Transcript
Secretos de alcoba de los grandes chefs
Irvine Welsh
Secretos de alcoba
de los grandes chefs
Traducción de Federico Corriente
EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
Título de la edición original:
The Bedroom Secrets of the Master Chefs
Jonathan Cape
Londres, 2006
Diseño de la colección:
Julio Vivas
Ilustración de Julio Vivas
Primera edición: noviembre 2007
© Irvine Welsh, 2006
© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2007
Pedro de la Creu, 58 08034 Barcelona
ISBN: 978-84-339-7461-7
Depósito Legal: B. 43887-2007
Printed in Spain
Liberdúplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo
08791 Sant Llorenc d'Hortons
Para Elizabeth
PRELUDIO
Ella sólo quería bailar, 20 de enero de 1980
«¡Que son los putos Clash!», gritó la muchacha del pelo ver-
de a la cara del portero de mirada despiadada que la había obli-
gado a volver a sentarse a empujones.
«Y esto es una puta sala de cine», le había respondido éste.
En efecto, aquello era el cine Odeon, y el personal de segu-
ridad parecía resuelto a impedir que hubiera bailes de ninguna
clase. Sin embargo, en cuanto hubo terminado de tocar el gru-
po local Joseph K, la principal atracción de la noche apareció en
el escenario haciendo fuego a discreción, interpretando «Clash
City Rockers» a toda pastilla, y el público se abalanzó de inme-
diato sobre el escenario. La chica del pelo verde echó un vistazo
para ver si el portero andaba cerca, vio que estaba ocupado y se
puso en pie de un salto. Los empleados de seguridad trataron de
contener la marea durante algún tiempo más, pero tuvieron que
capitular a mitad de repertorio, entre «I Fought the Law» y
«(White Man) in the Hammersmith Palais.»
La multitud quedó inmersa en aquel ruido ensordecedor;
los que estaban delante del escenario daban botes, extasiados,
mientras quienes se encontraban al fondo se subían a bailar so-
bre los asientos. La chica del pelo verde, que en aquel instante
se encontraba en pleno centro de la parte delantera del escena-
rio, parecía saltar más alto que los demás; quizá se tratara sólo
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de su cabello y de la forma en que incidían en él los rayos
es-troboscópicos lo que producía el efecto de una espectacular
llama verde brotándole de la cabeza. Algunos, unos pocos,
lanzaban lapos al grupo y ella les gritaba para que dejasen de
hacerlo, pues él -su héroe- acababa de salir de una hepatitis.
Ella había estado en el Odeon en contadas ocasiones, la úl-
tima para ver Apocalypse Now, pero no había sido comparable
con aquélla y habría apostado lo que fuera a que ninguna lo ha-
bía sido. Su amiga Trina estaba a sólo unos pasos; era la única
otra chica tan próxima al escenario que prácticamente podía
olerlos.
Echando un último trago de la botella de plástico de Irn
Bru, que había rellenado con una mezcla de sidra y cerveza, la
apuró y la dejó caer sobre el viscoso suelo enmoquetado. El
co-locón que le produjo, en conjunción con el sulfato de
anfeta-minas que había tomado antes, le hizo chisporrotear el
cerebro. Mientras saltaba, rugía las letras hasta alcanzar un
frenesí desafiante, viajando a un lugar en el que casi pudo
olvidar lo que él le había dicho aquella tarde, justo después de
hacer el amor, cuando se quedó tan callado y distante, su
cuerpo delgado y fibroso temblando sobre el colchón.
«¿Qué pasa, Donnie? ¿De qué se trata?», había preguntado
ella.
«Se ha ido todo a la mierda», fue la enigmática respuesta.
Ella le dijo que no fuera idiota, que todo era cojonudo, que
aquella noche era el concierto de los Clash y que llevaban siglos
esperándolo. En ese momento, él se volvió hacia ella con lágri-
mas en los ojos y una expresión infantil. Fue entonces cuando
su primer y único amante le contó que había estado follándose
a otra un rato antes; allí mismo, en el colchón que compartían
todas las noches, donde acababan de hacer el amor.
No significaba nada; había sido una equivocación, le asegu-
ró él de inmediato, mientras que, a medida que la reacción de
ella ponía de relieve las dimensiones de la transgresión, en su in-
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terior iba acumulándose el pánico. Era joven y estaba apren-
diendo acerca de los límites, y su vocabulario emocional se des-
plegaba ante él de forma algo más lenta de lo debido. Sólo ha-
bía querido contárselo, ser franco.
Ella le vio mover los labios un poco, pero apenas escuchó
los matices de su explicación mientras se levantaba del colchón
y se ponía la ropa. Luego sacó del bolsillo la entrada de él y la
despedazó allí mismo, ante sus narices. Después acudió al Sout-
hern Bar a reunirse con los demás, como habían quedado, y de
ahí fueron al Odeon porque la mejor banda de rock and roll de
todos los tiempos tocaba en su ciudad; ella iba a verlos y él no;
así, al menos, se haría un poco de justicia.
De repente, un tío más bien alto, de pelo negro y corto, ves-
tido con una chupa de cuero, vaqueros y un jersey de mohair,
que estaba bailando el pogo a su lado, le gritó algo al oído mien-
tras el grupo comenzaba a atacar «Complete Control». No logró
entender lo que le decía, pero tampoco importaba, porque en-
seguida empezó a comerle la boca, y resultó agradable sentirle
rodeándola con los brazos.
El segundo bis empezó con la poco habitual «Revolution
Rock» y terminó con una versión incandescente de «London's
Burning», rebautizada para la ocasión como «Edinburgh's
Bur-ning». Y ella también se estaba derritiendo como
consecuencia del speed que llevaba en el cerebro, que seguía
palpitando cuando, entre la atmósfera helada, salieron del cine.
El chico iba a acudir a una fiesta en Canongate y le preguntó si
quería ir. Aceptó.
No le apetecía ir a casa; más aún, le deseaba. Y también de-
seaba enseñarle a cierta persona que a aquello podía jugar más
de uno.
Mientras caminaban entre la fría noche, él hablaba de for-
ma frenética, fascinado al parecer por su melena verde, y le con-
tó que en tiempos aquella parte de la ciudad era conocida con
el sobrenombre de La Pequeña Irlanda. Le explicó que los in-
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migrantes irlandeses se habían establecido allí, y que fue en esas
mismas calles donde Burke y Haré asesinaron a pobres e indi-
gentes para abastecer de cadáveres a la facultad de medicina. Ella
le escudriñó el rostro; había en éste algo marcadamente duro,
pero los ojos eran sensibles, femeninos incluso. El señaló con el
dedo la iglesia de St Mary, y le contó que muchos años antes de
que existiera el Celtic de Glasgow, los irlandeses de Edimburgo
habían fundado allí el Hibernian Football Club en el salón de
actos parroquial. Se animó al señalar un poco más allá y le dijo
que en aquella misma calle nació el hincha más célebre del Hi-
bernian, James Connolly, quien encabezaría la insurrección de
Pascua de 1916 en Dublín, la cual culminó en la emancipación
de Irlanda del imperialismo británico.
A él le parecía importante que ella supiera que Connolly ha-
bía sido socialista, y no nacionalista irlandés: «En esta ciudad no
sabemos nada acerca de nuestra verdadera identidad», declaró con
pasión. «Nos viene todo impuesto.»
Sin embargo, ella tenía en mente cosas ajenas a la historia,
y aquella noche, él se convertiría en su segundo amante, pese a
que al final de la misma éstos acabarían siendo tres.
u
I. Recetas
1. SECRETOS DE ALCOBA, 16 DE DICIEMBRE DE 2003
Danny Skinner se levantó el primero, inquieto; le había re-
sultado imposible conciliar el sueño. Aquello le preocupaba,
pues después de hacer el amor solía quedarse profundamente
dormido. Hacer el amor, pensó, sonriendo antes de reconside-
rarlo. Follar. Miró a Kay Ballantyne, que dormía plácidamente
con su largo y lustroso cabello negro desparramado sobre la al-
mohada; los labios delataban todavía los vestigios de la satis-
facción que él le había proporcionado. Una oleada de ternura
se abrió paso desde las profundidades de su ser. «Hacer el
amor», dijo con ternura, besándole la frente con cuidado, para
evitar arañarla con el vello facial de su larga y puntiaguda
bar-billa.
Envolviéndose en una bata de tartán verde, acarició el escu-
do bordado en oro. Era el emblema del Hibernian Football
Club, con el arpa irlandesa y el año de admisión del equipo en
la Asociación Escocesa de Fútbol: «1875». Kay se la había rega-
lado el año pasado para navidades. Aún no llevaban mucho
tiempo saliendo juntos, y como regalo le había parecido muy
significativo. Sin embargo, ¿qué le había regalado él a ella? Fue
incapaz de recordarlo; quizá unos leotardos.
Skinner fue hasta la cocina y sacó una lata de Stella Artois
de la nevera. Tras tirar de la anilla, encaminó sus pasos hacia
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el salón, donde rescató el mando a distancia de la televisión de
los pliegues del voluminoso sofá y sintonizó Secretos de los
grandes chefs. El popular programa se hallaba entonces en su
segunda temporada. Lo presentaba un famoso chef, que reco-
rría Gran Bretaña pidiendo a cocineros de cada localidad que
pusieran a prueba sus recetas secretas para una partida de fa-
mosos y críticos culinarios, que a continuación emitía un ve-
redicto.
No obstante, el veredicto definitivo quedaba en manos del
eminente Alan De Fretais. El célebre chef había suscitado cierta
controversia últimamente, al publicar un libro titulado Secretos
de alcoba de los grandes cbefs. En las páginas de aquel libro de co-
cina afrodisíaca, expertos culinarios internacionalmente recono-
cidos habían presentado cada uno su receta, explicando cómo la
habían empleado para que prosperase una seducción o como
condimento de un encuentro carnal. No tardó en convertirse en
un éxito de ventas y permaneció durante varias semanas en ca-
beza de las listas de bestsellers.
Aquel día, De Fretais y sus cámaras se encontraban en un
gran hotel en Royal Deeside. El chef televisivo era un gigantón
de modales grandilocuentes y fanfarrones, y era evidente que el
cocinero local, un joven de aspecto concienzudo, se sentía inti-
midado en su propia cocina.
Mientras sorbía su lata de cerveza, Danny Skinner observa-
ba la mirada nerviosa y parpadeante y la actitud defensiva del
cocinero novato, pensando con orgullo que él le había tomado
la medida a aquel tirano, y que en el par de ocasiones en que ha-
bían tenido trato, se había mantenido firme. Ahora sólo tenía
que esperar y ver qué pasaba con su informe.
«Una cocina ha de estar in-ma-cu-la-da», le regañó De Fre-
tais, subrayando sus palabras con collejitas de broma en la nuca
del joven chef.
Skinner observó cómo el joven cocinero le daba la razón,
desesperanzado y cohibido ante la ocasión, las cámaras y la mole
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del obeso chef, que le acosaba y le relegaba al papel de títere in-
feliz. Ya se guardará de intentar algo semejante conmigo, pensó,
llevándose la lata de Stella a los labios. Estaba vacía, pero en la
nevera había más.
1?
2. SECRETOS DE COCINA
«La cocina de De Fretais es un puto estercolero, eso es lo
que es.» El joven de complexión pálida se mantenía firme. No
es que su atuendo -una mezcla elegantemente combinada de
ropa de diseño de marca- insinuase unas pretensiones por enci-
ma de su posición social y de su salario: las proclamaba a gritos.
Levantando del suelo apenas un metro noventa, a menudo
Danny Skinner parecía más grande: su presencia quedaba
subrayada por unos penetrantes ojos castaños, y por las cejas ne-
gras y pobladas que los dominaban. El ondulado cabello azaba-
che tenía la raya a un lado, lo que le daba un porte de pilludo,
casi de arrogancia, impresión realzada por un rostro angular y el
deje de unos finos labios, que sugerían un carácter frivolo hasta
en los momentos más lúgubres.
El fornido hombretón que tenía delante rondaba ya el me-
dio siglo. Tenía un rostro rubicundo, angular y con manchas he-
páticas, rematado en una melena de cabellos color ámbar, pei-
nados hacia atrás con gomina; en las sienes asomaban ya las
canas. Bob Foy no estaba acostumbrado a que lo desafiasen de
aquella forma. Enarcó una ceja con gesto de incredulidad. Y no
obstante, en aquel movimiento y en la expresión adoptada por
aquellos flaccidos rasgos, se traslucía una pizca de duda, incluso
de leve fascinación, lo que permitió a Danny Skinner continuar:
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«Me limito a cumplir con mi trabajo. La cocina de ese hombre
es una vergüenza», adujo.
Danny Skinner había sido funcionario de Sanidad y Medio
Ambiente en el ayuntamiento de Edimburgo durante tres años,
y de ahí había pasado a desempeñar un puesto de directivo en
formación. Un tiempo muy corto, en opinión de Foy. «Hijo, es-
tamos hablando de Alan De Fretais», resopló su jefe.
La discusión tenía lugar en una espaciosa oficina de planta
abierta, dividida por pequeñas mamparas en terminales de tra-
bajo. Por las grandes ventanas de uno de los lados entraba luz, y
aunque habían instalado dobles ventanas aún podía oírse el rui-
do procedente del tráfico del exterior, en la Milla Real de Edim-
burgo. Los sólidos muros estaban abarrotados de anticuados
archivadores, heredados de distintos departamentos de la auto-
ridad local, y una fotocopiadora que daba más trabajo a los del
servicio de mantenimiento que a los empleados de la oficina. En
un rincón había un fregadero en perenne estado de suciedad,
junto a una nevera y una mesa de barniz muy desgastado, sobre
la cual reposaban una tetera y una cafetera. Al fondo había una
escalera que conducía a la sala de juntas del departamento y el
espacio de otra sección, pero en medio había un entresuelo con
dos oficinas independientes más pequeñas.
Mientras Foy dejaba caer ruidosamente el informe que tan
meticulosamente había preparado sobre la mesa que separaba a
ambos, Danny Skinner echó una ojeada a los lúgubres rostros
que le rodeaban. Podía ver a los otros dos, a Oswald Aitken y
Colin McGhee, mirando en todas direcciones menos hacia él y
hacia Foy. McGhee, un nativo de Glasgow bajito y achaparra-
do, con pelo castaño y un traje gris demasiado ajustado, simu-
laba buscar algo entre la montaña de papeles amontonados so-
bre su mesa. Aitken, alto y de aspecto tísico, pelo ralo de color
rubio rojizo y con una cara surcada de arrugas y de expresión
casi afligida, miró brevemente a Skinner con expresión de de-
sagrado. En él veía un joven gallito cuyos ojos preocupante-
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mente inquietos delataban que el alma que se ocultaba tras
ellos se hallaba en perpetua pugna con una cosa u otra. Los
jóvenes de esa clase siempre daban problemas, y Aitken, que ya
contaba los días que le faltaban para jubilarse, no quería saber
nada de ellos.
Al darse cuenta de que no podía contar con apoyo alguno,
Skinner dedujo que quizá había llegado el momento de despe-
jar un poco el ambiente. «No estoy diciendo que hubiera hu-
medad en la cocina, pero en la ratonera no sólo me encontré un
salmón, sino que encima el pobre estaba asmático. ¡Estuve a
punto de llamar a los de la protectora de animales!»
Aitken hizo un mohín, como si alguien se hubiera tirado un
pedo ante sus narices en la iglesia de cuyo consejo rector él era
miembro. McGhee ahogó una risotada pero Foy se mantuvo
inescrutable. Después dejó de mirar a Skinner y posó la vista en
la solapa de su propia chaqueta a cuadros, de la cual retiró un
poco de caspa, ligeramente preocupado de que sus hombros pu-
dieran estar cubiertos de ella. Tenía que acordarse de decirle a
Amelia que cambiara de champú.
A continuación Foy volvió a mirar directamente a los ojos a
Skinner. Éste conocía muy bien aquella mirada inquisitiva, y no
sólo por su jefe: era la mirada de quien trata de ver más allá de
lo que le dejas ver, que trata de leer en tus entrañas. Skinner la
sostuvo con firmeza mientras Foy apartaba la vista para hacerle
un gesto con la cabeza a Aitken y McGhee, quienes captaron la
indirecta y, muy agradecidos, se marcharon. Acto seguido rea-
nudó el contacto visual con intensidad centuplicada. «¿Es que
has estado de pedo o qué?»
Skinner se enfureció, y de forma instintiva sintió que el ata-
que era la mejor defensa. En su mirada apareció una chispa de
ira: «¿Pero tú de qué cono vas?», saltó.
Foy, acostumbrado a que sus empleados le tratasen con de-
ferencia, quedó un tanto desconcertado: «Disculpa, eh, no que-
ría insinuar...», empezó, antes de adoptar un tono más cómpli-
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ce: «¿Has bebido algo a la hora de comer? Entiéndeme, ¡estamos
a viernes por la tarde!»
En su calidad de encargado jefe, el propio Foy solía pasarse
los viernes por la tarde de tragos; de hecho, a partir del medio-
día aproximadamente, solía estar en paradero desconocido;
aquél era uno de los raros viernes en los que se dedicaba a
deambular de forma ostentosa, asegurándose de que tanto su-
periores como subordinados le viesen atareado y sobrio. Por lo
tanto, Skinner se sintió lo bastante relajado como para hacer la
siguiente revelación: «Dos pintas en el bar durante la comida,
eso es todo.»
Aclarándose ruidosamente la garganta, Foy adelantó su
propuesta: «Espero que no inspeccionaras el local de De
Fre-tais con priva en el aliento, por poca que fuera. Está
acostumbrado a detectarla entre su propia plantilla. Y sus
cocineros también.»
«La inspección tuvo lugar el martes por la mañana, Bob»,
dijo Skinner antes de recalcar: «Sabes que jamás acudiría a nin-
gún local bebido. Esta tarde sólo tenía que ponerme al día con
unos papeles, así que me permití un par de pintas», bostezó
Skinner, «y he de reconocer que la segunda fue un error. Con
todo, una taza de café lo solucionará enseguida.»
Recogiendo de la mesa la delgada carpeta que contenía el
informe de Skinner, Foy dijo: «Bueno, ya conoces a De Fretais,
es nuestro famoso local y Le Petit Jardin es su buque insignia.
Tiene dos estrellas de la guía Michelin, hijo. ¿Cuántos restau-
rantes de este país pueden presumir de lo mismo?»
Skinner meditó brevemente al respecto antes de decidir que
no lo sabía y que le importaba un comino. Soy inspector de Sa-
nidad, no groupie de un puto cocinero.
Mordiéndose la lengua, Foy rodeó el escritorio, y estrechó
los hombros de Skinner con el brazo. Pese a tener menos esta-
tura que su joven subordinado, era un verdadero morlaco, cuyo
cuerpo se deterioraba de forma lenta y a regañadientes, y Skin-
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ner notó su fuerza. «Me dejaré caer por allí y charlaré tranquila-
mente con él para que se ponga un poco las pilas.»
Como siempre que se sentía desautorizado y desamparado,
Danny Skinner sintió que el labio inferior se le curvaba hacia
fuera. Había cumplido con su obligación. Lo que había dicho
era cierto. No era ni bobo ni ingenuo, estaba al tanto de la
real-politik de la situación: algunos siempre eran más iguales
que otros. Pero le sacaba de quicio que si un inmigrante de
Bangla-desh tuviese un puesto de currys de madrugada con una
cocina tan cochina como la de De Fretais, lo más seguro es
que en aquella ciudad no volvería a hacer ni un huevo pasado por
agua. «Muy bien», dijo, abatido.
Pero quizá había exagerado un poco. De Fretais no le caía
bien, pese a reconocer que tenía algo extrañamente cautivador.
Su ejemplar de Secretos de alcoba de los grandes chefi había sido
una de esas compras de la hora del almuerzo de las que se aver-
gonzaba, y lo tenía escondido en el maletín. Recordó el párrafo
inicial del prólogo, que con tanto desagrado había leído:
Los más sabios de entre nosotros saben desde hace mucho
tiempo que las preguntas más simples son con frecuencia las
más tendenciosas. Yo intento iniciar mis relaciones con todos
los estudiantes de las artes culinarias que entran en mi órbita
con la siguiente pregunta: ¿Qué es un gran chef? Las respues-
tas nunca dejan de ser instructivas y enigmáticas, pues para
ayudarme en mi búsqueda de la excelencia culinaria, ésta es la
pregunta a la que me veo abocado a responder sin cesar.
Sin duda, el gran chef ha de ser un artesano que se sienta
orgulloso de los meticulosos y a menudo rutinarios detalles de
su oficio. Desde luego, el gran chef también ha de ser un cien-
tífico: es un alquimista, un hechicero y un artista, pues sus crea-
ciones no están pensadas para remediar los males del cuerpo o
de la mente, sino para atender a la tarea, mucho más sublime,
de elevar el alma.
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Nuestro vehículo para alcanzar dicha meta es, pura y sim-
plemente, la comida, pero este recorrido ha de llevarnos por
los senderos de nuestros sentidos humanos. Así pues, a menu-
do sostengo ante mis desconcertados discípulos, y ahora ante
ti, querido lector, que si algo ha de ser un gran chef es -ahora
y siempre— un sensualista total y absoluto.
¡No es más que un puto cocinero, y anda que no se lo tienen
creído tantos de esos capullos!
¡Yqué decir de la puta guía de comida erótica esta! ¿Ese gordo
cabrón? ¡Venga ya! ¡La de años que llevará ese fantasma sin verse la
polla si no es con la ayuda de un espejo! Claro que unos yuppies
anodinos y asexuados de mierda reaccionarían ante algo así: lo
comprarán a millares y convertirán a un gordo cabrón, rico y ca-
prichoso, en alguien todavía más gordo, rico y caprichoso. ¡Yaquí
me tenéis a mí, habiendo apoquinado un puto ejemplar!
Mientras observaba el enrojecimiento progresivo de la faz
de Skinner, Foy sintió cierto desasosiego y retiró el brazo.
«Danny, en esta época del año no podemos hacer olas, así que
nada de indiscreciones de barra de bar acerca de lo mal que está
la cocina de nuestro amigo De Freíais, ¿vale?»
«Ni que decir tiene», respondió Skinner, tratando de disi-
mular el creciente morbo que le producía pensar que aquella
noche en el pub se lo cascaría a todo aquel que quisiera escu-
charle.
«Así se habla, Danny. Eres un buen inspector y no nos so-
bran precisamente. Ahora mismo sólo tenemos cinco», dijo Foy,
sacudiendo la cabeza con expresión de desagrado, antes de ani-
marse súbitamente: «Eso sí, el chico nuevo, el de Fife, empieza
mañana.»
«¿Ah, sí?», dijo Skinner, enarcando las cejas de forma inqui-
sitiva e imitando inconscientemente a su jefe.
«Sí..., se llama Brian Kibby. Parece un chaval majo.»
«Muy bien...», dijo distraídamente Skinner, mientras sus
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pensamientos vagaban en torno al fin de semana. Aquella noche
echaría unos cuantos tragos; las cuatro pintas de la comida le
habían dado mucha sed. Después, hecha la salvedad del partido
del sábado, pasaría el resto del fin de semana con Kay.
Todo el mundo tenía su propia opinión acerca de dónde
terminaba Edimburgo y empezaba el puerto de Leith. Oficial-
mente, se decía que en el viejo Boundary Bar de Pilrig, o don-
de comenzaba el código postal EH6. Sin embargo, cuando
Skinner bajaba por el Walk, nunca se sentía del todo en Leith
hasta que notaba la grandiosa sensación de la pendiente nive-
lándose bajo los pies, como si su cuerpo fuera una nave espacial
que aterrizase en su hogar tras un largo viaje por tierras inhós-
pitas. Por lo general, dicha sensación comenzaba a partir del
Balfour Bar.
Por el camino de vuelta a casa, Skinner decidió parar en casa
de su madre, que vivía al otro lado de la calle de la peluquería
regentada por ella, en un pequeño callejón adoquinado que sa-
lía de Junction Street. Allí fue donde se crió, antes de marcharse
el verano anterior. Siempre quiso tener su propio espacio, pero
ahora que lo tenía, echaba de menos su hogar más de lo que
nunca habría imaginado.
Mi vieja ha terminado el turno y apesta a líquido de per-
manente. Ya había olvidado hasta qué punto el garito entero
olía así, cómo lo impregna todo. Aún lleva en el antebrazo el ta-
tuaje casero ese de tinta china que dice BEV; no hace el menor
esfuerzo por ocultarlo, pese a trabajar en contacto directo con la
clientela en un negocio del sector servicios. Aunque, claro, hay
que reconocer que no hablamos de una base de clientes muy
exigente: está a un millón de leguas del ganado que frecuenta-
ría, por ejemplo, el restaurante del tocino de De Fretais.
Yo me crié en esa tienda, donde todas las viejas gallinas clue-
cas que constituían la clientela regular eran mis tías o abuelas su-
plentes. Me frotaban, como si fuera un ungüento de lujo, con-
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tra todas aquellas voluminosas delanteras. Un chavalín sin papá:
objeto de lástima, de mimos y hasta de cariño. El viejo y solea-
do Leith: no hay lugar que ame tanto a sus bastardos como un
puerto.
El fuego eléctrico, con su falsa pantalla de carbones, da cier-
to calor, pero el enorme gato persa azul está tendido en la al-
fombra delante de él, absorbiendo todo su calor como un ca-
bronazo egoísta, que es lo que es. La repisa de la chimenea suele
ser el centro de la habitación, pero ahora ha cedido la preemi-
nencia al abrumador y gigantesco árbol de Navidad que hay en
el rincón. En la pared, sobre el fuego, cuelga una copia enmar-
cada del álbum de los Clash London Calling. Garabateado en él
con rotulador se lee:
Para Bev, punk n.° 1 de Edimburgo.
Con cariño, Joe S.
20/1/80
Mi vieja presume de ser una estudiosa de la naturaleza hu-
mana, pues está convencida de que, gracias a su trabajo, es ca-
paz de leer a las personas como si fueran ejemplares del Hola.
Cuando entran y le cuentan que quieren que les haga esto o lo
otro a sus grasientas, secas o lacias greñas, ella les mira a los ojos
y les suelta: «¿Estás segura de que eso es lo que quieres?» Ellas la
miran con nerviosismo y enumeran algunas posibilidades hasta
que ella asiente con un gesto de aprobación y dice: «Eso.» Des-
pués acelera, susurrando «Es muy bonito», o «Te va mucho,
nena.» Y siempre vuelven. Como acostumbra a alardear la vieja,
«Las conozco mejor de lo que se conocen ellas a sí mismas».
Sin embargo, en el trato con su única y bastarda descen-
dencia semejante actitud está de más. Se sienta en la silla
mientras yo me desplomo en el sofá, cojo el mando a distan-
cia y pongo el telediario. «Me imagino que el dinero aquel de
la indemnización», empieza, entornando la mirada bajo esas
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grandes gafas, «ya estará todo en manos del sector hostelero,
¿no?»
La vieja se está poniendo fondona. Siempre fue una
retaco-na, pero ahora la cara se le está poniendo cada vez más
carnosa. Como siempre le ha gustado vestir de negro, ahora que
con los años ha ido engordando, no puede valerse del efecto
adelgazante de dicho color. «Esa observación me parece muy
injusta», respondo mientras echan el resumen deportivo de la
jornada y otro gol de Riordan se estrella en la red, «son muchos
los corredores de apuestas que se han llevado su tajada.»
Pero me está vacilando. Sabe cuánto me costó dar la prime-
ra entrada para el piso. ¡Fueron quince de los grandes los que me
dieron a cuenta del accidente, no ciento quince!
«¿De modo que lo has despilfarrado todo?», me pregunta,
pasándose la mano por su cabellera carmesí.
No pienso entrar en este tema con ella: «Parafrasearé a un
gran futbolista: "La mayor parte me lo gasté en bebida, en mu-
jeres y en las carreras. El resto lo despilfarré".»
«Ya, claro», gruñe la vieja, levantándose y apoyando las ma-
nos sobre las caderas, imitando sin darse cuenta la pose de
Jean-Jacques Burnel en el póster de los Stranglers que hay a sus
espaldas. «¿Y supongo que te quedarás a cenar?»
Eso no acostumbra a ser el placer gastronómico que ella se
imagina. «¿Qué es lo que hay?»
«Salchichas.»
Que alguien me sujete. «¿De ternera o de cerdo?»
La vieja se quita las gafas, lo que deja a ambos lados de su
nariz unas hendiduras de color vino. Se esfuerza por enfocarme
de nuevo, como si acabase de despertarse, y se limpia las gafas
sobre la blusa. «¿Te quedas a cenar o no?»
«Vale..., está bien.»
«No me tienes que hacer ningún favor, Danny», comenta,
antes de soplar sobre las gafas y volver a frotarlas. Vuelve a po-
nérselas y se va a la cocina, donde abre la nevera.
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Yo me levanto y me acerco al área de la cocina, apoyándo-
me sobre la barra de desayunar. «Quizá tendría que haber in-
vertido mi dinero en productos concretos, en algo popular y du-
radero», digo estirándome y pinchándole con el dedo el tatuaje
del brazo, «como la tinta china.»
Ella se aparta, y me fulmina con la mirada tras las gafas.
«No empieces con eso, hijo. Y no te pienses que puedes andar
sableándome a todas horas. Tienes un buen empleo; puedes pa-
garte los recibos de la tarjeta por tus propios medios.»
Cada vez que vengo aquí me recuerda lo de los putos reci-
bos. A mi vieja le gusta imaginarse que sigue siendo punk, pero
es pequeña empresaria hasta la médula.
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3. LA VIDA AL AIRE LIBRE
A medida que la pendiente de la colina se volvía más pro-
nunciada, los heléchos iban haciéndose más escasos. Brian
Kibby, con un jersey de lana de Aran demasiado grande y un
anorak impermeable ondeando bajo el viento, se enjugó un
poco el sudor del ceño bajo una gorra de béisbol tan ajustada
que le hacía daño. Respiró hondo y sintió cómo el aire fresco de
la montaña le limpiaba los pulmones. A medida que la vida
inundaba su enjuto cuerpo, se detuvo frente al mirador, vol-
viéndose para contemplar la gran cordillera de Munros y la ex-
tensión del valle que serpenteaba bajo él.
Mientras disfrutaba de aquella idea de comunión con el
universo, se apoderó de él una sensación de superioridad mo-
ral: apuntarse al club de senderismo con Ian Buchan, el único
amigo de los tiempos del colé que le quedaba, que seguía sien-
do su compañero del alma, era lo mejor que había hecho ja-
más. Se habían conocido por medio de una afición común
—los videojuegos— y trataron de convertirse el uno al otro a sus
respectivas pasiones. Ian era una de las pocas personas a las
que Brian Kibby había permitido poner los pies en su desván,
donde se encontraba su muy codiciado ferrocarril a escala, a
pesar de que Kibby sabía que a Ian le interesaba en muy esca-
sa medida. Y aunque él mismo apenas toleraba la obsesión de
28
aquél con Star Trek, la devoción que sentía por el senderismo
era auténtica.
Brian adoraba los fines de semana que pasaba en compañía
de aquella pandilla saludable y campechana, que se divertía de
lo lindo bajo el rótulo colectivo de los Hyp Hykers. A su con-
valeciente padre le agradó inmensamente saber que salía más a
menudo y que tenía un amigo, pese a que Keith Kibby recelaba
un tanto de la naturaleza un tanto exclusiva de la amistad de su
hijo con Ian Buchan y más aún de la obsesión de este último
con Star Trek. Incluso en aquellas desiertas colinas, el estado de
su padre rara vez andaba muy lejos de las cavilaciones de Brian
Kibby. En aquellos momentos su padre se hallaba muy enfermo
y, la noche anterior, cuando había acudido a visitarle al hospi-
tal, lo encontró muy débil y delicado.
Brian Kibby lamió la sal que se le había depositado en los
labios, y tras el esfuerzo de la caminata por el sendero que bor-
deaba la colina, se llevó la botella de Evian a la boca. Asomado
sobre el valle con cierta inquietud ante la mayor nube de mos-
quitos que jamás hubiera visto, sintió cómo el agua mineral ma-
sajeaba su garganta reseca.
Pletórico y boquiabierto, contemplaba el hondo desfiladero
hasta llegar a las oscuras y amplias colinas que tenía frente a él,
panorama acompañado por el álbum Parachutes, de Coldplay,
que sonaba en su iPod. Apagando el aparato y sacándose los au-
riculares de los oídos, dejó resonar un poco el silencio de la na-
turaleza, roto únicamente por los leves graznidos de algunas aves
que les sobrevolaban. Acto seguido, el repentino sonido del ma-
torral crujiendo bajo unos pies indicó la presencia de alguien a
su lado. Dando por supuesto que sería Ian, dijo sin volverse:
«Fíjate en eso, ¿a que da gusto estar vivo?»
«Es precioso», asintió una voz femenina. Kibby sintió que en
su pecho brotaban a la vez el pánico y la euforia, en pugna por la
supremacía. Al volverse, notó cómo se le encendían las mejillas y
se le humedecían los ojos: era Lucy Moore, con aquellos ojos de
w
intenso color azul y esos rizos pajizos, ondeando desafiantes bajo
el viento, y le hablaba a él. «Eh..., sí...», logró articular mientras
posaba su mirada sobre la vaina escarlata que tenía por boca.
Lucy pareció no reparar en la torpeza y la incomodidad de
Kibby. Su mirada, serena pero penetrante, escrutó las cimas de
las montañas que atravesaban el valle, espolvoreadas con una
capa de nieve, antes de detenerse en la más elevada de todas.
«Me encantaría tratar de escalarla», dijo ella, lanzándole una mi-
rada cómplice.
«Nah... eh... con el senderismo tengo de sobra», respondió
Kibby de manera poco convincente, lamentándolo inmediata-
mente al cobrar conciencia de que el vago interés que Lucy ha-
bía mostrado por él iba disipándose progresivamente. Peor aún,
fue reemplazado por un aura de leve desprecio, emoción que pa-
recía suscitar de forma habitual en muchos miembros del sexo
opuesto. «Aunque la verdad es que me tienta...», agregó él, en
un intento de arreglar las cosas.
«Me encantaría», reiteró Lucy, aventurándose de nuevo,
ahora de forma más cauta.
Kibby no supo qué decir y con cierto azoro le soltó: «Sí, se-
ría estupendo, ya lo creo.»
A esto le siguió un silencio tan insoportablemente embara-
zoso que Brian Kibby, que muy a su pesar había conseguido
atravesar la adolescencia y los primeros años de su segunda dé-
cada de vida sin siquiera besar a una chica, habría aceptado sin
dudarlo un instante permanecer virgen toda la vida a cambio de
verse libre de aquel tormento. Se ruborizó, tenía los ojos -que
parpadeaban de forma incontrolable- llenos de lágrimas, de la
nariz le manaba un reguero ininterrumpido de mocos y la gar-
ganta se le secó de tal forma que tuvo la plena certeza de que, de
haber hablado, la voz se le habría quebrado como ramitas secas
bajo los pies.
Sólo se salió del impasse cuando Lucy le preguntó en un
tono de voz cansino: «¿Qué hora es?»
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Kibby sentía tal ansia de verse libre de su tormento que, en
su premura por responder, se le enganchó la correa del reloj en
el elástico del puño del impermeable, y la tela se desgarró lige-
ramente. «Ca... casi las dos», tartamudeó.
«Supongo que deberíamos regresar al refugio para comer»,
reflexionó Lucy, mirando a Kibby con expresión perpleja.
«Sí», gorjeó Kibby, quizá en un tono demasiado agudo, «¡si
no esos triperos se lo comerán todo!»
Y algo dentro de él se vino abajo al ver la sonrisa ligera-
mente apesadumbrada que aquel comentario suscitó en ella.
Aquella expresión le resultaba familiar. La había visto en la cara
de su hermana, en la de las amigas de ésta y en la de las chicas
de la oficina. La veía en los rostros de todas las jóvenes que co-
nocía. Se quitó la gorra de béisbol roja y se la guardó en el bol-
sillo, dando así un respiro a sus sienes.
Los muros de piedra de la presa eran empinados y solemnes,
severos como una hilera de lápidas en un cementerio. Desde la
orilla del lago artificial situado enfrente, Danny Skinner echó
un vistazo a los árboles marchitos que se estiraban hacia lo alto
buscando luz entre la sombra premonitoria arrojada por aque-
llas grandes piedras. Llevaba todo el día lloviendo. Ahora ya ha-
bía parado, dejando atrás un cielo cubierto que anunciaba una
noche húmeda y fría.
Ya notaba cómo iba asentándose en su pecho un resfriado,
agravado por el reguero de mocos farloperos que le bajaba por
la garganta sin cesar. Miró a los tres hombres escasamente
abrigados que le acompañaban. Observaban con gesto depre-
dador a otros dos varones que estaban pescando en la presa, los
cuales iban vestidos de un modo más apropiado para las incle-
mencias de la estación. Rab McKenzie, un metro noventa y
dos y obeso, era su mejor amigo desde los tiempos del colegio,
y seguía siendo su más querido compañero de borracheras. A
Gareth no lo conocía tan bien; sólo hacía unas semanas que
31
eran amigos, pero antes de llegar a conocerse ya le caía bien
por su reputación.
El que le ponía nervioso era Dempsey. Pese a su relativa ju-
ventud, los variopintos círculos en los que entraba y salía signi-
ficaban que Skinner se había topado con unos cuantos tipos du-
ros, e incluso con algún que otro psicópata. Se había fijado, sin
embargo, en que cuando alcanzaban cierta etapa de desarrollo,
ya sólo nadaban en compañía de otros tiburones. Con todo, ha-
bía en Dempsey algo característico y arrollador. Su presencia re-
sultaba sin duda muy útil en cierto tipo de confrontaciones ca-
llejeras, pero en aquella situación estaba fuera de su elemento.
Aunque quizá, meditó Skinner, era él quien estaba fuera de
lugar.
Se conocían todos del fútbol, y los campos inundados ha-
bían aniquilado el programa de encuentros en todo el país. Pero
eso es lo que hacían; se reunían los sábados y se entregaban a un
poco de diversión inofensiva; de vez en cuando alguna pelea,
pero por lo general sólo gestos de cara a la galería. Con todo,
Skinner volvió a preguntarse qué hacía en una presa de West
Lothian un sábado de diciembre por la tarde mientras caían
chuzos de punta.
Respuesta: cocaína. Un poco antes, en un pub del centro,
Dempsey había preparado una raya tras otra mientras los pre-
sentes se fueron reduciendo hasta quedar sólo ellos cuatro. Des-
pués propuso una pequeña aventurilla campestre. En ese mo-
mento no parecía mala idea: una confabulación fanfarrona
inducida por las drogas, urdida en un pub del centro calentito.
Ya allí, la cosa había pasado de emocionante a dudosa, y por úl-
timo, había degenerado en aburrimiento puro y duro. Skinner
se moría de ganas de estar en casa con Kay.
Le había contado que, a falta de fútbol, se iba de pesca con
algunos de los chicos. Era improbable pero de hecho era casi
verdad. Sin embargo, sabía que ya debería estar con ella, de
modo que se puso ansioso. Recordó, esperanzado, que ella le ha-
32
bía mencionado algo acerca de unos ensayos de danza. A veces
éstos se prolongaban. Pero seguía inquieto, aunque quizá no
tanto como los dos pescadores.
«Está bien llena de lucios esta presa», explicó Skinner a am-
bos muchachos, en un esfuerzo por distender un poco las cosas.
«En tiempos, no había más que percas. De manera que echaron
un par de lucios, en plan lucio-lago, lago-lucio», siguió dicien-
do, sin esperar reacción pero percibiendo la sonrisa retorcida de
Dempsey, «y los muy hijos de puta dejaron las reservas de perca
en la nada. Las diezmaron.» Se volvió hacia sus amigos. «¡Las
percas empezaron a escasear de tal manera que los lugareños lan-
zaban al agua los palos de madera de las jaulas de periquitos sólo
para que pareciera que había más!»
1
Y, al oler el miedo en au-
mento de los dos pescadores, Skinner empezó a esbozar invo-
luntariamente una deslumbrante sonrisa fúnebre. Se dio cuenta
de que habían captado la crudeza de su aviesa reacción, y por un
instante se sintió despreciable.
Y el insípido sol poniente se vio cubierto por otra oleada
de renegadas nubes negras, proyectando una sombra asesina
sobre el lago, lo que hizo temblar visiblemente a uno de los
pescadores, el pelirrojo. McKenzie, sintiéndose llamado a
reaccionar, volcó de una patada la caja de aparejos de pesca
y el cebo. Los gusanos se retorcieron sobre el lodo. «Qué tor-
pe soy, ¿no?»
Skinner apretó los dientes y le lanzó a Gareth una mirada
cómplice que decía: qué típico de McKenzie dejarnos a la altu-
ra del betún con una gracia tan sosa y acompañada de forma tan
grosera.
«¿Sois de la parte límite del condado o qué, chavales?», pre-
guntó Dempsey. «No sois de ninguna cuadrilla, ¿verdad?», pre-
guntó a los desconcertados muchachos antes de señalar con el
1. Juego de palabras intraducibie, basado en la nomografía y
homofo-nía de las palabras «perca» y «percha» (perch) en inglés. (TV. del T.)
dedo y levantarle la voz a uno de ellos: «¡Tú! ¡Capullo pelirrojo!
¡Te he preguntado que de qué puto equipo sois!»
«No me gusta el fútbol...», empezó el muchacho.
Dempsey pareció darle vueltas a aquella declaración duran-
te un par de segundos, asintiendo con la cabeza, paladeándola
del mismo modo en que un pijo habría paladeado un vino de
categoría.
«Los lucios son muy hijos de puta», dijo Skinner riéndose.
«Son tiburones de agua dulce. Lo son por naturaleza.»
«¿Conoces a Dixie, de Bathgate?», le preguntó bruscamente
Dempsey al muchacho pelirrojo; parecía no oír a Skinner, quien
estaba pendiente del incremento de la tensión.
El muchacho pelirrojo sacudió la cabeza, y el otro asintió
con gesto afirmativo; ambos evitaron escrupulosamente mirar-
se. «Sólo de oídas.»
«Si le ves por ahí le dices que Dempsey le estuvo buscando»,
dijo éste, subrayando su propio nombre y con cierto gesto de
desilusión al ver que los chicos no reaccionaban en absoluto
ante aquella revelación.
Exasperado, Skinner pateó de refilón una piedra y observó
cómo ésta hacía cabrillas durante un segundo sobre la superficie
del lago antes de que éste la engullera con un ruido sordo. Ha-
bían tomado un par de cervezas y algo de perica y les habían en-
gatusado para ir a West Lothian para una oscura vendetta que
Dempsey tenía planeada contra un viejo conocido desde hacía
años, probablemente por algo que ninguno de los dos recorda-
ba ya. No encontraron ni rastro del tipo y empezaron a deam-
bular sin rumbo. Aquel mezquino numerito de acoso e intimi-
dación era resultado de la frustración de no haber logrado
ningún resultado en esa dirección. Sin embargo, había algo más;
también se trataba de la vieja guardia frente a la nueva genera-
ción, decidió Skinner, de un pulso entre McKenzie y Dempsey,
en medio del cual se vieron cogidos aquellos dos pobres chava-
les. «Perdonen ustedes las molestias, muchachos, y buena suer-
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te con la pesca», canturreó alegremente mientras le hacía un ges-
to con la cabeza a Gareth y ambos se marchaban. McKenzie y
Dempsey se entretuvieron, lo cual no auguraba nada bueno.
Gareth hizo una mueca: «Esos dos tendrían que irse de va-
caciones a un bed & breakfast y darse a los placeres griegos has-
ta que se les pasen las ganas.»
A Skinner Gareth le caía bien, pero optó por sonreír y re-
servarse la opinión. «La gente tiene derecho a pescar sin que la
molesten. Es un derecho humano elemental», fue su inane co-
mentario.
Oyeron gritos y chillidos, pero siguieron caminando de for-
ma resuelta, encaminándose con rapidez hacia el coche. Algu-
nos instantes después, vieron por el espejo retrovisor a McKen-
zie y a Dempsey aproximándose hacia ellos. «Les hemos metido
bien», anunció entre jadeos un aturullado Dempsey mientras
subían a los asientos de atrás. Llevaba un ojo hinchado y magu-
llado. McKenzie lucía una sonrisa de depredador.
«¿Llevaban móvil?», preguntó Gareth en tono irritado.
«Porque si es así, la puta poli estará encima cagando leches.»
«A lo mejor aquí no hay señal», dijo Dempsey con cierta ti-
midez, «por lo de los muros de la presa y tal.»
Gareth arrancó el coche y aceleró mientras subían por la
pista hasta llegar a la carretera principal rumbo a Kincardine
Bridge. «Iremos por la ruta turística. Vosotros dos, cabrones, co-
géis el tren desde Stirling», dijo, indicando con un gesto de la
cabeza a Dempsey y McKenzie. Skinner se preguntó si habría
ofendido a Dempsey al sentarse en el asiento de delante. Era
inevitable que así fuera, sobre todo teniendo en cuenta que de-
trás, al estar sentado al lado del voluminoso Rab McKenzie, es-
taría apretujado.
«¡Capullo paranoico!», protestó Dempsey.
«Vete a tomar por saco, Demps; yo no he venido a este es-
tercolero a ver cómo te dabas de bolsazos con civiles inocentes»,
replicó Gareth.
35
«Ya, pero...», empezó Dempsey.
«Ni peros ni peras. Pensé que ibas detrás de Andy Dickson
y fui lo bastante estúpido como para ayudarte a emprender esta
boba caza del hombre porque iba hasta las cejas de coca y, en
cualquier caso, a ese retrasado no le tengo ningún cariño. Pero
¿acaso alguno de esos chavales era Andy Dickson? ¿No? Ya me
parecía a mí.»
«Se estaban sobrando que te cagas», le espetó Dempsey.
«Estaban pescando», le rebatió Gareth.
Por el retrovisor, Skinner vio los ojos coléricos de Dempsey
clavados en la nuca de Gareth, pero el conductor no parecía
consciente de ello. Entretanto, McKenzie relataba con entusias-
mo la paliza que habían propinado a los dos chavales. Al darse
cuenta del rumbo que tomaba aquello, uno de ellos había ido a
por todas y asestó el primer golpe, sacudiéndole un buen dere-
chazo en el ojo a Dempsey. «El capullo pelirrojo», se explayó
McKenzie con cierta alegría malévola. Luego siguió explicando
cómo tumbó al amigo de éste de un solo puñetazo y observó,
entretenido, cómo un Dempsey fuera de sí, casi paralítico de fu-
ror y de frustración, se imponía poco a poco a su agresor y des-
pués lo reventaba a coces.
Dempsey, sentado en el asiento trasero del coche, iba más
tenso que un muelle comprimido, forzado a escuchar el relato
de McKenzie. Como no fuera matando al pescador, sabía que
poco podía hacer para borrar de la memoria de McKenzie el re-
cuerdo de ese primer golpe que asestado por sorpresa por el pe-
lirrojo, pese a que el chico acabó pagando caro su coraje y su
dignidad. Pero la historia de cómo aquel amodorrado capullo
pelirrojo le había metido una en la presa circularía. La
especta-cularidad de aquel golpe se magnificaría cada vez más,
mientras que la represalia de Dempsey se volvería cada vez más
insignificante e intrascendente. La radiante sonrisa de McKenzie
daba fe de que la anécdota acabaría tergiversada y sacada
totalmente de contexto.
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En el coche, Gareth, posiblemente consciente de la humi-
llación de Dempsey e inquieto por las repercusiones, acabó por
ceder y llevó a todo el mundo de vuelta a la ciudad en coche. A
medida que las casas de las zonas residenciales daban paso a los
bloques de apartamentos de las áreas deprimidas del casco ur-
bano, Skinner pensaba que lo que debía hacer era volver con
Kay en ese mismo momento, pero McKenzie propuso ir a to-
mar una pinta. Bueno, a lo mejor tomaba sólo una antes de vol-
ver a casa.
m
4. SKEGNESS
Los atolondrados ojos de Joyce Kibby sólo se habían apar-
tado de la sartén de huevos revueltos durante lo que a su con-
fusa conciencia se le antojaron uno o dos segundos, para echar
un vistazo, distraída, al retrato. Ahí estaba, posado inocuamente
en la balda ornamental de la cocina de estilo Tudor que su
marido había construido con sus propias manos.
Era una foto en la que aparecían ella, Keith y los niños en
Skegness. Debía correr el año 1989 y había llovido durante la
mayor parte de la quincena. La había tomado el encargado del
Crazy Golf. Barry, así se llamaba. La mayoría de las personas
que visitaban el domicilio de los Kibby la habría considerado
una foto de familia más, sobre todo teniendo en cuenta que la
casa estaba plagada de ellas. Para Joyce, sin embargo, poseía una
cualidad mágica, trascendental.
Para ella era la única foto que captaba la esencia de todos
ellos: Keith, con su alegría ganada a pulso; Caroline, con aquella
jovialidad pugnaz y provocadora que evidenciaba ya de niña y
que jamás la había abandonado. Y luego estaba la felicidad de
Brian, siempre con un matiz de precariedad, como si exhibirla
de forma demasiado ostentosa pudiese precipitar la aparición de
fuerzas oscuras prestas a destruirla. En resumen, estimó con de-
sasosiego, era igualito que ella.
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Un olor a quemado le hizo arrugar la nariz. «Pestes», musitó
Joyce, sacando la sartén del anillo ardiente de la cocina eléctrica
y rascando los huevos con la cuchara de madera para asegurarse
de que no quedasen pegados al fondo. Aquellas pastillas que el
doctor Craigmyre le había recetado para ayudarla a lidiar con el
estado de Keith la estaban volviendo lenta, la embotaban.
