperada lección de civismo dictada por una fuente
igualmente imprevista. Refiriéndose con pertinencia al tema de la violencia escolar, el senador
elogiaba el proyecto de ley Brady, que él mismo había apoyado, por su papel en la prevención del
crimen. Poniéndose en pie para poner en entredicho la eficacia de la tentativa de control de armas
de fuego, un estudiante llamado Kevin Davis citó un ejemplo que sin duda resultaba familiar a sus
compañeros de clase, no así al Senador: «Me recuerda un episodio de Los Simpson. Homer
quiere una pistola pero ha estado dos veces en la cárcel y también en un asilo mental, o sea que lo
han definido como “potencialmente peligroso”. Homer pregunta qué quiere decir eso, y el
empleado le responde: “Significa que necesitas una semana más para que te den el arma”».143
Sin entrar en consideraciones sobre los pros y los contras de la legislación de control de armas, el
incidente pone de manifiesto la manera en que una serie animada de Fox, Los Simpson, modela la
manera de pensar de los estadounidenses, en especial de los jóvenes. De modo que quizá valga la
pena echar un vistazo al programa para ver qué tipo de lecciones políticas enseña. A ojos de
muchos, Los Simpson podría parecer entretenimiento insensato, pero la serie de hecho ofrece
comedia y sátira del más alto nivel de sofisticación que la televisión estadounidense haya
conocido. A lo largo de los años, Los Simpson se ha ocupado de numerosos temas serios, como la
seguridad de la energía nuclear, la ecología, la inmigración, los derechos de los homosexuales y las
mujeres en el ejército, por dar algunos ejemplos. Paradójicamente, es la índole burlesca del
programa lo que le concede una seriedad de la que carecen muchas otras producciones
televisivas.
Sin embargo, no me detendré en el carácter político en el sentido proselitista de la serie.
Republicanos y demócratas son igualmente objeto de sátira por parte de Los Simpson. El político
local que aparece con mayor frecuencia en el programa es el alcalde Quimby, que habla con un
marcado acento kennediano144 y suele actuar como una máquina política de la democracia urbana.
Al mismo tiempo, la fuerza política más siniestra de la serie, la camarilla que parece gobernar
Springfield entre bastidores, invariablemente se muestra como republicana. Si se tienen en cuenta
ambas cosas, es justo afirmar que Los Simpson, al igual que la mayor parte de las producciones
hollywoodienses, es una serie prodemócrata y antirrepublicana. Un retrato gratuitamente malicioso
del ex presidente Bush ocupó un episodio entero («Dos malos vecinos»), pero Los Simpson ha
sido de una lentitud sorprendente al satirizar al presidente Clinton.145 Sin embargo, los demócratas
han dado pie al chiste político más hilarante de toda la historia de la serie: cuando el abuelo
Abraham Simpson recibe por correo un dinero destinado realmente a sus nietos, Bart le pregunta:
«¿No te extrañó que te dieran un cheque sin haber hecho absolutamente nada?», a lo que Abe
replica: «Supuse que los demócratas habían vuelto al poder» («La tapadera»). Poco dispuestos a
perder cualquier oportunidad humorística, a lo largo de los años los creadores de la serie
generalmente se han mostrado equitativos en sus burlas hacia ambos partidos, hacia la derecha y
hacia la izquierda.146
Antes que la cuestión superficial de la tendencia partidista, me interesa la política profunda de
Los Simpson, lo que la serie fundamentalmente sugiere sobre la vida política de Estados Unidos,
que se aborda a partir de la familia, hecho que en sí mismo constituye una declaración política. Al
centrarse en la unidad familiar, Los Simpson se ocupa de problemas humanos reales que todos
pueden reconocer y, por lo tanto, acaba por ser menos «de animación» que otros programas
televisivos. Sus personajes son más humanos, se encuentran más plenamente articulados que los
supuestos hombres, mujeres y niños de muchas comedias de situación. Y, sobre todo, el programa
ha creado una comunidad humana verosímil: Springfield, Estados Unidos. De modo que la familia
se muestra como parte de una colectividad más amplia, y de hecho Los Simpson afirma que sólo
una colectividad como tal puede dar sustento a la familia. En esto radica el secreto de la
popularidad de la serie entre el público estadounidense y, al mismo tiempo, la declaración política
más interesante que pueda ofrecer.
Los Simpson, en efecto, brinda una de las imágenes más significativas de la familia, y en
especial de la familia nuclear, que puedan hallarse en la cultura estadounidense contemporánea.
Con nombres tomados del propio hogar de la infancia de Matt Groening, su creador, los Simpson
encarnan la familia estadounidense media: el padre (Homer), la madre (Marge), y 2,3 hijos (Bart,
Lisa y la pequeña Maggie). Muchos detractores de la serie han lamentado el hecho de que ésta
proporcione modelos de conducta censurables a padres e hijos, y a menudo se arguye que la
popularidad que ha alcanzado evidencia el declive de los valores familiares en Estados Unidos.
Pero quienes critican Los Simpson deberían mirar el programa con mayor atención y analizarlo en
el contexto de la historia televisiva. Aunque se trate de una astracanada, una guasa de ciertos
aspectos de la vida familiar, Los Simpson posee un rasgo afirmativo y a menudo acaba celebrando
la familia nuclear como institución. No se trata de un logro menor en ese contexto. Y es que, durante
décadas, el medio televisivo estadounidense ha tendido a menospreciar la importancia de la
familia nuclear y proponer diversas familias monoparentales u otro tipo de arreglos no tradicionales
como alternativas. De hecho, el contexto de la familia monoparental en las comedias de situación
data de los albores de la televisión, al menos de My Little Margie (1952 - 1955). Pero las series
clásicas de este tipo, como TheAndy Griffith Show (1960 - 1968) o My Three Sons (1960 - 1972),
en general hallan el modo de reconstruir una familia nuclear (a menudo a través de un tío o una tía)
y, por lo tanto, siguen presentándola como la norma. (Otras veces la trama se desarrolla alrededor
del viudo que vuelve a casarse, como le ocurre a Steve Douglas, interpretado por Fred MacMurray,
en My Three Sons).
A partir de la década de 1970, no obstante, con la aparición de series como Alice (1976 1985), la televisión estadounidense comienza a alejarse de la familia nuclear como norma y sugiere
que otros modelos de crianza de los hijos pueden ser igualmente válidos o resultar incluso
superiores. Durante los años ochenta y noventa la televisión experimentó con todo tipo de
permutaciones del motivo de la familia no nuclear, por ejemplo, en Love, Sidney (1981 - 1983),
Punky Brewster (1984 - 1986) o Tengo dos padres (1987 - 1990). Este desarrollo en parte
resultaba del procedimiento hollywoodiense habitual de generar nuevas series mediante la sencilla
variación de fórmulas de éxito.147 Pero la tendencia a mostrar familias no nucleares también daba
cuenta de un giro ideológico en Hollywood, de un nuevo impulso de cuestionar los valores
familiares tradicionales. Sobre todo, a pesar de que las series televisivas generalmente atribuían la
ausencia de uno o ambos progenitores a su muerte, la tendencia a alejarse de las
representaciones de la familia nuclear obviamente reflejaba la realidad del divorcio en la vida
estadounidense (y especialmente en Hollywood). En el intento de ser progresistas, los productores
de televisión se dispusieron a refrendar las tendencias sociales contemporáneas que tomaban el
lugar de la estable familia nuclear tradicional. Con el típico ímpetu de la industria del
entretenimiento, Hollywood finalmente llevó la tendencia hasta su conclusión lógica: la familia sin
padres. Cinco en familia (1994 - 2000) muestra un grupo de hermanos que con valentía se educan
a sí mismos después de que el padre y la madre hayan fallecido en un accidente automovilístico.
Esta serie transmite de manera ingeniosa el mensaje que, en opinión de algunos productores,
la audiencia evidentemente quiere escuchar. A saber, que los hijos pueden apañarse muy bien sin
uno de los progenitores y, preferiblemente, sin ambos. Desde luego, los hijos quieren escuchar este
mensaje porque halaga su sentido de independencia. En cuanto a los padres, quieren escucharlo
porque alivia el sentimiento de culpa, resulte éste de haber abandonado a los hijos por completo
(como a veces ocurre en los divorcios), o de no dedicarles suficiente «tiempo de calidad». Los
padres ausentes o negligentes pueden consolarse a sí mismos con la idea de que sus hijos
realmente están mejor sin ellos, «justo como esos jóvenes chachis e increíblemente guapos de
Cinco en familia». Dicho brevemente, gran parte de la producción televisiva estadounidense de las
dos últimas décadas ha dado a entender que el colapso de la familia no constituye una crisis social
y ni siquiera entraña un problema serio. De hecho, debería ser interpretado como un modo de
deslastrarse de una imagen de la familia que tal vez haya bastado durante la década de los
cincuenta pero que dejó de ser válida en los noventa. Y es sobre este telón de fondo histórico que
debemos apreciar la declaración que Los Simpson ofrece sobre la familia nuclear.
Desde luego, la televisión nunca ha abandonado del todo a la familia nuclear, ni siquiera en la
década de los ochenta, como demuestra el éxito de series como All in the Family (1971 - 1983),
Enredos de familia (1982 - 1989) y La hora de Bill Cosby (1984- 1992). Y cuando Los Simpson
debutó como serie regular, en 1989, no era la única su afirmación del valor de la familia nuclear.
Algunos otros programas televisivos seguirían el mismo camino durante los años noventa,
reflejando tendencias sociales y políticas más amplias, en especial la reafirmación de los valores
familiares que, para entonces, habían comenzado a formar parte del programa de ambos partidos
políticos estadounidenses. Matrimonio con hijos (1987 - 1998), también de la Fox, precedió a Los
Simpson con el retrato de una familia nuclear hilarantemente disfuncional. Otra estampa interesante
de una familia nuclear la proporciona Un chapuzas en casa (1991 - 1999) de la cadena ABC, que
intenta recuperar valores familiares e incluso papeles tradicionales de género en un contexto
televisivo posmoderno. Sin embargo, en más de un sentido, Los Simpson es el ejemplo más
interesante de este regreso a la familia nuclear. Aunque muchos opinen que se propone subvertir la
idea de la familia estadounidense o socavar su autoridad, la serie de hecho nos recuerda que el
antiautoritarismo constituye una tradición nacional, y que la autoridad familiar ha sido siempre
problemática en los democráticos Estados Unidos. Lo que hace de Los Simpson una producción
tan interesante es el modo en que combina el tradicionalismo con el antitradicionalismo;
continuamente se burla de la familia estadounidense convencional, pero también ofrece siempre
una imagen perdurable de esa unidad nuclear en el proceso mismo de satirizarla. Así pues, muchos
de los valores tradicionales de la familia estadounidense sobreviven a la sátira, sobre todo el de la
familia nuclear como tal.
Como he afirmado ya, esto puede comprenderse parcialmente a la luz de la historia de la
televisión. Los Simpson es un programa del momento, posmoderno y consciente de sí mismo.148
Pero su autorreflexividad se concentra en la representación televisiva convencional de la familia
estadounidense. Es así como Los Simpson ofrece la paradoja de un programa no tradicional
profundamente arraigado en la tradición televisiva. Es posible hallar precedentes de Los Simpson
en series de dibujos animados como Los Picapiedra o Los Supersónicos, pero estos programas,
a su vez, encuentran su precedente en famosas comedias de situación sobre la familia nuclear de
la década de los cincuenta como Yo amo a Lucy, The Advetures of Ozzie and Harriet, Father Knows
Best y Leave it to Beaver. Así pues, Los Simspon es una recreación posmoderna de la primera
generación de sitcoms o comedias de situación. Si miramos de nuevo estos programas, podremos
descubrir fácilmente las transformaciones y discontinuidades que ha traído consigo Los Simpson,
serie que hace hincapié en la ignorancia del padre sobre lo que le conviene a su familia. Y, desde
luego, es más peligroso dejar las cosas en manos de Bart que en manos de Beaver.
Evidentemente, Los Simpson no ofrecen un sencillo retorno a los programas televisivos sobre la
vida familiar de la década de los años cincuenta, pero incluso en el acto de recrear y transformar, la
serie proporciona elementos de continuidad que la convierten en una producción más
conservadora de lo que a primera vista pareciera.
Los Simpson ha encontrado su propio y peculiar modo de defensa de la familia nuclear, como
si dijese: «Imaginad el peor panorama posible: los Simpson. Pues incluso una familia así es mejor
que ninguna». De hecho, la familia Simpson no es tan terrible. Algunas personas se muestran
consternadas ante la idea de que los crios imiten a Bart, en especial su falta de respeto hacia la
autoridad y, sobre todo, hacia sus maestros. Pero estos detractores de Los Simpson olvidan que la
rebeldía de Bart corresponde a un venerable arquetipo estadounidense, y que Estados Unidos se
fundó sobre la falta de respeto a la autoridad y por un acto de rebelión. Bart es un icono
estadounidense, una versión actualizada de Tom Sawyer y Huck Finn en un solo personaje. A pesar
de todos los problemas que ocasiona y, de hecho, en virtud de todos los problemas que ocasiona,
Bart personifica el comportamiento que se espera de los crios de acuerdo con la mitología
estadounidense, desde los tebeos de Daniel el travieso hasta La pandilla.149
En cuanto a la madre y la hija en la serie, Marge y Lisa no resultan en absoluto malos modelos
de conducta. Marge cumple a la perfección con lo que se espera de un ama de casa y madre
devota, además de exhibir con frecuencia una vena feminista, en especial en el episodio en que se
va de paseo al estilo de Thelmay Louise («Marge se da a la fuga»). De hecho, sus intentos de
combinar ciertos impulsos feministas con el papel de madre tradicional son muy actuales. En
cuanto a Lisa, por más de un motivo este personaje encarna lo que en día se entiende por hija
ideal: destaca en el colegio, y como feminista, vegetariana y ecologista, es políticamente correcta
en un sentido extenso.
La verdadera cuestión, entonces, es Homer. Muchos han criticado Los Simpson por su manera
de retratar al padre como un paleto sin estudios, débil de carácter y carente de principios morales.
Y Homer es todas esas cosas, pero al menos está presente. Cumple con las funciones paternas
imprescindibles, se mantiene al lado de su mujer y sobre todo de sus hijos. Sin duda, carece de las
cualidades que nos gustaría encontrar en un padre ideal, es egoísta y suele poner sus propios
intereses por encima de los de su familia. En uno de los episodios especiales de Halloween, nos
enteramos de que vendería su alma al diablo a cambio de una rosquilla (aunque, afortunadamente,
su alma ya es propiedad de Marge, así que no consigue venderla)150. Homer es innegablemente
fatuo, vulgar e incapaz de apreciar las cosas buenas de la vida. Le cuesta compartir los intereses
de Lisa, excepto cuando ella desarrolla un talento notorio para predecir el resultado de los partidos
de fútbol americano de la liga profesional, lo cual le permite a su padre convertirse en el gran
ganador de la quiniela en la taberna de Moe.151 Es más, se enfada con facilidad y suele pagarla
con sus hijos, como demuestran sus muchos intentos de estrangular a Bart.
Desde ese punto de vista, Homer fracasa como padre. Pero si se reflexiona un poco más al
respecto, sorprende cuántas cualidades posee. En primer lugar, está muy unido a su familia. La
ama porque es suya. Su lema es, básicamente, «mi familia, tenga o no razón». Difícilmente se trata
de una posición filosófica, pero bien podría ser el fundamento de la familia como institución, motivo
de sobra para explicar por qué la República de Platón proponía subvertir el poder de la familia.
Homer Simpson es lo contrario a un filósofo-rey: no es devoto del bien, sino de lo que es suyo.
Naturalmente, dicho punto de vista no está exento de problemas, pero contribuye a explicar cómo la
aparentemente disfuncional familia Simpson consigue funcionar.
Por ejemplo, Homer está dispuesto a trabajar para mantener a su familia, incluso en el
peligroso puesto de supervisor de seguridad de una planta de energía nuclear, labor que se vuelve
mucho más peligrosa debido al sencillo hecho de que es Homer quien la lleva a cabo. En el
episodio en que Lisa desea ardorosamente un poni, Homer incluso busca un segundo empleo y
empieza a trabajar para Apu Nahasapeemapetilon en el Badulaque para ganar el dinero que
cuesta mantenerlo, y en el proceso casi se mata («El poni de Lisa»). A través de estas acciones,
Homer manifiesta una genuina preocupación por su familia, y como demuestra repetidas veces,
será capaz de defenderla incluso a costa de un gran riesgo personal. Sus acciones a menudo
resultan ineficaces, pero en cierto sentido eso vuelve más entrañable su devoción hacia los suyos;
Homer es el destilado más puro de la paternidad. Si prescindimos de todas las cualidades que
debe tener un buen padre, como la sabiduría, la compasión, la ecuanimidad y el altruismo, nos
quedará Homer Simpson con su pura, insensata y obstinada devoción hacia su familia. Por ello, a
pesar de toda su estupidez, intolerancia y egoísmo, no podemos odiar a Homer, que no deja de
fracasar en el intento de ser un buen padre, pero que tampoco se rinde jamás, hecho que, en un
sentido básico y fundamental, lo convierte en un buen padre.
La defensa más eficaz de la familia propuesta en la serie se encuentra en el episodio en el
que la unidad familiar de los Simpson efectivamente se fractura («Hogar, dulce hogar»). El episodio
comienza, de modo bastante significativo, con una imagen de Marge en su papel de buena madre,
mientras prepara al mismo tiempo el desayuno de sus hijos y las meriendas para el colegio. Incluso
da a Bart y Lisa instrucciones precisas sobre sus bocadillos: «No pongáis la lechuga dentro hasta
las 11.30». Pero después de este prometedor comienzo parental ocurren una serie de
contratiempos. Homer y Marge se van a pasar una bien merecida tarde de relajación en el
Balneario Aguas Revueltas y, con las prisas, dejan la casa sucia, y una pila de platos sin lavar en el
fregadero de la cocina. Entretanto, las cosas no marchan bien para los chicos en la escuela. Bart
accidentalmente ha cogido los piojos del mono de su mejor amigo, Milhouse, ante lo cual el director
Skinner se ve forzado a preguntar: «¿Qué clase de padres cometen semejante lapsus en la higiene
capilar?». Las pruebas en contra de la paternidad responsable de los Simpson aumentan cuando
el director Skinner manda buscar a la hermana de Bart. Con los pies descalzos y cubiertos de
barro, pues sus compañeras de curso le han robado los zapatos ortopédicos, Lisa parece una
pilluela callejera sacada de un libro de Dickens.
Ante todas estas pruebas de abandono infantil, Skinner, horrorizado, avisa al servicio de
protección al menor, cuyos funcionarios a su vez quedan escandalizados cuando, al llevar a Bart y
Lisa a casa, aprovechan para explorar el lugar, cuya situación ma- linterpretan totalmente. Ante las
pilas de periódicos viejos, suponen que Marge es una mala ama de casa, cuando la verdad es que
había reunido todos aquellos papeles para ayudar a Lisa en un trabajo para la asignatura de
historia. Así pues, los burócratas se apresuran a sacar conclusiones, deciden que Marge y Homer
no son padres responsables, y presentan la acusación específica de que el hogar de los Simpson
es un «insalubre agujero infernal: papel higiénico colgado indebidamente y a desmano, perros
apareándose sobre la mesa del...». Es así como las autoridades determinan que los niños
Simpson deben ser entregados a una familia adoptiva, de modo que entregan a Bart, Lisa y
Maggie al patriarcado vecino, que preside Ned Flanders y que, a lo largo de la serie, funciona
como doppelgánger de los Simpson. Flanders y sus retoños son, qué duda cabe, la familia perfecta
desde el punto de vista de una moralidad y una religiosidad chapadas a la antigua. En un señalado
contraste con Bart, Rod y Todd, los hijos de Flanders, son obedientes y se portan bien. Pero, sobre
todo, se trata de una familia piadosa, dedicada a actividades como la lectura de la Biblia, que
llevan a cabo con mayor rigor incluso que el reverendo Lovejoy. Cuando Ned se ofrece a jugar a «la
batalla» con Bart y Lisa, lo que tiene en mente es una batalla de preguntas sobre la Biblia. Y la
familia queda espantada cuando, gracias a dicha «batalla», se descubre que Bart y Lisa no han
oído hablar del Dragón de Rehoboam, para no mencionar el Pozo de Zohassadar o las bodas de
Beth Chadruharazzeb.
Ante la pregunta sobre si la familia Simpson es de veras disfuncional, el episodio de los
padres adoptivos ofrece respuestas alternativas: por una parte, el hogar moralista y religioso,
chapado a la antigua; por otra, el estado terapéutico, o lo que a menudo se llama estado-niñera.
¿Quién está mejor capacitado para educar a los crios Simpson? Las autoridades civiles
intervienen y sentencian que Marge y Homer son incompetentes para la paternidad, por lo que
deben ser reeducados en un curso de «técnicas familiares» con la premisa de que los expertos
saben más sobre cómo educar a los niños. La crianza de los hijos es cuestión de conocimientos
específicos, viene a decir la autoridad, y eso puede enseñarse. He allí la respuesta moderna: la
familia es inapropiada como institución, así que el estado debe intervenir para hacerla funcionar. Al
mismo tiempo, este episodio ofrece una respuesta moral y religiosa al estilo antiguo: los niños
necesitan padres temerosos de Dios para que les inculquen su temor y devoción. De hecho, Ned
Flanders hace cuanto puede para que Bart y Lisa se reformen y tengan una conducta tan piadosa
como sus propios hijos.
Pero la respuesta que la serie ofrece es que los crios están mejor con sus verdaderos padres,
no porque estos sean más inteligentes o sepan más sobre cómo educar a los hijos, ni porque sean
moral o religiosamente superiores, sino porque Homer y Marge son las personas que de modo
más genuino quieren a Bart, Lisa y Maggie, puesto que se trata de sus propios retoños. El episodio
funciona especialmente bien al dar cuenta del horror del estado supuestamente omnisciente y
omnicompetente que se inmiscuye en cada aspecto de la vida familiar. Cuando Homer,
desesperado, intenta llamar por teléfono a Bart y Lisa, lo que oye es el mensaje oficial: «No puede
comunicar con el número que ha marcado desde ese teléfono, ¡monstruo desaprensivo!».
Al mismo tiempo, vemos los defectos de la religiosidad de la vieja escuela. Puede que los
Flanders sean unos padres justos, pero también se trata de personajes farisaicos, que creen estar
por encima de los demás. La señora Flanders dice: «No quiero juzgar a Homer y Marge, eso se lo
dejo al Dios de la justicia». La piedad de Ned es tan extrema que finalmente exaspera incluso al
reverendo Lovejoy, que en algún momento le pregunta: «¿Por qué no te planteas alguna de las
otras religiones mayoritarias? Todas vienen a ser lo mismo».
Al final, Bart, Lisa y Maggie felizmente se reúnen con Homer y Marge. A pesar de la acusación
de disfuncionalidad, la familia Simpson funciona bastante bien, pues los crios están muy unidos a
sus padres y los padres están muy unidos a sus hijos. La premisa de quienes intentaron llevarse a
los chicos es que existe un principio ajeno a la familia según el cual los Simpson pueden ser
juzgados como una familia disfuncional, trátese de las teorías contemporáneas sobre la educación
de los niños o de una anticuada religión. El episodio de los padres de acogida sugiere lo contrario:
que la familia contiene su propio principio de legitimidad, y sabe lo que más conviene. De modo
que en el título del capítulo se ilustra la extraña combinación de tradicionalismo y antitradicionalismo
que Los Simpson ofrece. Aunque la serie rechace la idea de un regreso no cuestionado a la idea
moral y religiosa tradicional de la familia, también se niega a aceptar los intentos contemporáneos
por parte del estado de subvertir completamente su unidad y refrenda el valor imperecedero de la
familia como institución.
Como nos recuerda la importancia de Ned Flanders en este episodio, otro rasgo inusual de la
serie es que la religión tenga en ella un papel significativo. Se trata de una parte constitutiva de la
vida familiar de los Simpson, y numerosos episodios giran en torno a las visitas a la iglesia,
incluyendo uno en que Dios le habla directamente a Homer («Homer, el hereje)». De hecho, la
religión es una parte constitutiva de la vida de Springfield en general. Aparte de Ned Flanders,
también el reverendo Lovejoy aparece en numerosos capítulos, incluyendo uno en el que nada
menos que Meryl Streep presta su voz a la hija del reverendo («La novia de Bart»).
Esta atención a la religión resulta atípica en el contexto de la televisión estadounidense de la
década de los noventa. De hecho, si juzgásemos por la mayoría de los programas que se producen
hoy, jamás adivinaríamos que los estadounidenses son en gran medida un pueblo religioso que
incluso asiste a la iglesia con regularidad. La televisión generalmente da a entender que la religión
tiene un papel exiguo, si acaso lo tiene, en la vida cotidiana de los estadounidenses, ello aunque
las pruebas apunten hacia la conclusión inversa. Muchas son las razones que se argumentan para
explicar la ausencia general de la cuestión religiosa en la televisión; los productores temen que
promover la discusión sobre las diferentes doctrinas podría ofender a la audiencia ortodoxa y, más
temprano que tarde, eso podría involucrarlos en alguna controversia. Los ejecutivos, por su parte,
se preocupan sobre todo por la posibilidad de que la financiación de los programas sea
boicoteada por grupos religiosos de poder. Además, la comunidad televisiva tiene un punto de
vista esencialmente secular y, por lo tanto, difícilmente se interesa por cuestiones religiosas. De
hecho, buena parte de Hollywood mantiene una postura directamente antirreligiosa, y en especial
se opone a todo lo que pueda etiquetarse como fundamentalismo (tendiendo a aplicar esta
etiqueta a todo lo que se sitúe a la derecha del unitarianismo).
Sin embargo, durante la última década, en parte debido a que los productores han descubierto
que existe un nicho en la audiencia para programas como Touched by an Angel, la religión ha
regresado a la televisión (1994-).152 A pesar de ello, a la comunidad del entretenimiento le cuesta
comprender lo que la religión significa realmente para el público estadounidense, y sobre todo es
incapaz de aceptar la idea de que la religión pueda ser una parte normal y cotidiana de la vida
estadounidense. Las figuras religiosas que aparecen en el cine y la televisión tienden a ser
milagrosamente buenas o puras y monstruosamente malignas e hipócritas. Aunque existen algunas
excepciones a esta regla,153 en Hollywood las figuras religiosas suelen ser santos o pecadores,
personajes que luchan por el bien contra todo tipo de obstáculos e incluso contra la razón, o bien
fanáticos religiosos intolerantes, retorcidos a causa de la represión sexual y dedicados a la
destrucción de vidas inocentes de una u otra manera.154
Pero Los Simpson acepta la religión como parte integrante de la vida de Springfield, Estados
Unidos. Si la serie se burla de la piedad en la persona de Ned Flanders, el personaje de Homer
Simpson por su parte sugiere que se puede asistir a misa sin ser un fanático religioso o un santo.
Un episodio dedicado al reverendo Lovejoy trata de manera realista y bastante comprensiva el
problema del agotamiento del pastor («En Marge confiamos»). Lovejoy, quemado como está por
todos los problemas que le ha tocado escuchar de sus feligreses, tiene que delegar su trabajo a
Marge Simpson, que se convierte en la «señora que escucha». El tratamiento de la religión en Los
Simpson es paralelo al de la familia y entronca con él. La serie no está a favor de la religión, pues
se trata de una serie innovadora, demasiado cínica e iconoclasta para eso. De hecho,
superficialmente parece incluso antirreligiosa, pues buena parte del impulso satírico está dirigido
en contra de Ned Flanders y otros personajes piadosos. Pero aquí vemos el mismo principio en
acción: si Los Simpson satiriza algo es porque reconoce al mismo tiempo su importancia. De
modo que, incluso cuando parece estar ridiculizando la religión, la serie refleja, como pocas en la
televisión, el genuino papel de esta práctica en la vida estadounidense.
En ese sentido, el tratamiento de la familia en Los Simpson coincide con el tratamiento de la
política. Aunque la serie se centra en la familia nuclear, no deja de situarla en relación con
instituciones de mayor envergadura como la Iglesia, la escuela e incluso entes políticos como la
alcaldía. La serie satiriza todas estas instituciones y las vuelve risibles e incluso vacuas, pero al
mismo tiempo reconoce la importancia que poseen, en especial para la familia. Durante las últimas
décadas, la tendencia de la televisión a aislar a la familia ha cobrado vigor; se la muestra cada vez
más retirada de todo marco o contexto institucional más amplio. Y he aquí otra tendencia a la que
se oponen Los Simpson, en parte por tratarse de una recreación posmoderna de las comedias de
situación de la década de los cincuenta. Series como Father Knows Best o Leave it to Beaver
solían estar ambientadas en pequeñas ciudades estadounidenses donde la vida familiar formaba
parte de una intrincada red de instituciones. Al recrear ese mundo, aunque de modo bufonesco,
Los Simpson no puede evitar recrear su atmósfera e incluso, de vez en cuando, su ethos.
Springfield es sin duda un pueblo estadounidense de provincias. En varios episodios, se
contrasta con la Ciudad Capital, una metrópolis a la que los Simpson se aproximan con estupor y
temblor. Obviamente el programa se mofa de la vida de provincias (se burla de todo), pero al
mismo tiempo celebra las bondades de la pequeña localidad tradicional. Uno de los motivos
principales por los que la disfuncional familia Simpson funciona tan bien es que vive en ese tipo de
pueblo, donde las instituciones que go biernan las vidas de sus miembros no le son ajenas ni se
encuentran demasiado alejadas. Los chicos van a la escuela del barrio (aunque vayan en el
autobús que conduce el ex hippie Otto), y sus amigos del colegio son casi todos vecinos. La familia
Simpson no tiene que enfrentarse a una burocracia educacional compleja, indiferente e
inaccesible. Skinner y la señorita Krabappel tal vez no sean unos pedagogos perfectos, pero se
muestran accesibles y bien dispuestos cuando Homer y Marge necesitan hablar con ellos. Lo
mismo puede decirse de la policía de Springfield: el jefe Wiggum no es un gran adversario del
crimen, pero los ciudadanos de Springfield lo conocen bien, y otro tanto ocurre a la inversa. La
policía local todavía tiene raíces en el barrio y se sabe que incluso ha compartido uno o dos donuts
con Homer.
De modo análogo, la política en Springfield en gran medida es un asunto local, y la alcaldía
consulta a los ciudadanos decisiones tan relevantes como la de legalizar las apuestas o construir
un monorraíl. Como su acento kennediano sugiere, el alcalde Quimby es un demagogo, pero al
menos es el demagogo particular de Springfield. Cuando compra votos, los compra directamente a
los ciudadanos. Si quiere que el abuelo Simpson apoye la construcción de una autopista que
atraviese el pueblo, deberá ponerle a la vía el nombre del personaje de televisión favorito de Abe,
‘Matlock’. Desde donde quiera que se mire Springfield, se descubre un grado sorprendente de
control y autonomía local. La planta nuclear es una fuente de contaminación y peligro constante,
pero al menos pertenece al magnate industrial y esclavista contemporáneo local, Montgomery
Burns, y no a alguna remota corporación multinacional (de hecho, en una excepción que confirma la
regla, cuando la planta acaba en manos de unos inversores alemanes, Burns la compra de nuevo,
tan pronto como puede, para recuperar su ego).
En suma, a pesar de su carácter posmoderno, Los Simpson es una serie profundamente
anacrónica por la manera en que hace referencia a una época pasada, en la cual los
estadounidenses se sentían más cerca de las instituciones gubernamentales y la vida familiar
estaba firmemente arraigada en una comunidad más amplia pero siempre local. El gobierno
federal apenas se hace sentir en la serie y, cuando ocurre, generalmente se manifiesta de modo
extravagante, como cuando el ex presidente Bush se muda a una casa contigua a la de Homer,
arreglo que naturalmente no funciona. Los largos tentáculos del departamento de recaudación de
impuestos se han estirado alguna vez hasta llegar a Springfield, pero la forma en que estrangulan al
país entero es por supuesto incontestable.155 Sin embargo, en términos generales, el gobierno
cobra formas locales. Cuando fuerzas siniestras del partido republicano conspiran para derrocar al
alcalde Quimby proponiendo como candidato y adversario al ex convicto Actor Secundario Bob, se
trata de siniestras fuerzas locales, a la cabeza de las cuales se encuentra el señor Burns, y entre las
que se cuentan Rainer Wolfcasde (sosia de Arnold Schwarzenegger que hace el papel de McBain
en el cine) y Burch Barlow, quien a su vez guarda gran parecido con Rush Limbaugh («El actor
secundario Bob vuelve a las andadas»).
He aquí un sentido en el que el retrato de la comunidad local elaborado en Los Simpson no es
realista. En Springfield, incluso las corporaciones mediáticas son locales. Por supuesto, nada hay
de extraño en el hecho de que el pueblo cuente con una cadena de televisión propia. Es
perfectamente plausible que la familia Simpson vea el telediario que presenta Kent Brockman, uno
de sus vecinos. También es bastante creíble que el programa televisivo infantil que ve toda
Springfield sea una producción local y que su presentador, Krusty el payaso, no sólo viva en el
pueblo, sino que también se ofrezca a animar eventos como la apertura de un supermercado o una
fiesta de cumpleaños. Pero, ¿qué hace una estrella cinematográfica genuina como Rainer
Wolfcastle en Springfield? ¿Y qué decir del hecho de que los mundialmente famosos dibujos
animados de Rasca y Pica se produzcan allí? De hecho, todo el imperio de estos personajes de
animación parece tener su base de operaciones en Springfield. Y no es ésta una cuestión balad!,
pues significa que, cuando Marge protesta contra la violencia en los dibujos animados, puede
hacer un piquete ante la sede del programa sin moverse de su pueblo («Rasca, Pica y Marge»).
Los ciudadanos de Springfield tienen la fortuna de ejercer una influencia directa sobre las fuerzas
que modelan sus vidas, en especial sus vidas familiares. En resumen, Los Simpson toma el
fenómeno que más ha contribuido a subvertir el poder local en la política y la vida pública
estadounidense en general, a saber, los medios, y lo sitúa en la órbita de Springfield, sometiendo
de ese modo su potencia, al menos en parte, al control local.156
El retrato nada realista de los medios como fuerzas locales contribuye a poner de manifiesto la
tendencia constitutiva de la serie, a saber, la de presentar a Springfield como una suerte de polis
clásica; tan autocontenida y autónoma como el mundo contemporáneo lo permite. Una vez más,
este rasgo refleja la nostalgia posmoderna que inspira Los Simpson, cuya recreación autorreflexiva
de la comedia de situación de los años cincuenta acaba celebrando extrañamente el viejo ideal de
los Estados Unidos profundos.157 De nuevo, no pretendo negar que el primer impulso de Los
Simpson es burlarse de la vida en una ciudad de provincias. Pero, en ese mismo proceso, nos
recuerda cuál era el antiguo ideal y qué tenía de atractivo, sobre todo el hecho de que el
estadounidense medio de algún modo se sentía en contacto con las fuerzas que tanta influencia
tenían en su vida y que tal vez incluso las controlaba. El 12 de abril de 1991, en una presentación en
el programa de la Sociedad Estadounidense de Editores de Periódicos (emitido por C-SPAN),
Matt Groening dijo que el subtexto de Los Simpson es que: «Quienes están en el poder no siempre
tienen en la mente vuestros mejores intereses».158 Se trata de una visión de la política que
trasciende la distinción normal entre izquierda y derecha y explica por qué la serie puede ser
relativamente equitativa en su tratamiento de ambos partidos hegemónicos, y tiene algo que
ofrecer tanto a progresistas como a conservadores. Y es que Los Simpson se basa en la
desconfianza hacia el poder, en especial hacia el poder que se encuentra alejado de la gente
común y corriente. En ese sentido, celebra la comunidad genuina, una comunidad en la que cada
quien conoce más o menos al resto (aunque no necesariamente todos se caigan bien). Al recrear
este sentido antiguo de la comunidad, la serie consigue generar una suerte de calidez a partir de
su posmoderna frialdad tendenciosa, una calidez en gran medida responsable de su éxito entre el
público. Esta concepción de la comunidad es quizás el comentario más profundo que Los Simpson
ofrece sobre la vida familiar en particular y la política estadounidense de hoy en general. Sin
importar cuán disfuncional pueda parecer, la familia nuclear es una Institución que vale la pena
preservar. Y no por empeño de los funcionarios de un estado distante y supuestamente terapéutico,
sino mediante la restitución de sus vínculos con una serie de instituciones locales que reflejan y
adoptan los mismos principios que permiten funcionar a la familia Simpson: el cariño a los suyos,
un principio según el cual cuidamos mejor de aquello que nos pertenece.
La celebración de lo local en Los Simpson se confirma en «Salvaron el cerebro de Lisa»,
episodio que por una vez explora en detalle la viabilidad de una alternativa utopista a la política
habitual de Springfield. El episodio comienza con el disgusto de Lisa ante un concurso llamado
«Cuán bajo está dispuesto a caer», patrocinado por una emisora de radio local, iniciativa que,
entre otras cosas, acaba en la quema de una exposición itinerante de obras de Van Gogh. Con la
indignación típica de la juventud, Lisa envía una airada carta al periódico de Springfield: «Hoy
nuestra ciudad perdió lo poco que le quedaba de su frágil civismo». Escandalizada por las
limitaciones culturales de Springfield, Lisa se lamenta: «Somos un pueblo de iletrados, incultos y
analfabetos, tenemos ocho hipermercados pero ningún auditorio, treinta y dos bares pero ni un solo
teatro alternativo». El estallido de ira de Lisa suscita la atención de la rama local de Mensa, y los
pocos ciudadanos con un elevado cociente intelectual de Springfield (entre los que se cuentan el
doctor Hibbert, el director Skinner, el Tío de la Tienda de Tebeos y el Profesor Frink) la invitan a
formar parte de la organización (no sin antes comprobar que Lisa ha traído un pastel y no una
quiche a la reunión). Inspirado por el valeroso pronunciamiento de Lisa contra el provincianismo
cultural de Springfield, el doctor Hibbert se resiste al estilo de vida local: «Vivimos en una ciudad en
la que los listos carecen de poder y los estúpidos lo controlan todo». Formando «un consejo de
ciudadanos sabios», o lo que el presentador Kent Brockman más tarde denomina «junta
intelectual», los miembros de Mensa se disponen a crear el equivalente de la República platónica
en la Springfield de animación. Naturalmente, comienzan por pedir cuentas al alcalde Quimby, que
abandona la ciudad de forma abrupta cuando se descubre el detalle de la desaparición de unos
fondos de la lotería.
Aprovechando una oscura provisión en la carta fundacional de Springfield, los miembros de
Mensa llenan el vacío de poder creado por la súbita dimisión de Quimby. Lisa no concibe límites
respecto a lo que podría conseguir el mandato platónico de los sabios: «Con nuestra superior
inteligencia reconstruiremos la ciudad sobre los cimientos de la razón y la ilustración,
transformaremos a Springfield en una utopía». El director Skinner tiene la esperanza de fundar
«una nueva Atenas», al tiempo que otra miembro de Mensa imagina el futuro en términos de
«Walden II», de B.F. Skinner. Los nuevos mandatarios de inmediato se disponen a dotar de
consistencia real a su utopía, para lo cual redefinen las señales de tráfico y prohíben todos los
deportes que involucren violencia. Pero en una variación de la dialéctica de la Ilustración, pronto la
racionalidad abstracta y el universalismo benevolente de la junta de intelectuales se muestran como
un fraude. Los miembros de Mensa empiezan a discrepar entre sí y se vuelve evidente que su
reclamo de representar los intereses públicos enmascara una serie de intereses privados.
En el momento álgido del episodio, el Tío de la Tienda de Tebeos da un paso al frente y
proclama: «Inspirándonos en la raza más sensata de nuestra galaxia, los Vulcans, la procreación se
permitirá una vez cada siete años. Para algunos de ustedes en menos de lo que tenían. Para mí es
muchísimo». Esta referencia a Star Trek induce una respuesta del jardinero Willie, cuyo acento
nativo hace pensar en el de Scotty, jefe de ingenieros del Enterprise: «¡Usted no puede hacer eso,
no tiene autoridad!». El intento (no desinteresado) de Mensa de imitar la República regulando la
procreación es realmente excesivo para los ciudadanos normales y corrientes de Springfield.
Cuando la revolución platónica de la ciudad ha degenerado en altercados mezquinos y
violentos, aparece un deus ex machina en la forma del físico Stephen Hawking, descrito como «el
hombre más listo del mundo». Hawking expresa su desilusión ante el régimen de Mensa y acaba
en una riña con el director Skin- ner. Aprovechando la oportunidad creada por la división de la
intelligentsia, Homer dirige la contrarrevolución de los imbéciles, a quienes espolea al grito de:
«¡Vamos, idiotas, recuperemos el pueblo!». Así pues, el intento de establecer un mandato de
filósofos-reyes en Springfield culmina en la ignominia, ante lo cual a Hawking sólo le queda
pronunciar su epitafio: «A veces los más listos somos los más pueriles». En este episodio de Los
Simpson, el intento de traducir la teoría a la práctica fracasa. La teoría debe mantenerse en los
confines de la vida contemplativa. El episodio acaba con Hawking y Homer, que beben cerveza en
el bar de Moe y hablan de la teoría de Homer de un universo en forma de donut.
Así pues, el episodio de la utopía ofrece un compendio de lo que tan bien consigue Los
Simpson, una serie que puede disfrutarse en dos niveles: como farsa en un sentido amplio y como
sátira intelectual. Este episodio incluye algunos de los momentos humorísticos más indecorosos de
la larga historia de Los Simpson (y no he mencionado la trama secundaria del encuentro de Homer
con una fotógrafa porno). Pero, al mismo tiempo, está repleto de sutiles alusiones culturales; por
ejemplo, los miembros de Mensa se reúnen en lo que evidentemente es una casa de Frank Lloyd
Wright en una colina. Al final, el episodio de la utopía da cuerpo a la extraña combinación de
intelectualismo y antiintelectualismo característica de Los Simpson. En el libelo que Lisa dedica a
Springfield, la serie llama la atención sobre las limitaciones culturales de los Estados Unidos
profundos, pero también nos recuerda que el desdén de los intelectuales hacia la gente común
puede llegar demasiado lejos y que la teoría puede perder fácilmente el contacto con el sentido
común. En definitiva, Los Simpson parece ofrecer una suerte de defensa intelectual del hombre
común ante los intelectuales, y eso explicaría en parte su popularidad y gran atractivo. Muy pocos
han encontrado divertida La crítica de la razón pura, pero en La ciencia jovial Nietzsche piensa
haber captado el chiste de Kant:
Kant quiso demostrar, de una manera que ofendía groseramente a «todo el mundo», que
«todo el mundo» tiene razón; ése fue el secreto chiste de esta alma. El escribió en contra de los
eruditos y a favor de los prejuicios del pueblo, pero lo hizo para eruditos y no para el pueblo.159
Según los términos de Nietzsche, Los Simpson se sitúa en un nivel superior a La Crítica de la
razón pura, pues defiende al hombre común contra el intelectual, pero de una manera que tanto el
hombre común como el intelectual pueden comprender y disfrutar.160
12.- LA HIPOCRESÍA DE SPRINGFIELD
JASON HOLT
Un consejo, Quimby, no firme cheques que no
pueda pagar... Se le va la fuerza por la boca.
El jefe Wiggum, «Homer solo».
Del budismo zen a Ayn Rand, que en la serie da nombre a un parvulario, Los Simpson se
ocupa de cuestiones interesantes desde el punto de vista filosófico. Es difícil olvidar la respuesta
de Bart al koan que pregunta cómo suena una mano que aplaude; el crío cierra velozmente los
dedos de una mano, produciendo un sonido que se aproxima al de un aplauso. William James
habría estado orgulloso, aunque la serie no pretende ser «filosófica» en el mismo sentido en que lo
es, por ejemplo, la literatura existencialista. Y bien está. Con independencia de lo que busquen de
autores y productores, Los Simpson ofrece abundante material a los filósofos, a menudo bajo la
forma de ejemplos ilustrativos. El resultado no sólo es divertido; de vez en cuando resulta luminoso.
En Los Simpson se satiriza hábilmente la cultura contemporánea, con la precisión de Wilde y
la exageración de Swift. Un tema recurrente e importante en la serie es el papel de la moralidad, o
su ausencia, en la vida de los ciudadanos de Springfield. En ese sentido, Los Simpson se asemeja
a la literatura existencialista, por cuanto diagnostica, de otro modo pero con el mismo aplomo, la
crisis moral de la época actual. ¿Qué crisis? Bien, se trata de una larga historia, y en gran parte
depende de a quién se dirija la pregunta. Baste decir que muchas personas se toman los valores
con menor seriedad de la debida. A causa de la existencia de tantos sistemas de valores
diferentes entre los cuales escoger, es fácil perderlos de vista y difícil concluir cuál sea el correcto,
si acaso alguno lo es. Y si la moral no tiene fundamentos distinguibles, ¿según qué valores
deberíamos vivir?
Se trata de una gran pregunta, a la cual no pretendo responder, mucho menos haciendo
referencia a Los Simpson. Pero es importante subrayar, como hacían los existencialistas, que
incluso si no existe una moralidad objetiva, hablar de los valores puede cobrar un sentido pleno. O
para ser mas precisos: cualesquiera que sean nuestros valores, siempre se nos puede juzgar
moralmente de acuerdo con la coherencia entre esos valores y nuestras acciones. Según algunos
existencialistas, somos loables cuando nos mantenemos fieles a los principios o valores que
aceptamos, sin importar cuáles sean esos valores ni los motivos por los cuales los aceptamos. Del
mismo modo, es posible desaprobar a quien no se muestre coherente con esos principios o
valores. En otras palabras, hay una diferencia entre el contenido moral, es decir, los principios
morales específicos, y las propiedades morales formales, en especial la coherencia con uno
mismo, la puesta en práctica de aquello que se predica. Si en este último caso hay coherencia o
integridad, en la traición a uno mismo y el incumplimiento de aquello que se predica hay
incoherencia e hipocresía.
Y es sobre la hipocresía sobre lo que quiero hablar, porque Los Simpson no sólo ilustra
numerosos rasgos significativos de este vicio moral, sino que revela la falsedad de algunas de las
afirmaciones que los filósofos han hecho sobre ella. Afirmar que una serie de dibujos animados
pueda retirar el velo que ha impedido a los expertos ver ciertas cosas podría resultar insólito, pero
ocurre que el panorama desde la torre de marfil es muy otro, y diversos puntos de vista ofrecen
diversas ventajas. De cualquier modo, el concepto común de hipocresía debe ser perfeccionado.
Así pues, ante todo estudiaré algunos ejemplos ilustrativos tomados de Los Simpson. Para
sustentar mi tesis filosófica principal, me valdré de la figura del jefe Wiggum como ejemplo de una
posición que da demasiado crédito al hipócrita. Aunque suele tratarse de un defecto moral
bastante grave, pretendo demostrar que, en ciertos casos, la hipocresía puede resultar
comprensible e incluso admirable. Con el objetivo de afinar el concepto corriente de hipocresía sin
desestimar, en la medida de lo posible, el punto de vista que representa, en algunos casos
oportunos contrastaré los ejemplos tomados de Springfield con otros de la literatura clásica.