¿Dónde estará Caroline?
Mujer delgada, ya muy pasados los cuarenta, con una nariz
prominente, ojos grandes y una mirada inquieta, Joyce Kibby
atravesó rápidamente las baldosas de pizarra. Asomando la ca-
beza de la cocina al pasillo gritó escaleras arriba: «¡Caroline!
¡Venga!»
Arriba, en su habitación, Caroline Kibby se apoyó sobre un
codo, se incorporó lentamente y se apartó del rostro sus cabellos
rubios. Desde la pared de enfrente, una sonriente imagen gi-
gante de Robbie Williams le daba los buenos días. Aquella
fotografía concreta siempre le había parecido dulce y extraña-
mente conmovedora. Hoy, sin embargo, a Robbie no parecía fa-
vorecerle en absoluto; quizá hasta le diera un aspecto un poco
simplón. Balanceando las piernas y sacándolas de la cama, dis-
puso de un segundo para notar la piel de gallina que las cubría
antes de que resonase de nuevo la voz chillona de Joyce:
«¡Ca-roliiinne!»
«Ya va, ya va», protestó ésta, lanzando un murmullo de
exasperación ante el gran póster.
Caroline se puso en pie; durante los pocos pasos que le
costó descolgar la bata azul del gancho de la puerta y envol-
verse en ella, notó el frío que hacía. De forma instintiva, se la
ciñó al cuerpo al salir al pasillo, desde donde pudo comprobar
que su hermano ya estaba listo; había dejado la puerta del
cuarto de baño abierta para que se disipara el vapor de la du-
cha. En el espejo se veía una chorreante estrella de David.
Brian ya iba vestido con el traje azul marino que su padre ha-
bía insistido en que se comprara para el nuevo empleo. Le
W
quedaba bien; el corte le imprimía una delgadez más elegante
que dolorosa, impresión esta última que era la que solía ofre-
cer habitualmente. Le daba mejor aspecto, pensó; desde luego,
Brian había nacido para llevar traje. «Muy elegante», dijo
Ca-roline con una sonrisa.
Brian sonrió de oreja a oreja, exhibiendo sus grandes y blan-
cos dientes. Mi hermano tiene unos dientes bonitos, pensó ella.
Para él, aquél era un gran día. Se trataba de un puesto de
funcionario en un cuerpo de inspectores más grande que el de
Fife, y varios niveles más arriba en la escala salarial. Por añadi-
dura, no había que tener en cuenta unos gastos de transporte
del mismo calibre. No obstante, en cierto modo constituía un
gran paso en lo referente a responsabilidades, y de un modo
que asomaba quizá en la fatiga de su mirada, a Caroline le pa-
recía que acusaba un poco la presión. No obstante, en aquellos
momentos todos ellos padecían mucho estrés. «¿Nervioso?»,
preguntó.
«Nah», respondió Brian, antes de admitir, «bueno, quizá un
poquitín.»
«¡Caroline!» La voz de Joyce, aguda y nasal, volvió a ascen-
der desde abajo. «¡Se te va a enfriar el desayuno!»
Caroline se inclinó sobre el pasamano de la escalera. «¡Vale!
¡Ya te oigo! ¡Bajo enseguida!», rezongó; Brian Kibby se fijó en la
tirantez de los tendones del cuello de su hermana.
Joyce interrumpió abruptamente los característicos ruidos
de preparación del desayuno; un silencio vacilante se elevó de la
cocina como vapor caliente. Era como si un francotirador em-
boscado acabase de volarle la cabeza a un compañero que tuvie-
se al lado.
Brian Kibby miró a su hermana con gesto consternado,
pero Caroline se limitó a devolverle el mohín y encogerse de
hombros.
«Venga, Caz...», suplicó él.
«A veces me pone de los nervios.»
40
«Creo que es por lo de papá», dijo Brian, agregando a con-
tinuación: «Es muy estresante.»
Había algo condescendiente y excluyente en el tono de voz
de su hermano que le dolió. «Lo es para todos nosotros», repli-
có con brío.
A Brian le desconcertó un poco el tono de voz de Caroline.
Había dado pocas muestras declaradas de que le hubiese afecta-
do la enfermedad de su padre. Pero por supuesto que así tenía
que ser; al fin y al cabo, era su favorita, pensó, un tanto me-
lancólico. Con su acostumbrada indulgencia, Kibby lo atribuyó
a la juventud de su hermana, decidiendo que ése era su modo
de ser. «Y creo que está nerviosa por mí porque es mi primer
día de trabajo y esas cosas...», continuó, implorando de nuevo:
«Intenta no sacarla de sus casillas, Caz...»
Caroline se encogió de hombros con gesto indiferente y los
hermanos Kibby bajaron las escaleras que conducían a la coci-
na. Brian enarcó las cejas al ver la gran bandeja de huevos re-
vueltos, tomate asado y champiñones que había sobre la mesa.
A su madre le preocupaba que estuviera tan delgado, pero era
capaz de comer lo que fuera y no engordar; lo consideraba un
destino metabólico compartido por ambos. «Luego te alegra-
rás», le aseguró Joyce de forma preventiva mientras se sentaba.
«No sabes cómo será la comida del comedor municipal ese.
Siempre dijiste que el de Kircaldy no estaba muy allá», rumió en
voz alta, volviéndose hacia Caroline, que colocó un huevo sobre
una tostada mientras dejaba a un lado una loncha de beicon.
Joyce torció el gesto, cosa que Caroline captó de inmediato.
«Ya te he dicho que no como carne», dijo Caroline. «¿Por
qué me la sirves cuando sabes que no me la como?»
«No es más que una loncha», respondió Joyce con gesto su-
plicante.
«Disculpa, pero ¿es que no has oído lo que he dicho?», pre-
guntó Caroline a su madre, mirándola directamente a la cara.
«¿Qué crees que significa la frase "no como carne"?»
41
«La carne es necesaria. Sólo es una loncha.» Joyce entornó
los ojos y miró a Brian, que estaba ocupado untando de mante-
quilla una tostada.
«Yo. No. Como. Carne.», afirmó Caroline por tercera vez,
ahora cambiando de tono, casi riéndose de su madre.
«Apenas es nada», dijo ésta, irritada. «Todavía estás creciendo.»
«De todas las maneras equivocadas, si por ti fuera.»
«Eres anoréxica, ése es tu problema», declaró Joyce. «He
leído acerca de esa estúpida obsesión con el peso que tenéis las
jóvenes de hoy y...»
«¡No puedes llamarme así!», exclamó Caroline, roja de ira.
«¡Es como tachar a alguien de enfermo mental!»
Joyce miró con gesto atribulado a su hija. ¿Qué sabría aque-
lla niña escuchimizada y respondona de enfermedades? «Ahí tie-
nes a tu padre, luchando por su vida en el hospital, con goteros
por todas partes; seguro que daría cualquier cosa por poder co-
mer algo sólido...»
Caroline ensartó el trozo de beicon con el tenedor enseñán-
doselo a su madre. «¡Entonces llévaselo a él!», exclamó, ponién-
dose en pie de golpe y subiendo en tromba las escaleras hasta su
habitación.
Joyce prorrumpió en hipidos pequeños y entrecortados.
«Esa pequeña..., ¡ay!...» De pronto se detuvo, como si acabara de
recordar que Brian estaba presente. «Lo siento, hijo, y encima
en tu primer día en el nuevo empleo. Hay veces que ya no re-
conozco a esa chica», dijo levantando la vista hacia el techo. «Ja-
más se atrevería a hablar de esa manera si tu padre...»
«No te preocupes. Subiré y hablaré con ella. También está
alterada, mamá. Por lo de papá. Simplemente es su forma de
manifestarlo», discurrió Brian.
Joyce respiró hondo. «No, hijo, termina de desayunar. Lle-
garás tarde y es tu primer día de trabajo. No es justo; no, no es
justo», dijo ella sacudiendo la cabeza y dejándole desconcertado,
preguntándose a qué injusticia se refería exactamente.
42
Brian Kibby estaba ansioso por hacer eso mismo y salir de
casa. Aunque iba un poco sobrado de tiempo, engulló la comida
y se colocó la gorra de béisbol roja en la cabeza. El ímpetu y la
emoción le hicieron recorrer Featherhall Road hasta llegar a St
John's Road con gran rapidez; allí vio cómo se aproximaba un au-
tobús número 12. Corriendo hasta la parada para cogerlo, tuvo la
suerte de encontrar asiento y se asomó por un cristal empañado a
la ciudad, fría y empapada. Avanzaron muy lentamente hasta pa-
sar el zoo, parando luego en Western Córner, Roseburn,
Hay-market y Princes Street, antes de que él bajara en la estación
de Waverley y subiese por Cockburn Street hasta llegar a la
Milla Real. Se quitó la gorra de béisbol roja con el logotipo
futbolero, ya que no hacía juego con el traje, y la guardó en su
bolsa.
Su apresurada salida de casa le había hecho entrar en calor,
pero al desembarcar del autobús, el húmedo frío matutino ha-
bía empezado a insinuarse. Al notar cómo la llovizna y la nebli-
na del Mar del Norte le saturaban paulatinamente la ropa, se le
ocurrió que a veces salir a la intemperie en Escocia era como
meterse en una sauna fría. Para matar un poco de tiempo reco-
rrió un trecho de la Milla Real. En la papelería compró un ejem-
plar del Game Informer de aquel mes y lo guardó en la bolsa.
Luego se metió por una bocacalle, sintiendo el palpito de la
emoción en el estómago, al ver una de sus tiendas favoritas, con
su pintoresco rótulo:
A. T. Wilson Hobbies y Pasatiempos
Brian se acordaba de cómo su padre disfrutaba tomándole
el pelo por sus frecuentes compras en aquella tienda. «¿Conque
todavía vamos a la tienda de juguetes, hijo? ¿No crees que ya vas
siendo un poco mayor para esas cosas?» Keith Kibby se reía,
pero con frecuencia se adivinaba en su humor un matiz burlón
y desdeñoso que avergonzaba a su hijo y le hacía mostrarse más
circunspecto en lo referente a sus adquisiciones.
43
La maqueta del ferrocarril en miniatura que ocupaba el des-
ván de los Kibby era impresionante, aunque como Brian tenía
pocas amistades, no eran muchas las personas que habían teni-
do el privilegio de verla. En su condición de maquinista, Keith
Kibby había pensado en un principio que su hijo simplemente
compartía su fascinación por las locomotoras, y le desilusionó
descubrir que aquella pasión se limitaba exclusivamente a las lo-
comotoras en miniatura. No obstante, en un bienintencionado
intento de alentarle en aquella dirección, su padre, entusiasta
del bricolaje, recubrió de parquet el desván, colocó una escalera
de mano de aluminio y hasta puso la instalación de luz.
Brian Kibby había heredado de su padre la habilidad para la
carpintería. El taller de Keith estuvo al otro lado del desván has-
ta que enfermó demasiado como para subir las escaleras con
tanta frecuencia y empleó el cobertizo del jardín en su lugar. Por
consiguiente, toda la planta quedó consagrada al complejo fe-
rroviario y urbano de Brian, si se exceptuaban unos cuantos ar-
marios viejos en los que había almacenados algunos juguetes y
libros de la infancia, y un montón de estanterías que albergaban
sus revistas de reseñas de videojuegos.
Era algo muy inusitado que alguien más subiese allí arriba,
y el desván se convirtió en el refugio de Brian, un lugar de reti-
ro cuando le acosaban en el colegio o cuando tenía cosas —o chi-
cas- en las que pensar. Fueron pasando tardes de masturbación
solitaria y culpable a medida que su febril imaginación evocaba
imágenes de chicas del vecindario o el colegio, desnudas o lige-
ras de ropa, a las que casi era demasiado tímido para mirar, ya
no digamos dirigir la palabra.
No obstante, su pasión abrumadora era el ferrocarril en mi-
niatura. También se avergonzaba de ella; se encontraba tan lejos
de las cosas con las que disfrutaban otros chicos, o al menos pro-
fesaban disfrutar, que el placer que le proporcionaba era tan de-
liciosamente clandestino como sus sesiones masturbatorias.
De resultas, se volvió más circunspecto y retraído ante sus coe-
44
táñeos; sólo se sentía libre cuando se encontraba en su desván,
donde era amo y señor del entorno por él creado.
Las bromas en familia de Keith acerca de su «expulsión» del
desván disimulaban ansiedades de mucho mayor calado, y no
sólo relativas a su salud en declive. Le preocupaba que pudiera
haber encerrado psicológicamente a su hijo en aquel espacio; al
alentar aquella afición había suministrado a aquel muchacho
tan tímido un medio de sepultarse en vida.
Cuando Brian alcanzó la edad en la que Keith le conside-
raba demasiado mayor como para que les acompañase duran-
te las vacaciones familiares, el padre preguntó al hijo adonde
pensaba ir.
«A Hamburgo», le dijo Brian con entusiasmo.
Keith se sintió preocupado por la sordidez de la industria
del sexo de la Reeperbahn, pero enseguida se dio cuenta, con
cierto alivio, de que aquello no era sino un rito iniciático por el
que hacía tiempo que tendría que haber pasado su hijo, al re-
memorar sus propias aventuras adolescentes en el barrio chino
de Amsterdam. Sin embargo, algo chirrió en su interior cuando
el muchacho añadió: «¡Tienen el mayor ferrocarril en miniatura
del mundo!»
Sabía, sin embargo, que había sido él quien había iniciado
la obsesión. Había ayudado a su hijo a construir grandes coli-
nas de cartón piedra, alrededor y por debajo de las cuales cir-
culaban los trenes, y le había ayudado también a realizar cons-
trucciones minuciosas. El edificio de la estación y el del hotel,
inspirados en los de St Paneras, en Londres, eran el orgullo de
Brian. Formó parte de un trabajo de carpintería en el colegio,
donde sobrevivió a varios intentos de sabotaje por parte de
Andy McGrillen, un perdonavidas que había puesto especial
empeño en acosarle. En cuanto logró llevarlas a casa, sanas y
salvas, sin embargo, no hubo forma de detener a Brian Kibby,
pues todo creció a partir de aquellas estructuras amorosamente
labradas por él.
41
Ahora Kibbytown, como a menudo la denominaba, tam-
bién albergaba un estadio de fútbol construido alrededor de un
campo de Subbuteo. Junto al mismo pasaba la vía férrea, recor-
dándole al observador Brockville o Starks Park. Su proyecto más
reciente era la construcción de una ambiciosa y nueva tribuna
que formaría un puente sobre la vía, tomando como modelo el
estadio de Lansdowne Road, en Dublín. Incluso dejó de lado
su aversión a los deportes, asistiendo a varios partidos en
Tyne-castle y Murrayfield para fijarse en el diseño de los
estadios.
Cuando comenzaba una nueva fase de construcción, Keith
siempre se encontraba ansioso. Le preocupaba que su hijo api-
sonase sus colinas de cartón piedra, por las que parecía desme-
suradamente preocupado, pero Brian siempre edificaba alrede-
dor de ellas. Y vaya si el chico edificaba: bloques de pisos, torres,
bungalows, cualquier cosa que se le ocurriera a medida que su
ciudad se extendía por el desván, reflejo del desarrollo de la par-
te oeste de Edimburgo en la que creció.
Ahora, bajo la lluvia matutina, en la calle y asomado al es-
caparate de Wilson's Hobbies, Kibby se quedó pasmado al ins-
tante. No podía creer lo que veía, ¡pero allí estaba! La elegante
locomotora de color granate y negro resplandecía mientras leía
con impaciencia y anticipación lo que estaba grabado en la placa
del lateral: CITY OF NOTTINGHAM. Era una R2383 BR
Prin-cess Class City of Nottingham. Había estado agotada
debido a la demanda, convirtiéndose en algo excepcional
de la noche a la mañana.
¿Cuánto tiempo llevo detrás de una de ellas?
Mientras miraba el reloj se le aceleró el pulso. La tienda
abriría a las nueve en punto, dentro de apenas cinco minutos,
pero él tenía que presentarse ante un tal señor Foy a las 9.15.
Costaba ciento cinco libras, y si la dejaba allí, se la llevarían an-
tes de que pudiese regresar a la hora de comer. Brian Kibby atra-
vesó a toda prisa la calle para llegar al cajero y retiró su dinero,
temblando de emoción y temor en todo momento, no fuese que
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algún otro entusiasta de los ferrocarriles en miniatura entrase a
hurtadillas y le birlase el codiciado artefacto.
Mientras regresaba a toda velocidad a la tienda, Kibby vio a
Arthur, el viejo propietario, llegar cojeando hasta la entrada y
meter las llaves en la cerradura para abrir. Entró tambaleándose
tras él, incapaz de contener su emoción, tuvo que detenerse
abruptamente, pues de pronto el anciano se agachó para recoger
el correo matutino. En lo que a Kibby se le antojó una eterni-
dad, reunió toda la correspondencia y dijo después con discer-
nimiento: «Ah, hola, Brian, hijo, creo que sé lo que buscas.»
Echando un rápido vistazo al reloj, a Kibby le preocupaba
ahora llegar tarde. No podía hacer algo así; no podía causar tan
mala impresión en su primer día de trabajo. Era importante em-
pezar con buen pie. Su padre siempre había hecho hincapié en
la puntualidad hasta el punto de convertirla en una de las obse-
siones de Brian Kibby. Cosas de maquinistas, concluyó.
El viejo Arthur pareció un poco molesto al ver que el mu-
chacho se marchaba inmediatamente después de adquirir la lo-
comotora, sin quedarse a charlar como tenía por costumbre. La
gente joven siempre andaba con prisas, pensó con cierta desilu-
sión, pues durante mucho tiempo había considerado que Brian
Kibby estaba hecho de otra pasta.
Kibby cruzó la calle a la carrera con la caja bajo el brazo.
No, no podía llegar tarde, se repitió sin cesar a sí mismo una y
otra vez en un mantra nervioso. Aquella noche acudiría al hos-
pital y tenía que ser capaz de mirar a su padre a los ojos y con-
tarle que todo había ido bien en su primer día. El reloj del
Tron le dijo que disponía de un poco de tiempo, y comenzó a
relajarse y a recobrar el aliento.
Delante de las cámaras municipales se estaban realizando
unas obras importantes. Siempre estaban levantando los ado-
quines de la Milla Real, reflexionó Kibby. Entonces reconoció a
uno de los operarios. Era Andy McGrillen, su antiguo verdugo
del colegio, ataviado con una chaqueta guateada sin mangas
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mientras manejaba un gran martillo neumático cuyo temblor
ponía de manifiesto la tensión de los poderosos músculos de sus
brazos. Kibby contempló sus propios y enclenques bíceps, y re-
cordó lo ridículo que quedó que su padre le dijera: «Si alguien
se mete contigo en el colegio, dales con esto», mostrando su
propio puño lleno de cicatrices a modo de ejemplo.
Brian Kibby agarró con más fuerza la caja que llevaba.
Cuando McGrillen levantó la vista y le reconoció con lenti-
tud, Kibby notó que en su interior se desencadenaba el acos-
tumbrado relámpago de temor engendrado por la presencia de
su viejo antagonista. No obstante, al contemplar a McGrillen,
pareció dar paso a otra emoción, menos definible. El desprecio
seguía presente en la mirada de su viejo torturador, pero esta
vez, vestido con ropa de obrero, se veía frente a un Kibby trajea-
do, y alguna parte burguesa reprimida de su alma se sintió dis-
minuida. Y Kibby se dio cuenta de ello; se dio cuenta de que
McGrillen se veía levantando calles durante el resto de su vida,
mientras él, Brian Kibby, en traje y corbata, se convertía en un
hombre de provecho, ¡un inspector municipal!
Kibby no pudo reprimir una sonrisita de suficiencia, pues,
después de todas las humillaciones de patio de colegio y de años
atravesando la calle a la altura de la pastelería o la tienda defish
and chips, acababa de obtener cierto grado de venganza, de jus-
ticia. Aquella pequeña sonrisa de autosatisfacción, ¡menudo cla-
vo en el corazón del pobre McGrillen!, pensó mientras atravesa-
ba el patio delantero casi brincando de alegría, dejando de
mirarle de forma instantánea y avanzando de un modo estudia-
damente distraído, serio y formal, ¡como si McGrillen fuera al-
guien al que pensaba que conocía pero reparando de inmediato
en su error!
Ya en el interior del impresionante vestíbulo, Kibby subió
por una escalinata revestida con paneles de caoba hasta llegar a
un grupo de ascensores. Al meterse en uno de ellos, vio a un
tipo trajeado, de su misma edad o quizá un poco mayor. Kibby
pensó que tenía una pinta guay, pues el traje parecía caro. Y el
tipo hizo un gesto con la cabeza y le sonrió, ¡a él, a Brian Kibby!
¿Y por qué no? Ahora era alguien, un funcionario municipal, no
sólo un currante sin cualificar como McGrillen.
¡A alguien como Andrew McGrillen un tío como ése no le da-
ría ni los buenos días!
Entonces se dio cuenta de que el chico iba con una chica;
pues bien, Kibby sintió cómo se le aceleraban las hormonas, y
antes de empezar a hablar con el chico, ella también le dedicó
una sonrisa. ¡Vaya!, pensó Kibby, admirado ante los cabellos cas-
taño claros, los inquietos y grandes ojos marrones y los volup-
tuosos labios de la chica. Qué preciosidad, dijo para sus aden-
tros, atónito, presa de una especie de subidón extático tan fuerte
que por unos instantes casi se olvidó de la caja que llevaba bajo
el brazo.
Al llegar a la siguiente planta subieron al ascensor dos hom-
bres vestidos con mono azul, y acto seguido una profusa y cáli-
da hediondez inundó el compartimento en el que estaban api-
ñados. Alguien había soltado un pedo. El olor era espantoso, y
antes de entornar el rostro en un gesto de asco el tío del traje
miró a los ojos primero a Kibby y luego a los muchachos del
mono azul. Los obreros se bajaron en la planta siguiente. El jo-
ven trajeado exclamó a voz en cuello: «¡Vaya tufarada!»
Alguna gente sonrió y la chica se rió. «Danny», le reprendió.
«No es coña, Shannon», le oyó decir Kibby. «No hay dere-
cho. Hay servicios en todas las plantas.»
Shannon, pensó Kibby, demasiado excitado y aturullado
para volverse y fijarse si iban a la misma planta que él. No, pen-
só, aquélla era su gran oportunidad. Ellos no le conocían; no iba
a ser el chico tímido del colegio o el silencioso aprendiz de la
oficina que preparaba el té para los viejos gruñones, como en su
último empleo. Aquí iba a acceder a la mayoría de edad, iba a
derrochar confianza en sí mismo, se iba a mostrar sociable y se-
ría respetado. Acto seguido, tomó aire y se volvió para mirar al
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tal Danny y a la tal Shannon. «Disculpad..., ¿sabéis dónde está
la sección de Sanidad y Medio Ambiente? Tengo una cita con el
señor Robert Foy.»
«Tú debes ser Brian», dijo la chica llamada Shannon
son-riéndole, cosa que también hizo, como notó Kibby con
gratitud, el chico llamado Danny.
«Sigúenos», dijo éste.
¡Apenas he traspasado el umbral y ya he hecho migas con una
gente estupenda!
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5. INDEMNIZACIÓN
El implacable martilleo del despertador arrojó a Danny
Skinner de un infierno a otro. Su mano salió disparada, activan-
do de un manotazo el botón de «apagado», pero durante un rato
el ruido continuó palpitando en su cerebro. Los sueños ator-
mentados y febriles habían desaparecido, sólo para verse reem-
plazados por la realidad de una fría e inhóspita mañana laboral
de lunes. A medida que las sombras del alba comenzaban a defi-
nir los contornos de la habitación, su cabeza, muy cargada, fue
despejándose. Una oleada de pánico le atravesó cuando por ins-
tinto sacó la pierna al frío para explorar el otro lado de la cama.
No.
Kay no había regresado, no había pasado la noche allí. So-
lía pasar mucho tiempo en su casa, a decir verdad, la mayor parte
de los fines de semana. Quizá había salido a tomar una copa
con su amiga Kelly; dos chicas en forma, dos bailarinas, de mar-
cha. A Skinner le atraía la idea. De repente, un olor amargo le
llegó a las fosas nasales. En un rincón, vio un charco de vómito.
Dio gracias de que estuviese confinado al suelo de madera de
pino lavada y de que no hubiese llegado hasta la alfombra orien-
tal en la que aparecían varias posiciones del Kama Sutra, la cual
le había costado la mitad de su sueldo mensual en una tienda de
antigüedades del Grassmarket.
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Skinner encendió la radio y escuchó a un DJ inverosímil-
mente alegre babear durante un intervalo de tiempo espantosa-
mente largo antes de que una melodía bienvenida y familiar ali-
viase ligeramente su sufrimiento. Se incorporó de forma
paulatina y se fijó en su ropa, desperdigada por el suelo y col-
gando de la parte inferior de la cama con la desesperación con
que un náufrago se aferra a una tabla. Luego contempló mor-
bosamente la botella de cerveza vacía y el cenicero rebosante que
yacían junto a la cama. Dichos restos estaban iluminados, como
en una abominable composición, por el parco sol matutino que
se filtraba por las raídas cortinas. A través de los marcos agrieta-
dos y vibrantes de las ventanas soplaba ruidosamente un viento
fresco, azotando su pecho desnudo.
Anoche volví a acabar destrozado. El último fin de semana. No
me extraña que Kay optase por volver a casa. Eres un puto cretino,
Skinner... un puto fantasma, un hijo de perra inútil..., te compor-
tas como un imbécil...
Se paró a pensar en que antes nunca le había importado el
frío. Ahora notaba cómo iba socavando su energía vital. Tengo
veintitrés años, pensó con nerviosa desesperación, espeso por la
resaca. Se llevó la mano a las sienes para frotárselas y así disipar
un puntito de neuralgia que quizá anunciase la llegada del ex-
plosivo aneurisma que habría de enviarle al otro barrio.
En este sitio hace un frío que te cagas. Frío y además oscuro.
Nunca será Australia ni California. No va a mejorar en nada.
A veces pensaba en el padre al que nunca conoció. Le gus-
taba la idea de que quizá estuviera en algún lugar cálido, quizá
en lo que denominan «el Nuevo Mundo». Como si pudiera ver-
lo, se imaginaba a un hombre saludable y moreno, quizá con la
cabeza surcada de canas y una familia bronceada, joven y rubia.
Y sería aceptado en su seno en un acto de reconciliación que da-
ría sentido a su vida.
¿Puedes echar de menos aquello que nunca tuviste?
El invierno pasado estaba pelado y había intentado quedar-
52
se en casa y dejar la bebida. Acabó escuchando a Leonard Co-
hén, estudiando las obras filosóficas de Schopenhauer y leyendo
a diversos poetas escandinavos, en su opinión deprimidos clíni-
cos torturados por largas noches invernales. Sigbjórn
Obstfel-der, el modernista noruego que escribió a finales del siglo
XIX, le gustaba en especial por sus grandiosos versos de
decadencia morbosa, el más memorable de los cuales, para
Skinner, era éste:
El día se pasa entre risas y canciones.
La muerte siembra durante la noche entera.
La muerte siembra.
A veces pensaba que podía verlo escrito en los rostros de los
vejetes de los pubs de Leith: cada pinta y cada chupito aproxi-
mando un paso más a la Parca, a la vez que alimentaba delirios
de inmortalidad.
¡Ah, cuan dulces delirios!
Y se acordó de que había sacado a su novia al pub casi a la
fuerza el domingo por la tarde, cuando lo único que ella quería
hacer era quedarse tumbada viendo la televisión con él.
Skinner, sin embargo, sentía la imperiosa necesidad de sa-
cudirse la resaca del viernes y el sábado noche y poco menos que
la había sacado a empujones por la puerta, conduciéndola por
Leith Walk hasta Robbie's, donde se encontraban bebiendo va-
rios de sus amigotes. Con todo, Kay, la única mujer en todo el
local, permaneció allí sentada, sonriendo y sin quejarse, consen-
tida o ignorada por aquellos hombres extraños y maravillosos
que no hacían más que beber sin parar. Era como si algunos de
ellos no hubiesen posado jamás sus ojos inyectados en sangre so-
bre una mujer, mientras que otros habían visto al menos una
más de las que hubieran querido volver a ver jamás. A Kay no
le preocupaba demasiado; le hacía feliz estar con el chico al que
amaba, fuesen a donde fuesen. Ella no podía hacer como ellos,
sin embargo. Tenía que controlarse el peso y mantenerse en for-
53
ma para poder bailar. Solía decir: «Tú no lo entiendes, tengo
que mantenerme en forma.» Y él le contestaba: «Pero si lo estás,
nena.»
Pero a medida que caían las copas, Skinner se iba poniendo
más bullanguero y más pedante. Discutía con su colega, Gary
Traynor, un joven fibroso, de cabellos claros rapados y expresión
severa pero traviesa. «Últimamente ésos no tienen una. firm en
condiciones. ¿A cuántos podrían reunir?»
Traynor se encogió de hombros con una leve sonrisa de su-
ficiencia y dio un sorbo a su cerveza. Alex Shevlane, una especie
de rata de gimnasio con la cabeza afeitada y aspecto de abusar
de las pesas, le echó una mirada subrepticia a sus bíceps en el es-
pejo mientras se llevaba la botella de cerveza a los labios: «La úl-
tima vez que estuvimos allí los muy cabrones ni aparecieron.
Una puta pérdida de tiempo», dijo entre dientes.
«Siempre estás con lo mismo», dijo Traynor sonriendo y
descargando una palmada en las anchas espaldas de Shevlane.
«Déjalo estar. ¿Qué quieres, demandarles por daños y perjui-
cios? Daños emocionales por arruinarte el fin de semana», se rió,
señalando con un gesto de la cabeza a un joven elegantemente
vestido y de aspecto huidizo que bebía solo en la barra. «¡Pero si
es Dessie Kinghorn!»
Skinner se dio la vuelta y guipó a Des Kinghorn, que le sos-
tuvo la mirada con gesto duro y penetrante. Skinner se levantó
y caminó hacia él mientras el rostro de Traynor se dilataba de
alegría.
«¿Qué tal, Dessie, colega?»
Kinghorn le miró de arriba abajo, se fijó en la chaqueta
Aquascutum y las Nike nuevas, y asintió con la cabeza en un
gesto pausado y valorativo. «Bien», dijo con brusquedad. «¿Tra-
pos nuevos?»
Han pasado tres años y el muy capullo sigue mosqueado,
pensó Skinner. «Sí..., ¿te apetece tomar una, colega?», le pre-
guntó, señalando la barra.
54
«Nah, gracias, ya me marchaba», dijo Kinghorn, apurando
su cerveza, saludando con la cabeza de manera cortante y diri-
giéndose a la salida.
Mientras salía por la puerta a la calle, Traynor le echó una
mirada a Skinner, frunciendo los labios y poniendo los ojos en
blanco. La sonrisa de Shevlane reflejaba el retrato del tiburón
que lucía en su jersey de rayas blancas y negras. Skinner se en-
cogió de hombros y mostró las palmas en un gesto de impoten-
cia. Kay se estaba quedando con toda la escena, tratando de de-
terminar lo que sucedía y por qué aquel tipo había desairado a
su novio. «¿Quién era ése, Danny?», preguntó.
«Sólo un viejo amigo, Dessie Kinghorn», dijo él. Al darse
cuenta de que su respuesta no satisfacía a nadie en toda la mesa,
y a Kay menos que a nadie, se vio obligado a contarles un cuen-
to. «¿Recuerdas que te conté que el verano antes de que nos co-
nociéramos me atropello un coche? ¿Pierna rota, brazo roto, dos
costillas y una fractura de cráneo?»
«Sí...», asintió ella. Nunca le gustaba pensar en lesiones de
ese calibre. No sólo tratándose de él sino en general. Se aveci-
naba una audición importante para ella. ¿Quién podría recupe-
rarse de lesiones semejantes y volver a bailar de nuevo? ¿Cuánto
tiempo llevaría? Incluso ahora, a veces imaginaba que su novio
caminaba de forma un poco desigual; quizá fuera una secuela
del accidente.
«Bueno, pues reclamé una indemnización por las lesiones.
Dessie trabaja en seguros y él me la preparó; me pasó los for-
mularios y todo eso, y me puso en contacto con un fotógrafo.»
Kay asintió con la cabeza. «¿Para que sacara fotos de las le-
siones?»
«Sí. Le estaba muy agradecido, y le dije que le invitaría a unas
cuantas rondas. Bueno, pues me dieron quince de los grandes,
cosa que me alegró, pero no nos engañemos, estuve seis meses sin
trabajar, inmovilizado y toda la pesca», apeló Skinner. «Fui a darle
quinientas libras cuando llegó el dinero de la indemnización. A
55
ver, que apreciaba lo que había hecho, pero todo el mundo iba de-
trás insistiendo en que reclamase una indemnización, sólo que lo
hice a través de la compañía de seguros para la que trabajaba
Des-sie. A mi modo de ver le di un poco de trabajo y le ofrecí una
bonita mordida. El cabrón no quiso aceptarla. "Olvídalo", me
soltó. Se mosqueó y está así conmigo desde entonces.» Skinner
daba tragos a su pinta como si estuviese tragándose su amargura.
«El puto imbécil iba por ahí haciendo correr la voz de que a él le
correspondía la mitad.» Skinner buscó apoyo primero en
Traynor, después en Shevlane, luego en Kay y, por último, en
algunos de los demás. «Se lo dije en McPherson's. "Si quieres la
mitad, te daré la mitad..., siempre y cuando me dejes romperte la
pierna, los brazos, las costillas y el cráneo con un bate de
béisbol. Porque son ésas las únicas circunstancias bajo las que
tendrías derecho a la mitad." Después de eso el muy cabrón se
puso todo paraca; pensó que le estaba amenazando», dijo
Skinner, con ojos desorbitados de indignación. «Amenazar yo a
ese cabrón. Anda ya. Sólo intentaba aclararle las cosas, joder.»
Kay asintió con gesto prudente. «Es horrible cuando los
amigos se pelean por dinero.»
Traynor le guiñó un ojo a Kay y le dio una palmada en la
espalda a Skinner. «El amor y el dinero son las únicas cosas por
las que vale la pena pelearse entre amigos, ¿no, chicos?», decla-
ró entre risas estentóreas.
Dos hombres sentados en la mesa de al lado con un chiqui-
llo que llevaba puesta una camiseta verde con el logo de
Carls-berg les miraron. Los hombres bebían chupitos de whisky
y pintas y el chaval bebía Coca-Cola. Skinner les echó una
mirada larga y fría y apartaron la vista.
El azúcar se convierte en alcohol.
A Kay no se le escapó la fealdad de su mirada, captó los in-
dicios. Aquel tío de la barra le había puesto de mal café. Le cu-
chicheó al oído en tono sugestivo: «Vamonos a casa a tumbar-
nos un rato en la bañera juntos.»
5§
«¿Quién cono crees que soy? ¡Sólo bebo como un pez!
¡Tumbarnos en la bañera juntos, dice!», profirió Skinner,
atrayendo la atención de los presentes, pero en lugar de que
la salida quedara ingeniosa, jocosa y coqueta como preten-
día, la máscara del alcohol la distorsionó, convirtiéndola en
una brusca reprimenda, interpretada por Kay como un alar-
de ante sus amiguetes para demostrar quién llevaba los pan-
talones. Kay sintió la humillación como una puñalada en las
entrañas y se puso en pie. «Danny...», dijo suplicante, por úl-
tima vez.
Skinner, sacudido de su indolencia aletargada de borrachín,
se sintió impelido a añadir, en tono conciliatorio: «Tú adelánta-
te, yo bajaré en cuanto me acabe ésta», y agitó su vaso medio
lleno de cerveza.
Kay dio media vuelta, salió del bar y echó a caminar por
Leith Walk. Estaba perdiendo el tiempo. Podría haber ido al es-
tudio, trabajado en la barra y haberse preparado mental y físi-
camente para la audición.
«Hay que ver cómo son las tías», dijo Skinner a sus amigos.
Un par de ellos asintieron con la cabeza de manera cómplice. La
mayoría se limitó a sonreír débilmente. Procedían casi todos de
la juventud local interesada por el recrudecimiento en boga de
la violencia futbolística. La mayoría estaban impresionados con
los relatos de Skinner y de Rab McKenzie acerca de sus expe-
riencias con los muchachos de la vieja escuela de los CCS.
1
Es-
taban tan deseosos de escuchar el relato de su excursión por
West Lothian con las instituciones del graderío Dempsey y
Ga-reth como Skinner estaba de narrarlo sin que Kay estuviera
presente. También tenía ganas de hacerse con la peli porno que
Traynor le había conseguido, La resurrección de Nuestro Señor, y
esconderla para que ella no la viese.
1. Siglas de Capital City Service, casuals seguidores del Hibernian
Football Club. (N. del T.)
57
Su intención era regresar a casa después de aquella pinta, pero
Rab McKenzie apareció por la puerta, se contaron más historias
y cayeron más copas. No, la bebida nunca hacía preguntas.
Hasta la mañana siguiente.
A la mañana siguiente, cuando no vio a Kay por ningún
lado.
Skinner se levantó despacio, se duchó y se vistió. Tenía iro-
nía que fuese un hombre ordenado y muy exigente que pasaba
horas aseando compulsivamente tanto su piso como su perso-
na, sólo para arrasarlos ambos de forma casi total con una
regularidad que a mucha gente se le antojaba sencillamente
incomprensible. Contempló el desorden en el que se hallaba el
piso y maldijo, entre náuseas y aborreciéndose a sí mismo, la vi-
sible quemadura de colilla que había en el sofá. Tendría que
darle la vuelta al cojín, pero no, del otro lado había una peor,
donde a alguien se le había caído una chinita de hachís incan-
descente.
¡Una puta quemadura de colilla en tu sofá!¡Motivo de sobra
para dejar de fumar para siempre jamás. Motivo de sobra para
prohibir a cualquier coleguita débil y apestoso que oliese siquiera a
tabaco que se acercase lo más mínimo a tu puta casal
El mando a distancia estaba cubierto de pegajosas manchas
de cerveza. Estaba atascado y costó tiempo y esfuerzo apretarlo
y menearlo hasta que funcionó. El animador apareció en panta-
lla, presentando el programa matinal. Volviendo a echar un vis-
tazo al despertador, Skinner luchó por ponerse la ropa y afron-
tar el día. Al anudarse la corbata azul y mirarse en el espejo, su
confianza para capear la semana que se avecinaba fue creciendo
paulatinamente.
Parezco un puto villano de opereta. Si me dejara bigote pare-
cería Pierre Nodoyuna.
Danny Skinner sabía que si bien era relativamente joven en
su departamento, su afilada lengua era respetada y temida, in-
cluso por algunos de sus mayores y superiores, que le habían vis-
58
to hacer uso de ella sin piedad en varias ocasiones. Más aún, ha-
cía bien su trabajo: era popular, inteligente y muy querido. Y no
obstante, comenzaba a percibir una creciente desaprobación por
parte de algunos colegas situados más arriba en el escalafón en
relación con su afición a la bebida y su actitud a menudo dis-
plicente e irreverente.
Pero gran parte de ellos eran unos hijos de puta corruptos como
Foy.
Cogió el autobús número 16 y se bajó en el este de la ciu-
dad. En Cockburn Street se encontró con su compañera de tra-
bajo favorita, Shannon McDowall, entrando en las Chambers
por la puerta de atrás; ambos cogieron el ascensor que conducía
a la quinta planta. Era la única persona del trabajo con la que
Skinner realmente hablaba, más allá de trivialidades, y a menu-
do coqueteaban de modo superficial. Le asombraba el aspecto
tan repipi que tenía Shannon con aquella larga falda de color
marrón, blusa amarilla y rebeca marrón claro y el pelo recogido
en un moño. Lo único que delataba a la vivaracha chica mar-
chosa de los fines de semana era la sonrisa autosatisfecha que lu-
cía. «¿Qué tal, Dan? ¿Buen finde?»
«Debe de haberlo sido, Shan, debe de haberlo sido, pues no
recuerdo nada en absoluto», dijo Skinner. «¿Y tú qué?»
«Kevin y yo estuvimos en el Joy. Fue una noche alucinan-
te», dijo Shannon con una sonrisa lujuriosa.
«Me alegro por ti. ¿Alguna indiscreción reseñable?»
Shannon bajó la voz hasta un tono casi inaudible y miró a
su alrededor, apartándose el cabello del rostro: «Sólo una
pasti-llita, pero me mantuvo despierta toda la noche.»
A una sola pastilla que le den, pensó Skinner, pero después,
echando una fugaz mirada de soslayo, que le dieran también a
Shannon. Aunque él jamás le pondría los cuernos a Kay y, ade-
más, Shannon tenía novio, Kevin, aquel tipo creído del peina-
do raro. No, él jamás engañaría a Kay, pero sería estupendo
echarle un polvo de muerte a Shannon sólo para tocarle los hue-
vos a ese capullo de Kevin, pensó Skinner antes de experimen-
tar un acceso de vergüenza.
Shannon es estupenda, es una amiga. No se puede pensar en las
amigas en esos términos. Es el alcohol: deja en la mente una mácu-
la de sordidez y suciedad. Si lo mezclas con cocaína en grandes can-
tidades durante prolongados períodos de tiempo lo más probable es
que encamines tus pasos hacia el pabellón de los pederastas. Joder,
tengo que...
Recordó aquella vez que él y Kay estaban en un club del
West End y se encontraron con Shannon y Kevin. Tendría que
haber sido un agradable encuentro entre parejas, pero por algún
motivo él y Kevin no llegaron nunca a congeniar, y tampoco,
era evidente, Shannon y Kay. No se trató de algo tan marcado
como para generar una aversión instantánea por parte de nin-
guna de las dos, pues en la superficie las cosas fueron bastante
amables, pero la antipatía mutua saltaba a la vista.
Chicas diferentes, pensó Skinner. Kay era la más joven de su
familia; tenía dos hermanos mucho mayores. La princesita mi-
mada. Cuando Shannon era adolescente y aún iba al colegio, su
madre murió de forma súbita, y su padre se vino abajo de re-
sultas. En la práctica eso significó que tuvo que ser ella quien
criase a su hermano y a su hermana pequeños. Skinner se fijó en
el perfil de su rostro redondeado, captando la concentración y
la fuerza que desprendía su mirada. Ella le pilló admirándola y
le lanzó una sonrisa encantadora, como un sol que aparece de-
trás de una nube.
En la primera planta un tío flacucho con un traje azul de
C&A subió nerviosamente al ascensor. Había algo en la torpeza
del muchacho que hizo que a Skinner le inspirase lástima y le
sonrió antes de fijarse en que Shannon había hecho lo propio.
Skinner tenía las tripas revueltas por la cerveza y el curry
que había ingerido durante el fin de semana y se le escapó una
ventosidad silenciosa, viscosa, de esas que hacen saltar las lágri-
60
mas, tan dolorosamente supurante como el último adiós de un
amante, justo cuando el ascensor se detenía en la planta si-
guiente, donde subieron dos hombres enfundados en monos.
Todos sufrieron en silencio. Cuando los operarios se bajaron, en
la planta siguiente, Skinner se abalanzó sobre la ocasión excla-
mando: «¡Vaya tufarada!», mirando fijamente a los currantes
recién apeados. Sabía que en materia de pedos, todo el mundo
se convertía en un rancio y arcaico juez del Tribunal Supre-
mo: siempre se sospechaba de los varones antes que de las mu-
jeres, y siempre se culparía a los varones en ropa de trabajo an-
tes que a los que iban trajeados. Ésas eran las reglas.
Danny Skinner y Shannon McDowall se dirigían a la ofici-
na cuando el tío flaco del traje les detuvo y les pidió indicacio-
nes. Era un muchacho verdaderamente escuálido, pensó Skin-
ner, todo piel y huesos. Por delante parecía que lo hubiese
atropellado una apisonadora, mientras que visto de perfil, su
cuerpo presentaba la delgadez de una cerilla y acababa en una
cabeza un poco más grande de la cuenta. No obstante, tenía cara
de buena persona, con pecas y cabello castaño claro.
«Sigúenos», dijo Skinner, antes de presentarse él y después a
Shannon.
Acompañaron al chico nuevo, Brian Kibby, hasta la oficina
de planta abierta. Foy aún no había llegado, así que le sirvieron
un café y le presentaron a todo el mundo. «No vamos a ense-
ñártelo todo hasta que Bob llegue, Brian», le explicó Shannon,
«porque habrá preparado su propio programa de inducción la-
boral. ¿Qué tal el fin de semana?»
Brian Kibby empezó a relatar su finde con entusiasmo. Al
cabo de poco, Skinner desconectó, al acusar el impacto de la re-
saca. Se fijó en el ejemplar de Gante Informer que el tío nuevo
había sacado de su bolsa y lo cogió. No era muy aficionado a los
videojuegos, pero su amigo Gary Traynor los tenía a patadas, y
a menudo le presionaba para que echara unas partidas con él.
Vio la reseña de uno que Traynor había mencionado reciente-
mente, Midnight Club 3: Dub Edition. «¿Has jugado alguna vez
a éste?», le preguntó a Kibby.
«¡Es buenísimo!», exclamó Kibby con voz chillona. «No creo
que haya jugado nunca a un juego que diese una impresión de
velocidad como la que da éste. Y no se trata sólo de la carrera; se
hace mucho hincapié en el tuning, así que te pasas un montón
de tiempo en el garaje poniendo la maquinaria a punto.»
«Fuaa», exclamó Skinner, «para mí sería un trabajo ideal, ¡yo
siempre tengo la maquinaria a punto!»
Kibby se ruborizó hasta la raíz del pelo. «No es..., no...»
Shannon le interrumpió: «Danny sólo estaba bromeando,
Brian. Es el gracioso oficial de la oficina», le informó ella con
una sonrisa.
Brian retomó el hilo de su elogio del juego. La creciente fal-
ta de interés de Skinner dio paso a un ligero desprecio cuando
Kibby, avergonzado, tuvo que abrir la caja que contenía el tren
en miniatura, después de que Shannon insistiera en que les ex-
plicase lo que había dentro. También llevaba en la bolsa una go-
rra del Manchester United, se fijó McGhee. «¿Así que eres
foro-fo del Man U, Brian?», le preguntó a Kibby.
«No, el fútbol no me gusta, pero el Manchester United sí
porque es el club más importante del mundo, así que seguirles
es casi ineludible», chilló Kibby con entusiasmo, recordando
unas vacaciones en familia en Skegness, en el transcurso de las
cuales su padre y él vieron la final de la Copa de Europa de 1999
en el hotel. Fue allí donde compró aquella gorra que, desde que
Keith cayó enfermo, había adquirido valor sentimental.
Santo cielo, pensó Skinner, que hable Shannon con él. Se
excusó y se dejó caer en la silla de su escritorio, junto a la ven-
tana.
Este lugar está lleno de incordiantes cabezas cuadradas que no
hacen más que ponerte la olla como un bombo con sus chorradas
acerca de la casa, el hogar y el golf. Pronto llegará ese vejestorio
meapilas de Aitken...
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...y ahora el nuevo también nos ha salido cuadriculado que te
cagas...
Skinner se sintió chafado; se daba cuenta de que, secreta-
mente, lo que quería era un cómplice de su afición a la bebida.
Se volvió y le echó un vistazo a Kibby.
Incorruptiblemente cuadriculado que te cagas. Con esa puta
voz de pito...
Aquellos grandes ojos de camello irradiaban entusiasmo,
pero de forma fugaz Skinner también creyó captar en ellos un
cálculo taimado, el cual ofrecía quizá un rastro que conducía a
una parte menos sana de la personalidad del tal Kibby.
Cuando Aitken, y tras él Des Moir, un tipo de mediana
edad en estado de perpetua animación, hicieron su aparición,
mojados por la llovizna, prepararon sus cafés y le estrecharon la
mano a Kibby, Skinner tuvo la impresión de que él era el único
capaz de ver la veta artera del novato.
No le quitaré el ojo de encima a ese cabrón.
Una lluvia de granizo hizo que traquetearan con urgencia
las grandes ventanas; éstas, pese a sus dimensiones, sólo pare-
cían dejar pasar luz suficiente en determinados intervalos del
día. Ello se debía a la proximidad de edificios más altos del
otro lado de la Milla Real, estrecha vía pública que discurría
del castillo al palacio, otrora sede de poderes soberanos pero
que en la actualidad era esencialmente un gran museo de plan-
ta abierta.
Skinner se levantó para mirar a los peatones que, abajo, co-
rrían para ponerse a cubierto. Un hombre empapado, con el tra-
je gris ya negro por la parte de la espalda y los hombros, y la cara
roja a cuenta del bombardeo de granizo, correteó hasta llegar a
una arcada próxima, mirando al exterior con impotente belige-
rancia frente al asalto de los elementos. Sólo cuando reunió el
valor para precipitarse a la carrera por el patio delantero y em-
pezó a vérsele el rostro con claridad Skinner lo reconoció como
Bob Foy.
L
Complacido por la incomodidad de su jefe, Skinner se arre-
llanó en la silla. En consonancia con su lugar en el escalafón,
ésta carecía de apoyabrazos. Sobre el escritorio había una jarra
de cerveza envuelta en cuero con el emblema en blanco y negro
del Notts County F. C, en el que guardaba los bolígrafos y los
lápices. Cuando la luz del fluorescente del techo rebotó desde el
papel que estaba sobre la mesa y penetró en su cabeza, deseó ar-
dientemente que estuviese llena de cerveza fresquita.
Sólo una puta pinta para arrancar. Es todo lo que pido.