En primer lugar, veamos qué significa comúnmente la hipocresía, rasgo que consiste en «no
poner en práctica lo que se predica», es decir, en afirmar ciertos valores o principios, palabras
según las cuales se vive, y actuar transgrediendo esos valores o principios. Si afirmo que no
debemos comer legumbres, según predicaba un grupo de filósofos de la antigüedad (es cierto, ¡lo
juro!) y sigo comiéndolas, soy un hipócrita. Si no las como, según afirmo que debe hacerse, no soy
un hipócrita. Pero esto sólo funciona con declaraciones de valor sobre cómo debería ser el mundo,
no sobre cómo es; no se trata de la descripción de los hechos, sino de prescribir acciones. Si digo
que el gato es pardo pero me comporto como si fuese blanco o como si ni siquiera hubiese un
gato, no soy un hipócrita, sino un mentiroso, un payaso, quizá tenga muy mala memoria o sufra de
alguna otra disfunción cognitiva. En el caso de la hipocresía, las acciones contradicen una
declaración de valor, sea ésta de índole moral, estética, profesional, racional o de cualquier otro
tipo; se trata de un defecto moral aunque el valor en cuestión no pertenezca a la esfera moral.
Ahora bien, esto puede sonar demasiado académico, pero la importancia de las virtudes y los
vicios formales en la vida cotidiana es obvia. Es correcto que valoremos cosas como la integridad
y despreciemos otras como la hipocresía, en nosotros mismos y en los demás. La integridad nos
proporciona un sentido del orgullo, de una vida recta, autodeterminada y resolutiva, y ese orgullo es
apropiado. Allí donde los valores chocan entre sí, como ocurre en tantas áreas de la interacción
humana, es posible respetar o criticar a los demás de acuerdo con la coherencia con la que actúan
o dejan de actuar según los valores que suscriben.
Puede parecer inadecuado valerse de Springfield como trampolín filosófico, pero además de
mi afirmación anterior, según la cual Los Simpson ofrece un punto de vista novedoso sobre la
cuestión que nos ocupa, hay otro hecho que debemos tener en cuenta: aunque en cierta medida los
filósofos han analizado la hipocresía, en otro sentido la han desatendido. Y cualquier intento de
poner remedio a esta situación es legítimo. Al utilizar Los Simpson no sólo pretendo ilustrar rasgos
importantes de la hipocresía y promover una mejor compresión de la misma, sino también poner
remedio a esta negligencia.
LA PEQUEÑA LISA VA A WASHINGTON
Existen tantos ejemplos de hipocresía evidente y extrema en Los Simpson que sería un
despropósito intentar abarcarlos en su totalidad. Sin embargo algunos de ellos son pertinentes, en
especial porque solemos asociar la hipocresía ante todo a la corrupción en la política, los negocios
y la religión. De modo que, con respecto a cada uno de estos ámbitos, en este capítulo me centraré
en el alcalde Quimby, el señor Burns y el reverendo Lovejoy. No todos los ejemplos que propongo
se hallan tan bien delineados como podrían, pero en conjunto sirven para ilustrar una serie de
cuestiones nodulares.
En «La familia va a Washington», Lisa presencia cómo el congresista Bob Arnold acepta un
soborno. Con razón, se siente contrariada: Arnold actúa en deliberada violación del juramento de su
cargo. Y eso lo convierte en un hipócrita. El alcalde Quimby es un caso similar pero más complejo.
Nótese la doble hipocresía en el siguiente intercambio:
WIGGUM: ¡Pero ha quebrantado la ley!
QUIMBY: No me dé lecciones de civismo. ¡Escúcheme! Si Marge Simpson va a la cárcel, ya
me puedo despedir del voto femenino. («Homer solo»).
Quimby no sólo es un hipócrita: es un mentiroso, un tramposo, carece de voluntad y le sobran
prejuicios, es sexista, ingenuo, vil y, a pesar de poseer cierta capacidad política, es más bien
obtuso. Es importante distinguir su hipocresía de otros defectos morales, de carácter e
intelectuales. En este caso Quimby no sólo decide actuar en contra de la ley, sino que vulnera
también el interés público en las cuestiones de la mujer.
Podría pensarse que la hipocresía es inevitable en la política, y que el alcalde Quimby, en
cuanto político, no es tan culpable. Pero he aquí un punto de vista cínico. Como argumentaré más
adelante, hay ciertos tipos de hipocresía disculpables e incluso loables. Pero son más bien raros, y
suelen deberse a la compasión o a objetivos meritorios. La hipocresía de Quimby, al contrario,
como la de muchos políticos, no está al servicio de sus electores; apenas consiste en usar su
poder para obtener ganancias personales. Sus fines no son compasivos ni admirables.
Comparado con el Actor Secundario Bob, es el mejor candidato a la alcaldía, pero su hipocresía no
es por ello menos reprochable.
Los hipócritas en la política no ponen en práctica lo que han dicho antes de jurar el cargo y, de
modo más ladino, incumplen las directrices del partido que antes han suscrito. Pero esto no li mita
la hipocresía a aquellos casos en que los valores en cuestión se han afirmado previamente de
manera explícita. Es posible suscribir la línea del partido sin refrendarla públicamente. En otras
palabras, es posible ser un hipócrita al violar los principios que se afirman de modo implícito
cuando se avala tácitamente la línea del partido, o bien aceptando un empleo que comporta ciertos
valores aunque no se exija para él un juramento o, de modo más interesado, al presentar una
imagen pública falaz que exprese estos valores. Piénsese en el director Skinner o la señorita
Krabappel, que como educadores están comprometidos de manera implícita con ciertos valores
pedagógicos que, sin embargo, violan con frecuencia e incluso desestiman por completo.
Otro caso complejo lo representa el señor Burns, que en la búsqueda del propio provecho
suele exhibir una variedad de bajezas morales. No hay nada malo y, de hecho, hay mucho de
ensalzable en la búsqueda del beneficio y todo lo que éste conlleva. Pero esto no justifica la
hipocresía en las relaciones públicas, rasgo que Burns personifica con una voluntad tan fuerte como
débil es su cuerpo, en especial al presentarse, en más de una ocasión, como el ecologista que
definitivamente no es. Desde luego, se trata de una manera óptima de hacer relaciones públicas,
pero la hipocresía de Burns es demasiado evidente:
Pensé que si un plástico de seis latas atrapaba un pez, un millón de plásticos atraparía un
millón de peces... Yo la llamo la Omnired de Burns, deja el mar como una patena. Y el producto
es la Grasa Animal Patentada Pequeña Lisa. Rica en proteínas para animales de granja,
aislante para viviendas protegidas, un potente explosivo y un refrigerante de primera. Y lo que es
mejor, fabricada al cien por cien con animales reciclados. («El viejo y Lisa»).
El caso de la Grasa Animal Patentada Pequeña Lisa podría parecer el mejor ejemplo de la
hipocresía de Burns, pero en esta ocasión el empresario no alcanza a comprender la índole de su
propia falsedad, en marcado contraste con sus relaciones públicas tan bien calculadas en otros
episodios. Durante una limpieza de residuos de la planta nuclear, Burns posa ante las cámaras
vestido de pies a cabeza con un mono de limpieza, que se quita con disgusto apenas se detienen
los obturadores («Madre Simpson»). En un retiro corporativo, ofrece un discurso sobre el valor del
trabajo en equipo y la sana competición («La montaña de la locura»), mientras que su historial
privado no sólo no incluye la colaboración sino que representa el peor tipo de elitismo, sus intentos
de competir no son sanos sino conniventes, y su juego no es limpio sino sucio en todo momento.
Desde el punto de vista literario, quizá el peor tipo de hipocresía sea la religiosa. Un ejemplo
muy conocido es el Tartufo de Molière, que usa el pretexto de la piedad para congraciarse con una
familia rica. Aunque proclama el valor de la pobreza, vive a costa de dicha familia y acaba por
obtener el control de todas sus posesiones. Sintiéndose seguro en su nueva posición de poder,
actúa en clara violación de los valores que ha presentado, y acaba mal. Tartufo es un clásico que
vale la pena leer. Los Simpson es otro tipo de clásico de pleno derecho que vale la pena ver.
Lovejoy, sin embargo, no es Tartufo. No es que haya algo malo en que no lo sea, pero a pesar del
comprensible cansancio de Lovejoy ante el mundo y de su fe un tanto resignada, existen ciertos
indicios de que él también podría ser un hipócrita. Entre ellos se cuentan llevar a su perro a
ocuparse de sus «sucios y pecaminosos asuntos» en el césped de Flanders («22 cortometrajes
sobre Springfield»), restar importancia a los preceptos cristianos («La novia de Bart»), y negar a
Lisa la posibilidad de consultar la Biblia («El día del apaleamiento»). ¿Un cura para todos los
creyentes? Difícilmente. Podría pensarse que Lovejoy es un hipócrita incontrovertible, a pesar de
sus momentos ardientes y sentenciosos. Pero también podríamos interpretar de modo un poco
más caritativo al personaje, como si sencillamente estuviese bajo la influencia demasiado
poderosa del Viejo Testamento.
Aunque Lovejoy no es Tartufo, podría tener algo de don Manuel. En San Manuel Bueno, mártir,
de Miguel de Unamuno, don Manuel pierde la fe pero sigue haciendo las veces de sacerdote
creyente ante la congregación, papel que considera necesario para el bien del rebaño. Duda de los
fundamentos religiosos de lo que predica, por lo que sin duda es un hombre falso, pero no es un
hipócrita, pues sigue comportándose según los principios de su religión. La diferencia radica en su
motivación, que no es religiosa, sino pragmática, pero las acciones prescritas son las mismas.
Aunque los valores en lo que realmente cree contradicen los que demuestra a la comunidad, sus
actos no se oponen a los primeros ni a los segundos. Hasta cierto punto, Lovejoy podría estar
contando una mentira noble similar. Su papel en la comunidad es mucho menos importante que el
de don Manuel, pero también está en posición de socorrerla. Piénsese en cuánto hace por los
Flanders, sobre todo por Ned, aunque ayudarlo se convierta en una carga. De cualquier manera,
Lovejoy demuestra cierta levedad e indiferencia en relación a su rebaño («En Marge confiamos»),
lo cual parece excluir la posibilidad de interpretar su personaje como una variante atenuada de don
Manuel.
Hasta aquí se han presentado una serie de características importantes de la hipocresía
ejemplificadas en Springfield y en otros casos. Hay hipocresía cuando se violan deliberadamente
los principios adoptados. O bien cuando se suscriben unos principios á la señor Burns, sabiendo
que se han violado en acciones pasadas o proyectadas, y cuando el propósito es minimizar los
comportamientos evidentes o secretos. La clave radica en la inconsistencia. Es interesante notar
que, salvo pocas excepciones, ninguno de los miembros de la familia Simpson es un hipócrita.
¿Bart? Sí, pero sólo bajo coacción, y eso rara vez. ¿Homer? En absoluto, pues actúa de pleno
aunque irreflexivo acuerdo con los valores hedonistas que sostiene, excepto cuando debe afrontar
alguna prueba moral severa, en cuyo caso no sólo hace lo correcto, sino que lo hace con el
auspicio de valores coherentes.161
EL CASO WIGGUM
Muchos filósofos tienen un concepto de la hipocresía bastante alejado de la noción popular.
Esta equivocación es comprensible e incluso natural, pero no deja de tratarse de una equivocación,
y el humorístico ejemplo del jefe Wiggum ilustra el porqué.
El error de concepción consiste en considerar la hipocresía esencialmente como un engaño,
pensar que sólo se puede ser hipócrita mediante una suerte de simulación o al dar señales
falsas.162 Según este punto de vista, la hipocresía es una especie de mentira, en la que se
presenta un falso frente, un velo normativo o una máscara de buenas intenciones. Esto sirve a dos
fines: hace que las malas acciones conocidas resulten menos conspicuas y distrae la atención de
aquello que pueda despertar sospechas o llevar al descubrimiento de las malas acciones secretas.
En virtud de tales medios, el hipócrita incluso podría engañarse a sí mismo a propósito de su
propia catadura moral.
Aunque estoy de acuerdo con que muchos hipócritas encajan en este perfil, y que el propósito
de la hipocresía a menudo es engañoso o justificatorio, no estoy de acuerdo en que esta
formulación recoja la esencia de la hipocresía. A veces no somos conscientes de nuestras
intenciones, y de vez en cuando olvidamos o no comprendemos los valores que presentamos a los
demás. Si es posible caer en la hipocresía de modo inadvertido, entonces la hipocresía no consiste
en un engaño consciente. Por otra parte, supongamos que presento valores falsos a los demás
pero, como soy demasiado tímido para actuar según mis verdaderos valores, actúo siempre de
acuerdo con aquellos que suscribo. Esto no es hipocresía, porque en ese caso sí hago lo que
predico. No creo en lo que digo, y basta. De modo similar, y como ilustra don Manuel, es posible
satisfacer, al mismo tiempo y mediante las mismas acciones, los valores personales y los que
falazmente se presenta a los demás. Esto tampoco es hipocresía, pues engañar a los demás a
propósito de los propios valores o intenciones no es hipocresía en esencia. Desde luego, se trata
de una forma de engaño, pero no del meollo de la hipocresía.
¿Cómo es posible que tantos pensadores se hayan equivocado en este respecto, incluso si,
como he dicho, se trata de un error comprensible y natural? He aquí mi diagnóstico: en un
comienzo, en la antigua Grecia, la hipocresía no era concebida como un defecto moral, sino como
un recurso teatral, el de llevar una máscara. Más tarde, durante el Medioevo, la metáfora se
aplicaría a quienes presentaban valores falsos, algo que se concebía como un grave vicio moral. Y
todavía es así. Sin embargo, esta concepción medieval de la hipocresía es muy distinta de la
moderna. Alegar falsamente unos valores propios es un engaño, y podrá ser señal de hipocresía,
pero sólo eso. La concepción moderna no supone siquiera que los hipócritas alimenten valores
ocultos tras aquellos presentados. Así pues, la idea de que la hipocresía es intrínsecamente
engañosa es anacrónica, un atavismo enraizado en el sentido arcaico del término. E ignorar el uso
moderno del vocablo es alejarse injustificadamente del sentido común.
Otra razón para este equívoco es que el sentido antiguo del término está avalado
superficialmente por algunos ejemplos históricos y literarios destacados. Para no alejarnos por el
momento del ámbito literario, piénsese en el Tartufo de Molière, en el Julien Sorel de Rojo y Negro,
de Stendhal, y en el Uriah Heep del David Copperfield de Dickens. Lo que hace a la hipocresía
interesante y rica desde el punto de vista de la indagación literaria es que el hipócrita sea
inteligente o al menos listo. El choque entre las virtudes intelectuales y morales es una delicia. Pero
la hipocresía es casi siempre aburrida y banal. Y considerar las excepciones como ejemplos
representativos de la norma es sencillamente un error. En este caso, equivale a dar demasiado
crédito al hipócrita, que en la mayoría de los casos no es tan inteligente. Y aunque muchos puedan
utilizar la hipocresía como una cortina de humo, no hace falta engañar para ser hipócrita.
Si el rasgo fundamental de la hipocresía fuese el engaño, cabría esperar que la hipocresía sin
propósito no fuese engañosa. Lo que hace falta para defender el concepto común es un ejemplo en
el que esté ausente la inteligencia y los motivos habituales para el engaño no entren en juego. Y Los
Simpson proporciona un ejemplo ideal en la rotunda figura del jefe Wiggum, cuyas acciones
infringen los principios que el propio personaje presenta como uno de los notables de Springfield.
Con todo, hemos de ser cuidadosos, porque ser un policía corrupto no es lo mismo que ser un mal
policía, y Wiggum es ambas cosas:
Aquí papá oso, orden de busca y captura de un sospechoso que conduce un... bueno,
conduce un coche. Se dirige hacia... ese sitio. Sí, hombre, ese sitio donde venden chili... Ah, y
muy importante: no lleva sombrero. («El triple bypass de Homer»).
Creemos enfrentarnos a un ser sobrenatural, probablemente una momia. Como precaución
he ordenado que sea destruida la sala de arte egipcio del museo. («Especial noche de Brujas
iv»).
Lo siento, chicos, no creo que podamos encontrar nunca a vuestros galgos. Puede que el
señor Burns os venda uno de los veinticinco que se llevó anoche. («Dos docenas y un galgo»).
En estos casos vemos la incompetencia profesional de Wiggun. Es lamentable, pero
moralmente neutra. ¿Servir y proteger? Lo mínimo. Pero esto no se debe sólo a su incompetencia,
sino también a las motivaciones ocultas detrás de su cumplimiento competente pero moralmente
dudoso del deber:
Lou: Un par de individuos zurrándose en el acuario, jefe.
JEFE WIGGUM: ¿Siguen vendiendo aquellos plátanos helados?
Lou: Eso creo.
JEFE WIGGUM: Pues vamos. («Hermano del mismo planeta»).
Lou: Parece que ha habido una explosión en casa de los Simpson. JEFE WIGGUM: Bah,
eso está a dos manzanas de aquí.
Lou: Creo que sale cerveza por la chimenea.
JEFE WIGGUM: Me acercaré a pie. Tú pide refuerzos.
Lou: [por la radio] Necesitamos panchitos, repito, panchitos. («Este es el resultado:
Retrospectiva de Los Simpson»).
En estos casos, Wiggum no es incompetente, ni tampoco hipócrita. Responde a la llamada,
aunque no lo haga por los motivos correctos. Antes bien, su hipocresía radica en la aceptación de
sobornos, el consumo de drogas, la frecuentación de prostitutas, la negligencia en el cumplimiento
del deber y el abuso de poder:
Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga, blablablá, blablablá,
blablablá. («Krusty entra en Chirona»),
Le retiraré la multa, pero bueno, para eso me tiene que sobornar. («Un pez llamado
Selma»).
¡Oh! ¿Nadie en este pueblo sabe tomarse la justicia por su mano? («La guerra secreta de
Lisa»).
¡Salga con las manos en alto, dos tazas de café, un ambientador para el coche del signo
Capricornio, y... algo que lleve coco rallado! («Marge encadenada»).
No se alarmen, sigan nadando desnudos. Hala, venga, sigan desnudos, sigan, sigan. Ya,
Lou, abre fuego. («Bart al anocherer»).
He aquí la hipocresía de Wiggum, enorme y amorfa como la figura misma del comisario. Por
supuesto, está al servicio de sus propios intereses, como suele ocurrir con la hipocresía. Pero no
es engañosa. Piénsese en «Springfield Connection», episodio en el que Wiggum, Lou, Eddy y
otros policías, en lugar de usar los vaqueros de imitación como evidencia en una investigación, se
quedan con ellos, motivo por el que las pruebas no bastan para llevar a cabo un arresto. La
incoherencia está a la vista de todos, porque la policía no hace nada al respecto, y Wiggum
concluye, como es costumbre, con una de esas frases tan suyas: «¡Buen trabajo, chicos!». ¿Por
qué no hay engaño en este caso? Por dos motivos: el primero es que no hace falta, y el segundo
que la mente de Wiggum no está por la labor.
La abierta hipocresía de Wiggum muestra cómo este vicio corresponde mejor a la noción
popular que a otros conceptos más sofisticados. Los defensores del punto de vista que he criticado
podrían insistir en que Wiggum no es un hipócrita precisamente porque sus prácticas en ningún
caso son engañosas. Pero aunque ajustar los conceptos a los propósitos teóricos siempre ha sido
prerrogativa de los filósofos, esta adaptación no puede hacerse de manera arbitraria o en
contradicción no estudiada con aquellos casos que sustentan un punto de vista basado en el
sentido común. El concepto de hipocresía en efecto necesita ser perfeccionado, pero respetando
el caso Wiggum, si no al propio Wiggum. Lo que hace tan divertida la hipocresía de Springfield es
que, en contraste con ejemplos más sofisticados, no tiene objeto. Y, aunque pocos lo admitirían,
tampoco se trata de una invención de la cultura contemporánea. Es una medicina con mal sabor.
Pero el gusto amargo apenas se siente, porque uno se está riendo.
¡SHH!
Incluso en sus formas más humorísticas, la hipocresía suele ser uno de los vicios morales más
reprobables. Y digo que «suele ser» porque a veces es justificable, comprensible e incluso
meritoria. Para los casos encomiables, véanse algunos personajes literarios como Huckleberry
Finn y figuras históricas como Oscar Schindler. En Las aventuras de Huckleberry Finn, Huck apoya
la fuga de un esclavo, y aunque sus acciones son ensalzables, se describen como inmorales. En
una escala más amplia, durante la Segunda Guerra Mundial Schindler se presentaba como nazi y,
mediante el engaño y otras maquinaciones, salvó las vidas de muchos judíos. La hipocresía es
loable cuando se trata de un medio necesario para un fin moral igualmente estimable, como en los
casos de Finn y Schindler. Puede disculparse cuando es obligada, y comprenderse cuando la
coacción bajo la cual tiene lugar es injusta. Piénsese en Bart copiando cien veces «NO
DERROCHARÉ LA TIZA» en la pizarra («Bart el genio»), en lo que podría parecer un caso de
hipocresía excusable, aunque no comprensible. Es un castigo, después de todo, aunque sea clara
la incoherencia que entraña desperdiciar la tiza para aprender a no desperdiciarla. Sin embargo,
no queda claro que Bart esté reivindicando un valor, ni siquiera implícito, al copiar «NO
DERROCHARÉ LA TIZA». Si hay hipocresía en este ejemplo, es la de quien le ha asignado el
castigo. Trátese de Skinner o de Krabappel, quien lo haya hecho debería comportarse de otra
manera.
Por cuanto sé, no hay ejemplos laudables de hipocresía en Los Simpson. Pero hay casos
comprensibles. En primer lugar, el de Apu, que amenazado por una deportación injusta, aparenta
haber abrazado los valores «estadounidenses» para ocultar su estatus de inmigrante sin papeles, y
es correcto comprenderlo y considerar excusable su hipocresía. Cuando la fachada es un lastre
difícil de mantener, los falsos elogios de Apu a esos valores ceden el paso a la incredulidad y a la
amarga desesperación en una sola frase:
¿Quién demonios necesita la compasión de Ganesha cuando están aquí Tom Cruise y
Nicole Kidman, en la guía semanal de espectáculos, mirándome con ojos muertos? («Mucho
Apu y pocas nueces»).
En segundo lugar está el caso de Lisa. Al sentirse aislada y castigada por ser virtuosa, decide
dar la espalda e incluso contradecir los valores que normalmente afirma con sinceridad en un
intento de hacer amigos:
LISA: Tengo un hermano empollón que se pasa el día en la biblioteca. Yo hago el vago en
la entrada.
ERIN: Oh ¿Tú también haces el vago?
LISA: Sí, es mejor que hacer cosas.
ERIN: Sí, eso es fatal. («Verano de metro y medio»).
En este caso la coacción es más leve, se trata de una forma de encierro psicológico. Pero el
predicamento de Lisa es compren sible. Su hipocresía se guía por un egoísmo inteligente y
bastante inocuo, a diferencia del crudo egoísmo de otros hipócritas de Springfield y la mayor parte
de los de la vida real.163
He omitido numerosas cuestiones filosóficas que estaría muy rico discutir (con todo el respeto
hacia Homer). No importa. Sin embargo, quisiera hacer algunas precisiones. ¿Se es hipócrita al no
alcanzar a cumplir un ideal suscrito? No, porque la idea es practicar lo que se predica, pero donde
hace falta práctica no se ha alcanzado la perfección. ¿Qué ocurre cuando los valores entran en
conflicto? Se debe ordenarlos de modo jerárquico, y actuar de acuerdo con el más importante. De
otra manera, la hipocresía resultará inevitable. ¿La hipocresía siempre es incorrecta? Sí, a menos
que se manifieste bajo coacción o se trate del medio necesario para un fin moral. ¿La integridad
es lo contrario a la hipocresía? No. La integridad consiste en actuar de acuerdo con los verdaderos
valores propios, y no con los que se enuncian. Por extraño que parezca, esto significa que es
posible ser íntegro en cuanto que hipócrita.164 Una vez más, ¿qué es la hipocresía? Un vicio formal,
la incoherencia, buscada o no, entre acciones deliberadas y valores suscritos de modo tácito o
explícito. Mmm... rico.165
13.- «DISFRUTAR DE «ESA COSA LLAMADA CUCU…
CUCURUCHO”»: EL SEÑOR BURNS, SATANÁS Y LA
FELICIDAD
DANIEL BARWICK
¿Qué fan verdadero de Los Simpson no se ha frotado las manos al tiempo que murmura, con
voz gutural, la palabra «excelente»? La expresión de felicidad de Monty Burns resultará familiar a
todo el que vea Los Simpson y, para los entusiastas de la serie, constituye la señal determinante de
que todo marcha de perlas. Pero, a pesar de la frecuencia con la que se vale de esta expresión,
Burns encuentra en el mundo pocas cosas que le satisfagan. No es un hombre feliz, y la fuente de
su infelicidad no se halla en los rasgos más notorios de su carácter. Tampoco tiene relación con su
provecta edad, su decrepitud física, la larga lista de enfermedades que padece, el apoyo que ha
prestado a la esclavitud, la masacre de miles de animales que ha llevado a cabo (por deporte o
para ampliar su fondo de armario), su maltrato a los empleados o el rechazo del que es objeto por
parte de la comunidad de Springfield en general y de las mujeres en particular. Antes bien, está
relacionada con una particular visión de mundo que lo mutila emocionalmente y que resuena cada
vez con mayor fuerza en la manera en que nosotros mismos, espectadores, interactuamos con el
mundo. Tenemos mucho que aprender del señor Burns sobre cómo no vivir la vida, pero este
ensayo admonitorio no trata sobre la generosidad o la avaricia, tampoco sobre la riqueza y el
poder. En lugar de eso, se ocupa de la capacidad de disfrutar la fría suavidad del helado y la
felicidad que procura.
¿Cómo es posible que Burns sea infeliz? Posee su propia Xanadú (¿y quién no desearía ser
dueño de su propia Xanadú, con jaurías de sabuesos que se abalanzasen sobre las niñas
exploradoras y demás visitantes?), una planta de energía nuclear que dirige con mano férrea, un
Rolls Royce conducido por un chófer, el control de la sección local del partido republicano, un vasto
guardarropa fabricado con los materiales más raros, un asistente a quien se le cae la baba por él y
dieciséis lebreles de competición premiados. Monty además es dueño de la Compañía de
Construcción Burns y la torre de extracción petrolera de Perforaciones Inclinadas Burns, así como
propietario fundador de la planta de Grasa Animal Patentada Pequeña Lisa, además de inventor
de la Omnired de Burns («El viejo y Lisa»). Tiene en su poder la espada Excalibur del Rey Arturo, el
único desnudo fotográfico de Mark Twain y ese raro primer borrador de la Constitución que
contiene la palabra «mamones». Incluso ha conseguido volver a encontrarse con su osito de
peluche, Bobo. ¿Cuál es entonces su problema?
El señor Burns tiene tres problemas que le impiden alcanzar la felicidad. Me concentraré en el
tercero, pero vale la pena mencionar los otros dos, pues son necesarios para comprender la
psique de Burns. Ante todo, se trata de una persona de excesos vulgares; todo lo que se relaciona
con él es enorme: su mansión, su patrimonio, su poder (y los abusos que hace de él), su ambición,
su robótico Richard Simmons. En calidad de hombre más rico de Springfield, es libre de
«regodearse» en su propia «crapulencia», como él mismo admite alegremente. Aunque existe una
rica tradición filosófica que condena ciertos excesos y defiende una vida de moderación, el lector
ciertamente no necesita echar mano de la filosofía para constatar que ninguno de los excesos del
señor Burns le proporciona la felicidad. A pesar de estar rodeado de personas, se encuentra solo.
Pese a su inmensa riqueza, siempre quiere más.
En segundo lugar, puesto que Burns lo ve todo en términos abstractos, como si se tratase de
un símbolo de algo más, atribuye una importancia excesiva a las cosas y no disfruta de ellas por lo
que realmente son. En el episodio titulado «Equipo Homer», la victoria en un torneo de bolos le
parece mucho más importante que el dulce aunque momentáneo placer de saborear el partido
junto a un jubiloso grupo de amigos, unidos en un solo equipo y bebiendo cerveza Duff. En lugar de
eso, ganar el trofeo se convierte en un logro individual. Desde este punto de vista, el problema es
que todo importa demasiado, por lo cual nada puede cobrar una verdadera significación. El señor
Burns lo concibe todo con urgencia simbolista y, en ese sentido, todo tiene el mismo valor. De
suerte que todo acaba por aburrirlo.
Sin embargo, se trata de un problema común. Quien más quien menos, todos somos culpables
de otorgar a los acontecimientos una importancia ridicula; a menudo nos sorprende darnos cuenta
del enojo o la alegría que nos causan ciertas cuestiones sin envergadura, y proporcionalmente
asombrosa resulta nuestra indiferencia ante las cosas realmente importantes. Pero las cuitas del
señor Burns se nutren como parásitos de un tercer y más profundo problema. Se trata del valor
simbólico que el anciano concede a todo aquello que lo rodea, motivo por el cual deja de existir el
referente de esa simbolización, o al menos deja de producirle placer. Desgraciadamente, para ser
feliz Burns necesita la cosa, no su símbolo. Permitidme explicarlo.
PRIMER ACTO: EL INFIERNO 166
Repudiado por una mujer, Satanás reúne a sus principales tentadores en la cámara del
concilio de Pandemónium. «¿Qué estamos haciendo para acelerar la deshumanización del
hombre?», pregunta a los Espíritus Superiores y Principales reunidos.
Uno por uno, los altos cargos de la jerarquía demoníaca rinden cuentas de sus acciones. El
Primer Ministro Infernal y los demonios encargados de la Envidia, el Orgullo y la Avaricia elaboran
entusiastas relatos. El Gran General de la Lascivia y la Acedia y sus subordinados leen un extenso
listado de casos particulares, y los juristas sientan cátedra a propósito de los vacíos legales que se
prestan a trampa. Con todo, Satanás no está satisfecho. Ni siquiera el brillante informe del Jefe del
Departamento de Guerra consigue gratificarlo. Escucha con impaciencia una prolongada
disertación sobre la proliferación nuclear, y durante la sesión de filosofía de la guerrilla se dedica a
juguetear con los lápices.
Al cabo de un rato, deja que la furia se apodere de él, de un manotazo barre los apuntes que
están en la mesa y se pone en pie de un salto. «¡Discursillos que sólo encubren a quienes los
pronuncian! —ruge—. ¿Acaso estoy condenado a escuchar eternamente esta verborrea con la que
unos idiotas intentan esconder su incompetencia? ¿Nadie tiene alguna novedad que contar? ¿Voy
a tener que pasarme otros mil años ocupándome de lo que no se ocupan los demás?»
En ese momento, un joven demonio se pone en pie: «Con vuestro permiso, mi Señor», dice.
«Tengo un plan». Apenas se sienta Satanás, el demonio comienza a explicar su propuesta de una
Oficina Interdepartamental de Desubstanciación. Según él, la deshumanización de la humanidad
está tomando demasiado tiempo porque los estrategas infernales no han conseguido aislar al ser
humano del principal bastión de su condición. Al concentrarse en las injurias a Dios y al prójimo, la
estrategia demoníaca no ha corrompido la relación del hombre con el mundo de los objetos. Y,
según explica, puesto que proporcionan placeres únicos y sorpresas particulares, las cosas
representan una fuente inagotable de energía para las mismas potencialidades que el Infierno con
tanta dificultad intenta abolir. Mientras el hombre siga en contacto con sustancias verdaderas,
tenderá a alimentar su propia sustancia. Lo que hace falta, por lo tanto, es un programa que le
arrebate las cosas al hombre.
Satanás manifiesta un interés evidente, pero objeta: «¿Cómo procederemos?. En la actual
sociedad del bienestar, el hombre posee más «cosas» que nunca. ¿Estás diciendo que en medio
de tal abundancia y poseído por tal materialismo, sencillamente no se dará cuenta de un plan tan
obvio y tan estrambótico?». El demonio replica: «No exactamente, mi señor. No me refiero a
quitarle al hombre sus posesiones en un sentido físico sino, más bien, a azuzarlo mentalmente para
que se aísle de la realidad. Propongo la creación de un método para reemplazar con
abstracciones, diagramas y espiritualizaciones a los seres u objetos reales. El hombre debe
aprender a concebir las cosas como símbolos, debe ser adiestrado para valerse de ellas en busca
de un efecto, y nunca como fines en sí mismos. Sobre todo, las puertas del placer deben
permanecer bien cerradas».
»No será», continúa el demonio, «tan difícil como parece. Los hombres se encuentran tan
firmemente convencidos de su propia índole materialista que lo último que sospecharían es que
buscamos acabar con ellos mediante la espiritualización. Sin embargo, para mayor seguridad, me
he tomado la libertad de organizar un ejército de teleevangelistas que continuarán, como ya han
hecho hasta ahora, arremetiendo contra el materialismo de la humanidad. Y ésta estará tan
ocupada en sentirse placenteramente inicua que nadie notará cuando finalmente la aislemos de la
realidad por completo».
En ese momento, Satanás sonríe, se reclina en su asiento y se frota las manos. «Excelente
—agrega—. Procedamos.»
Podría terminar aquí mi disertación, porque la confirmación inmediata de mi hipótesis (o, al
menos, una alusión que la hace bastante verosímil) se encuentra en el episodio «Ciudadano
Burns», donde el titular del Springfield Shopper reza:
HOY CUMPLE AÑOS BURNS
ATRIBUYE LARGA VIDA A SATANÁS
Pero continuemos.
SEGUNDO ACTO: LA PISTA DE BOLOS
BURNS: [Al entrar] Mírelos, Smithers, cómo disfrutan de su desfalco. SMITHERS:
[Dramático] Yo emplearía una palabra más fea, emplearía malversación, señor.
BURNS: ¡Simpson!
[Homer los ve y lanza la bola. Alguien grita]
BURNS: [Amenazante] Escuche... quiero ingresar en su equipo. HOMER: ¿Quiere ingresar
en mi qué?
SMITHERS: ¿En su equipo qué?
BURNS: He sufrido uno de mis imprevisibles cambios de humor al ver a estos atletas
padecer la humillación del enemigo vencido. Mmm, no sentía tantas energías desde mi última...
Purga.
[Más adelante, después de ganar el campeonato]
HOMER: ¡Yuju! ¡Somos campeones! [Homer, Apuy Moe bailan mientras el chico con la cara
llena de granos saca el trofeo de su estuche. Homer lo sostiene, pero Burns se lo arrebata]
BURNS: La gané yo.
APU: ¡Si somos un equipo, señor!
BURNS. ¡Oh, me temo que he sufrido uno de mis imprevisibles cambios de humor! Cierto
que el trabajo en equipo estimula, pero una persona evolucionada ha de dar el paso para
obtener su gloria. Claro, he de deshacerme de mis compañeros, como el boxeador se libra de
rollos de sudorosa y repugnante grasa para conquistar el título. ¡Chao! [Se marcha] («Equipo
Homer»).
Ante todo, Burns no comprende el verdadero sentido de su participación en el equipo de
bolos, a saber, llevar a cado una actividad recreacional con los «amigos» entre ríos de cerveza. Ni
siquiera lo intuye. En lugar de eso, se concentra en «ver a estos atletas padecer la humillación del
enemigo vencido». Ganar el trofeo desencadena una improvisada danza celebratoria entre Homer,
Apu y Moe, pero para el señor Burns no es momento de celebrar. No posee la «desenfadada»
humanidad de Homer ni su «embriagadora pasión por la vida».167 Por lo tanto, no piensa en la
victoria sino en su relación con los compañeros del equipo, que desecharía como la grasa en el
abdomen y la cintura de Wiggum. Lo que Burns denomina uno de sus «imprevisibles cambios de
humor» no es tal. Sigue pensando como acostumbra, por lo que todo acontecimiento, persona o
cosa no es más que una señal de algo más. Esto puede verse episodio tras episodio en Los
Simpson. He aquí algunos ejemplos:
¿Qué significa su hijo para él?
«En fin, me alegro de haberte conocido. Es bueno saber... que dispongo de un riñón si lo
necesito» («Quema, bebé Burns»).
A propósito de las semejanzas entre Burns y el héroe del Holocausto, Oscar Schindler:
¡Schindler y yo somos almas gemelas: ambos poseíamos fábricas y fabricábamos
munición para los nazis, sólo que la mía funcionaba! («Ha nacido una estrella»).
Sobre su imagen pública:
SMITHERS: Me temo que tenemos una mala imagen, señor. Los ciudadanos lo ven como
una especie de ogro.
BURNS: ¡Debería triturarlos y comerme sus huesos! («Ha nacido una estrella»).
Sobre nuestro Sol:
No mientras mi mayor competidor siga proporcionando luz, calor y energía gratis a mis
clientes. Ese enemigo al que yo llamo... el Sol (¿Quién disparó al señor Burns?).
Sobre nuestros amigos plumíferos y cuadrúpedos:
Yo la llamo la Omnired de Burns, deja el mar como una patena. Y el producto es la Grasa
Animal Patentada Pequeña Lisa. Rica en proteínas para animales de granja, aislante para
viviendas protegidas, un potente explosivo y un refrigerante de primera. ¡Y lo que es mejor,
fabricada al cien por cien con animales reciclados! («El viejo y Lisa»).
Sobre las obras de arte:
¡Nos las llevaremos, y seremos ricos, ricos como nazis!» («El furioso Abe Simpson y su
descentrado descendiente en la maldición del pez volador)
¿Acaso mi tesis consiste sencillamente en que el señor Burns ha perdido el contacto con el
niño que lleva dentro? Puede ser. Pero si reflexionamos un poco sobre la manera en que los niños
ven el mundo, descubriremos que también invierten muchas energías en simbolizarlo o al menos
representarlo. Cuando un niño participa en un juego, por ejemplo, con soldaditos, los imagina como
si fuesen reales, motivo por el que la batalla cobra mayores dimensiones que las del mero juego.
Cuando una niña juega a vestirse y arreglarse, se imagina a sí misma o a sus muñecas como
invitadas a un importante evento social, algo de mayor envergadura que el juego al que está
jugando.
De modo que no sólo sugiero que el señor Burns ya no es un niño o no se comporta como tal.
De hecho, es precisamente su uso exclusivo del simbolismo lo que acaba por hacerle fracasar en
su búsqueda de la felicidad. ¿Por qué? Existe una concepción ampliamente suscrita de la
felicidad, según la cual ésta depende de dos elementos: el primero (que no estudiaremos aquí) es
el conjunto de emociones que se experimentan en anticipación, durante o como resultado de una
serie de circunstancias notoriamente favorables. El segundo deriva de la propia disposición: para
ser felices, es necesario que nos gusten o estemos satisfechos con aquellos rasgos del propio
modo de vida y la propia situación que tenemos por importantes, y sin los cuales seríamos
sustancialmente distintos.168
Desde luego, es bien sabido que el señor Burns desearía una vida esencialmente diferente. Y
suele buscarla en el intento de convertirse en atleta, ser electo gobernador, vivir como un niño
inocente, y así sucesivamente. Cada vez que se le ocurre alguna idea para mejorar su existencia,
se trata de convertirse en algo más o, de modo más preciso, en cierto tipo de cosa. Y es que a
Burns nada le resulta entretenido o deseable si no representa para él otra cosa, algo de mayor
lustre e importancia.
¿Y por qué ese modo de representarse la realidad no puede llevar a la felicidad? Si
momentáneamente hacemos a un lado la conjetura de que el representacionalismo de Burns se
debe a una estrategia satánica para arrebatarle su humanidad, descubriremos una base filosófica
más interesante para esta proposición. Existe una diferencia, conocida por casi todos los
estudiantes de filosofía, entre la bondad intrínseca y la bondad instrumental. Las cosas son
instrumentalmente buenas sólo en la medida en que conducen a otras cosas buenas o de algún
modo están relacionadas con ellas. Y esas cosas a las cuales conducen a su vez pueden ser
buenas en un sentido intrínseco o instrumental. (La bondad instrumental también se denomina
bondad extrínseca.) Las cosas buenas en sentido intrínseco son buenas en sí mismas, no porque
traigan consigo algo bueno, sino porque son valiosas con independencia del resto; no porque
produzcan resultados, o conduzcan a algo bueno o placentero, o conduzcan siquiera a nada. Antes
bien, son buenas por el tipo de cosa que son. No necesitan justificación ulterior de su bondad como
no sean ellas mismas.
Pensemos en el placer. También el placer puede ser instrumental o intrínsecamente bueno. El
placer instrumentalmente bueno sería, por ejemplo, el que experimenta mi perro cuando lo elogio
por hacer algún truco. La razón por la que afirmo que es instrumentalmente bueno es que, si siente
placer ante el elogio, la probabilidad de que vuelva a hacer ese truco cuando yo se lo pida
aumentará. Pero también podría experimentar un placer intrínsecamente bueno. En fin, que podría
parecer un tanto extraño preguntarse en dónde radica lo bueno del placer; explicar la bondad
intrínseca del placer significa ante todo definirlo. Naturalmente, hay que señalar que el placer puede
ser instrumentalmente malo aunque sea intrínsecamente bueno. Pongamos por ejemplo que decido
inyectarme heroína. El placer que experimento gracias a la droga puede ser intrínsecamente bueno
al tiempo que instrumentalmente malo, pues podría causarme problemas de salud, psicológicos,
económicos y así sucesivamente.
Con todo, la pregunta realmente interesante es si puede existir la bondad instrumental si no
viene acompañada de la bondad intrínseca. En otras palabras, ¿podemos alcanzar la bondad
instrumental mientras tenemos en la mente alguna bondad ulterior que ésta deba traer consigo y, al
mismo tiempo, no creemos que exista tal cosa como la bondad intrínseca? No, eso sería
imposible. La bondad es como un talón que uno firma para saldar una deuda. Si Homer firma un
talón y tiene fondos en la cuenta, el talón de hecho valdrá dinero. Pero si la cuenta de Homer sólo
tendrá fondos cuando Barney, a su vez, deposite en ella un talón, entonces el talón de Homer sólo
será bueno si Barney tiene el dinero. ¿Y qué ocurriría si Barney sólo tuviese dinero si Moe a su vez
le depositase un talón en la cuenta? Cada persona dependería de otra para cerrar el círculo, por así
decirlo. ¿No es evidente que nadie tiene el dinero? O formulado de otra manera: si todos
dependen del dinero de alguien más, ¿no es cierto que nadie lo tiene? Pues otro tanto ocurre con
la bondad instrumental, en el sentido en que algo es instrumentalmente bueno sólo si conduce a
otra cosa que involucre bondad. La bondad instrumental es problemática por cuanto pareciera, por
ejemplo, que no podemos hablar del dinero como algo intrínsecamente bueno en virtud del
granizado del Badulaque que podamos pagar con él, sin referencia a su bondad intrínseca. Si sólo
existiese la bondad instrumental, parecería que el dinero sólo es bueno si nos proporciona el
granizado instrumentalmente bueno que, a su vez, sólo es bueno si nos provoca un subidón de
azúcar instrumentalmente bueno, y así sucesivamente hasta el infinito, porque la bondad
instrumental sólo es buena en relación con algo que se produce o algo que tiene cierta relación con
otra cosa. Esto parece dar lugar a un infinito retorno, en el que no queda claro si la bondad alguna
vez encuentra un fundamento o si alguna vez habrá una base, por ejemplo, para afirmar que el
dinero es bueno. En el mundo del señor Burns, donde todo es representación de algo más, todo
sirve como símbolo de otra cosa y todo cobra significado únicamente a la luz de otra cosa,
pareciera que nada pueda tener sentido, que nada tenga un poder real ni dé cuenta de algo
verdadero. Si todo lo que es únicamente lo es en virtud de su relación con algo más (si, por
ejemplo, ganar el trofeo sólo tuviese sentido porque se trata de una victoria espectacular), se
genera un problema similar al que plantea la contraposición entre bondad intrínseca e instrumental.
Sin duda habréis notado que, si todo es lo que es en relación con alguna otra cosa, como
parece ocurrir en el mundo del señor Burns, entonces la espectacular victoria y el trofeo de bolos
deben tener a su vez algún tipo de cimientos, necesarios para que el acto de ganar el trofeo tenga
verdadero sentido. A menos que topemos con algo que tenga sentido por sí mismo, que sea en
cierta forma simple y fundacional, no simbólico ni representacional. Pero nada en el mundo de
Burns puede tener sentido, y partiendo de esto no hace falta dar un gran salto para concluir que,
finalmente, si no hay algo pleno de significado en su vida, el señor Burns no puede ser
especialmente feliz. Una de las características principales de una existencia feliz es que posea un
sentido.
El modo en que el señor Burns persigue la felicidad trae consigo otro problema. El señor Burns
jamás disfruta las cosas más allá de lo que representan, y lo que la cosa representa a menudo se
asienta en el pasado o en el futuro. Este representacionalismo hace que el señor Burns deje
escapar lo valioso del momento en favor de un método para hallar la felicidad. Y el método que
prefiere es mirar más allá de los objetos del aquí y el ahora para divisar la felicidad que le traerán.
Pero ese método jamás ha funcionado. Existe un dicho oriental según el cual «no hay un camino
hacia la felicidad. La felicidad es el camino». Aunque se haya convertido en habitual, el
representacionalismo del señor Burns está concebido para procurarle la felicidad, y ejemplifica la
creencia del señor Burns de que la felicidad debe buscarse deliberadamente. Pero las personas
felices (y no sólo momentáneamente felices) no buscan la felicidad o el camino que lleva hasta ella;
no han llegado a ser felices después de dar una serie de pasos o como resultado de alguna acción
intencional. Esto se debe a que la felicidad, en el sentido clásico, no es sólo una repercusión
afectiva, sino una disposición del ánimo.
¿Qué esperanza hay de que el viejo Monty encuentre la felicidad? No puede hablarse de la
imposibilidad lógica de que tal cosa ocurra. De hecho, a lo largo de la serie vemos cómo
momentáneamente es feliz, y de ahí el título de este ensayo. Cuando el señor Burns saborea su
helado en la feria de la ciudad y le dice a Smithers cuánto disfruta «esa cosa llamada “cucu...
cucurucho”», vemos la semilla de su felicidad. Lo vemos disfrutar algo sencillamente por lo que es,
por el puro placer físico de la crema helada («El niño que hay en Bart»). Se trata del señor Burns en
su mejor momento (aunque desde luego no el más divertido); por un instante, deja de ser mezquino
y hace gala de su ignorancia a propósito de las cosas corrientes y propias de los trabajadores,
aquello en lo que el hombre común se deleita. La escena es significativa por cuanto muestra que el
señor Burns en efecto es capaz de sentir los placeres sin asignarles necesariamente un grado
elevado de simbolismo o un valor representacional. De modo que el señor Burns en efecto puede
experimentar la felicidad.