Pensó en echarle pelotas hasta la hora de comer, cuando
quizá a Dougie Winchester le acuciase idéntica necesidad. Win-
chester, encerrado en su buhardilla, un pequeño despacho con-
vertido en armario para trastos al final de una vieja escalera, era
el atribulado beodo municipal para el que se había encontrado
un pseudopuesto.
Un árbol caído, a la espera de que algún cabrón lo bastante
despiadado como para levantar el hacha lo convierta en leña. Y no
tardará mucho en aparecer, eso no lo dudes, coleguita.
Como si la viese, se imaginó la cara lívida de Winchester:
ahora ya casi sin cuello, con ojos mortecinos y hundidos y un
pelo cada vez más escaso, peinado sobre la calva, exhibición de
vanidad tan ridicula que sólo podría ocurrírsele a un cabrón clí-
nicamente deprimido. Skinner recordó una conversación parti-
cularmente lúgubre que tuvo con él en un pub un viernes des-
pués del trabajo. «Por supuesto, a medida que uno se hace
mayor, el sexo se vuelve menos importante», aseguró Winches-
ter. Skinner le miró, vestido con aquel traje reluciente, y pensó
que estaba enunciando una obviedad. «Sí, claro, la idea del sexo
te sigue gustando, pero se convierte en algo a lo que se le da mu-
chas vueltas sin llegar a nada. Demasiado incómodo y sudoro-
so, Danny, hijo mío. Una buena paja o una mamada hecha por
una putita que esté bien buena, hombre, claro, eso es la gloria.
Pero todo ese rollo de satisfacer a la mujer es mucho curro. De-
masiado agobio. Mi segunda mujer nunca tenía suficiente. Tan-
64
tas marcas de roce en el nabo, el escroto y la cara interior de los
muslos, ¿para qué?»
Danny Skinner se estremeció en su dura silla de oficinista,
quedándose frío al tratar de pensar en el número de veces que
Kay y él habían hecho el amor a lo largo del fin de semana. Sólo
una: un polvo violentamente sudoroso y desprovisto de toda
sensualidad para curar la resaca, el sábado por la mañana. No,
también hubo un polvo alcoholizado el sábado por la noche que
apenas recordaba.
Tendría que estar follando con un atleta, no con un puto
bo-linga...
Irguiéndose, Skinner vio aparecer a Foy y en el rostro mal-
humorado de éste asomó una sonrisa paternal y amistosa al re-
parar en la presencia de Kibby. Guiñó un ojo, se frotó las ma-
nos para hacerlas entrar en calor y acompañó al chico nuevo
arriba, al entresuelo y a su despacho.
¡Otro puto clon, otro pelotillero adulador para lamerle el culo
a Foy y bailarle el agua a cabrones como el sesomierda obeso de De
Freíais!
65
6. LITTLEFRANCE
Anoche nevó. Algunos de los camiones quitanieves están
ahí fuera pero no parece que hagan falta, pues la nieve ya se ha
convertido toda en fango. Cuando hace esta clase de tiempo
uno siempre piensa en lo duro que debe de ser trabajar en una
granja. Se hace uno una idea con el videojuego Harvest Moon.
Una enorme e interminable panzada de trabajar tras la cual, an-
tes de que uno se dé cuenta, amanece de nuevo y hay que le-
vantarse y volver a hacerlo todo otra vez. Me molesta cuando sa-
can granjeros en televisión siempre de brazos cruzados,
holgazaneando o bebiendo en pubs rurales. Una vez le dije a
papá, «esa gente no tiene tiempo para eso», y estuvo de acuerdo.
Esa clase de vida acabaría con la mayor parte de la gente. Los de
ciudad, como nosotros, que nos pasamos la vida en oficinas, no
sabemos lo afortunados que somos.
No, no me gustaría tener que estar a la intemperie con este
tiempo. Vamos en el coche de papá; conduzco yo. Vamos cami-
no del hospital nuevo en Little France, tomando la circunvala-
ción. Llevamos todo el viaje muy callados. Mamá se está po-
niendo nerviosa; dice algo acerca de la nieve que hay sobre las
colinas de Pentlands, pero Caroline, sentada en la parte de atrás,
se limita a seguir leyendo su libro.
«¿Crees que volverá a nevar?», pregunta mamá, insistiendo.
66
«Para mí que esas nubes son de nieve.» Acto seguido se vuelve
hacia mí y me dice: «Perdona, hijo, no debería distraerte mien-
tras conduces. Caroline, un poquito de conversación por tu par-
te no estaría de más.»
Caroline exhala bruscamente y deja el libro sobre su regazo.
«Tengo que leer este libro, mamá. Es para el curso. ¿O sería me-
jor mandar la universidad a paseo sólo por no haber cumplido
con las lecturas requeridas?»
«No...», dice enseguida mi madre. Está arrepentida y se
nota, porque sabe lo mucho que significa para mi padre que a
Caroline le vaya bien en la uni.
Las navidades tendrían que ser una buena época del año;
antes siempre lo eran. Pero ahora ya no.
Tengo que tener mucho cuidado a la hora de casarme. No
es una decisión que pueda tomarse a la ligera. En estos mo-
mentos he reducido el número de candidatas a cinco:
Ann
Karen
Muffy
Elli
Celia
Ann es dulce y fidedigna, pero Karen me gusta porque es
muy amable. Muffy también me gusta, pero no sé. ¡Creo que es
la clase de chica a la que papá calificaría de «dudosa»! Elli tam-
bién es majísima, y aunque no quisiera descartar a Celia, creo
que va a tener que desaparecer de la lista.
Nos metemos en el parking; mamá y yo compartimos el pa-
raguas, pues ahora llueve con fuerza. Caroline también podría
compartirlo si quisiera, pero se limita a ponerse la capucha de la
sudadera roja que lleva y rodearse el cuerpo con los brazos, atra-
vesando rápidamente el asfaltado para cobijarse debajo del bal-
daquino que hay sobre la puerta de la entrada.
Cuando llegamos al pabellón me siento nervioso al acercar-
me a la cama de mi padre. Al verle noto que se desencadena en
mi interior una fuerza terrible que parece surgir del suelo de li-
nóleo y atravesar las suelas de cuero de mis zapatos. Por un mo-
mento creo estar a punto de perder el conocimiento. Respiro
hondo, pero apenas tengo ánimos para fijar la mirada sobre su
rostro, fatigado y demacrado. Algo me pesa por dentro. He de
reconocer algo que hasta ahora no he podido aceptar: mi padre
decae con rapidez. No es más que un montón de piel y de hue-
sos; y me doy cuenta de que todos hemos estado fingiendo —yo,
mamá e incluso Caz, cada uno a su manera— que todo va a salir
bien.
El declive de mi padre me impresiona tanto que me lleva un
par de segundos fijarme en el tipo que está de pie junto a la
cama; nunca le había visto antes. Es un hombre corpulento y de
aspecto bastante tosco, aunque papá dice que no hay que fiarse
nunca de las apariencias, lo cual es cierto. El no se presenta y
papá tampoco lo hace; no nos estrecha la mano, se limita a sa-
ludar con una leve inclinación de la cabeza y luego largarse en-
seguida. Creo que le daba vergüenza robar tiempo a la familia,
pero no deja de ser amable que haya venido.
«¿Quién era ese tío, papá?», pregunta Caroline. Veo la cara
de preocupación de mi madre, porque es obvio que ella tampo-
co sabe quién es.
«Sólo un viejo amigo», dice mi padre, casi sin aliento.
«Será alguien de los ferrocarriles», arrulla mi madre. «¿Era
alguien de los ferrocarriles, Keith?»
«Los ferrocarriles...», dice papá, pero como ausente, pen-
sando en otra cosa.
«¿Ves? Era alguien de los ferrocarriles», dice mamá, más apa-
ciguada ahora.
«¿Cómo se llamaba?», pregunta Caroline, frunciendo el
ceño.
Papá intenta hablar; parece muy incómodo, pero mamá in-
erviene. Le coge de la mano y le dice a Caz: «No fatigues a tu
>adre, Caroline», antes de volverse hacia papá y preguntarle:
¿Estás cansado?»
Aquello no cuadraba, porque mi padre no tiene demasiados
migos; siempre fue muy hogareño. Pero sí, no deja de ser
ama-)le por su parte venir.
Cuando hablo sé que me esfuerzo por hacer que papá vea
[ue todo está en orden, como si buscara convencerle de que yo
stoy bien... antes de que no nos volvamos a ver, por así
decir-o. Pero no estoy bien, eso lo sé. El trabajo va bien y son
todos nuy majos, bueno, al menos la mayoría, aunque no me
gusta-ía caerle antipático a Bob Foy.
Con el que no me llevo tan bien es con el tal Danny
Skin-Ler. Es curioso, porque el primer día estuvo amable
conmigo, ne sonrió en el ascensor y me presentó a todo el
mundo. Pero lesde entonces se ha comportado de un modo
muy raro, un loco sarcástico. Probablemente se deba a que me
llevo bien con ihannon, y tengo la corazonada de que a él, le
gusta. He oído [ue tiene novia, pero hay mucho tipejo por ahí
suelto al que eso to le importa, utilizan a las chicas y ya está.
En la prensa se lee acerca de tipos como David Beckham.
iay chicas que andan diciendo que se lió con ellas mientras su
nujer estuvo embarazada. A mí en tiempos David Beckham me
aía bien, así que espero que no sea cierto y que esas chicas no
ean más que unas sacacuartos.
Me pregunto si le gusto a Shannon. Probablemente no; me
acá dos años y medio, aunque en realidad eso no significa nada.
Sé que le caigo bien!
Miro a Caroline. En su mirada se percibe una tensión
terri-ile. Sé que la situación es horrible en estos momentos,
pero de-iería esforzarse por sonreír, aunque sólo fuera por
papá, o in-luso por mamá. Me preocupa que pueda andar con
malas ompañías. Le fue muy bien en la uni de Edimburgo,
pero el itro día la vi bajando por la calle con Angela
Henderson, la que
69
ahora trabaja en la pastelería. La tal Angela es exactamente el
tipo de chica que haría falsas alegaciones acerca de alguien como
David Beckham si pudiera sacar tajada de ello. No permitiré
que alguien de esa calaña rebaje a Caroline.
Papá respira con dificultad, de forma entrecortada; está ha-
blando de los ferrocarriles. Parece trastornado y confundido.
Probablemente serán todas esas drogas que le administran, pero
a mamá parece perturbarle muchísimo. Despotrica un poco, y
veo mucha agitación en su mirada, como si quisiera dejar algo
muy sentado.
Me indica que me acerque a él y me coge la mano con una
fuerza que uno no creería posible en alguien tan enfermo. «No
cometas los mismos errores que yo, hijo...»
Mi madre oye aquello, empieza a sollozar y dice: «Nunca
cometiste ningún error, Keith. ¡Ninguno!» Después se vuelve
hacia Caroline y yo y fuerza una sonrisa un tanto desconcertan-
te. «¿Qué errores? ¡Vaya bobada!»
Mi padre, sin embargo, no me suelta de la mano. «Sé sin-
cero, hijo...», resuella mientras me mira, «sé consecuente...»
«De acuerdo, papá», le digo, y permanezco sentado a su
lado hasta que me afloja la mano y se desliza hacia la incons-
ciencia. Aparece una enfermera pidiéndonos que le dejemos
descansar un ratito. No quiero. Quiero quedarme aquí. Siento
que si me marcho nunca más volveré a verle.
Pero ella insiste; dice que estará más cómodo y que necesita
descansar. Supongo que ellos sabrán lo que más conviene.
Durante el viaje de vuelta estamos más callados que nunca.
Al llegar a casa, subo las escaleras y cojo el gancho para abrir la
trampilla del desván y bajo la escalera de mano metálica. A me-
dida que fui haciéndome mayor me di cuenta de que a papá le
dolía que yo siguiese subiendo aquí con tanta frecuencia. Oía el
chasquido del aluminio de la escalera cada vez que la sacaba, así
como los chirridos que hacía ésta al subir los peldaños. Sé que
le molestaba, aunque rara vez me dijera algo. A veces una mera
70
¡acudida de su cabeza me hacía sentir tremendamente
insignifi-:ante. Como me sentía en la calle y en el colegio. Pero
allí arriba estaba fuera del alcance de todos ellos, de McGrillen y
todos ésos, que se metían conmigo por no ser como ellos. No
siempre sabía qué decir, no me interesaba el fútbol ni los grupos
de música que les gustaban a ellos, ni los raves y las drogas;
también se metían conmigo por ser tímido con las chicas. Y ellas
podían llegar a ser aún más horribles: Susan Halcrow, Dionne
Mclnnes, la tal Angela Henderson... todas ésas. Veo venir a esa
clase de putas asquerosas a un kilómetro de distancia. Casi me
muero :uando vi a Caroline con aquella sucia zorra de la
Henderson. Sé que en realidad la chica no tiene la culpa, sino
la familia en la que se ha criado.
Pero mi hermana es mejor que todo eso.
No obstante, aquí arriba, en la ciudad que construí con mi
padre, en mi sitio, estaba a salvo. A salvo hasta de la
desaproba-:ión de mi padre, pues llegó a estar tan débil que era
incapaz de trepar por la escalera. Este fue siempre mi lugar,
mi universo, y siento que ahora lo necesito más que nunca.
71
7. ESTAS NAVIDADES
Los días habían ido abreviándose hasta quedar reducidos a
estrechas tiras de luz, exprimidas sin misericordia por la turbia
oscuridad. Rara vez nevaba, pero la poca escarcha que llegaba a
formarse relucía durante horas y antes de que el aguijón del frío
desapareciese del aire, caía la noche.
Era el día de la comida navideña en la oficina y Brian Kibby
estaba más animado. Su padre había pasado una noche relativa-
mente apacible y parecía más alegre y espabilado que durante la
visita anterior. Se disculpó por su comportamiento de la noche
pasada con un aire de satisfacción, y dijo que tenía la mejor es-
posa e hijos que un hombre hubiera podido desear jamás.
Aquello le devolvió hasta cierto punto el optimismo a
Brian. Quizá su padre se pusiera bien y recobrara fuerzas. Qui-
zá estuviese siendo demasiado morboso. Y él tendría que mos-
trarse fuerte a su vez, y esforzarse más con gente como Danny
Skinner, que le miraba con una expresión de hostilidad apenas
velada, como si lo supiera todo acerca de él.
No me conoce. No sabe nada de mí. Le demostraré quién
soy yo. ¡Soy tan enrollado como el que más! Sé de música. Escucho
cosas.
De modo que Brian Kibby, esperanzado, entró en la oficina
con gesto arrogante y aire juguetón, girando sus estrechas cade-
72
ras al llegar a la altura del escritorio de Shannon McDowall, sa-
ludándola con un gesto de la cabeza al pasar. Ella le respondió
con una sonrisa benévola. Durante todo ese tiempo, Kibby iba
improvisando sonoros efectos percusivos con el aire que hacía
pasar entre sus apretados labios. Danny Skinner se encontraba
junto a la ventana, observando su entrada. Un percusionista
oral: prueba concluyente de mediocridad, pensó, con un des-
precio aplastante y feroz.
Kibby notó la mirada de Skinner sobre él. Se volvió y le des-
pachó una débil sonrisa, correspondida con una lacónica incli-
nación de cabeza. «¿Qué habré hecho?», se preguntó Brian
Kibby con ansiedad. Y Danny Skinner se preguntaba algo muy
semejante, pues sus reacciones cada vez más hostiles ante el chi-
co nuevo le asombraban tanto como a éste.
¿Por qué detestaré tanto a Kibby? Supongo que porque es un
niño de mamá pelotillero que lamerá los culos que hagan falta con
tal de subir.
Culo... qué gran palabra. Mucho mejor que posaderas. Las po-
saderas suenan más a algo para sentarse, en tanto que un culo tie-
ne connotaciones indudablemente eróticas. Los yanquis tenían cla-
se, de eso no hay duda. Algún día tengo que ir a América.'
El culo de Kay... prieto que te cagas, pero al mismo tiempo ter-
so. Uno no puede decir de verdad que ha vivido hasta que no ha re-
corrido con las manos un par de nalgas desnudas como ésas...
Tuvo una inmediata erección resacosa, que pugnaba con la
tela de los calzoncillos y los pantalones. Incómodo, Skinner
tomó un poco de aire, pero después vio a Foy dirigirse a su des-
pacho, pensó en las navidades, y la erección (para alivio suyo)
desapareció tan rápido como había aparecido.
1. Juego de palabras entre el inglés americano ass («culo») y el británico
arse («posaderas»). En realidad, ambos términos tienen prácticamente el mis-
mo significado, pero Skinner les atribuye de forma un tanto arbitraria con-
notaciones distintas. (N. del T.)
73
Cuando llegaron en una flota de taxis al restaurante Ciros,
en el South Side, Bob Foy se arrogó de inmediato el derecho a
escoger el vino con el que iban a acompañar la comida. Pese a
que se oyeron algunos murmullos en voz baja, en general, por
deferencia, la plantilla parecía dispuesta a consentirle aquel ca-
pricho. Entre ésta corría el chiste de que Foy era el hombre idó-
neo para el puesto, pues no cabía duda de que conocía las car-
tas de vinos como la palma de su mano. Según se decía, eran
varios los restauradores de la ciudad que presuntamente se be-
neficiaban de su laxitud selectiva a la hora de aplicar la norma-
tiva sanitaria, y que éstos a su vez no se hacían los remolones a
la hora de mostrarle su gratitud.
Foy se arrellanó en su asiento y estudió la carta. Movía la
boca con el irascible mohín de los emperadores romanos de las
películas de Hollywood cuando, al presidir los Juegos del Coli-
seo, aún no habían decidido si lo que estaban presenciando era
de su agrado o no. «Creo que un par de botellas de Cabernet
Sauvignon», decidió por fin con aire satisfecho. «Este particular
tinto californiano suele ser de fiar.»
Aitken expresó su aprobación con una lenta y atormentada
inclinación de cabeza, y McGhee hizo lo propio con el entu-
siasmo de un cachorro. Nadie más se movió. Siguió un silencio
ensordecedor roto sólo por una única voz discrepante, la de
Danny Skinner: «No estoy de acuerdo», dijo con firmeza, mien-
tras sacudía lentamente la cabeza.
Un mutismo sepulcral se apoderó de la mesa mientras el
rostro de Bob Foy enrojecía de ira y de vergüenza lenta pero ine-
xorablemente, hasta tal punto que casi se asfixió de furor al con-
templar a aquel joven advenedizo.
Lleva en mi sección unos cinco puñeteros minutos. ¡Es la pri-
mera comida laboral a la que el muy cabrito se digna asistir si-
quiera! ¿Quién cojones se habrá creído que es?
Recobrando la compostura, Bob Foy se esforzó por lucir
una sonrisa paternal y amistosa. «Se trata de una pequeña tradi-
74
ción...», vacilando brevemente antes de optar por dirigirse a
Skinner por su nombre de pila, «Danny, que en la comida na-
videña sea el cabeza de sección quien elige el vino», explicó, ex-
hibiendo una hilera de dientes con funda mientras se alisaba
con naturalidad una de las mangas de su chaqueta de tweed, sa-
cudiéndose una inexistente miga de pan.
Aquella «tradición» había sido inventada e impuesta exclu-
sivamente por Foy, pero cuando escudriñó todos los rostros pre-
sentes en la mesa, nadie le contradijo.
Salvo Danny Skinner. Lejos de sentirse intimidado, Skinner
se encontraba en su salsa. «Me parece muy bien, Bob», dijo, imi-
tando el mismo estilo presuntuoso que acababa de emplear Foy,
«pero ésta es una velada social que no guarda relación alguna con
la jerarquía en el trabajo. Corrígeme si me equivoco, pero todos
hemos abonado la misma cantidad para costear la comida, de lo
que se deduce que todos tendríamos que gozar de idénticos de-
rechos. No tengo inconveniente alguno en someterme a tu ma-
gisterio en materia de vinos, pero es que yo no tomo tinto. No
me gusta. Sólo bebo blanco. Es así de sencillo.» Danny Skinner
hizo una breve pausa, y vio que Foy estaba al borde de la apo-
plejía. Acto seguido, se volvió hacia el resto de los comensales y
añadió con una fría sonrisa: «¡Y ni de coña voy a pagar para que
otros tomen tinto mientras yo me quedo sin beber nada!»
A medida que en torno a la mesa las cejas fueron enarcán-
dose de forma involuntariamente concertada y la gente tomaba
aire con muda diplomacia, Bob Foy sintió pánico. Era la pri-
mera vez que alguien le plantaba cara de semejante forma. Skin-
ner, además, poseía cierta reputación como imitador, y Foy aca-
baba de vislumbrar un retrato poco halagüeño de sí mismo en
la irreverente parodia de aquel joven. Dando un puñetazo sobre
la mesa, elevó estridentemente el tono de voz. «De acuerdo. En-
tonces votemos», propuso con voz cada vez más chillona:
«¿Quiénes están en desacuerdo con la opción del Cabernet
Sau-vignon?»
75
Nadie se movió.
McGhee asentía con gesto adusto, en el enjuto rostro de
Aitken apareció una mueca de asco y Des Moir se dedicó a exa-
minar su sorpresita navideña. Shannon miraba detenidamente a
otro grupo de comensales, al parecer del parlamento escocés,
que acababan de entrar y que estaban tomando asiento en una
mesa próxima. Skinner levantó la vista hacia el techo, en un ges-
to de escarnio ante la cobarde aquiescencia de sus colegas. Foy
entrecerró un ojo y, pagado de sí mismo, se dispuso a tomar la
palabra.
Antes de que lo hiciera, una voz de pito dijo: «Yo estoy de
acuerdo con Danny. Todos hemos pagado», expuso Brian
Kibby, casi con un hilillo de voz y con los ojos llorosos. «No
sé..., me parece que es lo justo.»
«A mí el blanco me parece muy bien», adujo con voz can-
tarína Shannon McDowall, incorporándose al coro. «¿Por qué
no pedimos un par de botellas de blanco y un par de tinto y ve-
mos qué tal?», sugirió, mirando a Bob Foy.
Foy no les hizo el menor caso ni a ella ni a Skinner. Vol-
viéndose con verdadera saña hacia Kibby, golpeó de nuevo la
mesa con la mano y se levantó de golpe. «Haced lo que os dé la
puta gana», dijo con un tono intermedio entre el canturreo y el
gruñido, con una sonrisa no por deslumbrante y abierta menos
incongruente. Acto seguido se marchó a los lavabos, donde
arrancó el dispensador de toallas de papel de la pared.
¡EL PUTO CABRÓN DE SKINNER Y EL HIJO DE PUTA LAMECU-
LOS DE KIBBY!
Bob Foy cogió una toalla de papel del montón que había en
el suelo, la humedeció y se la puso en la nuca. Cuando se reu-
nió de nuevo con el inquieto grupo de comensales, se habría di-
cho que ni siquiera vio las botellas de vino blanco que había so-
bre la mesa.
Kibby quedó atónito ante la violencia apenas contenida de
Foy.
76
¿Qué he hecho? Bob Foy... Pensé que era un buen tipo. Voy a
tener que ganarme de nuevo sus simpatías...
Foy no estaba nada contento con Skinner, circunstancia que
aquel desplante había hecho muy poco por aliviar. Cuando se
reunía con su propio jefe, John Cooper, y también cuando esta-
ba en compañía de los miembros electos del comité del ayunta-
miento, a menudo se sentía inclinado a desacredir a aquel joven
motejándolo de botarate. A partir de ahora redoblaría dichos
esfuerzos.
En tanto que miembro impenitente del club de los sen-
sualistas, hace largo tiempo que creo que el único placer ca-
paz de rivalizar con el placer amatorio es el de la buena
mesa. Los ruedos gemelos del auténtico sensualista han de
ser, por extensión, el dormitorio y la cocina, y éste ha de es-
forzarse por alcanzar la maestría en ambos entornos. Al fin
y al cabo, tanto las artes culinarias como las amatorias exi-
gen el cultivo de la paciencia, el sentido de la oportunidad
y cierto conocimiento instintivo del terreno que se pisa.
Danny Skinner arrojó lejos de sí el ejemplar de Secretos de
alcoba de los grandes chefs, de Alan De Fretais. Opinaba que era
una de las mayores colecciones de sandeces y de chorradas ima-
ginables, pero lo cierto era que muchas de las recetas tenían bue-
na pinta. Decidió probar algunas, pues tenía ganas de empezar
a comer de una forma más saludable.
Ahora estaba en la cocina, tratando de prepararle a Kay un
desayuno a base de fritanga. Muy pronto -mientras rascaba los
huevos quemados del fondo de la sartén, rompiendo por des-
cuido una de las yemas— hubo de lamentar que sus desayunos
estuvieran diseñados más para resacas que para seducciones.
Mientras los arrojaba sobre unos platos fríos en los que la grasa
desprendida por las salchichas, la morcilla, el beicon y el toma-
te se coagulaba hasta adquirir la consistencia de una cera, nota-
77
L
ba cómo se le obstruían los poros con la grasa animal en sus-
pensión que saturaba el ambiente. Kay seguía en la cama, pro-
fundamente dormida, lidiando con una resaca mucho más dis-
creta que la suya de un modo que nunca estaría a su alcance. Él
era incapaz de dormirlas; no hacía sino retorcerse, sudar y no
dejar de moverse hasta que no le quedaba otro remedio que le-
vantarse.
Hacía una jornada de Nochebuena cruda pero sorprenden-
temente soleada; al día siguiente tenían previsto ir a celebrar la
comida del día de Navidad en casa de la madre de Danny. A su
madre le caía bien Kay, pero a Skinner las navidades siempre se
le habían hecho cuesta arriba.
Aquel día, sin embargo, los Hibs se enfrentaban a los
Ran-gers en el estadio de Easter Road. Sin duda habría algo de
follón y, de no haberlo, resolvió ser él quien lo armase. Los
ruidos que salían del dormitorio y del cuarto de baño le
anunciaron que Kay se había levantado. No quedó
impresionada por el desayuno que le había preparado; se
instaló en un taburete de la larga y estrecha cocina de Skinner
y comenzó a extender mantequilla sobre una tostada fría,
preguntándose por qué él era incapaz de hacerlo mientras aún
estaban calientes. Era como masticar cristales rotos. «No puedo
comer esta mierda, Danny. Soy bailarina», dijo con una mueca.
«No puedes vivir a base de morcilla, salchichas y beicon y
esperar que te den un papel en Cats.»
Skinner se encogió de hombros mientras extendía un poco
de mantequilla sobre su propia tostada. «Menuda mierda los ro-
llos esos de Andrew Lloyd Webber.»
«Es mi trabajo», dijo ella entre dientes, mientras le miraba
de forma harto significativa con aquellos ojos penetrantes y cla-
ros. Se había despertado de mal humor y no le hacía mucha gra-
cia que él fuera a ir al fútbol. «Estamos en Navidad, Danny. Ve
al partido si quieres, pero no vuelvas borracho si pretendes que
mañana vaya contigo a casa de tu madre.»
«¡Es Nochebuena, por Dios, Kay! ¡Tengo derecho a tomar-
me una puta copa en navidades!», dijo Skinner con voz entre-
cortada, suplicante y escandalizado, con los nervios a flor de piel
por la resaca.
Levantando la vista con calma de la encimera, Kay hizo un
esfuerzo simbólico y untó en la yema la esquina de la tostada.
«Ahí está el problema, que crees que tienes derecho a tomarte
una copa todos los días.»
«Pues, hala, entonces ya puedes irte a casa de tu madre», sal-
tó Skinner.
«Muy bien», dijo Kay, levantándose con rapidez y ponién-
dole en evidencia al acudir al dormitorio y meter sus cosas en la
mochila. Skinner notó que algo se le agolpaba en el pecho, pero
se lo tragó como si de un trozo de morcilla se tratase, y sólo sin-
tió la necesidad de salir detrás de ella cuando cerró de un por-
tazo la puerta principal. Apaciguó aquel impulso yendo a bus-
car una Stella helada a la nevera, aunque cogió el móvil y llamó,
pero le salió el contestador. Se fijó en el desayuno que ella no se
había comido, y lo tiró a la basura.
Skinner decidió llamarla más tarde, en cuanto ella se hubie-
se calmado y se diera cuenta de que estaba comportándose
como una vacaburra picajosa. En vez de hacer eso, fue hasta la
nevera y sacó otra lata de Stella Artois. Después cogió el móvil
una vez más y marcó el número de Rab McKenzie.
«Roberto, ¿dónde hemos quedado, jefe?»
El partido iba a ser televisado, lo cual, sumado al ambiente
festivo general, conspiró para reducir la presencia del elemento
hooliganesco por ambas partes. La cuadrilla efectuó una batida
por los tugurios de Tollcross en busca de seguidores de los
Ran-gers que hubiesen venido a pasar el día echándole el ojo a
las strippers, pero lo único que encontraron fueron unos
borrachínes de rostros flaccidos que canturreaban canciones
sectarias y versiones de un viejo tema de Tina Turnen Después
de zurrar con muy poco entusiasmo y por puro
aburrimiento a unos
cuantos fanáticos de paisano, pusieron de nuevo rumbo a Leith
para ver el partido, pero al cabo de veinte minutos, Skinner,
McKenzie y algunos otros se marcharon, irritados y aburridos,
y regresaron al pub que habían elegido como la base de opera-
ciones previa y posterior al partido.
En el bar, sin darse cuenta de lo que hacía, Skinner se sor-
prendió a sí mismo fumando un cigarrillo. Se suponía que tenía
que haberlo dejado la semana anterior, pero antes de darse cuenta
de lo que sucedía había encendido un B&H y le había dado dos
caladas. «Capullo», maldijo, haciendo rechinar los dientes
mientras en el pecho se acumulaba el áspero asco que sentía por
sí mismo.
Las cervezas fueron cayendo una tras otra con una facilidad
pasmosa y Skinner se sintió feliz de poder aguantar el ritmo de
McKenzie. Más tarde, Gary Traynor y su adlátere más reciente,
un tipo de constitución fuerte llamado Andy McGrillen —al que
Skinner recordaba, con vaga hostilidad, de un encuentro de ca-
rácter negativo que tuvo lugar en su adolescencia-, sugirieron ir
a un bar del centro. Skinner tenía intención de telefonear a Kay,
pero por el camino hicieron efecto el alcohol y la cocaína, dis-
torsionando su sentido del tiempo y comprimiendo las horas en
bloques de quince minutos. «¿Quién es el mejor personaje de
dibujos animados de todos los tiempos?», le preguntó Traynor a
Skinner, pasándose la mano por su cráneo rapado.
Skinner lo pensó durante un segundo. Como no se le ocu-
rrió nadie, se encogió de hombros.
«A mí me gustaba aquel patito tan mono que salía en Tom
y Jerry», dijo McKenzie.
Skinner le echó una mirada a Traynor; ambos estaban to-
talmente atónitos de que el grandullón pudiera ser tan senti-
mental. McGrillen, que se sentía intimidado por McKenzie,
mantuvo un silencio estudiado. A fin de evitar que se le escapa-
se una sonrisita, Traynor presentó una propuesta: «Nah, un
ca-rajo, tiene que ser Sawtooth, el de los Autos Locos.»
«¿Sawtooth? ¿Y ése quién cono es? No recuerdo haberle vis-
to en Autos Locos», declaró McKenzie con expresión dubitativa.
«Eso es porque es poco conocido», explicó Traynor. «Es el
compañero de Rufus Ruffcut, ¿te acuerdas? El del coche de ma-
dera con las ruedas en forma de sierra circular. Todo dios se
acuerda de Pierre Nodoyuna y de Patán, de Penélope Glamour,
de Pedro Bello, del profesor Locovich y de Matthew y sus Pan-
dilleros, pero siempre se olvidan de Rufus Ruffcut y de Saw-
tooth.
«¡Ah, sí! Rufus Ruffcut era el leñador y Sawtooth era la ar-
dilla que iba con él en el carro. Ahora caigo», dijo McKenzie.
«Que no, hombre, que Sawtooth no era una ardilla, joder»,
le dijo Traynor a la vez que sacudía la cabeza. «Era un puto cas-
tor. ¡Díselo tú, Skinner!»
«El mejor felpudo de castor americano nunca visto hasta
que apareció Pamela Anderson», se rió Skinner.
Luego, mientras salían del bar, Skinner vio a McGrillen dar-
le a un tío un empujón, lo que desembocó en una ráfaga de gol-
pes entre ambos. McKenzie y Traynor se lanzaron a ayudarle,
pero algo indujo a Skinner a mantenerse al margen y quedarse
viendo cómo sus tres colegas se enfrentaban a cinco tíos. No es
que necesitasen mucha ayuda, pero Skinner no estaba dispuesto
a ofrecérsela; no a McGrillen, en cualquier caso.
Después se inventó una sarta de mentiras harto inverosími-
les, a saber, que estaba pegándose con otro tío en la puerta, pero
por la silenciosa desilusión mostrada por sus amigos se dio
cuenta de que éstos sabían tan bien como él que se había raja-
do. Ese instante de temor, de vacilación, podía costarle a uno la
credibilidad, pensó, con desprecio por sí mismo. Pero, ¿por qué?
Se trataba de algo más que el hecho de que la bronca la hubie-
se instigado McGrillen, que no le caía bien y al que no conside-
raba uno de ellos.
Por un instante, lo único que podía ver era a Kay, mi madre,
mi empleo, mis navidades y toda mi puta vida: todo ello yéndose al
traste. Dejé que me obsesionaran todos esos elementos de la vida real
de los que intentamos alejarnos riñendo. Qué cojones estoy...
Cuando llegó a casa, no vio ni rastro de Kay. Skinner per-
maneció levantado bebiendo la mayor parte de la noche, antes
de dormir malamente en el sofá. Un viaje al retrete le ayudó a
orientarse, y acabó en la cama. Al despertarse completamente
vestido unos quince minutos más tarde, destrozado y deshecho,
trató de llamar a Kay al móvil pero volvió a saltar el contesta-
dor. Le envió un mensaje de texto, preguntándose si lo habría
deletreado correctamente:
K, llámame. Danny. Besos.
Se duchó, se vistió, salió a Duke Street, y de ahí a Junction
Street. «Feliz Navidad, hijo», le dijo al pasar una anciana acha-
parrada de cabellos blancos. La reconoció, era la señora
Carru-thers, que vivía en la escalera de su madre.
Aunque se sentía como un cadáver hecho al microondas,
Skinner logró soltarle un cortés y elegante: «Lo mismo digo,
guapa.»
Al llegar al bloque de pisos donde vivía su madre, se en-
contró con Busby, el viejo empleado de seguros al que detesta-
ba de todo corazón, quien salía justo en ese momento.
¡Ese tipejo de andares patizambos y sonrisa asquerosa, saliendo
de la escalera de mi madre! Hay seis pisos en la planta donde vive
mi madre, pero yo sé cuál ha ido a visitar Busby. ¿Qué querrá a es-
tas horas ese pesado de mierda...?
Skinner detestaba a Busby por motivos que era incapaz de
expresar. Al pensar en ello, sentado en el acogedor living/cocina
de su madre, comenzó a reírse para sus adentros cuando ella
sacó dos platos repletos de pavo y guarnición y los colocó sobre
una mesa plegable empotrada en un hueco en la pared que ha-
bía decorado especialmente para la ocasión.
Era obvio que iba bien mamada, puesto que también había
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puesto cubiertos para Kay. Danny Skinner se fijó en sus manos
hinchadas, en sus dedos, colorados como salchichas crudas,
mientras depositaba enérgicamente los platos sobre la mesa.
Hasta que cumplió los cuarenta, Beverly Skinner jamás había
sido una mujer corpulenta; a partir de ahí se fue hinchando has-
ta llegar a la obesidad. Ella le echaba la culpa a una
histerecto-mía prematura, en tanto que Skinner culpaba a las
pizzas y las cenas precocinadas que consumía. Su madre
siempre decía que cocinar para uno solo no tenía ningún
sentido.
Beverly se había tomado muchas molestias para preparar
aquella comida, y además se había puesto un vestido nuevo, a
pesar de que éste, según se fijó Skinner, era negro, como todos
los demás. Su disgusto por la incomparecencia de Kay flotaba
en el ambiente; sabía quién era el culpable, dijese lo que dijese.
Regresó al horno para apagarlo, señalando con el dedo al
gato que estaba tumbado delante del fuego eléctrico. «No dejes
que Cous-Cous se suba al sofá, está mudando el pelo.»
En cuanto ella se hubo metido en el área de la cocina, el
gato persa de color azul se levantó y se estiró, arqueando el cuer-
po. Acto seguido se subió al sofá de un salto, al lado de Skinner.
Caminó sobre las piernas de éste y luego dio la vuelta y repitió
la maniobra. Éste sacó un mechero del bolsillo y le chamuscó la
piel de la barriga, que crepitó y despidió un olor desagradable.
El gato huyó y se refugió en un rincón. Skinner se puso en pie
y derribó una vela encendida sobre la mesa de centro, derra-
mando la cera.
Beverly se asomó desde el área de la cocina, con un plato lle-
no de coles de Bruselas en las manos. Arrugó la nariz ante el olor
a pelo quemado. «¿Qué ha sido eso?»
«El gato», dijo Skinner señalando la mesa de centro. «El
muy gilipollas ha tirado la vela.»
«Ay, Cous-Cous, no...», regañó al animal mientras dejaba
las coles sobre la mesa.
Madre e hijo se embarcaron en el rebuscado ritual de abrir
una sorpresa cada uno y colocarse gorritos de papel en la cabe-
za. La frivola vacuidad de aquel gesto parecía ridiculizarlos a
ambos, pues el día ya había sido un chasco tanto para el uno
como para la otra. Skinner deglutió cautelosamente durante
toda la cena, tratando de concentrarse en la película de James
Bond que echaban por la tele, a la vez que se iba preparando
para el inevitable e inminente asalto verbal. Cuando éste llegó,
comenzó de forma discreta: «Apestas a bebida otra vez. No me
extraña que esa chica haya salido corriendo», comentó Beverly
como quien no quiere la cosa, enarcando las cejas mientras se
servía otra copa de Chardonnay.
«No ha salido corriendo», protestó Skinner, repasando la
mentira ya ensayada. «Ya te lo he dicho, su madre no se en-
cuentra bien, así que ha ido a casa de su familia a ayudar a pre-
parar la cena. Además, no puede ponerse morada durante las va-
caciones de Navidad, tiene una audición importante para el día
de Año Nuevo. Les Miserables. Y la bebida que has olido es de
anoche. Sólo me he tomado una pinta antes de venir aquí, eso
es todo. ¡Estamos en Navidad! ¡Llevo trabajando todo el año!»
Pero Beverly se limitó a fulminarle con la mirada: «A ti te
importa un pepino la época del año que sea, para ti no es más
que otro fin de semana perdido», saltó ella.
Skinner no dijo palabra pero intuyó que su madre tenía ga-
nas de bronca y que no se quedaría satisfecha hasta que lo lo-
grara.
«Tu..., pobre chávala..., ¡no la culpo por no querer pasar las
navidades con un crápula!»
En el pecho de Skinner se encendió una ardiente chispa de
ira: «Será un rasgo de familia», le espetó con una sonrisa malé-
vola.
Su madre le sostuvo la mirada con una expresión belicosa de
cosecha propia, tan fría que hizo que Skinner desease no haber
respondido de aquella forma. La resaca; le ponía a uno nervio-
so. Odiaba acudir a casa de su madre con resaca. No se podía li-
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diar con la gente que no estaba en el mismo estado; constituían
una raza hostil de depredadores demoníacos que querían arran-
carte el alma. Olían la debilidad que emanabas, lo diferente y lo
sucio que eras. Y su madre era un adversario formidable en cual-
quier momento.
«¿Y eso qué quiere decir exactamente?», le preguntó Beverly.
Sus palabras le fueron taladrando lentamente.
Pese a que en ese instante pensaba que lo más prudente ha-
bría sido dar marcha atrás, de forma inexplicable, Skinner se
sorprendió a sí mismo diciendo: «Mi padre. No tardó mucho en
darse el piro, ¿verdad?»
El rostro de Beverly, que ardía de indignación, enrojeció,
contrastando con el papel crepé verde que le cubría la coronilla.
Era como si tratase de respirar de modo uniforme, pero dicha
acción parecía absorber todo el oxígeno que había en aquella pe-
queña estancia.
«¡Joder! ¡Cuántas veces te he dicho que no menciones nun-
ca...!»
«¡Tengo derecho a saberlo, joder!», saltó Skinner. «¡Tú al
menos sabes quién es Kay!»
Beverly miró a su hijo con una expresión que Skinner sen-
tía que no podía ser más que de aborrecimiento. Cuando por fin
habló, fue entre dientes: «¿Quieres saber quién fue tu padre?
¿De verdad?»
Danny Skinner miró a su madre. Esta había ladeado la ca-
beza. Se dio cuenta de que después de todos aquellos años,
quienquiera que fuese su padre, el odio en estado puro que ella
sentía por él -absoluto, abyecto- jamás había remitido ni por
un segundo. Peor aún, aquella mirada le decía que también él
podía acabar siendo igual de detestado si insistía más de la cuen-
ta. Sintió deseos de decirle: vale, olvidémoslo, tengamos la fiesta
en paz, pero no pudo pronunciar una sola palabra.
«Yo», dijo Beverly señalándose vigorosamente a sí misma.
«Tu padre soy yo, y tu madre también. Yo ponía la comida so-
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bre la mesa y la preparaba. Te llevaba al fútbol en el colegio y
pateaba un balón contigo en el patio. Te tejí la bufanda y te lle-
vé a los partidos. Iba al colegio cuando se metían contigo. Puse
en marcha un negocio para poder vestirte y darte de comer.
Lavé y corté el pelo de todas las sarnosas cabezas de Leith para
que tú pudieras seguir estudiando y sacarte los diplomas nece-
sarios para conseguir un empleo decente. Te llevaba de vacacio-
nes a España todos los años. ¡Pagué la fianza para sacarte de
aquella puñetera comisaría de la High Street cuando participas-
te en aquellos estúpidos follones y además pagué la multa! ¡Yo!
¡Lo hice yo! ¡Yo y nadie más!»
Skinner tuvo que esforzarse por mantener la boca cerrada.
Pero era cierto. Miró a aquella mujer dura, amargada, cariñosa
y maravillosa, que había consagrado su vida entera a su bienes-
tar. Pensó en la forma en que se había criado, con ella y sus ami-
gas Trina y Val, sus tías punkis sustitutas, que le cuidaban y
nunca le hablaban en un tono condescendiente, valorando su
opinión y tratándole como un adulto aún cuando no era más
que un niño. Lo único malo era cuando trataban de inculcarle
la música que les gustaba a ellas. Los grupos de los que no pa-
raban de hablar, los Rezillos, los Skids y los Oíd Boys. Pero
aquello era pecata minuta, porque el meollo del asunto era que
su madre se aseguró de que tuviera oportunidades no sólo igual
de buenas sino mejores que las de los chavales con padre y ma-
dre que le rodeaban. Bajó la vista, vio la comida que Beverly le
había preparado, cerró el pico y comió.
8. FESTIVIDADES
Dougie Winchester me brindó un buen consejo durante
mis primeras vacaciones como empleado del ayuntamiento. Me
dijo que si uno era bebedor la peor época para irse de vacacio-
nes era entre Navidad y Año Nuevo, porque de todas formas
son días de cogorza colectiva y nadie sensato da un puto palo al
agua. Sólo quedan los bolingas; la mayoría de la gente a la que
le va el rollo familiar -que suelen ser jefes o cretinos que desa-
prueban la priva en el lugar de trabajo- se queda en casa, de
modo que hay carta blanca para ponerse hasta el culo.
El rollo que hay hace pensar en el último día de colé, en ese
presentimiento de que va a suceder algo asombroso. En aquel
entonces, por alguna razón, siempre nos pasábamos el tiempo
merodeando por la tienda de mi madre; yo, McKenzie,
King-horn y Traynor, esperando sin más. Por supuesto, rara era
la vez que sucedía algo digno de nota, pero la sensación de
expectativa era deliciosa.
Cuando llego tambaleándome a eso de las diez y media, co-
cido que te cagas tras unas navidades de mierda, no me vendría
mal que sucediera algo maravilloso. Me ciega el resplandor de la
nieve y llevo la boca como el fondo de la jaula de un periquito.
Shannon ha ido a alguna reunión pero va a ir al sarao del De-
partamento de la Vivienda a la hora de comer, aunque creo que
necesitaré atizarme un par de birras antes de ir a ver cómo pinta
aquello. Sólo pienso en privar, privar y privar. Me pregunto si
Winchester andará por aquí o si Rab McKenzie estará trabajan-
do en el centro. El único problema es que ese pequeño hijo de
puta pelotillero de Kibby está aquí, trabajando como una hor-
miguita. ¿Qué cono hará aquí? ¡Delatar a todo hijo de vecino a
Baxter o Foy, fijo!
No han encendido los fluorescentes grandes, afortunada-
mente, y Kibby ofrece una excelente estampa dickensiana, sen-
tado allí solo, trabajando a la luz de la lámpara. Repentinamen-
te inspirado, cojo una carpeta de papel manila de mi mesa y me
dirijo hacia él. Al aproximarme, me sorprende ver que Kibby
parece jodido; es como si estuviera a punto de romper a llorar
en cualquier momento. Tomo asiento en la silla vacía que hay
delante de la suya. «¿Todo bien, Brian?»
«Sí...», dice con recelo, tensándose mientras se atusa el pelo
por los lados.
Entorno los ojos ante la áspera luz que emite la lámpara de
su escritorio. «¿No estás de fiesta esta semana?»
«No, mi padre no se encuentra bien de salud y voy a tener
que aplazar las vacaciones», dice, arrugando la nariz, supongo
que a causa del aliento a cerveza rancia que desprendo.
«Mal rollo, jefe», farfullo, recostándome y pensando en la
suerte que tiene el muy cabrito de tener padre, antes de adoptar
unos ademanes más serios: «Escucha, Bri, la semana que viene
voy a estar un par de días de fiesta, y he oído que algunos de mis
informes de seguimiento te va a tocar hacerlos a ti.»
Kibby asiente con la cabeza, en un gesto de aquiescencia
meditabunda, y yo le pongo la carpeta delante.
«Se me ocurrió que podríamos echarles un vistazo rápido.
Mis apuntes a mano son infames», le digo, doblando la muñe-
ca y disparando una telaraña imaginaria hacia el techo. Como
Kibby pone cara de no haber captado, le amplío los detalles:
«Tengo una letra bastante pachucha.»
«Guay», dice Kibby, de un modo que hace que me sienta
como si acabara de arañar una pizarra con las uñas, mientras él
se arrellana en la silla. Ojalá supiera por qué este puto mamon-
éete me incordia tanto.
«Es todo bastante sencillo», le explico, cogiendo la carpeta
y colocándosela delante.
La abre, y echa un vistazo de roedor a los contenidos. Este
pequeño retrasado todavía tiene pecas. «¿Qué me dices de
éste?», pregunta, señalando Le Petit Jardin con el dedo.
«De Fretais. Esa cocina es una puta pocilga», le explico.
El cabroncete me mira con ojos perspicaces y cautelosos. Si
aparece por ahí, ese gordo maricón de De Fretais probablemente
tratará de petar su escuálido culito blanco. Será él quien pase
una inspección: una inspección culera. Dudo que esta
nenaza-lameculos tenga pelotas para plantarle cara a De Fretais,
aunque sí da la impresión de ser un cabrito perversamente
meticuloso. «Pero es... famoso, vaya», dice Kibby, mirándome
con cara de agobio.
«Lo sé, Bri, pero hay que llamar a las cosas por su nombre.
Somos unos profesionales y estamos aquí para servir al público,
no a un cocinero pagado de sí mismo. En cualquier caso, sigue
yendo a parar a la mesa de Foy y la última palabra acerca del
procedimiento a adoptar la tiene él.»
«Pero si escribo algo demasiado crítico en el informe, ahí
se queda, por escrito...», gimotea Kibby como un cordero le-
chal. Joder, seguro que De Fretais lo saltea y lo sirve con salsa
de menta.
«Por eso lo mejor es ser franco. Si algún pobre cabrón aga-
rra una intoxicación alimentaria —lo cual es muy probable dado
el estado de ese garito- y presenta una demanda -y no olvide-
mos que vivimos en una era de litigios- entonces los poderes es-
tablecidos querrán echar una mirada al informe del funcionario
responsable. Si tu informe no está en sintonía con el mío, o bien
uno de los dos es un embustero —y mi informe lo ha refrenda-
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do Aitken- o en el plazo de tres meses De Freíais ha gastado el
gordo de la lotería en su cocina.»
Puedo ver girar los engranajes de la cabeza de Kibby; con
una lentitud exasperante, eso sí, pero girando al fin y al cabo.
«Ya te digo, Bri, casi me cago de miedo cuando eché un vis-
tazo dentro de una enorme y asquerosa olla sopera. Casi espera-
ba que saliera el monstruo de la Laguna Negra. Cojo por banda
a un cocinero y le suelto: "¿Y eso qué es?" El tío me dice: "Ah,
sopa de alubias." Yo le contesto: "Ya sé que fue sopa en otro
tiempo, so capullo, ¿pero ahora qué cojones es?"»
Kibby esboza una débil sonrisa a lo largo de su careto ator-
mentado por la duda. Este cretino no capta ni siquiera el humor
más ínfimo. Me levanto de la silla, y me golpeo el trasero con la
carpeta. «Ponió a salvo, Bri, ponió a salvo», le digo antes de arro-
jar la carpeta sobre su mesa con un guiño, en plan colega.
Hay algo en él... Ahora me sorprendo sintiendo lástima por
él, pues el pobre cabrito parece completamente perdido. Veo un
ejemplar de Game Informer sobre su mesa. Lo cojo y lo hojeo.