Pero esto no es mucho decir. Son escasas las personas, incluso entre los desdichados, que
no experimentan algunos momentos de felicidad, momentos que en el caso del señor Burns
consisten en olvidarse de ser él mismo y del hábito de simbolizar que ha desarrollado durante toda
su vida. Pero, ¿acaso esto significa que puede ser feliz a largo plazo? ¿Acaso Burns, que no
encuentra sentido verdadero en la vida, puede transformarse en una persona capaz de sentir placer
real y experimentar una felicidad real, de disfrutar siempre el llamado cucurucho? La respuesta, por
supuesto, es no, o no probablemente. Aunque historias como Cuento de Navidad de Dickens hayan
conseguido convencernos a tantos de que los viejos mezquinos pueden cambiar su modo de ser, el
caso es que parece muy improbable que un anciano de 104 años,169 curtido de malicia, odio,
arrepentimiento, rabia, deseos de venganza y ansias de poder y de lucro, con el desagradable
hábito de desechar la inmediatez de la experiencia, sea capaz de cambiar (ni siquiera si los
productores se lo permitiesen).
14.- HOLITA, VECINOS, TRALARÍ, TRALARÁ: NED FLANDERS
Y EL AMOR AL PRÓJIMO
DAVID VESSEY
«Ama a tu prójimo como a ti mismo», (Mateo, 19:19) es la máxima que vertebra la ética
cristiana. Sin embargo, el significado y las implicaciones de dicho precepto resultan ambiguas,
como ocurre con numerosos principios morales. Entre las muchas acciones de Ned Flanders que
ilustran el amor al prójimo, destaca por su interés filosófico la que tiene lugar en el episodio titulado
«Hogar dulce hogar, tralarí, tralará». Los Flanders se han convertido en la familia de acogida de
Bart, Lisa y Maggie; durante un juego de aprendizaje de la Biblia, Ned descubre por boca de Lisa
que ni ella ni sus hermanos han sido bautizados, de modo que dispone inmediatamente lo
necesario para llevar a cabo el sacramento. La razón para apresurarse es evidente: Flanders cree
que, sin bautismo, los crios no podrán salvarse. Extrañamente, este sentido de la obligación no
parece trascender los límites de su propio hogar, pues Ned nunca antes ha intentado que Bart, Lisa
y Maggie sean bautizados (tal vez porque no sabía que no lo habían sido), ni lo volverá a intentar
después de este episodio. Tampoco parece que su sentido de la obligación se extienda hasta
otros personajes que, a toda luz, no son cristianos. Así pues, la pregunta filosófica que debe
plantearse es hasta qué punto podemos conjugar la obligación de amar al prójimo con la de tolerar
sus creencias y prácticas cuando nos parece que dichas creencias y prácticas le ocasionarán un
sufrimiento eterno. ¿Cómo puedes amar de veras a los otros sin hacer algo para impedir que ese
destino se cumpla? La pregunta se vuelve aún más compleja si tenemos en cuenta el principio
«ama al prójimo como a ti mismo» en todas sus implicaciones. Después de todo, uno de los
rasgos más evidentes del amor a uno mismo consiste en impedir el propio sufrimiento eterno
cuando es posible. En ese sentido, si es menester amar al prójimo como a uno mismo, y amarse a
uno mismo entraña la obligación de evitarse el sufrimiento (incluyendo el eterno), de ello se seguiría
que debemos hacer lo posible por impedir el sufrimiento eterno del prójimo. Y eso significaría
tomar acciones para que el prójimo fuese bautizado. Pero Ned sólo actúa según ese principio
cuando se trata de unos crios a su cargo. Nuestra tarea es, pues, proporcionar una justificación
plausible para las acciones de Ned a la luz de sus creencias.
LA FILOSOFÍA Y LOS PERSONAJES DE FICCIÓN
Ahora bien: ante todo habría que admitir que tenemos entre manos un proyecto peculiar. ¿Qué
significa hablar de las creencias o posibles creencias de un personaje inventado? Ned Flanders
sólo es aquello que Matt Groening y su equipo le hacen ser. No tiene demasiado sentido afirmar
que «Ned debería haber dicho o hecho x, o debería creer Y». Ni siquiera lo tiene una construcción
como «estos argumentos justifican las acciones de Ned» porque, obviamente, Ned no tiene
creencias y, en realidad, ni siquiera actúa. ¿Cómo debemos, pues, hacer frente al proyecto que
tenemos ante nosotros?
Una manera sería plantear la hipótesis de que Ned es una persona de carne y hueso. En ese
caso, nuestras afirmaciones se construirían del siguiente modo: «si Ned fuese real, y si actuase de
esta manera, ¿cómo podría justificar filosóficamente sus actos?». Pero tampoco es ésta la
solución, pues no buscamos conclusiones hipotéticas del tipo «si Ned fuese real», sino una
comprensión genuina de la posible justificación de ciertas acciones, que tenga sentido sin importar
si dichas acciones las lleva a cabo una persona de carne y hueso o el personaje de Ned. A fin de
cuentas, nos interesan las acciones, no el personaje ni su realidad potencial, por lo que debemos
considerarlo apenas como una representación de ciertos tipos de acciones, sobre las cuales se
puede reflexionar sin que importe quién las lleve a cabo. Esto le otorga un carácter más bien
filosófico a nuestra investigación, al tiempo que la aleja del análisis cultural o literario.
También es importante subrayar que no nos proponemos explicar dichas acciones, sino
proporcionar una justificación posible para las mismas. ¿Y cuál es la diferencia? La única
explicación verdadera para las «acciones» de Ned es el hecho de que las han escrito los
guionistas. Aunque tenga algún sentido afirmar que Ned ha hecho algo porque lo consideraba
necesario, como ya hemos visto, en realidad Ned no tiene creencias. Explicar las acciones es una
empresa compleja y a veces fútil. Por ejemplo, ¿cuál es la explicación del homicidio por arma de
fuego de una persona inocente? La pregunta es decididamente indeterminada porque la posible
explicación también lo es. Numerosas respuestas legítimas son posibles: la sociedad, la locura, la
confusión de identidades, haber apretado el gatillo de un arma cargada y apuntada hacia la víctima,
la bala, el agujero, la falta de oxígeno en el cerebro de la víctima o, por supuesto, la explicación
ubicua: la voluntad de Dios. En cualquier caso, nótese que la índole de las respuestas tiende a ser
sociológica, psicológica, biológica, ¡e incluso teológica! Pero aquí nos ocupa más bien aquello que
justifica una acción. ¿Qué tipo de razones podríamos alegar para dotar de coherencia a una serie
de actos en relación con una serie de creencias?
LA RESPONSABILIDAD DE SALVAR VIDAS
Lo que nos interesa es, por lo tanto, una serie de acciones llevadas a cabo por el personaje de
Ned Flanders en «Hogar dulce hogar, tralarí, talará». Pero, ¿cuáles? No el intento de hacer bautizar
a los Simpson cuando están bajo su cuidado. Esa acción no plantea una pregunta filosófica
especialmente difícil. Proporcionar una justificación admisible es bastante sencillo: siempre
debemos velar por los intereses de quienes están a nuestro cargo. ¿Qué otra cosa podría significar
hacerse cargo de los demás si no permitirles buscar aquello que sirva a sus mejores intereses? Y
cuando otras personas se encuentran a nuestro cargo (como en general ocurre con los niños y sus
padres, y como pasa en este episodio, donde los críos Simpson están al cuidado de los Flanders,
su familia de acogida), no sólo debemos ayudarlos a alcanzar su metas, sino a fijarse las metas
adecuadas según nuestro criterio como padres o tutores. Aunque Bart y Lisa no piensen que les
convenga ser bautizados, es responsabilidad de sus tutores actuar de acuerdo con los intereses de
los niños y a pesar de las creencias que éstos puedan profesar.
La cuestión que debemos afrontar es la siguiente: dada su creencia de que sin bautismo la
vida eterna es inalcanzable y se debe amar al prójimo como a uno mismo, ¿por qué Ned no busca
siempre, por amor, que los no bautizados sean bautizados? Amar a alguien parecería exigir que
tomemos acciones para salvar su vida terrena, que al menos lo intentemos. De hecho, hay quienes
opinan que esta exigencia no debería limitarse a los seres amados, que tendríamos que intentar
salvar la vida del prójimo incluso cuando se trata de un desconocido. En ese sentido, la obligación
moral sería incluso mayor cuando se trata de un ser querido. Y si moralmente estamos obligados a
salvar la vida terrena del otro cuando creemos que está en peligro, entonces también estaríamos
moralmente obligados a salvar su vida eterna si creyésemos que está en juego. Por lo tanto, quien
profese las mismas creencias que Ned Flanders estará moralmente obligado a obrar de modo que
todas las personas sean bautizadas, y ello con el mismo empeño que pondría en intentar salvar la
vida terrena del prójimo. Sin embargo, no es éste el caso de Ned. Y, de hecho, no es el caso de la
mayoría de las personas que comparten las creencias de su personaje. ¿Se trata acaso de mera
incoherencia? Reformulemos la pregunta en términos más generales: ¿estaría justificado no actuar
para salvar la vida eterna de otra persona cuando, en nuestra opinión, corre peligro? He allí la
acción (o falta de ella) que exige una justificación. A todas luces, responder a esta pregunta es más
difícil que justificar el intento de los Flanders de hacer bautizar únicamente a los Simpson.
Intentemos hacer frente a la cuestión de modo más detallado basándonos en el principio básico de
amar al prójimo como a uno mismo. Hay que señalar que la obligación siempre se centra en el
intento de salvar la vida del otro, no necesariamente con éxito (pues tal cosa podría ser imposible).
1. Debes amar al prójimo como a ti mismo
2. Amar a alguien comporta el intento de salvar su vida en caso de necesidad.
3. Si se tiene la obligación moral de intentar salvar la vida terrena de otra persona, también se
tiene la obligación de intentar salvar su vida eterna.
4. Si se tiene la obligación moral de intentar salvar la vida eterna de otra persona, también se
tiene la obligación de intentar proporcionarle a esa persona aquello que pueda necesitar para
alcanzar la vida eterna.
5. El bautismo es necesario para alcanzar la vida eterna.
6. En consecuencia, se tiene la obligación moral de intentar bautizar al prójimo, por amor y en
nombre de la salvación de su vida eterna
Las premisas 1 y 5 pueden darse por sentadas, y sin duda se trata de las creencias
encarnadas por Ned Flanders. La premisa 2 parece también evidente, pero más adelante veremos
si podría darse el caso en que, por amor, nos abstuviésemos de salvar la vida de otra persona.
También puede darse por sentada la premisa 3. La última formulación es una conclusión, y se sigue
de las premisas anteriores. En cuanto a la premisa 4, se refiere a algo que no hemos expuesto y
que requiere nuestra atención.
¿Existen casos en los que debemos actuar con vistas a un fin pero no estamos obligados a
proporcionar los medios para alcanzar ese fin? Pareciera contradictorio, pero consideremos dos
situaciones posibles. En la primera, se tiene la obligación moral de salvar a alguien, pero es
físicamente imposible cumplir con ella (tal vez porque la otra persona se encuentra al otro lado del
mundo). Ahora bien, como no existe la obligación de hacer algo físicamente imposible, dicha
situación obliga a perseguir un fin, pero no a garantizar los medios necesarios. En ese caso, sería
un error pensar que es posible llevar a cabo una acción a pesar de que, físicamente, no se pueden
utilizar los medios necesarios para ello. Sólo se puede llevar a cabo una acción si se dan las
condiciones necesarias para ello. Como no hay obligación moral de realizar actos imposibles, en
realidad sólo hay obligación si se dispone de los medios.170 En el segundo caso, se tiene la
obligación moral de salvar a alguien, pero para conseguirlo hay que actuar de manera inmoral. En
vista de que nadie tiene la obligación moral de llevar a cabo un acto inmoral, de nuevo se trata de
actuar con vistas a un fin último pero no de garantizar los medios. La cuestión es, ¿qué ocurre si los
medios son en sí mismos inmorales? Si, bajo determinadas circunstancias, fuese inmoral bautizar
a alguien, la pregunta se respondería sola. Pero, ¿cuáles podrían ser esas circunstancias? Sin
duda, ciertas maneras de conseguir que alguien sea bautizado podrían resultar inmorales. Por
ejemplo, engañar a dicha persona para que sea objeto del sacramento, o bien obligarla a ser
bautizada en contra de su voluntad. Con todo, de estos casos hipotéticos sólo se desprende que
hay ciertos métodos más morales que otros para conseguir que una persona sea bautizada. No se
trata de una conclusión sorprendente, ni pone en juego nuestro argumento.171 Es más preocupante
que, al proporcionar el bautismo la posibilidad de la vida eterna, el fin justifique los medios. La
inmoralidad de los medios pasa a un segundo plano en relación con el bien que podría resultar de
su utilización. Quizá sea así, pero no encontraremos la solución a este problema hasta que
comprendamos en qué condiciones podríamos abstenernos de intentar facilitar la salvación de otra
persona a través de su bautizo. Y lo que descubriremos es que la solución al problema original
también puede aplicarse a la duda sobre si el fin justifica los medios. Por el momento, demos por
buena la premisa 4 y regresemos a la posibilidad de que, por amor, no intentemos salvar la vida
eterna de otra persona.
COMPRENDER EL MANDATO «AMA A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO»
Ante todo, creo que debemos reflexionar en detalle sobre el principio moral básico que nos
ocupa: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Entendamos por «prójimo», como normalmente se
hace, ‘todos los seres humanos’, y no únicamente quienes viven en la casa contigua (aunque, por
supuesto, esta comprensión más limitada del término podría valer para los Flanders y los
Simpson).172 Este principio comparte un rasgo con la regla de oro kantiana («Haz a los demás lo
que quieres que te hagan a ti»). Ambas exhortaciones se refieren a la acción apropiada en relación
con nosotros mismos. Debes amar a los demás del mismo modo en que te amas a ti mismo;
debes hacer a los otros lo que deseas que te hagan a ti. La paradoja que entrañan estos
imperativos es que dan lugar a lo que llamaremos «la cuestión del masoquismo». En el caso de la
regla de oro, ¿qué ocurre si una persona desea que le hagan sentir dolor para excitarse
sexualmente? ¿Eso significa que está moralmente obligada a hacer sentir dolor a los otros para
excitarse sexualmente a sí misma? La duda entraña un problema para otras formulaciones
morales, pero resulta interesante el hecho de que no representa verdaderamente un escollo en el
caso del amor al prójimo. Debemos amar a los otros como nos amamos a nosotros mismos y,
puesto que dicha obligación nos hace proyectar nuestro amor a nosotros mismos en nuestro amor
hacia los demás, estamos constreñidos desde el principio. Pero el deseo abarca mucho más que
el amor, y no todo lo que deseamos es coherente con el amor a nosotros mismos. Fácilmente
podría argumentarse que el masoquismo no es coherente con el amor a uno mismo en el buen
sentido, pero esto a su vez plantearía la cuestión de la diferencia entre el amor apropiado e
inapropiado a uno mismo. Pensemos, por ejemplo, en el amor narcisista (es decir, el orgullo
excesivo, que para los medievales era el peor de los vicios y causa del resto). Esta forma de amor
a uno mismo no es la misma del principio de amar al prójimo como a uno mismo. Lo sabemos por
la formulación del segundo, que nos exhorta a dispensar a los demás el mismo trato que a nosotros
mismos, mientras que el amor narcisista precisamente entorpece la atención a los demás. Si nos
amamos a nosotros mismos de modo narcisista, somos incapaces de amar a los demás, mucho
menos del modo en que nos amamos a nosotros mismos. Es obvio que se trata de una vertiente
moralmente inapropiada del amor propio. No es posible universalizarla como imperativo que rija
nuestra relación con los demás y, en consecuencia, para evitar contradicciones, el principio del
amor al prójimo debe exhortar a una forma del amor a uno mismo que no sea narcisista.
¿Cómo debemos entender, pues, la noción del amor a uno mismo? Para empezar, el amor a
nosotros mismos exige que intentemos gozar de los medios necesarios para mejorar los aspectos
más nobles de nuestra persona. Por supuesto, esta clase de amor supone numerosas obligaciones
adicionales: por ejemplo, la búsqueda de la realización personal debe convivir en equilibrio con la
aceptación de uno mismo, pero en un sentido muy básico, amarse a uno mismo es trabajar para
perfeccionarse como persona. Y en ningún caso se trata de buscar sencillamente la satisfacción de
los deseos e impulsos inmediatos. En lugar de eso, debemos evaluar dichos deseos e integrarlos
en una vida plena y satisfactoria. De modo que amar a los otros como a uno mismo consiste como
mínimo en esforzarse por ayudarlos a alean zar la perfección como seres humanos, a desarrollar
sus rasgos más nobles. Hay que subrayar que dichos aspectos más nobles no sólo pueden ser
independientes del interés personal, sino que tal vez resulten incluso antitéticos. Uno de los rasgos
más nobles
que podemos reconocer en las personas es su disposición a actuar según unos principios que
se encuentran por encima de sus deseos personales e interesados. De hecho, celebramos a
quienes no sólo actúan en contra de sus deseos más egoístas, sino que incluso se sacrifican por la
causa de la acción moral. Amar a los otros consiste, pues, en estimularlos para que actúen de
acuerdo con unos principios que podrían no responder a sus deseos. Y se trata de una cuestión
relevante en el análisis del principio del amor al prójimo, pues éste nos exige actuar según
principios similares. El imperativo de amar a los demás como a nosotros mismos preserva la idea
de actuar según unos principios en lugar de hacerlo por amor narcisista a uno mismo.
Ahora volvamos a lo expuesto unas líneas más arriba. Si retomamos la premisa 2 de nuestro
argumento, «amar a alguien te exige que intentes salvar su vida», veremos que, en algunos casos,
en nombre del amor deberíamos abstenernos de tratar de salvarle la vida a alguien. Si aceptamos
que amar a los otros significa conminarlos a actuar según unos principios más nobles que sus
propios deseos, también deberíamos aceptar que tal vez haya casos en los que alguien está
dispuesto a arriesgar su vida por alguno de esos principios. Si colocamos algunos principios por
encima de los intereses, deberíamos ponerlos por encima del mayor interés personal que pueda
concebirse: conservar la vida. En ese sentido, parecería que el principio de amar al prójimo como a
uno mismo podría llevarnos, de hecho, a una situación en que la acción apropiada consistiese en
abstenerse de actuar para salvar la vida de otra persona. Es decir, que si una persona actúa según
un principio que, al cumplirse, le permite desplegar sus rasgos más nobles y perfeccionarse, pero
que implica un peligro para su vida, debemos abstenernos de intervenir. Un claro ejemplo sería el
de quien, sabiendo que negarse a cumplir la orden de matar civiles inocentes podría significar su
propia muerte, por principio se niega a cumplirla.
Ahora bien, una objeción evidente es que ningún personaje de Los Simpson parece suscribir
estos principios. Ni siquiera Lisa, que en comparación con los otros parece actuar según los
buenos preceptos, pareciera formar parte de esta categoría, de modo que el argumento es al
menos opinable. Pero, como hemos visto, no nos ocupan Ned y el resto de los personajes en sí
mismos, sino en cuanto representaciones de ciertos conjuntos de acciones, cuya posible
justificación investigamos aquí. A primera vista, podría parecer que las acciones de estos
personajes rara vez estén justificadas, si acaso lo han estado en algún momento. No obstante,
hemos bosquejado una solución al problema planteado, aunque no sea más que un bosquejo.
Quienes se encuentren familiarizados con la historia de la filosofía habrán vislumbrado que nuestra
incipiente conclusión se asemeja a la que en su momento, de manera independiente y por razones
distintas, alcanzara Immanuel Kant. Echemos pues un vistazo a la concepción kantiana de la
autonomía y tomémosla como patrón para modelar mejor la conclusión que se perfila aquí.
LA AUTONOMÍA KANTIANA
En este punto, nuestra apreciación comprende dos elementos: actuar siguiendo un principio, y
actuar de forma independiente de los intereses personales. Para Kant, ambos aspectos son
cruciales para que una acción sea moral.173 El primero lo daba por supuesto: según él, sepámoslo
o no, existe un principio detrás de toda acción, una máxima, por así decir. El valor moral de una
acción depende, por lo tanto, de la índole del precepto que la determina. Ciertas máximas reflejan
intereses meramente personales («actúa de manera de maximizar tu propio placer» es una
máxima bastante común). Otras no. Hemos visto que amar al prójimo como a nosotros mismos es
un ejemplo del tipo de máxima que no refleja los intereses personales. Según Kant, una acción sólo
será moral cuando su motivación lo sea también, cuando la llevemos a cabo porque es correcta. Y
es que diversas razones podrían motivar una misma acción, pero sólo serán morales aquellas
acciones llevadas a cabo por razones morales. Esto no significa que dichas acciones no puedan
satisfacer también nuestros propios intereses, sólo que éstos no pueden ser la motivación para una
acción que quiera considerarse moral.
Pero, ¿cuándo no están motivadas las acciones por el propio interés personal? Kant reconoce
la dificultad de responder esta pregunta. De hecho, sentencia que es imposible saber si una
persona está actuando con autenticidad moral, pero la clave del planteamiento radica más bien en
que es posible actuar moralmente, es decir, por principios independientes de los propios intereses.
Sin embargo, para que la acción sea plenamente moral, además de actuar según unos principios
es menester ser consciente de lo que se está haciendo, de que al menos se intenta actuar según
los principios que se han elegido. Así pues, para actuar moralmente, debemos convertir un
principio moral en el motivo explícito de la acción. Sin duda, es loable que una persona actúe con
benevolencia de manera instintiva, pero la moralidad plena significa tomar la decisión de convertir
una directriz moral en el principio a seguir. Hemos de establecer un principio, determinar
individualmente el modo de actuar, y hacerlo según dicho principio. Sólo entonces habremos
superado la mera imitación de los otros y, según Kant, seremos realmente libres.174 Kant denomina
autonomía a esta libertad genuina, que distingue de la llamada libertad metafísica. Si la segunda
consiste en la capacidad de dar inicio a nuevas cadenas causales por ejemplo, la capacidad de
mover un brazo a voluntad sin que un agente externo lo mueva por nosotros—, la autonomía, en
cambio, supone la capacidad de legislar sobre las propias acciones al escoger el principio que las
rige. Es decir, hacerse cargo de la responsabilidad de la máxima tras una acción.
Consideremos ahora este rasgo de la autonomía kantiana en el contexto de nuestra pregunta
inicial. Hasta ahora hemos esbozado una justificación para, ante todo, creer que debemos amar al
prójimo; en segundo lugar, temer que sufrirá por toda la eternidad si no está bautizado y, en tercer
lugar, abstenernos de tomar acciones para que el prójimo sea bautizado. Y ha comenzado a
concretarse una imagen de las condiciones necesarias para que dicha abstención sea legítima. Si
una persona actúa de acuerdo con un principio que la perfecciona pero pone en juego su vida
(terrena o incluso eterna), la propia máxima del amor al prójimo moralmente nos exigiría
abstenernos de intervenir. Pero al ser posible actuar según una directriz moral sin haberla adoptado
de modo realmente consciente, también hay lugar para la duda. Si alguien no ha adoptado
conscientemente el principio que rige una acción determinada, pareciera que tenemos la
obligación de intervenir «por su bien», por así decir. Si el amor a nosotros mismos nos exige
cumplir con unos principios que nos perfeccionan a la hora de actuar, amar a los demás significa
permitirles hacer otro tanto, es decir, que elijan por sí mismos unos principios que rijan sus
acciones. Sólo en ese sentido el imperativo de amar al prójimo puede obligarnos a respetar su
decisión. De modo que el rasgo principal de la teoría kantiana de la autonomía, la legislación
individual de los principios morales, también parece ser la clave de nuestro planteamiento.
Y, sin embargo, ¿cómo conseguimos dar con unos principios y hacerlos nuestros? ¿Cómo nos
distanciamos lo suficiente de nuestras inclinaciones para que tal cosa sea posible? Para Kant, la
respuesta radica en la razón. Pensemos en los tres criterios que determinan la moralidad de una
acción: 1. actuar según un principio; 2. que tal principio sea independiente de nuestros intereses
personales; 3. que nosotros mismos lo hayamos establecido como principio. En los tres casos, es
la razón lo que nos permite desentendemos de nuestos deseos e inclinaciones inmediatas, y
también nos da ocasión de reflexionar sobre nuestros principios y decidir si la acción que nos
disponemos a llevar a cabo se debe a motivos morales (o al egoísmo). Pero el aspecto más
importante de esta cuestión es que, en última instancia, la razón nos pemite juzgar si una persona
está arriesgando su vida eterna para cumplir con un principio que considera noble. Para Kant, la
razón es la clave para comprender cómo formular el principio moral adecuado y definitivo, pues nos
distancia de nuestros intereses particulares y, al hacerlo, universaliza nuestros juicios. Esta
universalización es la clave de lo que Kant llamó el imperativo categórico, un principio que nos
indica cuándo las máximas que elegimos son morales: «obra sólo según una máxima tal que
puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal».175 No hace falta seguir a Kant hasta un
formalismo tan extremo, pero hemos visto cómo sus preocupaciones en lo relativo a la
universalidad se aplican a nuestra interpretación del significado del amor a uno mismo. Como
mínimo, habría que declararse de acuerdo con Kant sobre el hecho de que una de las condiciones
de la autonomía es tomar distancia racional de nuestros deseos para poder abrazar reflexivamente
un principio de acción. Favorecer una aproximación razonada hacia los propios deseos es
perfeccionar nuestros rasgos más nobles. Y el principio que nos dice «ama a tu prójimo» exige al
menos que perfeccionemos nuestra capacidad de usar la razón de este modo.
Así pues, nuestra descripción de la autonomía está completa. Amar al prójimo no significa
tratar de salvar la vida eterna de alguien que actúe de manera autónoma. Y actuar con autonomía,
según hemos concluido con ayuda de Kant, depende de cuatro factores: se debe actuar según
unos principios que desdeñan los propios intereses y que se han adoptado conscientemente.
Estos principios deben apuntar al perfeccionamiento de uno mismo y deben ser el resultado de la
reflexión racional sobre cómo actuar. En ese sentido, las acciones de Ned estarían justificadas. Y,
ante estas condiciones, la segunda premisa de nuestro plantamiento inicial, «Amar a alguien
comporta el intento de salvar su vida en caso de necesidad», resulta falsa en algunos casos y, por
lo tanto, el argumento no se sostiene.176
CONCLUSIÓN: ¿AUTONOMÍA O ELECCIÓN?
¿Acaso todo lo anterior no se reduce a la noción de sentido común según la cual no
deberíamos interferir en las decisiones de los demás? ¿En qué difiere nuestro planteamiento de la
noción popular? Aunque es cierto que quien ha elegido conscientemente sus fines cumple con uno
de los criterios arriba expuestos, queda aún la cuestión de elegir principios que operen con
independencia de los deseos. Si alguien actúa según su propio interés en lugar de hacerlo por
principios ajenos a él, no se dará nunca el caso de que la preservación de la vida se sacrifique en
nombre de fines más elevados. A menos claro que el fin sea la vida eterna, pero he aquí
exactamente la cuestión. Ayudar a una persona que actúa por interés y no por principio a acceder a
la vida eterna será consecuente con sus objetivos aunque esta persona no lo sepa. Así pues, no es
posible tolerar ciertas elecciones sencillamente porque alguien las ha realizado. Sólo algunas
decisiones —elecciones racionales que siguen ciertos principios y son independientes de los
propios intereses— justificarían que alguien como Ned Flanders no intentase facilitar la salvación
de quien las haya tomado a través del bautismo o en nombre del «ama a tu prójimo como a ti
mismo». Por ello, tal vez resulte especialmente apropiado que, al final del episodio, Flanders sólo
haya conseguido bautizar a una persona, el personaje que más se orienta hacia la búsqueda de
sus placeres inmediatos, su vecino Homer Simpson.
15.- LA FUNCIÓN DE LA FICCIÓN: EL VALOR HEURÍSTICO DE
HOMER
JENNIFER L. MCMAHON
Sería de esperar que un planteamiento filosófico sobre la función heurística de la ficción
aludiese a la obra de Homero, el célebre poeta épico de la Antigüedad griega. En cambio, las
referencias a Homer Simpson en dicho contexto seguramente resultarán sorprendentes. Aunque no
se trate de una elección tradicional, la popular serie televisiva Los Simpson ilustra algunas
argumentaciones generales que ciertos autores filosóficos han ofrecido a propósito de la ficción. Y
se presta a ello por la accesibilidad de los personajes y de las escenas, la pertinencia de los temas
que trata con toda frivolidad, la naturaleza única del medio televisivo y la atracción que ejerce sobre
un vasto público. Interesada como estoy en determinar la manera en que la ficción puede instruir,
me centraré más en por qué Los Simpson puede educar antes que en lo que enseña.
Proporcionaré algunos ejemplos, pero no me propongo analizar con precisión aquello que la serie
pueda comunicar.
En varios capítulos del presente volumen los otros autores debaten sobre algunos beneficios
derivados de ver Los Simpson. Entre otras cosas, se sugiere que tal vez la serie contribuya a
cultivar el alfabetismo cultural e ilustre sobre los valores estadounidenses. Sin embargo, y dado que
no podemos enumerar todas las lecturas que Los Simpson pueda propiciar, sencillamente
esperamos servir de inspiración para que el lector o lectora vea con mayor seriedad una serie que,
aparentemente, ofrece más entretenimiento que enseñanza.
La mayor parte del público estadounidense conoce Los Simpson de Matt Groening y, tomando
en cuenta que la serie se transmite en numerosos países, muchos ciudadanos no estadounidenses
también la conocen. Nos guste o no, su popularidad y el hecho de que se siga transmitiendo al
cabo de tantas temporadas la han convertido en parte de pleno derecho de la cultura
contemporánea. Espectadores fervientes sintonizan cada semana el más reciente fiasco en la vida
de Homer, Marge, Bart, Lisa y la pequeña Maggie, ven las reposiciones de madrugada y cultivan un
índice mental de sus frases y secuencias favoritas. Para bien y para mal, algunas de las
expresiones más famosas de la serie han pasado a formar parte del habla coloquial. Residente en
Springfield, una ciudad sin estado, la familia Simpson parodia el estereotipo de familia
estadounidense. Nos entretiene con situaciones absurdas, con la combinación de diálogos
cómicos y humor físico, además de sus habilidosas alusiones a otras comedias famosas como Los
tres chiflados, The Honeymooners o Los Picapiedra.177 La pregunta, sin embargo, es cómo nos
ayuda la serie a aprender.
Aunque la idea de que podemos aprender algo del arte difícilmente resulte controvertida para
la mayoría, los filósofos no comparten este parecer. De hecho, desde que Platón elaboró su crítica
del arte a finales del siglo v a.C., mucho se ha debatido en la filosofía a propósito de esta cuestión.
Aún hoy se discute sobre la posibilidad de educar mediante el arte, y la discusión sobre la función
heurística de la narrativa de ficción es una de las cuestiones nodulares del debate. Aunque durante
siglos se hayan usado los relatos como medio de instrucción, tradicionalmente los filósofos se han
mostrado suspicaces ante el valor educativo de la literatura. Sin embargo, en épocas recientes
muchos pensadores han afirmado ese valor. Tal vez Martha Nussbaum sea la valedora mas famosa
de esta posicion.178 En Love’s Knowledge, Nússbaum afirma con claridad que sólo el arte puede
comunicar de manera apropiada ciertas verdades. Aunque su teoría tenga implicaciones más
amplias, la autora se concentra en la inimitable capacidad de la literatura de revelar verdades
morales. De modo que, tomando como punto de partida la obra de Nussbaum, me dispongo a
explorar en mayor profundidad el potencial educativo de la narrativa de ficción. En particular,
examinaré la manera en que la ficción puede estimular la capacidad de reflexión e incluso el
desarrollo moral del individuo. Me valdré pues de Los Simpson para ilustrar mis afirmaciones sobre
la función de la ficción. Aunque la caricaturesca normalidad de sus personajes y atmósferas, su
aparente superficialidad, el carácter animado de la serie y la popularidad entre un público tan
amplio inicialmente parezcan desdecir su posible función heurística, tengo por objeto demostrar
que Los Simpson es adecuada para ilustrar mis ideas precisamente debido a esos rasgos.
LA NARRATIVA DE FICCIÓN: UNA EXPOSICIÓN DEL CASO
Antes de presentar mi punto de vista sobre la ficción en general y Los Simpson en particular,
es necesario exponer sus fundamentos, es decir, la posición de Nussbaum y la argumentación
escéptica que la autora contesta. En general, quienes niegan que la literatura pueda instruir a los
lectores basan su escepticismo en la duda sobre la capacidad de las obras de ficción de dar
cuenta de la realidad, así como en la preocupación por la capacidad de las palabras artificiosas de
minar el pensamiento racional. Según estos argumentos, las historias sobre personajes y
acontecimientos irreales no pueden ofrecer datos valiosos sobre el mundo real, y los sentimientos
que la literatura suele provocar entorpecen la claridad del pensamiento en lugar de facilitarla. En
Loves Knowledge, Nussbaum replica a ambos argumentos.
En contra de la tesis según la cual la narrativa de ficción no representa la realidad y por lo tanto
no puede conducir a la verdad, Nussbaum sostiene que «ciertas verdades sobre la vida humana
sólo pueden afirmarse de modo preciso y adecuado mediante el lenguaje y las formas
características del arte narrativo».179 Nussbaum otorga un lugar privilegiado al lenguaje y a las
formas empleadas por los artistas narrativos por cuanto considera que «la sorprendente variedad
del mundo, su complejidad, su misterio y su imperfecta belleza... [sólo pueden] describirse con
plenitud y precisión... con un lenguaje y unas formas que, en sí mismas, son más complejas, más
alusivas y más atentas a lo particular».180 En cuanto al argumento según el cual la literatura suscita
emociones que nos impiden pensar con claridad, Nussbaum afirma que, muy al contrario, las
emociones son esenciales para el buen juicio. Según la autora, «no se trata simplemente del
ímpetu ciego de los afectos... sino de respuestas sagaces y estrechamente relacionadas con un
punto de vista sobre las cosas y sobre aquello que se considera importante».181
Nussbaum comienza su defensa de la literatura con una crítica de la prosa filosófica
convencional. Históricamente, los filósofos han desestimado la narrativa de ficción como
herramienta adecuada para expresar la verdad, mientras que su propio medio de expresión les ha
parecido ideal para describir la naturaleza verdadera de las cosas. Nussbaum nos ofrece motivos
para poner en entredicho esta suposición; según ella, la prosa filosófica tradicional está limitada
por su tendencia a la abstracción y porque privilegia la razón a costa de las emociones.
Como explica la filósofa, cuando se utiliza un lenguaje abstracto o desprovisto de emotividad
para describir una realidad concreta, compleja y poblada por sentimientos, resulta inevitable que
surjan algunos problemas. En su opinión, «sólo el estilo de ciertos tipos de artistas de la narración
(y no, por ejemplo, el estilo típico del tratado teórico abstracto) puede presentar de manera
adecuada ciertas verdades importantes sobre el mundo, al incorporarlas en la propia forma y
suscitar en el lector los procesos idóneos para captarlas».182 En particular, Nussbaum afirma que
la prosa filosófica tradicional resulta estilísticamente inadecuada para la expresión de nuestra
situación moral. Según ella, dicho estilo propicia los malentendidos sobre nuestra situación y la
manera en que deberíamos afrontarla. Su conclusión es que este tipo de prosa no basta para
revelar la naturaleza de nuestra situación de modo que resulte educativa en un sentido moral. Por
ello, la literatura es, desde su punto de vista, un complemento fundamental para el estudio de las
obras tradicionales de filosofía moral y para la educación moral en general.
Nussbaum prosigue su defensa de la literatura con una enumeración de los rasgos de la
narrativa que la vuelven apropiada para articular nuestra situación moral. La autora sostiene que la
literatura posee una mayor capacidad de expresar la naturaleza de dicha situación porque otorga
prioridad a los particulares (por ejemplo, al valor intrínseco e inconmensurable de los individuos) y
reconoce la importancia de las emociones. Estas características son importantes por su
coherencia estilística con la representación de una realidad de por sí multicolor y repleta de
emociones. Desde el punto de vista de Nussbaum, nuestra situación moral es extremadamente
compleja y dolorosamente ambigua. Quisiéramos que fuese sencilla, pero no lo es. Y para ofrecer
una descripción adecuada de la misma, hace falta un estilo atento al detalle, que subraye la
complejidad y no sólo se oriente hacia la articulación de los hechos, sino también de nuestros
sentimientos. Según la autora, la ausencia de cualquiera de estos rasgos da lugar a una
representación incompleta del terreno moral.
Además de permitirnos una comprensión más apropiada de nuestra condición moral,
Nussbaum argumenta que leer literatura comporta otros beneficios. Para que el individuo sea
moral, no sólo debe estar al corriente de la importancia de los demás individuos y de las
emociones; también debe poseer cierta sensibilidad y determinados hábitos que la literatura
permitiría cultivar. Mientras que los estilos abstractos desvían nuestra atención de lo concreto, el
característico hincapié de la literatura en las personas y los acontecimientos particulares
condiciona a los lectores a desarrollar su aprecio por el valor inherente y la incontestable unicidad
de los individuos y las situaciones. En ese sentido, la cuidadosa descripción que la literatura
elabora de la diversidad y la influencia de las emociones en la vida estimula a los lectores a
apreciar el papel de dichas emociones, así como las consecuencias intelectuales y éticas de la
presencia o ausencia de las mismas. Por último, la capacidad de la literatura de suscitar
emociones contribuye a lo que Nussbaum ha definido como «dar forma a la empatia».183 La autora
razona que la capacidad de experimentar sentimientos hacia los personajes de ficción es
moralmente relevante, pues suscita sentimientos hacia las personas con las que estamos en
contacto en la vida cotidiana.
Fundamentalmente, Nussbaum concede a la literatura un carácter único en su capacidad
heurística, pues contiene en el estilo, e incita en los lectores, una atención a lo particular, condición
del ser moral. En su crítica de la prosa filosófica convencional, Nussbaum dirige la atención de los
lectores hacia los efectos deletéreos de un estilo que se ha celebrado como medio de la verdad, y
sostiene que dicho estilo no es apropiado para representar nuestra situación moral porque propicia
una comprensión simplista de nuestra experiencia moral, al igual que un grado inconveniente de
distancia emocional. Según su punto de vista, las obras literarias tienen mayor posibilidad de
generar una comprensión y un desarrollo morales porque ofrecen una descripción más precisa de
nuestra situación y dan lugar a una mayor sensibilidad en los lectores.
EN LA DEFENSA DE LA FICCIÓN
Aunque el apartado anterior resume la argumentación de Nussbaum en favor de la literatura, el
presente ensayo no se propone centrarse en la obra de esta filósofa. Antes bien, mi objetivo es
valerme de la tesis de Nussbaum como base para mi propio planteamiento sobre la relevancia
heurística de Los Simpson. Y puesto que me alejo de Nussbaum en algunos aspectos, es
importante subrayar lo que tomo de su argumentación al igual que de las limitaciones que plantea.
Como Nussbaum, creo que la literatura cuenta con una capacidad única de dar cuenta de ciertas
informaciones, y que puede provocar respuestas cognitivas y afectivas relevantes. Así pues,
comparto la opinión de que la literatura a menudo proporciona una descripción más precisa de
nuestra situación moral que la prosa filosófica convencional. Estoy de acuerdo en que leer literatura
puede contribuir a focalizar la atención sobre los individuos y a preocuparse por ellos, condiciones
necesarias para ser una persona moral. Por último, suscribo la creencia de que la lectura de obras
literarias debería formar parte del aprendizaje de la filosofía moral y de la educación moral en
general.
Aunque comparto casi todas sus afirmaciones principales, la tesis de Nussbaum presenta
numerosas limitaciones, muchas de ellas relevantes para nuestro análisis de Los Simpson. En
primer lugar, la defensa que elabora de la literatura se refiere casi exclusivamente a novelas
clásicas y obras teatrales consagradas por el canon occidental. Aunque no excluye la posibilidad
de que otros tipos de ficción puedan instruir al receptor, la clara predilección de Nussbaum por
autores y formas canónicas refrenda el postulado elitista —y erróneo— según el cual sólo dichas
obras poseen un valor educativo. Esta asunción no contribuye apreciar el valor heurístico de las
obras que no forman parte del canon literario, por ejemplo series tan populares como Los Simpson.
En segundo lugar, aunque tal vez se deba a su entusiasmo incondicional por aquello que la
literatura puede ofrecer, Nussbaum no parece lo bastante atenta al potencial que la ficción posee
de distorsionar nuestro juicio y fomentar sensaciones perturbadoras. Si la literatura puede tener una
influencia positiva en nosotros, lo cierto es que también puede ejercer un efecto negativo. Puede
fomentar la ignorancia y los comportamientos moralmente reprensibles con tanta facilidad como el
buen juicio y el perfeccionamiento moral. Y puede producir estos efectos porque los individuos no
se topan con la literatura en general, sino con obras literarias individuales, que pueden contener
imágenes erróneas del mundo y generar filiaciones o actitudes equivocadas.184 Aunque el
potencial de la ficción de distorsionar nuestro juicio y provocar la corrupción moral haya llevado a
Platón a abogar por una censura amplia, los resultados que ésta podría ocasionar la convierten en
una opción inaceptable. Sin embargo, pasar por alto los posibles efectos perjudiciales de una
exposición indiscriminada a la ficción denota una carencia de espíritu crítico y cierta
irresponsabilidad. En este sentido, tener en cuenta la posibilidad de un efecto adverso en el caso
de productos masificados de ficción como Los Simpson, cuyo público es tan vasto, resulta
especialmente pertinente.
En tercer y último lugar, Nussbaum basa su laudatoria argumentación sobre los efectos de la
ficción exclusivamente en la, capacidad de la literatura de ofrecer representaciones precisas de la
realidad y cultivar la empatia. Aunque estos rasgos seguramente sustentan la función heurística de
la ficción, nuestra relación con ésta no sólo depende de una representación habilidosa y de la
empatia que pueda fomentar. No sólo aprendemos de la obra porque muestre con precisión a los
individuos y nos permita experimentar sentimientos hacia ellos; también aprendemos porque
promueve nuestra identificación con ellos. Y dicha identificación claramente tiene lugar ante
personajes como Homer y Marge Simpson, cuyas vidas, aunque caricaturizadas, resultan muy
similares a las vidas de numerosos espectadores.
Fundamentalmente, la función heurística de la obra de ficción está enraizada en las
oportunidades únicas que ofrece. Su distintivo hincapié en los particulares no sólo le permite
reflejar la realidad con mayor precisión, sino que afecta de modo positivo los patrones de atención
de los lectores o espectadores, al propiciar la observación más detallada de los individuos y
circunstancias únicas que conforman la obra. Del mismo modo, el acento incomparable que la
literatura pone en las emociones le permite evocar sentimientos que eduquen emocionalmente al
receptor.185 Y el éxito heurístico de la ficción también se deriva de la de identificación que alienta.
Como pueden constatar la mayor parte de los individuos que leen o ven obras de ficción, una de las
propiedades más seductoras que éstas poseen es la manera en que llevan a identificarse con lo
representado. Cuando leemos o vemos obras de ficción, nos absorben. Y la razón es que, en gran
medida, esas obras nos animan a deslizamos en las situaciones que representan. A diferencia de
otras formas literarias, la ficción se estructura de una manera que estimula a los lectores o
espectadores a proyectarse imaginariamente en el texto. Las ficciones nos transportan a mundos
creados por ellas, y no sólo nos animan a sentir que participamos en las acciones que allí tienen
lugar, sino también a identificarnos con personajes individuales. Dicha participación da lugar a
efectos heurísticos únicos.
En primer lugar, la ficción ofrece a lectores y espectadores una comprensión más plena de la
realidad que representan, pues los sitúa dentro de ella. Nuestra relación imaginaria con la ficción
hace que las situaciones representadas estén «disponibles como si ocurrieran desde el interior, en
el terreno más íntimo».186 Al estimular nuestra identificación imaginaria, las ficciones nos ofrecen
«el sentido de aquello que se siente, se mira y se vive de cierta manera».187 Esta identificación
imaginaria a su vez nos proporciona una comprensión más profunda de la situación. Susan Feagin
está de acuerdo con lo anterior y afirma que el estímulo que proporciona la ficción propicia una
comprensión más profunda de los acontecimientos que la sola memorización de información.
Según Feagin, cuando entablamos un vínculo imaginario con la ficción, intelectual y afectivamente
simulamos lo que haríamos en la situación representada. Al obligar al individuo a abandonar su
orientación convencional y ensayar otra, Feagin sostiene que la simulación nos ayuda a
«enriquecer y profundizar nuestra comprensión de la situación representada, y mejora nuestra
capacidad para afrontar una situación similar».188 La simulación tiene un carácter educativo
porque revela al individuo que la practica «cómo es ser otra persona o estar en otra situación».189
A la perspectiva superficial del receptor añade la perspectiva más profunda de quien está en el
interior de la historia en virtud de la identificación.190
El proceso de identificación alentado por la ficción trae consigo un segundo beneficio: nos
permite el acceso a experiencias que no serían posibles en condiciones empíricas normales. A
través de nuestra identificación con los personajes de la ficción, podemos vivir situaciones y
acceder a perspectivas de otro modo inaccesibles. Al animarnos a que nos encontremos con los
mundos y personajes que representa, la ficción nos ayuda a comprender cómo sería vivir en otras
épocas y lugares, profesar creencias diversas, tener valores distintos y, en suma, ser diferentes.
Como expresa Nussbaum, «sin la ficción, nuestra experiencia es limitada y provinciana. La
literatura permite ampliarla, al hacernos reflexionar y experimentar sensaciones que de otra manera
serían demasiado distantes para estimularnos».191 Wayne Booth coincide con esta tesis cuando
afirma que «en un mes de lecturas, puedo probar más vidas de las que podría vivir a lo largo de mi
propia vida».192 Al estimular la identificación imaginaria, la ficción concede al individuo la
oportunidad de explorar una gama de experiencias más amplia que la que ofrece la realidad. Estas
experiencias vicarias resultan instructivas en tanto y en cuanto permiten a las personas abandonar
la perspectiva tradicional, y de este modo acceder a una apreciación más genuina de
perspectivas, contextos y modos de ser alternativos.
Las experiencias que vivimos indirectamente a través de la ficción también resultan
instructivas porque ofrecen un medio para evaluar de modo adecuado esos actos y
comportamientos alternativos, al igual que sus consecuencias. Aunque no exenta de riesgos, esta
oportunidad de poner a prueba nuestra concepción del mundo y nuestras acciones tiene un valor
cognitivo único porque es relativamente segura. Mediante la identificación con personajes ficticios,
podemos descubrir que significa hacer o creer ciertas cosas sin tener que hacerlas o creerlas
realmente. De esta manera, las ficciones pueden ayudarnos a tomar decisiones al proporcionarnos
un sentido de la experiencia del efecto de las alternativas posibles ante de que, de hecho, nos
decantemos por alguna y experimentemos sus efectos.193
Por último, nuestra identificación con personajes de la ficción nos educa en el plano
emocional, pues uno de sus efectos es suscitar emociones. Gregory Currie concibe nuestra
relación con los personajes de ficción en términos de «réplica empática»,194 a través de la cual los
lectores o espectadores simulan el estado emocional o intelectual de este o aquel personaje.
Además de dar la oportunidad de liberar las emociones,195 esta réplica enseña a los individuos
cosas sobre sí mismos y sobre los demás. Puede aumentar el grado de conocimiento de uno
mismo al hacer que el individuo cobre conciencia de sentimientos u opiniones que albergaba sin
saberlo.196 Aunque no siempre placentero, se trata de un conocimiento esencial para la
comprensión de uno mismo y de los propios modos de actuar. Por otra parte, la identificación
también contribuye a desarrollar una compresión y compasión genuinas hacia los demás. Sólo si
somos capaces de ponernos imaginariamente en el lugar de los demás podremos apreciar la
agonía de sus conflictos, la profundidad de sus alegrías y el peso de sus pérdidas. Al propiciar la
identificación del lector con el personaje, la ficción anima no sólo a una compasión admirable, sino
que estimula la capacidad de empatizar, rasgo moralmente significativo.
Los filósofos han admitido con suma renuencia que la ficción pueda educarnos debido a la
paradoja que ello entraña (es decir, ¿cómo se puede obtener información valiosa a partir de obras
que, por definición, se refieren a cosas irreales?). Sin embargo, el aprendizaje a partir de la
narrativa sólo genera una paradoja si antes se establece una demarcación radical entre ficción y
realidad. En cambio, si se concibe la ficción como un esfuerzo creativo con un anclaje en lo real, de
donde toma su inspiración, la idea de que la ficción pueda educar deja de ser problemática. La
ficción elabora hipótesis; sus representaciones pueden instruirnos porque los lugares y problemas
que refiere se parecen a los nuestros.
Aunque no resulte paradójico aprender de la ficción, existe algo paradójico en nuestra relación
con ella. De hecho, sostengo que la capacidad heurística de la ficción depende en gran medida de
la naturaleza paradójica de nuestro compromiso con ella. Basta reflexionar unos instantes para
reconocer la paradoja: la ficción nos excluye al tiempo que nos atrae hacia ella. Aunque las
ficciones nos alientan a identificarnos con personajes particulares y proyectarnos imaginariamente
en su mundo, nunca seremos esos personajes ni accederemos a esos mundos. Del mismo modo,
aunque nuestra vinculación con la ficción dé lugar a emociones verdaderas, no podemos esperar
que nuestras respuestas emocionales a la ficción sean iguales a nuestras respuestas emocionales
ante personas y situaciones reales. Puesto que no son reales, las relaciones que entablamos con
personajes y situaciones representadas en la ficción son cualitativamente distintas a nuestra
relación con personas y acontecimientos reales. El hecho de que los personajes y las situaciones
de las obras de ficción no sean reales facilita nuestro compromiso con ellas al tiempo que lo frustra
pues nos proporciona una sensación de seguridad.
Cuando nos proyectamos imaginariamente en las ficciones, podemos actuar sin
consecuencias e intimar sin peligros. Accedemos a mundos que podemos abandonar si las cosas
van a mal. Sin necesidad de renunciar al diván, nuestro compromiso con la ficción nos permite
explorar mundos diversos y adoptar otras identidades. Nos deslizamos hacia ella con facilidad
porque ésta no posee el peso de la realidad. Aunque sabemos que puede afectarnos, nos agrada
dejarnos llevar por la ficción porque sabemos que los personajes y acontecimientos que construye
no son reales, nuestra inmersión en su mundo virtual es transitoria,197 y nuestra identificación con
los personajes no es completa. Dada la seguridad que nos ofrece, nos permitimos experimentar a
través de la ficción lo que podríamos o desearíamos en la realidad. Por ello, la ficción expande
nuestro conocimiento básico al consentir que aprendamos de experiencias que no tendríamos en el
mundo real.
Al tiempo que la narrativa nos invita a participar, el carácter ficticio de los personajes y eventos
que representa es un escollo para nuestros modos habituales de responder. Si nos parece que
falta algo en una situación imaginaria, el caso es que no podemos cambiarla. De igual manera, si
la imagen del mundo que la ficción ofrece no se corresponde con la imagen que tenemos de
nuestro mundo, no estamos en libertad de alterarla. Aunque nos adentremos en la ficción por medio
de la imaginación, no podremos modificarla. Podemos dejar de leer o de mirar, pero no ajustar la
obra según nuestro gusto. Además, cuando respondemos a la ficción en un plano emocional, el
carácter ficticio de los personajes y acontecimientos nos impide manejar esas emociones como lo
haríamos normalmente. Y, al frustrar la respuesta habitual, la ficción nos obliga a examinar por qué
nos afecta de tal manera algo que no es real.
La inmutabilidad de los personajes y los contextos de la ficción, el hecho de que podamos
sumergirnos en ella pero no alterarla, nos conduce a la reflexión. El modo en que recusa nuestra
participación es un rasgo nodular de la función heurística de la ficción, y lo es porque el revés de la
respuesta habitual lleva a los lectores o espectadores a evaluar de manera crítica el mundo ficticio
y sus personajes, a comparar una representación ficcional particular con otras producciones
imaginarias o con la realidad, a pensar en el mensaje de la representación. Los instiga a ponderar
sus respuestas afectivas y las circunstancias Acciónales que las generan. Y tal reflexión puede dar
lugar a una comprensión general más amplia, así como a un progreso moral.
En última instancia, la ficción posee la capacidad única de dejarnos entrar en los personajes y
situaciones que representa sin permitir que olvidemos la distancia que nos separa de ellos. Es
decir, que genera lo que podría llamarse una identificación frustrada.
Esa identificación con personajes inventados resulta instructiva porque nos permite vivir de
modo vicario una variedad de momentos, perspectivas y situaciones. Y la asimilación de la
información que nos proporciona se ve facilitada, precisamente, por la distancia en la que nos
situamos. De modo más especifico, en tanto y en cuanto sabemos que no somos aquellos
personajes con los que nos identificamos, estos siguen siendo objeto de análisis, del cual nos
separa una distancia que fomenta la crítica y que, probablemente, nos permita mirar con menos
prejuicios que los que nos dedicamos a nosotros mismos.
Es la capacidad de la ficción de promover al mismo tiempo la identificación y la disociación, la
intimidad y la diferencia, lo que permite que nos eduque. Si a menudo estamos demasiado cerca
de nosotros mismos y de nuestra situación para ver con claridad, en cambio la consciencia
siempre presente de que los personajes y situaciones representados en la ficción están separados
de nosotros nos permite apreciarlos con mayor imparcialidad. Sin embargo, en la medida en que el
proceso de identificación nos ayuda a comprender en qué se parecen a nosotros los personajes,
éste puede potenciar la comprensión de nosotros mismos al obligarnos a reconocer que nuestra
situación, actitud general o reacciones habituales son comparables a las de este o aquel personaje
de ficción.
¡YA BASTA DE *&!#?@! ¿Y QUÉ HAY DE HOMER?
En suma, Los Simpson opera del mismo modo que otras ficciones por cuanto dirige nuestra
atención hacia los individuos y revela ciertas emociones al provocarlas. Es interesante resaltar que
el efecto pedagógico de la serie deriva, precisamente, de la combinación que ésta lleva a cabo de
otros muchos elementos que podrían inducir a algunas personas a juzgarla de manera negativa.
El primer rasgo opinable de la serie en tal sentido sería la normalidad de los personajes y
locaciones de Los Simpson. Aunque se trate de caricaturas extremas, los personajes y el contexto
de la serie indudablemente pertenecen a la media. Homer es el padre de clase trabajadora, algo
lerdo pero entrañable, no la figura idealizada de Father Knows Best o de Leave It to Beaver. Es un
progenitor disfuncional que bebe cerveza barata y eructa sin pedir disculpas mientras se queja de
su trabajo. Marge es el ama de casa exasperada que arbitra entre Homer y los niños, riñe a los
miembros de la familia por los líos en los que con frecuencia se meten e indefectiblemente
consuela a Homer a pesar de que su comportamiento a veces resulte absurdo. Los hijos de Homer
consuela a Homer a pesar de que su comportamiento a veces resulte absurdo. Los hijos de Homer
y Marge, a saber, Bart, Lisa y Maggie, ejemplifican respectivamente la individualidad, el ingenio y el
egoísmo del niño medio. Además, su relación ilustra muy bien el conflicto, la complicidad y la
competición que suelen caracterizar las relaciones entre hermanos. Por último, el escenario de
Springfield y el hogar de la familia Simpson resultan inocuos en su mediocridad. No se asemejan a
la ambientación de Lifestyles of the Rich and Famous (‘El estilo de vida de los ricos y famosos’) ni
a las pomposas locaciones de Sensación de vivir. En lugar de eso, a la entrada del hogar de la
familia Simpson, situado en un ambiente de clase media de periferia que a tantos nos resulta
familiar, hay una furgoneta y una pila de platos sucios en el fregadero.
Así pues, el carácter común y para muchos familiar de los personajes y escenarios de Los
Simpson podría llevar a pensar que la serie tiene poco que ofrecer desde un punto de vista
pedagógico, a preguntarse qué verdades importantes se desprenderían de un contexto tan banal.
Desde luego, si las verdades no pueden ser ordinarias, es poco lo que la serie puede ofrecer. No
obstante, pareciera que a menudo son ese tipo de verdades las que se nos escapan.198 Y, aunque
a menudo exagera las situaciones para conseguir un efecto satírico, Los Simpson no se aleja
demasiado de la representación habitual de la vida contemporánea en la periferia.199 Los rifirrafes
entre Homer y Marge, el mantra de Bart, «No he sido yo», la presunción de Lisa de saberlo todo,
las querellas insignificantes entre vecinos, el eterno desencanto de Homer en su trabajo, la
previsibilidad de los personajes, sumada sin embargo a su capacidad de sorprendernos, son
rasgos compartidos con la realidad. Y, aunque no se trate de verdades especialmente nobles, los
espectadores se hacen eco de ellas, pues les recuerdan la naturaleza ubicua de tales fenómenos.
De modo que el reconocimiento por parte de los espectadores de la omnipresencia de ciertos
aspectos de la vida común y corriente encuentra un sustento en la cualidad ordinaria de los
personajes y contextos de Los Simpson, con los cuales la mayor parte del público puede
identificarse fácilmente. Por ejemplo, aunque jamás lleguemos a actuar como él, podemos
empatizar con la irascibilidad e imprudencia de Homer. De igual manera, la mayor parte de los
espectadores puede identificarse con el sentido práctico y la paciencia maternal de Marge, así
como con su tendencia a no reaccionar hasta que la situación exige su intervención. En lugar de
presentar personajes con los que tenemos poco en común, individuos cuya experiencia pueda
parecer demasiado ajena para cobrar un sentido, Los Simpson nos ofrece caricaturas de nosotros
mismos, individuos que poseen defectos severos y cualidades admirables. Y algo podemos
aprender de estas figuras burlescas, pues nuestra pronta identificación con ellas, sumada al
reconocimiento de sus cualidades, nos incita a admitir que compartimos con ellas algunos
comportamientos. Además, vivir de modo vicario las aventuras de Homer nos permite satisfacer
deseos impetuosos y a menudo vindicativos, al tiempo que nos ofrece una lección sobre los
peligros de tal capricho.200
La segunda característica de Los Simpson que contribuye a su valor heurístico es el humor. No
hace falta ver la serie mucho rato para apreciar su levedad, que combina la comedia slapstick con
el humor más sofisticado sin que se vean las costuras, creando un tejido complejo que apela a
diversos segmentos de la audiencia. Aunque la capacidad de entretener de la comedia tal vez no
tenga parangón, muchos dudan de su capacidad de instruir en comparación con otras formas
literarias. Tal vez por su falta de seriedad, no ha sido tomada tan en serio como otros géneros
cuando se trata de educar. Y es una pena. Aunque siempre hay lugar para la seriedad, la comedia
es una gran herramienta pedagógica: al dejar de lado ciertas angustias y desarmar resistencias
habituales, de hecho puede arrojar luz sobre cuestiones que, de otro modo, sería muy incómodo
reconocer. Por ejemplo, no muchos estaríamos dispuestos a admitir que sufrimos de paranoia o de
los accesos de estupidez que ésta puede causar. Sin embargo, Homer en gran medida nos parece
hilarante porque muestra estas tendencias sin temor a pasar vergüenza. Nos reímos, pues, de él
porque encontramos algo de nosotros en su personaje. Y, al reírnos, aprendemos un poco más
sobre nuestra propia condición.
La comedia también resulta beneficiosa en el sentido en que permite examinar cuestiones
serias —pero a menudo desconcertantes— en una arena grata. Entre otros temas relevantes, Los
Simpson trata cuestiones como el racismo, las políticas de género, las políticas públicas o la
ecología. Lamentablemente, las discusiones formales a propósito de estos temas a menudo
acaban a gritos o en retórica vacía, lo que a la mayoría no le interesa especialmente escuchar. En
ese sentido, la comedia es un modo eficaz de afrontar asuntos tan espinosos, pues matiza un poco
la tensión que los rodea. Habitualmente, el género puede dirigir la atención de los espectadores
hacia un objeto, e incluso ofrecer opiniones sobre él, sin generar antagonismos excesivos o
parecer demasiado autoritaria.201 Aunque el espectador o lector podría desdeñar otras formas, la
buena disposición hacia la comedia y los placeres que proporciona permiten que éste se interese
por cuestiones que de otro modo preferiría evitar. Trátese de la legalización de las apuestas
(«Springfield»), la presencia de mujeres en colegios militares («La guerra secreta de Lisa
Simpson») o los derechos de los animales (Lisa, la vegetariana»), Los Simpson sin duda ha
obligado a muchos estadounidenses a pensar con mayor profundidad en estas cuestiones.
Una tercera característica de Los Simpson que fundamenta su capacidad de instruir es que se
trata de un dibujo animado. Al igual que la comedia, la animación no ha sido tomada en serio como
lo han sido el cine o la poesía. Tal vez porque nos recuerda la infancia y los sábados por la mañana
frente al televisor, tendemos a considerar las animaciones como poco sofisticadas. Y a excluirlas
del conjunto de las obras de ficción a las que concedemos beneficios heurísticos. Se trata, sin
embargo, de un error. Si bien no todas las animaciones son iguales (ni educativas), la forma en sí
misma lo es. Al fin y al cabo, ofrece al espectador o al lector un recordatorio constante del carácter
imaginario de los personajes y situaciones que describe. Sencillamente, no es posible confundir a
un personaje de animación con una persona real. A través de la forma, estas obras dejan claro que
no somos aquéllos con quienes nos identificamos. En consecuencia, resultan más decisivas al
estimular la reflexión sobre los personajes y situaciones que describen y las emociones y
pensamientos que despiertan.
La última característica de Los Simpson que debemos mencionar es su atractivo para el gran
público. Al igual que los rasgos anteriores, su popularidad podría llevar a algunos a dudar de su
valor heurísitico, duda que se fundamentaría en la extendida suposición de que las obras de cultura
popular no pueden educar. Al olvidar, de modo conveniente, que iconos literarios como
Shakespeare y Dickens fueron también autores populares, los intelectuales a menudo intentan
defender su torre de marfil con la tesis de que las obras populares son vacuas desde el punto de
vista didáctico y que su popularidad se debe únicamente al gusto vulgar de la masa. Aunque esta
crítica en efecto podría aplicarse a muchas obras populares, excluir por completo un tipo de ficción
no sólo no es desaconsejable, sino ilógico.202
La atracción que Los Simpson ejerce sobre el público masifica- do no debería llevarnos a
negar su importancia heurística. Muy al contrario, debería animarnos a ver la serie con mayor
atención. A diferencia de otras narrativas más elitistas y reverenciadas, Los Simpson ejerce su
influencia en una audiencia extraordinariamente vasta y diversa. No sólo plantea verdades
significativas y aviva la reflexión sobre cuestiones igualmente importantes, sino que ofrece estas
verdades e induce a hilar más fino a una cantidad enorme de personas. Aunque la serie tal vez no
sea superior a Tolstoi en un sentido heurístico, sus efectos deberían ser considerados en función
del público tan amplio que ha cautivado.203
Una persona sabia es aquélla que reconoce la posibilidad de aprendizaje que casi toda
experiencia comporta. Por desgracia, no siempre somos sabios. En lugar de abrirnos a lo que
puedan ofrecer las experiencias individuales, solemos inhibir el proceso de aprendizaje al juzgarlas
irrelevantes desde el punto de vista cognitivo. Aunque, en efecto, algo nos quede de toda
experiencia,204 no nos permitimos aprender todo lo que podríamos de las situaciones que no
tenemos por educativas. En este ensayo, he intentado mostrar las inesperadas oportunidades de
aprendizaje que el contexto de las ficciones populares ofrece. De modo más específico, he
afirmado que podemos aprender algo de Los Simpson. Al dirigir la atención hacia esta serie, no
pretendo afirmar que sea formal o funcionalmente superior a obras clásicas como las de
Shakespeare o Sófocles, pues no creo que así sea. Sólo quiero hacer notar a los lectores la
oportunidad de aprendizaje que Homer proporciona y que podrían haber despreciado.205
CUARTA PARTE - LOS SIMPSON Y LOS FILÓSOFOS
16.- UN MARXISTA (KARL, NO GROUCHO) EN SPRINGFIELD
JAMES M. WALLACE
«El humor advertía E. B. White— al igual que una rana, puede diseccionarse, pero muere en la
operación, y lo que de ello queda resulta desalentador excepto para la mente científica pura».206
Una disección marxista, llevada a cabo por un socialista científico riguroso, casi sin duda matará el
humor en cualquier chiste al tiempo que pone al descubierto la fealdad de las entrañas de la
ideología en el cuerpo de la comedia burguesa. «Los rojos son gente tan seria, tan sombría»,
subraya Tommy Crickshaw (Bill Murray) en Abajo el telón. Y probablemente lleve razón.
No es que los marxistas no puedan disfrutar de un buen chiste. El propio Marx intentó escribir
textos cómicos, y entre sus intentos destaca una novela en el estilo de Tristram Shandy. Pero el
humor plantea un desafío a cualquiera que se preocupe por la justicia y la igualdad: al fin y al cabo,
¿qué puede haber de gracioso en un país en donde el cinco por ciento de los habitantes controla el
noventa y cinco por ciento de la riqueza?
Saber que cada semana en Estados Unidos veinte obreros son asesinados y dieciocho mil
son víctimas de ataques en sus puestos de trabajo y reírse de todos modos cuando Apu, el dueño
de la tienda de ultramarinos, cuyo pecho está cubierto de cicatrices de bala, le dice a Homer: «No
le quiero engañar: en este trabajo, se reciben balazos» («El poni de Lisa») es traicionar los
principios marxistas. Tal vez el rabino Krustofsky de Los Simpson esté en lo cierto: «La vida no es
divertida. Es una cosa seria».
Pero Los Simpson es una serie divertida, y su comicidad va en tantas direcciones distintas (el
fenómeno llamado «algo para todos») que tal vez sea imposible mirarla y no reírse a despecho de
las propias opiniones políticas o económicas. Y, dado que a menudo se vende como «subversiva»,
podríamos esperar que resultase especialmente sugerente a quienes se muestran críticos hacia la
ideología dominante y se interesan por la manera en que el arte pueda usarse para sacudir los
cimientos del poder social. Sin dejar de reconocer que el humor puede ser muy subjetivo y que
analizar la comicidad podría aguarla un poco, veamos como Los Simpson logra esa subversión
mediante el humor por el que es tan conocida.
RISAS REFLEXIVAS
La serie podría tomarse como modelo en un seminario sobre la comicidad para ilustrar uno de
los rasgos fundamentales de la misma: la incongruencia. Solemos reírnos con más ganas ante la
conjunción de elementos habitualmente incompatibles, la superposición de ideas, imágenes,
sentimientos y creencias que mantenemos separados en la mente, el desmontaje de la norma o la
convención, la frustración de las expectativas o, en palabras de Kant en la Crítica de la facultad de
juzgar, «una expectativa frustrada que de improviso se reduce a nada»:
HOMER: Oh, Dios mío, ¡extraterrestritos, no me comáis! Tengo esposa e hijos, coméoslos a
ellos. («La casa-árbol del terror vil»).
HOMER: Oh, ¡mosquis!, me dejé seducir por la diversión de buscar chivos expiatorios de la
proposición 24 [para deportar inmigrantes sin papeles de Springfield], y no me detuve a pensar
que podría afectarle a algún vecino y conocido mío. ¿Pero sabes qué, Apu? Voy a echarte
mucho, mucho de menos. («Mucho Apu y pocas nueces»).
En ambos ejemplos, la comicidad se deriva de la diferencia entre lo que esperaríamos que
una persona dijese en una situación similar y lo que de hecho se dice. Naturalmente, nuestras
expectativas dependen de la familiaridad con las convenciones que rigen el comportamiento de
padres y amigos. Lo normal sería que un padre que se sirva de su familia para salvar la vida (o al
menos eso supondríamos), clamase que los suyos dependen de él, no que deban morir en su lugar.
Cuando la situación se invierte y es la familia la que corre peligro, según dictan las convenciones
de comportamiento de los nobles y valientes, un padre más bien diría: «Llevadme a mí en su lugar».
Las egoístas pero hilarantes palabras de Homer, en cambio, invocan y al mismo tiempo
contradicen el clásico altruismo paterno en una asociación mental instantánea. Desde luego, la
comicidad depende de la «irrealidad del arte»: un padre que literalmente sacrificase a sus hijos en
nombre de la propia supervivencia difícilmente provocaría risas. Claro, también podría argüirse que
un padre que traicione a su prole no puede mover a la risa, sea cual sea el contexto, pero en el
campo de un arte que depende de la incongruencia y el «choque» humorísticos, nuestras
suposiciones y las convenciones que damos por sentadas acaban situándose en un primer plano, y
gracias a ello, si nos detenemos a pensar por qué hemos reído, puede que por primera vez
seamos conscientes de esas suposiciones y convenciones. Sólo hay subversión donde hay
reconocimiento, y la comicidad de Los Simpson, como toda comicidad basada en la
incongruencia, nos exige que al menos tengamos presente la manera en que normalmente
miramos el mundo. Desde nuestro punto de vista «normal», los padres deberían ser altruistas y
empeñarse con lealtad en defender a toda costa a su propia familia.
En el segundo ejemplo, la epifanía de Homer se disuelve del todo cuando le dice a Apu que lo
va a extrañar «mucho, mucho». De hecho, esta reiteración le otorga mayor comicidad a la frase
porque sugiere que Homer ignora mucho, mucho la contradicción que comporta ser responsable
parcial de la deportación de un amigo y, al mismo tiempo, tener el gesto amable de decir a Apu
cuánto lo echará en falta. Desde luego, en la mente de Homer no hay contradicción; sencillamente
está diciendo «no me había dado cuenta de que te marcharías, que vaya bien». Pero para los
espectadores, educados en las convenciones de la amistad y que esperan cierta introspección y un
posible intento de justificación por parte de alguien que se ha dado cuenta de su complicidad en
una acción injusta, las palabras de Homer resultan sorprendentes. Y el chiste no sería gracioso en
una sociedad cuyos valores difiriesen en gran medida de los nuestros.
Si la comicidad de esta secuencia depende de que seamos conscientes de nuestra propia
actitud y de las convenciones de comportamiento que suscribimos, lo cierto es que también se
sitúa en otro nivel, pues señala algunas de las limitaciones del pensamiento y el comportamiento
«convencionales», entre ellas la tendencia a buscar chivos expiatorios y elaborar estereotipos,
olvidar que las posiciones políticas abstractas tienen consecuencias reales para los individuos, y
no ser conscientes de las contradicciones entre la vida privada y la pública, defectos todos que se
pueden atribuir a Homer. En otras palabras, la compleja afirmación de Homer es un comentario
penetrante sobre el comportamiento y las relaciones sociales, al que concedemos carácter de
sátira pues reconocemos que en un mundo más perfecto no habría lugar para la búsqueda de
chivos expiatorios, la formulación de estereotipos, el comportamiento inconsecuente y demás.
Que Homer diga «me dejé seducir por la diversión de buscar chivos expiatorios» nos resulta
cómico porque la convención o lo común de su actitud choca con el ideal; nos sorprende cuánta
verdad hay en su comentario. Al fin y al cabo, la gente rara vez admite con tal despreocupación un
comportamiento antiético o un pensamiento tan insensato. Y la referencia casual de Homer a una
práctica común de la que, sin embargo, nadie debería estar orgulloso, es cómica. Al igual que en
toda sátira, cargar contra los vicios o las limitaciones de la humanidad prefigura la posibilidad de
un mundo mejor, en donde los seres humanos actuasen según las nociones que el autor pueda
tener de lo que es justo y correcto. En este caso, la incongruencia sirve para llamar nuestra
atención sobre el comportamiento humano común (que tal vez sea el nuestro) y plantea dudas
sobre la pertinencia de dicho comportamiento. De modo que la sátira a menudo nos lleva a
cuestionar las prácticas, hábitos y puntos de vista «comunes» y reflexionar sobre la manera en que
el mundo podría mejorarse, en este caso, al eliminar los estereotipos y los chivos expiatorios.
Puesto que opera un nivel más intelectual que, por ejemplo, la payasada, la sátira exige más
de los espectadores, que en primer lugar deben comprender qué se está ridiculizando y, en
segundo lugar, imaginar cómo sería un mundo ideal. Quien esté familiarizado con Una proposición
modesta de Swift, una de las sátiras más ingeniosas que se haya escrito jamás, sabrá los riesgos
que entraña la falta de comprensión de una sátira: en este caso, podría pensarse que Swift de
veras abogaba por comerse a los niños irlandeses, en lugar de poner de manifiesto el modo en
que los terratenientes ingleses metafóricamente habían «devorado» a la ciudadanía y el territorio
irlandés. Así pues, el lector o espectador debe «pillar» la sátira o, de lo contrario, ésta no cumplirá
con su objetivo. Todo humorismo exige algo del lector o espectador, y la sátira probablemente sea
el género que más reclama en ese sentido. George Meredith, novelista reputado de finales de la
época victoriana y contemporáneo de Marx, al igual que muchos escritores de su tiempo creía que
la literatura, sobre todo en su vertiente dramática, tenía la obligación de dictar cátedra sobre el
orden social, pero que también las comedias que incitaban a la «risa reflexiva» podían poner de
manifiesto las flaquezas del hombre y, en última instancia, contribuir a la superación de los males
de la sociedad.207 Además de Una proposición modesta, un listado de sátiras memorables en esta
clave debería recoger obras de épocas más tempranas, como el Volpone y La vanidad de los
deseos humanos de Johnson, además del Don Juan de Byron, ya más tardío, entre otras muchas.
Aunque numerosos teóricos contemporáneos ya no creen que la literatura pueda o deba hacerse
cargo de los problemas de la sociedad, la mayor parte de las comedias, incluso las televisivas, se
pliega todavía a un modelo que, o bien reconstruye la sociedad según unas líneas más
humanizadas o bien, en el caso de la sátira, señala los hábitos, vicios, ilusiones, rituales y leyes
arbitrarias que impiden el tránsito hacia un mundo mejor.
Así pues, en la tradición cómica, una sátira subversiva como Los Simpson debería aspirar —y
tal parece ser el caso— a poner al descubierto la hipocresía, el fingimiento, la comercialización
excesiva, la violencia gratuita y otros tantos rasgos que caracterizan a la sociedad contemporánea,
y sugerir que, más allá, podría haber algo mejor. Desde una óptica marxista, podría entonces
argumentarse que la comicidad satírica de Los Simpson nos distancia momentáneamente de la
ideología predominante en la América capitalista. El término «ideología», según lo define Michael
Ryan, «describe las creencias, actitudes y hábitos emocionales que una sociedad inculca para
generar la reproducción automática de sus premisas estructurales. La ideología es aquello que
permite conservar el poder social en ausencia de la coerción directa».208 En otras palabras, el
altruismo y la lealtad que esperamos de los padres, así como la humildad y la contrición que
esperamos que sigan al daño que reconocemos haber hecho a los amigos, forman parte de la
ideología. Y también forman parte de ella las actitudes que conducen al estereotipo o la búsqueda
de chivos expiatorios, así como los valores que sustentan nuestras relaciones sociales y
condiciones económicas actuales. La verdadera sátira subversiva, en especial aquella que, como
Los Simpson, contiene tantas incongruencias y ejemplos incorrectos, nos exhorta a distanciarnos
momentáneamente de la ideología, bien sea al objetivar los elementos que la conforman (la lealtad,
la humildad, el arrepentimiento) o al hacernos reír de modo «reflexivo» ante las creencias, actitudes
y hábitos emocionales que caracterizan a la sociedad contemporánea. Sin embargo, desde una
perspectiva marxista, la risa —que presupone inteligencia, reconocimiento y distancia- miento—
fundamentalmente ayudaría a la audiencia a resistirse a que le inculcasen una ideología que
generase «la reproducción automática de sus premisas estructurales» o conservase «el poder
social». Hábitos como el de competir y medir el valor de los individuos por su apariencia, por
ejemplo, arraigados como están en el sistema capitalista de valores, conducen al estereotipo. El
humorista puede dirigir nuestra atención hacia esos hábitos en cuanto tales, en cuanto modos no
naturales de actuar y pensar, estimulándonos de esa manera a oponerles resistencia. Por lo tanto,
los muchos estereotipos de Los Simpson podrían interpretarse no como una representación
maliciosa de diversos grupos étnicos, sino como una advertencia en contra de nuestra tendencia a
pensar mediante estereotipos.
A diferencia de los programas más tradicionales y «realistas», que reflejan la ideología y la
difunden, Los Simpson nos ofrece la oportunidad de liberarnos de ésta y de sus «premisas
estructurales», trátese de la competición, el consumismo, el patriotismo ciego, el individualismo
excesivo o cualquier otro presupuesto sobre el cual se funde el capitalismo. De hecho,
precisamente porque se trata de una serie de dibujos animados, sus guionistas pueden permitirse
gestos inconcebibles para los productores de series realistas, y esto les garantiza un mayor
margen para romper con la ilusión de realidad y sacudir la convicción de los espectadores de que
el capitalismo es el único modo de vida posible, el modo natural. Los programas televisivos que
«imitan» la vida en demasía dan la impresión de que la realidad mostrada es ineludible y natural.
En ese sentido, tal vez no sea demasiado aventurado afirmar que Los Simpson es una suerte de
programa brechtiano. Así como Bertolt Brecht rechazaba los elementos artificiales de las obras
teatrales —la trama única, los personajes que mueven a compasión, la universalidad de los
temas— en favor de técnicas que «alienasen» o distanciasen a la audiencia, Los Simpson
desmonta la realidad, y nos induce a mantenernos en estado de alerta intelectual para evitar el
hábito atrofiante de identificarnos con los personajes y, en lugar de eso, llevar a cabo una
evaluación constante del contenido ideológico de lo que estamos viendo. El crítico marxista Pierre
Macherey podría encontrar en Los Simpson un ejemplo excelente de arte «descentrado», que
confundiese y desagregase los contenidos ideológicos, revelando de manera eficaz los límites de
esa ideología.
Daremos aquí un solo ejemplo del desafío subversivo que Los Simpson plantea al dogma
capitalista mediante la incongruencia; el diálogo siguiente tal vez sea demasiado bueno para que
el análisis lo eche a perder, y se cuenta entre los mejores de la serie:
LISA: Corre, mami, ¡si no llegamos pronto a la expo todos los cómics buenos
desaparecerán!
Bart: ¿Que sabrás tú de cómics buenos? Si los únicos que lees son los de Casper, el
fantasmita canijo.
Lisa. Creo que es muy triste que confundas la simpatía con la debilidad. Espero que eso no
te impida llegar a ser popular algún día.
Bart. [mostrando cómics de Casper y Richie Rich] ¿Sabes lo que pienso? Que ese Casper
es el fantasma de Richie Rich.
Lisa: ¡Oye, pues sí que se parecen!
Bart: ¿Cómo moriría Richie?
Bart: Quizá se dio cuenta de lo superficial que es ir buscando dinero y se quitó la vida.
Marge: Mmm, niños, ¿por qué no habláis de cosas más animadas? («Tres hombres y un
cómic»).
De una sátira radical, sobre todo cuando contiene diálogos como el anterior o el retrato
implacable y mordaz del malvado señor Burns, podría esperarse una crítica y una denuncia
coherente de la ideología burguesa, una larga fila de obstáculos que contestasen la imposición de
valores represivos. Lamentablemente, no es éste el caso.
EL PATERNALISMO DE LOS SIMPSON
Puesto que en una sociedad apuntalada sobre valores capitalistas la sátira política y social
tendría que poner en entredicho esos valores casi por definición, un marxista debería sentirse en
casa en Evergreen Terrace. Pero no parece ser así. Del mismo modo en que, según la noción
popular, el marxismo y el comunismo son sinónimos (y desde luego existen buenas razones para
establecer el vínculo), muchos fans de Los Simpson sabrán que los marxistas no son bienvenidos
en Springfield. En «Krusty es kancelado», cuando otro programa se queda con los derechos para
transmitir Rasca y Pica, Krusty se ve obligado a sustituir la serie por otros dibujos animados,
protagonizados por «el gato y el ratón más queridos en Europa del Este: Proletario y Parásito»,
una indagación aburrida y luctuosa de la explotación de la clase obrera, que de inmediato espanta
al público del estudio de grabación del payaso. En «Hermano del mismo planeta» un captador del
Partido Comunista de Springfield se dirige a una multitud antes de que empiece un partido de
fútbol americano. Para desgracia del anciano proselitista, es el «día del Tomate» y la
muchedumbre la emprende a tomatazos con los frutos que ese día se regalan. En «Homer, el
grande», el abuelo Abe Simpson busca en su billetera la prueba de que pertenece a una
organización fraternal, los Canteros:
ABE: Espera, voy a ver... [revisando su billetera]... Soy ciervo, comunista, masón, presidente
de la Alianza Gay y Lesbiana, aunque no sé por qué... Ah, ¡aquí está!: miembro de los Canteros.
Al parecer, el partido comunista ha embaucado a otro anciano candoroso para que se
inscriba, o tal vez la idea es que el comunismo es un sistema antiguo y débil cuyo ocaso todos
celebran, incluyendo a los miembros de la banda Spinal Tap:
DEREK: NO creo que nadie se haya beneficiado más de la caída del comunismo que
nosotros.
NIGEL: Bueno, todas las personas que viven en esos países comunistas.
DEREK: Ah, sí, no había caído. Tienes razón. («El Otto-Show»).
Aunque el aguafiestas de Karl Marx tal vez no sea bienvenido en Springfield, se ha visto a
Groucho Marx allí en numerosas ocasiones, ora en persona (entre la muchedumbre que rodea al Dr.
Hibbert en «Explorador de incógnito»), ora parafraseado en
«Escenas de la lucha de clases en Springfield» (¡de todos los episodios!). Cuando Marge
finalmente cae en la cuenta de que se ha alejado de su familia en el intento de ser aceptada como
miembro del club de campo local, decide rehuir el ambiente de la alta sociedad con una versión de
la famosa sentencia de Groucho: «No quiero ingresar en un club que tenga como socia a una
Marge como yo». La alusión es sin duda intencional, puesto que los hermanos Marx se ganaban la
vida poniendo al descubierto las presunciones y la hipocresía de la alta sociedad. Pero la
paráfrasis es brillante en sí misma, pues si la renuncia sarcástica de Groucho estaba dirigida a
grupos que tuvieran estándares tan bajos como para admitirlo a él, Marge en cambio rechaza
aquellos grupos que sólo aceptarían a «esa» Marge, la que ha gastado todos sus ahorros en un
vestido para impresionar a los demás, ha aparcado el coche donde nadie pudiera verlo y, agresiva,
ha ordenado a su familia suspender los comportamientos habituales y «comportarse». No es ésa
una faceta de sí misma con la que se sienta cómoda; por ello renuncia a una ideología que la
obligaría a sacrificar su verdadera identidad y esencia. Groucho, que no era ajeno a la subversión
aunque tampoco era marxista, inspira la triunfal renuncia de Marge al esnobismo del club de
campo. Y, aunque los seguidores de Karl son expulsados de la ciudad, Marge hace gala de una
verdadera sensibilidad marxista cuando afirma su libertad ante una ideología represiva.
Sin embargo, la secuencia final de «Escenas de la lucha de clases en Springfield» le resultará
perturbadora al espectador marxista. Aunque la clase alta ha sido satirizada sin miramientos a lo
largo del episodio, éste culmina cuando la casta Simpson retoma su lugar, el ambiente más familiar
de Krusty Burger:
Chico CON LA CARA LLENA DE GRANOS: [pasando la fregona] Ehh, ¿han estado
ustedes en el baile?
Bart: Más o menos.
MARGE: Pero, ¿sabe? Luego pensamos que estaríamos más cómodos en un sitio como
éste.
CHICO CON LA CARA LLENA DE GRANOS: ¡Ay! ¡Están locos! Este sitio es un antro.
Aunque la familia sabiamente ha dado la espalda a los crueles e hipócritas miembros del club
de campo («espero que no se tome muy en serio mi intento de destruirla», dice una de las mujeres
a propósito de Marge), antes que un desafío a la clase de los potentados y los golfistas, se trata de
un gesto de impotencia. De hecho, la fragilidad de la protesta ya había sido anticipada en el mismo
episodio cuando, al ver que la hija de Kent Brockman maltrata a un camarero que le trae un
emparedado de huevos de codorniz en lugar de uno de huevos de colibrí (que la joven dice haber
pedido), Lisa se indigna, pero de inmediato se deja distraer por la visión de un hombre que monta
un poni, su animal favorito. Más adelante, vemos a Lisa montar, ella también, un poni: «¡Mira,
mamá! —grita—, he encontrado algo más divertido que quejarme».
Si las invectivas de Lisa contra la insolencia y el maltrato de los empleados no son más que
«quejas» y es posible hacerla callar con un poni, ¿cómo interpretar el brillante comentario que hace
un poco más adelante, cuando la familia va camino de la cena de bienvenida al club («les
preguntaré si saben cómo se llaman sus criados de apellido, o sus nombres de pila, si son sus
mayordomos»)? ¿Qué decir de su sorprendente conjetura sobre Richie Rich o cualquiera de las
incisivas reflexiones antiideológicas que ha elaborado a lo largo de los años? Sin duda, por
tratarse de una niña, es fácil que su animal favorito la distraiga. Tal vez no deberíamos tenerle
demasiado en cuenta la vacilación. Con todo, el episodio es muy indicativo de cómo la serie
constantemente desmonta cualquier acercamiento, por muy incierto que parezca, a una visión de
mundo izquierdista o de cualquier otra tendencia política, como si los guionistas se cuidasen
siempre de hacer afirmaciones políticas o sociales coherentes. Lo que podría haber sido al menos
una mordaz condena de la clase adinerada se convierte en derrota para la clase a la que
pertenecen los Simpson, «la alta clase media baja», como la describe Homer («Springfield
Connection»), a saber, aquellas personas a las que, aunque no trabajen en las fábricas y las minas
del proletariado, les preocupa de dónde viene el dinero y cómo se gasta. Al final de «Escenas de la
lucha de clases en Springfield», el orden queda reestablecido a costa de los Simpson, que
regresan al sitio que les corresponde, el «antro» donde han aprendido a vivir «más cómodos». No
queda claro cuál sea exactamente el objeto de la sátira o qué mundo mejor exista más allá de la
lucha entre una clase y otra. Pero, si se considera el enfoque de los guionistas a propósito del
marxismo, tal vez lo que queda ridiculizado sea la noción misma de lucha de clases. En cualquier
caso, y a pesar de la estocada ocasional a las tendencias destructivas del capitalismo, que suele
venir de Lisa, son las propias ideas burguesas de Marge las que hacen que se sienta «cómoda»
en un cuchitril como Krusty Burger. Estuvo cerca de vivir un momento revolucionario, pero ha
recaído en la aceptación prescrita y tranquila del estado de las cosas.
En ese sentido, la carga subversiva de la serie parece debilitarse, a menos claro que la
intención sea precisamente impedir que nos identifiquemos con los Simpson en la secuencia final.
El propio Engels señalaba en una carta a menudo citada, dirigida un joven escritor, que el autor «no
debe dar al lector ya acabada la futura solución de los conflictos sociales que describe».209 Los
lectores, o en este caso los espectadores, pueden llegar a ella por sí mismos. Sin embargo, los
autores de Los Simpson parecen haberse esmerado para evitar que sintamos compasión por la
familia o cualquiera que sufra y aguante. En su aparente negativa a tomar partido, distribuyen el
ridículo con equidad entre los poderosos y los desamparados. Mientras la piel del plátano de
Groucho siempre quedaba bajo la suela de las personas acomodadas, los académicos
presuntuosos y los políticos corruptos, en Los Simpson cualquiera puede sufrir un resbalón
estrepitoso, desde los malvados capitanes de la industria hasta los inmigrantes, las mujeres, los
ancianos, los sudacas, los homosexuales, los obesos, los ratones de biblioteca, las personas
políticamente comprometidas y cualquier otro grupo marginal o marginado. Nadie parece estar a
salvo del escarnio o el ridículo.
Tómese, por ejemplo, el retrato de los trabajadores. Dejando a un lado el comentario de Lisa,
podríamos esperar que los mismos guionistas que han ridiculizado el ambiente de los jugadores de
golf tomen partido por los laborantes comunes, previsión no descabellada, dado el rechazo
mostrado hacia el primer grupo. Sin embargo, en ningún episodio de la serie podrá hallarse una
señal de empatia o solidaridad en este sentido; de hecho, el retrato de los trabajadores sugiere
que, para guionistas y productores de la serie, la subversión no pasa por rebelarse ante las
injusticias cometidas contra los trabajadores o luchar por mejorar las condiciones de la clase
obrera. En «Ultima salida a Springfield», el sindicato (la «Hermandad de bailarines de jazz,
pasteleros y técnicos nucleares»), azuzado por los obreros Lenny y Carl (¿Lenin y Marx?), sin
pensárselo un instante, cambia el convenio de asistencia dental por la promesa de un barril de
cerveza en cada reunión. A continuación tiene lugar una huelga, y aunque al final del capítulo el
sindicato obtiene de nuevo el seguro dental, ello se debe únicamente a la estupidez del señor
Burns y del presidente del sindicato, Homer. En otro episodio, empleados y maestros en huelga
hacen un piquete con pancartas en las que se lee «A de AUMENTO, B DE BONIFICACIÓN» y
«DaME, DaME, DaME». Así reza el lema del Salón del Automóvil de Springfield: «Saludamos a los
obreros americanos, ahora libres de droga en un sesenta y un por ciento». La mayor parte de los
personajes se reconoce por su ocupación, y es difícil encontrar algún personaje, excepción hecha
de Frank Grimes (rápidamente despachado) que no sea un liante, un perdedor, un inepto, un
malvado, un perezoso, un adulador, un ignorante, un criminal, que no carezca de principios o no sea
sencillamente un tarado. Desde luego, el ejemplo más obvio es Homer. En un episodio memorable,
salva la planta nuclear de Shelbyville de derretirse al presionar el botón correcto por azar, según le
indica el pito pito gorgorito.
Ante un ataque tan vasto y fluido es difícil determinar con precisión el objeto de la sátira en Los
Simpson. Es como si Jonathan Swift, después de haber avergonzado a los ingleses por devorar a
los irlandeses menesterosos, hubiese encauzado su desprecio hacia los propios pobres. Dado
que el objetivo está tan poco definido o abarca tanto terreno, a los espectadores que vean
episodios aislados probablemente se les escape el sentido de la sátira. Cuando la Iglesia Católica
se dio por ofendida ante la parodia de la que era objeto por parte de los anuncios de la Super
Bowl, el productor ejecutivo de la serie reescribió una frase clave para las repeticiones del
episodio. Que la presión haya surtido efecto indica la presencia de un control corporativo sobre
programas que podrían tenerse por subversivos, pero también subraya el hecho de que, en una
sátira carente de una visión ideal del mundo, la revisión es cosa fácil. Los Simpson ha convertido
en blanco de sus burlas casi todo aquello que permitiesen los patrocinadores y la audiencia. Todo
vale.
Y sin un valor fundamental o la visión de un mundo mejor, Los Simpson se reduce a poco más
que un conjunto de momentos hilarantes aislados que, una vez sumados, no revelan una
perspectiva política coherente, mucho menos subersiva. De hecho, y puesto que episodios como
«Escenas de la lucha de clases en Springfield» acaban en la restitución del orden social, en este
caso con los miembros del club de campo felices en sus mansiones y la familia de Marge contenta
en su antro, la serie subvierte su propia subversión y, en lugar de criticarlas, no hace más que
apoyar las mismas instituciones y relaciones sociales que conjeturalmente ataca. Los
antagonismos de clase, que aprovecha para hacer reír, en realidad se consolidan mediante el uso.
Si bien los chistes, tomados de manera individual, pueden ser excepcionalmente divertidos
—incongruentes, sorprendentes, desafiantes—, tomada en su totalidad, la serie representa apenas
una visión nihilista (todo puede ser un blanco) y conservadora (el orden social tradicional se
mantiene). La sátira estalla en una miríada de chistes individuales, y al final no queda más que lo
que había en un comienzo: un mundo de lucha y explotación. Lo que cuenta es claramente el chiste,
la frase genial, la yuxtaposición humorística, la verdad escandalosa en la boca de un niño. En
cambio se desestiman cuestiones de mayor relevancia, como la de una filosofía política o social
coherente. Cuando Homer pronuncia una de las líneas más memorables de toda la serie, durante
una pelea entre su hija y un estudiante de intercambio albanés —«Por favor, niños, basta de
peleas. Tal vez Lisa tenga razón al decir que Estados Unidos es el país de la oportunidad, y Adil al
decir que la maquinaria del capitalismo se engrasa con la sangre de los trabajadores». («Viva la
vendimia»)—, sólo queda preguntarse cómo tomarse esto. ¿Podemos tomar en serio algo que
diga Homer o se trata sólo de la enésima frase ingeniosa de una serie repleta de frases
ingeniosas? ¿Acaso la intuición de Homer tiene el mismo peso que algunos de sus otros
comentarios?
Lisa: Oh, Papá, has hecho cosas muy buenas, pero ya eres un hombre muy viejo, y los
viejos son un estorbo. («Homer, el vigilante»).
Homer: Lisa, si no te gusta tu trabajo, no hagas huelga. Sigue yendo todos los días y sigue
haciéndolo a medias. Ése es el estilo americano. («Disolución del consejo escolar»).