«¿Qué opinas de Psychonauts?», le pregunto. «Se supone que es
bastante ingenioso. Ya sabes, no es el rollete gilipollas de siem-
pre acerca de frustrar los planes de células terroristas y rescatar
bellas princesas.»
«A ése no he jugado», dice Kibby con recelo, antes de mos-
trarse un poco menos reservado. «Pero mi amigo Ian lo tiene.
En la reseña le dan una puntuación de 8,75», dice con entu-
siasmo.
«Ah..., vale», respondo con cierta desazón. «Escucha..., voy
a acercarme a la fiestecilla del Departamento de la Vivienda para
echar un trago. Van a ir Shannon y Des Moir. ¿Te apetece ve-
nir?»
«No, voy a tratar de acabar algunas de estas inspecciones»,
gimotea.
Cabroncete presuntuoso. Estarán encantados de verle por los
restaurantes en esta época del año.
90
Mientras regreso a mi escritorio para telefonear a
McKen-zie, me pregunta: «¿De verdad crees que debería... con
De Fre-tais...?»
«Lo mejor es ser francos», le digo con una sonrisa de oreja a
oreja, dejándome caer en la silla y levantando el auricular. «Ya
sabes lo que dicen, sé fiel a ti mismo.»
Mientras bajaba por la Milla Real el cielo cubierto formaba
una oscura bóveda sobre las casas de piedra que tenía a ambos
lados, y en los oídos de Brian Kibby resonaban los comentarios
de Danny Skinner, dejando una impresión más duradera de lo
que su perpetrador habría imaginado jamás.
Danny tiene razón..., no importa que sea uno de los mejores
restaurantes del país ni que sea uno de sus cocineros más célebres,
¡las reglas son las mismas para todos!
Todavía era por la mañana cuando llegó a Le Petit Jardín,
donde estaban preparándose para la hora de la comida. Una nu-
trida partida de tipos trajeados se había congregado en el exte-
rior, a medida que iba clareando el cielo oscuro.
Kibby se dio cuenta de que era un restaurante de la gama
superior al ver que hacía gala de la confianza suficiente como
para hacer pocas concesiones a la temporada navideña. Sólo un
modesto árbol navideño colocado en un rincón delataba la épo-
ca del año. Al penetrar en el interior, sobriamente iluminado y
decorado con madera de caoba y magnolio, Kibby se relajó un
tanto, notando cómo sus pies se hundían en la mullida alfom-
bra marrón. El comedor estaba absolutamente inmaculado, por
lo que consideró completamente inconcebible que la cocina pu-
diera estar en tan mal estado como había afirmado Skinner. Su
período de iniciación con Foy alrededor de algunos de los res-
taurantes de la ciudad había confirmado lo que aprendió como
inspector novato en Fife: si el comedor está excepcionalmente
cuidado, la cocina suele estar llevada de acuerdo con los más al-
tos requisitos de higiene.
SI
Pero para toda regla había siempre una excepción.
Kibby le mostró su pase de inspector a un maitre indiferen-
te, quien hizo un mohín a la vez que le indicaba las puertas gi-
ratorias. Al atravesarlas, se le cayó el alma a los pies: se había pre-
parado para el golpe de calor, pero no por ello dejó de encogerse
físicamente. Lo primero que vio fue al propio De Fretais, apo-
yado ociosamente sobre una encimera. Los aromas de diversos
alimentos en proceso de fritura, asado y horneado entraban y
salían danzando de sus fosas nasales; su cerebro andaba a la re-
batiña con los datos sensoriales, esforzándose por identificar la
miríada de fragancias. El enorme cocinero observaba a una mu-
chacha vestida con un mono, de rodillas, que estaba descargan-
do cosas de una pila de cajas colocadas en una carretilla y colo-
cándolas en el estante inferior.
Kibby le oía charlar con aquella voz retumbante que cono-
cía de la televisión, y captó la presunción y la altivez que des-
prendían los ojos oscuros y la boca fina del maestro cocinero.
Durante una fracción de segundo, percibió una familiaridad
que no acababa de ubicar en la postura que había adoptado, los
chistes, las palabrotas...
Brian Kibby se aproximó al obeso cocinero con un intenso
aire de temor. Aquella cocina no tenía buen aspecto. A De Fre-
tais le entusiasmó aún menos aquella intrusión y dispensó a
Kibby una somera mirada de arriba abajo. «Ah, conque eres el
chico nuevo del ayuntamiento. ¿Qué tal está mi viejo amigo
Bob Foy?»
«Muy bien...», dijo Kibby con un hilillo de voz, volviendo
a pensar tanto en la ira de Foy como en las palabras de Skinner.
Pero la cocina estaba sucia y una cocina sucia era una cocina pe-
ligrosa. Regla número uno. Aquello no lo podía obviar.
Y lo cierto es que estaba muy sucia. Quizá no tanto como
había dado a entender el informe de Skinner, pero había partes
del suelo y algunas superficies que no sólo necesitaban una lim-
pieza a fondo sino una reforma. Por si fuera poco, había cajas y
latas de provisiones amontonadas bloqueando los accesos, las sa-
lidas de incendios estaban abiertas con cuñas y buena parte de
la plantilla parecía un tanto desaliñada en lo tocante a su aspec-
to. El mismo De Fretais parecía sudoroso y despeinado, como si
acabara de salir de la cama o hubiese venido directamente del
pub.
Imagino que será cosa de la temporada navideña..., ¡pero no
deja de ser un restaurante
1
.
De Fretais era tan enorme y obeso como delgado y frágil era
Kibby. Se acercó al joven hasta el punto de hacerse incómodo,
haciendo valer su amedrentadora mole. «¿Del ayuntamiento,
eh? Creo recordar a una inspectora de cocina bastante atracti-
va..., perdón, quise decir funcionaría de Sanidad y Medio Am-
biente», se corrigió burlonamente el gordinflón. Kibby captó el
aliento perfumado de éste cuando se fijó en los pelos negros que
le asomaban de las fosas nasales. Hacía mucho calor; el cogote
le ardía como si estuviera en una playa tropical. «¿Cómo se lla-
maba...?» De Fretais lo meditó. «Sharon..., no, Shannon. Eso es,
Shannon. ¿Sigue allí la encantadora Shannon?»
«Sí», dijo Kibby, enronqueciendo de incomodidad.
«Ya no la envían aquí..., lástima. Una verdadera lástima.
¿Sale con alguien? A menudo me lo pregunto.»
«No sé...», mintió Kibby, desorientado ya por la sórdida
proximidad de aquel sujeto. Para Kibby, el cocinero tenía un
cuerpo en forma de lágrima, como el de los payasos, y aun-
que intentaba mostrarse superficialmente jocoso, sólo lograba
transmitir una imagen de engreimiento y malévola grandilo-
cuencia. Sabía que Shannon tenía novio pero no tenía inten-
ción de contarle sus asuntos a nadie, y mucho menos a De
Fretais.
«De todas formas, sigue con lo tuyo, aquí estamos a tu ser-
vicio», dijo con brío el maestro cocinero, «pero quizá debería
decir nuestro servicio», agregó, echando una mirada a dos pin-
ches de cocina que estaban de pie junto a un carrito, «¡POR-
93
QUE ESO ES LO QUE PARECE ESTE PUTO RETRETE!
¡CABALLEROS! ¡HAGAN EL FAVOR!»
Los dos hombres se apresuraron a ponerse en marcha mien-
tras Kibby, repasando diligentemente su lista, tomaba nota de
los cubos de basura repletos, y de las cajas de comestibles y de
productos hortofrutícolas que se amontonaban en los pasillos.
En la cocina hacía ahora un calor tremendo, debilitante, achi-
charrante, que salía de los hornos a raudales. No importaba
cuántas veces lo experimentara uno, siempre le recordaba forzo-
samente que nada prepara a un visitante para la temperatura y
el ajetreo de la atareada cocina de un restaurante. Era ese calor
extremo el que hacía de trabajar en una cocina uno de los tra-
bajos más duros que hay. Y los cuerpos, anónimos y enfundados
en sus monos, desplazándose por todas partes como hormigas,
gritándose instrucciones unos a otros. Los primeros pedidos ya
habían llegado, pues la gran partida de fuera, procedente del ve-
cino parlamento escocés, ya había tomado asiento para comer.
De repente Kibby sintió que unos robustos dedos le aferra-
ban con una familiaridad casi espantosa. De Fretais había aga-
rrado por la cintura con ambas manos al joven funcionario. Em-
pezó a arrastrarle por rincones y pasillos en una alocada y
violenta danza, mientras los cocineros reunían sus platos y los
camareros pasaban para tomar nota, llevándole de un lado a
otro del local con una vehemencia brutal, todo ello bajo un en-
deble velo de benevolencia.
Y mientras duró aquel hostigamiento, Brian Kibby trató de
permanecer atento a los indicios y se esforzó por cumplir con su
obligación.
Sé fiel a ti mismo.
94
9. AÑO NUEVO
Durante la fiesta del Departamento de la Vivienda cometí
una estupidez. Era el típico festorro de oficina: una gran planta
abierta dedicada a los alquileres, los subsidios a la vivienda y de-
más, montones de priva circulando, gente poco acostumbrada a
beber vomitando, parejas desapareciendo en los armarios para
entregarse a furtivos instantes de lujuria carnal de los que no tar-
darían en arrepentirse...
Estaba hablando con Shannon; me sentía un poco llorón y
ella también; yo menté a Kay, y ella a Kevin. Entonces una chá-
vala borracha nos colocó un ramito de muérdago sobre la cabe-
za. Un piquito se convirtió en un morreo que duró toda la no-
che, al aferramos el uno al otro como dos monitos huérfanos
cuyos universos se estuviesen derrumbando a su alrededor. El
mío lo estaba haciendo, desde luego, y ella parecía estar en el
mismo barco.
Al día siguiente me acerqué a Samuel's, en el centro comer-
cial St James, donde compré un anillo de compromiso con dia-
mantes. Me costó casi cuatrocientas libras. Llevé a Kay al parti-
do del Derby de Año Nuevo en Tynecastle, y vimos las
campanadas en casa de su madre. No bebí demasiado: en esa
casa no ha lugar. Está llena de fotos de Kay por todas partes; de
niña, vestida de bailarina de ballet, de adolescente, haciendo el
95
cancán en una producción aficionada de Ellos y ellas, su primer
empleo de verdad en una especie de compañía de teatro experi-
mental. De todos los mimos y zalamerías de tíos, tías y abuelas,
y del modo en que ella se los tomaba —como algo que le había
tocado en suerte en esta vida sin tener que sudar
demasiado-pude deducir lo mucho que debieron odiarla en
secreto las chicas de su colegio. Con su cuerpo esbelto y
tonificado, su cabello reluciente y sus perfectos dientes blancos,
sus sonrisas ilimitadas y entusiastas, el dinamismo de su actitud;
todas esas cosas que yo veneraba por el simple hecho de que me
las entregaba a mí. Me casaré con ella encantado.
Pero no le di el anillo. Había tomado la decisión de que
cuando me arrodillara ante ella, sólo estaríamos ella y yo, a so-
las, y que me encontraría en estado de perfecta y absoluta so-
briedad.
Ahora toca volver a los de siempre. Nada de ir cogiendo
poco a poco el ritmo habitual después de la temporada de vaca-
ciones; para algunos de los cabrones de esta oficina es como si
las navidades y el Año Nuevo no hubieran tenido lugar. Oí a ese
viejo gilipollas de Aitken perorar acerca de lo mucho que detes-
ta el período vacacional, y lo estupendo que es volver a lo de
siempre.
Lo de siempre.
Foy había colocado mi informe en la segunda lista de ins-
pecciones, a la expectativa de que Aitken o algún otro de sus la-
meculos se encargase de las labores de encubrimiento. Acogerse
a aquel procedimiento, una fase dos, significaba que no sería
preciso comunicárselo al siguiente peldaño en el escalafón, a sa-
ber, al triste cabrón de Cooper, escaleras arriba.
Ahora el tocino de Foy emerge de su despacho, loco de fu-
ria; no sólo va a hacer pedazos a ese taimado mamonéete de
Kibby, sino que lo va a hacer delante de todo el mundo, a modo
de escarmiento. Y eso no es más que la buena noticia. ¡La noti-
cia pistonuda es que yo estoy en primera fila!
96
Arroja el informe sobre la mesa de Kibby, y ese gesto, antes
incluso de que abra siquiera la boca, hace perder totalmente los
papeles a ese triste capullín. Entonces Foy gruñe: «¿Qué cojones
es esta mierda? ¿Eres consciente de que esto es una fase dos y de
que trasciende de esta oficina?», le pregunta entre dientes mien-
tras indica el techo con el pulgar.
«Pero es que su cocina estaba realmente sucia», le suelta ese
cabrito atontolinado de Kibby, y es increíble ver a Foy casi al
borde de un infarto, ver a ese viejo saco de escoria preguntarse
cómo va a cuadrar ésta con el tocino de De Fretais. ¡Adiós a los
descuentos en Le Petit Jardin, adiós al servicio obsequioso y las
mejores mesas!
«Esta no es la cocina de una freiduría barata en Kirkaldy, ni-
ñato imberbe», ruge Foy con un desprecio capaz de arrancar la piel
a tiras, mientras Kibby se encoge físicamente, hundiéndose dentro
del cuello de la camisa. En boca de Foy la expresión «niñato im-
berbe» resulta más hiriente que cualquier insulto que yo haya oído
pronunciar jamás. «¡Es la cocina de Alan De Fretais!», truena Foy
mientras Kibby se levanta, tratando de recobrar algo de poder,
pero temblando in situ, con la cara enrojecida y los ojos llorosos.
Foy se acerca más a él, con ojos de halcón. ¿Hace falta decir quién
es la gallina? El gordo cabrón está disfrutando a tope. Baja la voz y
le pregunta, casi susurrando: «¿Tienes televisor en casa?»
Me siento marciano que te cagas. Foy es un maltratador, un
hijo de puta arrogante y autoritario, y se está pasando un mon-
tón. ¿Por qué estaré disfrutando tanto con esto?
«¿Ves alguna vez el mentado aparato?», truena. Casi puedo
ver los laureles sobre sus orejas.
«Eh... yo... sí.»
Foy baja la voz: «¿Has visto alguna vez Secretos de los gran-
des chefs en Scottish Televisión, después del telediario?»
«Sí...»
«Entonces te sonará el señor De Fretais, de Le Petit Jardin,
el presentador del programa», dice Foy en un tono sosegado.
«Sí...»
«En ese caso, sabrás que es un hombre importante», dice
Foy en un tono más pausado, teatral y diplomático, sosegando
a Kibby, que empieza a imitar el gesto de asentimiento de Foy,
antes de gritarle a voz en cuello y en las narices: «¡Y QUE NO
CONVIENE TOCARLE LOS HUEVOS!»
Kibby retrocede físicamente y se encoge aún más, y estoy se-
guro de que su culo blanco tiembla más que la medusa amaes-
trada de Elvis, pero luego se repone un poco y carraspea a guisa
de patético desafío: «Pero... pero... pero... usted dijo... usted
dijo...» Y he de reconocer que aquí sucede algo muy raro. Estoy
furioso, pero no con Foy por acosar a Kibby, sino con éste por
permitírselo.
Interiormente, le exhorto con todas mis fuerzas: plántale
cara, Kibby, ¿es que no tienes huevos, joder? Defiéndete, tonto del
culo. Venga, Brian...
«¡Qué!», se burla Foy. «¿Qué es lo que dije?» Noto un do-
lor placentero mientras se me convulsionan los costados, por-
que me doy cuenta de que odio a este capullo de Kibby y quie-
ro que sufra. Le odio, de verdad. Foy es un bufón, un chiste
de mal gusto, pero Kibby..., hay algo retorcido en este
capu-llín. Estúpido y lamentable, vale, pero es como si
albergara en alguna parte una malicia encubierta que lo
compensara. Y ahora me doy cuenta de que quiero ver a este
puto insecto arrastrarse ante Foy, que me gusta la idea y me
pone la piel de gallina...
ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO.
Ni siquiera sé lo que están diciendo ahora, porque sólo les
veo las caras. La cabeza de teleñeco bobo de Kibby, con los ojos
abiertos de espanto, y el careto carmesí de Foy, que parece una
china de hachís al rojo vivo a punto de disolverse en su cuerpo,
atravesando y derritiendo el torso, enfundado en tweed de
Marks & Sparks...
Puto cretino. ¿Será mamón?
98
La diversión sólo termina cuando el cabrón de Cooper, ese
pez gordo, entra en la oficina, y su presencia obra como señal
para que Foy recobre la compostura. Un aturullado Kibby se
marcha al retrete, sin duda para llorar a moco tendido como una
nena. Me tienta salir tras él para ver chillar a esa maricona como
el pelele calzonazos que es, pero no, me tranquilizaré un poco y
me tomaré un café. No logro explicarme la rabia que me inspi-
ra, el impulso de precipitar y saborear su aniquilamiento, y una
parte de mí se avergüenza horriblemente de lo patético que re-
sulta todo ello, del placer en estado crudo, ardiente e ilícito que
me inspira el odio que siento por él.
10. SEXO Y MUERTE
La resaca de Año Nuevo en Edimburgo trajo consigo un
cielo urbano negruzco y lleno de humo, el cual pendía sobre la
cabeza de sus habitantes como una carga de ladrillos retenida de
forma precaria por una red de aspecto muy endeble. Los ciuda-
danos levantaban con frecuencia la vista, ansiosos, esperando
que vertiese sobre ellos su contenido. Y, no obstante, la mayoría
de los muchachos y muchachas del «burgo» seguía yendo afa-
nosamente de aquí para allá: habían procesado sus resacas y aún
no habían quebrado sus promesas; disfrutaban de la ola de op-
timismo que acarrea siempre un año nuevo.
Una excepción era la representada por un Danny Skinner
de cabeza espesa y boca seca, quien se encontraba redactando un
informe lo suficientemente cerca de un optimista Brian Kibby,
ya repuesto de su humillación a manos de Foy, para poder oír-
le. Kibby le estaba narrando a Shannon McDowall sus más re-
cientes aventuras. «Este fin de semana -dijo Kibby con su acos-
tumbrado y agudo sonido nasal, casi afeminado- fuimos a
Glenshee», explicó mientras Shannon asentía con gesto indul-
gente, sorbiendo café solo en su taza de los Pet Shop Boys.
Un alma menos candida habría sospechado quizá que
Shannon se aburría y que se limitaba a seguirle la corriente,
pero el hecho de estar coladito por ella anulaba un tanto el ra-
100
dar de Kibby. Shannon, los videojuegos -Harvest Moon sobre
todo-, el ferrocarril en miniatura y los Hyp Hykers se habían
convertido en las principales fuentes de alivio de su atormenta-
da existencia, ensombrecida por la enfermedad de su padre y
las tensiones familiares. Shannon y una Hyp Hyker en concre-
to. «... y estuvimos un montón de gente. Yo, Kenny, el que lle-
va el club, un tío muy divertido pero bastante loco», se rió
Brian Kibby, «y Gerald, que se esfuerza mucho por seguir el rit-
mo de los demás», dicho lo cual hizo una mueca con gesto un
tanto indulgente, «pero al que llamamos tortuguita, y también
está Lucy...» Kibby estaba a punto de explayarse acerca del
principal objeto de su deseo cuando fue interrumpido de for-
ma muy seca.
«Oye, Brian, a esas excursiones campestres que haces», pro-
cedió Skinner con el estilo de un fiscal, como le había enseñado
el ejemplo de Foy, «¿no acudirá por casualidad alguna fémina
follable?»
La única intención de Skinner había sido suscitar el son-
rojo de Kibby, y éste no le defraudó. Shannon entornó los
ojos y chasqueó la lengua, ocupándose de nuevo con sus pa-
peleos.
«Van algunas chicas, sí», empezó a decir Brian Kibby
de forma vacilante, mirando al mismo tiempo a Shannon,
que le hacía caso omiso mientras inclinaba la cabeza sobre sus
papeles.
«Seguro que se darán de bofetadas por ir», le interrumpió
Skinner.
Kibby tartamudeó, sintiendo que ya había traicionado a
Lucy de una forma imprecisa pero profunda. «Eh..., yo no..., no
pienses que...»
Skinner adoptó una mueca de severidad. Desde la perspec-
tiva de Kibby, su rostro parecía haber adquirido un tono sobre-
natural. «Seguro que tiene que haber más de una que esté
bue-nísima, ¿a que sí?»
101
Shannon McDowall miró primero a Kibby y luego a Skin-
ner. La mirada era de desdén. Skinner la captó e hizo un gesto
de apelación.
«Hay algunas chávalas majas, sí», dijo Brian Kibby, con bas-
tante firmeza. De resultas, al instante y durante unos segundos
preciosos, creyó haber recobrado la autoridad moral.
Skinner adoptó una expresión de glacial seriedad: «¿Te has
tirado a alguna?»
Brian Kibby volvió la cara con gesto asqueado, pero Skin-
ner se percató de que el intento de aparentar madurez era una
cortina de humo para encubrir su humillación virginal.
Shan-non McDowall chasqueó la lengua, sacudió la cabeza, se
levantó y fue hacia la hilera de archivadores. Colin McGhee
sonrió y enarcó las cejas, ofreciéndole de forma tácita a Skinner
el público que necesitaba después de que Shannon se
marchara.
«¿A qué viene tanta timidez, Bri?», dijo Skinner con total
naturalidad. «Se trata de una pregunta sencilla: ¿te has tirado a
alguna de las tías del club de senderismo ese en el que estás?»
«¡A ti qué te importa!», le espetó Kibby, largándose en di-
rección a los servicios y pasando por delante de Shannon, que
volvió a tomar asiento delante de su escritorio.
Skinner se volvió hacia Shannon McDowall: «¡Parece que
he puesto el dedo en la llaga!»
«No seas tan horrible, Danny», dijo Shannon. Brian Kibby
era un poco plasta, pero era buena gente, sólo que un poco ino-
centón.
Skinner le guiñó el ojo de forma sugerente, lo que suscitó
en Shannon una incipiente punzada de deseo de la que se arre-
pintió. Aquel morreo alcoholizado en la fiesta del Departamen-
to de la Vivienda había sido una de esas cosas que pasan, una
tontería que ninguno de los dos había vuelto a mencionar, pero
que no obstante recordaba cada vez que él la miraba de una de-
terminada manera. Skinner también lo sentía así, y era algo que
le avergonzaba. Qué estúpido había sido. Quería a Kay, pese a
102
que las cosas entre ambos seguían bastante tensas a raíz de su
comportamiento durante las navidades. Kibby, no obstante, no
tenía a nadie, reflexionó Skinner con una mezcla de conmisera-
ción y malévolo regocijo. «No hay estigma alguno en ser virgen
a los veintiún años. Para la mayoría de la gente», sostuvo pre-
suntuosamente.
El acoso al que Skinner sometía a Brian Kibby en la oficina
era más que despiadado, aunque su artífice lo presentaba hábil-
mente como una simple sucesión de alegres tomaduras de pelo
basadas en una amistad genuina, si bien descaradamente con-
descendiente, antes que en una malicia verdadera. Sin embargo,
en la universidad popular local, durante las horas de formación
que tenían asignadas para sacarse la titulación de inspectores
medioambientales, dio rienda suelta a su malevolencia. Rodea-
do por muchos de sus pares, el extravagante Danny Skinner se
mostró implacable: interrumpía, insultaba y humillaba a un
Brian Kibby cohibido y negado para el trato social siempre que
podía. La cosa llegó a tal extremo que en determinados lugares
-en particular el comedor universitario durante las pausas para
comer y tomar café— Kibby tenía literalmente miedo a abrir la
boca, no fuera a atraer sobre sí la atención de Skinner. Los de-
más estudiantes se convirtieron o bien en cómplices entusiastas
o en títeres involuntarios, pero la mayoría se contentaba con
contemporizar antes que enfrentarse a la áspera lengua de
Danny Skinner.
Aquella lengua, sin embargo, también tenía un lado efusi-
vo, que Kibby envidiaba casi tanto como detestaba su faceta
más brutal. Skinner rara vez ahorraba a las trabajadoras del
ayuntamiento -o, con mayor frecuencia aún, a las estudiantes
Universitarias— sus atenciones verbales. A menudo parecía que
Danny Skinner fuera incapaz de dejar que una muchacha pa-
sase a su lado sin prodigarle una sonrisa, un guiño o un co-
mentario.
103
L.
La aversión que Skinner experimentaba hacia Brian Kibby,
tan profunda que con frecuencia le había horrorizado y cons-
ternado, fue creciendo sin cesar durante los pocos meses trans-
curridos desde que se conocieron. Había llegado a un punto en
el que dio por sentado que se había desarrollado hasta un um-
bral insuperable. Pero un solo incidente llevaría aquella ani-
madversión a cotas aún más elevadas.
El anillo de compromiso destinado a Kay Ballantine lleva-
ba tiempo quemándole a Danny Skinner en los bolsillos. Era un
sábado frío y un vendaval cortante barría la ciudad desde el Mar
del Norte, pese a que ésta, con todo, estuviese animada por el
bullicio de los compradores, que habían salido a aprovechar las
rebajas de enero.
«¿Por qué no damos un paseíto por los jardines?», le sugi-
rió Skinne a su novia. Mientras descendían por las escaleras si-
tuadas junto al reloj de flores, ahora desprovisto de ellas por ser
invierno, el latido de un bajo retumbó en el aire. Al parecer,
algo se cocía en el quiosco de música Ross. Escucharon cómo
una voz temblorosa adquiría volumen paulatinamente y vieron
a algunos grupos de gente recién aseada, y vestida con ropa va-
quera, de lo que dedujeron que tocaba alguna banda de gospel
rock.
«Vamos a ver», sugirió Kay.
«No, sentémonos aquí un rato», dijo Skinner, indicando un
banco vacío.
«Hace demasiado frío para quedarnos aquí sentados,
Danny», protestó Kay, pataleando y sacándose de los ojos unos
mechones de cabello alborotados por el viento.
«Sólo será un minuto, hay algo que tengo que decirte», le
rogó él.
Intrigada, Kay le siguió, y se sentaron en el banco. Skinner
la miró con ojos tristes. «Me he comportado como un imbécil,
como un gilipollas total. Durante las navidades...»
«Mira, ya hemos pasado por esto, no quiero volver a hablar
104
de ello», dijo Kay, sacudiendo la cabeza. «Olvidémoslo. Es sába-
do y...»
«Cielo, por favor, escúchame un segundo», insistió él mien-
tras sacaba una cajita del bolsillo. «Te quiero, Kay. Quiero estar
contigo para siempre.»
Ella emitió un gritito de asombro cuando él la abrió y cap-
tó el destello del anillo de diamantes.
Skinner se levantó del banco y se arrodilló ante ella. «Kay,
quiero casarme contigo. ¿Querrás casarte tú conmigo?»
Kay Ballantine estaba atónita. Había llegado a creer que él
estaba aburrido de ella y quería poner fin a la relación, y que ése
era el motivo de tanta bebida. «Danny..., no sé qué decir...»
Skinner la miró, nervioso. Por fortuna, aquélla era una de
las respuestas que había tenido en cuenta en el transcurso de sus
miles de ensayos. «Con un sí me valdría.»
«¡Sí! ¡Claro que sí!», gritó Kay de alegría, inclinándose para
besarle en la boca mientras él le colocaba el anillo en el dedo.
Brian Kibby, que había salido a dar una vuelta por Princes
Street con Ian Buchan, iba luciendo su gorra de béisbol favori-
ta. Una violenta ráfaga de viento se la arrancó súbitamente de la
cabeza, tranportándola más allá de la verja y al interior de los
jardines. «¡Mi gorra!», exclamó Kibby, que salió en pos de ella,
atravesando varias cancelas hasta llegar a una cuesta adoqui-
nada.
Al principio no la vio, pero luego se dio cuenta de que ha-
bía ido a parar bajo uno de los bancos situados al pie de la coli-
na, donde estaba sentada, sola, una muchacha ataviada con una
chaqueta blanca. Brian Kibby se aproximó lentamente por de-
trás y se agachó para recoger la gorra. Al hacerlo, se llevó la sor-
presa de encontrarse mirando fijamente, para incredulidad de
ambos, entre las tablas del banco, directamente a los ojos de un
genuflexo Danny Skinner.
Al toparse prácticamente de narices el uno con el otro, los
105
dos se quedaron pasmados. Transcurrió un gélido instante de
suplicio antes de que Kibby hablase. «Eh, hola, Danny», dijo en
voz baja. «El viento se me ha llevado la gorra», explicó insulsa-
mente mientras Kay se volvía. Kibby trató de no fijarse en que
Skinner estaba arrodillado delante de una muchacha de una be-
lleza asombrosa. Esta lucía un gorro peludo con orejeras y una
chaqueta de cuero blanco con flecos de piel. Su naricita, como
la de un elfo, temblaba de frío y sus ojos se abrieron, como para
compensar el entornamiento de los de Danny Skinner, quien,
ridiculamente, fingió no ver a Brian Kibby. El juego terminó
cuando Kay le empujó suavemente y señaló a su colega, quien
ya se había puesto de pie, con la gorra de la discordia apretada
contra el pecho.
«Ah, hola, Brian...», dijo Skinner con el mínimo de urbani-
dad posible.
Kay se levantó y juntó las yemas de los dedos, lo que obli-
gó a Skinner a ponerse en pie. Inclinando a un lado la cabeza,
Kay le dedicó una sonrisa entusiasta y alentadora, antes de vol-
verse de nuevo hacia Kibby, quien quedó maravillado ante aque-
lla deslumbrante sonrisa y aquel lustroso cabello negro, que on-
deó brevemente al viento antes de caerle en cascada sobre los
hombros al quitarse el gorro y las orejeras.
Pese a sentir que las palabras se le atascaban en la garganta,
Skinner logró carraspear: «Eh, éste es Brian. Trabaja conmigo en
el ayuntamiento.» Tras lo cual, se apresuró a añadir: «Esta es
Kay.»
Kay le sonrió de oreja a oreja; Kibby estuvo a punto de des-
mayarse.
Es preciosa, está con Skinner, y probablemente estén enamora-
dos. No hay justicia en el mundo..., una chica como ella, saliendo
con alguien de esa calaña..., tiene unos dientes tan blancos, una piel
tan suave, un cabello tan hermoso...
«Hola, Brian», dijo Kay, saludando con un gesto de la ca-
beza a su amigo Ian, que acababa de aparecer a su lado. Acto se-
106
guido, codeó ligeramente a Skinner, que a Kibby se le antojó
casi mareado de asco y de tensión, antes de proferir: «¡No pue-
do remediarlo, Danny, tengo que contárselo al mundo entero!»
Skinner apretó los dientes, pero Kay no se dio cuenta. Ex-
tendió la mano para mostrarle el anillo a Kibby: el anillo de dia-
mantes con el que hacía apenas unos segundos le había obse-
quiado Danny en aquel exquisito instante de intimidad que
para él acababa de quedar completamente arruinado.
¡El!¡Este puto feto lameculos con patas es la primera persona en
enterarse de lo nuestro, el primero en enterarse de mi puto compro-
miso matrimonial! Me ha pillado de rodillas, joder..., y el capullo
que le acompaña...
«¡Acabamos de prometernos!», canturreó Kay, mientras la
música gospel alcanzaba nuevas cotas de intensidad.
Skinner echó una despectiva mirada de soslayo al amigo de
Brian Kibby. Lo único que vio fue un par de orejas prominen-
tes y una nuez saliente.
¡Otro puto teleñeco!
Al ser testigo de la furia silenciosa de Danny Skinner, Brian
Kibby se dio cuenta de que se había inmiscuido inadvertida-
mente en un momento muy hermoso, de una calidad que nunca
había experimentado en persona, pero que había presenciado
con envidia en los enamorados que le rodeaban, y la mirada gla-
cial y psicótica de Skinner le hizo presentir, de modo inapelable,
que pagaría cara aquella transgresión. «Enhorabuena», dijo
Kibby tan afectuosamente como pudo, tratando al mismo tiem-
po de congraciarse con Kay y de implorar una clemencia sola-
padamente a su enemigo. Ian hizo un gesto de asentimiento con
la cabeza, sonriendo torpemente, a la vez que Skinner decía algo
así como «Grrrr», casi asfixiado de rabia contenida.
Es el primer cabrón en enterarse...
¡Lo más hermoso e importante que me sucede en la vida, y el
primero en enterarse es él!
Kibby.
107
Y mientras se marchaban se estremeció, puesto en evidencia
por la buena voluntad de Kay, por su sentimiento de comunión
con el universo, mientras ella miraba el brillante que llevaba en
el dedo y decía: «Parece un chico majo.»
Skinner se fijó en Kibby, mientras su compañero de trabajo
subía por el sendero adoquinado que conducía a Princes Street
con la gorra en las manos, aferrado temerosamente a ella entre
el viento.
Te mato, cabrón.
Skinner no dijo palabra. Cuando ella, ensanchando los ojos,
le indujo a que hablase, le espetó con desenfrenada repugnan-
cia: «Sí, no es mal tipo.» Y en los ojos de Kay vio que ella había
notado algo en él; algo feo de lo que no había tenido constan-
cia hasta ese momento, ni siquiera en sus momentos más egoís-
tas y alcoholizados, y que la presencia de Kibby le había hecho
exteriorizar. Tratando de recobrar el control de sus emociones y
de la situación, sugirió que fueran a Rose Street a echar un tra-
go para celebrar su compromiso.
Una copa dio paso a varias, para Kay más que de sobra; era
evidente, sin embargo, que Skinner no estaba por la labor de
moverse. Ahora le tocaba a Kay tratar de recuperar el dominio
de una parte de su vida, y comenzó a hablar de sus planes de fu-
turo, de dónde vivirían y demás, y muy pronto estuvo decoran-
do su hogar imaginario.
Aunque trató de sobrellevarlo con afabilidad, Skinner se
irritó, como por lo general era el caso, cuando ella empezó a ha-
blar de tener niños. Para él representaban la esclavitud suprema,
el final de su vida social. Pero existía una preocupación más
honda; antes de plantearse siquiera llegar a serlo él mismo, de-
seaba desesperadamente conocer a su propio padre. Empezaron
a discutir, y Kay estuvo a punto de romper a llorar al ver que su
día especial iba a quedar anegado por un mar de cerveza y Jack
Daniels. «¿Por qué tienes que beber de esa forma?», le suplicó.
«Tu madre no es así. Tu padre tam..., bueno, no sé. ¿Lo era?»
108
Skinner sintió que algo frío cerraba sus fauces sobre él,
como si un gran insecto estuviese aplastándole el torso entre sus
mandíbulas. Simplemente no lo sabía. «No», dijo, profunda-
mente avergonzado de ignorar aquel dato, «por lo visto era abs-
temio, no bebía ni gota», se atrevió a decir, inventándoselo de
cabo a rabo. Ahora su rabia había cambiado de rumbo, diri-
giéndose contra su madre. Hijo sin padre de una hija única,
Be-verly y él sólo se tenían el uno al otro, y no obstante, su
madre se negaba a contarle nada acerca de sus orígenes. Tenía
todas las cartas en la mano, y cada vez que le había insistido,
ella se había mantenido en sus trece.
Joder. ¿Es demasiado pedir? ¿Acaso es un puto violador, un pe-
derasta o algo por el estilo? ¿Qué cojones le ha hecho?
«Pues entonces», argumentó Kay, mirando el vaso de Skin-
ner.
Beverly le había contado que su propio padre, a quien Skin-
ner sólo conoció cuando era muy pequeño, antes de que mu-
riera de una apoplejía, había sido bastante aficionado a la bebi-
da. «Mi abuelo era alcohólico», dijo a la defensiva, «la cosa se
limitó a saltarse una generación.»
Kay se quedó boquiabierta y sin resuello: «¡Dios mío, no
puedo creerlo, te estás jactando!»
«Me gustaría poder conocer a mi padre», dijo de repente
Skinner con gran tristeza. Sus palabras le asombraron a él tanto
como a Kay. Dejando aparte a su madre, jamás le había dicho
aquello a nadie antes.
Ella le apretó la mano y, apartándose el pelo de la cara, se
arrimó más a él. «¿Alguna vez te dijo tu madre quién era?»
«Solía decirme en broma que era Joe Strummer, de los
Clash», dijo Skinner riéndose de forma lastimera. «Tiene un
ele-pé autografiado por él, es su bien más preciado. Me acuerdo
de que en el colegio me zurraban por decirle a todo el mundo
que mi padre era uno de los Clash», dijo, sonriendo al evocar
aquel recuerdo doloroso. «Luego me dijo que era Billy Idol,
Jean-Jac-
109
ques Burnel, Dave Vanian..., cualquier punk que hubiese toca-
do alguna vez en Edimburgo o Glasgow. La cosa llegó a tal pun-
to que solía hojear todas las revistas musicales viejas para ver si
encontraba alguna semejanza. Pero eso fue cuando era joven, y
ella sólo me estaba tomando el pelo. De niño llegué a obsesio-
narme tanto que empecé a fijarme en cualquier tipo mayor que
me sonriera por la calle, preguntándome si sería él. Es un mila-
gro que no acabara secuestrándome algún pederasta», dijo con
tristeza. «Ahora se niega en redondo a hablar de él.» Skinner
alzó su vaso y echó un gran trago. Kay se fijó en el movimiento
ascendente y descendente del cartílago de su tiroides al ingerir
el alcohol. «Cada pocos años yo se lo vuelvo a preguntar, ella se
sale de sus casillas y tenemos otra gran bronca.»
Kay volvió a apartarse el pelo de la cara con gesto nervioso,
echó un vistazo a su copa y decidió que no iba a terminarla.
«Tiene que tenerle un asco tremendo.»
«Pero no se puede odiar a alguien de esa forma, es irracio-
nal...» Skinner se detuvo en seco, pues la imagen del rostro de
Kibby, como grabada a fuego, apareció en su cabeza, con aque-
llos ojos virginales de camello. «Quiero decir, después de trans-
currido tanto tiempo», farfulló, incómodo.
Es cierto, odio a Kibby. Soy igualito que ella ¿Por qué él? ¿Qué
es lo que me ha hecho?
Ojalá Kibby desapareciera, saliera de mi puta vida, regresara a
Fife o algo por el estilo.
Las paredes estaban pintadas de color amarillo chillón. De
los ventanales colgaban unas cortinas de color azul celeste. Pero
la sobria decoración de la pequeña habitación era incapaz de
disminuir la preponderancia de la cama de hospital. En la pared
que presidía la cama había una televisión apoyada en una repi-
sa con brazo extensible. El único elemento adicional de mobi-
liario era un armario con ruedas, dos sillas y una pequeña pila
del lado de la pared que estaba al pie de la cama.
110
Keith Kibby, postrado en la cama, cada vez más débil, sen-
tía que la vida se le escapaba de forma lenta y constante, como
el aire de un neumático pinchado. El gotero vertía gota a gota
la solución salina dentro de su brazo atrofiado, y cada una de és-
tas era para él como el tictac casi silencioso de un reloj; fuera,
los árboles eran unos palos pelados y secos. Como su brazo, pen-
só, aunque a diferencia de éste, la primavera volvería a insuflar-
les vida. El último verano había sido bueno, recordó Keith en-
tre la bruma desorientadora de la medicación, y después, como
necesitado de confirmación, resolló para sí mismo: «Un buen
verano...» Pero aquello no hizo sino precipitar un fogonazo des-
carnado y amargo de lucidez, y giró la cabeza hacia el techo
mientras lanzaba una acusación: «Y sólo me han permitido ver
a cuarenta y nueve de esos hijos de puta...»
Francesca Ryan, una de las enfermeras de guardia, entró en
la habitación de Keith para tomarle el pulso y comprobar su
presión sanguínea. Mientras ella ponía manos a la obra y enro-
llaba el velero alrededor de su raquítico brazo, Keith escrutó el
vello facial que tenía bajo el labio. Una pequeña chispa se avivó
en su interior, y pensó que si se lo depilara aquella chica no ten-
dría mal aspecto.
Electrólisis. Eso y unos kilos menos. Entonces sería una buena
moza.
Ryan apenas podía aguardar el momento de alejarse de
Keith Kibby. No era su enfermedad lo que le causaba aprensión;
estaba acostumbrada a la inminencia de la muerte. Tenía algo,
desprendía un tufillo de ansiedad que la trastocaba. Prefería al
viejo Davie Rodgers, el de al lado, pese a que éste le tomara el
pelo por ser natural de Limerick, en Irlanda. «¡Si quieren evitar
una masacre no dejen entrar a esta chica en el quirófano! ¡Hay
mucho cuchillo suelto por ahí!»
1
1. Alusión a la masacre de seiscientos británicos por parte de los irlan-
deses tras la toma del castillo de King John, en 1642, durante la campaña de
sometimiento del país por los ejércitos de Oliver Cromwell. (TV. del T.)
111
El viejo Davie sería un plasta, pero con él, pensaba ella, lo
que se veía era lo que había. Cuando le daba la espalda a Keith
Kibby sentía que éste la miraba.
Así que Francesca se sintió complacida cuando se presenta-
ron la mujer, el hijo y la hija del señor Kibby. Parecían una fa-
milia muy unida, que le quería de veras y que estaba absoluta-
mente destrozada por su enfermedad. Ella no le consideraba
digno de amor en lo más mínimo, pero en fin, el mundo es muy
raro.
Observó a la hija adolescente besar a su padre en la frente.
Francesca había oído que era estudiante de primer año en la
Universidad de Edimburgo, y que cursaba la carrera de Lengua
y Literatura Inglesas. A veces asistía a fiestas organizadas por el
sindicato de estudiantes; se fijó en ella para ver si ubicaba a la
chica de los Kibby, pero su cara, convencionalmente bonita, no
le sonaba de nada. Caroline vio a la enfermera mirándola y le
dedicó una sonrisa un tanto tensa. Ligeramente aturullada, la
enfermera Ryan se marchó del pabellón.
Caroline había estado sopesando la posibilidad de asistir a
una velada en Teviot Row, un baile organizado por una de las
sociedades, donde iba a pinchar un conocido DJ local. Pero al
percatarse del rostro agotado de su padre le entraron ganas de
llorar. Sólo al ver que las lágrimas se acumulaban en los ojos de
su madre se sintió investida, de un modo furioso y perverso, de
la fuerza necesaria para reprimir las suyas.
No soy como ella. Permaneceré incólume.
Notó que su hermano guardaba silencio, pero ahuecando
una mejilla, tic nervioso que le resultaba familiar. Entonces co-
menzó a decirle unas palabras a su padre, algo así como: «Cuan-
do salgas de aquí, iremos a...»
Pero Brian Kibby nunca llegó a terminar la frase, ya que en
ese mismo instante su padre fue presa de un tremendo ataque.
Los Kibby solicitaron a voz en grito la presencia del personal
médico, el cual respondió sin demora, sobre todo Francesca
112
Ryan en particular, aunque no pudieron hacer nada: Keith
Kibby se precipitó en convulsiones ahí mismo, ante las narices
de todos ellos. En su agonía, pugnó desesperadamente por afe-
rrarse a la vida, estremeciéndose en la cama con una fuerza casi
sobrenatural, con la mirada perdida, mientras, sumidos en el
tormento, los Kibby rezaban silenciosamente para que se dejase
ir y abandonase este mundo en paz. Para Caroline, aquel desen-
lace violento y paranormal exacerbó el incalificable horror de la
muerte de su padre. Había dado por supuesto que se extingui-
ría de la misma forma que los potenciómetros que él mismo ins-
taló en el hogar familiar: menguando de forma lenta y casi im-
perceptible hasta sumirse en la oscuridad. Mientras se sacudía,
sin embargo, casi podía ver la vida, como si se tratara de una
fuerza ajena que impregnase la carne subyacente, desgarrando
su endeble prisión para liberarse.
El tiempo pareció detenerse, y los segundos convertirse en
horas, cuando Keith murió, rodeado por los brazos de todos.
Brian, en particular, pareció abrazar aquella huesuda carcasa de
un modo que hacía pensar que trataba de llenar cualquier grieta
por la cual pudiera escapar la esencia de su padre. Cuando todo
hubo terminado, fue como si Keith hubiese arrancado algo de
vida a todos los Kibby presentes y se la hubiese llevado con él.
Transcurrió un prolongado silencio antes de que Brian
Kibby, el joven flaco de largas pestañas bovinas, abrazara a su
madre y a su hermana.
Caroline olió primero el sudor de su madre, fétido e inmun-
do -curiosamente semejante al que despedía el cadáver de su pa-
dre-, y después la loción de afeitar que desprendía el rostro de su
hermano, dulce y mordaz. Al cabo de un rato fue Brian quien ha-
bló, mientras Caroline levantaba la vista y veía rodar las lágrimas
sobre la pelusilla de sus pómulos: «Ahora ya está en paz.»
Joyce le miró, primero con una especie de pasmado des-
concierto bovino, y luego con gesto severo e implorante. «Paz»,
volvió a decir Brian, estrechando a su madre con más fuerza.
113
«Paz», repitió Joyce, abrumada por la pérdida de conciencia
que induce el dolor.
«Paz», confirmó Brian una vez más, mirando a Caroline.
Ella asintió y se preguntó si acudiría o no al baile de aquella no-
che; después oyó a su madre recitando, con voz apagada pero
con un deje extraña e inquietantemente desafiante:
El Señor es mi pastor, nada me falta;
en verdes pastos me hace reposar
donde brota agua fresca.
Al oír a su hermano sumarse a ella con «mi alma resucita-
rá...», Caroline supo que aquella noche no iba a quedarse en
casa con ellos. No lo soportaría.
114
11. FUNERALES
En tiempos el viejo borrachín se manejaba bien con los pu-
ños. Llevo siglos viéndole por ahí y de vez en cuando incluso
propinando unas palizas de muerte a otros bolingas que se pu-
sieron más respondones de la cuenta. Sí, durante un tiempo lle-
gó a ser muy peligroso, cuando se encontraba en ese último
arranque de fuerza menopáusica y airada, justo antes de que el
debilitamiento físico y mental inducido por la vejez empezase a
hacer mella en él. Entonces un tipo más joven con el que se
puso chulo le sacudió la del pulpo; ahora el capullo luce como
un brillo amarillento y deshecho en la mirada. Supongo que po-
dría ser la paz de espíritu, pero lo más probable es que se trate
de un hígado hecho polvo. Sammy, estoy seguro de que le lla-
man así.
Ahora se ve reducido a babearle estupideces en el oído al
viejo Busby; siempre están aquí juntos, en este antro cutre de
Duke Street. Sólo que hoy Busby no ha venido; estará echán-
dose un casquete con la vieja, supongo...
El vejestorio está solo; chaquetón de trabajo, unas manos
como palas, cicatrices por todos lados y la mente embotada por
el alcohol. Aun así, no conviene acercarse demasiado, porque lo
último que pierde un viejo boxeador es la pegada. ¡Peor aún,
probablemente sea lo penúltimo, después de la campana que
115
suena en sus chaladas cabecitas en los momentos más inopor-
tunos!
Pienso en mi viejo, en cómo me lo he imaginado siempre:
moreno, con mandíbula cuadrada y una espesa mata de pelo, flan-
queado por su esposa, bien conservada e impecablemente arregla-
da, en un área residencial de Nueva Gales del Sur o California, y
me doy cuenta de que, con casi toda certeza, me he estado enga-
ñando. Es mucho más probable que sea uno de los borrachínes fra-
casados que hay en este bar. Sin duda es por eso que la vieja le odia
tanto; seguro que se lo topa a diario, haciendo eses por Junction
Street hasta llegar al pie del Walk; a lo mejor hasta intenta sablearle
unas libras. Quizá sólo intenta ahorrarme una desilusión tre-
menda, y mi padre es un hombre que, una vez que le quitas la be-
bida y los cigarrillos, no es más que un cero a la izquierda.
Hablan de prohibir el tabaco en los pubs. Como prohiban fu-
mar en este puto garito, ya puedes pegarle fuego al salir, porque si
no lo haces tú ten claro que lo hará el dueño para cobrar el segu-
ro, ya que ni dios volverá a poner los pies aquí. Lo que define a este
lugar, más que el whisky o la cerveza, es el tabaco, de las paredes
manchadas de nicotina a la tos tuberculosa, áspera y bronca, de
los parroquianos. No es que en este momento haya muchos, sólo
dos viejos capullos desdentados y renqueantes que juegan al do-
minó en un rincón, y el viejo boxeador y yo en la barra.
«¿Qué tal?», me gruñe. Sí, se llama Sammy.
Paz, hermano. «No me va mal, campeón. ¿Y tú?»
La vieja esperanza blanca se encoge de hombros con un ges-
to que hay-que-ver, mientras yo pienso: «Vaya, ¿así de mal, eh?»
Pero le invito a una pinta. Hay que ayudar a los ancianos, cono.
Olvidémonos de los problemas con la tarjeta de crédito, un asa-
lariado tiene que cumplir con ciertas obligaciones. Acepta, pero
con la mínima elegancia posible. Luego me mira fijamente,
mientras intenta enfocar. «Bev Skinner, la peluquera. Tú eres su
chico, ¿no?»
«Sí.»
116
«Los Skinner..., ya me acuerdo... Tennant Street, hace ya
mucho... Jimmy Skinner..., ése sería tu abuelo... de parte de ma-
dre... ¿Tu padre era cocinero, no?»
Me estremezco interiormente y miro al vejestorio a los ojos.
«¿Qué?»
Ahora me mira con prevención, consciente de haber dicho
algo que no debía. Ya he oído esta mierda otras veces. Recuerdo
que mi antigua vecina, la señora Bryson, antes de volverse to-
talmente majareta, solía decirme que mi viejo era cocinero. Lo
achaqué a la demencia. Se lo pregunté tanto a Trina como a Val,
pero la vieja les había hecho jurar silencio y negaron saber nada.