La mayor parte de los espectadores sabe que la primera idea podría ser expresada por un
personaje sabio, sensible y capaz de pensamiento dialéctico en señal de una actitud
universalmente comprensiva, pero, en ese caso, la segunda y la tercera idea no podrían venir de la
misma boca. La incoherencia del personaje de Homer lo convierte en poco más que un simple
vehículo para las frases incisivas de los guionistas. Cada chiste debe su comicidad a un contexto
limitado pero, tomadas en su conjunto, las burlas ofrecen muy poco, como un proyecto de
mejoramiento o como arte que refleje con precisión el modo en que las personas viven y actúan
realmente. Desde luego Los Simpson no es televisión realista, pero la audiencia tampoco podría
identificarse con un personaje que, para salvar las buenas líneas de los guionistas, se vuelve cada
vez menos humano y más camaleónico. En ese sentido, la única razón por la que los autores
podrían reclamar el título de subversivos es haber subvertido su propia caracterización de los
personajes. Sólo el chiste sobrevive. Nada es tan importante. Los crios se entretienen.
Parafraseando a Marx, todo lo sólido se desvanece en la risa.
LAS COSAS VAN A PEOR
Si bien Los Simpson —a diferencia de la sátira tradicional no deja entrever ningún modelo de
un mundo mejor, desde una perspectiva marxista la serie tal vez pueda interpretarse como un
reflejo adecuado de la vida estadounidense del cambio de milenio. En lugar de contestar la
ideología dominante, y al igual que todos los productos culturales, Los Simpson se desarrolla a
partir de las condiciones materiales e históricas de la época en la que ha sido creada y las refleja.
En otras palabras, la serie muestra la ideología capitalista en los Estados Unidos de finales del
siglo xx. Que en su totalidad reproduzca una ideología en lugar de trastocarla queda demostrado,
en particular, por el hecho de que no la escribe un solo guionista —aunque una sola persona
escriba la mayor parte de cada episodio— sino un equipo de al menos dieciséis autores y muchos
otros colaboradores. Puesto que mantener la coherencia y la continuidad plantea dificultades
incluso a un autor único que trabaje en un solo texto, la uniformidad de Los Simpson de hecho
resulta sorprendente. Pero con tantas mentes dedicadas a la serie, es de suponer que ésta no
revele el genio y la visión de una persona, sino la labor de un colectivo que la modela a partir de la
perspectiva de una persona (Matt Groening), con vistas a su consumo masificado por parte de un
público que sintoniza con imágenes entrecortadas, temas inconexos y fragmentos de significado.
De hecho, como ápice de la televisión posmoderna, este cocido de referencias literarias,
alusiones culturales, parodia autorreflexiva, humor a quemarropa y situaciones de absurda ironía es
el resultado inevitable y la representación perfecta del fragmentario, dislocado y contradictorio
mundo capitalista, en donde la totalidad y la coherencia han sido reemplazadas por una disparidad
creciente, no sólo entre «los que tienen» y «los que no tienen», sino entre lo social y el individuo,
entre la esfera pública y la privada, la familia y el trabajo, lo general y lo particular, lo ideal y lo
concreto, la palabra y el hecho; un mundo en el que las palabras «rebelión» y «revolución» se
utilizan para vender camiones Dodge, promocionar el programa de Oprah Winfrey o lograr el
consenso entre los miembros del partido republicano. En Los Simpson, al igual que en el
capitalismo, toda oposición queda asimilada, toda crítica cooptada. Ahora Janis Joplin vende
Mercedes Benz, y el Tío de la Tienda de Tebeos escribe a los guionistas de Rasca y Pica
burlándose de los usuarios de Internet que critican Los Simpson. En esta serie todo es objeto de
risas; en el capitalismo todo está en venta.
Si Los Simpson se ocupa de poner de manifiesto la ideología capitalista, entonces el retrato
titubeante de los trabajadores en la serie podría reflejar la actitud ambigua del capitalismo hacia la
clase obrera, pues el mismo sistema que profesa respeto a la individualidad de cada vida humana
arrebata a los trabajadores esa individualidad mediante un trabajo alienante. Probablemente, la
cosificación de los personajes que se convierten en estereotipos y vehículos de los chistes deba
interpretarse como una consecuencia de la tendencia capitalista a reducir las relaciones sociales a
nivel de meros objetos. Si bien algunos críticos marxistas como Georg Lukács y tal vez los propios
Marx y Engels podrían repudiar Los Simpson por la índole no realista de sus personajes —que son
poco más que una personificación abstracta de seres humanos reales—, podría argumentarse que
la serie proporciona una representación más precisa de la ideología capitalista por cuanto, en ella,
los seres humanos importan menos debido a sus cualidades individuales que por el uso que se
pueda dárseles.
Así pues, un marxista que estuviera de buen humor podría interpretar Los Simpson como la
encarnación creativa de una ideología particular. En su caso, reírse con la.serie sería una manera
de reírse de las contradicciones del capitalismo. Naturalmente, no es de eso de lo que el público
ríe. Tal interpretación supondría una audiencia en sintonía con la crítica marxista y predispuesta a
ver el capitalismo como un sistema fallido y alienante. Pero la verdad parece ser muy otra.
Publicaciones como Time, el Christian Science Monitor, el New York Times, la National Review y a
American Enterprise aplauden la serie por su celebración de la familia estadounidense, «que se
mantiene unida en las buenas y en las malas»210 y «se ama a pesar de lo que ocurra»,211 o porque
presenta personajes con cuyos desmañados intentos de sobrellevar la situación en la que se
encuentran podemos identificarnos. O bien porque exalta valores estadounidenses como la
rebelión. Resulta tentador sugerir que los autores de estos encomios no han captado de qué va
realmente Los Simpson, afirmar que obviamente la familia aguanta porque, de lo contrario, no
habría episodio la semana siguiente, o que la revuelta de Bart es el tipo de molestia inocua que la
clase dominante tolera porque se trata de una válvula de escape que evita una rebelión más seria
en el futuro. Pero estos periodistas de hecho han comprendido bien: a pesar de sus agudezas
contra el espíritu comercial y las corporaciones, Los Simpson no sólo refleja sino que conserva y
propaga la ideología burguesa tradicional. Y su éxito debe verse, al menos en parte, como origen
de la tendencia de las comedias de situación y las series animadas televisivas a concentrarse
menos en el desarrollo de los personajes y la sátira que en las frases ingeniosas y un humor a
menudo mezquino, que no deja espacio para la esperanza en el progreso.
El éxito de público de Los Simpson y su aceptación por parte de la crítica en última instancia
demuestran cuán satisfechos estamos con la ideología estadounidense contemporánea. Cuando
Monty Burns, en «Ha nacido una estrella», dice: «Oiga, Spielbergo, [Oskar] ¡Schindler y yo somos
almas gemelas: ambos poseíamos fábricas y fabricábamos munición para los nazis, sólo que la
mía funcionaba!», nos reímos. Probablemente porque nos ha chocado su ceguera a propósito de lo
que admite. Pero una vez que saben esto, los espectadores sólo pueden seguir riéndose con él
porque, en un contexto más amplio, a caballo entre finales del siglo xx y comienzos del xxi, estamos
contentos y satisfechos con el estado de las cosas. Auden nos ayuda a aclarar este punto:
La sátira prospera en una sociedad homogénea con una concepción común de la ley moral,
pues satirista y público deben estar de acuerdo sobre el comportamiento que se espera que las
personas normales, pero ello en tiempos de relativa estabilidad y paz social, pues la sátira no
puede ocuparse de un mal y un sufrimiento mayores. En una época como la nuestra [los años
cuarenta y cincuenta del siglo xx], no puede prosperar excepto en círculos privados y como
expresión de querellas privadas; en la vida pública, los males severos son tan apremiantes que
la sátira parece banal y el único ataque a su altura es la denuncia profètica.212
Para Auden, la sátira no puede prosperar en tiempos de maldad y sufrimiento. Los Simpson
prospera porque no toma en serio el sufrimiento. En otras palabras, podemos reírnos del señor
Burns sólo porque no nos importuna demasiado el daño que ha hecho la clase que representada
por él. Dentro del mundo que ha creado Los Simpson, no hay mundo mejor ni, en realidad, algo de
que preocuparse. Problemas como la existencia de los sin techo, el racismo, el comercio de
armas, la corrupción política, la brutalidad policial o la ineficacia del sistema educativo pueden
llevar agua al molino de la comicidad, ello con el mensaje aparente de que, sencillamente, hay que
tolerar el estado de las cosas, no cambiarlo. Por supuesto, con los dibujos animados nos reímos de
cosas que no nos harían gracia en la «vida real», pero nuestra buena disposición a encontrarle la
gracia a Los Simpson demuestra, o eso podría sostener un marxista, que no reconocemos
realmente la violencia de la que son objeto los trabajadores, el costo humano de los estereotipos y
los chivos expiatorios, la devastación decretada por la búsqueda del lucro. De otro modo, no
estaríamos dispuestos a ver la comicidad de Los Simpson. De hecho, la serie tendría que ser
considerada el peor tipo de sátira burguesa, pues no sólo no vislumbra la posibilidad de un mundo
mejor, sino que nos distrae de la reflexión seria o la crítica de las prácticas dominantes y, por último,
nos induce a creer que el sistema actual, con sus defectos y su ocasional comicidad, es el mejor
mundo posible. Aunque riese, un marxista sólo podría sentirse desencantado.
Los Simpson es una serie divertida. Nos coge con la guardia baja, crea en nosotros falsas
expectativas, nos lleva a dar un paseo veloz por una pista recta y, de repente, dobla a la derecha (o
a veces a la izquierda) sin avisar. A menudo nos desafía y nos provoca, nos mantiene atentos y en
estado de alerta, pone en entredicho la autoridad establecida y descubre la vacuidad de
numerosos valores burgueses. Pero, a pesar de los tantos y maravillosos momentos absurdos y el
modo en que ajusticia a algunas vacas sagradas, la serie no ofrece una sátira coherente de la
ideología vigente ni una esperanza de progreso hacia un mundo de mayor justicia e igualdad,
donde se cumplan las mejores posibilidades de la humanidad y no las más miserables. Sus
contradicciones e incoherencias reflejan el opuesto de lo que Marx imaginó, un mundo integrado y
armónico. En definitiva, la serie promueve los intereses de la clase que tiene el poder económico
por encima de las masas, les vende camisetas, llaveros, fiambreras y juegos de vídeo. La falta de
perspectiva y la equitativa distribución de los antagonismos de Los Simpson vuelven la serie
estática e inmune a la crítica; puede asimilar y cooptar todo reto dialéctico y defenderse a sí misma
al apelar, con un guiño de ojos y un ligero codazo, a la supremacía del chiste. Los chistes tal vez
sean graciosos, pero en Los Simpson, donde nadie crece y las vidas nunca mejoran, la risa no es
un catalizador del cambio: es opio.
17.- «Y EL RESTO SE ESCRIBE SOLO»: ROLAND BARTHES
VE LOS SIMPSON
DAVID L. G. ARNOLD
La publicación en 1978 de Reading Televisión, de John Fiske y John Hartley, concedió solidez
al incipiente campo de los estudios sobre la televisión al convertir la semiótica, es decir, el análisis
metodológico de los signos y sus sistemas, en fundamento de dicho campo de estudios. En esta
obra, Fiske y Hartley no sólo sostenían que la televisión compartía algunas propiedades con el
lenguaje y que, por lo tanto, era susceptible de análisis mediante algunas de las herramientas
propias de los lingüistas, sino también que, en general, se trataba de un objeto digno de atención,
que la interpretación detallada de aquello que la televisión nos mostraba valía la pena e incluso era
importante. En el capítulo introductorio, declaran:
Intentaremos mostrar cómo el mensaje televisivo, en cuanto extensión del lenguaje que
hablamos, está en sí mismo sometido a muchas de las reglas cuya correspondencia con el
lenguaje se ha establecido. Nos proponemos, pues, introducir algunos términos desarrollados
originalmente por la lingüística y la semiótica que nos ayuden a de- codificar con éxito la
secuencia de signos codificados que constituye cualquier programa de televisión. El medio en sí
mismo resulta tan familiar como entretenido, pero esto no debería llevarnos a desdeñar su
peculiaridad... En otras palabras, no deberíamos pensar que un medio oral sea un medio
iletrado.213
En los treinta años que han pasado desde la publicación de esta obra seminal, el campo de
los estudios sobre la televisión ha madurado de modo considerable aunque, para nuestra sorpresa,
todavía deba afrontar notorias resistencias por parte de académicos de las principales corrientes,
que los encuentran vulgares y los sitúan por debajo de la dignidad del análisis o incluso de la
reflexión. Por otra parte, el trabajo riguroso que hoy en día se lleva a cabo a propósito de la
televisión aún se realiza, en buena medida, desde una óptica estructuralista. En «Semiotics,
Structuralism, and Television», Ellen Seiter afirma que el vocabulario de la semiótica nos permite
«identificar y describir aquello que distingue la televisión en tanto y en cuanto medio de
comunicación y también el modo en que dicho medio depende de otros sistemas de signos para
comunicar».214 Seiter sostiene que al «ocuparse de la capacidad de simbolizar y comunicarse de
los seres humanos en general, la semiótica y el estructuralismo nos ayudan a ver las conexiones
entre campos de estudio que, en las universidades, suelen estar asignados a diferentes
departamentos. Por ello, se trata de disciplinas especialmente apropiadas para el estudio de la
televisión».215 La versatilidad que la autora describe otorga una utilidad especial a la semiótica y al
estructuralismo en el análisis de textos complejos como los dibujos animados, a pesar de las
limitaciones, hoy en día reconocidas, del enfoque estructuralista.
En este ensayo, pretendo explorar la comprensión que el análisis semiótico pueda propiciar
de un «texto» tan complejo como Los Simpson. Este programa, al igual que muchas producciones
televisivas contemporáneas, nos ofrece una serie de mensajes con una rapidez vertiginosa. Y al
reducir el conjunto de dichos mensajes a secuencias de códigos sencillas y susceptibles de ser
repetidas podemos empezar a determinar el modo en que la serie produce sentido. Sin embargo,
el arte de Los Simpson se sitúa en cierto modo más allá de lo que el estructuralismo y la semiótica
puedan describir por sí solos, pues parece desmontar la dieta de imágenes e ideas estables y
fácilmente interpretable que los espectadores televisivos suelen esperar y que el medio tiende a
favorecer. Al menos en parte, la capacidad de la serie de lograr este objetivo radica en la mecánica
de la animación misma, un medio que al mismo tiempo ofrece y refuta la verosimilitud. Puesto que
libera a los escritores de las restricciones físicas y representacionales que el trabajo con actores
reales presupone, la animación estimula el juego creativo e interpretativo. Además, visto que los
espectadores asocian los dibujos animados con el entretenimiento intelectualmente vacuo,
inofensivo y pueril, tengan o no razón, el formato está bien situado para inocular un «virus
mediático» (según la expresión de Douglas Rushkoff),216 a saber, un mensaje subversivo e incluso
revolucionario que se transmite mediante un vehículo aparentemente inocente y neutral.
SEMIÓTICA - IMÁGENES - TELEVISIÓN
El estructuralismo surgió en la Francia de la década de 1950 en la obra de pensadores como
el antropólogo Claude Lévi-Strauss y el crítico y filósofo Roland Barthes. Estos primeros teóricos
del estructuralismo buscaban ir más allá de la subjetividad y el impresionismo de las escuelas
críticas precedentes, insistiendo en la idea de que vemos los textos como un entramado complejo
de «estructuras» sociales, políticas y textuales, que a menudo se expresan en forma de
oposiciones binarias como alto/bajo, sí mismo/otro, o naturaleza/cultura. Según ellos, dichas
estructuras se fundan sobre nuestros modos de percibir la realidad, y algunos estructuralistas más
drásticos sugieren que, de hecho, esas estructuras determinan el modo en que percibimos. La
tesis nodular del método de análisis propuesto por ellos consiste en que el significado no es
inherente a los objetos en sí mismos, sino que se sitúa fuera de ellos, en su relación con otras
estructuras.
Una articulada aplicación temprana de esta idea puede encontrarse en la obra Mitologías de
Roland Barthes, de 1950.217 En este delgado volumen, Barthes establece los principios de la
semiótica en un ensayo titulado «El mito, hoy» y los aplica a varios fenómenos de la cultura popular
francesa como la lucha profesional, el vino, el nuevo Citroen y las películas de gladiadores. El
concepto fundamental de la semiótica es la relación de los signos con los objetos o ideas que
representan, y la combinación de dichos signos en sistemas que denominamos códigos. La clave
del método de análisis de Barthes es la división de cada signo (y, por extensión, de cada mensaje
o acto comunicativo) en componentes singulares: el «significante» y el «significado». El significante
es aquel elemento que hace la declaración o consigna el mensaje (una palabra en la página, una
nota musical, una fotografía) y el significado es el contenido o la idea que se transmite. Aunque
podemos separar estos dos elementos con fines analíticos, normalmente los experimentamos de
modo simultáneo, como «signo». Por ejemplo, cuando nos disponemos a cruzar la calle, paramos
ante la mano en rojo que se enciende. La imagen es el significante, es decir, el vehículo o sistema de entrega del mensaje. Y comprendemos el mensaje, el
significado, gracias a nuestra experiencia previa con el símbolo. «DETENGASE» o «¡NO cruce
ahora!» son los mensajes que la luz en rojo nos ofrece, aunque no se valga de dichas palabras. La
imagen de la mano (y también el color y la luminosidad) es el significante, y el mensaje que
desciframos es su significado; pero cuando llegamos al paso de cebra, normalmente no llevamos a
cabo este pequeño análisis, antes bien, significante y significado actúan en nosotros
simultáneamente, bajo la forma de lo que Barthes llama el signo.
Esta formulación se basa en la obra del lingüista suizo Ferdinand de Saussure, cuyo Curso de
lingüística general, de 1915, ha servido de modelo a buena parte del pensamiento estructuralista.
Saussure desarrolló un método de análisis para el estudio del lenguaje, poniendo de manifiesto el
hecho de que, en un sistema como el lenguaje, el significante suele ser arbitrario o «inmotivado»;
es decir, que a diferencia de la mano roja luminosa, las palabras que pronunciamos o escribimos
no tienen relación orgánica con los conceptos que denotan, y sólo funcionan cuando quien usa el
sistema reconoce los códigos empleados. Es nuestra familiaridad con estas convenciones o
códigos lo que permite que el signo tenga significado para nosotros. Algunos significantes, como
las fotografías y los retratos realistas, tienen o parecen tener una relación más directa con su
significado. Se trata de signos «icónicos» o «motivados». Para comprenderlos, no se nos exige
conocimiento especial alguno (por ejemplo, de cierto lenguaje o de las convenciones del género
del retrato). Pero cuando adjudicar un sentido al signo implica la comprensión de ciertas
convenciones o códigos, el aspecto culturalmente específico del sistema al que ese signo
pertenece cobra preeminencia. Saussure usaba el término langue para designar la provisión de
códigos de un sistema dado, por ejemplo, el vocabulario de un idioma. Y el uso individual de los
códigos de esta reserva se llama parole. Por ello, para los francófonos, el francés representa la
langue, y una obra discreta que se valga de los recursos de esa reserva, pongamos por caso una
novela de Hugo o de Dumas, es un ejemplo de parole. Estas expresiones sólo tendrán sentido para
las personas que están familiarizadas con los códigos que constituyen el idioma francés. Puesto
que en un sistema lingüístico el significante tiene poca o ninguna relación con el concepto que
significa (salvo en casos especiales como la onomatopeya), el significado depende totalmente de
la convención, del reconocimiento de códigos dentro de los cuales tiene lugar el acto de la
significación.
Como se sostiene más arriba, la aplicación de este método a significantes más complejos,
como fotografías o películas, exige descifrar el modo en que las imágenes se «codifican», es decir,
la manera en que se cargan de significado. Barthes se ocupa de esta cuestión en «La retórica de
la imagen», un ensayo de 1964 en donde examina un anuncio impreso de una marca de pasta para
revelar la manera en que una imagen puede funcionar al mismo tiempo en el nivel «denotativo» y en
el «connotativo». Según él, parte del problema de la «lectura» de las imágenes es que éstas
funcionan en virtud de una aparente analogía y no mediante la combinación de fonemas (como es
el caso de la palabra escrita). Dicho de otro modo, las imágenes parecen significantes motivados
o icónicos. Si comprendemos lo que una imagen «significa», en parte se debe a la semejanza con
otra cosa. He ahí el significado denotativo. Sin embargo, Barthes sostiene que «jamás
encontramos (al menos en publicidad) una imagen literal en estado puro».218 En ese contexto, todo
dibujo o fotografía se nos ofrece únicamente como parte de un mensaje, parte del intento de
alguien de comunicar algo. Este es el significado connotativo de la imagen, un mensaje
culturalmente específico que se superpone al significado denotativo, siempre presente en la
imagen. Para descifrar dicho mensaje, en primer lugar hace falta determinar cómo ha sido
«codificado», es decir, la medida en que un signo de pleno derecho (una fotografía o un paquete de
pasta) se emplea para indicar algo que está más allá de su valor denotativo (es decir, las
cualidades de la pasta que el anunciante quiere destacar como deseables). Barthes se detiene en
el esquema de colores del anuncio y en la presencia de pimientos verdes, tomates frescos y ajo,
que lee como denotación de «italianidad», una cualidad significativa, suponemos, al elegir una
marca de pasta para comprar. También sostiene que la manera aparentemente casual en que
estos productos sobresalen de la cesta de la compra indica una suerte de prodigalidad y
abundancia; la imagen pretende evocar en el comprador imágenes de hogares felices y prósperos,
de mesas bien surtidas. Estos rasgos forman parte de la construccionalidad de la fotografía, se
trata de elecciones estratégicas del publicista y el fotógrafo para aumentar el poder «natural» que
la imagen posee de sugerir y persuadir.
Así pues, la imagen fotográfica da lugar a una suerte de paradoja, ya que, en palabras de
Barthes, «la fotografía [...] en virtud de su naturaleza absolutamente analógica, parece
efectivamente constituir un mensaje sin código [...] porque de todos los tipos de imagen, sólo la
fotografía tiene el poder de transmitir la información (literal) sin darle forma con ayuda de signos
discontinuos y reglas de transformación».219 La palabra escrita funciona porque sabemos que las
letras representan sonidos y que los sonidos, al combinarse de acuerdo con ciertas reglas, denotan
ciertos conceptos. La fotografía, en cambio, parece ser un significante natural, no mediado, una
representación directa e intacta del objeto o el concepto que significa. «En la fotografía», continúa
Barthes.
La relación entre significados y significantes no es de «transformación» [como en el
lenguaje escrito] sino de «registro», y la ausencia de un código evidentemente fortalece el mito
de lo natural de la fotografía: la escena está allí, captada mecánica y no humanamente (lo
mecánico aquí es garantía de objetividad). Las intervenciones del hombre en la fotografía
(encuadre, distancia, iluminación, foco, velocidad) pertenecen efectivamente al plano de la
connotación.220
De modo que sólo cuando prestamos atención al modo en que una fotografía es, de hecho, el
producto de una acción y de ciertas decisiones humanas, empieza a esclarecerse su codificación,
su aspecto connotativo. Y, para Barthes, la cualidad única del mensaje fotográfico es su capacidad
de silenciar su propia codificación, hacernos olvidar que se ha construido para transmitir un
mensaje:
En la medida en que no implica ningún código [...] la imagen denotada naturaliza el
mensaje simbólico, vuelve inocente el artificio semántico de la connotación [...] Aunque el póster
de Panzani [la fotografía del anuncio de pasta] esté colmado de «símbolos», en la fotografía
queda, sin embargo [...] una especie de estar-allí natural de los objetos: la naturaleza parece
producir espontáneamente la escena representada. La sencilla validez de los sistemas
abiertamente semánticos se sustituye de modo subrepticio por una seudoverdad; la ausencia de
código desintelectualiza el mensaje por cuanto éste parece fundar en la naturaleza los signos de
la cultura.221
La fotografía nos ofrece un mensaje cuya evidente construccionalidad, tal vez de modo
voluntario, no logramos aprehender. El resultado es un sistema significante, una manera de
producir sentidos que, en oposición a la retórica o a los «sistemas semánticos», nos da la
impresión de surgir de la naturaleza y, por lo tanto, representar la verdad.
El objetivo de Barth.es en este ensayo es poner de manifiesto la artificiosidad de lo que a
primera vista parece natural, y sugerir cómo una imagen construida, al igual que una palabra o una
frase, puede estar codificada o cargada de significado. Estas ideas se aplican, de igual modo, a
las imágenes que vemos en televisión, y que por tanto han sido sustancialmente manipuladas,
construidas, fabricadas y distorsionadas, pero que tendemos a recibir con pasividad, como si se
tratase de índices fiables de la naturaleza y la realidad.222
LA SEMIÓTICA Y LOS SIMPSON
En su mayor parte, las imágenes televisivas pueden ser calificadas como signos icónicos,
representaciones en apariencia naturales de algo que efectivamente ha ocurrido. Sin embargo, el
hecho es que la convención casi siempre dicta estas imágenes, que son susceptibles de ulteriores
modificaciones por parte de quienes las producen. El objeto físico original puede haber sido
fotografiado o no, pero a través de sofisticadas manipulaciones siempre es posible convencer a
los espectadores de que, en efecto, lo ha sido. Según Barthes, el drama fílmico (y por extensión
televisivo) es menos funcional, como signo indéxico, que las fotografías, pues la función de la
narración, del relato, tiende a estilizar y regularizar las imágenes que miramos, y que pasan a ser
menos motivadas, menos «naturales» y más mediadas por las convenciones.
Es aquí donde comienza realmente nuestra exposición de los aspectos significativos de una
serie de dibujos animados narrativos como Los Simpson. Hasta cierto punto, las narrativas
televisivas de animación funcionan como signos indéxicos, o icónicos, a pesar de estar
extensamente mediadas y convencionalizadas. Sin embargo, un sistema de signos como una serie
animada no puede funcionar si no posee al menos una cierta inclinación a la verosimilitud. De
modo que la gran potencia de Los Simpson deriva precisamente del conflicto entre el
reconocimiento, por parte del público, de la enorme mediación y carencia de realismo propia de
los significantes y la comprensión de que, a pesar de esas cualidades, se asemejan a una realidad
que reconocemos. Así pues, la potencia satírica de la serie y, de hecho, su propia coherencia
depende de este parecido a veces muy tenue.
Más adelante volveremos sobre este aspecto de las series televisivas animadas y, en
particular de Los Simpson, pero quisiera comenzar nuestro análisis de un episodio de la serie
echando mano de un enfoque estructuralista más bien tradicional y concentrarme en lo que tal
enfoque pueda revelar sobre las narraciones televisivas, además de cuáles puedan ser, al mismo
tiempo, los límites de este punto de vista.
Como sostengo más arriba, los estructuralistas tienden a ver en las narraciones o en los textos
una serie de oposiciones binarias generalizadas, estructuras mayores en cuyo contexto se
manifiestan los signos individuales. Partiendo de esto, suelen sacar conclusiones sobre la visión de
mundo y los hábitos de percepción de una cultura determinada. En un episodio de Los Simpson
titulado «La tapadera» es posible distinguir sin esfuerzo una serie de binarismos de este tipo. En
él, después de ver un episodio «tan malo como insulso» de Rasca y Pica, Bart y Lisa concluyen
que ellos mismos podrían escribir mejores guiones. Después de que les rechacen una primera
propuesta, los niños deciden volver a enviarla usando el nombre del abuelo, pues sospechan que
no los han tomado en serio por ser niños. Un estructuralista descubriría en esta situación una serie
de binarismos, el primero de los cuales sería la oposición entre realidad y ficción. Desilusionada
ante el episodio de marras de Rasca y Pica, Lisa comenta: «Yo, guionista, se me caería la cara de
vergüenza». A lo que Bart, perplejo, replica con una pregunta: «¿La historia es de los guionistas?».
«Más o menos...», responde Lisa. Este intercambio indica que la distinción entre construcción
narrativa y realidad experimentada difícilmente opera en la mente de Bart. Y que los límites entre
una y otra estén difuminados de tal modo es, de hecho, uno de los tropos fundamentales de la
serie.
Otra oposición binaria implícita en el comienzo de episodio es aquella en la que, por una parte,
se encuentran la juventud y la falta de experiencia y, por la otra, se sitúan la edad, la experiencia y la
sabiduría. En gran medida, puede sostenerse que el episodio se basa en esta estructura, de modo
que estudiaremos la cuestión en mayor detalle. Al mismo tiempo, en Rasca y Pica opera otro
binarismo fundamental y, de hecho, clásico: la oposición entre el gato y el ratón. Un crítico de
géneros podría examinar esta estructura tradicional de las series animadas infantiles a la luz de una
larga historia que recoja desde Tom y Jerry hasta más allá de Pixie y Dixie. Y al respecto
podríamos preguntarnos qué se oculta detrás de esta concepción de la relación entre gatos y
ratones, y por qué en los dibujos animados que tradicionalmente han contado con estos personajes
se asigna al ratón la parte positiva y al gato la negativa.223 Sin embargo, los estructuralistas se
ocupan poco de las implicaciones históricas o genéricas de estas estructuras y suelen
concentrarse más bien en la distinción entre lo natural (los animales) y lo cultural (el habla y las
emociones humanas) y el modo en que, en las series animadas, por ejemplo, gatos y ratones
tienden a difuminarla.
Estudiemos pues la estructura central del episodio, la oposición entre juventud y experiencia.
Desde el comienzo, es evidente que dicha concepción, bastante corriente, será revisada y
ridiculizada. Antes de que Bart y Lisa piensen siquiera en empezar a escribir guiones para una
serie animada, se nos ofrece una inversión de la relación tradicional y «natural» entre padres
(«sabios», «experimentados»), e hijos («ingenuos» e «indisciplinados») cuando vemos a Homer
quejándose del desatascador que se le ha pegado a la cabeza. Los significantes básicos que
operan aquí son la figura paterna, que supuestamente suele representar la autoridad y la
sagacidad, y el desatascador de váteres, que clara- mente reduce su autoridad. De hecho, la
combinación de ambos significantes opera como un sabotaje radical y escatológico del concepto
de autoridad parental. No se ofrece ninguna explicación para el predicamento de Homer, apenas
sus propias palabras: «Marge, ha vuelto a ocurrir». Esto indica que se trata de un problema
recurrente, y que Homer parece incapaz de aprender de la experiencia (de hecho, en la última
secuencia del episodio, lo vemos, ya en edad provecta, llegar a la quincuagésima reunión de ex
alumnos del instituto con el mismo problema). Bart y Lisa, por otra parte, parecen tener la situación
bajo control: «¿Qué apellido te vas a poner tú cuando seas mayor?», pregunta Bart. Los crios han
concluido que para superar la tiranía genética que los hace inferiores en experiencia a Homer es
necesario dar la espalda a la herencia familiar por completo. De modo que la primera secuencia
del episodio nos ofrece una estructura tradicional que, al mismo tiempo, refuta.
Cuando los niños hacen frente a la inadecuación de los guiones televisivos y toman por asalto
la fortaleza que es la producción corporativa de dibujos animados, de nuevo deben hacer frente a la
oposición binaria tradicional entre juventud y vejez, debido a la cual los mayores desdeñan sus
esfuerzos. En cada nuevo giro, la narración mina la validez de este binarismo. Por ejemplo, cuando
descubrimos que el abuelo, cuya figura utilizan Bart y Lisa como significante de edad y autoridad, ni
siquiera sabe su nombre y tiene que mirarse los calzoncillos para averiguarlo. Una vez más, este
par de significantes (el viejo y los calzoncillos) ofrecen una reducción escatológica del tradicional
binarismo vejez-juventud. Una vez que el abuelo se ha instalado (de modo fraudulento) como
guionista de plantilla en los estudios Rasca y Pica, el presidente, Roger Meyers, lo presenta a los
demás redactores del equipo, que Meyers denosta como «sanguijuelas» de la Ivy League sin
verdadera experiencia vital. Uno de ellos levanta la voz: «Bueno, mi tesis trataba sobre la
experiencia...», pero Meyers lo hace callar y pide al abuelo que les cuente de su asombrosa vida:
«Yo fui vigilante nocturno en un almacén de arándanos más de cuarenta años», cuenta el abuelo.
Meyers parece impresionado, pero los espectadores captamos el absurdo implícito en la
valoración de este tipo de labor tan asfixiante y tediosa como si se tratase de una actividad que
hubiese educado o dotado de algún poder al abuelo.
Una lectura estructuralista del episodio en gran medida se concentraría, pues, en el tratamiento
irónico de esta suerte de oposiciones binarias y llegaría a la conclusión de que la narración toma su
poder satírico de la aparente inversión de nuestras expectativas a propósito de la juventud y la
vejez. Como he sostenido más arriba, sin embargo, este enfoque se ve limitado por el tipo de
preguntas que elige formular. Ante un texto como Los Simpson, podemos sacar provecho de un
análisis más detallado, no sólo de las oposiciones estructurales que el juego entre los significantes
implica, sino de lo que dichos significantes de hecho son y el modo en que operan.
EL SIGNIFICANTE ANIMADO
Si partimos de las afirmaciones de Barthes sobre el poder de las imágenes de conferir
significados, podríamos sostener que los personajes de Los Simpson muestran un alto grado de
convencionalización, es decir, que debemos poseer un modesto capital cultural para que dichas
imágenes cobren sentido. A pesar de su semejanza con los seres humanos, casi todos los
miembros de la familia Simpson son dibujos sumamente estilizados, y en verdad apenas sugieren
la forma humana. Con todo, efectivamente los reconocemos como representaciones de ciertos
aspectos de la sociedad estadounidense; los dibujos y las caracterizaciones son lo bastante
precisas para funcionar como sátiras. El problema del sobrepeso y el consumo de cerveza de
Homer o el corte de pelo picudo y el monopatín de Bart son elementos reconocibles en el paisaje
de finales del siglo xx, y contribuyen a hacernos comprender cómo se supone que estos
significantes funcionan, aquello de lo que presuntamente hacen burla. Pero el hecho de que los
personajes a todas luces no sean humanos aumenta su capacidad de funcionar como significantes.
Atributos físicos, hábitos y acciones que no podríamos tener por humanos (o por propios de un
dibujo que se supone representa a un ser humano) se convierten en elementos habituales del
repertorio de Los Simpson, permitiendo a sus protagonistas aventurarse en el reino del ridículo con
mayor libertad que los actores humanos o las ilustraciones realistas.
En «La tapadera» encontramos un ejemplo de lo anterior. Se trata del modo en que el abuelo
verifica su identidad. Cuando se quita repentinamente los calzoncillos para confirmar su nombre, no
se toma la molestia de quitarse primero los pantalones. Los chicos no dan crédito y le preguntan
cómo ha logrado tal proeza, a lo que el abuelo se encoge de hombros y responde: «Pues no lo sé».
Francamente, más allá de lo que se ha postulado más arriba, es difícil determinar con exactitud lo
que esta combinación de significantes pueda expresar. Pero queda claro que la escena pone en
primer plano el estatus de estos significantes. La narración insiste, pues, en recordarnos que se
trata de personajes de animación, y los autores matan dos pájaros de un solo tiro: al insistir en que
la verosimilitud no es un problema, al explotar el absurdo y lo fantástico, consiguen satirizar a la
sociedad estadounidense con mayor eficacia. Al permitirse dislocar la relación entre significante y
significado, obtienen una libertad de acción ilimitada en cuanto a lo que pueden describir o sugerir
y esto, a su vez, previsiblemente convierte la serie en una producción más fascinante. Liberada de
las restricciones mundanas de las acciones en vivo o de la representación realista, la animación sin
embargo conserva la referencialidad en un primer plano. El imposible peinado azul de Marge o la
piel amarilla de la familia nos recuerdan sistemáticamente que los personajes no son reales, y esto
aumenta la medida en que los recibimos como significantes: su capacidad de representar jamás
se ve nublada por la impresión de que también podría tratarse de personas reales. Salvo la propia
autorreferencialidad de la serie, nada se entromete en nuestra suspensión de la incredulidad.
Por otra parte, el propio carácter de dibujo animado de Los Simpson afecta la manera en que
sus significantes operan y condicionan nuestras respuestas, pues sabemos que se trata «sólo» de
una animación. Y éste es exactamente el caso de otras animaciones para «adultos» como Los
Picapiedra o Walt Til Your Father Gets Home. Concebidas originalmente como series para adultos
que debían ser transmitidas en horario estelar, estas series quedaron relegadas, en buena parte
debido a la desatención de un público insensible, al dominio de la programación infantil. En estos
casos, el medio impide que se transmita el mensaje. Y otro tanto ha ocurrido con los viejos dibujos
animados producidos para la gran pantalla, como Bugs Bunny, que inicialmente eran cortos
filmados para entretenimiento en sala de los adultos e inevitablemente acabaron en la
programación de los sábados por la mañana. Al igual que muchas de las nuevas generaciones de
series animadas «posmodernas» como Beavis y Butthead’ Ren y Stimpy, o Padre defamilia, Los
Simpson capitaliza esta percepción inexacta como si volase, por así decir, debajo del radar de
nuestra mente racional. Las series de animación son seguras, pueriles y pertenecen a un mundo
lúdico, a diferencia de las producciones televisivas declaradamente serias, como las telenovelas o
los telediarios. Con calma, como si se tratase de un virus, Los Simpson nos hace bajar las
defensas intelectuales para luego inocularnos ideas satíricas y subversivas.
La manera en que se utilizan los significantes en Los Simpson y su evidente dislocación de los
tipos de significados que esperamos de la serie nos sitúa ligeramente más allá del terreno en
donde el estructuralismo en sentido estricto pueda responder nuestras preguntas. En una fase más
tardía y posestructuralista de su carrera, en su libro S/Z, publicado en 1970, Barthes se refiere a
este tipo de juego textual. En un análisis semiótico de un relato de Balzac, define lo que llama un
«texto clásico», es decir, cerrado a las posibilidades connotativas. Un texto de este tipo funciona en
un nivel puramente denotativo, y el lector nunca se siente aguijoneado a especular más allá de lo
que el narrador u otra voz autoral pueda afirmar. Según Barthes, tal fenómeno implica una suerte de
ley o religión de la lectura «correcta»: el lector no puede «escribir» el texto ni añadirle algo
sustancial. La lectura se convierte en una actividad esencialmente pasiva; de allí que Barthes defina
estos textos como «legibles». Lo contario de dichos textos clásicos o legibles es el texto
«escribible» o «plural», uno que estimula la libre interacción del lector o del escritor, es rico en
connotaciones y, de hecho, infinito en relación con un significado último. Leer —según Barthes— es
encontrar sentidos,
y encontrar sentidos es designarlos, pero esos sentidos designados son llevados hacia
otros nombres; los nombres se llaman, se reúnen y su agrupación exige ser designada de
nuevo: designo, nombro, renombro. Así pasa el texto: es una nominación en devenir, una
aproximación incansable, un trabajo metonímico.224
Leer, por lo tanto, es una actividad que propicia la paradoja de su propio deshacerse, por
cuanto esas incansables aproximaciones, nada más agruparse, son arrolladas por otras nuevas
asociaciones. Para Barthes, en esta fase de su carrera, la actividad más valiosa no consiste en
dotar de sentido sino en olvidarlo:
La lectura no consiste en detener la cadena de los sistemas, en fundar una verdad, una
legalidad del texto y, en consecuencia, provocar las «faltas» de su lector; consiste en embragar
esos sistemas no según su cantidad infinita, sino según su pluralidad [...]: paso, atravieso,
articulo, desencadeno, pero no cuento. El olvido de los sentidos no es cosa de excusas, un
desgraciado error de ejecución: es un valor afirmativo, una manera de afirmar la
irresponsabilidad del texto, el pluralismo de los sistemas [...]: precisamente leo porque olvido.225
Propongo considerar Los Simpson exactamente como un texto «irresponsable», rico en
asociaciones y connotaciones y perversámente hostil al intento de determinar esas connotaciones.
Es «posmoderno» en el sentido en que se presenta como un pastiche autoparódico y
autorreferencial de textos previos. Es satírico por cuanto ocupa los significantes de la cultura que
intenta ridiculizar y amplifica las manías de esa cultura hasta el absurdo y más allá. Pero es
irresponsable en el sentido en el que se resiste alegremente al tipo de análisis amable que
intentamos llevar a cabo en este ensayo e incluso se burla de él.
Para concretar este punto, echemos un último vistazo a «La tapadera», y en especial al
episodio de Rasca y Pica que Bart y Lisa escriben porque encuentran insatisfactorios los que han
visto en televisión. Como escenario, los crios eligen una peluquería; Lisa inventa una trama en la
que Pica le rebana la cabeza a Rasca de un navajazo. «No, demasiado previsible», dice Bart:
«Mira, yo lo veo así: en lugar de champú, Pica le empapa la cabeza a Rasca con salsa de
barbacoa, abre una caja de hormigas carnívoras, y el resto se escribe solo». Lo que ocurre a
continuación, eso que «se escribe solo», merece cierta atención. Después de que las hormigas
carnívoras han dejado la cabeza de Rasca en el hueso, Pica pone en marcha el elevador de la silla
de barbero, enviando a Rasca a través del techo y de un televisor que se encuentra en el piso de
arriba. Un imitador de Elvis está mirando la tele, y después de observar brevemente la cabeza
esquelética de Rasca, dice «¡Bah, este episodio es una birria!», saca un revolver y dispara al
televisor.
Lo que encuentro interesante, más allá de la plétora de significantes de asombrosa riqueza, es
la idea específica de que una secuencia como ésa pueda escribirse sola, que pueda surgir casi
espontáneamente de una reserva de códigos culturales fácilmente accesibles. Que Pica haga volar
a Rasca a través del techo está en sintonía con el ritmo de la violencia siempre en aumento de la
serie, pero la presencia del imitador de Elvis es menos previsible. Sin embargo, el comentario de
Bart implicaría que los imitadores de Elvis que manejan armas como si fueran mandos a distancia
son parte orgánica de la cultura en la cual Bart está escribiendo; según su parecer, se trata de
significantes estables, confiables y fácilmente reconocibles.
¿Significantes de qué? El televisor es un objeto familiar en Los Simpson, y su presencia en el
primer plano de la imaginación de Bart no es extraña. De hecho, cada episodio de la serie viene
precedido por el conocido «gag del sofá», esa secuencia en que la familia se apresura a entrar al
salón para comenzar el ritual de cada tarde: ver la televisión. Justo después de esta secuencia, el
cuadro final de los créditos de inicio aparece enmarcado por un televisor, con su vídeo y antena, lo
cual sugiere que estamos mirando el mismo televisor que Los Simpson. Esto ocurre, como he
mencionado, al comienzo de casa episodio, y sirve como una especie de índice, un recordatorio de
que la serie se ocupa formalmente de la televisión y de su propia índole televisiva. En el guión de
Bart para el episodio de Rasca y Pica, la centralidad de la televisión se pone de manifiesto cuando
Rasca se convierte en un personaje televisivo (un gato en una serie animada) que, por la fuerza,
asume el papel de un personaje televisivo (una imagen dentro de | en la pantalla del televisor que el
imitador de Elvis está viendo). La crítica del imitador de Elvis de este «programa», su juicio de que
«es una birria» y la consiguiente decisión de disparar al televisor lleva este juego de espejos un
paso más allá, al duplicar la insatisfacción original de Bart y Lisa ante Rasca y Pica. El círculo lo
cierra nuestra propia condición de espectadores y críticos, y sitúa el discurso con firmeza alrededor
de la televisión y las muchas maneras en que la consumimos.
La presencia del imitador de Elvis es más difícil de interpretar. Podría verse, quizá, como un
significante de la disposición de nuestra sociedad a convertir en mercancía y comercializar la
personalidad, un ejemplo del poder de las estrellas de la producción masificada para vender
productos en diversos medios. Además de lo cual, por supuesto, está el aura de locura obsesiva
que rodea a este icono de la cultura popular estadounidense. Elvis Presley, el intérprete, atrajo la
atención de su país y del mundo hacia el rock and roll, compensando con su energía aquello que,
según sus detractores, le faltaba en relevancia cultural. Su legado ha constituido, en la orgiástica
adoración de los fans, una suerte de punto de inflexión en la batalla entre la alta y la baja cultura. En
las décadas transcurridas desde su muerte, la «presencia» continua de Elvis en los numerosos
«avistamientos» del ídolo y la próspera industria de los imitadores han dado testimonio de la
extraña potencia y perdurabilidad de su recuerdo.
El Rey, el uso casual de la pistola, la violencia de siempre y la ubicuidad de la televisión son
puntos de referencia en la concepción que Bart tiene de su cultura. Y el episodio viene a sugerir
que se trata de una cultura adquirida como resultado de la falta de orientación y la negligencia de
sus padres, además de un sistema educativo chapucero, el consumismo y la mercantilización de
todos los ámbitos de la vida y, desde luego, la televisión. Al fin y al cabo, esta nueva narrativa de
Elvis nos invita a tomar en consideración el acto cultural de la creación (audiovisual) de textos: la
escritura es una actividad social, un modo de tener voz. Uno de los significados específicos de este
segmento es la búsqueda de televisión de calidad y la respuesta lógica a la mediocridad de la
producción (se le dispara o se escribe algo mejor).
Que el texto de Bart nos parezca más sofisticado que el de Rasca y Pica, producido por los
graduados de la Ivy-League es, en sí mismo, un hecho muy sugestivo. Nuestro análisis estructural
de «La tapadera» ha descubierto que el objetivo del episodio es satirizar el binarismo fácil que
privilegia la edad por encima de la juventud, pero ahora debemos interrogar los significantes en sí
mismos, no sólo las estructuras que implican. Podría sostenerse que el texto satiriza una sociedad
en la que tales significantes están fácilmente disponibles, en la que Elvis se escribe a sí mismo. De
manera implícita, la perfección de un episodio de Rasca y Pica está relacionada con los arabescos
de la violencia, una violencia específicamente creativa y fascinante. Ver cómo un ratón le pega un
martillazo en la cabeza a un gato es demasiado banal, legible antes que escribible; se trata de un
texto clásico. El texto de Bart, en cambio, está abierto a la connotación, es menos estable.
Tal vez podamos definir entonces la riqueza de un texto de Los Simpson como cuestión de
apertura a la connotación, a la fascinación de los significados flotantes que se agrupan y se
dispersan como por azar; «informaciones», en palabras de Barthes, «aparentemente dispersas en
el flujo natural del discurso».226 El azar que parece regir las citas de significados particulares en
Los Simpson define su método de significación. Sobre este tipo de asociación casual, Barthes ha
escrito:
Esta forma fugitiva de citar, esta forma subrepticia y discontinua de tematizar, esta
alternancia del flujo y del brillo definen muy bien el aspecto de la connotación: los semas
parecen flotar libremente, parecen formar una galaxia de pequeñas informaciones donde no se
puede leer ningún orden privilegiado: la técnica narrativa es impresionista: divide el significante
en partículas de materia verbal de las que sólo la concreción tiene sentido, juega con la
distribución de un discontinuo (así construye el «carácter» de un personaje); cuanto mayor es la
distancia sintagmática entre dos informaciones convergentes, más hábil es el relato; la hazaña
consiste en jugar con un cierto grado de impresión: es necesario que el rasgo pase ligeramente,
como si su olvido fuera indiferente pero que, surgiendo más adelante bajo otra forma, constituya
ya un recuerdo; lo legible es un efecto fundado por operaciones de solidaridad (lo legible «se
pega»), pero cuanto más renovada es esta solidaridad, más inteligente parece lo inteligible. El
fin (ideológico) de esta técnica es naturalizar el sentido y por lo tanto acreditar la realidad de la
historia.227
En un texto «clásico», en The Honeymooners, en All in the Family, incluso en Los Picapiedra,
los significados acaban por reagrupar- se en un «sentido». En Los Simpson, esta reagrupación se
difiere indefinidamente. El texto clásico pierde la pluralidad porque esperamos que todas las
acciones acaben coordinándose; como un oído adiestrado para detectar las previsibles cadencias
y resoluciones de la música occidental, el ojo de lo legible exige una uniformidad final. Al igual que
una narración de Dickens, la trama de un episodio de Dinastía o de El príncipe de Bel Air nos lleva
por un camino muy previsible y culmina con un satisfactorio sentido de la resolución. El texto
escribible o plural, como Los Simpson, en cambio impugna esta presión a la conformidad. Al
colocar sus significantes en primer plano y disociarlos alegremente de los significados estables y
previsibles, la serie propicia un tipo de lectura más libre y una mayor riqueza asociativa, además
de constituir una sátira social más penetrante. La «galaxia de pequeñas informaciones» de Barthes
describe adecuadamente el mundo de Bart, poblado por imitadores de Elvis y hormigas carnívoras,
el mundo que Los Simpson nos ofrece, donde la habilidad de la narrativa surge, como sugiere
Barthes, de la distancia que hay entre esas informaciones, entre la denotación y la connotación,
entre significante y significado. Es un mundo absurdo y fortuito. Admitir que verdaderamente se
trata de nuestro mundo, que hemos perdido el control de los mecanismos de estabilidad y sentido
hasta ese punto, sería demasiado embarazoso. En lugar de eso, descubrimos que nos conviene
reír, aunque sea en defensa propia.
18.- ¿QUÉ SIGNIFICA PENSAR PARA BART?
KELLY DEAN JOLLEY
«¿Qué significa pensar?» Llegamos al fin, retornamos a la pregunta tal como la preguntábamos en
un principio, explorando qué significa originariamente nuestra palabra «pensar». Gedank significa
memoria, recuerdo, gratitud’. Pero mientras tanto hemos aprendido a ver que la esencia se
determina por lo que hay que meditar: por el asistir de lo presente, por el ser del ente.
Martin Heidegger
Una vez más y pensarán en darte las gracias.
Getrude Stein
¡Cowabunga!
Bart Simpson
INTRODUCCIÓN
Es extraño, supongo, escoger a Bart Simpson como musa. Más extraño aún, supongo, resulta
escogerlo como musa para la filosofía (no tenemos una musa de la filosofía, y si la tuviéramos
seguro que no sería Bart Simpson).
He convertido a Bart en mi musa por su compromiso con el mundo. Tanto da si se trata de un
compromiso reflexivo o activo.
El mundo de Bart, el mundo a secas, no solo está en su cabeza. Para Bart ese mundo está allí
fuera, y esta «fueridad» (uso el término a falta de uno mejor) es lo que convierte a Bart en un
pensador heideggeriano. El mundo de Bart es un mundo de caras, no de fachadas; un mundo
personificado. Y los pensamientos de Bart salen al encuentro de ese mundo. Pero esto hay que
explicarlo con mayor claridad.
Comenzaré con la exposición de un ejemplo filosófico que merece la fama del triángulo de
tierra de Sócrates, el trozo de cera de Descartes o el tomate rojo de Price; a saber, el árbol en flor
de Heidegger. La discusión sobre el árbol arrojará luz sobre lo que Heidegger llama pensar. Y
acabaré demostrando que Bart Simpson es un pensador heideggeriano.
Vista la dificultad de lo que sigue, añadiré algunos apuntes para preparar el escenario de la
discusión. Arthur Schopenhauer da inicio a El mundo como voluntad y representación afirmando
que la sabiduría filosófica comienza con el reconocimiento de que el mundo es representación. A
esto le sigue una glosa en la que el filósofo admite que el mundo está en su cabeza. Con «el
mundo», Schopenhauer se refiere a todas las cosas. Creo que Schopenhauer ha señalado con
precisión el meollo de gran parte de la filosofía: el pensamiento filosófico por excelencia consiste
en que todo lo que conozco está en el interior de mi cabeza. Al resto consigo llegar mediante una
especie de ejercicio esperanzado: infiriendo, adivinando, postulando vínculos causales. En este
artículo, intento idear una respuesta al pensamiento filosófico por excelencia, una respuesta tan
tajante como aquello a lo que responde. Busco diseñar un modo de pensar el pensamiento, un
modelo según el cual el mundo no esté en nuestra cabeza ni tampoco lo estén los pensamientos.
Para entendernos: cuando pensamos, nuestros pensamientos han de estar allí donde esté aquello
en lo que pensamos.
Una última clave para seguir mi razonamiento: el esqueleto de la discusión es una serie de
citas de Heidegger, Schopenhauer y Frege, esta última crucial. Tanto Frege como Heidegger
intentan desalojar los pensamientos del interior de la cabeza. Aquí intento demostrar en qué sentido
ambos filósofos son similares y en qué se diferencian. Aclarar esto permitirá ver al mismo tiempo lo
que Heidegger y Frege rechazan de Schopenhauer y lo que Heidegger refuta de Frege. Y eso nos
llevará de nuevo a Bart.
EL ÁRBOL DE HEIDEGGER
En ¿Qué significa pensar?, Heidegger presenta un árbol en flor:
Estamos situados fuera de la ciencia. En su lugar estamos, por ejemplo, delante de un
árbol en flor, y el árbol está ante nosotros. Se nos presenta. El árbol y nosotros nos presentamos
el uno al otro, por estar el árbol ahí y nosotros frente a él. El árbol y nosotros somos, puestos en
la relación de estar uno-para-el-otro | uno frente a otro. En este presentarse no se trata de
«representaciones» que están divagando en nuestra cabeza. Detengámonos por un instante,
como lo hacemos al respirar antes y después de un salto.228
Por ahora, dejaré de lado la afirmación introductoria de Heidegger, ese «[e]stamos situados
fuera de la ciencia». En lugar de atender a ella, quisiera concentrarme en la manera en que
Heidegger personifica al árbol en flor. Según él, tanto el árbol como nosotros tenemos rostro, el
árbol nos mira, y nosotros miramos al árbol; cada uno está frente al otro. ¿Por qué Heidegger
personifica al árbol en flor?
Tengo para mí que la respuesta a esta pregunta radica en aquello que Heidegger niega a
propósito del encuentro con el árbol: «En este presentarse no se trata de “representaciones que
están divagando en nuestra cabeza». Heidegger concede al árbol el carácter de persona para
luego poder despersonalizarlo. Lo que quiero decir es que Heidegger personifica al árbol como
modo de insistir en el hecho de que el árbol está realmente ante nosotros, es decir, separado de
nosotros. El árbol no es, pues, nuestra representación.229
Para comprender mejor lo que creo que está haciendo Heidegger, tomad en consideración
este célebre pasaje de Schopenhauer (Heidegger introduce su apartado del árbol en flor mediante
un pasaje paralelo de Schopenhauer):
«El mundo es mi representación»: Esta es una verdad que vale para todo ser viviente y
congnoscente, aunque sólo el hombre puede llevarla a la conciencia reflexiva abstracta: y
cuando lo hace realmente, surge en él la reflexión filosófica. Entonces le resulta claro y cierto
que no conoce ningún sol ni ninguna tierra, sino solamente un ojo que ve el sol, una mano que
siente la tierra; que el mundo que le rodea no existe más que como representación, es decir, sólo
en relación con otro ser, el representante, que es el mismo. Si alguna verdad a priori puede
enunciarse, es esta: pues ella constituye la expresión de aquella forma de toda experiencia
posible e imaginable [...] Ninguna verdad es, pues, más cierta, más independiente de todas las
demás y menos necesitada de demostración, que esta: que todo lo que existe para el
conocimiento, o sea, todo este mundo, es solamente objeto en referencia a un sujeto, intuición
de alguien que intuye; en una palabra, representación.230
Schopenhauer personaliza el mundo: el mundo es nuestra representación. Y también lo sería,
por supuesto, el árbol en flor. Al igual que el prado en el que crece, la tierra de la que ese prado
forma parte, el sol que brilla: todo son representaciones nuestras, que nos zumban en la cabeza.
Schopenhauer personaliza el árbol, lo hace nuestro. Heidegger personifica al árbol, lo convierte en
otro, un otro que no es nuestro. Y sostiene que hacerlo constituye un gran salto: después de darlo
debemos hacer una pausa para recuperar el aliento. Así explica Heidegger la necesidad de
reposo: «Pues es el caso que hemos dado un salto, saliendo del ámbito común de las ciencias y
aun, como se verá, de la filosofía. ¿Y a dónde nos ha llevado el salto? ¿Acaso al abismo?».231
Heidegger piensa que hallarse cara a cara con el árbol exige un salto que nos aleja de la psicología
y de la ciencia, e incluso de la filosofía. Evidentemente, para la ciencia y para la filosofía, los
árboles carecen de rostro.232 (Los árboles personalizados no han sido personificados.) Pero,
¿acaso los árboles tienen rostro? ¿Adonde hemos saltado? ¿En qué terreno podemos llegar a
estar, como no sea el de la ciencia o el de la filosofía? ¿A qué otro lado del espejo nos está
pidiendo Heidegger que saltemos? Sin duda, más allá de la ciencia y la filosofía no hay más que un
abismo.
A la pregunta: «¿Y adonde nos ha llevado el salto? ¿Acaso al abismo?», Heidegger responde:
¡No! Antes bien sobre un suelo. ¿Un suelo? ¡No! Sobre el suelo, aquel en que vivimos y
morimos, cuando no nos estamos engañando. Cosa curiosa, y hasta inquietante, el que
tengamos que saltar primero sobre el suelo en el cual propiamente nos hallamos situados.233
La tesis de Heidegger es que hemos caído sobre el suelo firme de nuestra vida. Lo
perturbador aquí, y que Heidegger califica de «cosa curiosa, y hasta inquietante» es que debemos
saltar desde lo familiar —la ciencia, la filosofía— hacia el suelo firme, no familiar, de nuestra vida.
Debemos saltar para llegar al sitio en el que ya nos hallamos.
PENSAR FUERA DE LA CABEZA
Abandonemos momentáneamente al árbol en flor. Lo que creo que Heidegger está haciendo
en este pasaje es combatir el empeño común a nuestra ciencia y a nuestra filosofía, es decir, el
empeño psicologista. Brevemente, el psicologismo se entiende como una familia de puntos de
vista. Cada uno de estos puntos de vista sostiene que una materia dada, por ejemplo la lógica, la
moral o el pensamiento, es una rama de la psicología. Como resultado, las leyes de esta materia
se entienden ante todo como generalizaciones a propósito de lo que ocurre en la cabeza humana.
Así pues, por ejemplo, un lógico psicologista tratará las leyes de la lógica como generalizaciones
sobre los acontecimientos inferenciales de la cabeza del hombre. La objeción de Heidegger a la
tesis de que el árbol en flor es una representación que zumba dentro de nuestra cabeza es una
objeción a la tesis psicologista.
El psicologismo personaliza los árboles, los prados y así sucesivamente al tratarlos como
representaciones, zumbidos de carácter psicológico en el interior de la cabeza. Heidegger alude a
ello en el pasaje que precede inmediatamente a la discusión sobre el árbol en flor, donde sostiene
que, para comprender el pensamiento, debemos dejar a un lado la psicología. Por supuesto, dada
su deuda con Husserl, el antipsicologismo de Heidegger es todo menos sorprendente. Sin
embargo, sorprende la manera en que Heidegger combate el psicologismo y la profundidad que
alcanza.
Para aclarar este punto, quisiera comparar el antipsicologismo de Heidegger con el de Frege.
La comparación servirá también para tender un puente entre el árbol en flor y lo que para
Heidegger significa pensar.
Frege estuvo en guerra contra el psicologismo toda su vida. Una y otra vez desafió a los
pensadores afectos a esta tendencia, demostrándoles que el psicologismo deforma los objetos de
los que se ocupa al punto de volverlos irreconocibles. Por ejemplo, en su famoso artículo «El
pensamiento. Una investigación lógica», el filósofo se ocupa de la misma cuestión que Heidegger
en el apartado del árbol en flor: la representación. (Es interesante que Frege también se valga de
un árbol como ejemplo). La argumentación de Frege es larga, pero la citaré completa:
Aquí se impone una consideración. ¿Es, en efecto, el mismo pensamiento el que pronuncia
primero aquella persona y ahora ésta?
El hombre no tocado aún por la filosofía conoce inmediatamente cosas que puede ver, tocar
[...] tales como árboles, piedras, casas, y está convencido de que otro hombre puede ver y tocar
del mismo modo el mismo árbol, la misma piedra que él ve y toca. Es evidente que un
pensamiento no pertenece a esta clase de cosas. Pero, ¿puede él, a pesar de ello, presentarse
a los hombres como él mismo, igual que un árbol?
También el hombre no filosófico se ve obligado a reconocer un mundo interior diferente del
mundo exterior, un mundo de las impresiones sensibles, de las creaciones de su imaginación,
de las sensaciones [...].
Para acuñar una breve expresión, resumiré todo esto [...] con la palabra «representación».
Pero, ¿pertenecen los pensamientos a este mundo interior? ¿Son representaciones? [...].
¿En qué se diferencian las representaciones de los objetos del mundo exterior?
En primer lugar: las representaciones no pueden ser vistas ni tocadas, ni olidas gustadas u
oídas.
Doy un paseo con un acompañante. Veo un prado verde; tengo la impresión visual de lo
verde. La tengo, pero no la veo.
En segundo lugar: se tienen representaciones [...]. Una representación tenida por alguien
pertenece al contenido de su conciencia.
El prado y las ranas en él, el sol que lo ilumina, están allí, es lo mismo si los miro o no; pero
la impresión sensible de lo verde que yo tengo existe sólo a través de mí; yo soy su portador [...].
El mundo interior tiene como supuesto a uno, del que él es mundo interior.
En tercer lugar: las representaciones necesitan de un portador. Los objetos del mundo
exterior son, en comparación con ellas, independientes.
Mi acompañante y yo estamos convencidos de que los dos vemos el mismo prado; pero
cada uno de nosotros tiene una particular impresión sensible de lo verde [...].
En cuarto lugar: cada representación tiene un solo portador; dos personas no tienen la
misma idea.
De lo contrario, ella tendría existencia independientemente de éste o independientemente
de aquél. ¿Es aquel tilo representación mía? Al usar yo en esta pregunta la expresión «aquel
tilo», en rigor me estoy adelantando a la respuesta, pues con esa expresión quiero señalar algo
que yo veo y que también otros pueden contemplar.234
Frege se propone dos cosas: en primer lugar, intenta demostrar que los habitantes del mundo
interior, las representaciones, no son pensamientos. Las representaciones no tienen un papel en la
lógica, a diferencia de los pensamientos. Las cosas que zumban en nuestra cabeza no son
pensamientos, ni forman parte de los mismos. Los zumbidos de nuestra cabeza no son
pensamientos porque los pensamientos, al igual que los tilos, los prados y las ranas, pueden
compartirse y no tienen dueño.
Con «pensamiento», Frege se refiere a cosas tan comunes y corrientes como «aquellos son
tilos», «los tigres son animales» o «2 + 2 = 4». El hecho de que Frege niegue que los
pensamientos tengan dueño debe comprenderse a la luz de la distinción entre acto y contenido: por
supuesto mi pensar (acto) el pensamiento (contenido) de que los tigres son animales tiene dueño:
soy yo quien piensa, el pensar es mío. Pero el pensamiento no lo es; cualquier otra persona podría
tener el mismo pensamiento, que puede ser compartido. Si ambos pensamos que los tigres son
animales, entonces compartimos un pensamiento.
En segundo lugar, Frege intenta demostrar que las representaciones no son cosas ni habitan
el mundo exterior. La tesis de Schopenhauer, según la cual el mundo es mi representación,
obtendría el mismo tipo de respuesta que Frege da a la pregunta: «¿Es aquel tilo representación
mía?».
Frege prosigue la discusión afirmando que los pensamientos, aunque similares a los tilos, los
prados y las ranas, también se diferencian de éstos, pues no es posible percibirlos; se aprehenden
o se piensan, pero no se ven ni se oyen, no se tocan ni se gustan. Para él, he allí la demostración
de que los pensamientos no están en el mundo interior ni en el mundo exterior. En lugar de ello,
sostiene que se encuentran en la tercera esfera:
Así pues, el resultado parece ser: los pensamientos no son ni objetos del mundo exterior ni
representación.
Hay que considerar una tercera esfera. Lo que a ella pertenece coincide con las
representaciones en que no puede ser percibida con los sentidos, y con los objetos, en que no
necesita de un portador a cuyos contenidos de conciencia pertenezca.235
Por lo tanto, la tercera esfera es parte integral del antipsicologismo de Frege. Lo importante
aquí es que la guerra de Frege contra el psicologismo comparte la táctica heideggeriana de
demostrar que las representaciones no interpretan papel alguno en aquello que pensamos cuando
hacemos ciencia o filosofía (no son cosas ni pensamientos). Con todo, la guerra de Frege difiere
de la de Heidegger por cuanto, para evitar el psicologismo, el primero nos exige saltar de la
psicología o la ciencia a una tercera esfera, no al suelo firme de nuestra vida.
Para Frege, los pensamientos no están en la cabeza. Pero, puesto que tampoco están en el
mundo exterior, deben estar en algún sitio, que él denomina la tercera esfera. Heidegger comparte
la convicción de Frege de que los pensamientos no están en la cabeza, no así su creencia en que
deba haber una tercera esfera. O mejor dicho, Heidegger no comparte la concepción de Frege de
la tercera esfera. Explicar esto tomará un último esfuerzo.
¿QUÉ SIGNIFICA PENSAR?
Tal vez la mejor manera de comenzar sea revelar la conclusión: Heidegger piensa que el suelo
firme de nuestra vida es la tercera esfera. Pero, ¿qué puede significar eso?
El mundo interior no es el suelo firme de nuestra vida. ¿Acaso lo es la esfera externa? No, la
esfera externa es el reino de la causalidad, de la ciencia. Cuando nos situamos sobre ese suelo
firme, estamos fuera de la psicología (el mundo interior) y de la ciencia (el mundo exterior), de
modo que estamos en la tercera esfera. Pero esa tercera esfera de Frege parece una tierra
extranjera, y como criaturas de carne, somos extranjeros en ella. Así pues, ¿cómo puede el suelo
firme de nuestra vida ser la tercera esfera? Responder a esa pregunta requiere volver Husserl y de
nuevo a Heidegger. Es bien sabido que Husserl exhortaba a los pensadores a hacer filosofía
(fenomenología) con el grito de guerra «¡vuelta a las cosas mismas!». Y el camino de vuelta a las
cosas mismas implicaba una cierta rigidez metodológica: exigía perfeccionar un nuevo modo de
ver, la maestría de la epoché.236 Así como el dominio de un extraño vocabulario nuevo que sirviera
para comunicar los resultados de este nuevo modo de ver. Si se miran con atención las
descripciones husserlianas de esta nueva manera de ver y de lo visto, se reconocerá lo mucho que
el reino intencional (lo que se examina en la epoché) se parece a la tercera esfera de Frege. De
hecho, aunque entrañe problemas específicos, la afirmación de que mirar el reino intencional es
como mirar la tercera esfera de Frege tiene sentido y utilidad.
En la época de sus últimos escritos, Heidegger medita sobre cada rasgo del método de
Husserl. De hecho, internaliza dicho método notoriamente. Pero Heidegger quiere que el método le
brinde aquello que Husserl había prometido: un camino de vuelta a las cosas mismas. Desde el
punto de vista de Heidegger, un método que me lleve al reino intencional no es un método que me
lleve de vuelta a las cosas mismas.237 (Husserl acaba sonando demasiado como Schopenhauer a
pesar de su esfuerzo para no parecer idealista, psicologista. Las cosas en el reino intencional sólo
nos muestran fachadas, no rostros).238 Heidegger contrasta la epochéde Husserl con la suya
propia (que se convertirá en el claro):
Para Husserl [epoché] [...] la reducción fenomenológica [...] es el método de la
reconducción de la mirada fenomenológica desde la actitud natural propia del hombre que vive
en el mundo de las cosas y de las personas hasta la vida trascendental de la conciencia [...] en
donde se constituyen los objetos como correlatos de la conciencia. Para nosotros, \epoché\ la
reducción fenomenológica significa la reconducción de la mirada fenomenológica desde la
comprensión, siempre correcta, de un ente hasta la comprensión del ser de ese ente.239
En los términos de Heidegger, el problema del método de Husserl es que en la epoché «se
constituyen los objetos como correlatos de la conciencia»; los objetos son mis representaciones.
En mis términos, el problema es que, en la epoché, los objetos están personalizados.
La respuesta de Heidegger a este problema consiste en personificar el método en sí mismo y
lo que éste nos muestra. Desde el momento en que, en manos de Husserl, el método nos ha
llevado al reino intencional y nos ha mostrado lo que es personal, él mismo parece personalizado.
Heiddegger lo despersonaliza al personificarlo, pero ¿cómo?
Heidegger toma en consideración los rasgos clave del método e idea un sistema para llevar a
quien lo practique a una relación diferente con dichos rasgos, a un modo distinto de
conceptualizarlos. Así pues, Heidegger desmarca la epoché del reino personal e intencional y la
personifica; la epoché se convierte en el claro. En el claro, podemos aprehender el ser del ente, el
ser como es, allí donde es. En el claro, los objetos que confrontamos, y que nos confrontan, no son
correlatos de la conciencia. No, pues ellos y nosotros estamos cara a cara, los objetos son otros,
están personificados. Es en el claro donde podemos estar cara a cara ante un árbol, por ejemplo, o
ante un templo griego. La epoché sólo proporciona árboles entre paréntesis, templos entre
paréntesis. Los mueve, por así decir, desde el suelo que los sostiene hasta el reino intencional; la
epoché los personaliza. Pero el claro deja que el árbol y el templo estén donde se encuentran,
permite que nos plantemos cara a cara ante ellos, mientras estamos sobre el mismo suelo, con
ellos. Entre paréntesis, árbol y templo parecen únicamente fachada, sin nada detrás. Pero cualquier
cosa que carezca de parte trasera es algo con lo que en realidad no podemos confrontarnos cara a
cara. Sólo en el claro tienen el árbol y el templo una parte trasera, sólo allí puedo estar ante ellos,
cara a cara. En el claro, el árbol y el templo están personificados. Sustituir la epoché exige que
demos un salto hacia atrás, hasta donde ya estábamos. En el claro, podemos volver a las cosas
mismas.
En ¿Qué significa pensar?, Heidegger se esfuerza por encontrar un modo de situar el pensar
de manera que no sea psicologizado pero tampoco quede relegado a la tercera esfera como la
entendía Frege. Para ello, regresa a Parménides y retoma dos sentencias célebremente oscuras:
«Se requiere decir así como pensar que el ente es»240 y «porque pensar y ser es lo mismo». Ahora
bien, no me propongo seguir aquí el tortuoso recorrido de Heidegger mientras analiza estas líneas.
En lugar de eso, quisiera concentrarme en el motivo que inspira el análisis. Lo que Heidegger
persigue es el pensamiento personificado, no el pensamiento personalizado. La fascinación que
ejerce la frase de Parménides es que parece situar al pensamiento en el claro, ante nosotros, que
podemos de ese modo estar cara a cara ante él. Para Heidegger, Parménides intenta hacer por el
pensamiento lo que él mismo hace por el árbol, a saber, mostrarnos cómo encontrarnos ante
nuestros pensamientos y no sólo cómo tenerlos. Para Heidegger, seguir correctamente a
Parménides quiere decir pensar nuestros pensamientos en sí mismos, de modo que sean lo que
estamos pensando. Para tomar prestada una línea de Wittgenstein, el pensamiento, entendido de
este modo, sería lo que no se detiene «en algún sitio antes del hecho».241 Pensar pensamientos
de ese tipo sería pensar fuera de la cabeza. Y articular plenamente tal concepción del pensamiento
sería más de lo que incluso Heidegger se propone. ¿Qué significa pensar? acaba indicándonos la
dirección en la que apuntaba Parménides, y nos hace comprender por qué deberíamos querer ir en
esa dirección. (Como intentare explicar más abajo, y como he anticipado, lo que Heidegger intenta
articular con tal empeño es algo que Bart consigue vivir sin esfuerzo.)
Volvamos ahora a una pregunta que podría parecer olvidada: ¿Cómo puede el suelo firme de
nuestra vida ser la tercera esfera? La respuesta corta es la siguiente: debemos buscar el suelo
firme de nuestra vida en el claro, tenemos que personificar al suelo. Hacerlo, sin embargo, requiere
que saltemos hasta donde ya estamos, que nos situemos fuera de la psicología, fuera de la ciencia.
Pongámoslo así: ver el suelo firme de nuestra vida en el claro, personificarlo, no significa otra cosa
que ver los fenómenos espaciales y temporales de nuestra vida. Pero verlos como vemos una
pieza de ajedrez mientras jugamos una partida, y no como una pieza de ajedrez cuyas propiedades
físicas estamos describiendo.242 Visto de ese modo, el suelo está ante nosotros, está donde está.
Y nosotros estamos ante él; cara a cara con el lugar en donde estamos. Al personificar el suelo
firme de nuestra vida, al verlo en el claro, lo vemos como si fuese adecuado para el pensamiento,
para ser el contenido del pensamiento. Las cosas en las que pensamos ya no parecen ajenas a
nuestro pensamiento, aisladas de nosotros, veladas por las representaciones. Las cosas en las
que pensamos ahora son cosas a las que nuestro pensamiento tiende y abraza. Nuestros actos de
pensar tienen por contenido los fenómenos espaciotemporales de nuestra vida. El mundo es todas
las cosas adecuadas para el pensamiento. O, para citar a Wittgenstein una vez más, «el mundo es
todo lo que es el caso».243 Y lo que es el caso es aquello que pensamos.
¿QUÉ SIGNIFICA PENSAR PARA BART?
Bart Simpson nos ayuda a comprender lo que es el pensar antipsicologista, personificado.
En todo lo que piensa y hace, Bart está cara a cara ante las cosas. Está fuera de la ciencia,
pero firmemente ante todo aquello que le interesa, presente ante aquello del mismo modo que
aquello se encuentra presente ante él. Para Bart, nada está sencillamente en su cabeza. No hay
intermediario psicológico, personal, entre él y el mundo: todo está personificado. Todo está en el
claro.
Cuando Bart consigue lo que busca, no se lo toma como si fuese cuestión de algo intermedio
(entre él y el mundo) que correspondiera al mundo. No, más bien es cuestión de haber cogido al
mundo por la mano, o por la mente.
Que así sea coloca a Bart firmemente entre las cosas, un ser entre los seres. El pensar de Bart
está determinado por aquello que hay para pensar. Y esta determinación hace que el pensar de
Bart sea especialmente reactivo a lo que haya, a aquello que se le presente. Esta, creo, es la
fuente de muchos de los singulares poderes existenciales de Bart: su brioso ingenio, su
sobrenatural capacidad de coquetear con el peligro y los problemas o evitarlos, el don oracular que
tiene de predecir el curso de los acontecimientos. (¡No sostengo que Bart siempre ponga sus
poderes al servicio del bien!). A diferencia del resto de nosotros, del resto de Springfield, lastrados
por lo personal, creyendo que estamos proyectados desde el mundo por intermediarios —por
ideas que nos zumban en la cabeza, Bart no se deja distraer por los zumbidos, no tiene pantallas ni
está ensillado.
El pensar de Bart está intrínsecamente orientado hacia el mundo. Los enigmas filosóficos del
tipo «¿cómo se ancla el pensamiento en el mundo?» no le causan perplejidad. Un rápido vistazo a
Bart en acción muestra que el crío rechazaría una pregunta así con una mirada en blanco. Para
Bart, el mundo está en sus pensamientos, y sus pensamientos implican al mundo. Al ser esta su
posición, no hay necesidad de un anclaje filosófico del pensamiento en el mundo. Es el rechazo
vivo de Bart a esta pregunta lo que lo hace adecuado para comenzar y terminar este artículo.
Atribuyo a su pensar heideggeriano los poderes de divertir, confundir y ser una musa.
Ahora bien, ¿puedo demostrar que Bart sea un pensador heideggeriano? No, al menos no en
el sentido en que se entiende normalmente la demostración. Lo mejor que puedo hacer es lo que
he hecho: explicar el pensamiento heideggeriano y luego disponer la explicación al lado de Bart,
con la esperanza de que una relación interna (una relación tal que participar en ella sea esencial
para cada participante) entre ambos se evidencie. (Comparad este procedimiento con el siguiente:
os explico qué son los patos, os proporciono fotografías, y luego os muestro las imágenes del
‘patoconejo’ de Jastrow. Si todo va bien, una relación interna entre las fotos del pato y las imágenes
del ‘patoconejo’ debería evidenciarse). Ningún ejemplo tomado de Los Simpson podría sustentar
mi tesis; cualquier ejemplo que pudiera ofrecer en ese sentido sería, en el mejor de los casos, una
prueba imponderable. La relación entre aquello que para Heidegger significa pensar y lo que
significa para Bart es algo que puedo ayudar a ver, y he intentado hacerlo. Pero se concebiría mal
la relación si se entendiese como algo que podría derivarse de un silogismo.
APÉNDICES
LISTADO DE EPISODIOS
PRIMERA TEMPORADA, 1989 - 1990
1. «Sin Blanca Navidad» (7G08) - 17 de diciembre, 1989
2. «Bart, el genio» (7G02) - 14 de enero, 1990
3. «La odisea de Homer» (7G03) - 21 de enero, 1990
4. «Hogar, agridulce hogar» (7G04) - 28 de enero, 1990
5. «Bart, el general» (7G05) - 4 de febrero, 1990
6. «El blues de la Mona Lisa» (7G06) - 11 de febrero, 1990
7. «El abominable hombre del bosque» (7G09) - 18 de febrero, 1990
8. «La cabeza chiflada» (7G07) - 25 de febrero, 1990
9. «Jacques, el rompecorazones» (7G11) - 18 de marzo, 1990
10. «Homer se va de juerga» (7G10) - 25 de marzo, 1990
11. «Viva la vendimia» (7G13) - 15 de abril, 1990
12. «Krusty entra en chirona» (7G12) - 29 de abril, 1990
13. «La baby-sitter ataca de nuevo» (7G01) - 13 de mayo, 1990
SEGUNDA TEMPORADA, 1990 - 1991
14. «Bart en suspenso» (7F03) - 11 de octubre, 1990
15. «Simpson y Dalila» (7F02) - 18 de octubre, 1990
16. «Especial noche de Brujas»244 (7F04) - 25 de octubre, 1990
17. «Dos coches en cada garaje y tres ojos en cada pez» (7F01) - 1 de noviembre, 1990
18. «Homer, el bailón» (7F05) - 8 de noviembre, 1990
19. «El club de los “patteos” muertos» (7F08) - 15 de noviembre, 1990
20. «Bart en el Día de Acción de Gracias» (7F07) - 22 de noviembre,1990
21. «Bart, el temerario» (7F06) - 6 de diciembre, 1990
22. «Rasca, Pica y Marge» (7F09) - 20 de diciembre, 1990
23. «Un coche atropella a Bart» (7F10) - 10 de enero, 1991
24. «Un pez, dos peces, pez fugu, pez azul» (7F11) - 24 de enero, 1991
25. «Así como éramos» (7F12) - 31 de enero, 1991
26. «Homer contra Lisa y el octavo mandamiento» (7F13) -7 de febrero, 1991
27. «Director encantador» (7F15) - 14 de febrero, 1991
28. «Tiene derecho a permanecer muerto» (7F16) - 21 de febrero, 1991
29. «El suspenso del perro de Bart» (7F14) -7 de marzo, 1991
30. «Dinero viejo» (7F17) - 28 de marzo, 1991
31. «Pinta con grandeza» (7F18) - 11 de abril, 1991
32. «El sustituto de Lisa» (7F19) - 25 de abril, 1991
33. «La guerra de los Simpson» (7F20) - 2 de mayo, 1991
34. «Tres hombres y un cómic» (7F21) - 9 de mayo, 1991
35. «Sangrienta enemistad» (7F22) - 11 de julio, 1991
TERCERA TEMPORADA, 1991 - 1992
36. «Papá, loco de atar» (7F24) - 19 de septiembre, 1991
37. «La familia va a Washington» (8F01) - 26 de septiembre, 1991
38. «Cuando Flanders fracasó» (7F23) - 3 de octubre, 1991
39. «Bart, el asesino» (8F03) - 10 de octubre, 1991
40. «Definición de Homer» - 17 de octubre, 1991
41. «De tal palo, tal payaso» (8F05) - 24 de octubre, 1991
42. «Especial noche de Brujas n» (8F02) - 31 de octubre, 1991
43. «El poni de Lisa» (8F06) - 7 de noviembre, 1991
44. «Sábados de trueno» (8F07) - 14 de noviembre, 1991
45. «El flameado de Moe» (8F08) - 21 de noviembre, 1991
46. «Burns vende la central» (8F09) - 5 de diciembre, 1991
47. «Me casé con Marge» (8F10) - 26 de diciembre, 1991
48. «Radio Bart» (8F11) - 9 de enero, 1992
49. «Lisa, el oráculo» (8F12) - 23 de enero, 1992
50. «Homer solo» (8F14) - 6 de febrero, 1992
51. «Bart, el amante» (8F16) - 13 de febrero, 1992
52. «Homer bateador» (8F13) - 20 de febrero, 1992
53. «Vocaciones separadas» (8F15) - 27 de febrero, 1992
54. «Muerte de perros» (8F17) - 12 de marzo, 1992
55. «Coronel Homer» (8F19) - 26 de marzo, 1992
56. «Viudo negro» (8F20) - 8 de abril, 1992
57. «El Otto Show» (8F21) - 23 de abril, 1992
58. «El amigo de Bart se enamora» (8F22) - 7 de mayo, 1992
59. «Hermano, ¿me prestas dos monedas?»245 (8F23) - 27 de agosto, 1992
CUARTA TEMPORADA, 1992 - 1993
60. «Kampamento Krusty» (8F24) - 24 de septiembre, 1992
61. «Un tranvía llamado Marge» (9F18) - 1 de octubre, 1992
62. «Homer, el hereje» (9F01) - 8 de octubre, 1992
63. «Lisa, la reina de la belleza» (9F02) - 15 de octubre, 1992
64. «Especial noche de Brujas m» (9F04) - 19 de octubre, 1992
65. «Rasca y Pica: la película» (9F03) - 3 de noviembre, 1992
66. «Marge consigue un empleo» (9F05) - 5 de noviembre, 1992
67. «La chica nueva del barrio» (9F06) - 12 de noviembre, 1992
68. «El señor quitanieves» (9F07) - 19 de noviembre, 1992
69. «La primera palabra de Lisa» (9F08) - 3 de diciembre, 1992
70. «El triple bypass de Homer» (9F09) - 17 de diciembre, 1992
71. «Marge contra el monorraíl» (9F10) -14 de enero, 1993
72. «La elección de Selma» (9F11) - 21 de enero, 1993
73. «Hermano del mismo planeta» (9F12) - 4 de febrero, 1993
74. «Yo amo a Lisa» (9F13) - 11 de febrero, 1993
75. «Sin Duff» (9F14) - 18 de febrero, 1993
76. «Última salida a Springfield» (9F15) - 11 de marzo, 1993
77. «Este es el resultado: Retrospectiva de Los Simpson» (9F17) — 1 de abril, 1993
78. «La tapadera» (9F16) - 15 de abril, 1993
79. «El día del apaleamiento» (9F18) - 29 de abril, 1993
80. «Marge encadenada» (9F20) - 6 de mayo, 1993
81. «Krusty es kancelado» (9F19) - 13 de mayo, 1993
QUINTA TEMPORADA, 1993 - 1994
82. «El cuarteto vocal de Homer» (9F21) - 30 de septiembre, 1993
83. «El cabo del miedo» (9F22) - 7 de octubre 7,1993
84. «Homer asiste a la Universidad» (1F02) - 14 de octubre, 1993
85. «Ciudadano Burns» (1F01) - 21 de octubre, 1993
86. «Especial noche de Brujas iv» (1F04) - 28 de octubre, 1993
87. «Marge se da a la fuga» (1F03) - 4 de noviembre, 1993
88. «El niño que hay en Bart» (1F05) - 11 de noviembre, 1993
89. «Explorador de incógnito» (1F06) - 18 de noviembre, 1993
90. «La útima tentación de Homer» (1F07) - 9 de diciembre, 1993
91. «Springfield o cómo aprendí a amar el juego legalizado» (1F08) - 16 de diciembre, 1993
92. «Homer, el vigilante» (1F09) - 6 de enero, 1994
93. «Bart se hace famoso» (1F11) - 3 de febrero, 1994
94. «Homer y Apu» (1F10) - 10 de febrero, 1994
95. «Lisa vs. Stacy Malibú» (1F12) - 17 de febrero, 1994
96. «Homer en el espacio exterior» (1F13) -24 de febrero, 1994
97. «Homer ama a Flanders» (1F14) - 17 de marzo, 1994
98. «A Bart le regalan un elefante» (1F15) - 31 de marzo, 1994
99. «El heredero de Burns» (1F16) - 14 de abril, 1994
100. «La canción ruda del dulce Seymour Skinner» (1F18) - 28 de abril, 1994
101. «El niño que sabía demasiado» (1F19) - 5 de mayo, 1994
102. «El amante de Madame Bouvier» (1F21) - 12 de mayo, 1994
103. «Secretos de un matrimonio con éxito» (1F20) - 19 de mayo, 1994
SEXTA TEMPORADA, 1994 - 1995
104. «El Bart oscuro» (1F22) - 4 de septiembre, 1994
105. «La rival de Lisa» (1F17) - 11 de septiembre, 1994
106. «Otro refrito de Los Simpson. Tema: Romanticismo» (2F33) - 25 de septiembre, 1994
107. «Rascapiquilandia» (2F01) - 2 de octubre, 1994
108. «El Actor Secundario Bob vuelve a las andadas» (2F02) - 9 de octubre, 1994
109. «Especial de Halloween de Los Simpson v» (2F03) - 30 de octubre, 1994
110. «La novia de Bart» (2F04) - 6 de noviembre, 1994
111. «Lisa sobre hielo» (2F05) - 13 de noviembre, 1994
112. «Homer, hombre malo» (2F06) - 27 de noviembre, 1994
113. «El abuelo contra la impotencia sexual» (2F07) - 4 de diciembre, 1994
114. «Miedo a volar» (2F08) - 18 de diciembre, 1994
115. «Homer, el Grande» (2F09) - 8 de enero, 1995
116. «Y con Maggie tres» (2F10) - 22 de enero, 1995
117. «El cometa de Bart» (2F11) - 5 de febrero, 1995
118. «Homie, el payaso» (2F12) - 12 de febrero, 1995
119. «Bart contra Australia» (2F13) - 19 de febrero, 1995
120. «Homer contra Patty y Selma» (2F14) - 26 de febrero, 1995
121. «Ha nacido una estrella» (2F3D - 5 de marzo, 1995
122. «La boda de Lisa» (2F15) - 19 de marzo, 1995
123. «Dos docenas y un galgos» (2F18) - 9 de abril, 1995
124. «Disolución del consejo escolar» (2F19) - 16 de abril, 1995
125. «Alrededor de Springfield» (2F32) - 30 de abril, 1995
126. «Springfield Connection» (2F21) - 7 de mayo, 1995
127. «El limonero de Troya» (2F22) - 14 de mayo, 1995
128. «¿Quién disparó al señor Burns?» (1.a parte) (2F16) - 21 de mayo, 1995
SÉPTIMA TEMPORADA, 1995 - 1996
129. «¿Quién disparó al señor Burns?» (2.a parte) (2F20) - 17 de septiembre, 1995
130. «Radiactivo Man» (2F17) - 24 de septiembre, 1995
131. «Hogar dulce hogar, tralarí, tralará» (3F01) - 1 de octubre, 1995
132. «Bart vende su alma» (3F02) - 8 de octubre, 1995
133. «Lisa, la vegetariana» (3F03) - 15 de octubre, 1995
134. «La casa-árbol del terror vi» (3F04) - 29 de octubre, 1995
135. «Homer tamaño kingsize» (3F05) - 5 de noviembre, 1995
136. «Madre Simpson» (3F06) - 19 de noviembre, 1995
137. «El último resplandor del actor secundario Bob» (3F08) - 26 de noviembre, 1995
138. «¡Espectacular episodio número 138!» (3F31) - 3 de diciembre, 1995
139. «Marge, no seas orgullosa» (3F07) - 17 de diciembre, 1995
140. «Equipo Homer» (3F10) - 7 de enero, 1996
141. «Dos malos vecinos» (3F09) - 14 de enero, 1996
142. «Escenas de la lucha de clases en Springfield» (3F11) - 4 de febrero, 1996
143. «Bart, el soplón» (3F12) - 11 de febrero, 1996
144. «Lisa, la iconoclasta» (3F13) - 18 de febrero, 1996
145. «Homer, el Smithers» (3F14) - 25 de febrero, 1996
146. «El día que murió la violencia» (3F16) - 17 de marzo, 1996
147. «Un pez llamado Selma» (3F15) - 24 de marzo, 1996
148. «Bart en la carretera» (3F17) - 31 de marzo, 1996
149. «22 cortometrajes sobre Springfield» (3F18) - 14 de abril, 1996
150. «El furioso Abe Simpson y su descentrado descendiente en la maldición del pez volador»
(3F19) - 28 de abril, 1996
151. «Mucho Apu y pocas nueces» (3F20) - 5 de mayo, 1996
152. «Homerpalooza» (3F21) - 19 de mayo, 1996
153. «Verano de un metro y medio» (3F22) - 19 de mayo, 1996
OCTAVA TEMPORADA, 1996 - 1997
154. «La casa-árbol del terror vii» (4F02) - 27 de octubre, 1996
155. «Sólo se muda dos veces» (3F23) - 3 de noviembre, 1996
156. «Más Homer será la caída» (4F03) - 10 de noviembre, 1996
157. «Quema, bebé Burns» (4F05) - 17 de noviembre, 1996
158. «Bart al anochecer» (4F06) - 24 de noviembre, 1996
159. «Milhouse dividido» (4F04) - 1 de diciembre, 1996
160. «La cita de Lisa con lo espeso» (4F01) - 15 de diciembre, 1996
161. «Huracán Neddy» (4F07) - 29 de diciembre, 1996
162. «El misterioso viaje de Homer» (3F24) - 5 de enero, 1997
163. «Los expedientes Springfield» (3G01) - 12 de enero, 1997
164. «El retorcido mundo de Marge Simpson» (4F08) - 19 de enero, 1997
165. «La montaña de la locura» (4F10) - 2 de febrero, 1997
166. «Simpsoncalifragilisticoespialid¡oh!so» (3G03) - 7 de febrero, 1997
167. «El show de Rasca, Pica y Poochie» (4F12) - 9 de febrero, 1997
168. «Homer-fobia» (4F11) - 16 de febrero, 1997
169. «El hermano de otra serie» (4F14) - 23 de febrero, 1997
170. «Mi hermana, mi canguro» (4F13) - 2 de marzo, 1997
171. «Homer contra la decimoctava enmienda» (4F15) - 16 de marzo, 1997
172. «Escuela primaria confidencial» (4F09) - 6 de abril, 1997
173. «El motín canino» (4F16) - 13 de abril, 1997
174. «El viejo y Lisa» (4F17) - 20 de abril, 1997
175. «En Marge confiamos» (4F18) - 27 de abril, 1997
176. «El enemigo de Homer» (4F19) - 4 de mayo, 1997
177. «Las series secuela de Los Simpson» (4F20) - 11 de mayo, 1997
178. «La guerra secreta de Lisa Simpson» (4F21) - 18 de mayo, 1997
NOVENA TEMPORADA, 1997 - 1998
179. «La ciudad de Nueva York contra Homer Simpson» (4F22) - 21 de septiembre, 1997
180. «El director y el pillo» (4F23) - 28 de septiembre, 1997
181. «El saxo de Lisa» (3G02) - 19 de octubre, 1997
182. «La casa-árbol del terror vm» (5F02) - 26 de octubre, 1997
183. «La familia Cartridge» (5F01) - 2 de noviembre, 1997
184. «Bart, Star» (5F03) - 9 de noviembre, 1997
185. «Las dos señoras Nahasapeemapetilon» (5F04) - 16 de noviembre, 1997
186. «Lisa, la escéptica» (5F05) - 23 de noviembre, 1997
187. «Bocados inmobiliarios» (5F06) - 7 de diciembre, 1997
188. «El milagro de Evergreen Terrace» (5F07) - 21 de diciembre, 1997
189. «Todo canciones, todo bailes» (5F24) - 4 de enero, 1998
190. «Bart feriante» (5F08) - 11 de enero, 1998
191. «La alegría de la secta» (5F23) - 8 de febrero, 1998
192. «Das Bus» (5F11) - 15 de febrero, 1998
193. «La última tentación de Krusty» (5F1Q) - 22 de febrero, 1998
194. «Boda indemnización» (5F12) - 1 de marzo, 1998
195. «Lisa, la Simpson» (4F24) - 8 de marzo, 1998
196. «El pequeño Wiggy» (5F13) - 22 de marzo, 1998