Aunque el vejete este tiene algo que decir. «Tu viejo. ¿No era co-
cinero?», repite con cautela.
«¿Lo conociste?»
Algún recuerdo le pasa por la cabeza mientras los ojos se van
concertando como los símbolos de una máquina tragaperras.
Pero ahora mismo no le toca repartir el gordo, porque el amigo
Sammy se pone furtivo perdido, de eso no hay duda. «Puede
que estuviera pensando en otra persona.»
«¿En quién pensabas, entonces?», le pregunto en tono desa-
fiante.
El viejo capullo enarca las cejas y veo reaparecer al matón al
que había dado por desaparecido hacía tiempo. «En alguien que
no conoces.»
Veo venir cómo puede acabar esto, así que apuro mi copa.
Ni de coña voy a partirme la boca con un puretón en un caga-
dero como éste. Ganes, pierdas o empates, el único resultado
real sería la humillación de haber sido lo bastante bobo como
para tomar parte. «Vale, pues nos vemos», le digo al viejales, y
noto que sus ojos no se despegan de mi nuca hasta que salgo por
la puerta y me meto bajo la lluvia al pie de Leith Walk.
Me detengo en un par de bares, echándome al coleto seis
pintas de Guinness y tres Jack Daniels dobles a toda velocidad,
cuya carga alcohólica me golpea con una contundencia espan-
117
tosa. Cuando llego al piso me encuentro a Kay llorando, di-
ciendo no sé qué acerca de bailar, de su carrera, de sus ambicio-
nes, de que si no las respeto y no significan nada para mí, dicho
lo cual se marcha. Todo ello como un rumor sordo y como si es-
tuviera en un accidente de automóvil; quiero hablar pero ella
me mira sin verme y yo todo lo veo a través de una bruma al-
cohólica. No estamos ni remotamente unidos el uno al otro, ni
siquiera en el momento en que damos tumbos a dúo entre las
ruinas de nuestras respectivas vidas.
Ella sólo quería bailar...
No noté su presencia, pero su ausencia la noté que te cagas.
No puedo quedarme aquí solo; salgo y voy calle abajo, pasando
delante del antro de Duke Street y asomándome a echar un vis-
tazo, donde ahora veo al grandullón bamboleándose entre una
brisa inexistente, ahora Busby está ahí, acurrucado sobre la ba-
rra, con semblante de amarga desaprobación.
Me dan ganas de entrar ahí y...
Tira por esa puta calle...
Y no recuerdo haber ido caminando hasta casa de mi ma
dre, ni que ella me abriera la puerta y yo entrase. Lo único que
recuerdo es haberle dicho: «¿Conque cocinero, eh...? Mi padre
era un puto cocinero..., un puto cocinero...»
Y mientras nos gritamos el uno al otro, recuerdo haberle re
petido: «¡Cocinero, cocinero, cocinero...!»
Entonces vi algo en su mirada; no era ira sino algo áspero y
burlón que hace que me detenga mientras ella me dice: «Sí, hijo
mío, sí. Y ahora dime: ¿cuántas comidas llegó a prepararte?»
Me marcho, furioso y decidido a no volver a hablarle a esa
vieja puta malvada y testaruda nunca más hasta que me diga la
puta verdad...
Luego, cuando llego a casa y subo las escaleras hasta el piso,
lo veo en la repisa de la chimenea, y me quedo helado de es-
panto.
El anillo. El anillo que le regalé a Kay.
118
No estoy preparado para esto. ¿Se puede estar preparado al-
guna vez para algo así?
Mi padre, mi pobre papi. Jamás le hizo daño a nadie; qué
bueno era. ¿Por qué tuvo que pasarle esto? ¿Por qué? Pero aho-
ra de lo que se trata es de la intensidad y magnitud pura y sim-
ple del dolor de mamá: me resulta tan desgarrador como la
muerte de mi padre. No estaba preparado para nada, simple-
mente me ha caído todo encima y no he sabido sobrellevarlo.
No sé qué hacer; Caz ni siquiera quiere hablar. No suelta prenda.
Mientras aguardamos el momento de entrar en la capilla,
cae una llovizna pausada. Miro a mi alrededor y veo que no hay
casi nadie. Mi padre fue un hombre de familia y su familia era
muy reducida. No tenía parientes ancianos vivos, de manera
que, salvo nosotros y algunos feligreses de la iglesia, sólo están
presentes unos cuantos vecinos y antiguos compañeros de
trabajo de British Rail.
Resulta muy triste; me indigna que un hombre bueno pue-
da morir así y ser llorado por tan poca gente, cuando en el se-
pelio de alguien de la catadura de esos bocazas que salen en te-
levisión, tipo De Fretais por ejemplo, habría miles de personas
llorando a moco tendido y diciendo lo grande que era. Claro
que se trataría de lágrimas de cocodrilo, no de un dolor autén-
tico como éste, sufrimiento horrible y silencioso, parálisis des-
garradora.
Los viejos amigos ferroviarios de papá dicen todos lo mis-
mo. Que fue un hombre sobrio y decente, dotado de calor hu-
mano y afabilidad, pero muy reservado. Los hombres que tra-
bajaron en la garita de señales de la vieja intersección de
Thornton, en Fife, me hablan de una faceta de mi padre que yo
desconocía, de un hombre que mataba los ratos libres leyendo y
escribiendo, rellenando cuadernos con sus garabatos. Al margen
de su familia, se diría que ésa fue su gran pasión. Cuando se hizo
maquinista, parece que papá halló su verdadera vocación. Sen-
119
tado a solas en primera línea, conduciendo el tren por la ruta de
West Highland.
Uno de los mandamases de alto rango de British Rail, un tal
señor Garriock, se acerca y nos dice a mamá y a mí: «Ya no que-
dan hombres como Keith. Podéis estar todos muy orgullosos.»
Parece genuinamente conmovido.
La ceremonia es muy agradable. Dije que no lloraría pero
no logro evitarlo cuando el señor Godfrey, el sacerdote, habla de
mi padre, al que había llegado a conocer bien a través de las ac-
tividades de la parroquia, de lo buena persona que era y de las
cosas que hacía por los jubilados de la misma.
Aguardo en la puerta de la iglesia para estrechar la mano a
los dolientes. Ian me da la mano pero no viene a la recepción.
Me mira de forma bastante rara pero supongo que el dolor es lo
que tiene, los demás no saben por dónde cogerte. Este viento
cortante e intenso me está entumeciendo la cabeza, como cuan-
do se tiene un dolor de muelas provocado por comer demasia-
dos helados, y me siento aliviado cuando nos metemos en el co-
che y vamos a la recepción en el hotel de Ferry Road.
El ágape no está muy concurrido; las previsiones de mamá
acerca de la cantidad de whisky, jerez, salchichas envueltas en
hojaldre, bocadillos de huevo duro y berros, té y pasteles que
iban a hacer falta resultan ser, a posteriori, un poco optimistas.
Con todo, dijo que podía llevar cualquier cosa que sobrase al
club parroquial de los jubilados. Uno de nuestros vecinos, Phil
Stewart, levanta su vaso de whisky y brinda: «Por los amigos au-
sentes.»
Algunos de los ferroviarios se suman con entusiasmo; mamá
sonríe nerviosamente, dejando a un lado su taza de té y cogien-
do un vaso de whisky que no tiene intención alguna de beber-
se. Papá lo habría comprendido; él no era bebedor.
Yo levanto mi vaso de zumo de naranja. Si hubiera hecho
tal cosa en otra ocasión es probable que los ferroviarios hubie-
sen manifestado su desaprobación, pero lo más seguro es que es-
ten pensando: «De tal palo, tal astilla.» Me estremezco de ver-
güenza cuando veo a Caroline coger un vaso de whisky y echár-
selo de golpe al coleto, antes de coger otro inmediatamente.
Pero qué demonios está...
Ya tenía el estómago revuelto y eso no hace más que empeo-
rar las cosas. Me voy a los servicios y me siento en una de las ta-
zas. Estoy estreñido y me entran retortijones. Evacuar me supo-
ne un esfuerzo terrible. Ken Radden, del club de los Hyp
Hykers, siempre dice que hacer de vientre es importante para la
salud.
Pienso en los dos otros polluelos que salieron anoche del
cascarón en Harvest Moon. Es estupendo que haya un
videojue-go constructivo, en lugar de andar siempre disparando
y destruyendo a todas horas. La gente de Rockstar North, aquí
y en Dundee, que fabrican juegos como Grand TheftAuto, tiene
mucho talento pero fabrican unos juegos muy destructivos. Y
Game Informer le otorgó un 10. ¿Por qué tienen que malgastar
de esa forma su talento? ¿Cómo pueden vivir consigo mismos?
Si yo tuviera los conocimientos para ello, diseñaría juegos como
Harvest Moon. Sólo los japoneses podrían haber inventado algo
así; allí son distintos. Me encantaría visitar Japón algún día.
Algunas de las chicas son guapísimas y dicen que son muy
agradables, muy limpias y que son buenas esposas. Y se supone
que les gustan los occidentales.
¡Ése es mi problema, encontrar esposa! Ahora ya he descar-
tado a Celia, pero todavía quedan Ann, Muffy, Karen y Elli.
Muffy...
Desde el interior de la cabina oigo entrar a dos hombres que
empiezan a orinar en la letrina. Su pis resuena sobre el acero
inoxidable.
«Dura batalla la del amigo.»
«Sí. Una pena ver a la familia tan afectada.»
«La rubita esa es la hija de Keith.»
«Ya, vaya muñequita.»
121
«Y cómo le atizaba a los chupitos.»
«¡Ahora mismo le atizaba yo con una cosa que yo me sé!»
«¡Eh, tú, compórtate! ¡Recuerda dónde estás!» «Sólo era un
decir...»
«¡Que te conozco, Romeo! ¡Métete con alguien de tu edad!» Las
asquerosas carcajadas de ese par de hombres odiosos me
producen escalofríos. Me quedo sentado en la taza, atenazado
por una sensación de cólera, náuseas e impotencia. ¡No es posi-
ble que hombres semejantes fueran amigos de mi padre! Pero
hay tantos como ellos, y están en todas partes. Escoria de los ba-
jos fondos, como McGrillen, el del colegio. Sucios cerdos como
Danny Skinner, y encima sale con esa preciosidad de chica. Y a
Shannon también le gusta, se nota. ¡Alguien dijo que hasta se es-
tuvieron dando el lote durante la fiesta de Navidad, pero eso es
una chorrada y nada más! ¿Cómo podrían..., cómo podrían ser
tan tontas las chicas...? Si supieran cómo soy de verdad, que-
rrían estar conmigo..., lo sé...
122
12. EL ARCHANGEL TAVERN
Un trémulo Danny Skinner miró la pinta de cerveza que
había delante de él. Tenía el poder de anular aquel tormento.
Pero no, se resistiría, se lo debía a Kay. Demostraría que era más
fuerte que ella levantándose y saliendo por la puerta del pub.
Ahora mismo.
Así que Skinner se puso en pie y salió del bar con decisión.
Los coches y autobuses avanzaban despacio por Junction Street,
tocando la bocina y haciendo rugir los motores, mientras co-
checitos y sillitas conducidos por robóticas madres atiborradas
de Prozac amenazaban con seccionarle el talón de Aquiles. No-
taba las miradas penetrantes que le lanzaban tipos de aspecto
pendenciero desde las tiendas de apuestas, bares y paradas de
autobús. Las mujeres de edad avanzada -brujas que se dirigían
al bingo- parecían lanzarle maleficios con su desaprobación al
pasar a su lado.
Putos zumbaos..., paso de esto..., pero de qué manera...
El pánico le sacudió en pleno pecho como un rayo. Se de-
tuvo en seco. Seguro que la pinta seguiría en su sitio.
La pinta de néctar dorado. En el pub, con el asiento todavía
caliente y amoldado a mis nalgas.
Cuando salió del bar por segunda vez, el mundo era un si-
tio mejor. Las asperezas habían desaparecido. Leith ya no estaba
abarrotado de psicópatas crueles y embrutecidos que le odiaban.
123
Habían desaparecido, dando paso a una simpática comunidad
de tipos dichosos, la sal de la tierra.
Ahora sí estoy en condiciones ¿le ver a Kay, de explicarle lo que
ha fallado, de seducirla, incluso. Es bueno que vaya a venir aquí y
que podamos hablar, sí. La resarciré. Le compraré algo de vino tin-
to, le encanta el tinto. Red, red wine...
Skinner se metió en la tienda de licores Threshers y, pen-
sando en Bob Foy, compró la botella de Pinot Noir más cara
que tenían.
Tenía algún tiempo que matar antes de que llegara Kay. Se
puso a ver otra de aquellas interminables e insulsas masacres de
indefensos que se producían cuando se disputaba un partido de
la primera división escocesa entre los millonarios de los bandos
patrocinados por la cerveza Carling, cuyos cofres estaban infla-
dos por años de explotación del sectarismo religioso, y sus indi-
gentes adversarios plebeyos.
La etiqueta de la botella parece interesante. Con cuerpo. Aro-
mático. Rico. Afrutado. Tiene buena pinta, desde luego, a pesar de
que yo no sea amante del tinto. Seguro que una copa no me hará
daño; un traguito nada más, para darle a mi paladar la oportuni-
dad de saborearlo. Y entonces, cuando llegue ella, la recibiré con esa
gran sonrisa Danny Skinner y un fino y cortés «Ah, la encantado-
ra señorita Ballantyne, mi hermosa prometida. Me honraría que
compartieras esta copa de vino conmigo, querida.»
Kay me lanzará esa mirada suya que dice: «Eres un granuja in-
corregible y adorable, ¿cómo negarme?» Pues sí, y a lo mejor hasta
reconoce que ha sido un poco triste y aguafiestas. Al fin y al cabo,
sólo se vive una vez.
Pero cuando Kay entró en el piso vio al instante que des-
prendía una distancia y una determinación que jamás había vis-
to con anterioridad. Y en aquel momento sintió que se clavaba
y se retorcía en sus entrañas un cuchillo; antes de que ella abrie-
ra siquiera la boca supo que todo había terminado.
Y como si le hubiesen hecho una señal en ese mismo mo-
124
mentó, pronunció las palabras «Hemos acabado, Danny» con
un aire de irrevocabilidad descarnado e intransigente.
Skinner quedó aplastado por aquellas palabras. Deseó que
no fuera así, pero así fue. Sintió morir dentro de sí algo real,
algo esencial; sintió cómo abandonaba su cuerpo una energía
fértil, profunda y vital, un componente cardinal del yo. Afligi-
do, se preguntó si alguna vez lo recuperaría, o si la vida consis-
tía en eso: en una constante erosión seguida por grandes des-
prendimientos ocasionales. Sin duda, era demasiado joven para
sentirse así. Su grito de angustia fue tan profundo, perturbador
y primario, que le conmocionó tanto como a Kay. «¿Quééé?...»
Kay tuvo que movilizar hasta la última fibra de su ser y de
su determinación recién descubierta para no abalanzarse sobre
él y abrazarle del modo en que la gente está programada para
hacer cuando ve sufrir tanto a un ser querido.
Skinner siempre había pensado que en una situación como
aquélla él jamás suplicaría. Y se equivocó, porque lo estaba per-
diendo todo. Se le escapaba la vida, le abandonaba. «Por favor,
cariño..., por favor, Kay. Podemos solucionarlo.»
«¿Qué es lo que hay que solucionar?», preguntó Kay, que se-
guía con el gesto imperturbable y los nervios cauterizados por
todas las desilusiones que él le había deparado sin cesar. «Eres un
alcohólico y además te encanta. En tu vida sólo hay espacio para
un amor, Danny. Yo no significo nada para ti; sólo soy una chi-
ca mona que queda bien colgada de tu brazo», declaró, mor-
diéndose ansiosamente el labio inferior. «No te importo yo, ni
mi carrera, ni mis necesidades. A mí no me gusta beber, Danny.
No me dice nada. Ni siquiera creo que te siga gustando follar
conmigo, porque lo único que te apetece es beber. Eres un al-
cohólico.»
Escuchar aquellas palabras de labios de ella le produjo una
tremenda impresión. ¿Era un alcohólico? ¿Eso qué era? ¿Alguien
que siempre está bebiendo? ¿Que es incapaz de decir no a una
copa? ¿Que bebe a escondidas? ¿Alguien que ya está pensando
125
en la copa siguiente antes de haber terminado la que tiene de-
lante?
«Pero... yo..., yo te necesito, Kay...», dijo, pero no supo de-
cirle para qué. No podía decir «Te necesito para ayudarme a su-
perar esta enfermedad», porque sentía que era un joven que be-
bía mucho más de la cuenta pero que no iba a hacerlo siempre.
No se sentía como un enfermo, sólo vacío e incompleto.
«Tú a mí no me necesitas. Lo único que necesitas es eso de
ahí», dijo ella, indicando con un gesto de la cabeza la copa y la
botella de vino vacía.
Skinner ni siquiera se había dado cuenta de que la botella
estaba vacía. Sólo había pretendido tomar una copita de aquel
tinto aromático y con cuerpo...
... ¿tenía cuerpo? ¿Era aromático?
Enfermo.
¿Cómo he podido permitir que llegáramos a esto?
Kay le dejó, solo, en el piso. Él ya no se sentía capaz de tra-
tar de impedirle que le dejara. Ni siquiera oyó cerrarse la puerta
principal a sus espaldas; era como si ya fuera un fantasma para él.
A lo mejor cambia de opinión y vuelve. A lo mejor no.
Skinner reprimió las lágrimas. Le abrumaba el sentimiento
de autocompasión; se sintió pequeño, infantil y acosado. Que-
ría a su mamá; no a la Beverly de ahora, sino a un ideal más jo-
ven y más abstracto al que pudiera someterse y por el que pu-
diera ser mimado. Pero también ella había abandonado su vida,
hasta que regresara y aceptara las condiciones de ella, interpre-
tando el papel del hijo consciente de sus obligaciones.
La vacaburra testaruda jamás dará su brazo a torcer...
Pero la quería.
También quería una copa, pero no podía salir del piso en
aquel estado de ánimo. Ya había oído historias de alcohólicos
otras veces: relatos de traiciones, de injusticias perpetuadas por
una madre, un padre, un amante o un amigo. En esencia, el
126
cuento venía a ser siempre el mismo: un amargo himno a la pér-
dida del amor, la camaradería o el dinero. Y luego estaban los
planes, los proyectos utópicos para el radiante futuro que habría
de iniciarse, por supuesto, después de la siguiente copa.
El día transcurre entre risas y canciones...
Al cabo de un tiempo, el bolinga no era más que un enor-
me vaso de whisky parlante, que contaba las mismas tristes his-
torias una y otra vez. El alcohol sólo tenía una voz. No impor-
taba quién fuera el poseído, lo único que les permitía hacer era
añadir su propio tono distintivo antes de que incluso éste que-
dara subsumido en un gruñido abstracto de borrachín. Y ese
vaso no tenía que responsabilizarse de nada, sólo permanecer
sentado y esperar que lo rellenasen.
Me estoy convirtiendo en uno de ellos. Soy uno de ellos. Tengo
que hacer algo, tengo que actuar...
Recuerdo cuando nos enrollamos, al principio; joder, qué sen-
sual era; yo absorbía su fragancia, le besaba los ojos, los oídos, por
todas partes, totalmente absorto en estar con ella.
Ya, claro.
Otras veces la echaba a un lado y me apartaba de ella gruñen-
do, pues la bebida me había vuelto sórdido, torpe y atolondrado; te-
nía necesidad de dormirla hasta que se me pasara y nunca conse-
guía sobar lo suficiente.
¿Quésoy?¿Un bebedor social? Sí, pero también algo más. ¿Un
borrachín? Desde luego, cuando no estoy bebiendo en compañía o
pensando en beber. Un puto alcohólico. Aja, eso es.
Soy un bolinga. Ya no suelo estar sobrio tanto como antes; ese
estado está cada vez más comprimido entre los otros dos estados
principales: borracho y resacoso. Tener resaca no es estar sobrio. Te-
ner resaca es un infierno.
En la angustiada mente de Skinner, éste hacía balance de su
vida y elaboraba algunas proposiciones básicas que llevaban al-
gún tiempo corroyéndole y animándole a actuar. En primer lu-
gar, jamás había conocido a su padre. Su madre se negaba a ha-
127
blar de él. Sólo disponía de la limitada pero persistente infor-
mación, respaldada ahora por una extraña intuición, de que
quizá su padre había sido cocinero.
¿Se puede echar en falta lo que nunca se ha tenido?
Sí. Sí se puede. Les veía con sus padres en el fútbol. Sus padres,
grandes y orgullosos. Tensos, serios, Ross Kinghorn con el joven
Des-sie. «¿Cuántos vas a marcar hoy, hijo? ¿Cuántos?» Bobby
Traynor con el desdentado de Gary; siempre bromeando, como su
hijo. Mi vieja lo hizo lo mejor que pudo, ahí de pie, a su lado,
junto al terreno de juego, fumando un cigarrillo tras otro,
simulando interesarse por el juego. Pero faltaba algo. Hasta Rab
sabía dónde estaba su viejo, aunque por lo general fuera en la
Prisión de Su Majestad de Saughton.
Al faltarle su padre, Skinner llega a la conclusión de que le
falta información esencial acerca de sí mismo. ¿De quién des-
ciende? ¿Cuál es su herencia genética y cultural? ¿Está el alco-
holismo cruelmente inscrito en su ADN? ¿Estará simplemente
deprimido ante la falta del vínculo filial? ¿Se solucionará todo si
conoce a su padre?
Si encontrara a mi viejo, el puto cocinero, entonces podría com-
probar si es un borracho y saber si ése es el legado que me dejó.
Que le den por culo a mi madre, ¡yo mismo le encontraré
1
. Ya le
enseñaré..., ¡les enseñaré a todos!
La vieja fue camarera durante un tiempo, hace años, según me
dijo. ¿Cómo demonios se llamaba el sitio donde trabajó?...
Aquello golpeó a Skinner suavemente, como una gran ola
que parecía surgir de sus entrañas. Echó un vistazo al libro de
tapas duras satinadas que tenía sobre la mesa de centro:
Secretos de alcoba de los grandes chefs, de Alan De Freíais. Lo
cogió y leyó un pasaje mientras el pulso le latía de forma ace-
lerada.
Gregory William Tomlin no sólo es uno de mis cocine-
ros favoritos; en honor a la verdad, debo añadir que tam-
128
bien es uno de mis mejores amigos. La primera vez que co-
nocí a Greg fue en 1978, en el legendario e infame
Archan-gel Tavern de Edimburgo, por asombroso que
parezca. Así pues, ¿cómo fue a parar a semejante garito un
maestro cocinero estadounidense, pionero de la revolución
culinaria californiana?
El Archangel Tavern sigue siendo un conocido abreva-
dero y restaurante de Edimburgo. En aquel entonces, el co-
cinero jefe era el legendario bon vivant Sandy
Cunningham-Blyth. El viejo Sandy sentía debilidad por los
cocineros jóvenes y apasionados. Además de emplear a un
servidor de ustedes, se hizo cargo de un joven mochilero
norteamericano que estaba «recorriendo Europa» y que, de
camino a Francia en la era álgida del punk rock, se quedó
tirado en Edimburgo, falto de peculio.
Greg y yo teníamos en común la misma filosofía vital y
nos aficionamos a compartir cintas, copas, amantes y, muy
de vez en cuando, ¡hasta recetas!
Mientras depositaba el libro sobre la mesa, Skinner sintió
cómo sus poros liberaban sudor sin parar a cada latido de su co-
razón.
Greg Tomlin. Sandy Cunningham-Blyth. Alan de los Putos
Huevos De Freíais.
El Archangel Tavern.
Dougie Winchester estaba sentado delante de su ordenador
con una expresión afligida que dio paso súbitamente a otra de
neutralidad cuando Skinner asomó la cabeza por la puerta.
a veces la puerta de su despacho estaba cerrada con llave;
cuan-lo se le preguntaba al respecto, Winchester, con la cara
colora-la de vergüenza, farfullaba que era la única forma de
disponer le la tranquilidad necesaria para concentrarse en los
importan-es proyectos que tenía entre manos.
129
El cargo de Winchester era agente de Proyectos Especiales
(Medio Ambiente) a pesar de que en la actualidad el departa-
mento no se ocupaba de proyecto especial alguno. De acuerdo
con la práctica consuetudinaria de los ayuntamientos, sencilla-
mente se inventaron uno, ya que despedirle habría resultado de-
masiado oneroso. Había logrado sacarles un contrato de cinco
años en un departamento anterior y ahora sólo quedaban die-
ciocho meses para que expirase. Winchester había hecho la ron-
da de los departamentos, un hombre al que se le había agotado
el tiempo e indiferente a su trabajo, por decirlo de algún modo.
Dougie Winchester y Danny Skinner hacían una extraña
pareja, uno se hallaba presuntamente en los inicios de su tra-
yectoria laboral, mientras el otro, pese a estar sólo en la mitad
de la cuarentena, probablemente no volvería a encontrar empleo
cuando abandonase el ayuntamiento. Estaban, como en una
ocasión había dicho Winchester, «emparentados por la bebida».
A Skinner se le ocurrió que debió de haber una época en la que
empleaba dicha frase con intención más irónica que puramente
descriptiva.
Ahora bien, aparte de la de compañero de cogorzas, Win-
chester tenía otras utilidades, y Skinner quería sacar provecho
de sus conocimientos acerca de la ciudad. El hombre maduro
quedó sorprendido cuando Skinner le propuso tomar una pinta
a la hora de comer en el Archangel. Aunque no se trataba de
uno de los locales que frecuentasen con regularidad, pues era un
renombrado restaurante de Edimburgo, Winchester había sido
asiduo de aquel local muchos años atrás.
El Archangel estaba junto a la estación de Waverley, ubica-
do en una entrada lateral, y era, por consiguiente, más popular
entre los usuarios de trenes de cercanías que entre los turistas.
En realidad eran dos locales, no uno. El bar grande,
McTag-gart's, era un pub espartano, que podía resultar animado
y tenía buen ambiente, sobre todo los fines de semana. Al lado
-existía también un corredor que comunicaba los dos
establecimientos—
130
se encontraba el Archangel propiamente dicho. Tenía una barra
más pequeña, que atraía a un público de artistas y bohemios, y
un restaurante en la planta superior, que de toda la vida había
sido célebre por la calidad de su cocina. Skinner jamás había co-
mido allí pero en una ocasión inspeccionó la cocina, que estaba
siempre impecable.
Era el más pequeño de los dos bares el que quería visitar
Danny Skinner, para gran consternación de Winchester. «Ahí
no pienso entrar», dijo sacudiendo la cabeza, «está lleno de bu-
jarrones. O, al menos, lo estaba entonces.»
«Ahora ya no es así, y menos a la hora de comer», repuso
Skinner. «Probamos y si resulta que es una mierda nos vamos al
de al lado.»
Winchester era menos quisquilloso de lo que parecía. Lo
único que de verdad le importaba eran las cantidades, pues a la
hora de la comida le gustaba meterse cuatro pintas entre pecho
y espalda. La primera caía en dos o tres tragos; la segunda y la
tercera las bebía a ritmo continuo y disfrutándolas. La cuarta so-
lía recibir idéntico trato que la primera. Por la tarde, la puerta
del despacho del agente de Proyectos Especiales (Medio Am-
biente) solía estar, por lo general, cerrada.
Los únicos ocupantes del pequeño bar eran un pequeño
grupo de amas de casa de Fife con sus bolsas de la compra y un
par de jóvenes mochileros, pero el local ya tenía aspecto de es-
tar lleno. El camarero regordete llevaba un viejo polo del equi-
po de St Johnstone con el logotipo del whisky The Famous
Grouse. Era rubio, y llevaba el pelo peinado hacia atrás; era la
clase de tipo, pensó Skinner, que habría resultado muy atracti-
vo para las chicas en los tiempos previos a la epidemia de obesi-
dad. Pidió un par de pintas y observó cómo Winchester le daba
a la primera el tratamiento de costumbre. «Entonces, ¿éste era
uno de tus bares predilectos?», le preguntó a su compañero de
tragos.
«Sí», dijo Winchester, «en aquel entonces todo el mundo
131
utilizaba este sitio. Aquí venían todas las putas y los cantantes
cómicos. El ambiente era estupendo.»
«¿Eso fue durante la era punk?»
Winchester sacudió bruscamente la cabeza; sus facciones se
arrugaron hasta dar paso a una mueca de asco. «Odiaba toda
aquella mierda. Acabó con la música. Led Zeppelin, los Doors,
esos sí que valían», dijo extasiado. «¡El Rey Lagarto!»
En la euforia de Winchester Skinner entrevio una cara has-
ta entonces oculta de su compañero de trabajo. De forma des-
concertante, vislumbró fugazmente un espíritu más joven y más
alegre, antes de que el poder de desgaste de los años y el alcohol
rematasen su obra. «¿Recuerdas a un grupo de Edimburgo de
aquella época llamado los Oíd Boys?», preguntó a Winchester.
«A mi madre le gustaban. Creo que andaba por ahí con ellos.»
«No...», dijo Winchester sacudiendo la cabeza. «A mí no me
iba toda aquella mierda. El punk no era más que ruido», reiteró.
Perdiendo interés en su compañero de trabajo y volviéndo-
se hacia el camarero, Skinner comentó: «He oído que aquí ha-
céis buen papeo.»
«Comida casera de toda la vida», asintió éste.
«Ya», dijo Skinner con una inclinación de la cabeza a medi-
da que se entusiasmaba con su tema. «He estado leyendo el li-
bro del tal De Fretais, el cocinero ese que sale en la tele, ¿sabes?»
«Sí, anda que no se lo tiene creído el menda ese», fue el
sar-cástico comentario del camarero.
Skinner asintió con la cabeza y sonrió. «No hace falta que
lo jures. Ha escrito el libro ese de comida erótica, Secretos de al-
coba de los grandes chejs. Te enseña a llevarte a una tía al catre
preparándole comidas.»
«Ya me gasto bastante en copas tratando de llevármelas al
huerto», se rió el camarero, «a tomar por culo si encima hay que
cocinarles.»
Skinner soltó una carcajada cómplice. «No sabía que fue
aquí donde empezó. Menciona a un antiguo cocinero de este
132
lugar; el tío se lo enseñó todo, por lo visto. Nunca he oído ha-
blar del menda ese pero da la impresión de haber sido todo un
figura.»
El camarero puso los ojos en blanco al ver que Winchester
había apurado su vaso y que Skinner ya había hecho buena me-
lla en el suyo. Les hizo el gesto «¿otras dos?», al que Winchester
respondió de forma afirmativa, tras lo cual el barman se volvió
hacia Skinner. «Sandy Cunningham-Blyth. Ese viejo cabrón es
mi cruz», dijo con gesto hastiado.
Skinner no daba crédito a sus oídos: «¿Sigue trabajando
aquí?»
«Ojalá, al menos así se quedaría en la cocina. Es mucho
peor: bebe aquí, joder.» El camarero sacudió la cabeza. «Si por
mí fuera, a ese borrachín incordiante le habría prohibido la en-
trada hace años, pero a ojos de la gerencia es como si no hubiera
roto nunca un plato. "Una de las instituciones del Archan-gel",
lo llama el jefe. Para mí que tendría que estar en una
institución», dijo el camarero, «¡pero para putos enfermos men-
tales!», largándole una parrafadita que Skinner intuyó que había
pronunciado en más de una ocasión.
«¿Así que el viejo Sandy sigue siendo parroquiano?»
«Vendrá esta noche, eso seguro, a menos que lo haya atro-
pellado un autobús o algo así. La esperanza es lo último que se
pierde», añadió el camarero con gesto inexpresivo, cuando una
de las amas de casa de Fife se acercó y le pidió una ronda de
gin-tónics.
«¿Qué pinta gasta?»
«Tiene un careto que parece que se lo hubieran reventado
con explosivos antes de que se lo hubiera cosido una costurera
ciega con una tripa a cuestas. Pero no te preocupes, le oirás an-
tes de verlo», le previno solemnemente el camarero.
Consumidas sus cuatro pintas, Skinner y Winchester regre-
saron al despacho paseando distraídamente, según el ritual acos-
tumbrado. Winchester siempre hacía un alto en la papelería, de-
133
jando que Skinner se adelantase mientras él adquiría un ejem-
plar del Evening News, unos minutos después de lo cual, él le se-
guía. De ese modo esperaban evitar que los vinculasen como
compinches de bebercio.
El grueso del cotilleo actual del departamento, sin embar-
go, no giraba en torno a la bebida, sino a las pérdidas que ha-
bían sufrido Kibby y Skinner. La gente parecía mucho más
predispuesta a compadecerse del revés que había padecido el
primero que del que aquejaba al segundo, y a Skinner no le pasó
desapercibido ese trato preferencial.
Tras la espantada de Kay, Skinner no tardó mucho en em-
barcarse de lleno en un rollo informal ya a medio fraguar con
Shannon McDowall. Shannon también había sufrido un revés
sentimental, tras sorprender a su novio, Kevin, follándose a una
de sus mejores amigas. La nueva relación entre ambos colegas
consistía en salir a tomar una copa después de trabajar, embo-
rracharse un poco y pasarse el resto de la velada comiéndose fu-
riosamente la boca el uno al otro. Aunque nunca pasaba de allí,
hubo quien fue testigo, y se convirtió en el tema de abundante
cotilleo subido de tono en el lugar de trabajo.
Aquella tarde, después de sus cuatro pintas a la hora del al-
muerzo con Winchester, Skinner estaba impaciente; tras haber
terminado temprano la jornada, Shannon y él se encontraron
sentados en el Waterloo Bar. «Qué triste lo del padre de Brian»,
dijo Shannon, sacudiendo la cabeza. «Lo lleva fatal.»
Skinner se sorprendió a sí mismo cuando le gritó en tono
hostil: «Al menos ese puto teleñeco llegó a conocer a su padre»,
le espetó con un veneno que a ella le hizo retroceder un poco.
Consciente de su falta de tacto, y a modo de disculpa, Skinner
se encogió de hombros ante su chére amie. «Lo siento..., es sólo
que el mío podría ser cualquiera de los tipos que está en este
pub.» Miró a los grupos de bebedores parlanchines que había a
su alrededor, todos animados después de finalizar la jornada.
«Mi madre nunca habla de él, no quiere soltar prenda acerca de
134
ese cabrón. El pequeño bastardo de Kibby anda por ahí como si
fuera la única persona sobre la faz de la tierra que jamás haya so-
brellevado algo doloroso y estáis todos en plan: "Aaaay...
pooo-brecito Briiian..."»
Era consciente de que Shannon estaba calibrando la in-
tensidad de su rivalidad con Kibby, y le pareció que no era una
cualidad precisamente atractiva que poner de manifiesto. No
obstante, a Shannon también le embargaba otra emoción,
más poderosa: la empatia. «Ya sabes que de niña yo perdí a mi
madre.»
Skinner pensó en su propia madre, y en cómo se sentiría si
a ella le sucediera algo. «No puedo ni imaginar lo mal que me
sentiría.» Sacudió la cabeza y acto seguido pensó en Kibby.
¿Cómo imaginar lo que estaría pasando el pobre cabrito?
«A mí me sentó fatal, fue una mierda que te cagas, hablan-
do claro», dijo Shannon sin alterar su tono. «Mi padre no pudo
soportarlo. Le dio una crisis de nervios», explicó antes de dar
una larga calada a su cigarrillo. Mientras se fijaba en cómo se
consumía éste, a Skinner le apeteció fumarse otro, pero repri-
mió el impulso. «Tuve que cuidar de mi hermano y de mi her-
mana pequeños. Por tanto, la universidad quedó excluida; tenía
que buscar un empleo. En este sitio pagaban razonablemente
bien, y te daban días libres para sacarte el título de inspector
medioambiental. No puedo decir que inspeccionar putas coci-
nas fuera mi vocación, pero supongo que es un trabajo impor-
tante, y le he sacado todo lo que da de sí. Por eso me da tanta
lástima Brian en estos momentos. Sé lo que significa perder a al-
guien así.»
«Perdona..., yo también lamento lo de Brian», dijo Skinner
y, cosa extraña, echó en falta que Kibby estuviese allí con ellos,
para consolarle y abrazarle, impulso que le horrorizó. «Lo que
pasa es que aún no me he sobrepuesto a lo de Kay», añadió de
forma apresurada, vacilando al darse cuenta de que, de forma
accidental y por omisión, acababa de aludir a una relación que
135
ambos se habían resistido categóricamente a definir. «No tiene
nada que ver contigo, eres estupenda, es sólo que...»
Se cogieron de las manos y entrelazaron los dedos. A me-
nudo Skinner había tenido ocasión de pensar que a veces un
morreo podía ser más íntimo que un polvo. Ahora estaba com-
probando que había circunstancias en las que el mero hecho de
cogerse de la mano podía ser indicio de una comunión aún más
profunda. Se fijó en los anillos que lucía Shannon; a continua-
ción contempló los grandes ojos castaños de ésta y, al ver la tris-
teza que albergaban, sintió que en su interior algo tendía hacia
ella.
«Te agradezco que lo intentes, Danny, pero no hace falta.
Los dos estamos despechados y ayudándonos el uno al otro,
echando unas risas y recuperando la autoestima. De momento
dejémoslo ahí y si tiene que pasar algo más, pues que pase.
¿Vale?»
«Muy bien», respondió Skinner, quizá con un pelín de en-
tusiasmo más del debido, lo que quedó confirmado por la ten-
sa sonrisa que atenazó los labios fruncidos de Shannon. Tenía
que reconocer que en una parte de su alma seguía esperando
una llamada telefónica de Kay, aunque el realista que llevaba
dentro sabía que jamás se produciría. «Cierto, las relaciones de
rebote siempre son peliagudas. Mantengamos la relación en es-
tado de baja intensidad», dijo y, a continuación, consciente de
un impasse un tanto doloroso, preguntó: «Tú llevabas ya bas-
tante tiempo con Kevin, ¿no?»
«Tres años.»
«Entonces le echarás de menos», dijo él, pensando en Kay.
«Pues sí, pero las cosas llevaban algún tiempo sin funcionar,
y ambos lo sabíamos. No podíamos salvar la relación, pero no
fuimos capaces de ponerle fin. En cierto modo, fue un alivio.
Supongo que durante los últimos meses que estuvimos juntos ya
sentía que le había perdido. Si te soy sincera, echo más de me-
nos a Ruth.» Entornó los ojos y puso mala cara antes de añadir:
136
«Esa zorra débil, retorcida, traidora y hecha polvo era mi mejor
amiga.»
Perdió a dos de un solo golpe. De un solo polvo. Yo perdí a Kay.
La quería, pero no supe quererla como está mandado. No seré capaz
de amar a nadie hasta que sea una persona completa. No me
sentiré completo hasta que me conozca a mí mismo, y no me cono-
ceré a mí mismo hasta que conozca a mi viejo. Tengo que encontrar
a ese puto chef, y no me importa cómo sea ese cabronazo, preferiría
que fuera él antes que De Fr...
Se sonrieron mutuamente y Skinner sugirió que se traslada-
sen al Archangel Tavern.
«Pero en el sitio ese del final del Walk sirven cócteles a mi-
tad de precio durante la hora feliz», insistió Shannon. Desde
que había cortado con Kevin ella también buscaba alguna for-
ma de sumirse regularmente en la inconsciencia, siendo ése un
atractivo tan importante como cualquier otro a la hora de fre-
cuentar a Skinner.
«Espera a que conozcas este sitio, Shan; el ambiente es
co-jonudo y hay cada personaje increíble», dijo Skinner con
gran entusiasmo, alborozado ante la perspectiva de entablar
relaciones con cierto cocinero ya entrado en años.
«Vale, pues veamos qué tal», dijo ella con un entusiasmo
que a él le resultó conmovedor, y que deseó que Kay hubiese
compartido. Ahora bien, caviló lúgubremente, es posible que al
principio fuera así.
Bajaron las escaleras de la estación de tren y atravesaron el
paso elevado mientras Skinner se preguntaba si debía cogerla de
la mano o pasarle el brazo alrededor. No, quedaría raro que
an-dasen así por ahí, trabajando los dos en la misma oficina. La
intimidad del pub se evaporó al contacto con el frío aire
nocturno, como en uno de aquellos musicales de Hollywood en
el que el héroe y la heroína ejecutaban un complicado numerito
de variedades antes de acabar el uno en brazos del otro, sólo
para separarse nerviosamente en cuanto finaliza la música.
137
Mientras atravesaban la pasarela y descendían para llegar a
Market Street, Danny Skinner pensaba, con creciente expectati-
va, en Sandy Cunningham-Blyth. Abrió las puertas de cristal es-
merilado del bar e hizo pasar a Shannon.
Un vejestorio borrachín. De tal palo, tal astilla.
Pese a que jamás le había visto, Skinner reconoció de inme-
diato a Cunningham-Blyth. Ello, dedujo, nada tenía que ver
con cualquier posible indicio de parentesco, ni siquiera con la
descripción proporcionada por el camarero, por precisa que ésta
hubiera sido. En el pequeño y abarrotado salón estaba sentado,
solo, un tipo entrado en años, y los únicos asientos libres que
había en todo el local eran los que estaban situados junto a él.
Farfullaba para sus adentros, mientras los parroquianos situados
a ambos lados de la zona de exclusión le daban la espalda y
adoptaban poses que ponían de manifiesto lo deliberado de su
empeño en rehuirle.
Haciéndole un gesto con la cabeza al camarero con el que
antes había hablado -el cual había cambiado su polo por una
camisa a cuadros- Skinner pidió una pinta de cerveza y un vod-
ka con Coca-Cola para él.
«Yo tomaré un whisky con soda», dijo Shannon, indicando
el anaquel de las bebidas. «Un Teacher's me vendrá que ni pin-
tado.»
«Más vale que te andes con ojo, arrasa la próstata que no
veas.»
«Yo no tengo próstata, Danny.»
«Lo que yo decía», dijo Skinner, sonriendo alegremente
mientras se acercaban a los asientos libres.
Sandy Cunningham-Blyth dedicó una gran sonrisa a los re-
cién llegados, al modo de un anfitrión de una mansión campes-
tre que diera la bienvenida a unos huéspedes a los que aguarda-
ba con impaciencia. Era un hombre achaparrado, cheposo,
barbudo y de hombros anchos, de cabello plateado que escasea-
ba en la parte superior que le descendía por la espalda en lacias
138
y grasientas hebras agrupadas en una coleta inverosímil. Los po-
cos dientes que le quedaban estaban amarillentos y apestaba a
alcohol y tabaco rancios. Vestía una camisa arrugada, una cha-
queta de leñador a cuadros y unos pantalones de pana beige su-
cios con las perneras enfundadas en unas botas viejas; era un
hombre cuya propia comodidad parecía diseñada para impedir
toda posibilidad de conservar ese estado en los demás. Ante
todo -y ahí el camarero la había clavado, pensó Skinner- aquel
hombre tenía una complexión que delataba toda una vida de
entrega al libertinaje. Mientras Shannon tomaba asiento, la
miró de arriba abajo y, a modo de saludo desvergonzadamente
lascivo, le dijo: «Arrímate a mí, rica hembra.» Por toda respuesta
ella se volvió despectivamente, fingiendo no haberle oído,
mientras Skinner se reía, nervioso y entretenido al mismo
tiempo.
«¿Y tú te llamas...?», persistió Sandy, tocándole suavemente
el hombro mientras ella le lanzaba a Skinner una mirada fugaz
que decía «sentémonos en otra parte» antes de volverse de nue-
vo hacia su autoproclamado anfitrión.
«Shannon», dijo ella con cortés laconismo, mientras Skin-
ner daba la vuelta a su silla para hacer un corro, obligándola así
a girarse.
«El majestuoso río de la vieja Erin», le dijo en tono soñador
un extasiado Cunningham-Blyth, mientras un hilillo de baba le
caía sobre la barba, antes de lanzarse a recitar: «No more he will
hear the seagull's cry, ower the bubbling Shannon tide...
1
¿Tu fa-
milia es originaria de la Isla Esmeralda?»
«No, el nombre se lo inspiró Del Shannon. Mi padre era un
gran fan suyo y tocaba en un grupo de rockabilly», le explicó ella
con manifiesto placer.
1. «Ya no volverá a oír el canto de la gaviota sobre las burbujeantes
aguas del río Shannon.» Fragmento de la letra de «Sean South of
Garryo-wen», canción independentista irlandesa. (N. del T.)
139
A Sandy Cunningham-Blyth aquella noticia pareció bajarle
los humos, y dejó caer hacia delante sus voluminosos hombros.
Acto seguido se le iluminó el rostro y dijo: «En tal caso, ¿dónde
vives, mi pequeña fugitiva?»
«En Meadowbank», contestó Shannon, que comenzaba a
tenerle cierta simpatía a aquel tipo. A fin de cuentas, no era más
que un viejo e inofensivo borrachín.
Durante todo ese tiempo, Skinner no había dejado de escu-
driñar a Sandy Cunningham-Blyth.
Está decrépito, pero probablemente no habrá cumplido los se-
senta. Lo bastante joven como para haberse cepillado a mi madre y
haberle hecho un bombo hace veinticuatro años. Bolinga confirma-
do y en plena forma. ¡Si este tío es mi viejo espero haber heredado
su constitución!
«Me llamo Danny», dijo Skinner, tendiéndole la mano y
notando la fuerza de su presa, sin saber si atribuirla a la bebida
o al hombre. «Este es un pub muy especial, ¿no?», le preguntó,
mirando a su alrededor.
«Antes sí lo era», dijo Cunningham-Blyth en tono rasposo
y bronco. «Era un lugar donde la gente con ansias de vivir, co-
mía, bebía y departía acerca de las cosas importantes de la vida»,
continuó, mirando con gesto de reproche a la clientela actual.
«Ahora no es más que un abrevadero más.»
«¿Llevas mucho tiempo viniendo aquí?», preguntó Skinner.
«Así es», dijo con orgullo Sandy Cunningham-Blyth, y los
ojos se le desorbitaron desmesuradamente antes de agregar: «In-
cluso hubo veces en que trabajé aquí.»
«¿Detrás de la barra?»
«No, Dios me libre», se rió el viejo chef.
«¿En el restaurante?»
«Caliente, caliente», dijo Cunningham-Blyth coqueta-
mente.
«Pareces un tipo con una vena creativa..., un tío con esti-
lo..., apuesto a que eras... ¡chef!»
140
Cunningham-Blyth estaba encandilado. «En efecto, mi as-
tuto y joven amigo», dijo, y ahora le tocaba a Skinner sentirse
conmovido por las lisonjas del hombre maduro.
Cunningham-Blyth interpretó su sonrisa como luz verde para
contar su historia: «No tenía formación de ninguna clase.
Simplemente me ha encantado cocinar desde siempre, así
como recibir e invitar en casa. En un principio, emprendí una
carrera como abogado y acudía al otro bar»,' dijo el viejo chef
agitando la mano con ademán desdeñoso en la dirección de los
juzgados de la High Street. «Y lo detestaba de todo corazón.
Concluí que Edimburgo no necesitaba un puto abogado
mediocre más, ¡pero que desde luego que no le vendría mal un
chef decente, puñeta!»
«Es curioso, mi madre trabajó aquí de camarera hacia fina-
les de los setenta», dijo Skinner como quien no quiere la cosa, y
fijándose en que Shannon conversaba ahora con otra pareja sen-
tada junto a ella.
«¡Haber empezado por ahí! Ésa fue una de las mejores épo-
cas de este sitio. ¿Cómo se llamaba?»
«Beverly. Beverly Skinner»
Sandy Cunningham-Blyth frunció el ceño, tratando de re-
memorar, pero parecía genuinamente incapaz de recordar a Be-
verly. Sacudió la cabeza y suspiró. «Fueron tantas las que pasa-
ron por aquí en determinado momento.»
«Llevaba el pelo verde, lo cual era bastante insólito en aque-
lla época. Era una especie de punk. Bueno, qué digo una espe-
cie, era punk.»
«¡Ah, sí! Una muchacha encantadora por lo que recuerdo»,
canturreó el viejo chef, «¡aunque imagino que difícilmente se la
podrá seguir calificando de muchacha!»
«La verdad es que no», asintió Skinner, mientras Sandy
1. Además de local en el que se despachan bebidas que suelen tomarse
de pie, en inglés bar se refiere al oficio de la abogacía, y por extensión, des-
pacho de abogados. (TV. del T.)
141
Cunningham-Blyth aprovechaba la ocasión para reanudar los
relatos sobre la era dorada del restaurante. Se trataba de genera-
lidades, pero Skinner se contentó con ir de tranqui y establecer
una relación con el ex chef mientras iban cayendo una copa de-
trás de otra.
Después Cunningham-Blyth empezó a desfallecer. Tras un
lapso en el que perdió y recobró la conciencia varias veces, al lle-
gar la hora de la última ronda, había perdido por completo el
conocimiento. Shannon se volvió hacia Skinner: «Me voy a casa.
Sola», se apresuró a añadir, consciente de que siempre tenía que
hacer una declaración semejante a fin de rechazar las proposi-
ciones de éste a aquellas horas de la noche.
«De acuerdo, muy bien», dijo Skinner. «Yo voy a meter al
abuelo este en un taxi.»
Shannon sintió cierta desilusión por no tener que repeler el
ardor de Skinner, aunque su generosidad para con el viejo bo-
rrachín aumentó su prestigio a ojos de ella.