197. «La marea Simpson» (3G04) - 29 de marzo, 1998
198. «El problema con los trillones» (5F14) - 5 de abril, 1998
199. «Edición aniñada» (5F15) - 19 de abril, 1998
200. «Residuos titánicos» (5F09) - 26 de abril, 1998
201. «El rey de la montaña» (5F16) - 3 de mayo, 1998
202. «Perdemos a nuestra Lisa» (5F17) - 10 de mayo, 1998
203. «Margie, ¿puedo acostarme con el peligro?» (5F17) - 17 de mayo, 1998
DECIMA TEMPORADA, 1998 - 1999
204. «La grasa del baile» (5F20) - 23 de agosto, 1998
205. «El mago de Evergreen Terrace» (5F21) - 20 de septiembre, 1998
206. «Bart, la madre» (5F22) - 27 de septiembre, 1998
207. «La casa-árbol del terror ix» (AABF01) - 25 de octubre, 1998
208. «Cuando criticas a una estrella» (5F19) - 8 de noviembre, 1998
209. «Oh, en el viento» (AABF02) - 15 de noviembre, 1998
210. «Lisa obtiene una matrícula» (AABF03) - 22 de noviembre, 1998
211. «Homer Simpson en: problemas del riñón» (AABF04) - 6 de diciembre, 1998
212. «El alcalde y la mafia» (AABF05) - 20 de diciembre, 1998
213. «Viva Ned Flanders» (AABF06) - 10 de enero, 1999
214. «Los Barts salvajes no pueden romperse» (AABF07) - 17 de enero, 1999
215. «Domingo, horrible domingo» (AABF08) - 31 de enero, 1999
216. «Homer al máximo» (AABF09) - 7 de febrero, 1999
217. «Apoyo a Cupido» (AABF11) - 14 de febrero, 1999
218. «Marge Simpson en: Cólera al volante» (AABF10) - 21 de febrero, 1999
219. «Dejad sitio a Lisa» (AABF12) - 28 de febrero, 1999
220. «Máximo Homer-esfuerzo» (AABF13) - 28 de marzo, 1999
221. «Historias bíblicas de los Simpson» (AABF14) - 4 de abril, 1999
222. «Mamá y el arte de papá» (AABF15) - 11 de abril, 1999
223. «El viejo y el alumno insolente» (AABF16) - 25 de abril, 1999
224. «Monty no puede comprar mi amor» (AABF17) - 2 de mayo, 1999
225. «Salvaron el cerebro de Lisa» (AABF18) - 9 de mayo, 1999
226. «Treinta minutos sobre Tokio» (AABF20) - 16 de mayo, 1999
UNDÉCIMA TEMPORADA, 1999 - 2000
227. «Más allá de la cúpula del fracaso» (AABF23) - 26 de septiembre, 1999
228. «La ayudita del hermano» (AABF22) - 3 de octubre, 1999
229. «Adivina quién es el nuevo crítico de cocina» (AABF21) - 24 de octubre, 1999
230. «La casa-árbol del terror x» (BABF01) - 31 de octubre, 1999
231. «E-I-E-I-(Gesto de disgusto)» (AABF19) - 7 de noviembre, 1999
232. «Hola, arroyo. Adiós, fama» (BABF02) - 14 de noviembre, 1999
233. «Ocho malcriados» (BABF03) - 21 de noviembre, 1999
234. «Llévate a mi mujer, sinvergüenza» (BABF05) - 28 de noviembre, 1999
235. «El timo de los Reyes Magos» (BABF07) - 19 de diciembre, 1999
236. «Pequeña gran mamá» (BABF04) - 9 de enero, 2000
237. «Cara fuera/incredulidad» (BABF06) - 16 de enero, 2000
238. «La familia mansión» (BABF08) - 23 de enero, 2000
239. «Jinetes galácticos» (BABF09) - 6 de febrero, 2000
240. «Solito otra vez naturalmente» (BABF10) - 13 de febrero, 2000
241. «Misionero imposible» (BABFll) - 20 de febrero, 2000
242. «Pygmoelión» (BABF12) - 27 de febrero, 2000
243. «Bart al futuro» (BABF13) - 19 de marzo, 2000
244. «Días de vino y suspiros» (BABF14) - 9 de abril, 2000
245. «Mata al cocodrilo y corre» (BABF16) - 30 de abril, 2000
246. «El último baile de claqué en Springfield» (BABF15) - 7 de mayo, 2000
247. «Marge está loca, loca, loca, loca» (BABF18) - 14 de mayo, 2000
248. «Detrás de las risas» (BABF19) - 21 de mayo, 2000
DUODÉCIMA TEMPORADA, 2000 - 2001
249. «La casa-árbol del terror xi» (BABF21) - 1 de noviembre, 2000
250. «Historia de dos ciudades» (BABF20) - 5 de noviembre, 2000
251. «Papá payaso loco» (BABF17) - 12 de noviembre, 2000
252. «Lisa la ecologista» (CABF01) - 19 de noviembre, 2000
253. «Homer contra la dignidad» (CABF04) - 26 de noviembre, 2000
254. «El ordenador que acabó con Homer» (CABF02) - 3 de diciembre, 2000
255. «El gran timo» (CABF03) - 10 de diciembre, 2000
256. «Skinner y su concepto de un día de nieve» (CABF06) - 17 de diciembre, 2000
257. «HOMfl» (BABF22) - 7 de enero, 2001
258. «Chiromami» (CABF05) - 14 de enero, 2001
259. «El peor episodio de la historia» (CABF08) - 4 de febrero, 2001
260. «La amenaza del tenis» (CABF07) - 11 de febrero, 2001
261. «La tierra de los simios» (CABF10) - 18 de febrero, 2001
262. «Los nuevos chicos del ¡puafl» (CABF12) - 25 de febrero, 2001
263. «El hambriento, hambriento Homer» (CABF09) - 4 de marzo, 2001
264. «Hasta lueguito cerebrito» (CABF11) - 11 de marzo, 2001
265. «El safari de los Simpson» (CABF13) - 1 de abril, 2001
266. «Trilogía del error» (CABF14) - 29 de abril, 2001
267. «Nos vamos a Jubilandia» (CABF15) - 6 de mayo, 2001
268. «Hijos de un bruto menos» (CABF16) - 13 de mayo, 2001
269. «Cuentos populares» (CABF17) - 20 de mayo, 2001
DECIMOTERCERA TEMPORADA, 2001 - 2002
270. «La casa-árbol del terror xi» (CABF19) - 6 de noviembre, 2001
271. «Tú al correccional y yo a la cárcel» (CABF22) - 11 de noviembre, 2001
272. «Homer el Moe» (CABF20) - 18 de noviembre, 2001
273. «Burns enamorado» (CABF18) - 2 de diciembre, 2001
274. «Aquellos patosos años» (CABF21) - 9 de diciembre, 2001
275. «Ella de poca fe» (DABF02) - 16 de diciembre, 2001
276. «Discusión familiar» (DABF01) - 6 de enero, 2002
277. «Marge agridulce» (DABF03) - 20 de enero, 2002
278. «En mandíbula cerrada» (DABF05) - 27 de enero, 2002
279. «Proposición semidecente» (DABF04) - 10 de febrero, 2002
280. «Bart quiere lo que quiere» (DABF06) - 17 de febrero, 2002
281. «El último rifle del oeste» (DABF07) - 24 de febrero, 2002
282. «El viejo y la llave» (DABF09) - 10 de marzo, 2002
283. «Historias de dominio publico» (DABF08) - 17 de marzo, 2002
284. «La culpa es de Lisa» (DABF10) - 31 de marzo, 2002
285. «Este Burns está muy vivo» (DABF11) - 7 de abril, 2002
286. «Homenaje a una vida» (DABF12) - 21 de abril, 2002
287. «Estoy verde de rabia» (DABF13) - 28 de abril, 2002
288. «El Apu más dulce» (DABF14) - 5 de mayo, 2002
289. «Niña pequeña en gran liga» (DABF15) - 12 de mayo, 2002
290. «El juego de la silla» (DABF16) - 19 de mayo, 2002
291. «Papá tiene una placa nueva» (DABF17) - 22 de mayo, 2002
DECIMOCUARTA TEMPORADA, 2002 - 2003
292. «La casa-árbol del terror xiii» (DABF19) - 03 de noviembre, 2002
293. «Cómo rocanroleé en mis vacaciones de verano» (DABF22) - 10 de noviembre, 2002
294. «Bart contra Lisa contra tercero de primaria» (DABF20) - 17 de noviembre, 2002
295. «Marge, la pechugona» (DABF18) - 24 de noviembre, 2002
296. «Buscando refugio desperadamente» (DABF21) - 1 de diciembre, 2002
297. «El matón superdetective» (EABF01) - 15 de diciembre, 2002
298. «Edna especial» (EABF02) - 5 de enero, 2003
299. «El padre que sabía demasiado poco» (EABF03) - 12 de enero, 2003
300. «Bartir de cero»246 (EABF05) - 16 de febrero, 2003
301. «Los fuertes brazos de la madre» (EABF04) - 2 de febrero, 2003
302. «Reza lo que sepas» (EABF06) - 9 de febrero, 2003
303. «Deletreo lo más rápido que puedo» (EABF07) - 16 de febrero, 2003
304. «Ha renacido una estrella» (EABF08) - 2 de marzo, 2003
305. «Krusty caballero sin espada» (EABF09) - 9 de marzo, 2003
306. «Presidente ejecutivo Jo!» (EABF10) - 16 de marzo, 2003
307. «Perdonad si añoro el cielo» (EABF11) - 30 de marzo, 2003
308. «Los tres gays del bloque» (EABF12) - 13 de abril, 2003
309. «Colega ¿dónde está mi rancho?» (EABF13) - 27 de abril, 2003
310. «Mi fiel cobardica» (EABF14) - 4 de mayo, 2003
311. «Frene a mi mujer» (EABF15) - 11 de mayo, 2003
312. «Bart bélico» (EABF16) - 18 de mayo, 2003
313. «Moe y el blues del bebé» (EABF17) - 18 de mayo, 2003
DECIMOQUINTA TEMPORADA, 2003 - 2004
314. «La casa-árbol del Terror xiv» (EABF21) - 2 de noviembre, 2003
315. «Mi madre la robacoches» (EABF18) - 9 de noviembre, 2003
316. «El presidente llevaba perlas» (EABF20) - 16 de noviembre, 2003
317. «Los monólogos de la regina» (EABF22) - 23 de noviembre, 2003
318. «El gordo y el peludo» (EABF19)- 30 de noviembre, 2003
319. «Hoy yo soy payaso» (FABF01) - 7 de diciembre, 2003
320. «Ya llegó la decimoquinta temporada» (FABF02) - 14 de diciembre, 2003
321. «Marge contra solteros, ancianos, parejas sin hijos, adolescentes y gays» (FABF03) - 4
de enero, 2004
322. «Yo (gesto de disgusto)-bot» (FABF04) - 11 de enero, 2004
323. «Diatriba de un ama de casa loca» (FABF05) - 25 de enero, 2004
324. «Márgica gira histórica» (FABF06) - 8 de febrero, 2004
325. «Milhouse ya no vive aquí» (FABF07) - 15 de febrero, 2004
326. «Dos listas muy listas» (FABF09) - 22 de febrero, 2004
327. «El ziff que vino a cenar» (FABF08) - 14 de marzo, 2004
328. «El día de la codependencia» (FABF10) - 21 de marzo, 2004
329. «El crío errante» (FABF11) - 28 de marzo, 2004
330. «Mi gran boda empollona» (FABF12) - 18 de abril, 2004
331. «Atrápanos si puedes» (FABF14) - 25 de abril, 2004
332. «Simpson el simplón» (FABF15) - 02 de mayo, 2004
333. «Tal como no éramos» (FABF13) - 09 de mayo, 2004
334. «Bandera Bart-Estrellada» (FABF17) - 16 de mayo, 2004
335. «Al filo del panfleto» (FABF18) - 23 de mayo, 2004
DECIMOSEXTA TEMPORADA, 2004 - 2005
336. «La casa-árbol del terror xv» (FABF23) - 7 de noviembre, 2004
337. «Todo vale en el horno y en la guerra» (FABF20) - 14 de noviembre, 2004
338. «Durmiendo con el enemigo» (FABF19) - 21 de noviembre, 2004
339. «Ella era mi chica» (FABF22) - 5 de diciembre, 2004
340. «Hombre gordo y niño pequeño» (FABF21) - 12 de diciembre, 2004
341. «Recetas de medianoche» (FABF16) - 16 de enero, 2005
342. «Tabernísima mamá» (GABF01) - 30 de enero, 2005
343. «Pase desespiadoso de Homer y Ned» (GABF02) - 6 de febrero, 2005
344. «Rapto-Rap» (GABF03) - 13 de febrero, 2005
345. «Casarse tiene algo» (GABF04) - 20 de febrero, 2005
346. «Un día claro, no puedo ver a mi hermana» (GABF05) - 6 de marzo, 2005
347. «Gu gu gai pan» (GABF06) - 13 de marzo, 2005
348. «Homer-móvil» (GABF07) - 20 de marzo, 2005
349. «El soplón vive arriba» (GABF08) - 3 de abril, 2005
350. «Futur-drama» (GABF12) - 17 de abril, 2005
351. «No temas al techador» (GABF10) - 1 de mayo, 2005
352. «El chico del corazón roto» (GABF11) - 1 de mayo, 2005
353. «Bart, estrella y estrellado» (GABF13) - 8 de mayo, 2005
354. «Gracias a Dios que es el día del juicio final» (GABF14) - 8 de mayo, 2005
355. «Hogar sin Homer» (GABF15) - 15 de mayo, 2005
356. «El padre, el hijo y el espíritu invitado» (GABF09) - 15 de mayo, 2005
DECIMOSÉPTIMA TEMPORADA, 2005 - 2006
357. «La hoguera de los manatíes» (GABF18) - 11 de septiembre, 2005
358. «La niña que dormía demasiado poco» (GABF16) - 18 de septiembre, 2005
359. «Milhouse de arena y niebla» (GABF19) - 25 de septiembre, 2005
360. «La casa-árbol del terror xvi» (GABF17) - 6 de noviembre, 2005
361. «El envenenamiento del hijo de Marge» (GABF20) - 13 de noviembre, 2005
362. «Homer a la carrera» (GABF21) - 20 de noviembre, 2005
363. «Las últimas mamás sombrero rojo» (GABF22) - 27 de noviembre, 2005
364. «El Bob italiano» (HABF02) - 11 de diciembre, 2005
365. «Cuentos de Navidad de Los Simpson» (HABF01) - 18 de diciembre, 2005
366. «La prueba de paternidad de Homer» (HABF03) - 8 de enero, 2006
367. «Camino a OJ-ninguna parte» (HABF04) - 29 de enero, 2006
368. «Mi bella damita» (HABF05) - 26 de febrero, 2006
369. «La historia aparentemente interminable» (HABF06) - 12 de marzo, 2006
370. «Bart tiene dos mamás» (HABF07) - 19 de marzo, 2006
371. «Homer Simpson, ésta es su esposa» (HABF08) - 26 de marzo, 2006
372. «Million Dollar Abie» (HABF09) - 2 de abril, 2006
373. «Kiss Kiss Bang Bangalore» (HABF10) - 9 de abril, 2006
374. «Las historias más húmedas jamás contadas» (HABFll) - 23 de abril, 2006
375. «Las chicas sólo quieren sumar» (HABF12) - 30 de abril, 2006
376. «A propósito de Marge» (HABF13) - 7 de mayo, 2006
377. «El hombre mono» (HABF14) - 14 de mayo, 2006
378. «Marge, Homer y el deporte en pareja» (HABF16) - 21 de mayo, 2006
DECIMOCTAVA TEMPORADA, 2006 - 2007
379. «El cocinero, el bribón, la mujer y su Homer» (HABF15) - 10 de septiembre, 2006
380. «Jazzy y los melódicos» (HABF18) - 17 de septiembre, 2006
381. «Por favor, Homer, no des ni clavo» (HABF20) - 24 de septiembre, 2006
382. «La casa-árbol del terror xvn» (HABF17) - 5 de noviembre, 2006
333. «Recluta -Jo!» (HABF21) - 12 de noviembre, 2006
384. «Moe, no Lisa» (HABF19) - 19 de noviembre, 2006
385. «Helado de Margie (con cabello azul claro)» (HABF22) - 26 de noviembre, 2006
386. «La pareja Ja Ja» (JABF02) - 10 de noviembre, 2006
387. «Kill Gil, volúmenes 1 y 2» (JABF01) - 17 de diciembre, 2006
388. «Esposa acuática» (JABF03) - 28 de enero, 2007
389. «La venganza es un plato que se sirve tres veces» (JABF05) - 11 de febrero, 2007
390. «Pequeña gran niña» (JABF04) - 18 de febrero, 2007
391. «Crecer en Springfield» (JABF07) - 7 de marzo, 2007
392. «Cuerdas gañanes» (JABF09) - 7 de marzo, 2007
393. «Rofeo y Jumenta» (JABF08) - 11 de marzo, 2007
394. «Homerazzi» (JABF06) - 25 de marzo, 2007
395. «Marge virtual» (JABF10) - 22 de abril, 2007
396. «Chicos de asco» (JABF11) - 29 de abril, 2007
397. «Granujas y escaleras» (JABF13) - 6 de mayo 2007
398. «¡Alto!, o mi perro dispara» (JABF12) - 13 de mayo 2007
399. «24 minutos» (JABF14) - 20 de mayo 2007
400. «Kent no siempre puede decir lo que quiere» (JABF15) - 21 de octubre 2007
DECIMONOVENA TEMPORADA, 2007 - 2008
401. «¡Le gusta volar, jo! (JABF20)» — 23 de septiembre, 2007
402. «El Harnero de Sevilla (JABF18)» — 30 de septiembre, 2007
403. «Grúa-boy de medianoche (JABF21)» - 7 de octubre, 2007
404. «No quiero saber por qué canta el pájaro enjaulado» (JABF19) - 14 de octubre, 2007
405. «La casa-árbol del terror xm» (JABF17) - 4 de noviembre, 2007
406. «El pequeño huérfano Millie» (JABF22) - 11 de noviembre, 2007
407. «Maridos y cuchilladas» (JABF16) - 18 de noviembre, 2007
408. «Funeral por un enemigo» (KABF01) - 25 de noviembre, 2007
409. «Eterno estupor de una mente Simpson» (KABF02) - 16 de diciembre, 2007
410. «E. Pluribus Wiggum» (KABF03) - 6 de enero, 2008
411. «El show de los noventa» (KABF04) - 27 de enero, 2008
412. «Amor al estilo Springfieldiano» (KABF05) - 17 de febrero, 2008
413. «Infilbartado» (KABF06) — 2 de marzo, 2008
414. «Ñoño crimen perfecto» (KABF07) — 9 de marzo, 2008
415. «Hija ahumada» (KABF08) - 30 de marzo, 2008
416. «Papá, no me chupes la sangre» (KABF09) — 13 de abril, 2008
417. «Apocalipta vaca» (KABF10) - 27 de abril, 2008
418. «Un Sundance cualquiera» (KABF11) - 4 de mayo, 2008
419. «Monalisamente» (KABF12) — 11 de mayo, 2008
420. «Lisa al desnudo» (KABF13) - 18 de mayo, 2008
* Estos eran los títulos disponibles de los episodios emitidos en España en el momento de la
edición del libro.
ESTE LIBRO SE INSPIRA EN IDEAS DE…
TALES (ca. 624 - 546 a.C.)
«Todas las cosas están llenas de dioses y tienen un alma».
ANAXIMANDRO (ca. 611 - 546 a.C.)
«A partir de donde las cosas tienen el origen, hacia allí se encamina también su perecer según
la necesidad; pues se pagan unas a otras condena y expiación por su iniquidad según el tiempo
fijado».
LAO-TSÉ (nacido ca. 604 a.C.)
«Quien sabe no habla. Quien habla no sabe. Cierra la boca».
ANAXÍMENES (ca. 585 - 528 a.C.)
«El principio de las cosas existentes es el aire; pues de éste nacen todas las cosas y en él se
disuelven de nuevo».
BUDA
«Toda la humanidad está enferma. Vengo a ustedes como un médico que ha diagnosticado
esta enfermedad universal y está preparado para ayudar a curarla».
CONFUCIO (ca. 551 - 479 a.C.)
«El gran hombre siempre está a gusto; el hombre mediocre siempre está al borde del
precipicio».
HERÁCLITO (muerto ca. 510 - 480 a.C.)
«Nadie se baña en el mismo río dos veces porque todo cambia en el río y en el que se baña».
PARMENIDES (515 - 445 a.C.)
«Jamás se impondrá que haya cosas que no sean».
SÓCRATES (470 - 399 a.C.)
«La riqueza no trae la excelencia, pero la excelencia trae la riqueza y otras bendiciones
públicas y privadas para los hombres».
PLATÓN (428/7 - 348/7 a.C.)
«A menos que los filósofos reinen en las ciudades o cuantos ahora se llaman reyes y dinastas
practiquen noble y adecuadamente la filosofía [...] no hay tregua para los males de las ciudades, ni
tampoco, según creo, para los del género humano».
ARISTÓTELES (384 - 322 a.C.)
«Lo propio de cada ser según su naturaleza es lo mejor y lo más placentero para cada uno.
Para el hombre, por lo tanto, la vida de acuerdo con la razón es la mejor y la más placentera, pues
la razón más que ninguna otra cosa es el hombre».
EPICURO (341 - 270 a.C.)
«El placer reconocemos como bien primero, connatural a nosotros. De él partimos para todo
lo que elegimos o rechazamos y a él llegamos».
EPICTETO (50 - 130)
«Los hombres no tienen miedo de las cosas, sino de cómo las ven».
MARCO AURELIO (121 - 180)
«Todo suceso es tan cotidiano y conocido como la rosa en la primavera o la fruta en el verano.
Tal es la enfermedad, la muerte, la injuria, la maquinación y todas las cosas que alegran o
entristecen a los estúpidos».
SAN AGUSTÍN (354 - 430)
«Aun lo que llamamos mal en el mundo, bien ordenado y colocado en su lugar, hace resaltar
más eminentemente el bien».
ANSELMO (1033 - 1109)
«Existes, pues, ¡oh Señor, Dios mío!, y tan verdaderamente, que no es siquiera posible
pensarte como no existente».
SANTO TOMÁS DE AQUINO (1225 - 1274)
«La criatura racional se encuentra sometida a la divina providencia como tal, y es providente
por sí misma y para las demás cosas. Por lo mismo, hay también en ella una participación de la
razón eterna en virtud de la cual se encuentra naturalmente inclinada a actos y fines debidos. Y esta
participación de la ley eterna en la criatura racional es lo que se llama ley natural».
FRANCIS BACON (1561 - 1626)
«No sólo debemos buscar y procurarnos una gran cantidad de experimentos, por cierto
distintos de los que se han utilizado hasta ahora, sino que deben aplicarse un método, un orden y
un procedimiento muy otros para la continuación y ampliación de la experiencia».
THOMAS HOBBES (1588 - 1679)
«La vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta».
RENE DESCARTES (1596 - 1650)
«Supondré, pues, que [...] algún genio maligno de extremado poder e inteligencia pone todo su
empeño en hacerme errar [...]. Pero por más que me engañe, no podrá nunca conseguir que yo no
exista mientras yo siga pensando que soy algo. De manera que, una vez sopesados de forma
escrupulosa todos los argumentos, se ha de concluir que siempre que digo “yo soy, yo existo” o lo
concibo en mi mente, necesariamente debe de ser verdad».
BARUCH SPINOZA (1632 - 1677)
«En la naturaleza no hay nada contingente, sino que, en virtud de la necesidad de la naturaleza
divina, todo está determinado a existir y obrar de cierta manera».
JOHN LOCKE (1632 - 1704)
«La natural libertad del hombre es ser libre de cualquier poder superior sobre la tierra, y no
estar bajo la voluntad o autoridad legislativa del hombre, sino tener únicamente la ley de la
naturaleza para regirse».
GOTTFRIED LEIBNIZ (1646 - 1716)
«Sigue el alma sus propias leyes y el cuerpo también las suyas propias, y se encuentran en
virtud de la armonía preestablecida entre las sustancias, puesto que todas son las
representaciones de un mismo universo».
GEORGE BERKELEY (1685 - 1753)
«Ser es ser percibido».
DAVID HUME (1711 - 1776)
«La razón es, y debe ser, sólo esclava de las pasiones y no puede aspirar a otro oficio que
servirlas y obedecerlas».
IMMANUEL KANT (1724 - 1804)
«Todo conocimiento empieza con la experiencia, pero no por eso todo él procede de la
experiencia».
G. W. F. HEGEL (1770 - 1831)
«Colaborar a que la filosofía se aproxime a la forma de la ciencia, a que pueda despojarse de
su nombre de “amor al saber” y sea conocimiento efectivo, tal es lo que me he propuesto».
ARTHUR SCHOPENHAUER (1788 - 1860)
«“El mundo es mi representación”: Esta es una verdad que vale para todo ser viviente y
congnoscente, aunque sólo el hombre puede llevarla a la conciencia reflexiva abstracta: y cuando lo
hace realmente, surge en él la reflexión filosófica».».
JOHN STUART MILL (1806 - 1873)
«Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates
insatisfecho que un necio satisfecho».
SOREN KIERKEGAARD (1813 - 1855)
«Si tuviese que elegir un epitafio para mi tumba, no elegiría otro que “Ese individuo”».
KARL MARX (1818 - 1883)
«Así como los individuos expresan sus vidas, así son. Lo que son coincide con lo que
producen pero, junto con lo que producen, cuenta también cómo lo producen. Lo que los individuos
son, pues, depende de las condiciones materiales de su producción».
CHARLES SANDERS PEIRCE (1839 - 1914)
«Hay pocas personas que se preocupen de estudiar lógica, porque todo el mundo se
considera lo suficientemente experto en el arte de razonar. Observo, sin embargo, que esta
satisfacción se limita a la propia capacidad de raciocinio, no extendiéndose a la de los demás».
WILLIAM JAMES (1842 - 1910)
«Mi primer acto de libre albedrío será creer en el libre albedrío».
FRIEDRICH NIETZSCHE (1844 - 1900)
«De la escuela de la guerra de la vida\ lo que no me mata, me hace más fuerte».
GOTTLOB FREGE (1848 - 1925)
«Desde luego es loable intentar aclararse a uno mismo en la medida de lo posible el
significado que se asocia con una palabra. Pero no debemos olvidar que no todo puede ser
definido».
EDMUND HUSSERL (1859 - 1938)
«A las cosas mismas».
HENRI BERGSON (1859 - 1941)
«El ojo ve sólo lo que la mente está preparada para comprender».
JOHN DEWEY (1859 - 1952)
«El sentido de un todo subyacente y extensivo es el contexto de toda experiencia y la esencia
de la cordura».
ALFRED NORTH WHITEHEAD (1861 - 1947)
«La naturaleza es una estructura de proceso en continuo avance. La realidad es el proceso».
BERTRAND RUSSELL (1872 - 1970)
«El escepticismo, aunque lógicamente impecable, es psicológicamente imposible, y hay un
elemento de frívola insinceridad en toda filosofía que finja aceptarlo».
G.E.MOORE (1873 - 1958)
«Si me preguntan “¿cómo se define bueno?”, mi respuesta es que no puede definirse y que
esto es todo lo que tengo que decir sobre el particular».
LuDWIG WlTTGENSTEIN (1889 - 1951)
«¿Cuál es tu objetivo en filosofía? Mostrarle a la mosca la salida de la botella cazamoscas».
MARTIN HEIDEGGER (1889 - 1976)
«El Dasein es un ente que no sólo figura entre otros entes, sino que se distingue ónticamente
en que, a este ente en su ser, le va este su ser mismo».
GILBERT RYLE (1900 - 1976)
«Aprender cómo mejorar una capacidad no es igual a aprender qué u obtener información».
KARL POPPER (1902 - 1995)
«Propongo entonces reemplazar la pregunta acerca de las fuentes del conocimiento por una
pregunta completamente diferente: “ ¿cómo podemos detectar y eliminar el error?”».
JEAN-PAUL SARTRE (1905 - 1980)
«El hombre no es otra cosa que lo que él mismo hace de sí».
SIMONE DE BEAUVOIR (1908 - 1986)
«No se nace mujer: se llega a serlo».
W. V. O. QUINE (1908 - 2000)
«Lo que se revela en la indeterminación de la traducción es que la noción de la proposición
como significado de la oración es insostenible. Lo que se revela en la indeterminación empírica de
la ciencia global es que hay diversas maneras defendibles de concebir el mundo».
ALBERT CAMUS (1915 - 1960)
«No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida
vale o no vale la pena es responder a la pregunta fundamental de la filosofía».
CON LAS VOCES DE…
DAVID L. G. ARNOLD es profesor lector de literatura inglesa en la universidad de Wisconsin,
en Stevens Point. Además de ocuparse de Los Simpson y la cultura popular, sus investigaciones se
centran en los lamentos de William Faulkner y las novelas de protesta social de Chester Himes.
David está convencido de saber cómo murió REALMENTE Maude Flanders.
DANIEL BARWICK es profesor lector de filosofía en el Alfred State College. Ha publicado el
volumen Intentional Implications y numerosos artículos. Barwick imparte cursos de ética, metafísica
y el estudio de la educación en general. Le gustan los cacahuetes (sin cáscara), robar caramelos a
los niños (es en serio), y regodearse en su propia crapulencia.
ERIC BRONSON es investigador de filosofía y civilización mundial en el Berkeley College de
Nueva York. También es profesor visitante en la Universidad Estatal Altai de Barnaul, en Rusia.
Mmmmmm... kolbassa.
PAUL A. CANTOR es profesor titular de literatura inglesa en la Universidad de Virginia y ha
formado parte del Consejo Nacional de Humanidades. Ha publicado varios libros y numerosos
artículos sobre temas como Shakespeare, literatura romántica y teoría literaria. En 2001 se publicó
una recopilación de sus ensayos sobre cultura popular con el título de Gilligan XJnbound (Rowman
and Littlefield, 2001). Su obra sobre Los Simpson ha sido elogiada y citada por el National
Enquirer. Cantor acaba de hacerse con el codiciado papel de Danny de Vito en el remake de Fox
Searchlight de Twins protagonizado por Rainer Wolfcastle.
MARK T. CONARD es autor de ficción, filósofo y lobo estepario radicado en Filadelfia. Sus
escritos sobre Kant y Nietzsche han aparecido en Philosophy Today y The Southern Journal of
Philosophy. Su artículo «Symbolism, Meaning, and Nihilism in Quentin Tarantino’s Pulp Fiction» fue
publicado en Philosophy Now. Mark ya no cree en nada y ha decidido estudiar derecho.
GERALD J. ERION enseña filosofía en el Medaille College de Buffalo, Nueva York. Ha
publicado textos de filosofía de la mente y ética, pero nunca ha ganado al bombardeo de preguntas
sobre la Biblia.
RAJA HALWANI es profesor lector de filosofía en el departamento de artes liberales del
School of the Art Institute de Chicago. Sus intereses filosóficos se centran en la ética, la filosofía del
arte y la filosofía del sexo y el amor. Ha publicado diversos artículos en revistas especializadas y
está preparando un libro sobre la ética de las virtudes. Con todo, el mayor logro de Raja ha sido el
descubrimiento de una comida entre el desayuno y el brunch.
JASON Holt es investigador de la Universidad de Manitoba. Es también autor de Blindsight
and theNature of Consciousness (Broadview Press, 2003) y de diversos artículos sobre temas
filosóficos. Ninguno de sus trabajos lleva el sello de garantía de Krusty.
WILLIAM IRWIN es profesor lector de filosofía en el King’s College de Pennsylvania. Ha
publicado artículos sobre teoría de la interpretación y estética en revistas académicas; es autor,
entre otros títulos, de Intentionalist Interpretation: A Philosophical Explanation and Defense
(Greenwood Press, 1999), y coautor de Critical Thinking (2001). Es editor de Seinfeld and
Philosophy: A Book about Everything and Nothing (Open Court, 1999J y The Death and
Resurrection of the Author (Greenwood Press, 2002). Bill quisiera agradecer a David Crosby
haberlo mantenido lejos del bar de Moe y de la cerveza Duff.
KELLY DEAN JOLLEY es profesor titular de filosofía en la Universidad de Auburn. Entre sus
publicaciones recientes se cuenta «Philosophical Investigations and a Philosophical Education», en
The Modern Schoolman. Kelly posee la colección más grande de Stacy Malibú que existe.
DEBORAH KNIGHT es profesora lectora de filosofía e investigadora en la universidad de
Queen, en Kingston, Canadá. Ha publicado numerosos artículos sobre temas de estética, filosofía
del cine, filosofía de la literatura y filosofía de la mente, y siempre sigue el consejo de Bart sobre los
ponis.
JAMES LAWLER es profesor asociado del Departamento de Filosofía en la Universidad
Estatal de Nueva York en Buffalo. Es autor de The Existentialist Marxism of Jean-Paul Sartre y de
IQ, Heritability, and Racism, además de artículos sobre Kant, Hegel y Marx. Ha editado Dialectics of
the U.S. Constitution: Selected Writings of Mitchell Franklin, publicado en 2001 por MEP Press. En
su tiempo Ubre, Jim se dedica a coleccionar discos antiguos de Gingivitis Murphy, y se interesa
especialmente por el infame período parisino del músico.
J. R. LOMBARDO es miembro del cuerpo docente de la City University de Nueva York y tiene
una consulta privada de psicoterapia y orientación. Está especializado en el área de la enfermedad
mental y la ética, aunque como poeta ha recibido el premio «Best New Poet» por su «Tripping
through the Celestial Woods». El Backstreet Boy favorito de J. R. es el «el pequeño con cara de
rata».
CARL MATHESON es profesor de filosofía y jefe del Departamento de Filosofía de la
Universidad de Manitoba. Ha publicado ensayos de filosofía del arte, historia y filosofía de la
ciencia y metafísica. Junto a David Davies ha editado una antología de filosofía de la literatura para
Broadview Press. Si el presupuesto lo permitiese, mantendría a los estudiantes en su sitio
mediante unos imanes gigantescos.
JENNIFER LYNN MCMAHON es profesora lectora de filosofía en el Centre College de
Kentucky. Ha publicado ensayos sobre Sartre, sobre filosofía oriental y sobre estética. Aunque
todavía no ha tenido que buscar un segundo empleo para costearse su pasión por los caballos, los
ocho que tiene en su cuadra demuestran lo que puede pasar cuando los padres compran ponis a
sus hijas.
AEON J. SKOBLE es profesor lector visitante de filosofía en la Academia Militar de West
Point. Es coeditor de la antología Political Philosophy: Essential Selections (Prentice-Hall, 1999), y
autor de Freedom, Authority, and Social Order (Open Court, 2005). Suele escribir sobre moral,
política y teoría social para publicaciones especializadas o generales, y es editor de la revista anual
Reason Papers. También es editor colaborador de Corey Magazine.
DALE SNOW es profesora asociada de filosofía en el Loyola College de Maryland. Es autora
de Schelling and the End of Idealism (State University of New York Press, 1996) y ha publicado
numerosas traducciones académicas del alemán. Está de acuerdo con Marge en que «todos los
académicos queréis lo mismo».
JAMES SNOW es profesor de matemáticas de secundaria en el Sistema Público de
Educación del Condado de Baltimore. Además es miembro de la Gradúate Faculty of Education en
el Loyola College de Maryland y trabaja como agente de bolsa. Ha publicado ensayos sobre las
novelas de Thomas Hardy y sobre la filosofía de Arthur Schopenhauer; su artículo más reciente
apareció (en holandés) en la revista Philosophie. Su mantra viene directamente de los labios de
Homer Simpson: «¡Mi hora de desayuno es cuando yo lo diga!».
DAVID VESSEY es profesor lector de filosofía y religión en el Beloit College. Sus
investigaciones de centran en la filosofía europea contemporánea y ha publicado artículos sobre
Sartre, Foucault y Ricoeur. Como Ned, conduce un Geo, y aunque no tenga un doctorado en la
preparación de cócteles, cree contar con suficientes credenciales.
JAMES M. WALLACE es catedrático de literatura en el King’s College de Pensilvania. Ha
publicado ensayos sobre literatura estadounidense y es autor de Parallel Lives: A Novel Way to
Learn Thinking and Writing (McGraw-Hill, 1999), así como coautor de Critical Thinking. Jim no tiene
duda de que le caerán tomates.
JOSEPH ZECCARDI investiga en este momento el tema de Sartre y la literatura
existencialista. Tal vez recordéis a Joe como periodista estrella de publicaciones como
Montgomery («No puedo creer que es un periódico») Life. Como filósofo muerto de hambre, es
autor de cientos de artículos de prensa, de los cuales ninguno resulta pertinente en el contexto de
este libro. Lo importante es que Joseph existe.
notes
Notas a pie de página
1
La traducción de los diálogos de la serie se ha tomado del doblaje español, aunque en
algunos casos se ha modificado ligeramente.
2 Mis consideraciones sobre Aristoteles derivan sobre todo de la Etica Nicomaquea, en
especial de los libros I, II, V y VIII (traducción al castellano de Julio Palli Bonet, Etica Nicomaquea,
Etica Eudemica, Gredos, Barcelona, 1985) y la Politica (traducción al castellano de Manuela
Garcia Valdez, Gredo, Barcelona, 1988). Las referencias especificas se encuentran en el cuerpo
del ensayo. No hace falta decir que buena parte de lo que afirmo sobre Aristoteles puede ser objeto
de discusión.
3 Hay que resistir la tentación de pensar que el vicioso también es prudente. Según Aristoteles,
el vicioso no posee phonesis; en lugar de eso, posee entendimiento. Para el filosofo, la razón o
sabiduría practica tiene fuerza normativa y no se limita a la relación entre medios y fines. La
phronesis nos permite saber que es importante en la vida ética. Es por eso que Aristoteles insiste
repetidas veces en que lo correcto es aquello que aparenta serlo a los ojos del agente virtuoso
(véase, por ejemplo, Etica Nicomaquea, 1176a16 - 19).
4 Vease la guía de episodios al final del libro para una lista ordenada de todos los episodios.
Muchas de las citas y todos los títulos de los episodios que aparecen en este ensayo se han
tomado de la Guia Completa de los Simpson. Ediciones B, Barcelona, 1997 y Los Simpson ¡por
siempre!, Ediciones B, Barcelona, 1999.
5 Podria pensarse que Marge cumple con este papel, dada la conclusión de Homer, según la
cual ella es su “alma gemela” (El Misterioso viaje de Homer) pero la mayor parte de los episodios
mas bien indica lo mucho que divergen Marge y Homer en cuanto a sus metas, intereses y
actividades.
6 Vease el capítulo 3.
7 Digo “a sabiendas” porque, en “Viva Ned Flanders”, Homer se despierta en un hotel en Las
Vegas y descubre que, en la borrachera de la noche anterior, se ha casado con la camarera de un
bar, y no queda claro si, de hecho, han practicado sexo.
8 Para una interpretación de Marge en clave aristotélica, véase el capitulo 4.
9 A propósito de los vicios de la población de Springfield, véase el capitulo 12.
10 Y nunca será feliz. Por otra parte. Al respecto, véase el capitulo 13.
11 A propósito del modo de ser de Flanders, véase el capitulo 14.
12 Se trata de variables como los medios intelectuales y económicos modestos y una vida
entre los habitantes de Springfield. Tambien hay que tener en cuenta que podría admirarse la
manera de ser de Homer por otros motivos. El mas evidente es que resulta muy divertido. Y
también podríamos admirarlo por aquello que, llevado a la exageración, descubrimos de nosotros
mismos —o de algunos de nosotros- en el.
13 Quisiera agradecer a los editores» de cite volumen sus muy útiles comentarios, en especial
a Bill Invin. que me brindó apoyo y estimulo constantes; a Steve Jones por las excelentes
conversaciones sobre Homer Simpson y por tolerar (y a veces disfrutar) mi uso constante de cita»
homéricas en el habla cotidiana; a mis brillantes alumnos del Sehool of Art Institute de Chicago por
discutir conmigo en numerosas ocasiones (en las que hubo una gran incontinencia en el consumo
de comida y bebida) la* ideas recogidas en este ensayo, y por usar ejemplos de Les Simpwn en
sus trabajos de filosofía, además de su alegría contagiosa ante la mera idea de que estuviese
escribiendo este articulo: a Annika Connor. Tcd Dumitrescu, Christopher Koch, Sory Poole, Sara
Puzey, Austin Stewart y Dahlia Tufen (a ellos dedico este ensayo).
14 ¿Resulta antiintelectual que un doctor en filosofía escriba un ensayo sobre una serie
televisiva? Como hemos argumentado en la Introducción, no necesariamente: depende de si la
serie puede o no arrojar luz sobre algún problema filosófico o funciona como ejemplo accesible
para explicar una tesis. Si quisiéramos adoptar un enfoque antiintelectual, podríamos sostener que
todo lo que hace falta saber sobre la vida puede aprenderse mirando la televisión, pero desde
luego nuestra tesis no es ésa. De hecho, intentamos valernos del interés del público en la serie
para acercarlo más a la filosofía.
15
Desde luego, no es lo mismo un intelectual que un experto: muchos intelectuales no son
expertos en nada. Sin embargo, sospecho que la antipatía hacia ambas figuras tiene el mismo
origen, y que la diferencia entre las dos se diluye ante quienes tienden a rechazarlas o
despreciarlas.
16
No es mi intención ocuparme de los argumentos concernientes a la posibilidad de que
existan criterios objetivos para juzgar la comida, sólo insistir en que hay una diferencia entre la
preferencia de Smith por el chocolate en lugar de la vainilla y la preferencia de Jones por el
homicidio en lugar de la terapia psicológica o la asistencia social.
17
Christopher Cerf y Victor Navasky, The Experts Speak, Pantheon Books, Nueva York, 1984,
p. 215.
18
Por supuesto, el médico en cuestión podría tener por hobby el estudio de la Batalla de
Maratón, pero me refiero aquí al médico qua médico.
19
En caso de que os interese el tema, véase Peter Green, The Greco-Persian Vars, University
of California Press, Berkeley, 1996.
20
Véase, por ejemplo, el libro de Mary Lefkowitz titulado Not Out of Africa, Basic Books,
Nueva York, 1996, en donde relata su experiencia como filóloga clásica que intenta mantener un
estándar de investigación racional en el candente ámbito de la arqueología basada en las razas.
21 Para un raro relato objetivo de la interpretación artística, véase el volumen de William Irwin
titulado Intentionalist Interpretation: A Philosophical Explanation and Defense, Greenwood Press,
Westport, 1999. Ironías del destino, mientras las nociones de verdad y competencia se ven
problematizadas desde la academia —según la cual no hay tal cosa como expertos en moral—, los
talk shows y las listas de los libros más vendidos abundan en expertos en relaciones sentimentales,
astro- logia y ángeles. En mi opinión, sólo se refrenda la competencia de estos expertos cuando
confirman la predisposición del público, y se les rechaza del modo que he esbozado cuando esto
no ocurre. Sin duda, el rechazo de la reivindicación de la competencia en el campo de los valores
morales es distinto al rechazo de la competencia en el ámbito de la física, pero lo interesante es
que exista en ambas áreas y, al mismo tiempo, veamos reivindicaciones de la propia competencia
en una vasta serie de asuntos inapropiados.
22 Véase, por ejemplo, Alan Sokal y Jean Bricmont, Fashionable Nonsense: Post-modern
Intellectuals Abuse of Science, Picador, Nueva York, 1998. El libro nace de la famosa broma de
Sokal, quien envió un artículo falso a unos editores incompetentes desde el punto de vista científico
que lo dieron por bueno. El texto se titulaba «Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum
Gravity», y se publicó originalmente en Social Text 46 - 47 (1996), pp. 217 - 252.
23 Este ejemplo también demuestra que la actitud generalizada hacia la «autoridad» y aquélla
que suele observarse hacia los «intelectuales» no son exactamente iguales. Las personas
muestran menor resistencia a la autoridad o a la competencia cuando el área de injerencia no es
de corte «intelectual», como es el caso de la competencia del fontanero, que todos reconocen.
Desde luego, toda competencia exige un cierto grado de intelectualismo, de modo que la distinción
es falaz, y en todo caso obedece a una actitud generalizada. No se trata de una afirmación sobre el
nivel intelectual de los maestros fontaneros. De estos últimos también se puede decir que son
sabios, pero no se les suele percibir como una amenaza. Ello tal vez se deba a que, cuando
hablamos de «intelectuales» o de «personas inteligentes», estamos describiendo una
característica general que distingue a la persona, mientras que cuando hablamos de «expertos»,
estamos describiendo un atributo aislado, que nos hace sentir menos amenazados. Lisa es una
intelectual (que va en busca de la sabiduría) y muy inteligente, aunque no es «experta» en nada.
24 Caso en que los médicos llevaron a cabo experimentos sin consentimiento y con gran
desdén hacia el bienestar de los «participantes», a quienes infectaron de sífilis.
25 Por ejemplo, G.I Joe ha recibido críticas por promover el militarismo y la violencia, al igual
que todos los juguetes de inspiración castrense. Sin embargo, una mayoría abrumadora de padres
desdeñan la llamada de atención de algunos intelectuales, según quienes deberíamos estimular a
los niños a jugar a otro tipo de juegos.
26 Para una discusión más profunda sobre este episodio, véase el capítulo 11..
27 Ibid., p. 178
28 Hay quien sostiene que, en efecto, Homer no tiene derecho a vivir en la estupidez. Esta tesis
podría ser válida en cierto modo, pero no es ése mi punto.
29
Agradezco a Marlc Conard y a William Irwin por ayudarme a aclarar numerosas ideas y
recordarme otros tantos ejemplos útiles.
30
Maestro de Olimpo, músico célebre según el mito.
31
Platón, Banquete, en Diálogos III, traducción de M. Martínez Hernández, revisada por José
Luis Navarro, Gredos, Madrid, 2007, 215c.
32
Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, traducción de Isidoro Requena y
Jacobo Muñoz, Alianza, Madrid, 1999, § 5.6.
33
Jean-Paul Sartre, L’Idiot de la famille - Gustave Flaubert de 1821 á 1857, Gallimard, París,
1971 - 1972,1.1, p. 25. Se ha traducido directamente del francés.
34
Ibid. p. 136.
35
Ibid. p. 140.
36
Para un comentario más extenso de este episodio, véase el capítulo 14.
37
Confucio, The Analects of Confucius, Vintage, Nueva York, 1989, 2:18. Hay diversas
ediciones en castellano. Por ejemplo, Analectas: reflexiones y enseñanzas, Barcelona, Círculo de
Lectores, 1999. Aquí se ha traducido de la versión inglesa.
38 Lao-Tsé, The Tao Te Ching, Hackett, Indianapolis, 1993, capítulo 56. Hay diversas ediciones
en castellano. Aquí se ha traducido de la versión inglesa.
39 The Bhagavad-Gita, Bantam, Nueva York, 1986, p. 33. Hay traducción al castellano de
Consuelo Martín Diza, Bhagavad Gita, Trotta, Madrid, 1997.
40 Ibid., p. 66.
41 Sarvepalli Radhakrishnan y Charles A. Moore (eds.), A Source Book of Iri¬dian Philosophy,
Princeton University Press, Princeton, p. 313.
42 Para una visión equilibrada del papel de Heidegger en el partido nazi, véase Richard Wolin,
The Heidegger Controversy, MIT Press, Cambridge, 1992.
43 Mi especial agradecimiento a Pasquale Baldino por su investigación y por compartir sus
vastos conocimientos sobre Los Simpson, y a Jennifer McMahon por sus útiles sugerencias.
44 Para otras consideraciones sobre este punto, véase el capítulo 1.
45 Daniel Barwick se propone un objetivo similar al de este ensayo en «George’s Failed Quest
for Happiness: An Aristotelian Analysis», en Seinfeld and Philosophy, Open Court, Chicago, 2000.
Véase también, en el mismo volumen, el artículo de Skoble titulado «Virtue Ethics and TV’s
Seinfeld».
46 James Rachels incluye una valiosa introducción al respecto en su Elements of Moral
Philosophy, McGraw-Hill, Nueva York, 1999, pp. 175 - 177.
47 Esta relación aparece en el Libro iv de la Ética Nicomáquea, traducción al castellano de
Julio Pallí Bonet, Gredos, Madrid, 1985.
48 Ibid., 1106a6 - 1107a25.
49
Aristóteles concede que no existe un justo medio para todos los rasgos de ca¬rácter. Por
ejemplo, afirma que el rencor, la desvergüenza y la envidia nunca pueden acercarse a la virtud, y
que el adulterio, el robo y el homicidio siempre son indebi¬dos. Al respecto escribe que realizarlos
es absolutamente erróneo, al igual que «lo es creer que en la injusticia, la cobardía y el desenfreno
hay término medio, exceso y defecto, pues entonces habría un término medio del exceso y del
defecto, y un exceso del exceso y un defecto del defecto» {Ibid., 1107a9 - 25).
50 Ibid., 1120b10 - 12
51
Ibid., 1097a31 - 1097b1.
52 «Doing well», en la traducción al inglés de la Ética Nicomáquea realizada por Irwin.
53
A propósito de la respuesta del filósofo a esta crítica, véase Ética Nicomáquea, 1097b3 y
1170b5.
54
Uno podría preguntarse si este tipo de actividades le reportan a Marge genuina eudaimonia
o algo más parecido al placer físico, pero nótese que no parece llevarlas a cabo por alguna
motivación egoísta, sino porque entiende el papel que dichas actividades pueden tener como
sustento de un vínculo familiar estrecho. Para una crítica feminista del personaje de Marge, véase el
capítulo 9.
55
Ibid., 1103a21 - 22.
56
Ibid., 1103a35 - 36.
Ibid., 1104a35 - 1104b3.
58 Desgraciadamente para Bart, sin embargo, las cosas no siempre son tan claras. La voz de
su conciencia, de hecho, lo convence de robar un videojuego, Bonestorm, en «Marge, no seas
orgullosa».
59 Para otra interpretación de la filosofía moral de Flanders, véase el capítulo 14. La teoría del
mandato divino no es la única teoría religiosa de la ética. Muy distinta resulta, por ejemplo, la teoría
de la ley natural de Tomás de Aquino, aunque también se trata de una filosofía moral religiosa.
60
Esta presentación de la teoría del mandato divino viene de Rachels, Elements, pp. 55 - 59.
61 El propio reverendo Lovejoy admite que las enséñanzas bíblicas tienen sus inconvenientes;
en «Secretos de un matrimonio con éxito», le pregunta a Marge, que ha venido a buscar su
consejo: «¿Te has sentado a leer esta cosa? Técnicamente, esta prohibido ir al lavabo»
62 Zaratustra es una obra ficcional, de modo que estas palabras las dice un personaje de
ficción, una ancianita que le da consejo al profeta Zaratustra. En con secuencia, no está claro que
dichas palabras representen el pensamiento de Nietzsche, aunque es célebre por haber dicho
algunas cosas sumamente ridiculas a propósito de las mujeres. Por otra parte, ¡no queda claro a
quién se deba fustigar con el látigo!
63 Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, traducción de Andrés Sánchez Pascual,
Alianza, Madrid, 1973, capítulo 4, p. 50.
64 Ibid., capítulo 5, p. 69.
65
Ibid., capítulo 4, p. 59.
66 Ibid., capítulo 7, p. 81.
67
Ibid., capítulo 7, p. 81.
68 Ibid., capítulo 15, p. 133.
69
Ibid., capítulo 15, p. 135.
70 Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, o Cómo se filosofa con el martillo, traducción
de Andrés Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 1973, apartado 6 de «La “razón” en la filosofía», pp.
49 y 50.
71
Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, traducción de Andrés Sánchez Pascual,
Alianza, Madrid, 1972, «“Bueno y malvado”, “bueno y malo”», apartado 13, p. 51 y 52.
72
Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, o Cómo sefilosofa con el martillo», nota 9,
apartado 5, de «La “razón” en la filosofía», p. 51.
73 Friedrich Nietzsche, La ciencia jovial, «La gaya scienza», traducción de José Jara, Círculo
de Lectores, Barcelona, 2002, sección 107, p. 189.
74 Friedrich Nietzsche, La voluntad de dominio, traducción de Eduardo Ovejero y Maury,
Aguilar, Buenos Aires, 1951, apartado 482, p. 308.
75 Alexander Nehamas, Nietzsche: Life as Literature, Harvard University Press, Cambridge,
1985, p. 182.
76 Friedrich Nietzsche, La ciencia jovial, nota 12, fragmento 290, pp. 282 y 283.
77
Friedrich Nietzsche, La voluntad de dominio, apartado 371, p. 235.
78 Alexander Nehamas, op. cit., p. 174
79
Richard Schacht, Making Sense ofNietzsche, University of Illinois Press, Ur¬bana, 1995, p.
133.
80
Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, «“Bueno y malvado , Bueno y malo”»,
apartado 2, p. 30.
81 Op. cit., apartado 10, pp. 42 y 43. Nietzsche suele utilizar el vocablo francés ressentiment.
82
Ibid., apartados 13 y 14, p. 53.
83 Ibid., apartado 15, p. 55.
84 Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, traducción de Andrés Sánchez Pascual, Alianza, Madrid,
1971, «Por qué soy un destino», apartado 5, p. 140.
85
Friedrich Nietzsche, La voluntad de dominio, apartado 15, p. 33.
86 Ibid., apartado 55, p. 57.
87
Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, nota 2, capítulo 7, p. 81.
57
88
No es posible presentar aquí una defensa teórica de esta definición. Para una elaboración
más extensa de la misma véase el artículo de William Irwin titulado «What ís an Allusion?», en The
Journal ofAesthetics andArt Criticism, 2001, 59 (3).
89
Para una reflexión más extensa sobre este episodio, véase el capítulo 9.
90 Véase Ted Cohén, Jokes: Philosophical Thoughts onjoking Matters. University of Chicago
Press, Chicago, 1999, p. 29.
91 Para Una discusión más extensa de la parodia en Los Simpson, véase el capítulo 7.
92
http://www.snpp.com/other/interviews/groening99e.html
93 Agradecemos a los siguientes colegas la ayuda prestada para escribir este en-sayo: Mark
Conard, Raja Halwani, Megan Lloyd, Jennifer O’Neill, David Weberman, Sarah Worth y Joe
Zeccardi.
94 El contraste entre las formas artísticas llamadas «altas» y las «populares» resulta útil pero
también problemático. El cine y más recientemente la televisión son ejemplos obvios de medios
que hacen tambalear los cimientos de esta distinción. Hace tiempo que filósofos del arte como
Stanley Cavell yTed Cohén reconocen en Con la muerte en los talones de Hitchcock un ejemplo tan
apropiado de arte como un autorretrato de Rembrandt. En su A Philosophy of Mass Art (Clarendon
Press, Oxford, 1998), Noel Carroll sugiere que es mejor hablar de arte «masificado» cuando nos
referimos al «arte popular producido y distribuido por medios masificados» (p. 3). Creo que no hay
duda a propósito de que Los Simpson puedan considerarse un ejemplo de este tipo de arte
popular o masificado. No supongo que el arte «elevado» sea necesariamente superior al
«popular»: existen tantas obras de arte popular como obras pésimas de «arte elevado».
95 Véase el capitulo 6.
96
Thomas J. Roberts, An Aesthetics of Junk Fiction, University of Georgia Press, Atenas,
Georgia, 1990.
97
Linda Hutcheon, A Theory of Parody: The Teaching of Twentieth-Century Art- forms, Methuen,
Nueva York, 1985, p. 33.
98 Robert Burden, «The Novel Interrogates Itself: Parody as Self-Consciousness in
Contemporary English Fiction», en Malcolm Bradbury y David Palmer ’ The Contemporary English
Novel, Edward Arnold, Londres, 1979
99
No debe subestimarse la enorme popularidad de Martin Scorsese. Por ejem¬plo, ha sido
elegido director más popular de los lectores de la Time-Out Film Guide, superando incluso a
Hitchcock. Y en la edición de 2000 de dicha guía, Uno de los nuestros figura como el undécimo
filme más popular de todos los tiempos, entre Qué bello es vivir y Con la muerte en los talones. De
las 30 películas más populares de esa lista, sólo dos (Pulp Fiction, en el decimotercer lugar, y La
lista de Schindler; en el vigésimo lugar) son más recientes que Uno de los nuestros.
100 Algis Budry, citado por Roberts, p. 90.
101
Véase el capítulo 11.
102 Agradezco a George McKnight, Bill Irwin y Carl Matheson sus comentarios y sugerencias.
103
No pretendo afirmar que Los Simpson no recurra a la parodia. El episodio en cuestión
condene una parodia de las adaptaciones musicales de Broadwav que resulta brillante desde el
título hasta el tema que cierra la obra, A Stranger Is just a Friend You Haven't Met.
104
Para profundizar en el tema de la alusión en Los Simpson, véase el capítulo 6.
105 Para una perspectiva distinta de esta cuestión, véase Robert A. Epperson, «Seinfeld and
the Moral Life», en William Irwin, (ed.), Seinfeld and Philosophy: A oo about Everything andNothing,
Open Court, Chicago, 2000, pp. 163 - 174.
106
Para una defensa de la tesis de que Los Simpson defiende valores familiares, véase el
capítulo 11.
107
Véase Arthur Danto, Después delfín del arte, traducción de Elena Neerman, Paidós,
Barcelona, 1999.
108 Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, traducción de Carlos Solís,
Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1971; Paul Feyerabend, Contra el método, traducción de
Francisco Hernán, Ariel, Barcelona, 1975. Para un vigoroso debate sobre los límites de la
sociología del conocimiento, véase James Robert Brown, (ed.), Scientific Rationality: The
Sociological Turn, Reidel, Dordrecht, 1984.
109
Richard Rorty, «Philosophy as a Kind of Writing», en Comequences of Pragmatism,
University of Minnesota Press, Minneapolis, 1982, pp. 90 - 109.
110 Para una discusión más extensa a propósito de la clase trabajadora, véase el capítulo 16
de este volumen.
111 ¿Es Lisa hipócrita en este caso? Para una discusión sobre la hipocresía justificable, véase
capítulo 12.
112 Agradezco a mi colega y coautor, Jason Holt, por haberme sugerido este argumento.
113
Aunque he demostrado que el humor en Los Simpson es frecuentemente cruel, no he
demostrado que siempre lo sea. De hecho, no lo es. Algunos momentos muy divertidos dependen
de situaciones visuales inocuas, como cuando el Actor Secundario Bob se esconde detrás de la
estatua formalmente compleja de una aeronave que concuerda con exactitud con la forma de su
peinado. Además, sólo he afirmado, y no he argumentado, que la serie deja de ser graciosa
cuando se aleja mucho tiempo de la crueldad. Esta afirmación en parte se debe a mi opinión de
que toda comedia (pero no toda instancia humorística) se basa en la crueldad. Sin embargo, se
trata de una afirmación muy controvertida y no basta este espacio para argumentarla. Evaluar la
importancia de la crueldad en el humor de Los Simpson exigiría analizar muchos momentos
supuestamente divertidos de la serie. Sencillamente temo que las personas pueden tener distintas
opiniones sobre lo que es gracioso. Puesto que, en este punto, la cuestión se vuelve
filosóficamente interesante, pero también inmanejable, tengo que admitir que cualquier tipo de
afirmación universal sobre el papel de la crueldad en la serie es controvertido y requiere un estudio
ulterior.
114 Este ensayo se ha beneficiado en gran medida del intercambio de ideas con Heidi Rees,
Jason Holt, Adam Muller, Emily Muller, George Toles, Steve Snyder y Guy Maddin. Quiero agradecer
además a William Irwin la ayuda prestada con su labor editorial y a The Simpsons Archive
(www.snpp.com) por su útil listado de episodios.
115 Gerd Steiger, «The Simpsons: Just Funny or More?», The Simpsons Archive, en
http://www.snpp.com/other/papers/gs.paper.html
116 Gendered Lives: Communication, Gender, and Culture, Wadsworth, Belmont, 1994, p. 232.
Donald M. Davis describe un patrón similar en la televisión en horario estelar: el 65,4 por ciento de
los personajes televisivos son masculinos; el 34,6, femeninos («Portrayals of Women in Prime-Time
NetWork Televisión: Some Demographic Characteristics», en Sex Roles 23: 325 - 332).
117 Whos Who In Springfield, en http://snpp.com/guides/whoiswho.html.
118 Matt Groemng y Ray Richmond, (eds.), Ediciones B, Barcelona, 1998.
119
Matt Groening y Scott M. Gimple, (eds.), Ediciones B, Barcelona, 2001.
120 http://www.time.com/time/daily/special/simpsons.htm
121 «The Lisa File», en The Simpsons Archive, creado por Dave Hall y actualizado por Dale G.
Abersold, http://www.snpp.com/guides/lisa.file.html
122 «Alrededor de Springfield», «Dejad sitio a Lisa», «Salvaron el cerebro de Lisa»,
“Buscando desesperadamente a Xena" en «La casa-árbol del terror x», «Pe- quena gran mamá»,
«Bart al fiituro», «El último baile de claqué en Springfield» y «Lisa obtiene una matrícula».
123
«The Marge File», en http://www.snpp.com/marge.file.html
124 Sólo Patty y Selma, en «Homer contra Patty y Selma», «Un pez llamado Selma», «La
elección de Selma» y «Viudo negro», y la señora Simpson en «Madre Simpson» han recibido tal
honor; «El amante de Madame Bouvier está claramente dedicado al abuelo.
125 www.snnp.com
126 Virginia Woolf, «Professions for Women», en Eight Modern Essayists, St. Martin’s Press,
Nueva York, 1985, p. 9.
127
Citado por June M. Frazer y Timothy C. Frazer, «Father Knows Best and The Cosby Show:
Nostalgia and the Sitcom Tradition», en Journal of Popular Culture 13, p. 167.
128 Ray Richmond observa que «Hasta la aparición de Los Monster, las parejas casadas de la
televisión debían dormir en camas gemelas separadas, lo cual tiene que haber dificultado
sumamente la concepción de los niños que no paraban de aparecer. Pero Lily y Hermán se
acurrucaban debajo de las mismas sábanas en una enorme cama doble, con la premisa indudable
de que, puesto que se trataba de una suerte de caricaturas, aquello no contaba realmente. Pero sí
que contó». TVMoms:An Illustrated Guide, TV Books, Nueva York, 2000, p. 52.
129 Homer reflexiona sobre la vida en una residencia para ancianos: «Es como el bebé pero
con edad para degustarlo» («Las dos señoras Nahasapeemapetilon»).
130 «Yeardley’s Top Ten Episodes», en «The Simpsons Folder: Writings», en
http://springfield.simplenet.com/folder/yardley.html
131
John
Sohn,
«Simpson
Ethics»,
en
The
Simpsons
Archive,
http://www.snpp.com/other/papers/js. paper.html
132
Para un análisis más completo de la relevancia de Lisa en el retrato del intelectual, véase
el ensayo de Aeon J. Skoble, «Lisa y el antiintelectualismo americano» en este volumen.
133
Sam Tingleff, «The Simpsons as a Critique of Consumer Culture», en
http.//www.snpp.com/otherpapers/st.paper.html
134
«MoreThan Sight Gags and Subversive Satire», The New York Times (20 de junio de
1999), también en The Simpsons Archive, http://www.snpp.com/other/articles/ morethan.html
135 Descripción de la familia Simpson atribuida al productor ejecutivo de la serie, James L.
Brooks, en «The Simpsons: Just Funny or More?», de Gerd Steiger, en The Simpsons Archive,
http://www.snpp.eom/other/papers/gs/.paper.html
136 «And on the Seventh Day Matt Created Bart», en The Simpsons Archive,
http:Avw.snpp.com/other/interviews/groenmg96.html
137
The Globe andMail, 15 de julio de 2000, p. D14.
138 Para una discusión sobre la moralidad de Ned, véase el capitulo 14.
139 Para una discusión de la «vida amorosa» de Homer, admirable a pesar de sus defectos
morales, véase el capítulo 1.
140 Para un análisis mas profundo de la hipocresía, véase el capitulo 12.
141 Para una critica a Marge elaborada desde el feminismo, véase el capitulo 9.
142 Para una interpretación de Marge como persona virtuosa, y no sólo cumplida, véase el
capítulo 4.
143 Así lo relata Ed Henry en su columna «Heard on the Hill», Roli Cali 44, n.° 81 (13 de mayo
de 1999). Su fuente era el Albany Times-Union.
144 La identificación se completa cuando Quimby dice «Ich bin ein Springfielder» en el
episodio «Burns vende la central». [El autor del ensayo se refiere a una frase célebre que, en señal
de empatia, Kennedy habría dicho durante una visita a Berlín occidental, aunque hay disputa sobre
la veracidad del hecho y su posible efecto cómico. «Ich bin ein Berliner», a causa del artículo «ein»,
se refiere a una especie de donut relleno. Lo correcto habría sido «Ich bin Berliner». N. de la T.
145 Con respecto a la renuencia a criticar a Clinton, véase la sátira más bien blanda de la
campaña presidencial de 1996 en el segmento titulado “Citizen Kang”, del episodio «La casa-árbol
del terror vii». Finalmente, en la temporada 1998 - 1999, y ante los escándalos cada vez más
notorios de la administración Clinton, los creadores de Los Simpson decidieron quitarse los
guantes de seda para ocuparse del presidente, sobre todo en «Homer al máximo» (episodio en el
que Homer se cambia el nombre legalmente a Max Power). Acosada por Clinton en una fiesta,
Marge se ve forzada a preguntar: «¿Seguro que la ley federal me obliga a bailar con usted?». Para
asegurar a Marge que se encuentra a su altura, Clinton replica: «Qué demonios, hasta lo he hecho
con cerdos, y no es broma, me refiero a cerdos de verdad».
146
En el Wall Street Journal se desarrolló un entretenido debate sobre la política en Los
Simpson. Comenzó con un editorial de Benjamin Stein titulado «TV Land, from Mao to Dow» (5 de
febrero de 1997), en donde el autor sostiene que el programa no defiende una posición política.
John McGrew respondió al artículo con una carta titulada «Los Simpson asesta un duro golpe a los
valores familiares» (9 de marzo de 1997), en la cual argumenta que la serie es política y
coherentemente de izquierda. El 12 de marzo de 1997, sendas cartas de Deroy Murdocky H.B.
Johnson afirman que Los Simpson ataca objetivos de izquierda y a menudo apoya valores
tradicionales. La conclusión de Johnson, de que el programa es «politicamente ambiguo», por lo
que apela a «conservadores tanto como a progresistas», viene refrendada por la evidencia del
propio debate.
147
Tal vez el ejemplo más famoso de este procedimiento haya sido la creación de Green
Acres (1965 - 1971) mediante la inversión de The Beverly Hillbillies (1962 - 1971). Los ejecutivos
de la cadena habían concluido que, si una familia de campesinos que se mudaban del campo a la
ciudad resultaba divertida, una pareja sofisticada que se mudase de la ciudad al campo tendría
que ser también un éxito. Y así fue.
148 A propósito del carácter autorreflexivo de Los Simpson, véase mi ensayo «The Greatest
TV Show Ever», en The American Enterprise, vol. 8, n. 5 (septiembre- octubre 1997, pp. 34 - 37).
149 No deja de resultar extraño que el creador de Los Simpson, Mat Groening, haya acabado
sumándose al coro condenatorio. En 1999, una nota de prensa informaba que Groening habría
dicho a quienes consideraban a Bart un mal modelo de conducta: “Ahora tengo un hijo de 7 años y
otro de 9, y lo único que puedo hacer es pedir disculpas. Ya se de que hablabais”.
150 The Devil and Homer Simpson en el «Especial noche de Brujas iv».
151 «Lisa, la oráculo»
152 Me gustaría escribir sobre esta serie, pero está programada el mismo día y a la misma
hora que Los Simpson, de modo que nunca la he visto.
153 Tomemos como ejemplo el sacerdote interpretado por Tom Skerrit en El no de la vida,
película dirigida por Robert Redford basada en el libro de Norman Maclean.
154
Un buen ejemplo de estos estereotipos puede hallarse en las figuras religiosas
contrastadas de la película Contad que interpretan Matthew McConaughey (el bueno) y Jake Busey
(el malo).
155 Vease, por ejemplo, “Bart, el espia”
156
El episodio titulado «Radioactivo Man» ofrece una inversión cómica de la relación habitual
entre las corporaciones mediáticas y la vida de provincias. Una productora de Hollywood decide
rodar en Springfield una película sobre el héroe de los tebeos, Radioactivo Man. Los habitantes de
la ciudad se aprovechan de la ingenuidad del equipo de filmación subiendo los precios de todo y
cobrando cualquier cantidad de impuestos. Obligados a regresar a California sin un céntimo, los
miembros del equipo son celebrados como héroes de provincias por sus afectuosos vecinos de la
comunidad hollywoodiense.
157 En su reseña de Los Simpson: la guía completa de nuestra familia favorita y Michael Dirda
caracteriza correctamente la serie como «una sátira pérfidamente divertida y al mismo tiempo
extrañamente afectuosa de la vida en Estados Unidos a finales del siglo xx. Pensad en la impía
progenie de Mad, las películas de Mel Brooks y Nuestra ciudad». The Washington Post, 11 de
enero de 1998, p. 5.
158 Por extraño que parezca, también se trata de un tema nodular en otra gran serie de
televisión de la Fox, Expediente X.
159 Friedrich Nietzsche, La ciencia jovial, traducción de José Jara, Círculo de Lectores,
Barcelona, 2002, apartado 193, p. 245.
160 Este ensayo es una revisión sustancial de una comunicación leída en el encuentro anual de
la American Political Science Association en Boston, en septiembre de 1998, y originalmente
publicada en Political Theory 27 (1999), pp. 734 - 749.
161 Para un desarrollo más extenso de la idea de que hay algo admirable en Homer, véase el
artículo de Raja Halwani, «Homer y Aristóteles», en este volumen.
162 Variaciones sobre este tema se encuentran en Gilbert Ryle, The Concept of Mind,
Hutchinson, Londres, 1949, p. 173; Jonathan Robinson, Duty and Hypocrisy in Hegel’s
Phenomenology of Mind, University of Toronto Press, Toronto, 1977, p. 116; Bela Szabados,
«Hypocrisy», Canadian Journal of Philosophy 9 (1979), p. 197; Eva Kittay, «On Hypocrisy»,
Metaphilosophy 13 (1982), p. 278; Judith Shklar, Ordinary Vices (1984), p. 47; Jay Newman,
Fanatics and Hypocrites, Prometheus Books, Buffalo, 1986, p. 109; Christine McKinnon,
«Hypocrisy, With a Note on Integrity», American Philosophical Quarterly 28 (1991), p. 321; Ruth
Grant, Hypocrisy and Integrity (University of Chicago Press, Chicago, 1997), p. 67, y Bela Szabados
and Eldon Soifer, «Hypocrisy After Aristotle», Dialogue 37 (1998), p. 563. Estos son algunos
ejemplos representativos, y no forman una lista exhaustiva.
163 Dos casos que se sitúan en el límite de lo excusable y lo comprensible y deben ser
mencionados son la decisión de Lisa de no revelar la verdad sobre Jebediah Springfield («Lisa, la
iconoclasta») y el intento de Marge de convertirse en miembro del Glen Country Club de Springfield
(«Escenas de la lucha de clases en Springfield»). Si el silencio de Lisa es hipócrita, entonces, y
contrariamente a lo que he afirmado anteriormente, su hipocresía es loable. El intento de Marge de
formar parte del club social es en cierto modo comprensible, aunque al igual que el silencio de
Lisa, no es hipócrita en un sentido obvio. Agradezco respectivamente a William Irwin y a Adam
Muller haberme recordado estos ejemplos.
164 Para un desarrollo más extenso de la idea de que la integridad no siempre es positiva,
véase Robert A. Epperson, «Seinfeld and the Moral Life», en William Irwin, (ed.), Seinfeld and
Philosophy: A Book About Everything and Nothing, Open Court, La Salle, 2000, pp. 165 y 166.
165 Agradezco a Rhonda Martens y a los editores sus comentarios sobre una versión anterior
de este texto. Y también a Cari Matheson y a Adam Muller por el precioso intercambio de opiniones
y por infiltrarme en el Bar Italia, una deuda antigua.
166 Por sorprendente que parezca, esta historia ha sido tomada de un libro de cocina: The
Supper of The Lamb, de Robert Farrar Capón, Doubleday, Nueva York, 1969,pp. 106 y 107.
167
Vease el primer capitulo de este volumen.
168 Esta concepción de la felicidad y otras similares son moneda común. Vease, por ejemplo,
K. Duncker, «On Pleasure, Emotion, and Striving», en Philosophy and Phenomenological Research,
vol. 1 (1941), pp. 391 - 430. La formulación más concisa se encuentra en un artículo de Richard B.
Brandt en la Encyclopedia of Philosophy, p. 414.
169 Monty Burns se graduó con el curso de 1914 de Yale. Suponiendo que lo hubiese hecho a
la edad habitual de veintidós años, habría nacido en 1892. Esto confirmaría que, en 1996, cuando
se estrenó este episodio, tenía 104 años (aunque en un episodio precedente le atribuyen 72, los
guionistas deben haberse percatado de que ningún hombre de 72 años se encontraría tan
decrépito).
170
A partir de este ejemplo, el problema se diluye aun mas. Según la mayor parte de las
interpretaciones, solo Dios puede conceder la vida eterna. De modo que no contamos con los
medios para alcanzar ese fin. Lo que si esta en nuestras manos es intentar garantizar algunas
condiciones necesarias para la salvación, por ejemplo, el bautismo. En consecuencia, lo que
verdaderamente se nos exige es garantizar los medios, no cumplir con el fin.
171 El bautizo de los infantes antes de que puedan elegir plantea también un problema moral.
Nos hemos referido tangencialmente a esta cuestión al afirmar que los guardianes tienen la
responsabilidad moral de actuar de acuerdo con los intereses de los niños que están bajo su tutela.
Además, sobre todo en el caso de los niños, el bautizo no los obliga a adoptar ninguna creencia
religiosa en particular. Son libres de renunciar a las creencias de sus progenitores o tutores a
medida que se convierten en adultos.
172 Desde luego, la palabra «amor» aquí no expresa un sentimiento en tanto y en cuanto
enamorarse no puede ser una acción obligada. Se refiere a una manera de relacionarse con los
otros.
173 Resulta sorprendente, pero Kant apenas se explaya a propósito del mandato de amar al
prójimo como a uno mismo. Lo que sí escribe en la segunda parte de la Metafísica de las
costumbres es que «cuando se te dice: debes amar a tu prójimo como a ti mismo, no significa:
debes amar inmediatamente (primero) y mediante este amor hacer el bien (después), sino: ¡haz el
bien a tu prójimo y esta beneficencia provocará en ti el amor a los hombres (como hábito de la
inclinación a la beneficencia)!», Metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid, 1989, traducción de
Ade a Cortina Orts y Jesús Conill Sancho, p. 258. Más adelante en la misma obra, Kant agrcga que
«de ahí que el deber de amar al prójimo pueda expresarse también del siguiente modo: es el deber
de convertir en míos los fines de otros (solamente en la medida en que no sean inmorales) [...] Se
les considere o no dignos de ser amados, la máxima de la benevolencia (el amor práctico a los
hombres) es un deber de todos los hombres hacia los demás, según la ley ética de la perfección,
“ama a tu prójimo como a ti mismo”», Ibid., pp. 318 - 320.
174
Sin embargo, la apropiación de un principio no le otorga necesariamente carácter moral.
Para que sea moral, debe tratarse del principio adecuado. Para entendemos: la moralidad del
principio es independiente de nuestra disposición a cumplir con él. Esto lo vemos en mayor
profundidad a medida que la concepción kantiana se desarrolla. Por supuesto, en estas páginas no
podemos ni remotamente exponer la teoría moral kantiana en toda su complejidad. Para una buena
introducción a la ética kantiana, véase Kant's Ethical Thought, de Alian Wood, Cambridge
Umversity Press, Cambridge, 1999.
175 Kant ofrece un par de versiones del imperativo categórico. Tal vez la más pertinente para
hacer hincapié en la autonomía (o autolegislación moral) es el principio de actuar «según la idea de
la voluntad de los seres racionales como la voluntad que lleva a la ley universal». Ello significa que
se debe tratar a los demás como si fuesen capaces de ser agentes autónomos. Esto, junto con el
principio de la benevolencia (ayudar a los demás a perfeccionarse a sí mismos) es el contenido
que se nos proporciona para el principio «ama al prójimo». Deberíamos reconocer la capacidad
de autonomía de todos los demás y ayudarlos a alcanzar sus fines.
176 Aunque nos hemos alejado de la cuestión de los pequeños Simpson, sigue siendo causa
de preocupación cómo pueda aplicarse la razón en el caso no sólo aquellos a nuestro cargo. Kant
consideraba que todos somos capaces de actuar de modo autónomo, aunque no todos se valgan
de esta capacidad. Rara vez los niños actúan con autonomía, de manera que no se ha solventado
la pregunta sobre si deberíamos intentar bautizar a todos los niños, estén o no a nuestro cargo. No
hay espacio para desarrollar una respuesta completa a este dilema, pero creo que una de las
alternativas (o ambas) sería la buena. Podría argumentarse que deberíamos respetar los juicios
que las personas autónomas hacen en nombre de quienes se encuentran bajo su tutela. Sin
embargo, también podría sostenerse que amar al prójimo exige que actuemos por su salvación o la
realización de su autonomía.
177 Véase el capítulo 6 para una contribución más profunda sobre el papel y los efectos de las
alusiones a otros programas en Los Simpson.
178
Aunque sea la más conocida, Nussbaum no es la única filósofa en haber afirmado que la
narrativa de ficción cumple con una función heurística. Entre otros autores que han debatido sobre
el tema se cuentan Wayne Booth en The Company We Keep: An Ethics of Fietion, University of
California Press, Berkeley, 1988, Susan Feagin en Reading with Feeling, Cornell University Press,
Ithaca, 1996; David Novitz en Knowledge, Fiction and Imagination, Temple University Press,
Filadelfia, 1987, y Jenefer Robinson en su artículo «L’Education Sentimentale», Australian Journal
ofPhilosophy, 73:2,1995.
179
Martha Nussbaum, Loves Knowledge, Oxford University Press, Oxford, 1990, p. 5.
180 Ibid., p.3.
181 Ibid., p.41.
182 Ibid., p.6.
183
Ibid., p.44.
184 Para un análisis más profundo del modo en que la ficción puede propiciar actitudes y
filiaciones problemáticas, véase Realist Horror in Philosophy and Film, Cynthia Freeland,
Routledge, Nueva York, 1995. Freeland examina los efectos de la erotización y la «glamourización»
del villano que tienen lugar en numerosas películas de horror de corte realista. En El silencio de los
corderos o en el ejemplo que utiliza Freeland, Henry, retrato de un asesino, se induce a los
espectadores a que empaticen con los asesinos en serie. Como explica Freeland, cultivar dicha
simpatía no es necesariamente negativo. De hecho, cuando el espectador es consciente de la
índole problemática de su empatia, un filme que la provoque puede dar lugar a una reflexión y un
juicio bien razonados. Sin embargo, el estímulo de este tipo de filiación en espectadores poco
críticos y sugestionables podría no traer consigo resultados tan positivos.
185 Un ejemplo de Los Simpson que ilustra el potencial de la ficción de educar nuestras
emociones puede verse en el episodio titulado «El furioso Abe Simpson v su descentrado
descendiente en la maldición del pez volador». Al final del episodio, el público queda conmovido
cuando Bart abraza a su abuelo en público. Aunque el abuelo Simpson cree que el crío se sentirá
demasiado avergonzado de darle un abrazo delante de todos y el propio Bart es consciente del
abrazo que le ofrece al anciano, que deja de ser espontáneo, en principio el niño no tiene
problemas en manifestar su afecto de ese modo. De hecho, declara que no le importa que se
conozca su amor por el abuelo. Aunque a menudo mitigamos nuestro comportamiento para
conservar las apariencias, la satisfacción que nos proporciona la acción de Bart nos recuerda que
la preocupación por las apariencias debería quedar en un segundo plano con respecto a las
manifestaciones sinceras de los sentimientos.
186 Flint Schier, Tragedy and the Community of Sentiment in Philosophy and Fiction, Aberdeen
University Press, Aberdeen, 1983, p. 84.
187 Ibid., p. 84.
188 Susan Feagin, Reading with Feeling, Cornell University Press, Ithaca, 1996, p. 98.
189
Ibid., p. 112.
La ventaja de la ficción radica en su capacidad de ofrecer al lector o espectador la
perspectiva interna y la externa. Sabemos, a partir de nuestra propia experiencia, que la visión del
que está dentro de una situación no necesariamente es la más clara. A veces estamos tan
involucrados en los acontecimientos que no podemos verlos con objetividad. Con todo, no siempre
basta la perspectiva del observador o externa. La ficción concede a los individuos un lujo del que
no disfrutan en la vida real, a saber, el de tener acceso a ambos puntos de vista, el interno v el del
observador.
191 Nussbaum, Op. cit., p. 47
192 Wayne Booth, The Company We Keep: An Ethics of Fiction, University oí California Press,
Berkeley, 1988, p. 485.
193
Desde luego, la percepción que se obtiene es virtual, no efectiva. Por lo tanto, no se puede
garantizar su exactitud. Sin embargo, tener la oportunidad de evaluar una acción o una situación
ficcional potencialmente similar a una acción o situación de la propia vida parece preferible a no
tener dicha oportunidad.
194 Gregory Currie, «The Moral Psychology of Fiction», Australasian Journal of Philosophy,
73:2 (1995), p. 256.
195 Aquí me refiero a lo que en términos más comunes se denomina katharsis, consistente en
purgar las emociones negativas que la ficción puede despertar. Figuras como Aristóteles han
hecho hincapié en que liberar las emociones a menudo provocadas por la ficción es uno de los
efectos más positivos de esta última, pues proporciona un lugar seguro para la expresión de
emociones desagradables o destructivas.
196 Por ejemplo, cuando leo una novela o veo una película, podría experimentar una reacción
intensa hacia un personaje, reacción que me parece sorprendente porque no la esperaba. Causar
este tipo de emociones puede dar lugar a la reflexión. Y, específicamente, si me esmero en
discernir el origen de mi reacción, reflexionaré cuidadosamente sobre las circunstancias
Acciónales que la generaron, con lo cual tal vez descubra una creencia o sentimiento que antes no
reconocía como propio.
197 Lo espantoso —o «duro»— de los mundos virtuales descritos en obras como Matrix y
Harsh Realm es que sus personajes no pueden escapar de ellos, o no suelen hacerlo.
198 En Ser y Tiempo (traducción de Jorge Eduardo Rivera, Trotta, Madrid, 2003), el filósofo
alemán Martin Heidegger demuestra que lo más inmediato no siempre es lo que mejor se
comprende, y revela que a menudo lo que más nos confunde es precisamente lo más cercano,
incluyendo nuestra concepción de quiénes y cómo somos.
199 Que el efecto de la sátira pueda lograrse con tal exactitud, desde luego, depende de que el
receptor reconozca el objeto de la misma.
200 Aunque podamos apreciar la indignación de Homer y su absoluta despreocupación por las
consecuencias cuando hace cosas como lanzar a su jefe por una ventana, a menudo el personaje
se convierte en ejemplo de cómo no actuar en situaciones similares, pues lo que hace suele
volverse en su contra y hacerlo parecer estúpido.
201
Aunque haya excepciones, la comedia tiende a no parecer demasiado seria precisamente
porque es comedia. Por naturaleza, carece de la seriedad de otras formas. Incluso cuando es
sumamente seria, el estilo aligera su peso, permitiendo que comunique unos contenidos que, de
otro modo, podrían toparse con resistencias.
202 Al igual que es ilógico concluir que a todo el mundo le gusta el chocolate porque a algunas
personas les gusta, no se puede concluir que todas las ficciones populares son vacuas porque
algunas lo sean.
203 Es importante tomar en cuenta los efectos negativos que podrían derivarse de la
exposición a Los Simpson y a otras series televisivas. A causa de su grado de influencia, debemos
considerar seriamente el potencial de las ficciones populares de generar efectos negativos. Las
personas deberían ser informadas sobre las consecuencias que ver o leer ficciones pueda tener;
de ese modo estarán en posición de hacer una selección crítica de las mismas. Hoy en día, aquello
de que «es sólo una ficción» atenúa la preocupación por la influencia de la misma. Sin embargo,
podríamos aprovechar mejor lo que dicha ficción pueda ofrecer y ser menos vulnerables a sus
efectos nocivos si reconocemos la influencia que de hecho ejerce.
190
204
Como se ha expuesto más arriba, la ficción nos afecta sepámoslo o no. Por ejemplo, el
proceso de la lectura induce cambios en nuestros modelos de atención, sin importar si nos damos
cuenta o no de que tales cambios han tenido lugar. Nos exhorta a estar más atentos al detalle. Y
este aumento de la atención sin duda puede comportar beneficios. Sin embargo, no es ése el único
efecto positivo que la ficción puede tener. Pero otras consecuencias beneficiosas dependerán de
una mayor receptividad por parte del individuo. Por ejemplo, si se elige ver la historia de la liebre y
la tortuga como un cuento entretenido sobre animales, es posible que no sea más que eso. Pero si
se tiene buena disposición hacia la idea de que la fábula puede entretener e instruir, por ejemplo en
el caso de los niños, entonces cumplirá con ambas funciones. Sencillamente intento aquí dirigir la
atención hacia la manera en que las actitudes pueden inhibir nuestra adquisición del lenguaje.
205 Agradezco especialmente a B. Steve Csaki su ayuda en la preparación de este ensayo, así
como a la doctora Carolyn Korsmeyer, al Dr. James Lawler, al Dr. Kah-Kyung Cho y al Dr. Kenneth
Inada por su ayuda en la preparación de mi disertación doctoral, trabajo del que gran parte de este
texto se deriva.
206 E.B. White, «Some Remarks on Humor», en The Second Treefrom the Comer, Harper,
Nueva York, 1954, p. 174.
207 George Meredith, An Essay on Comedy and the Uses of the Comic Spirit, Scribners, Nueva
York, 1897, p. 141.
208 Michael Ryan, «Political Criticism», en Contemporary Literary Theory, Douglas Atkins y
Laurie Morrow (eds.), University of Massachusetts Press, Amherst, 1989, p. 203.
209 Friedrich Engels, «La literatura de tendencia» (Carta a Minna Kautsky), en Cuestiones de
arte y literatura, traducción de Jesús López Pacheco, Península, Barce lona, segunda edición en
bolsillo, 1975, p. 133.
210 Richard Collins, “Simpsons Forever” en Time (2 May 1994), p.77.
211 M.S. Masón, «Simpsons Creator on Poking Fun», en Christian Science Monitor (17 April
1998), p. B7.
212 W. H. Auden, «Notes on the Comic», en Thought 27 (1952), pp. 68 y 69.
213 John Fiske y John Hartley, Reading Television, Methuen, Londres, 1978, pp. 16 y 17.
214 Ellen Seiter, «Semiotics, Structuralism, and Television», en Channels of Discourse
Reassembled: Television and Contemporary Criticism (Robert C. Allen, ed.), University of North
Carolina Press, Chapel Hill, 1987, p. 31.
215 Ibid., p.32.
216 Douglas Rushkoff, Media Virus: Hidden Agendas in Popular Culture, Ballantine, Nueva York,
1994.
217 Roland Barthes, Mitologías, traducción de Héctor Schmucler, Siglo Ventiuno Editores,
México, 1980.
218
Roland Barthes, Rhétorique de l’image, en L’obvie et l'obtus, Essais critiques w, Seuil,
París, 1982. Hay traducción castellana de C. Fernández Medrano (Paidós, Barcelona, 1986). Aquí
se han traducido las citas directamente del original francés.
219 Ibid., p.34. El énfasis es mio.
220 Ibid., p.36.
221 Ibid., p.37.
222 Barthes señala que aplicar estas ideas sobre la retórica de la fotografía al cine, que al fin y
al cabo no es más que una secuencia veloz de fotografías, puede entrañar dificultades a causa del
sentido exagerado de la inmediatez cinematográfica, del «estar-ahí de la cosa» fümica.
Experimentamos el cine (y en mayor medida la televisión, me parece) como algo más inmediato,
que nos envuelve de modo más directo. Barthes afirma que, si estas observaciones son exactas,
«habría que relacio-nar la fotografía con la conciencia espectadora pura, y no con la conciencia
vinculada a la ficción —más “proyectiva”, más “mágica”—, de la que el cine depende en gran
medida» Ibid.y p.41. Aunque según Barthes de esto se seguiría una «oposición radical» entre las
imágenes fotográficas y fílmicas, en mi opinión podemos aplicar productivamente sus ideas sobre
la potencia-de-significado de las imágenes a una discusión sobre los dibujos animados, y tal vez
incluso con mayor propiedad, pues los dibujos animados, a diferencia de los filmes dramáticos
realizados para la gran pantalla, funcionan a modo de provocación, en contra de la suspensión de
la incre-dulidad «proyectiva» y «mágica» de la que el cine depende.
223 Véase, por ejemplo, «El día que murió la violencia», episodio en el que Bart se encuentra
con Chester J. Lampwick, creador de Rasca y Pica, y padre autoproclamado de la violencia en los
dibujos animados. Véase también «Rasca y Pica: la película», episodio en el que se cuenta la
historia del programa.
224 Roland Barthes, S/Z, traducción de Nicolás Rosa, Siglo Veintiuno, México, 1980, p.7.
225 Ibid., pp.7 y 8.
226 Ibid., p.28.
227 Ibid., p.17.
228 Martin Heidegger, ¿Qué significa pensar?, traducción de Haraldo Kahnemann, Nova,
Buenos Aires, 1972, pp. 43 y 44.
229 Puesto que seguiré usando estos términos, y que el uso que hago de ellos tal vez no deje
totalmente claro su significado, me permito explicar que personificar a un objeto consiste en tratarlo
como otro, independiente de mí: algo que es y hace por cuenta propia y a su propia manera. De ahí
la importancia del rostro, algo que tiene rostro es algo personificado. (Piénsese en la novela de
C.S. Lewis, Till We Have Faces, parte de cuya idea central es que aquí, fuera del paraíso, no
estamos totalmente personificados, no tenemos rostro). Al contrario, personalizar algo es tratarlo
como mío, como algo que es y hace en dependencia de mí. Así que, por ejemplo, las
representaciones como se las entiende en las citas que siguen de Schopenhauer, Heidegger y
Frege, son personalizadas. Según lo expone Frege, las representaciones son algo que tenemos,
que poseemos. (No poseemos ni tenemos algo que esté personificado).
230 Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, traducción de Pilar López
de Santa María, Trotta, Madrid, 2003, § 1.
231 Op. cit., p. 44.
232 Con «filosofía» Heidegger se refiere a la filosofía como se ha hecho y como la han hecho
los otros, no como la ha hecho él.
233 Ibid., p.44.
234
F. L. Gottlob Frege, Escritos lógico-semánticos, traducción de Carlos R. Luis y Carlos
Pereda, Tecnos, Madrid, 1974, pp. 145 - 147.
235 Op. cit., p.147.
236 He aquí las instrucciones de Husserl para la epoché, para la puesta entre paréntesis:
«Ponemos fuera de juego la tesis general inherente a la esencia de la actitud natural. Colocamos
entre paréntesis todas y cada una de las cosas abarcadas en sentido óntico por esa tesis; así
pues, este mundo natural entero, está constantemente “para nosotros ahí delante” y seguirá
estándolo permanentemente, como “realidad” de que tenemos conciencia, aunque nos dé por
colocarlo entre paréntesis. Si así lo hago, como soy plenamente libre de hacerlo, no por ello niego
“este mundo”, como si yo fuera un sofista, ni dudo de su existencia, sino que practico la [epoché]
fenomenológica, que me cierra completamente todo juicio sobre existencias en el espacio y en el
tiempo. Así pues, desconecto todas las ciencias referentes a este mundo natural, por sólidas que
me parezcan, por mucho que las admire, por poco que piense en objetar lo más mínimo contra
ellas; yo no hago absolutamente ningún uso de sus afirmaciones válidas. De las proposiciones que
entran en ellas [...] ni una sola hago mía [...] bien entendido, en tanto se la tome tal como se da en
estas ciencias, como una verdad sobre realidades de este mundo. Desde el momento en que le
inflijo el paréntesis, no puedo hacer más que afrontarla. Lo que quiere decir: más que afrontarla en
la forma de conciencia modificada que es la desconexión del juicio». Edmund Husserl, Ideas y
traducción de José Gaos, Fondo de Cultura Económica, México, 1949, segunda edición, primera
reimpresión en España, 1985, pp. 73 y 74. Cuando Heidegger personifica la epoche convirtiéndola
en el claro y [Lichtung] lo que hace (para ponerlo en imágenes y simplificar) es tomar los paréntesis
de la epoché, que encierran una pantalla llena de cosas intencionales en dos dimensiones
(representaciones), echar por tierra los paréntesis y retirar la pantalla, de modo que las cosas
mismas, y no sus correlatos intencionales, estén ahora entre los paréntesis que encuadran el claro.
237 Que Heidegger tenga o no razón a propósito de este punto es difícil de decidir. Por ahora
pasaré por alto el problema, tratando a Heidegger como si llevase razón, pero sin argumentar que
la tenga.
238 Para Heidegger, el árbol en flor que confrontamos no es una sección bidimensional de
nuestro campo visual puesta entre paréntesis: no está en nuestra cabeza, no es un mero correlato
de la conciencia. Nada que se encuentre en nuestra cabeza puede estar ante nosotros,
encontrarnos o confrontarnos. No podemos estar ante una representación, encontrarla y
confrontarla.
239 Martin Heidegger, Los problemas fundamentales de la fenomenología, traducción de Juan
Jose Garcia Moreno, Trotta, Madrid, 2000, p.47.
240 Cuando Heidegger ha terminado de trabajar en esta frase, se ha convertido en: «Se
requiere el dejar sub-yacer así como también (el) tomar-en-consideración: (al) ente siendo». Veáse
¿Qué significa pensar?, p. 189.
241 Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, traducción de Alfonso García Suarez y
Ulises Moulines, Crítica, Barcelona, sección 95. Para profundizar en esta concepción del
pensamiento, véase John McDowell, Mind and World, Harvard University Press, Cambridge, 1994,
pp. 27 y ss., y del mismo autor, «Putnam on Mind and Meaning», en Meaning, Knowledge
andReality, Harvard University Press, Cambridge, 1998, pp. 275 - 291.
242 Véase Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, § 109.
243 Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, traducción de Isidoro Requena y
Jacobo Muñoz, Alianza, Madrid, 1999, § 1.
244 Los episodios especiales que, a partir de su inicio en la segunda temporada, en inglés se
han titulado «The Treehouse of Horror», se tradujeron en España por «Especial noche de Brujas»
hasta el cuarto (perteneciente a la quinta temporada). En la sexta temporada, el episodio especial
de noche de Brujas se tituló «Especial de Halloween de Los Simpson V» y, sólo a partir de la
séptima temporada se empezó a titular los episodios especiales como «La casa-árbol del terror».
245 Tecnicamente, este episodio no forma parte de ninguna temporada, pues se emitio entre el
ultimo episodio de la tercera temporada “oficial” y el primer episodio de la cuarta temporada.
246 Fox anunció este episodio como el número 300, que en realidad se había emitido dos
semanas antes, para que coincidiese con el circuito de Daytona de 2003. Se trata de una cuenta
«creativa» y el propio episodio hace alusión a la discrepancia cuando Marge menciona que algo
ha ocurrido ya 300 veces y Lisa cree que han sido 302 veces.