Skinner había conseguido desperezar a Cunningham-Blyth,
poniendo en escena una farsa improvisada que tenía por objeto
conducirle hasta el otro lado de la calle y meterle en la estación
y dentro de un taxi antes de que volviera a quedarse como un
tronco. Fue una pantomima en el transcurso de la cual el primer
actor persuadía, camelaba, suplicaba y amenazaba por turnos.
Antes de sumirse del todo en un coma etílico, el antiguo chef
había logrado proferir el número de una dirección en Dublin
Street. Lo más arduo fue sacarle del taxi y subir con él las esca-
leras. A esto le siguió una desesperante búsqueda por los bolsi-
llos del veterano chef en busca de sus llaves, pero Skinner
porfió tenazmente. Las escaleras fueron una pesadilla; Cun-
ningham-Blyth era corpulento, y además desplazaba su peso de
modo que un instante parecía controlar más o menos, y luego
volvía a caer en la embriaguez total. En cierto momento Skin-
ner temió que ambos acabarían rodando por aquellas empina-
das escaleras o, peor aún, cayendo por el hueco.
142
Después de la dura prueba que supuso entrar con él en el
piso y depositarlo en una de las camas, Skinner decidió explorar
la vivienda de Cunningham-Blyth. Era espaciosa, con un gran
salón bien amueblado y una impresionante cocina americana.
No obstante, no se utilizaba dicha estancia con frecuencia; las
latas abiertas, las cajas de comida para llevar tiradas aquí y allá y
las latas de cerveza vacía daban fe de que las juergas de Sandy ya
no eran tan espléndidas como antes.
Este piso está de un guarro que te cagas.
Skinner se disponía a marcharse cuando oyó unos ruidos y
dio media vuelta para investigar. Escuchó un ruido de arcadas y
vio a Cunningham-Blyth potando en el retrete del final del pa-
sillo, con los pantalones a la altura de los tobillos. «¿Te encuen-
tras bien, colega?»
«Sí...», dijo Cunningham-Blyth, volviéndose lentamente y
despatarrándose, con la espalda apoyada contra el enchufe.
Skinner no pudo creer aquello de lo que estaba siendo testigo.
El viejo chef se la estaba meneando como una marioneta, y no
acababan allí las semejanzas, pues carecía de genitales: donde
deberían haber colgado éstos, sólo había un feo tejido cicatriza-
do de color rojo y amarillo. Tras un examen más detenido, Skin-
ner creyó poder distinguir una bolsa, la cual podía o no conte-
ner algo, pero desde luego pene no había. De aquella informe e
inflamada carne salía un tubo que daba a una bolsa de plástico,
ligada al talle por un cinturón. La bolsa se fue llenando lenta-
mente de líquido amarillo bajo la atenta mirada de Skinner.
A través de la neblina de su embriaguez, el veterano chef
captó el horror de Skinner, y captó de inmediato su origen. Pin-
chando la bolsa con el dedo, se rió. «La de veces que he tenido
que vaciar esta mierda esta noche... con todo, al menos me he
acordado de hacerlo. A veces se me olvida y entonces revienta.
No hace mucho, se produjo un incidente de lo más desagrada-
ble...»
Skinner estaba horrorizado. «¿Qué fue lo que te pasó?»
143
Cunningham-Blyth, como devuelto a la sobriedad por su
vergüenza, se subió los pantalones y posó precariamente su tra-
sero al borde de la taza. Durante un segundo o dos se hizo el
silencio. «En los años sesenta, cuando era joven, me interesé
por la política, sobre todo por la cuestión nacional. Me pre-
guntaba cómo podía ser que la mayor parte de Irlanda fuera li-
bre mientras Escocia seguía sometida a la corona inglesa. Mi-
raba a mi alrededor, y veía el New Town, con sus calles
bautizadas en honor de la realeza inglesa por culpa de ese pelota
de Scott, mientras que un gran hijo de Edimburgo y dirigente
socialista como James Connolly merecía poco más que una
placa sobre un muro bajo un oscuro puente... Eh, ¿de verdad
quieres saberlo?»
Skinner asintió, animándole a proseguir.
«Siempre se me dieron bien las recetas, no importaba de
qué clase fueran... Como gesto simbólico, me propuse preparar
una bomba de fabricación casera y dinamitar uno de los monu-
mentos emblemáticos del imperialismo británico que afean esta
ciudad. Le tenía el ojo echado a la estatua del duque de
We-llington, en el sector oriental. De modo que fabriqué una
bomba de tubo. Por desgracia, sujeté el artefacto entre las
piernas mientras lo llenaba de explosivo. Estalló
prematuramente. Perdí el pene y uno de los testículos», dijo,
ahora en tono casi alegre, pensó Skinner. «Lo más probable es
que al duque de Hierro no le hubiera causado ni un rasguño.»
Cunningham-Blyth sacudió la cabeza y sonrió con gesto
resignado. «Tenía dieciocho años y sólo había tenido trato carnal
con una mujer, una fornida moza, maestra de una escuela de
primaria de Aberfeldy. Era fea como un demonio, pero no pasa
un día sin que la recuerde y la bendiga, y te aseguro que siento
una erección fantasma, dura y gruesa como las porras de los
bobbys de antes. Cuida de tu pajarito, hijo», sentenció el viejo
chef con gesto compungido, «es el mejor amigo que tendrás
jamás. Y que nadie te diga otra cosa.»
144
Skinner permaneció allí cortado durante unos segundos, y
después efectuó una escueta reverencia ante Sandy
Cunning-ham-Blyth antes de abandonar su morada. Mientras
serpenteaba por las calles adoquinadas del New Town rumbo a
las negras y aceitosas aguas del estuario del río Forth, la cabeza
le daba vueltas.
Vaya si estoy averiguando los secretos de alcoba de los grandes
chefs, pero no los que me interesan.
145
13. PRIMAVERA
La primavera se instaló con cautela sobre Edimburgo, más
insegura de su permanencia que nunca. Los ciudadanos de di-
cha villa, aun conscientes de lo voluble de su munificencia, dis-
frutaron de su llegada con optimismo. A este respecto la planti-
lla del Departamento de Sanidad y Medio Ambiente no
constituía ninguna excepción. Se esperaba el anuncio de alguna
noticia positiva en relación con el presupuesto asignado al de-
partamento, y los empleados se habían reunido en la sala de
conferencias, donde John Cooper les dijo que por primera vez
en cinco años éste iba a aumentar en términos reales. Eso im-
plicaba una reorganización, lo cual suponía a su vez que la cor-
poración requeriría otro puesto de jefe de sección. Alguien esta-
ba, pues, pendiente de ascenso.
Aunque en los círculos municipales se decía a menudo en
broma que Cooper era capaz de hacer que un ascenso sentara
igual que un despido, la noticia fue recibida con alborozo por la
mayoría de los presentes. Skinner miró a Bob Foy y vio temblar
uno de sus músculos faciales. Se preguntó si alguien más lo ha-
bría visto. Miró a Aitken, impasible y a punto de jubilarse, y
luego a McGhee, que había hecho pública su intención de re-
gresar a su Glasgow nativo. Después se fijó en Kibby, con ex-
presión seria y concentrada. Últimamente había estado traba-
146
jando duro para congraciarse con Foy, y Skinner tenía que re-
conocer que con cierto éxito. Sus propias perspectivas de ascen-
so eran más difíciles de evaluar. Su desproporcionado consumo
de alcohol no había aminorado, aunque sin duda se había esta-
bilizado gracias a su relación con Shannon.
Así pues, una de las primeras noches auténticamente tem-
pladas del año, la plantilla del departamento en pleno acabó en
el Café Royal. Bob Foy, en su calidad de jefe de sección, había
propuesto ir a tomar una pinta después del trabajo para celebrar
la buena nueva. Pinta que, por supuesto, dio paso a varias más,
y entre el esplendor de los paneles de roble y las baldosas de
mármol, el personal no tardó en embriagarse alegremente. La
única excepción notable era Brian Kibby. Fiel a su costumbre,
optó por ceñirse al agua de soda con lima durante la mayor parte
de la noche.
Skinner notó que su cinismo iba aumentando en conjun-
ción con las unidades de alcohol almacenadas en su organismo.
A medida que escudriñaba los rostros de sus colegas -lumino-
sos, sonrientes, optimistas- sus reflexiones se volvieron aciagas.
Todo el mundo mostraba interés y entusiasmo, sobre todo
Brian Kibby, pensó Danny Skinner.
Desde luego, Kibby pone interés. Si hay una palabra que sea si-
nónimo de su nombre, es ésa. Lo dijeron todos los veteranos: «Ese
chico pone mucho interés, sí, señor.»
Y Skinner sintió que Kibby, con tanto interés, acabaría por
perfilarse como su rival más próximo para el nuevo puesto.
Skinner hizo lo que por lo general intentaba hacer en cir-
cunstancias semejantes: tratar de avergonzar a Brian Kibby para
inducirle a tomarse una copa: «Agua de soda y lima... ¡Mmm,
excelso!», le espetó a Brian en tono amanerado delante de
Shan-non, por quien Kibby seguía estando coladito aunque no
fuera correspondido. Tras largo rato consumiendo refrescos,
Kibby cedió por fin al hostigamiento de Skinner y bebió dos
pintas de cerveza con gaseosa. Ello no le ahorró las burlas de
su colega,
147
pero con una pinta llena en la mano, no sentía que diera tanto
el cante.
Piérdete, Skinner.
Para librarse del acoso, Brian Kibby se acercó a la gramola y
seleccionó algunos temas. Esperaba impresionar a Shannon,
porque sabía, por los correos que aparecían en la página oficial
del grupo, que a muchas chicas les gustaba Coldplay.
Hay una chica realmente preciosa que escribe allí, a juzgar por
su avatar, pero a lo mejor está demasiado pagada de sí misma, por
eso de colocar su foto allí tal cual. Pero no es tan guapa como Lucy
ni como Shannon.
Kibby le echó una fugaz mirada de consternación a
Shan-non McDowall, quien se estaba riendo con algún chiste
verde que había contado Skinner, cuando empezó a sonar la
música.
«¿Quién ha sido el puto teleñeco que ha puesto esa mier-
da?», bramó Skinner, haciendo una mueca y echando una mira-
da a su alrededor. Cuando vio ruborizarse a Kibby, puso los ojos
en blanco en un gesto de ladina exasperación y se volvió hacia
Dougie Winchester, que estaba en la barra, pidiéndole a gritos
que sacara otra ronda.
«A mí no me parecen tan malos», opinó Dougie Win-
chester.
«¿Qué clase de música te gusta a ti?», le preguntó Kibby a
Shannon.
«Me gusta de todo, Brian. Mi grupo favorito probablemente
es New Order. ¿Te gustan?»
«Eh..., la verdad es que no los conozco. ¿Qué te parecen los
Coldplay?», inquirió él, esperanzado.
«No están mal...», dijo ella haciendo una mueca, «pero ha-
cen como... música ambiental. Ya sabes, esa que ponen en los as-
censores y los supermercados. Es un pelín sosa», dejó caer dis-
traídamente mientras Skinner le pasaba una copa.
Con eso querrá decir que yo también le parezco soso... que no
molesto pero que no pinto nada..., a diferencia de Skinner...
148
Con la noche debidamente amargada, Brian Kibby apuró
su consumición, se excusó y se marchó. Al llegar a casa, bebió
dos pintas de agua, y luego se tomó una malta calentita en com-
pañía de su madre.
Al acostarse tenía un nudo en el estómago, la cabeza le daba
vueltas y no pudo conciliar el sueño. No podía pensar más que
en el puesto de jefe de sección y en la persona que sería su prin-
cipal rival a la hora de obtenerlo.
Danny Skinner.
Al principio nos llevamos bien, pero parece que Danny se ve a
sí mismo como el niño mimado de la oficina. Claro, cuando me
conformaba con quedarme a la sombra y aguantarle las gracias no
había ningún problema, pero no le gusta nada que se reconozcan
mis méritos. No, no le gusta un pelo. Y Skinner se pasa con las to-
maduras de pelo tanto en el trabajo como en la universidad, inten-
tando acosarme y convertirme en el blanco de sus bromas de mal
gusto. Todo el mundo sabe que bebe mucho más de la cuenta. Y pen-
sar que Shannon llegó a enrollarse con él. Debe estar loca. Antes
pensaba que era una chica lista, pero lo cierto es que, como tantas
otras, es estúpida y fácil de camelar.
Danny Skinner, aunque muy consciente de la amenaza que
representaba Kibby, poco podía hacer al respecto. Una noche, a
mitad de la semana, en un pub de la High Street, aceptaba con
tono de cansina resignación y sensación de derrota la siguiente
pinta que le ofrecía Rab McKenzie.
Debería negarme.
La presentación era al día siguiente; versaba en torno al nue-
vo conjunto de procedimientos y estaba considerada por mucha
gente del departamento como el comienzo de las primeras en-
trevistas oficiosas, ya que un día más tarde Brian Kibby se some-
tería a otra similar. Sí, pensó, era el momento de poner punto fi-
nal, marcharse a casa, y dormir bien para estar en plena forma.
Y, sin embargo, desde que Kay había desaparecido de su vida,
149
dormir bien era algo que sucedía con escasa frecuencia. Dormir
en una cama vacía resultaba duro. Shannon y él sólo habían dor-
mido juntos en dos ocasiones, y en ambas, tras un encuentro
nada memorable, mecánico y alcohólico, ella se había marcha-
do a casa en taxi.
No sólo no había señal alguna de Kay, sino que también se-
guía sin haber el menor indicio de Beverly. Pasó por delante de
la peluquería un día, y vio fugazmente el cuerpo bajo y fornido
y la cabeza escarlata de su madre mientras acomodaba a una
mujer bajo el secador. Pero no, que esperase. La próxima vez
que hablase con ella sería para comprobar su reacción ante dos
palabras muy sencillas: el nombre de su padre.
Pensó de nuevo en aquel libro, Secretos de alcoba de los gran-
des chejs.
De Freíais y Tomlin, el americano, eran los únicos otros coci-
neros del Archangel mencionados. Cunningham-Blyth está descar-
tado sin lugar a dudas. Espero que no sea ese gordo cabrón de De
Fre...
Nah. Ni de coña.
Mientras miraba su vaso medio lleno con ánimo más bien
fúnebre, Skinner se proyectó en el día siguiente. Se veía a sí mis-
mo, tembloroso y falto de firmeza, encogido y sudoroso bajo los
fluorescentes, acobardado interiormente ante Cooper y Foy. No
soy mejor que Kibby, bufó para sus adentros mientras miraba a
McKenzie, en la barra, consiguiendo otra ronda.
Otra puta pinta.
Sabía que su cerebro febril y acelerado amplificaría y dis-
torsionaría cada indagación fortuita, descodificándola y convir-
tiéndola en un severo interrogatorio destinado a destaparle
como el enfermo ficticio, alcohólico e inepto por el que ellos le
tenían.
El problema y, paradójicamente, también la solución para
aquellos remordimientos de conciencia frente al horror del día
siguiente, era seguir bebiendo. Con unas cuantas pintas de más
150
la conciencia del mal en ciernes le abandonaría. Luego irían
tambaleándose hasta un club o volverían a su casa, a la de
Mc-Kenzie o a la de alguien que se cruzasen por el camino con
un lote de bebidas adquiridas a toda prisa. Todos sus temores
quedarían arrumbados hasta que a la mañana siguiente
regresasen con intereses, cuando el despertador le arrancase de
brazos de la inconsciencia.
Y ahí estaría Kibby, que habría venido antes de la hora para
estar presente en la reunión del equipo haciendo buenas migas
con sus padrinos; fresco, lleno de entusiasmo y, por encima de
todo, con mucho interés.
Se volvió hacia McKenzie, fijándose con gran tristeza en el
vaso lleno que su amigo colocaba junto a él en ese momento.
«¿Vale la pena, Rab?»
«No importa que valga o no la pena, lo que importa es lo
que hagas», fue la réplica de McKenzie, tan estoica e implacable
como siempre. Rab McKenzie y la vulnerabilidad pegaban me-
nos entre sí que los gerbos con las croquetas de pescado.
Así pues, McKenzie y Skinner bebieron con el entusiasmo
habitual hasta que Danny Skinner experimentó la deliciosa li-
beración que suponía ingresar en la zona
«me-importa-un-cara-jo.» Sí, el trabajo se encontraba ahora a
sólo unas horas de distancia, pero podrían ser años luz. ¿Qué
importaba? Él, Danny Skinner, les daba mil vueltas a todos
esos mediocres gilipollas. Ya le enseñaría él a ese pequeño
hijo de puta lameculos de Kibby. Su presentación estaba lista,
o como si lo estuviera, ¡y pensaba dejarlos a todos flipados!
Se embarcaron en una singladura de pub en pub, una tra-
vesía obsesiva hecha de camaradería etílica entre amigos y de an-
tagonismo desdeñoso hacia sus enemigos. Después, tras un viaje
confuso e interminable, una sudorosa incursión por tierras
desconocidas y estados de ánimo febril, alcanzó la ansiada meta
de la nada y de la inconsciencia. Era ésta la condición que a me-
nudo hacía que Skinner se preguntase, cuando comenzaba a sa-
151
lir como podía de sus garras y pasaba a un estado de somnolen-
cia menos accidentado, ¿será así la muerte, como nuestro sueño
etílico?
El viejo Perce ya lo proclamó deforma majestuosa:
How Wonderful is Death, Death,
and his brother Sleepf
En ese momento sonó el despertador, martilleándole la ca-
beza tanto por fuera como por dentro, y mientras se despertaba
con ambos calcetines puestos, boqueando para llenarse los
pulmones de aire que tenía que pasar por una garganta que pa-
recía repasada por un soplete, Skinner sintió un acceso de alivio
al darse cuenta poco a poco, mientras su aturullado cerebro or-
denaba todos los objetos que tenía a su alrededor, de que al me-
nos estaba en su propia cama.
Entonces vio su mejor traje azul marino de Armani arruga-
do en el suelo, tanto los pantalones como la chaqueta. Se levantó
de un salto, con demasiada brusquedad, y le entraron náuseas,
de manera que, con toda urgencia, se precipitó hacia el cuarto
de baño. La fina alfombra situada entre sus pies y el suelo de
madera de pino resbaló bajo éstos, pero de hecho le ayudó a
llegar hasta el gran teléfono blanco, ante el que cayó de rodillas.
Una sucesión de arcadas convulsivas y extenuantes, que
parecían empeñadas en arrancarle el alma, dieron paso paulati-
namente a secos espasmos.
Tirando de la cadena para verter el cruel recordatorio de los
excesos de la noche pasada al sistema de alcantarillado de la ciu-
dad, trató de recobrar la compostura. Sentado frente a las bal-
dosas azules de la pared y descubriendo en el patrón establecido
por éstas una complejidad más nueva y más íntima, trató de
1. «¡Qué maravillosa es la Muerte, la Muerte y su hermano, el Sueño!»
(N. del T.)
152
controlar su respiración. Después se puso en pie, tambaleándo-
se como un ternero recién nacido, y abrió la pequeña ventana
de cristal esmerilado que daba al hueco de la escalera. ¿Qué ha-
bía pasado la noche anterior?, fue la pregunta que se hizo a sí
mismo ante el espejo del cuarto de baño, asomándose a sus ojos,
rojos y surcados por las lágrimas.
NO.
Aquella palabra le reverberó dentro de la cabeza, de la que,
al examinarla, casi esperaba ver asomando un hacha.
NO NO NO.
A veces decimos no cuando sólo querríamos que fuera no.
McKenzie. Una cerveza rápida después de trabajar. Luego la
excursión de pub en pub. Después nos topamos con Gary Traynor.
Le di las gracias por la copia del vídeo pomo de temática religiosa
La resurrección de Nuestro Señor. Dijo que me tenía preparado
otro y que se pasaría por casa para dejármelo. Me lo empezó a con-
tar y estuvimos riéndonos..., ¿cómo se llamaba?... ¡Moisés y el fo-
llaje ardiente! Eso es. Hasta ahí todo bien. Luego la chávala. Pare-
cía maja. ¿Que si quedé como un capullo? Nooo... Bueno, vale, sí,
hostias, pero jamás volveré a verla. Pero no...
AY.NO...
... entonces, NO, NO, NO, por ahí no paso. QUE POR AHÍ
NO PASO, CONO...
NO.
NO.
Cooper.
Ayer estaba en aquel pub de la Milla Real. Después del pleno
del ayuntamiento.
NO.
Iba acompañado por dos concejales, Bairdy Fulton.
NO.
Me acerqué a ellos, les abordé...
NO.
Les canté al oído.
153
NO.
Yo...
NO NO NO. . .
... ¡leplanté un beso en toda la cara a Cooper!¡En los morros!
Un gesto despectivo y burlón que decía: «Me llamo Danny Skinner
y no siento el menor respeto por los gilipollas como tú, por tu cargo,
ni por tu puto ayuntamiento de mierda.»
Cooper. No habría podido quedar peor ni sacudiéndole un pu-
ñetazo.
NO.
Ay, joder, Dios mío por favor, no.
Ahora Cooper lo sabía: en aquel instante de locura, todos
los rumores escasamente halagüeños aireados acerca de Skinner
quedaron maravillosamente confirmados. Todos los pequeños
cotilleos que jamás había cuchicheado aquella maruja chismosa
y corrompida de Foy a oídos del jefe quedaron espectacular-
mente confirmados en esos fugaces momentos de delirio. Ahora
Danny Skinner era conocido entre los miembros oficiales y
funcionarios veteranos del ayuntamiento como un balarrasa, un
alcohólico; un joven débil y frivolo al que no se le podía confiar
un cargo de responsabilidad sin que acabara defraudando. Sí, le
había demostrado a Cooper que, en efecto, todas aquellas con-
jeturas insidiosas se sustentaban en la realidad. Había saboteado
su carrera profesional, su vida. Los estudios, la universidad, la
escuela. La gratificación diferida —y nadie odiaba diferir las gra-
tificaciones más que Danny Skinner—, todo ello había sido en
vano.
NO.
Skinner se aferró desesperadamente a esperanzas. De que
quizá Cooper también estuviera bolinga y que quizá no se acor-
daría de nada.
NO.
A veces decimos «no», cuando lo que deseamos es que sea
«sí.»
154
Pero no.
Cooper rara vez bebía y nunca lo hacía en exceso.
Más aún que Foy, era el modelo de conducta de aquel hijo de
puta pelotillero de Kibby.
John Cooper recordaría todos y cada uno de los detalles de
su encuentro con Skinner con la precisión de un forense. Que-
daría cuidadosamente registrado, en algún diario o incluso en la
ficha personal de Skinner. Porque ahora acabarían con él. Le
marginarían. Le consignarían al limbo donde, en el mejor de los
casos, serviría como ejemplo penoso a los recién llegados al de-
partamento acerca de cómo no encauzar una carrera. Pensó en
Dougie Winchester y en tantos otros como él, en los tíos que
acababan etiquetados como borrachos de oficina; en cómo, una
vez pasada ya la juventud y con ella la gallarda cordialidad pro-
pia de su condición, quedaban reducidos a figuras desgarbadas
y vergonzosas, objeto de menosprecio y de ridículo. Acorralados
en puestos sin porvenir y mal remunerados, trabajando con
diligencia, pero sin expectativa alguna, salvo la de escuchar el
tic-tac del reloj y la llegada de la siguiente copa.
Seré un puto paria.
Skinner tenía los nervios crispados y su seso pasado de re-
voluciones daba volteretas en su cabeza. El único rayo de espe-
ranza residía en el arrepentimiento.
Eso les encantaba. ¿Por qué no ir a ver a Cooper y jugar esa
carta?
Repasó mentalmente el guión, como si de un drama radio-
fónico se tratara:
SKINNER: Lo siento mucho, John... sé que tengo un problema. De
hecho hace ya algún tiempo que resultaba evidente,
pero lo de anoche me hizo darme cuenta de la grave-
dad de la situación. Cuando se falta al respeto, cuan-
do se ofende, mejor dicho, a alguien a quien uno ad-
mira y respeta en el plano profesional..., vaya que, en
155
definitiva, he decidido buscar ayuda. Esta mañana me
he puesto en contacto con AA y el martes voy a asistir
a mi primera reunión.
COOPER: Lamento oírte decir que crees que tienes un problema,
Danny, pero tampoco le des excesiva importancia a lo de
anoche. No fue más que una broma, lo único que pasa es que
estabas un poco desmejorado. No hay nada de malo en ello.
Todos nos pasamos de rosca alguna vez. En realidad fue
bastante divertido, nos reímos mucho. ¡Eres un tipo de
cuidado, Danny! No,
Su propio papel lo tenía muy claro; al fin y al cabo, se trataba
de un juego, y en la actualidad las artimañas y los subterfugios
se tenían por herramientas profesionales legítimas, pero la
respuesta no resultaba convincente. ¿Tendría Cooper las tablas
o las ganas de interpretar el papel magnánimo y jocoso? Era
improbable.
Cooper guardaba una distancia más bien fría con los subal-
ternos, y la verdad era que, aunque no supiera con certeza cómo
reaccionaría, Skinner no podía imaginarlo prescindiendo de la
máscara.
La cosa transcurriría más bien de esta guisa:
COOPER: Fue algo bochornoso para todos. Me alegro de que reco-
nozcas que tienes un problema. Me pondré en contacto con el
departamento de personal y te proporcionaremos toda la
asistencia posible. Ha sido valiente por tu parte dar la cara,
etcétera, etcétera. No.
A veces uno dice no porque lo que quiere decir es no. Porque
dijera lo que dijera Cooper, Skinner sabía que él jamás podría
adoptar un papel tan servil.
Sería una mentira; sería suscribir y reafirmar todas las insulsas
idioteces del Estado-nodriza de las que presume este hipócrita país
156
de mierda. La vana y egotista insinceridad del reproche dirigido
contra uno mismo. Culpándonos a nosotros mismos, despojamos a
los demás del derecho a hacer lo mismo.
En tanto que muchacho de formación católica, Skinner re-
cordó que era la confesión lo que daba la absolución, no el cura.
Lo recordaba con mayor claridad que cualquiera de los curas
con los que se topaba, cosa que a éstos les incomodaba mucho.
Skinner se miró en el espejo del cuarto de baño, mientras
pronunciaba un discurso apasionado ante un público constitui-
do por él mismo. «El nuevo fascismo ya está aquí. Y no se trata
de skinheads desfilando por zonas urbanas deprimidas al grito de
"¡Sieg Heil!", no; lo están urdiendo en los café-bares y restau-
rantes de Islington y Notting Hill.»
La idea de que cada zumo de tomate consumido en el trans-
curso de una noche de marcha sea acogida con benévolas y
aproba-doras sonrisas, en tanto que todo bandazo beodo para
llegar hasta la barra suscite miradas de falsa y torva lástima o
desdeñosos comentarios del tipo ya-te-decía-yo, me da un asco que
te cagas.
En el dormitorio examinó la chaqueta de su traje. Llevaba
vómito en las solapas, el cual se insinuaba en la fina trama de las
delicadas fibras de Armani, deformándolas. No podría limpiar-
lo con una esponja. Lo único que podía restituirlo a sus días de
pasado esplendor y gloria (con suerte) sería un lavado en seco.
Tendría que ponerse otro. Pero el único terno extra que poseía
era una triste excusa de traje, fea, barata y burda. No, tendría
que ceñirse a la mezcla de chaqueta y pantalón. Ante el espejo,
se escudriñó de cerca el rostro. Estaba hecho un asco: uno de los
lados estaba recorrido por una serie de puntos secos ensangren-
tados, como si se hubiera arañado contra una pared.
La presentación. Tenía que echarle un vistazo a la presenta-
ción.
NO NO NO.
Su maletín. Había desaparecido. ¿Dónde lo habría dejado?
¿En cuál de los pubs? El Pivo, el Black Bull, el Abbotsford, el
157
Guildford, el Café Royal, el Waterloo..., acto seguido, los locales
fueron difuminándose y pasando a segundo plano, reemplaza-
dos por rostros situados en primer plano: Rab McKenzie, Gary
Traynor..., Coop..., joder, no, corramos un tupido velo... la chi-
ca del pelo rubio pajizo y el enorme hueco entre los dientes, esa
que fue volviéndose cada vez más hermosa a medida que pasaba
la noche. En el bolsillo, montones de calderilla, monedas de una
libra a puñados. Muy pocos billetes, pero treinta y siete libras
en monedas.
Pero su viejo maletín de cuero..., la presentación. Había de-
saparecido. Alguno de los camareros de los pubs lo habría guar-
dado tras la barra. Seguro. La mayoría no abría hasta las once,
cuando a él le tocaba salir a la palestra. Tendría que llamar para
decir que estaba enfermo. Quizá podría llegar tarde, pensó, re-
pasando mentalmente un mustio archivo lleno de pueriles ex-
cusas destinadas a suspender el cumplimiento de la sentencia.
Después llamó por teléfono a Rab McKenzie, simulando la
máxima naturalidad. «Roberto, tío, ¿qué tal?»
McKenzie caló tan a fondo lo que se ocultaba detrás de
aquella afectada campechanía, que para el caso podría haber es-
tado en la misma habitación. «Hay que ver cómo ibas anoche,
so maricona. Mira que tratar de seguirme el ritmo con la ab-
senta. Más vale que la dejes estar, macho.»
Claro, esos sueños enloquecidos, febriles, alucinógenos. La ab-
senta.
El pánico estrujó a Skinner en su puño de hierro y lo sacu-
dió como si fuera un muñeco de trapo. «Rab, ¿has visto mi ma-
letín, el que llevaba anoche?»
«Ah, pues no sabría qué decirte», dijo McKenzie fruncien-
do la boca y empleando un tono provocador que expuso a Skin-
ner al miedo y a la euforia a un mismo tiempo.
«¿Te lo quedaste tú?»
«Puede», dijo McKenzie con la mayor frescura; era eviden-
te que estaba disfrutando.
158
«Entonces, ¿anoche estuve en tu casa?»
«Así es.»
«Dámelo, lo necesito, Rab.»
«Bueno, ya sabes dónde estaré dentro de media hora», de-
claró McKenzie en tono desafiante.
«De acuerdo...», dijo Skinner, colgando el auricular.
De pronto se apoderó de él una noción perversa: la idea de
que, si se daban ciertas condiciones, podía llegar a salir airoso de
aquella situación.
Skinnerse quitó los calcetines y se metió, tambaleante, en
la ducha. Sí, todavía podía salvarse toda aquella situación, pero
requería el despliegue de una voluntad sobrenatural que sólo
podía engendrar la desesperación en estado puro.
Al restregarse para quitarse la capa de mugre de la noche an-
terior, notó que su cuerpo se ponía en marcha, procesando y eli-
minando nuevos residuos tóxicos que iría desprendiendo, y
cuyo hedor se encaminaría hasta las napias de Cooper. Desde
luego, iba a ser un aroma muy indicado para que su jefe lo pa-
ladease mientras recordaba la humillación de la noche anterior
y meditaba con amargura fría y sistemática acerca de la mejor
forma de vengarse de Daniel Skinner.
McKenzie, electricista de la construcción, no entraba a tra-
bajar hasta la tarde, de manera que aquel día el sitio donde es-
taría a las ocho y media iba a ser el Central Bar al pie de Leith
Walk. La presentación era a las once y Skinner tenía que fichar
a las diez para cumplir con el plazo límite del horario flexible.
Calculó que podría hacerlo con tiempo de sobra. Cuando llegó
al Central, lo primero que vio fue a McKenzie sosteniendo el
maletín por el asa y meneándolo. Rab el Grande ya estaba pe-
gándole a la Guinness.
Skinner contempló, con enfermiza envidia, aquella pinta de
elixir negro, posada tan tentadoramente delante de McKenzie,
sobre aquella barra recién pulida y restaurada. ¡Cómo ansiaba
sentir en la mano la tranquilizadora magnitud del vaso, el amar-
159
go sabor del líquido en la boca y su vivificante volumen en las
entrañas! El Central Bar, con sus acogedores reservados, su ho-
gareño ambiente de esplendor ajado, que evocaba el acaudalado
pasado mercantil de la zona, y subrayaba su actual carencia de
pretensiones, práctico, funcional y realista. Adoraba aquel lugar,
y verse arrancado de su reconfortante seno y enviado colina arri-
ba, hacia la Milla Real de Edimburgo, lugar de artificio, faroles
y engaños... Seguro que no pasaba nada por tomarse una. Sólo
una pinta, para quitarle hierro a su sufrimiento. Un clavo saca
otro clavo. Claro, mejoraría su rendimiento, ergo era una con-
ducta responsable.
Cuando iba por la segunda pinta de Guinness, Skinner sin-
tió que todas las copas de la noche pasada inundaban su orga-
nismo de nuevo. «Rab», dijo arrastrando la voz con una preo-
cupación confusa (pero sólo preocupación, y no pánico, puesto
que el alcohol había restablecido la perspectiva), «tengo una pre-
sentación y ya voy pedo otra vez...»
Como tan a menudo sucede en el entorno del alcohólico,
cuando al protagonista empieza a importarle todo un rábano, es
el camarada, hasta ese momento una figura marginal del drama,
quien asume el manto de la responsabilidad. Así pues, Rab
Mc-Kenzie le incrustó una papelina de cocaína en la mano a
Danny Skinner. «Para que te pongas las pilas», anunció con una
sonrisa.
«Gracias, Rab», dijo Skinner con genuina emoción. «Un ti-
rito me dejará como nuevo.»
160
14. PRESENTACIÓN
Fue poco después de la muerte de Keith cuando los encon-
tró, vagando compulsivamente por la casa como si le buscaran
a él. Hasta subió al desván, recorriendo con aprensión e insegu-
ridad los peldaños de las chirriantes escaleras metálicas, casi en-
ferma de temor, pues padecía vértigo.
Este factor, unido a la sensación de estar invadiendo el es-
pacio privado de su hijo, fue lo que la incitó a hacer una visita
al cobertizo del jardín. Le gustaba estar ahí dentro, y disfrutar
del olor a parafina y creosota que asociaba con su marido. Arre-
metió contra las arañas y sus telas y contra las babosas y sus vis-
cosos rastros, pues aunque aquellas criaturas le producían apren-
sión, no se podía permitir que profanasen el lugar de retiro de
Keith. Con un aprecio cada vez mayor por la tranquilidad que
allí se respiraba, Joyce no tardó en percibir lo que a él le aporta-
ba pasarse horas encerrado allí dentro con un libro. A veces ella
se llevaba una tetera y encendía la estufa de gasóleo, lo que daba
a aquel lugar un calor acogedor e íntimo con el que la calefac-
ción central de la casa no podía rivalizar.
Fue en el cobertizo donde se topó con los diarios; una gran
pila de cuadernos metidos en un viejo cajón bajo una mesa de
trabajo cubierta de manchas de café dejadas por el perímetro de
su taza. Eran un placer prohibido; los guardó para sí misma, y
161
se sintió como la codiciosa acaparadora de un tesoro destinado
a ser compartido.
Desde que los encontró, Joyce los había leído muchas veces,
pero cada vez que los abría estaba ebria de expectación. Y siem-
pre se quedaba como paralizada al leer sus palabras, sopesando
y reinterpretando incluso las más inocuas hasta que la cabeza le
daba vueltas y perdía el hilo de la narración. Los diarios, que
arrancaban en 1981 y finalizaban en 1998, estaban escritos con
un trazo delgado y vacilante que apenas parecía el de Keith. Le
resultaba difícil descifrar la letra e incluso compró una lupa para
ayudarse, pese a sentir remordimientos por aquella conducta tan
indiscreta. Y no obstante, más allá de las triviales observaciones
cotidianas, aquellas páginas estaban impregnadas de un amor
intensísimo que reafirmó a Joyce en sus convicciones y, en últi-
ma instancia, nunca dejó de proporcionarle otra cosa que un
gran consuelo.
A menudo se pasaba horas enfrascada en ellos. En aquella
ocasión en particular, chasqueó la lengua en un gesto de desa-
probación cuando se fijó en el viejo y oxidado reloj-desperta-
dor del cobertizo; dejó los diarios en su sitio y regresó a casa.
Ya arriba, estaba cargando la ropa sucia en la cesta, cuando sus
fosas nasales captaron cierto olor, por lo que miró al trasluz un
par de bragas. Frunciendo el morro en un gesto de amargo de-
sagrado, volvió a echarlas al cesto, sin mirarlas de nuevo al me-
terlas en la lavadora.
Había sido un buen fin de semana para Brian Kibby. Afa-
nándose con tenacidad y entrega en su exposición del martes, le
complació ver cómo iba tomando forma lo que él consideraba
una presentación ingeniosa y bien argumentada. Además, había
ido a Nethy Bridge para una excursión de fin de semana de los
Hyp Hikers, en la que se sentó junto a Lucy Moore en el auto-
bús de regreso a la ciudad. Por si fuera poco, tres de sus gallinas
de Harvest Moon habían puesto huevos. Pero cuando volvió a
162
casa, encontró a su madre llorando, con un conjunto de cua-
dernos en el regazo.
Kibby tragó con fuerza. De alguna forma, aquellos diarios
de cuero negro ofrecían un aspecto fríamente portentoso. «¿Qué
pasa, mamá?»
Su madre levantó la vista y le miró con aquellos ojos casta-
ños, rebosantes de fervor evangélico. Desde la muerte de su ma-
rido había buscado cobijo atrincherándose a fondo en sus
creencias religiosas, redescubriendo la interpretación literalista
de la fe de la Iglesia Libre de Escocia que había mamado en su
infancia, para consternación del señor Godfrey, su párroco local
de la Iglesia escocesa. Su obsesión con las cuestiones espiritua-
les, aunque reducida a los componentes elementales de su fe, se
había vuelto al mismo tiempo más ecléctica. Recientemente, es-
tando de compras por el centro, se había embarcado en un in-
tenso debate con unos budistas, y hasta había empezado a verse
de forma regular con unos jóvenes misioneros téjanos que esta-
ban de visita. Aquellos jovencitos trajeados de la Nueva Iglesia
de los Apóstoles de Cristo, de pelo corto y gafas, se acercaron
a su casa con panfletos, que Joyce leyó con entusiasmo. A me-
nudo éstos le proporcionaron consuelo, aunque no tanto como
los cuadernos que estaba leyendo. «Quiero que leas esto, Brian.
Son los diarios de tu padre. Los encontré en el armario del co-
bertizo del jardín. Nunca había entrado allí... no me gustaba ha-
cerlo..., siempre fue su espacio. Es que oí una voz, como si él es-
tuviera allí, y sé que parecerá una tontería pero fui...»
Aunque ya se había dado cuenta de que las lágrimas de su
madre eran agridulces, Brian Kibby se resistió con ahínco ante
semejante idea. «Mamá, no quiero, son las cosas privadas de
papá...», dijo, sintiéndose como si estuvieran levantando la tapa
del ataúd de su padre.
Joyce, no obstante, insistió, infundida como estaba de una
energía y un entusiasmo que él no había percibido en ella des-
de hacía mucho tiempo. «Léelo, hijo, no pasa nada, ya verás.
163
A partir de ahí», dijo, indicando una anotación y forzando a
Brian, con los ojos cada vez más desorbitados, a leerla.
En tiempos Brian me preocupaba; me inquietaba la po-
sibilidad de que sus aficiones, todo el asunto ese de los fe-
rrocarriles en miniatura, lo aislasen de los demás chavales
del colegio, y lo convirtieran en un marginado. Pero prefe-
riría verle enredando con un ferrocarril en miniatura que
enredando con algunos de los gamberros y matones con los
que andaba yo cuando era más joven. Es estupendo verle en
el club de senderismo este, rodeado de buenos chavales, sa-
liendo por ahí y disfrutando.
Nuestro Brian es un currante. Conseguirá lo que quie-
re a través del esfuerzo y el trabajo duro.
Caroline ha salido a mí, pero tiene más seso el que yo
tuve jamás. Sólo espero que lo aproveche y que le vaya bien
en la universidad. Espero que sea capaz de refrenar esa veta
licenciosa y arrogante que casi fue mi ruina, porque esa chi-
ca es mi orgullo y mi alegría.
Mientras leía, a Brian Kibby se le llenaron los ojos de lágri-
mas.
«¡Ves, hijo, ves cuánto te quería!», chilló con voz destem-
plada Joyce, desesperada por que su hijo interpretase las palabras
de su difunto marido en el mismo sentido en que lo había he-
cho ella.
Pero éstas eran más que inequívocas. Era cierto; allí estaba,
por escrito. «Sí..., sí..., resulta estupendo leerlo», asintió con voz
entrecortada.
«Deberíamos enseñárselo a Caroline», se aventuró a sugerir
Joyce.
Una bolita de inquietud se agitaba en el pecho de Brian
Kibby. «Mejor no, mamá, ahora mismo no está atravesando un
buen momento.»
164
«Pero quizá la consolase...»
«Lo que necesita es centrarse en los estudios, mamá, no per-
der el tiempo con viejos diarios. Dejémoslo hasta que esté más
fuerte y haya aprobado el curso. ¡Así lo habría querido papá!»
Joyce Kibby captó el fervor en la mirada de su hijo y optó
por mostrarse deferente. «Sí..., era muy importante para él», ad-
mitió.
A Kibby le rechinaron los dientes, paladeando su naciente
seguridad en sí mismo. Se iban a enterar, todos, en especial
aquel acosador de Skinner, de qué pasta estaba hecho.
Mientras el ascensor subía hacia la sala de conferencias del
departamento, a Danny Skinner le palpitaba el corazón a un rit-
mo enloquecido, como cuando un niño arrastra un palo a lo lar-
go de una extensa reja. La mejor idea, sin embargo, había sido
la cocaína; había aportado a su mente cierta claridad y restable-
cido su confianza en sí mismo.
Lo que pasó con Cooper tuvo lugar juera del horario de traba-
jo y no tiene una puta mierda que ver con nada.
Cuando entrase en aquel salón de conferencias, miraría a
Cooper directamente a los ojos, y si éste tenía algo que decirle,
pues que se lo dijera.
O lo arreglamos siguiendo los cauces oficiales, Cooper, so cabrón,
o lo arreglamos en la calle de hombre a hombre. Tú eliges, Cooper.
¿Eh? Perdona, ¿qué has dicho? No he captado del todo lo que decías,
so mamón. ¿Adonde quieres llegar, cabrón? ¿Eh? ¿Nada? Ah, conque
ahora no has dicho «nada», ¿verdad? Ya me parecía a mí.
Las puertas del ascensor se abrieron y Danny Skinner echó
a andar por el pasillo con la espalda bien tiesa hasta llegar a la
sala de conferencias. Al entrar en la misma casi se desconcertó
al notar la luz blanca de los fluorescentes rebotando sobre las pa-
redes color crema y penetrando en el interior de su espitosa ca-
beza. Evocaba esa estancia blanca que precede a la muerte, pen-
só, pero sin aprensión, pues tenía al polvo blanco de su lado.
165
Que les den.
La mayor parte de la plantilla se encontraba alrededor del
carrito del café, aguardando para llenar sus tazas. A él no le ha-
bría venido mal un café, pero llegaba tarde, y el hecho de que
muchos no hubiesen tomado asiento todavía dejaba la iniciati-
va de nuevo en sus manos. De manera que Danny Skinner le
lanzó una sonrisa farlopera a Cooper, quien le correspondió con
un gesto de asentimiento lento e inexpresivo. Skinner pensó que
en una de las pulsaciones del silencio de Cooper habrían cabido
las obras completas de Tolstói.
«Hola, familia», dijo con jovialidad Danny Skinner mien-
tras se aproximaba hasta el retroproyector. Lo encendió con un
gesto del pulgar, al mismo tiempo que con la otra mano abría el
maletín. Tenía las cosas sólo a medio preparar, pero se las arre-
glaría sobre la marcha sin ningún problema.
Por el rabillo del ojo vio a Foy mirado su reloj.
Cooper se puso en pie. «Sentaos todos, por favor», dijo en
tono sociable antes de añadir en tono malhumorado: «Danny,
¿estás preparado?»
«Preparado y listo», anunció éste con una sonrisa, permane-
ciendo en pie mientras el último de sus colegas tomaba asiento.
Oyó una risita y observó a Kibby, que llegó danzando hasta su
asiento, como una marioneta manejada por hilos, estremecién-
dose de hilaridad como un idiota ante un comentario de Foy.
Están hablando de mí, joder.
Skinner sintió que se le abrían las carnes y que se desangra-
ba como la víctima de un psicópata carnicero. Pese a que le re-
concomía la sospecha de que todos los presentes le veían como
un fenómeno de feria de la era victoriana, arrancó con autori-
dad: «Gran parte de la reputación que posee nuestra ciudad
como centro turístico de primer orden depende de la calidad de
sus restaurantes y cafés, la cual depende a su vez del rigor y de
la vigilancia de este departamento y, más en concreto, de la ca-
lidad de los equipos de inspección y supervisión...»
166
Sacó la primera diapositiva, y la colocó en el aparato. Se fijó
en las expresiones de espanto grabadas en todos los rostros y se
volvió para ver
CCS RULE
1
en grandes letras verdes sobre la pantalla que tenía a sus espaldas.
McKenzie, maldijo para sus adentros antes de sonreír, retirando
rápidamente la diapositiva y cogiendo la que correspondía, en la
que aparecía un diagrama de flujo del procedimiento de confec-
ción de informes vigente. «Debe haber algún saboteador suelto»,
dijo con una sonrisa, ante un público que en su mayor parte le
correspondió de igual forma. Satisfecho de que la subversión ca-
sual de su amigo no le hubiese hecho perder los papeles, conti-
nuó: «Como se sabe, la calidad de nuestra plantilla es del máxi-
mo nivel. No puede decirse lo mismo, sin embargo, de algunos
de los anacrónicos procedimientos de trabajo que en la actuali-
dad están en vigor. Los procedimientos de inspección, en parti-
cular, requieren una revisión seria. En lo que a mí respecta, no
cabe la menor duda. No están a la altura de los requisitos de la
sección, ya no digamos de las necesidades más generales del de-
partamento en su conjunto», declaró con gesto solemne, ba-
rriendo la habitación con un gesto de la mano para incluir de
forma magnánima a los colegas de las otras dos secciones.
Es el momento de pisar el acelerador afondo.
«Tampoco están, ni mucho menos, a la altura de las exigen-
cias del servicio», espetó Skinner en tono casi amenazador, vien-
do cómo el rostro de Foy adquiría la misma tonalidad que el
Forth Bridge. Era del dominio público que Foy había diseñado
dichos procedimientos años atrás, y que se había resistido te-
nazmente a revisarlos. «El actual sistema de responsabilidad in-
dividual de cada inspector por unidades designadas de antema-
1. «¡Vivan los CCS!» (N. del T.)
167
no, sin rotación, durante años y bajo la misma supervisión, deja
demasiado margen para que se establezca la clase de relaciones
con los hosteleros que incita a mirar para otro lado y fomenta la
corrupción a pequeña escala.»
Mientras Foy se esforzaba por controlar sus convulsiones y
Kibby miraba con mala cara, Skinner puso otra diapositiva y co-
menzó a desgranar el procedimiento alternativo que proponía,
el cual requería verificaciones y rotación de tareas. Ahora bien,
hacia el final de la perorata comenzó a sentirse indispuesto, y no
tardó en evidenciar una fatiga evidente y a titubear. El volumen
de su voz llegó a descender hasta el extremo de que al fondo no
podían oírle.
«Por favor, Danny, ¿podrías levantar un poquitín la voz?», le
pidió Shannon.
Fijo que ella no trataría de tenderme una trampa, tan
cabro-na no sería, seguro...
«Disculpa..., eh..., estoy un poco acatarrado», dijo él, lan-
zándole una mirada gélida antes de dirigirse de nuevo a todos
los presentes. «Eh..., me parece que he perdido gas. De todos
modos, ése es el procedimiento que propongo. Está en los apun-
tes que he repartido... ¿Alguna pregunta?», inquirió, arrastrando
la voz y arrellanándose en el asiento.
En torno a la mesa se produjo un intercambio de miradas
de asombro, pero el silencio duró muy poco. «¿Cuánto viene a
costar el nuevo procedimiento?», quiso saber Kibby con su es-
trepitosa voz de pito, echándose hacia delante en el asiento y en-
focando con sus enormes ojos a Skinner.
Un solo golpe limpio a la cara de ese cabrón, joder..., con eso
bastaría...
«Aún no lo he puesto en cifras concretas», dijo Skinner con
una repugnancia tal que ni siquiera podía mirarle, «pero no pre-
veo ningún incremento de costes significativo.»
Skinner se percató de la inanidad de su respuesta al ver las
expresiones de semi-incredulidad de quienes le rodeaban.
168
¡Si me hubiese enfrascado con una calculadora esa media hora!
Con eso habría bastado para parir una serie de cifras de análisis de
coste-beneficio de farol para engañar a todos los capullos presentes
en la mesa. Si anoche me hubiera ido a casa...
Foy dejó que uno de sus párpados se cerrase mientras le-
vantaba el otro como una persiana. «¿Ningún incremento de
costes significativo? ¿Con un nivel extra de supervisión, con-
troles y verificaciones?» Sacudió la cabeza con una expresión
apesadumbrada que casi parecía sincera. «Me temo que aquí
estamos en las nubes», objetó mientras sacudía lentamente la
cabeza.
Antes de que Skinner pudiera responder, Kibby volvió a la
carga. «No creo que nadie pueda sostener en serio eh... que no
habría un incremento significativo en los costes. Pero eh...
Danny quiere dar a entender que ello se vería compensado por
un aumento intangible en los ingresos procedentes del turismo.
Con todo, a mí no me da la impresión de que los turistas perci-
ban nuestros restaurantes como hervideros de plagas, pestilencia
y enfermedades. Tampoco creo que exista motivo alguno para
que eh... pensemos que los miembros de esta plantilla no cum-
plen con sus obligaciones de una forma profesional y honrada.
Si hemos de cambiar un sistema debido a la posibilidad de que
este sistema esté, eh, corrompido, eh, entonces, eh, hemos de te-
ner pruebas de que efectivamente es ése el caso. De lo contrario,
aparte de eh... desperdiciar tiempo y dinero, también estaríamos
eh... minando la moral de la plantilla. Así que, Danny», dijo
Kibby con una sonrisa, «¿acaso sabes tú algo que no sepamos los
demás?»
Skinner fulminó a Kibby con una mirada de odio recon-
centrado en estado puro que no sólo dejó helado a su destinata-
rio sino también al resto de los presentes. Y la mantuvo. Perma-
neció allí sentado, con calma y frialdad, juzgando a Brian Kibby,
asomándose a su alma, viendo lagrimear sus ojos, hasta que éste,
ruborizado, se vio forzado a apartar la vista y bajar los ojos para
169
mirar a la mesa. Skinner siguió mirándole fijamente, y habría
seguido haciéndolo en silencio y hasta el fin de los tiempos de
haber sido preciso, hasta que otro hubiese hablado. Si lo que
querían era subir la apuesta y hablar de corrupción y sobornos,
él estaba dispuesto. Mentalmente, ya veía a los gusanos reptan-
do para salir de la lata oxidada.
El ambiente estaba volviéndose de lo más incómodo. En-
tonces intervino Colin McGhee. «Creo que como punto de par-
tida tendríamos que averiguar los costes del nuevo procedi-
miento. Si existen pruebas palpables de prácticas corruptas de la
clase que sea, entonces habrá que examinar las disposiciones ac-
tuales a la luz de dichas pruebas. Pero no podemos dar carpeta-
zo a un conjunto de procedimientos rentables sobre la base ex-
clusiva de rumores y especulaciones caprichosas.»
Brian Kibby quiso mostrar su acuerdo asintiendo con la
cabeza pero fue incapaz de moverse, pues aún sentía sobre él
la mirada rapaz de Skinner. Consciente de que la reunión ha-
bía derivado hacia aguas embravecidas, Cooper aprovechó el
impasse para poner fin a la reunión con gesto irascible. Skin-
ner recogió apresuradamente sus papeles. Mientras se dirigía
hacia la puerta oyó que Foy le gritaba: «¿Qué aftershave llevas,
Danny?»
Skinner se volvió y se encaró con él.
«¿Qué?»
«No, si me gusta», le dijo Foy con una sonrisa de reptil.
«Tiene un aroma muy característico, tiene fuerza.»
«Pero si no...», empezó Skinner antes de detenerse abrup-
tamente y sonreír. «Disculpa, tengo que hacer una llamada
muy importante», declaró, mientras daba bruscamente media
vuelta para bajar a la oficina de planta abierta, golpeando con
las suelas de los zapatos el insolente dibujo de los escalones de
mármol.
Situado ya ante su escritorio, Skinner notó cómo los
subi-dones de la coca se iban ralentizando más y el alcohol
abando-
170
naba su torrente sanguíneo, y cómo con ellos se iba filtrando y le
abandonaba su propia sensación de omnipotencia. Toda presen-
cia resultaba invasora; toda llamada de teléfono parecía cargada
de una amenaza en potencia. Oía retumbar la risa de Foy mien-
tras la voz quejumbrosa de Kibby le arrancaba a tiras carne tré-
mula de la espalda. Un adversario tan raquítico, tan débil y tan
lamentable como él parecía haber adquirido de repente poderes
inhumanos y demoníacos. En determinado momento, Skinner
le miró a los ojos y se asustó al comprobar que no desprendían
timidez y miedo, sino rebeldía, astucia y suficiencia.
De modo que Danny Skinner, poco acostumbrado a mos-
trarse tan poco enérgico, trabajó sin parar, recogiendo el pape-
leo que había dejado acumularse durante semanas, tratando de
restablecer de algún modo el equilibrio, de enmendar sus erro-
res y de volverse irreprochable. Sin embargo, no estaba en con-
diciones de hacerlo; emprendía una tarea, se cansaba de ella y
pasaba a otra antes de quedar sumido en una ciénaga de asfi-
xiante exasperación a medida que en su escritorio iban amonto-
nándose tareas a medio completar.
A medida que, a las cinco, el despacho comenzó a vaciarse,
Skinner se relajó un poco y se perdió en sus cavilaciones, sin-
tiéndose al cabo de un rato casi demasiado fatigado para irse a
casa. Cuando a las seis sonó el teléfono, descolgó el auricular.
Puesto que todos los demás se habían marchado hacía ya rato,
tenía que tratarse de la llamada de algún amigo.
«Hoy te has quedado trabajando hasta tarde», le reprochó
McKenzie, antes de la pregunta inevitable: «¿Te apetece una
pinta rapidita?» Para Skinner fue como si le ofreciesen la salva-
ción.
«Sí...», dijo Skinner, abrumado por una sensación de culpa
e inseguridad. Pero así era. No había que darle más vueltas: le
apetecía una pinta. Tenía mil motivos para no hacerlo, para
marcharse a casa sin más, pero en comparación con las tres que
dictaban que sí lo hiciese parecían nimios: era la hora de cerrar,
171
llevaba treinta y siete libras de calderilla en los bolsillos y estaba
temblando y con ganas de tomar una copa.
En el pub, Rab McKenzie ya ocupaba un lugar prominente
en la barra; su porte le recordaba a Skinner el del capitán de un
barco sobre el puente de la nave. Cuando se volvió hacia un ca-
marero y pidió una pinta de Lowenbrau para Skinner, era como
si le ordenase navegar a una velocidad de muchos nudos.
Las bebidas cayeron con rapidez, y mientras pagaba la si-
guiente ronda, los procesos de autojustiflcación de Skinner
avanzaron a toda máquina.
Me da igual cuántos de esos gilipollas que se autojustifican en
las columnas de estilo de las revistas y los periódicos digan que has
de ser esta clase de hombre o aquélla, o que debes comportarte de un
modo responsable con tu esposa, hijos, tu empresa, tu país, tu go-
bierno, tu dios (táchese lo que no proceda): ni uno solo de ellos se-
ría capaz de convencerme de que Kibby no es un puto mamón ni
de que yo no soy un tipo cojonudo. Por mucho que acicalen a este
Hombre Responsable para convertirlo en un Nuevo Hombre de Ac-
ción u Hombre Renacentista, o un
Hombre-que-no-le-ríe-las-gra-cias-a-nadie, en la vida real
siempre es un puto pelma y un soso como Kibby.
La puta verdad es que son todos unos maníacos del control y
unos cobistas, y se mueren de ganas de decirte cuál es tu responsabi-
lidad. Y Kibby es muy responsable.
Una poderosa fantasía especulativa reconcomía a Skinner:
¿no sería fantástico que Kibby apechugase con las resacas y los
marrones en su lugar? ¿Que él, Danny Skinner, disfrutase de los
placeres de la vida de la manera más disipada y temeraria, y al
imberbe, pedazo de pan, gilipollas e hijo de mamá de Kibby le
tocara pagar el precio?
¡Qué fantástico sería! Kibby. Dios, cómo le aborrezco. Cómo
odio y detesto a ese puto pedorrín pueril de mierda. Le odio. ODIO
ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO
ODIO ODIO ODIO.
172
Sentado ante su cerveza, Skinner sintió cómo aquellas cavi-
laciones ociosas y semialcoholizadas se convertían, en un
ocken-blink,
1
en una violenta plegaria cuya ferocidad e
intensidad le estremeció hasta el tuétano.
ODIO ODIO ODIO QUE TE CAGAS A ESE CABRÓN DE
KIBBY. QUE SEA ÉL EL QUE SE QUEDE HECHO POLVO.
Aquel bar de techo bajo dio la impresión de vaciarse de luz,
y que ésta penetraba en su cabeza como el agua por un sumide-
ro, como si su hambrienta psique o sus neuronas la sorbiesen
con voracidad. Entonces se le apareció el rostro de Kibby: el
«buen chaval» abierto y sonriente que en el trabajo caía bien a
todo el mundo. Durante una fracción de segundo, vio en él, por
contraste, su propia faz de granuja. Y volvió a alterarse de nue-
vo, regresando al pequeño hijo de puta, astuto, manipulador y
pelota que él consideraba como el verdadero Kibby.
A la gente le gusta que le chupen el culo pero no entiende...
Le falló la respiración y vio rostros dando vueltas ante sus
ojos: Cooper, Foy...
Joder, me está dando un delírium trémens...
De repente, el bar se quedó un poco a oscuras, y todo se
movía, asombrosamente, a cámara lenta. Era incapaz de distin-
guir a nadie, pues se habían convertido todos en sombras palpi-
tantes y ondulantes; luego vio aparecer la voluminosa silueta de
Rab McKenzie, abriéndose paso entre el gentío con la elegancia
de un bailarín de ballet, manteniendo en equilibrio las bebidas.
Y a Skinner se le encogió el corazón con un espasmo
estremece-dor, tan violento que por uno o dos segundos pensó
que le estaba dando un ataque de convulsiones.
HOSTIA PU...
«Allá vamos, Skinny, muchacho. Tómate eso», tronó Mc-
Kenzie, depositando las bebidas en la mesa con una
semipi-rueta.
1. En holandés en el original: «abrir y cerrar de ojos». (N. del T.)
173
Mientras las luces recuperaban la intensidad y la habitación
recobraba una apariencia normal, Skinner sudaba y respiraba
con dificultad. Un infarto. Un derrame. Algo estaba sucedien-
do..., se estaba quedando sin aliento...
JODER, ESTOY..., ESTOY
«Parece que tienes problemas, chaval», se burló McKenzie.
«¿Qué pasa? ¿No aguantas el ritmo?»
Danny Skinner se llenó de aire los pulmones mientras Mc-
Kenzie le sacudía una palmada en la espalda. Skinner se llevó la
mano al rostro para indicarle a su amigo que le dejase en paz.
McKenzie miró con preocupación a su amigo, sudoroso y con
el rostro colorado, pero en ese instante, cuando su ansiedad pa-
recía haber llegado al límite, Skinner notó cómo en su interior
se disolvía una barrera y rápidamente volvió a respirar con nor-
malidad. Miró al techo antes de bajar la vista y enfocar a Rab.
«¿Sólo me lo ha parecido a mí, o hace un momento se han ido
un poco las luces?»
«Una subida de tensión o algo por el estilo. ¿Estás bien?»
«Sí...»
Una subida de tensión.
Skinner miró a McKenzie, Rab el Grande, su mejor amigo,
elegido para ser el padrino de su boda, y su mejor compadre
1
de
borracheras. No importaba cuánto bebiese, nunca podría igua-
lar del todo el ritmo de Rab el Grande. Jamás podría igualar su
consumo, su forma pausada y estoica de vaciar una pinta tras
otra, las monstruosas rayas de coca que esnifaba, que hacían que
Skinner temiese por su corazón, el cual, cada vez que se ence-
rraban en un servicio, se le estremecía en el pecho como el per-
digón del pito de un arbitro demasiado solícito.
Pero algo, desquiciado y anómalo, estaba ocurriendo, por-
que ahora era Skinner quien experimentaba una subida de ten-
sión, una irrupción del delirio de inmortalidad del alcohólico
1. En castellano en el original. (TV. del T.)
174
quizá, la creencia de que en realidad nada podía llegar a con-
moverle jamás. No obstante, aunque habían sido muchas las ve-
ces que se había sentido así, nunca había experimentado aque-
lla sensación de forma tan intensa. Tenía que cabalgar aquella
ola. Apuró el chupito de Jack Daniel's. «¡Venga, McKenzie, so
maricona, a ver quién es el que no aguanta el ritmo!»
175
II.
Cocinando
15. VIRUS FANTASMA
Fue la primera vez que dejó a los pollos a la intemperie. Llo-
vió, los postes de la cerca se pudrieron y entraron los perros asil-
vestrados. Se había quedado sin pollos.
No lograba concentrarse. Sentía mareos; mareos y náuseas.
El enorme y colorista póster de Star Trek: la última frontera, que
le había regalado Ian, en el que aparecía una nave Enterprise
emergiendo de un agujero negro, resonaba y palpitaba, orques-
tando el baile de sus nervios destrozados.
Levantándose temblorosamente del escritorio donde tenía
el portátil, regresó a la cama tambaleándose, metiéndose debajo
del edredón, sudoroso y lleno de náuseas, mientras oía los pasos
de su madre subiendo las escaleras.
Joyce Kibby subió fatigosamente los peldaños con una ban-
deja de té plateada. Parecía pesar demasiado para sus raquíticos
brazos, abarrotada como estaba con un gran plato de huevos re-
vueltos, beicon y tomate, y uno más pequeño en el que se
amontonaba una formidable pila de tostadas, así como una te-
tera. La llevó a la habitación de su hijo, y se sobresaltó al ver el
aspecto tan poco saludable que éste presentaba aquella mañana.
«Te he traído algo de desayuno, hijo. Dios mío, Brian, no te
veo con muy buena cara. Bueno, no importa, ya conoces el di-
cho: alimentar un resfriado y matar de hambre a una fiebre. ¿O
179
es al revés? De todas formas, daño no te hará», declaró a la vez
que depositaba la bandeja al pie de la cama.
Brian Kibby logró esbozar a regañadientes una sonrisa afli-
gida. «Gracias, mamá. Estaré perfectamente», dijo, esforzándo-
se por tranquilizarse a sí mismo. No le apetecía comer. Se sentía
fatal, tenía la cabeza a punto de estallar y una sensación como si
tuviera las entrañas cubiertas de ampollas y le estuvieran esta-
llando por dentro. Siempre trataba de jugar un mínimo de tres
partidas de Harvest Moon antes de desayunar. Aquella mañana
apenas había logrado jugar dos y ahora todos los pollos habían
desaparecido.
¿Cómo he podido ser tan estúpido?
«Será el virus ese que anda suelto por ahí», se aventuró
Joy-ce mientras Brian se incorporaba, ahuecaba las
almohadas y se recostaba de nuevo sobre ellas. Incluso ese
esfuerzo tan minúsculo le hizo sudar. Tenía la boca seca y en los
brazos y piernas sentía nodulos de calambre y fatiga. «Me siento
fatal, es como si fuera a explotarme la cabeza.»
Pero Brian Kibby también se sentía culpable. Era evidente
que durante la presentación de ayer Danny Skinner también se
encontraba mal, y todo el mundo lo achacó al alcohol, incluso
después de que el propio Skinner dijera que había pillado algu-
na clase de resfriado o de virus.
Le hice pasar un mal rato cuando se encontraba fatal, no le
concedí el beneficio de la duda. Ahora ya tengo mi castigo, se rega-
ñó Kibby a sí mismo.
Skinner me ha pegado el virus.
«Llamaré de tu parte para decir que estás malo, hijo», se
ofreció Joyce mientras corría las cortinas.
Presa del pánico, Kibby se incorporó de golpe. «¡No! ¡No
puedes! Hoy es el día de mi presentación. ¡Tengo que ir!»
Joyce sacudió la cabeza con frialdad. «Tú no estás para ir a
trabajar, hijo. Fíjate cómo estás, sudando y tiritando. Lo com-
prenderán; tú nunca te coges la baja por enfermedad. ¿Cuándo
180
fue la última vez que lo hiciste? ¿De qué serviría, Brian? ¿De qué
serviría?»
Era cierto, Brian Kibby nunca se había cogido la baja por
enfermedad. Y no pensaba hacerlo ahora. Se metió en el cuerpo
lo que pudo del desayuno, se dio una ducha moderadamente ca-
liente y se vistió con escaso entusiasmo. Cuando bajó las escale-
ras y entró en la cocina, se encontró con Caroline, que estaba
sentada ante la mesa y guardaba con gesto furtivo sus libros en
la bolsa de deportes. «Mamá dijo que te ibas a pasar el día en la
cama», comentó.
«No puedo, tengo una pres...» Sus ojos repararon en los
movimientos de su hermana. «¿Aún estás con ese trabajo de
anoche?»
Ella se apartó de la cara el cabello rubio, que le llegaba has-
ta los hombros. «Sólo estaba introduciendo unos pequeños
cambios», dijo.
«Caroline...», se quejó Brian Kibby, «tendrías que haberlo
terminado anoche. ¡Prometiste que lo harías antes de ir a ver a
Angela!»
Caroline rascó los bordes de la pegatina Streets de su bolsa
de deportes con sus uñas esmaltadas. Levantó la vista para mi-
rarle, enarcando de forma glacial unas cejas finas y depiladas.
«¿Que lo prometí, Brian? Yo no le prometí nada a nadie, que yo
recuerde.» Sacudió la cabeza y reiteró con lentitud: «No recuer-
do haberte prometido nada.»
«¡Pero se trata de la facultad!», exclamó quejumbrosamente
Kibby, sintiéndose con mal cuerpo y preguntándose por qué él
pasaba apuros para acudir al trabajo mientras su hermana no ha-
cía más que desperdiciar su tiempo y su talento. «Esa Angela no
tiene ambiciones, Caroline. Ten cuidado, no te vaya a arrastrar
a su nivel. ¡No sería la primera vez que sucede!»
Caroline y Brian Kibby estaban muy unidos y rara vez dis-
cutían. A veces se ponía plasta, pero por lo general su hermana
lo toleraba. Cuando saltaba, siempre era contra su madre, jamás
181
contra su hermano. Pero estaba acusando las copas que había to-
mado la noche anterior en el club nocturno Buster Brown's, y el
recién descubierto afán de su hermano por imponerle un régi-
men de estudios draconiano no le acababa de seducir. «Tú no
eres mi padre, Brian. Acuérdate», le dijo en un tono lindante
con la advertencia.
Brian Kibby miró a su hermana, notó cómo se le vidriaba la
mirada y sintió el dolor compartido por ambos. Ninguno de los
dos era propenso a invadir el espacio personal del otro y el ad-
venimiento de la pubertad poco menos que había destruido
cualquier contacto físico entre ellos. Ahora, sin embargo, sentía
el impulso de rodearla con un brazo tembloroso y vírico. «Per-
dona..., no quise decir eso...»
«No, perdóname tú a mí...», resopló violentamente Caroli-
ne, «sé que sólo quieres lo mejor para mí...»
«Es sólo porque es lo que él hubiera querido», confesó
Brian, reprimiendo sus propias lágrimas y dejando caer los bra-
zos de los hombros de su hermana para que colgaran lánguida-
mente a los lados, «pero ahora ya eres una mujer, lo que hagas
es cosa tuya, no tengo derecho a...» Tragó saliva. «Papá habría
estado muy orgulloso de ti, ¿lo sabes?», dijo Brian, con cierta
sensación de culpa, al sopesar el testimonio de los diarios que él
y Joyce habían decidido ocultarle a Caroline.
Caroline Kibby besó a su hermano en la mejilla. Aún tenía
aquella fina capa de pelusa que a ella siempre le había recordado
los melocotones. «Él también habría estado orgulloso de ti, por-
que yo lo estoy. Eres el mejor hermano que nadie podría tener.»
«Y tú la mejor hermana», poco menos que gritó Kibby en
respuesta, estropeando un tanto el momento a ojos de Caroline
con aquella reciprocidad chillona y lacrimógena, aunque logró
transformar el impulso de hacer una mueca en el de sonreír.
Desesperados ambos por escapar del torbellino de emocio-
nes desconocidas e incómodas que se arremoliba en torno a ellos
desde la muerte de su padre, Brian y Caroline recobraron la
112
compostura y se despidieron de Joyce, quien, tras hacer las ca-
mas, había bajado las escaleras. Se marcharon, al trabajo y a la
Universidad de Edimburgo respectivamente.
Brian Kibby fue recibido como un héroe por acudir al tra-
bajo, según pudo constatar con amargura Danny Skinner. «Vaya
aspecto tan terrible tiene, parece que tenga la gripe», comentó
Shannon McDowall. Skinner asintió, sospechando sin poderlo
remediar que cuando el día anterior había entrado él, el co-
mentario había sido: «Danny tiene un aspecto terrible, parece
que tenga la gripe o algo por el estilo...»
Ese crucial o algo por el estilo. Y es en esos apartes tan trivia-
les donde se afianzan o se socavan las reputaciones de la vida pro-
fesional. Pero para socavar la de Kibby harán falta muchos. Tiene
todo el beneficio de la duda de su parte.
De forma inexplicable, a Danny Skinner le acuciaba la idea
de que quizá el tiempo estuviera de la suya. Se sentía sorpren-
dentemente bien, sobre todo teniendo en cuenta la caña que se
habían dado la noche anterior. Quizá le pasara lo que a Rab el
Grande, meditó, y se estuviera volviendo inmune al alcohol y las
drogas.
Estoy listo para lo que me echen, cono. Venga Kibby, chaval, ¡a
ver de qué pasta estás hecho!
Los miembros de la plantilla se abrieron paso hasta la sala
de conferencias y se acomodaron para escuchar la presentación
de Brian Kibby. Mientras recogía sus cosas, Skinner le dedicó
una sonrisa y, arrimándose a él, le cuchicheó al oído: «Ay, la que
te espera, cabrón.»
Sólo una o dos personas parecieron fijarse en el espasmo de
temblor y agitación que recorrió brevemente a Kibby.
¡Hoy no vas a hacer una sola carrera, bobochorra!
Todos estaban ansiosos por ser testigos de la presentación de
Kibby. Bob Foy le dio una palmadita de ánimo en la espalda, la
cual, notó Skinner con regodeo, casi le da a su destinatario un
susto de muerte. Kibby no era un orador seguro de sí mismo,
183
pero lo compensaba con el salvavidas de las transparencias más
meticulosas y detalladas, de las que echaba mano cuando las co-
sas se torcían un poco. O, más bien, así podría haber sido, de no
haberles volcado encima una taza de café, empapándolas por
completo. Acto seguido, sus intentos por limpiar el desaguisado
sólo desembocaron en un desorden mayor. Oswald Aitken acu-
dió en su auxilio, haciéndose cargo de la operación de limpieza
e instándole a continuar.
¡Primer strike!
Danny Skinner permaneció sentado, observando con gran
regocijo cómo Brian Kibby cavaba su propia tumba.
«Lo siento..., yo..., eh, no me encuentro muy bien..., algún
virus o así...»
«Ya», dijo Skinner en voz alta, «últimamente hay muchos
circulando por ahí.»
«Así es, yo mismo me encuentro bastante enclenque últi-
mamente.» Oswald Aitken hizo un esfuerzo solidario por qui-
tarle mordiente a la pulla de Skinner.
Mientras Kibby exponía a trancas y barrancas una presenta-
ción de lo más vergonzosa, las preguntas, salvo las procedentes
de una instancia muy concreta, fueron poco exigentes. Danny
Skinner jugueteaba con Brian Kibby, y sus preguntas, aparente-
mente inocuas, siempre sondeaban en pos de algún detalle que
su adversario, trémulo y vacilante, era incapaz de recordar. La
boca de Skinner adoptó una mueca cruel, el mohín de un seño-
rito que se considera mal servido pero que no está dispuesto a
causar un bochorno mayor montando un numerito. Por añadi-
dura, hizo circular detalladas notas con cifras que explicaban su
omisión de la semana anterior, lo cual sirvió para desautorizar a
Kibby incluso antes del comienzo de su presentación.
Bob Foy estaba sentado, echando chispas silenciosamente,
pero -y Skinner tomó nota de ello- su ira parecía menos dirigi-
da contra él que contra Kibby, por defender de forma tan inep-
ta su status quo y su posición.
184
Fue Skinner quien, de hecho, cerró la reunión arremetien-
do contra la defensa del sistema de informes en vigor efectuada
por Kibby, al decir: «Entonces, Brian, lo que en sustancia pro-
pones es: cero pelotero. Dejémoslo todo como está», imitando
la hastiada melancolía de Foy del día anterior hasta el punto de
parodiarle, cosa de la que todos salvo el jefe parecieron darse
cuenta. En cierto momento, Shannon, que había sido agasaja-
da con dichas imitaciones en el pub, tuvo que ahogar una risita
cuando Skinner hizo aquello con los ojos. «Mucha gente podría
pensar que hacerles venir aquí para decirles aquello que podría
haber circulado en un correo electrónico no constituye la mejor
inversión posible de su tiempo», prosiguió Skinner con una
arrogancia que iba en aumento, «y, por extensión, de los re-
cursos municipales, cuyo empleo eficiente tanto dices que te
importa», añadió sonriendo con frialdad, sin apartar del rostro
de Kibby su sonrisa.
Brian Kibby estaba mudo de asombro. Fue incapaz de re-
plicar. Tenía la cabeza a punto de reventar y se le aflojaron las
piernas. Paralizado como un animal por los faros de un coche,
miró en torno a los miembros de la tensa plantilla.
¡Segundo strike!
«Si algo no está estropeado, no hace falta arreglar...», empe-
zó en tono débil, hasta que su hilillo de voz quedó reducido a
un siseo gutural.
Colin McGhee se volvió hacia Skinner con expresión es-
tupefacta, y luego hacia Kibby con idéntica cara de perpleji-
dad, que se fue extendiendo por la mesa como un reguero de
pólvora.
«Lo siento, Brian», interrumpió secamente Skinner, «no te
oigo. ¿Podrías levantar un poquito la voz?»
«Si algo no está estropeado...», quiso reiterar Kibby con
contumacia, pero no pudo acabar la frase, pues sintió cómo le
subía algo desde la boca del estómago. Trató de taparse el ros-
tro, y volviéndose, logró que gran parte del vómito fuera a pa-
185
rar a una papelera, pese a que parte del mismo cayó sobre la
mesa y salpicó la manga del traje de Cooper.
¡Tres stñkes y fuera!
Shannon y Colin McGhee acudieron en ayuda de Kibby;
mientras tanto, Foy sacudía la cabeza con gesto cansino.
«Parece que el virus fantasma ataca de nuevo», dijo Skinner
con cara de póquer, mientras Kibby potaba humillantes boca-
nadas de huevos revueltos, beicon y tomate dentro de la papele-
ra, y Cooper se limpiaba la manga de la chaqueta con un pa-
ñuelo y una mueca de asco en la cara.
Danny Skinner se levantó y abandonó la sala de conferen-
cias, como consagrado, dejando tras de sí a un afligido Kibby y
a sus inquietos y divididos colegas. A despecho de su exaltación
y emoción, se afanó por entender la situación.
¿Qué cojones ha pasado ahí dentro?
Se trata, sin duda, de algo puramente casual. Es obvio que
Kibby tiene la gripe o algún virus auténtico, mientras que última-
mente yo he estado bebiendo tanto que mi tolerancia se ha dispara-
do. Resulta preocupante que te cagas; podría tratarse del último
chispazo del alcohólico, de un subidón final de omnipotencia antes
del comienzo del aciago declive.
Con todo... ¡Kibby la ha cagado
1
. Ha estado total y absoluta-
mente de los nervios.
¡Presentaba todos los síntomas de alguien que hubiese estado
empinando el codo!
Nah..., qué más quisiera yo.
La tarde se le pasó volando, y quedó atónito al comprobar
que, al llegar la hora del cierre, tenía el escritorio inmaculado.
Completamente maravillado, de camino a casa se detuvo en va-
rios de sus establecimientos hosteleros favoritos de Leith Walk:
el Oíd Salt, el Windsor, Robbie's, el Lorne Bar y el Central.
Aquella noche, en su piso, se quedó levantado pegándole a
una botella de Jack Daniels con un litro de Pepsi sin gas, mien-
tras veía El bueno, el feo y el malo en Channel 4. Algo, no obs-
186
tante, le reconcomía a pesar de su satisfacción. Tenía que cer-
ciorarse. Encendió un cigarrillo, y tras vacilar sólo un instante,
lo apagó contra su mejilla. Prorrumpió en un feroz alarido de
dolor; los ojos se le llenaron de lágrimas. El aborrecimiento que
sentía por sí mismo le dolía más que la quemadura.
¿Cómo he podido ser tan estúpido, joder? Probablemente me he
hecho una cicatriz para toda la puta vida.
Vio el resto de la película en un estado de honda depresión,
tentándose de vez en cuando el feo quemazo que se había hecho
en la mejilla.
Finalmente Skinner se fue a la cama, a la espera de uno de
esos sueños dolorosos e intermitentes, del tipo que solía tener
cuando estaba empapado de alcohol. Pero durmió profunda-
mente, y a la mañana siguiente, al despertarse, se sentía toni-
ficado. Se examinó el rostro en el espejo del cuarto de baño.
Algo no cuadraba. Faltaba algo. Sintió desatarse en él tal gra-
do de excitación que tuvo que sentarse en la taza, temeroso de
desmayarse, mientras las implicaciones se le agolpaban en la
cabeza.
El caso es que dolía una barbaridad. Brian Kibby se estre-
mecía de dolor mientras Joyce aplicaba un poco de antiséptico
sobre la fea herida que su hijo tenía en la mejilla. «Desde luego,
fea es. Tienes que recordar haber hecho algo. Parece como una
quemadura o un bocado...»
Aquel dolor era horrible y repugnante, y le preocupaba que
ni siquiera se hubiese dado cuenta de cuándo había tenido lu-
gar. Parecía que se le hubiese inflamado en plena noche. Le des-
pertó el escozor, y encendió la luz, blandiendo un ejemplar en-
rollado de la revista Which Computer, y mirando por todas
partes bajo la cama, detrás de las cortinas, en busca de algún
exótico intruso con muchas patas. No logró encontrar nada.
«Qué más quisiera yo», se quejó desconsoladamente.
«Tienes un aspecto terrible, hijo», dijo Joyce, sacudiendo la
187
cabeza con expresión lúgubre, «estoy segura de que has cogido
algo. Deberías ir a ver a un médico.»
Brian Kibby tenía que reconocer que no se encontraba
nada bien, pero se sentía poco inclinado a dar alas a los aspa-
vientos de su madre, pues sabía por experiencia que eso sólo le
hacía sentirse peor. La forma en que ella le mimaba había sido
un punto de fricción frecuente entre su padre y ella. Ahora que
Keith ya no estaba entre ellos, Brian era el hombre de la casa,
y estaba resuelto a comportarse como tal. «Estaré perfectamen-
te, no es más que una picadura de algún insecto que habrá
llegado con la primavera. Son cosas que pasan», dijo alegre-
mente, pero sintiéndose mucho más débil y enfermo de lo que
dejaba ver.
Sin embargo, en su vida estaban ocurriendo muchas cosas
emocionantes, y sentía que en aquel momento no podía permi-
tirse el lujo de doblegarse ante la enfermedad. El viernes iba
a haber una reunión de los Hyp Hykers en el McDonald's de
Meadowbank, lugar que se había convertido en uno de sus lu-
gares de encuentro regulares. En ocasiones Kibby disfrutaba del
placer prohibido de un Big Mac, pese a saber que al estar lleno
de azúcar, sal, grasa y aditivos, aquello no podía ser saludable.
Pero lo más emocionante era que Lucy y él habían quedado en
ir al polideportivo para disputar un partido de bádminton des-
pués de la reunión.
¡Eso sí que dará que hablar en el club!
Tenía mal cuerpo, pero la cabeza ya le daba vueltas con la
noción prematura, quizá incluso ridicula, de que ya eran novios
con todas las de la ley. A lo mejor después del partido hasta la
invitaba al pub Golden Gate a tomar una copa, aunque proba-
blemente él se ciñera al zumo de naranja fresco con gaseosa.
Ian había llamado anoche para recordarle lo de la conven-
ción de Star Trek a la que pensaban acudir el sábado en
New-castle.
¡Pues sí, este fin de semana pinta movidito!
188
El peliagudo problema de su matrimonio estaba todavía
por resolver. Decidió asesorarse en un chat de Internet de Har-
vest Moon. Como tantos otros jugadores, su favorita era Ann.
Tenía que reconocer que había algo en ella que en la versión
64 era mejor que en la BTN, pero además de ser guapa, era fiel
y seria.
Una buena esposa. Un buen activo.
Sin embargo, no lograba quitarse a Muffy de la cabeza. Le
encantó ver que Jenni Ninja estaba on-line. Ella (dio por su-
puesto que era mujer) era muy sensata, y conocía el juego al de-
dillo, por lo que acumulaba unas puntuaciones muy altas.
05-03-2004, 7.58
Über-Priest Rey del
Cool
Hola, Jenni, preciosa. Sigo atascado con lo de mi deci-
sión matrimonial. Es muy importante. La cosa está to-
mando visos de convertirse en una batalla de las
super-monas, Ann contra Muffy, aunque Karen y Elli
siguen siendo candidatas. ¿Algún consejo?
05-03-2004, 8.06
Jenni Ninja
Una Deidad Divina
Sí. He de reconocer que yo voté por Ann y Muffy. Son
mis favoritas de siempre. Antes me gustaban Karen y
Celia pero ya no. Buena suerte con tu decisión,
Über-Priest. Espero que todo vaya sobre ruedas.
Me ha respondido inmediatamente. Y lo entendió. ¿Quién será
Jenni Ninja? Parece de lo más enrollada y sexy, pero a lo mejor es
lesbiana, y quiere casarse con otras chicas y tal. ¡Pero sólo es unjue-
189
gol A lo mejor debería contestarle y preguntarle dónde vive. Pero eso
me parece un poco baboso.
05-03-2004, 8.21
Über-Priest Rey del
Cool
Gracias por tus consejos, Jenni, preciosa. Se trata de
una decisión difícil de tomar pero aquí, desde el Palacio
del Amor, el Rey del Cool toma nota de la sabiduría de
tu verbo.
Sonrío ante mis propias palabras pero noto un calor ardiente
en las mejillas. Me siento tentado de esperar y ver si Jenni Ninja
contesta, pero tengo que ponerme en marcha y me encuentro fatal.
Cierro la ventana del chat, y luego salgo de Harvest Moon y apa-
go el monitor. En el reflejo veo la fea cicatriz de mi mejilla. La ca-
beza me da vueltas y tengo náuseas; me siento sucio, sucio por den-
tro. Aquí hay algo que no cuadra.
Así pues, Brian Kibby fue a trabajar como un zombi. En la
oficina se sintió muy desasosegado. Danny Skinner había llega-
do antes que él y eso era algo que rara vez, si alguna, había su-
cedido. Por añadidura, Skinner parecía encantado de verle, lo
que hizo que Kibby se sintiera cohibido, pues los ojos de aquél
no abandonaban su rostro, donde se encontraba la marca de la
picadura. «Eso tiene mala pinta, Bri, ¿qué es?»
«¿A ti qué te importa?», saltó éste, inusitadamente irritable.
Era la gripe aquella, que le secaba la boca, hacía que le doliera
la cabeza, le envenenaba las tripas y le destrozaba los nervios.
Skinner levantó los brazos en un ademán burlón de rendi-
ción. «Perdona, si lo sé, no digo nada», dijo, suscitando un gesto
de empatia por parte de Colin McGhee y otro de Shannon, a
pesar de que se pasó un pelín al añadir: «¡Esta mañana alguien se
ha levantado con el pie izquierdo!»
190
Brian Kibby salió a efectuar sus inspecciones. De camino a
sus lugares de destino, leyó todo lo que pudo acerca del ayunta-
miento y de su modo de funcionar, así como viejos papeles del
comité e informes sobre iniciativas relativas a la salud pública.
Quería estar bien preparado para la prueba.
Tengo que obtener este ascenso.
A la salida de un restaurante italiano, una jovencita que
llevaba un chaleco adornado con el logotipo de la asociación
para la investigación del cáncer le sonrió con gesto suplicante.
No debía haberse detenido, pero aquella mirada torva le con-
movió.
Parece una chica realmente encantadora y una persona muy
agradable.
Sheryl Hamilton estaba harta. Se sentía como una prostitu-
ta, todo el día abordando a tíos. Los que se detenían eran o re-
pulsivos hombres de negocios o víctimas absolutas, como éste.
Ahora hasta pienso como una puta, reflexionó, mientras soltaba
de nuevo su perorata. Kibby descubrió, cosa alentadora, que la
mayoría de cánceres pueden prevenirse y son tratables, y que
constantemente se estaban produciendo grandes avances médi-
cos. Sin embargo, añadió Sheryl con tono grave, para poder se-
guir realizando tales progresos hacían falta fondos de forma ur-
gente.
Kibby firmó diligentemente por debajo de la línea de pun-
tos, animado por la conciencia de estar haciendo algo solidario
y útil. Pensó en preguntarle a la chica si alguna vez le apetecería
quedar a tomar un café, pero Sheryl se puso inmediatamente a
hablar con otra persona y pasó su oportunidad.
Más adelante empezó a sentirse un poco mejor. Durante
el descanso de la tarde, se sentó al lado de Shannon, maravi-
llado por su esmalte de uñas rojo, como si estuviera en un club
nocturno en lugar de en la oficina. Estaba leyendo una revista
del corazón y Danny Skinner estaba presente, tomándole el
pelo.
«No es más que una inofensiva distracción popular, Danny.
A ver, que ya sé que no es la clase de publicación que va a lograr
que el mundo cambie.»
«Ya lo ha hecho. A peor», dijo Skinner, levemente preocu-
pado por parecerse a su madre.
Shannon enrolló la revista y fingió golpear con ella a Skin-
ner antes de arrojarla sobre el escritorio. A éste le puso un poco
nervioso aquella muestra pública de intimidad. Se fijó en la ra-
queta que asomaba de la bolsa de deporte de Kibby.
«¿Bádmin-ton, Bri?»
«Sí...», dijo éste con recelo. «¿Tú juegas?»
«Demasiado duro para mí. Esta noche voy a salir por ahí a
ponerme ciego», le dijo con una sonrisita de suficiencia.
Como si a mí me importara, pensó Kibby mientras recogía
la revista de Shannon.
Kibby se fijó en las gemelas norteamericanas, las Olsen; en
la portada de la revista estaban hablando de su próxima pelícu-
la. Consideraban que se trataba del «paso siguiente», opinión
compartida, al parecer, por las chicas, el equipo de dirección y
el redactor de la revista. A él le parecían unas muchachas muy
dulces y muy bonitas.
Esas chicas son preciosas. No puedo decidir cuál de ellas más.
Lo cierto es que parecen idénticas.
Skinner se dio cuenta de la atención con la que Kibby leía.
«No hay pervertido que no lleve siglos esperando a que lleguen
a la pubertad», dijo como quien no quiere la cosa, lo que hizo
que Kibby pasara la página tímidamente. «Es el rollo de las ge-
melas. Apetece tirarse a las dos sólo por ver si una de ellas resul-
ta ser diferente. ¿No, Bri?»
«Piérdete», saltó Kibby, pese a estar un poco desasosegado.
«Venga», insistió Skinner, fijándose en que ahora parecía
haber captado el interés de Shannon, «tienes que sentir cierta
curiosidad. Unas gemelas idénticas, criadas en el mismo hogar,
que lo han hecho todo de la misma manera e interpretado el
192
mismo papel en la tele..., ¿tendrán inclinaciones sexuales dife-
rentes?»
«No pienso tomar parte en esta conversación», dijo Kibby
con aire estirado.
«¿Y tú, Shannon?»
«¿Quién sabe? ¿Tendrá uno de los Bros la polla más grande
que el otro?», dijo ella, cogiendo el auricular y llamando a una
de sus amigas, ajena al hecho de que aquel comentario de pasa-
da, que Skinner parecía estar sopesando, había dejado helado a
Kibby.
Ha conseguido que ella se vuelva tan mala como él. Jamás de
los jamases permitiré que se acerque lo más mínimo a Lucyl ¡Es un
cabronazo enfermo y malvado!
193
16. STARTREKKING
Brian Kibby permaneció en vela toda la noche, cociéndose
en su propio sudor. La fiebre hizo estragos en su cuerpo maltre-
cho, y su mente torturada estuvo inundada de visiones deliran-
tes, lo que le hizo temer por su estabilidad mental. Era incapaz
de ver otra cosa que el rostro cruel y burlón de aquel matón
psi-cótico de Danny Skinner.
¿Por qué me odia tanto?
En el colegio, Brian Kibby era lo bastante sensible, tímido
e inseguro como para llamar la atención de muchachos agresi-
vos como Andrew McGrillen, que olfateaban instintivamente el
rastro de las presas del patio de recreo. Y, no obstante, ni si-
quiera en el colegio se había topado con alguien como Skinner,
tan implacable, tan resuelto a transitar la senda de un odio con-
trolado y manipulador contra su persona. Al mismo tiempo, sin
embargo, su némesis estaba dotado de una inteligencia y de una
personalidad que hacían pensar que tendría que estar por enci-
ma de semejante conducta. Este aspecto era el que más le per-
turbaba.
¿Por qué se tomará tantas molestias conmigo?
Llegado el sábado por la mañana, Brian Kibby se encontra-
ba peor que cuando se había levantado el día anterior. Salió a
rastras y gimiendo de la cama a su pesar, y se dirigió al centro,
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donde se encontró con Ian en la estación de Waverley. Éste es-
taba emocionado y los dos amigos intercambiaron su tradicio-
nal choque de palmas; Ian, en broma, sacó su iPod.
«¿Llevas el iPod en posición de "aturdir"?», preguntó Kibby,
como era su costumbre, a lo que Ian respondió: «¡No, tío, el
iPod está programado para matar! Maroon 5, Coldplay, U2...»,
dijo con entusiasmo.
«Si añadimos a Keane y a Travis a la lista, ya tenemos la fies-
ta montada», replicó Kibby con gesto cansino, levantando y me-
neando su propio aparato. Hasta aquel ritual, habitualmente vi-
goroso, resultaba ahora agotador, y Kibby se disculpó por el
virus, subiendo su cuerpo somnoliento y sudoroso a bordo del
tren. Normalmente los viajes en tren le producían gran placer,
pero en aquella ocasión se limitó a sentarse, esforzándose por
leer el periódico mientras, apretujado y abatido, sudaba profu-
samente.
Entretanto, Ian hablaba por los codos de la importancia de
Star Trek como visión idealista y fuente de inspiración de cara al
futuro: era un universo en el que no había países en guerra, ni
dinero, ni racismo, y donde se respetaban todas las formas de
vida. Le encantaban las convenciones y la gente a la que cono-
cía en ellas, sus correligionarios Trekkies.
Kibby escuchó en silencio, con una sonrisa débil y afligida,
que puntuaba de vez en cuando asintiendo fatigosamente con la
cabeza. Su resentimiento iba en aumento, ya que su amigo pa-
recía ajeno a su malestar. Dos Nurofen le habían ayudado un
poco, pero seguía sintiéndose fatal. Al atravesar un túnel, el tren
traqueteó, produciendo un repetitivo «zum» sonoro semejante
al de los efectos especiales que simulaban una salva de misiles es-
paciales. Kibby temblaba, y se sintió contento al bajarse en
Newcastle.
Ya en el hotel, Ian conectó sin dilación la consola de la
Playstation que había traído consigo al televisor. Su amigo cargó
Brothers in Arms: Road to Hill 30.
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«Éste te va a encantar, Bri, Game Informer le dio un ocho y
medio...»
Kibby asintió; estaba saliendo del cuarto de baño con un
vaso de agua con el que bajó dos paracetamoles más. «Ocho y
medio. No está mal», dijo con voz ronca, sentándose en la cama.
«Pues a mí me parece que tendrían que haberle dado un
nueve, o quizá hasta un nueve y medio. Se basa en la historia
real, sin censurar, de la invasión de Normandía. Ya he llegado al
nivel francotirador. ¿Te apetece probarlo?»
«La resolución parece un poco desleída», dijo Kibby, des-
plomándose de nuevo sobre la cama.
«Vale.» Ian se levantó. «Ya veo que quieres ir a lo que hemos
venido. ¡Vamos donde la marcha!»
Kibby se incorporó a regañadientes y se afanó por ponerse
la chaqueta.
En el National Gene Centre se respiraba un ambiente de in-
tensa emoción. La iluminación era tenue y el formidable siste-
ma de sonido emitía una vibrante música electrónica. De pron-
to, se encendieron y se apagaron unas luces de láser mientras las
estroboscópicas resonaban a una cadencia lenta y la voz del ac-
tor William Shatner surcaba el aire:
El espacio, la última frontera. Éstos son los viajes de la
nave estelar Enterprise, que continúa su misión de explora-
ción de mundos desconocidos, descubrimiento de nuevas
vidas y de nuevas civilizaciones, hasta alcanzar lugares don-
de ningún hombre ha podido llegar.
«Eso me parece un pelín sexista», dijo Ian mientras se inter-
naban en el salón. «Tendrían que haber puesto la introducción
de Patrick Stewart, la que dice "hasta alcanzar lugares donde na-
die ha podido llegar".»
Se rumoreaba que el actor DeForest Kelley, que interpreta-
ba al doctor «Bones» McCoy en la serie original, estaba en el
país, y que, de ser cierto, lo más probable es que hiciera acto de
presencia. Mientras daban vueltas entre el gentío, inspeccionan-
do los múltiples tenderetes, con sus expositores, sus mercancías
y sus sociedades de ciencia ficción, Ian le comentó a Kibby: «Se-
ría estupendo hablar con Bones. Me pregunto qué opinará de
verdad de Leonard Nimoy como persona.»
Fueron aglomerándose hacia la plataforma situada al fondo
del salón para escuchar al presentador, vestido de representante
de una especie alienígena conocida como los Borg, que les daba
la bienvenida desde el estrado. «Así que disfrutad», les exhortó,
«y no lo olvidéis: ¡toda resistencia será inútil!»
A Kibby le puso nervioso verse inmerso en aquella concu-
rrida multitud, pero se sintió más nervioso aún al notar que algo
le rozaba las nalgas.
¡Ha sido una mano!
Se volvió bruscamente y vio a un hombre de mediana
edad con cabellos claros y canas incipientes a la altura de las
sienes, que lucía un gran bigote tipo Zapata y que le sonreía
lujuriosamente. Tenía una tez de un moreno anaranjado y lle-
vaba una camiseta de color tan eléctricamente blanca bajo las
luces como sus dientes. Llevaba impresa la palabra
TELEPÓR-TAME.
Volviéndose de nuevo, Brian Kibby oyó decir a Ian: «¡Al fin
y al cabo no es DeForest Kelley, sino Chuck Fanón, que inter-
pretó a un miembro de la tripulación Klingon en uno de los epi-
sodios de Deep Space Nine!»
¡Otra vez!
El roce inicial había dado paso a un magreo descarado. Algo
en su fuero interno restalló como una cinta elástica. Tendría que
volverse y soltarle un guantazo a aquel tipo o decirle que se fue-
ra a tomar por ahí. Pero Brian Kibby no le pegaba a nadie, y no
juraba ni montaba numeritos en lugares concurridos. Por razo-
nes desconocidas hasta para él mismo, siempre soportaba los in-
sultos y humillaciones en silencio. En su lugar, chasqueó débil-
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mente la lengua y se orientó hacia la salida, tras lo cual se enca-
minó al hotel.
Ian Buchan se dio la vuelta a tiempo para ver cómo Brian
Kibby se abría paso entre la multitud, y salía cabizbajo. Estaba
a punto de salir tras él cuando vio que a su amigo le seguía aquel
tipo sórdido que siempre andaba por las convenciones y que era
un notorio pervertido. Vaciló, tratando de descifrar lo que pa-
saba.
Con la cabeza gacha, atravesando un puente en compañía
de un grupo de amigos con el cuello de la chaqueta vuelto ha-
cia arriba para protegerse del viento frío y cortante mientras en-
cendía un cigarrillo, Danny Skinner mantuvo la vista al frente,
ansioso por ver aparecer los bloques de viviendas protegidas que
habrían de protegerle del asalto del vendaval. Las displicentes
nubes, que bullían y se arremolinaban en lo alto, se iban apro-
ximando cual pandilla rival resuelta a infligirles serios daños. De
pronto, una bolsa de aire levantada por el viento le arrojó are-
nilla a la cara. «Joder», escupió al chocar con una muchacha que
venía en la dirección contraria: era obesa, estaba amargada y
chasqueaba la lengua. Ante él bailaba una bolsa de patatas fritas
cuyo revoloteante movimiento amanerado y sus colores chillo-
nes parecían burlarse de su situación.
A medida que lagrimeaba e iba expulsando el polvo, la pa-
labra colocada en lo alto de una valla publicitaria, en austeros
caracteres negros sobre fondo blanco, fue haciéndose legible:
CONTACTO.
«Me alegraré que te cagas cuando estemos dentro del cam-
po», le dijo gimiendo a McKenzie mientras se aproximaban a los
molinetes.
«Ya, y yo», asintió McKenzie, entrechocando las palmas de
sus heladas y voluminosas manos.
Skinner dirigió a Gareth una rápida mirada cómplice, que
parecía indagar, de forma clandestina, cómo podía esperarse si-
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quiera que un hombre de la envergadura de Rab el Grande atra-
vesase los molinetes. En algún lugar había leído que desde la dé-
cada de los cincuenta, el molinete británico había aumentado su
anchura en una media de unos treinta centímetros. El artículo
también decía que seguía siendo insuficiente, pues en la actua-
lidad tenían que entrar más personas no discapacitadas que
nunca por las puertas para discapacitados.
Seguía apeteciéndole un pastel.
«Creía que habías dejado el fumeque, Skinny», dijo Gary
Traynor indicando el cigarrillo con un gesto de la cabeza.
«No parece que tenga mucho sentido», sonrió Skinner. «Soy
de los que opinan que en realidad es bueno para la salud. Para
mí que lo que mata de verdad es ser fumador pasivo.»
Desde la destartalada grada este, «la sarnosa» o «el establo»,
como con mayor pertinencia la denominaban sus ocupantes, la
grada sur, la de los visitantes, era un caleidoscopio de rostros
apenas visibles. Traynor lamentó no haberse puesto las lentillas.
A aquella distancia, divisar las caras de los del Aberdeen era im-
posible. Como sucedía con frecuencia, destacaba un gordo ca-
brón zumbando a un tipo calvo y pelirrojo próximo. El obeso
casual del Aberdeen saludó el coro de «gordo cabrón, gordo ca-
brón» con una obsequiosa reverencia, lo que hizo aullar a los
simplones, mirar fijamente y con malevolencia premeditada a
los psicópatas, y sonreír con silenciosa gratitud a los chicos es-
pabilados.
De repente el viento cambió de dirección, arrojando una
rociada de lluvia al rostro de la multitud. Un minúsculo riff de
politono interpretó el comienzo de «The Boys are Back in
Town» mientras McKenzie encendía el móvil. Skinner, pese a
aparentar despreocupación, sabía que era el proveedor de coca y
se dio a sí mismo el gusto de ese «¡sí!» interno que seguía a una
victoria psicológica de medio tiempo de ese calibre.
Skinner miró a sus amigos, subsumidos en el interior de
una cuadrilla más grande. Aquel día había salido bastante gen-
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te. Se sentía preparado para un poco de movida en serio, más
que hacía mucho tiempo. Para después del partido se había or-
ganizado un encuentro en East London Street, y se suponía que
Is&firms tenían que trasladarse allí en grupos pequeños.
Mientras los seguidores de los Hibs comenzaban a mar-
charse diez minutos antes del pitido final, los muchachos del
Aberdeen lanzaron un ataque sorpresa. En lugar de cruzar el
puente de Bothwell Street, de algún modo lograron llegar a la
parte de atrás de la Grada Sur, donde se enfrentaron a los res-
tantes seguidores de los Hibs.
La mayor parte de las brigadas de los Hibs había abando-
nado «la sarnosa» y se dirigían al punto de encuentro, pero hubo
unos cuantos rezagados, entre ellos Skinner, que quedaron sor-
prendidos de ver a las cuadrillas del Aberdeen embistiendo con-
tra manadas de hinchas aterrorizados mientras se abrían paso en
su dirección.
Allá vamos...
Mientras la adrenalina le surcaba el cuerpo, Skinner sintió
cómo se le aceleraba el pulso. La policía estaba pura y simple-
mente ausente cuando las brigadas del Aberdeen se lanzaron ha-
cia delante. La cosa estaba desatada, pensó Skinner con emo-
ción, y con unas multitudes casi del estilo de los años setenta y
ochenta. Por todas partes. Una bulla de las de antes, como man-
daban los cánones, de esas para las que habían pasado años pre-
parándose, pero que debido a la ritualización de la violencia
producto de la vigilancia policial y de los seguratas, rara vez te-
nía lugar a escala alguna fuera de las páginas de los periódicos.
Skinner no sólo no cedió terreno, sino que se lanzó de cabeza
hacia los muchachos del Aberdeen lanzando puñetazos por el
camino.
Venga ya, follaovejas de mierda...
Al esquivar de un paso lateral a un fornido muchachote ru-
ral que lucía una chaqueta Stone Island de color negro, de re-
pente Skinner se encontró intercambiando golpes veloces y en-
200
tusiastas con un tipo dentudo y con el rostro chupado, de mi-
rada dura y ojos de comadreja, el cual llevaba una Paul & Shark
roja. Había decidido permanecer atento y en la guardia de com-
bate correcta, pero su adversario fue el primero en golpear, ases-
tándole un potente derechazo en la nariz que le dejó aturdido y
le llenó los ojos de lágrimas, de modo que muy pronto Skinner
empezó a lanzar golpes sin ton ni son, moviendo los brazos cual
aspas de molino, como un aficionado cualquiera.
Hijo de puta...
Encajando una buena galleta en el ojo y otra en el mentón,
Skinner reculó un poco a la vez que se tambaleaba, notando fu-
gazmente la lánguida luz de la sosa farola de sodio sobre el te-
nebroso fondo del cielo crepuscular. Sólo entonces se dio cuenta
de que había ido a parar al suelo. Al reparar en que no le
sostenían las piernas, se dio cuenta de que era improbable que
pudiera levantarse, por lo que se colocó en posición fetal. Aque-
llo no iba a entrañar su defunción, pues sería otro el que se lle-
vase la paliza. Sí, Kibby iba a sufrir, porque ahora él, Danny
Skinner, era invencible. ¡Era inconcebible y demencial, pero
suyo era el poder!
¡Hala, Aberdeen, venga, hostias!
Después de que le hubieran clavado un par de recias bota
un aguafiestas gritó: «¡Ya vale, tío, ya es suficiente!»
Vete a tomar por culo... estúpido capullo...
Al inundarse el aire con el sonido de las sirenas policiales la
lluvia de golpes empezó a remitir y después cesó.
Los Kibby le deben una ronda a algún follaovejas decente, o
mejor dicho, a la fuerza pública de Lothian. Con todo, ha sido una
tunda de lo más completa...
Durante un rato pensó que lo habían apuñalado. Algunos
de los golpes parecían demasiado crudos e incisivos como para
haber sido ocasionados exclusivamente por puños o botas, pero
cuando los enfermeros le levantaron del pavimento no vio nin-
gún rastro de sangre. Antes de que éstos pudiesen subir su atur-
201
dido cuerpo a la parte trasera de la ambulancia, dos policías se
lo arrancaron de las manos pese a sus protestas, esposándole y
arrojándole al furgón, donde le quitaron una de las manillas y la
cerraron de nuevo sobre una barra que corría a lo largo del ve-
hículo. La locura del niki Lacoste, pensó, entre el aturdimiento
de la doble visión, sentado en silencio dentro de la tocinera,
mientras el efecto anestésico de la adrenalina se disipaba y se
daba cuenta de que le dolían los costados y que tenía la cabeza
a punto de estallar. A su lado estaba su adversario del Aberdeen.
«¿Estás bien?», le preguntó el chico, mirando a un maltrecho
Skinner con cara de arrepentimiento y ofreciéndole un cigar-
rillo.
Su oponente, dolorido y mareado, aceptó de buena gana.
«La verdad es que lo habéis hecho muy bien», reconoció éste.
«Tío, vaya paliza te acabas de llevar.»
«Ah, ya se sabe, accidentes laborales, colega. En cualquier
caso, en Leith nos crían duros de pelar», dijo, sonriendo a tra-
vés de su terrible y a la vez dulce dolor.
Espero, por el bien de uno que yo me sé, que hagan lo mismo
en Featherhall.
Fijándose en la chaqueta del muchacho, Skinner comentó:
«Bonitos trapos. ¿Una nueva gama de Paul & Shark?», pregun-
tó, señalándole el pecho.
«Sí, me la pillé en Londres, ¿sabes?», le dijo el nativo de
Aberdeen con una sonrisa de oreja a oreja. Skinner trató de son-
reír a su vez, pero la cara le dolía demasiado. Sin embargo, el do-
lor no duraría demasiado, pensó con buen humor.
Vaya, en todo caso no a mí.
Ian Buchan se preocupó al ver que Brian Kibby regresaba
temprano al hotel. Reflexionó acerca de por qué Brian se había
marchado; quizá tendría que haberse ido con él. Pero ¿a qué ve-
nía eso de marcharse con aquel tipo tan extraño? ¿Podría ser...
que Brian fuera gay? Seguro que no, siempre había mostrado in-
202
teres por las chicas, como Lucy por ejemplo, y la chica esa de su
trabajo de la que siempre hablaba. Pero quizá... se trataba de un
caso de «dime de lo que presumes...».
Al llegar al hotel, Ian no quiso subir a la habitación. Brian
era un adulto, lo que hiciera o dejara de hacer era cosa suya. Se
detuvo en el malecón de la ribera, se fijó en el refulgir de la luz
de luna sobre el Tyne, y en el nuevo bar temático a orillas del río
asomando bajo el vidrio y el cromado.
¡Quizá Brian está en la habitación con aquel tío!
Se quedó levantado en el bar hasta altas horas con algunos
Trekkies más, hablando de convenciones anteriores. La fiesta
prosiguió en una de las habitaciones de hotel, donde Ian se des-
pertó, completamente vestido, junto a un Trekkie al que apenas
conocía de nada.
En una habitación del piso situado directamente encima de
él se filtraba una luz tibia a través de las cortinas; estaba amane-
ciendo. Brian Kibby trató de levantar su dolorida cabeza de la
almohada pero su cuerpo gruñía de forma amenazadora ante tal
idea. Recordó, aterrorizado, los acontecimientos del día ante-
rior. El tipo raro que le había metido mano. Se había sentido fa-
tal por el acoso y la humillación, y había regresado al hotel sin
decirle a Ian una palabra. Y ahora la cama de éste estaba vacía;
no había venido a dormir.
¡El tío asqueroso aquel incluso le había seguido, diciéndole
cosas repugnantes acerca de mantener relaciones sexuales ellos
dos! Se estremeció al recordar las palabras de aquel pervertido:
«Quiero petarte el culo. Quiero oírte chillar.»
«¡DÉJAME EN PAZ!», le aulló a la cara Brian Kibby, quien
rompió a llorar y echó a correr mientras todo aquel que entraba
y salía del salón se volvía y miraba, para horror y vergüenza de
Brian, al pervertido del mostacho.
Después, Kibby volvió al hotel con los nervios crispados,
preguntándose qué le estaba sucediendo. Se hizo un ovillo bajo
la manta. En lugar de conciliar un sueño reparador, se quedó
ahí, aletargado; se sentía como si hubiera sufrido un accidente
de automóvil. Tenía la boca y la garganta completamente secas,
como si hubiese tragado tórrida arena candente. Trató de gene-
rar algo de saliva pero sólo logró soldarse la lengua al paladar.
Ahora se atragantaba con aquel calor áspero y seco, que parecía
habérsele incrustado en la garganta y el pecho... Extendió la
mano para coger el vaso de agua que había junto a la cama, pero
había olvidado llenarlo. Exhausto y dolorido, no era propenso a
dejarse acosar de esa forma tan flagrante por sus necesidades,
pero una tos convulsiva se apoderó de él, empezaron a llorarle
los ojos y se vio forzado a levantarse y acudir tambaleándose
hasta el minibar en busca de un poco de agua mineral, mientras
experimentaba un insoportable y ardiente dolor en las piernas,
la espalda y la cabeza.
Tenía los labios extrañamente entumecidos e hinchados: al
sorber el agua, ésta se le escurrió sobre el pecho y el pijama.
Las primeras horas de la madrugada fueron transcurriendo
lentamente, al igual que lo había hecho la noche, entre agónicos
desvelos. A Kibby le dolían y le picaban los ojos, que tenía hin-
chados y llenos de légañas fantasmas del insomnio. Se retorció
en la cama como una marsopa varada, empapado en sudor.
Al oír que llamaban a la puerta, se levantó dificultosamen-
te, sintiendo como si un desfile de tamborileros tocase una re-
treta sobre sus piernas, espalda, cabeza y brazos. Al abrir tími-
damente la puerta, vio cómo Ian contraía el rostro, horrorizado.
Lejos de que formulasen cargos contra él por sus activida-
des durante la pelea que tuvo lugar tras el partido con el
Aber-deen, Danny Skinner se llevó tal paliza que el sargento de
guardia le envió directamente a urgencias, reprendiendo a
los agentes que lo habían arrebatado de manos de los
enfermeros. Allí decidieron mantenerle en observación durante
una noche. En el pabellón habló con un reportero del Evening
News que trataba de sonsacar información a los heridos. Era un
tipo joven,
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con una calvicie incipiente y una piel terriblemente picada de
viruelas. Viendo sus ademanes serios pero nerviosos, Skinner
sintió lástima por él. El reportero colocó una grabadora delante
de él y le preguntó «¿Te importa?» con el mismo tono con que
podría haber preguntado si le importaba que encendiera un pi-
tillo.
La postura adoptada por Skinner fue decir que mientras
abandonaba el campo unos matones del Aberdeen se le habían
echado encima. La suerte le había sonreído, pues en el único
trozo de metraje de televisión por circuito cerrado concluyeme
en lo que se refería a su participación en el conflicto, aparecía
postrado en el suelo mientras varios individuos le pateaban. Ha-
bló largo y tendido mientras el reportero escuchaba, con expre-
sión preocupada pero imparcial.
Aquella misma noche le administraron unos analgésicos
que no hicieron absolutamente ningún efecto sobre los terribles
dolores que estaba padeciendo. En cierto momento sintió la ne-
cesidad de ir al baño, pero se encontraba demasiado dolorido
como para moverse. Permaneció quieto hasta sumirse finalmen-
te en un sueño regular. Al despertar por la mañana temprano,
saltó de la cama y vació la vejiga, mirándose acto seguido en el
espejo.
¡No tengo ni un rasguño!
Disgustado por su pobre rendimiento durante la pelea,
adoptó una guardia y practicó boxeo de sombra durante un
rato. Luego se vistió y abandonó el pabellón, dándose de alta,
avergonzado por la ausencia en su rostro de la más mínima mar-
ca. «Antes de que se marche tendrá que verle el médico», le dijo
una sorprendida enfermera, mirando las notas y tratando de re-
conciliar al Skinner que tenía delante con el que habían admiti-
do sus compañeros el día anterior.
Fue a buscar al médico de guardia, pero cuando regresó
Skinner había desaparecido.
Al llegar a casa aquel domingo por la mañana, Skinner oyó
205
sonar el teléfono tres veces antes de que saltara el contestador.
Llamó al 1471, deseando que fuera Kay preocupada por sus le-
siones, pero el número que apareció era el de su madre. Debía
de haber leído algo sobre él en el Mail. Pensó en llamarla, pero
su orgullo se lo impidió, diciéndose que si tanto le importaba,
ya volvería a llamar.
«Venga, tortuguita», le dijo Ken Radden a un maltrecho y
magullado Brian Kibby, que iba jadeando y resollando a unos
pasos de distancia del resto del pelotón por la ruta de West
Highland. «Como no lleguemos a ese refugio antes de que ano-
chezca...», le espetó en un tono que no auguraba nada bueno,
agregando a continuación: «Tú deberías saberlo mejor que mu-
chos.»
Ken jamás le había dicho eso antes. Aquélla era su frasecita
privada de chantaje emocional, utilizada habitualmente para
descalificar discretamente a otros que, en opinión de ellos, ha-
cían quedar mal al conjunto del grupo. Peor aún, le había lla-
mado «tortuguita», aquel insulto genérico y condescendiente de
los Hyp Hykers para alguien que en realidad no daba la talla.
Ahora Brian Kibby se arrepentía de los hastiados bufidos de
exasperación que profería cuando Gerald -siempre Gerald el
Gordo— les hacía ir con retraso. Había que ver el interés que po-
nía en prodigarle en tono superficialmente amigable voces de
ánimo entreveradas de censura a Gerald cuando Lucy estaba lo
suficientemente cerca como para oírle: «¡Venga, Ged! Tú pue-
des, colega. ¡Ya queda menos!»
Y Lucy. Lo único que hicieron fue intercambiar
chocolati-nas. Esta vez la suya había sido una Yorkie y la de
ella una Bournville Dark. La veía ahora, a poca distancia,
tratando de aguardarle, pero incapaz de remediarlo a medida
que él se iba rezagando más. Se quedó mirando su mochila
naranja, cada vez más fuera de su alcance. Un joven Hyp Hyker
de tez morena llamado Angus Heatherhill, con quien Kibby
no había hablado
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nunca, se colocó a su altura. Heatherhill tenía una mata rebelde
de cabellos negros, bajo la cual a veces se divisaban un par de
ojos oscuros de mirada acerada.
Kibby se sintió apesadumbrado, lo que engrosó su carga fí-
sica; su corazón, plúmbeo, pareció hundirse unos centímetros
dentro de la cavidad torácica. Las cosas estaban yendo tan terri-
blemente mal... No podía comprenderlo. Todas las mañanas se
despertaba sintiéndose fatal. Y había que ver el estado en que se
encontraba ahora...
Y encima Ian no había llamado. Se había comportado de
una forma muy extraña durante el viaje de regreso en tren,
cuando Kibby se despertó, magullado de mala manera, tras su-
frir lo que desde entonces había postulado con trepidación
como cualquier cosa, desde una reacción alérgica grave a la es-
trambótica improbabilidad de que se hubiese caído por unas es-
caleras en estado de sonambulismo. Su madre, al igual que Ian,
no podía creerlo; pensaba que le habían pegado una paliza. ¡Ni
siquiera iba a dejarle ir a las excursiones de los Hyp Hykers!
A medida que veía la espalda, cada vez más lejana, de Lucy,
y los brazos de Heatherhill gesticulando a su lado como las as-
pas de un molino, Kibby pensó en sus rasgos delicados y frági-
les, tan acentuados por aquella fina montura dorada que en oca-
siones llevaba en lugar de las lentillas.
A menudo fantaseaba con ser el novio de Lucy. En aquellas
ensoñaciones, unas prosaicas escenas domésticas le producían
casi tanta satisfacción y menos remordimientos que las imáge-
nes masturbatorias prefabricadas. En una de sus favoritas, Lucy
iba sentada a su lado, viajando en el coche, el viejo Capri de su
padre, con Joyce y Caroline montadas detrás.
A mamá le encantaría Lucy, y Caroline y ella se harían gran-
des amigas, como hermanas, pero por las noches estaríamos Lucy y
yo solos en nuestro piso y nos daríamos besos y... ¡pero basta ya!
Espabilado por aquella fantasía semiadolescente, Kibby ele-
vó la vista hacia el cielo, cada vez más oscuro.
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Señor, siento mucho lo de todos esos tocamientos porque sé que
está mal. Si me consiguieras una novia la trataría bien y no tendría
necesidad alguna de...
A Kibby se le cortó de nuevo la respiración al mirar adelan-
te y ver cómo las espaldas del grupo iban perdiéndose cada vez
más en el horizonte. Pero alguien se había detenido. Caminó
tambaleándose sobre sus doloridas piernas. ¡Era Lucy! Su rostro
casi translúcido pareció abrirse mientras él avanzaba de modo
vacilante. Un molde de inquietud -¿o sería lástima otra
vez?-pareció cincelar su quebradiza sonrisa mientras Kibby
sentía que le fallaban las piernas. A cada paso parecían hacerse
más cortas o que se estuviera hundiendo en una ciénaga. Pero la
tierra empapada subía con rapidez para encontrarse con él y lo
último que vio antes del topetazo fue la boca de Lucy
formando una O perfecta.
Estaba en la parada del autobús, esperando que uno de los
vehículos granates de la región de Lothian le llevara al otro ex-
tremo de Leith Walk, y rebosaba de energía, entreteniendo a los
demás parroquianos de la cola con su palique. La prensa domi-
nical había hecho mención de los disturbios en Easter Road, y
los periódicos del lunes no hablaban de otra cosa. Ya había sali-
do en el Daily Record, donde le describieron como Daniel
Skin-ner, empleado del gobierno local e inocente víctima de la
violencia del sábado.
Apareció un 16 y vio bajar del mismo a Mandy, la
aprendi-za de peluquera de su madre, que le contempló con
gesto sorprendido: «¡Danny! ¿Te encuentras bien? Es que... ¡en
el periódico decían que habías sufrido heridas graves en la
cabeza!»
«Siempre he estado mal de la cabeza», se rió él antes de agre-
gar: «No, en serio, menos mal que sólo fue en la cabeza.» Se gol-
peó el cráneo con los nudillos con bastante contundencia, pre-
guntándose si Kibby lo notaría. «La prensa siempre exagera, no
dicen más que chorradas.»
208
Ya en el despacho, Skinner hizo méritos presentándose con
un estado de ánimo rebosante de aplomo, sin quejarse de sus le-
siones una sola vez y, curiosamente, sin una marca en la cara. Sí
que cojeaba ostensiblemente, pero fue Dougie Winchester
quien reparó en que, tras unas cuantas pintas a la hora de co-
mer, pareció haberse curado de forma milagrosa.
Brian Kibby, en cambio, no se había presentado, tras tele-
fonear para solicitar la baja por enfermedad, algo extremada-
mente insólito en él.
Los dedos de Beverly Skinner extendían el suavizante por la
cabellera gris y estropajosa de Jessie Thomson. La información
de la etiqueta decía algo acerca de «aceites de frutas» y los des-
cribía como «nutrientes» y, cosa extraña, parecía que, en efecto,
al masajear el cuero cabelludo de la anciana, produjera cierto
efecto rejuvenecedor. Los ojos y la boca de Jessie se iban ani-
mando por momentos. «Por supuesto, Geraldine siempre ha
sido propensa a los quistes ováricos. Su hermana también los su-
fría. Martina, ¿te acuerdas? La del chico que murió en aquel ac-
cidente de moto, ¿te acuerdas? Qué peligrosas son. Qué pena, y
un chaval tan majo además. ¿Cómo se supera algo así? A ver,
que mis dos hijos no son unos angelitos precisamente, pero si
les pasara algo...»
La dienta iba a la caza de algo, tratando de sonsacar a Be-
verly sobre el mal trago que acababa de pasar Danny. Debería ir
a visitarle. La agresión futbolística llevaba preocupándola todo
el fin de semana.
Llevo años cantándole las cuarenta a ese estúpido cabroncete
por lo de esas tonterías del fútbol...
Es todo lo que tengo. Mi chiquitín. No era mal chico. Era...
Mandy Stevenson entró como Pedro por su casa, con el
pelo pegado al cuero cabelludo y a un lado de la cara, y las
hombreras de su abrigo beige oscurecidas por un súbito cha-
parrón.
209
«Siento llegar un poco tarde, Bev. He visto a Danny al pie
de Leith Walk.»
«¿Qué?... Ah, ¿cómo estaba?»
«Justo en ese momento subía al autobús para ir al trabajo»,
dijo Mandy con una sonrisa. «Tenía muy buen aspecto. Ya co-
noces a Danny, siempre de broma.»
«Vaya que si lo conozco», caviló Beverly. [Cabroncete egoís-
ta. Joder, mira que preocuparnos por nada,] pensó, haciendo pe-
netrar más suavizante en los agradecidos rizos de Jessie. «Ya ve-
rás como esto te sienta de maravilla, cariño», amenazó, mientras
Jessie Thomson se sumía en un abrupto silencio puntuado por
una mirada tensa.
Brian Kibby era propenso a la hipocondría desde hacía mu-
cho tiempo. De colegial rara vez andaba lejos de la consulta del
médico: un certificado de baja procurado para poder gozar de
cierta tregua ante el acoso era un bien preciado. Pero desde en-
tonces, se había vuelto remiso a visitar a su médico y jamás fal-
taba al trabajo. Cualquier supuesta enfermedad era ahora, por lo
general, poco más que un hábito de autocompasión, y acos-
tumbraba a hacer uso de su frase rutinaria «Creo que he debido
de coger algo», para recabar algún tipo de atención femenina.
Ahora que tenía una dolencia auténtica y sin diagnosticar, le
preocupaba la posibilidad de estar perdiendo el juicio.
Sin embargo, aquel lunes por la mañana, las insinuaciones
de Joyce, sus magulladuras y terribles dolores, por no hablar de
su embarazoso colapso durante la caminata, le obligaron final-
mente a realizar una visita al doctor Phillip Craigmyre, el médi-
co de cabecera, en su consulta de Corstorphine. «Escucha,
hijo...», empezó su madre con cierto desasosiego, «no te olvides
de mudarte de calzoncillos..., acuérdate de que vas a ir al mé-
dico.»
«¿Qué...?» Kibby se puso rojo como un tomate. «Por su-
puesto que llevo calzoncillos limpios..., yo siempre...»
210
«Es que cuando fui a echar tus calzoncillos a la lavadora me
encontré... unas manchas de "eso"...», dijo Joyce con nerviosis-
mo, «ya sabes, de esas que a veces puede dejar un chico...»
A Kibby se le encendieron las mejillas y bajó la cabeza de
vergüenza. Su madre le había mencionado aquello en otra oca-
sión, pero había sido hacía muchísimo tiempo, cuando era ado-
lescente.
«Sé que puede resultar difícil, Brian, pero es pecado y pue-
de ser muy debilitador, no digo más. Recuerda», dijo ella mien-
tras levantaba la vista hacia el cielo, «El lo ve todo.»
Kibby estaba a punto de decir algo pero lo pensó mejor. Se
sintió más mortificado aún cuando ella insistió en acompañar-
le, e incluso tuvo que convencerla para que aguardase fuera
mientras el médico le sometía a un examen físico a fondo. La
confianza que tenía con éste permitió a Kibby reunir el coraje
suficiente para plantearle tímidamente la pregunta.
«Doctor, ¿podría esto deberse a que, eh, porque, eh, a veces
me... toco?»
Craigmyre, hombre de aspecto rapaz, de cabellos cortos y
plateados y aire de gran energía, miró a Kibby con una expre-
sión inequívoca.
«¿Te refieres a la masturbación?»
«Sí..., es que mamá dice que es muy debilitadora y yo...»
Sacudiendo la cabeza, Craigmyre dijo en tono tajante:
«Creo que aquí están pasando cosas mucho más relevantes que
una vulgar masturbación», antes de tomarle muestras de sangre,
orina y heces. Fue tal el disgusto de Kibby que a su cuerpo le
costó un rato deshacerse de sus excrementos.
Cuando hubo acabado, el doctor Craigmyre invitó a la preo-
cupada madre de Brian a pasar al interior de la consulta. Des-
cribió los síntomas de modo diligente, y a continuación sostu-
vo sin alterarse: «Desde luego, está claro que aquí ha habido
alguna clase de exceso», expuso.
«¿Qué quiere decir?», preguntó Joyce.
211
«Fíjese en su hijo, señora Kibby, está lleno de contusiones.»
«Pero no se ha peleado..., no es de los que se meten en líos»,
alegó ella.
«Es verdad..., no lo hago», insistió Kibby, rompiendo a llorar.
Craigmyre se mantuvo impasible, quitándose el estetosco-
pio y depositándolo sobre la mesa. «A decir verdad, todo lo que
aquí vemos concuerda con las secuelas que dejaría un fin de se-
mana de libertinaje alcohólico.» Sacudió la cabeza. «Estas con-
tusiones son del mismo género que las que se ven cada fin de se-
mana en la unidad de urgencias como resultado de reyertas
callejeras en estado de embriaguez», sostuvo mientras Brian
Kibby y su madre eran incapaces de creer lo que estaban oyen-
do. «Y esta marca en la mejilla parece una quemadura de ciga-
rrillo, de la clase que podría infligirse alguien a sí mismo en un
momento de depresión alcohólica. Me decías antes que hace
poco perdiste a tu padre...»
«Sí, pero no bebo...», protestó Kibby.
«A pesar de todo, su hijo dice que no bebe y que no ha con-
sumido alcohol durante el fin de semana», expuso Craigmyre
casi con sorna, mientras Joyce se quedaba convulsionada. «He
de decirle que en caso de que Brian tenga un problema con el
alcohol se trata de un asunto muy serio y que ni él ni nadie fa-
cilita las cosas ocultándolo.»
¡Ahora el muchacho estaba siendo estigmatizado como un
alcohólico que se negaba a reconocerlo pese a sus lágrimas in-
sistiendo en que no bebía! ¿Qué clase de médico era aquél?, se
preguntó Joyce, hirviendo de indignación. «¡Pero si ni siquiera
bebe! ¡Este fin de semana asistió a una convención de Star Trek,
doctor!», imploró ella, antes de mirar fijamente a su hijo en bus-
ca de signos de duplicidad. «¿No es así?»
«¡Sí! ¡Sí! ¡Estuve con Ian! ¡Estuvimos juntos todo el tiem-
po! ¡Él te dirá que en ningún momento bebí!», chilló Kibby
ante tamaña injusticia, mientras se le enrojecía la cara y co-
menzaba a sudar. «Regresé al hotel yo solo cuando empecé
212
a encontrarme un poco mal..., ¡pero no bebí en ningún mo-
mento!»
«A mí me gustaría tener alguna prueba de ello», dijo
Craigmyre. Había visto a montones de alcohólicos con anterio-
ridad, algunos de los cuales llegaban a extremos muy enrevesa-
dos con tal de minimizar su problema con la bebida.
«Yo se las conseguiré», saltó Joyce. «Gracias», dijo con aire
despreciativo mientras se dirigía hacia la puerta. «Vamos,
Brian», y Kibby salió lastimeramente tras su madre, resoplando
y transpirando por el camino.
Le llevó hasta el final de la semana encontrarse lo bastante
bien como para regresar al trabajo, y los moratones y la hincha-
zón seguían siendo prominentes. Pero cuanto más hablaba de su
desconcertante enfermedad, más parecía sumirse en la
auto-compasión. Al menos se libró de los improperios de
Skinner, pues su rival se había tomado dos días de fiesta para
preparar la entrevista de la semana entrante.
Kibby se quedó en casa durante la mayor parte del fin de
semana, preparando su propia entrevista. Aparte de eso, tenía
justo la energía suficiente para subir las escaleras metálicas
hasta su bienamado ferrocarril en miniatura, y pasó algún
tiempo viendo al City of Nottingham recorrer el circuito, imagi-
nando a los pasajeros en el interior del vagón. En su ima-
ginación, se veía a sí mismo y a Lucy viajando en el interior
de un lujoso compartimiento. Lucy iba vestida al estilo
vic-toriano, con un ceñido corsé realzándole el escote. En la
vida real había determinado de forma subrepticia que sus
pechos tiraban más bien a pequeños, pero a efectos de su
fantasía Kibby los había dilatado generosamente. Ahora,
mientras el tren se dirigía hacia West Highland —no
atravesaba Europa, al estilo del Orient Express-, Kibby bajaba
la cortina y jugueteaba con los encajes del vestido para liberar
aquel par de domingas.
Craigmyre parecía pensar que era inofensiva...
«Para, Brian..., no debemos...», jadeó Lucy, tiernamente ex-
citada pese a su temor.
«Ahora ya no puedo parar, nena, y tampoco creo que tú
quieras que lo haga...»
Pero está mal..., esto está mal..., tengo que parar...
Era demasiado tarde. Kibby resollaba sonoramente mien-
tras bombeaba su lefa en el pañuelo y se quedaba tendido sobre
el suelo de contrachapado, más consumido aún por sus esfuer-
zos.
214
17. ENTREVISTA
Sentado en el sillón de cuero de su despacho del entresuelo,
Bob Foy se levantó y fue a echar un vistazo al cronograma
Sas-co que colgaba de la pared. Se ocupaba de su
mantenimiento de forma maniática: se adhería resueltamente a
su sistema de claves a base de símbolos de colores, lo que
indicaba un cuerpo de inspectores organizado y ordenado. No
obstante, como la mayor parte de artefactos del mismo género,
tendía más a la representación de deseos piadosos que a la
realidad. El semblante de Foy adquirió un cariz lúgubre. Las
cosas estaban en el aire, y eso no le gustaba. La entrevista para
la plaza vacante del nuevo puesto de jefe de sección no sólo
correría a cargo de él y de Cooper, sino también de los
miembros electos del Comité de Sanidad y Medio Ambiente,
pese a que personalmente Foy fuera de la opinión de que
ninguno de los candidatos estaba a la altura.
Y sin embargo...
Danny Skinner se había comportado de un modo muy dis-
tinto en los días transcurridos desde el extraordinario percance
de Brian Kibby. Se había espabilado, presentándose por las ma-
ñanas a primera hora en un estado de excepcional dinamismo.
Kibby, por el contrario, su candidato preferido en un principio,
se había echado a perder. Con la jubilación de Aitken y el an-
siado traslado de McGhee a Glasgow, la cosa quedaba entre
215
Skinner, Kibby y «la chávala», como acostumbraba Foy a refe-
rirse a Shannon McDowall.
Shannon fue la primera en ser entrevistada. Proyectaba una
imagen culta y erudita. No era consciente, sin embargo, de que
Foy y Cooper habían dedicado tiempo a amañar el perfil reque-
rido para desempeñar el puesto para asegurarse de que sus apti-
tudes no fueran consideradas esenciales y que habían compila-
do por adelantado una lista de argumentos acerca de los motivos
por los que ella no era la persona idónea para el puesto.
Danny Skinner impresionó al comité. Se presentó bien arre-
glado, y se mostró muy espabilado y vivaz, pero sobre todo de-
ferente, poniendo buen cuidado en no dárselas de sabelotodo.
Ante todo, proyectó una imagen diligente, vendiéndose con éxi-
to como prototipo de funcionario veterano de la autoridad local.
Mucho menos impresionante resultó Brian Kibby, cuya en-
trevista fue una auténtica pesadilla. El jurado inhaló brusca-
mente, de forma colectiva y sincronizada, cuando vio compare-
cer aquel rostro maltrecho y magullado. Sudaba y estaba muy
alterado; su voz, cuando resultaba audible, era un siseo mori-
bundo. Kibby parecía menos un cero a la izquierda que una sór-
dida y desesperada ruina humana en plena crisis personal.
Mientras su compañero se sometía a la tortura del interro-
gatorio, Skinner y Shannon tomaban un café en el despacho.
«Por supuesto que aspiro al puesto, pero si no me lo dan a
mí, ojalá te lo den a ti», le decía Skinner. Y era sincero.
«Gracias, Danny; igualmente», le correspondió ella, aunque
de forma menos sincera. Ambos sabían que en realidad quien lo
merecía era ella.
Tiene más experiencia que todos nosotros juntos. Es competente
y cae bien.
Pero cuando poco después de que un destrozado Kibby apa-
reciese y se desplomase en su silla vio a Foy y Cooper entrar en
el despacho, pensó, casi con tristeza, qué lástima que sea mujer.
216
Pasaron unos días antes de que se anunciase la decisión
acerca del ascenso. Foy consideró que Le Petit Jardin era el lu-
gar idóneo para la comida de celebración. «Yo no soy sexista,
pero sé que algunos de los varones de la sección sí lo son», le dijo
a Danny Skinner, «así que estaba protegiendo a Shannon de sus
actitudes. Algunos de ellos jamás serían capaces de trabajar a las
órdenes de una jefa. No sería justo ponerla a ella en esa tesitura
y no estoy dispuesto a sembrar la discordia en la sección. Y en
lo que respecta al sector hostelero..., ¿crees que alguien como
nuestro amigo el señor De Fretais se tomaría en serio a una mu-
jer?» Bajó la voz y agregó: «Le metería mano bajo la falda y le sa-
caría las bragas antes de que ella pudiera decir "Ayuntamiento
de Edimburgo, Inspección de Sanidad".»
«Umm», dijo Skinner, asintiendo sin comprometerse. Aun-
que el éxito personal le complacía, resultaba un tanto doloroso
por su relación con Shannon. Sus encuentros sexuales se habían
vuelto más regulares, siendo ambos conscientes con frecuencia
de que era un error. Skinner era el que más había insistido de los
dos, sencillamente se sentía tan vigorizado, tan salido a todas
horas. Al menos hasta ese momento.
A ella le conmocionó tremendamente que le dieran el pues-
to a él, pero logró felicitarle con elegancia, lo cual, combinado
con su propia sensación de la injusticia cometida, hizo que
Skinner se sintiera más bien mezquino.
Foy se arrimó, de lo que Skinner pudo deducir hasta qué
punto la esencia de algunos hombres venía definida por su lo-
ción para después del afeitado. «Y las chicas, ya sabes, desde lue-
go no son inspectoras por naturaleza. Reaccionan ante cosas di-
ferentes. "¡Uy, qué mantel más bonito tienes ahí!", o "¡Qué
cortinas tan monas!" y todas esas chorradas. ¡Qué más da el es-
tado en que se encuentre la puta cocina!»
Skinner sintió que la sangre se le helaba en las venas cuan-
do de pronto se abrieron las puertas de la cocina y la volumino-
sa figura de Alan De Fretais —tocado con el delantal de rigor—
217
entró majestuosamente en el comedor y se aproximó a ellos.
Despavorido, Skinner se levantó con rapidez y fue derechito ha-
cia los servicios. «El deber me llama», le dijo con una sonrisa a
Foy mientras partía apresuradamente.
Mientras se iba, se volvió para echar un rápido vistazo al
maestro cocinero departiendo con el funcionario municipal. En
el retrete, Skinner echó una larga meada, mientras pensaba que
era una temeridad mantener relaciones con gente de la oficina.
Te la follas y encima le robas su futuro profesional, se lamentó,
mirándose en el espejo. Después pensó en Kibby, y se preguntó
en voz alta: «¿Y a él qué cojones le estoy robando?»
¿Qué siento en realidad? ¿Quién cono soy? ¿Y qué pensaría mi
viejo de mi conducta? ¿La censuraría o la alabaría?
De Freíais. El me daría su aprobación, estoy seguro.
¡Qué espanto!
El viejo Sandy fue su padrino. ¡No es de extrañar que el pobre
vejestorio beba como una esponja! El ya está totalmente descartado,
pero De Freíais es un follador, eso es de dominio público. Puede que
no sea el viejo esbelto, cachas y moreno que yo me imaginaba, pero
es bebedor y ha triunfado.
Al regresar al comedor y tomar asiento, sintió un gran ali-
vio al ver que De Fretais se había marchado, y que lo había sus-
tituido una botella de Cuvée Brut. «Ah, esto es un obsequio que
nos ha dejado nuestro buen amigo para que lo disfrutemos»,
dijo Foy, enarcando una ceja apreciativa.
Skinner no tuvo reparo alguno en paladear aquel elixir
mientras recordaba cierto pasaje de Secretos de alcoba de los gran-
des chejs:
Esto desencadenó una vía de reflexión que me sentí
movido a explorar en el transcurso de una comida con mi
editor. Estábamos remojando con varias botellas de cham-
pán Krug 2000 la noticia de que mi libro Tras la pista del
arte culinario: viaje por la mente de un chef había superado
218
la cifra de los doscientos mil ejemplares vendidos en el Rei-
no Unido. Mi hipótesis, inducida por el alcohol, era que el
sensualista, tanto por predisposición como por deforma-
ción profesional, posee ciertos conocimientos y cierto nivel
de destreza que transmitir a otros en la materia. La mayoría
de los chefs (o maestros de cocina, como yo prefiero deno-
minar a mis pares) son sensualistas por naturaleza. Si nos
interesan el amor, el sexo y las relaciones humanas (¿acaso
alguno de nosotros puede decir honradamente que no le in-
teresan?), entonces parecía de cajón acudir a mis colegas
como fuente privilegida en este recorrido en pos de la ilu-
minación erótica.
Cuando regresó, el cocinero traía consigo una botella de ex-
celente borgoña. Esto y el efecto del champán mitigaron la re-
pulsión de Skinner. «Bien hecho, señor Skinner», dijo De
Fre-tais en un tono ceremonioso, con una sonrisa forzada y
calculadora en los labios.
Skinner se le quedó mirando durante unos segundos. Al
sostenerse mutuamente la mirada, se sumergió en un extraño lo-
dazal de emociones, pues la proximidad de aquel corpulento ser
le atraía y le horrorizaba al mismo tiempo.
¿Este gordo cabrón, mi padre? ¡No me jodas! ¡Ni de coña!
«Muchas gracias», dijo Skinner, «muy agradecido.»
«No hay de qué», repuso De Fretais con altivez. «Bien, se-
ñores, he de dejarles. Me marcho a la soleada España.»
«¿De vacaciones?», preguntó Foy.
«Lamentablemente, no. A rodar otra serie televisiva. Pero
volveré para el día 28, pues voy a celebrar una pequeña fiesta de
cumpleaños. ¿Les gustaría asistir?»
Tanto Foy como Skinner asintieron con la cabeza mientras
el maestro cocinero se marchaba.
¿Sería De Fretais como yo cuando era más joven, un palillo que
se infló de repente al llegar a la madurez? ¡No puedo creerlo!
219
Quería hacerle preguntas a De Fretais sobre el Archangel, so-
bre Sandy Cunningham-Blyth, sobre el cocinero americano
—Tomlin se llamaba— con el que se había formado, pero sobre
todo sobre Beverly. Pero ahora la bebida comenzaba a hacer efecto
y, por encima de cualquier otra cosa, quería pasárselo bien. ¿Y
por qué no? ¡Estaba en su derecho y el precio lo iba a pagar Kibby!
Esta situación demencial no puede durar eternamente; pronto
el orden normal se verá restablecido. Más vale que lo disfrute mien-
tras pueda. ¡Que pague esa ratita viscosa!
Foy se volvió hacia Skinner y, sosteniendo la botella con
gesto solemne, comentó con una risita burlona: «Claro, casi no
me acordaba. A ti no te gusta el tinto, ¿verdad, Danny?»
Skinner deslizó su copa sobre el blanco mantel de lino.
«Quizá haya llegado el momento de ser un poco menos conser-
vador», dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
El siguiente sábado por la mañana, Ken Radden llamó a la
puerta de la casa de los Kibby. Acudió a abrir Joyce, sobresaltada
y nerviosa cuando miró más allá y vio a un grupo de rostros que
la miraban desde un minibús aparcado frente a su hogar.
«Señor Radden..., eh..., Brian acaba de...»
Brian Kibby estaba ahora a su lado. Aún seguía con el ros-
tro hinchado y los ojos inyectados en sangre.
«¿Lo pasaste bien anoche?», preguntó Radden, arrugando la
nariz ante el olor de los aromas de comida casera y productos de
limpieza que llegaban a la puerta.
«No..., no..., estuve en casa..., me quedé aquí...», protestó
Kibby, mientras se le hundía el alma viendo el minibús. «Es una
especie de virus, he ido a ver al médico...»
Por supuesto..., la excursión a Glenshee..., ¿cómo se me ha po-
dido olvidar?
«Es cierto, es cierto», dijo Joyce con demasiada premura e
insistencia.
«Es una especie de gripe», alegó Kibby en tono suplicante.
220
«Hoy no puedo ir», dijo, fijándose, con una terrible sensación
de desaliento, en que el prepotente Angus Heatherhill estaba
sentado junto a Lucy.
«Muy bien», comentó secamente Radden, «ya te veremos
cuando te encuentres mejor.»
Pero en esos momentos parecía que faltaba mucho para que
llegara ese «mejor.» A lo largo de las siguientes semanas, Brian
Kibby soportó pacientemente un montón de visitas a distintos
especialistas médicos, e interminables baterías de pruebas. Éstas
dieron lugar a toda clase de diagnósticos especulativos, en los
que se sugirió con una desesperación cada vez mayor que Kibby
padecía presuntos virus, la enfermedad de Crohn, cánceres des-
conocidos, trastornos metabólicos y víricos aún más sombríos,
esquizofrenia, prácticamente cualquier cosa. Lo cierto era que el
estamento médico no sabía qué pensar.
Pese a que la salud de Kibby seguía deteriorándose, éste se
negó a doblegarse ante aquella misteriosa enfermedad. Se halla-
ba completamente agotado, pero acudía con regularidad al gim-
nasio local y trabajaba duro en un intento de adquirir algo de
fuerza y resistencia. Y su cuerpo empezó a cambiar; a medida que
hacía pesas, la gente notó que su esquelético cuerpo iba ganando
peso. En un hombre tan delgado, en un principio pareció moti-
vo de celebración, pero pronto quedó claro que no se trataba de
músculo, sino que estaba echando barriga e hinchándose.
Consultó los cuadernos de su padre de forma tan compul-
siva como su madre, aunque siempre de un modo muy discre-
to, advirtiendo en ocasiones a Joyce de que no los dejase a la vis-
ta, donde Caroline pudiera verlos. Su hermana había empezado
a beber, mostrándose tan taciturna al respecto como él, pese a
no probar ni gota. Concluyó que su dolencia le había vuelto
egoísta. Comprendía lo que le pasaba a Caroline.
Oyó que la puerta principal hacía ruido; avanzó pesada-
mente hacia ella para abrir, sólo para ver a dos chiquillos rién-
dose de él y salir corriendo.
221
Pequeños ca...
Brian Kibby regresó al goce furtivo de los estimulantes dia-
rios de su padre. Aunque confirmaban el amor que Keith Kibby
sentía por su familia, también estaban llenos de apuntes acerca
de diversas novelas que había leído, lo que le reveló a Brian una
faceta de su padre de la que hasta entonces no había sido cons-
ciente. Al parecer, a Keith le habían conmovido de forma espe-
cial libros como El retrato de Dorian Gray, de Osear Wilde, y El
extraño caso del Dr. Jeckylly Mr. Hyde, de Robert Louis
Steven-son. Y, sin embargo, Brian, que nunca había sido un
gran lector de narrativa, era incapaz de recordar que en casa su
padre hubiese leído otra cosa que el periódico. Por algún
motivo, la literatura era una pasión que se había esforzado por
ocultar.
Brian Kibby intentó buscar solaz en las novelas, pero tenía
la cabeza a punto de reventar y no lograba concentrarse. A él se
le antojaban áridas y monótonas, y acabó por regresar a los jue-
gos de ordenador. Dejó de ir al gimnasio, pues suponía dema-
siado desgaste.
Una noche, estaba sentado respirando entrecortadamente
en el sillón, viendo Coronation Street con su madre. Cada inspi-
ración ruidosa por su parte ponía a prueba los nervios de ésta.
Joyce miró a su hijo con una expresión de fatiga y comprensión.
«Si estuvieras bebiendo me lo dirías, ¿verdad, Brian?»
«Ya te lo he dicho», gimió éste exasperado, «¡yo no bebo!
¡¿Cuándo iba a hacerlo?! Estoy todo el día en el trabajo, estuve
en el Royal Hospital para que me hicieran las pruebas..., ¡de
dónde voy a sacar tiempo para beber!»
«Perdona, hijo», dijo Joyce, preocupada, pues últimamente
había visto a su hija en claro estado de embriaguez en alguna
que otra ocasión, «sólo quiero que sepas que puedes confiar en
mí...»
«Lo sé, mamá», dijo Kibby agradecido, antes de añadir pen-
sativamente: «¿Sabes los americanos esos que vienen por aquí?
¿Los misioneros?»
222
«El hermano Clinton y el hermano Alien, de la Nueva Igle-
sia de los Apóstoles de Cristo, en Texas...», dijo Joyce con una
sonrisa. «Les he dicho que jamás me convertirán, pero son un
par de muchachos encantadores.»
«A ellos no les está permitido beber ni..., eh..., andar con
chicas, ¿verdad?»
«No pueden beber alcohol y lo otro está excluido hasta que
contraen matrimonio», dijo Joyce con añoranza. Opinaba que
el Libro del Moderno Testamento era una sarta de bobadas y sus
autores unos herejes y unos falsos profetas, pero el código mo-
ral de sus seguidores le había impresionado.
«Son jóvenes..., seguro que, eh, tienen ciertos impulsos.»
«No dudo de que así sea», dijo Joyce, «pero para eso está la
fe, Brian. Quizá te vendría bien pasar un poco más de tiempo
en la iglesia.»
No era aquello lo que él habría querido oír.
Poco tiempo después, Kibby estaba sentado en el comedor
del ayuntamiento ante una ensalada, enfrentado a un nuevo di-
lema. Sentía un hambre voraz, en particular de comestibles azu-
carados y grasientos, pero trató de refrenarse, sintiendo cómo la
tripa le sobresalía por encima de la parte superior de sus panta-
lones. «No puedo creer que esté engordando tanto», rumió des-
consolado. Shannon McDowall trataba de confortarle
dicién-dole que era algo propio de la edad. Kibby miraba,
boquiabierto de envidia a un inmaculado Skinner, que se
estaba poniendo como el quico. Últimamente su antiguo rival
se había venido mostrando más amigable, al menos a la cara.
«No es justo, tú nunca pareces engordar, y sin embargo comes
como una muía y bebes como un pez.»
«Metabolismo acelerado», le informó Skinner con una son-
risa jovial, mientras miraba hacia el mostrador de la cocina.
«Creo que me apetece otro trozo de ese pringoso pudín de
tof-fee. ¡Jamás he podido resistirme a él!»
223
18. RICK'S BAR
Ann lo comprendería..., pero Muffy; ésa tenía algo, pensó
Kibby, jadeando mientras arrastraba el icono hasta la tienda de
alpistes. Los pollos necesitaban pienso. Sentado ante el portátil
con los ojos ardiéndole y picándole, si se sumergía lo suficiente
en Harvest Moon casi podía llegar a olvidarse de su dolor. Era
tan agudo que temía las interrupciones. Además de por motivos
prácticos le horrorizaban de forma visceral, pues le gustaba estar
solo con Muffy.
De todos modos, tengo que andarme con ojo, mamá está abajo
con esos americanos, no es como si estuviera en el desván...
Ahora que había acumulado un buen rebaño de animales y
tenía algo de dinero en el banco, tenía que centrarse en el asun-
to del matrimonio. Pasaba mucho tiempo hablando con Muffy,
y en los sitios web dedicados al juego, ésta tenía muchos fer-
vientes admiradores.
12-05-2004, 19.15
HM# i Lover Top
Man
Muffy es la mejor. Es tan guapa y preciosa. En el primer
juego me casé con Ann porque estaba loquita por mí,
224
pero no me dejéis empezar a hablar de Muffy..., ¡fuaa,
tíos, menuda hembra!
Pero también había voces discrepantes, gente que veía a
aquella chica bajo otra luz:
12-05-2004, 19.52
Nijitsu Master
Usuario Registrado
No me gusta Muffy porque es demasiado coqueta. Eso
de que le llame a uno «sexy» me parece como un poco
ordinario.
El chaval no se entera, sería fantástica..., tan buena..., pero
qué tontería..., es sólo un juego. Pero es una muñeca, una hermosa
jovencita japonesa...,sería estupendo besarla y follársela, enseñarle
cómo folla un muchacho blanco anglosajón..., follarme ese
estrecho chochito nipón, ese felpudo peludo...porque en cuanto
haya probado una polla blanca nunca más volverá a querer otra
cosa..., no..., no..., basta..., perdóname, Dios mío..., perdóname,
Dios...,
Mientras Kibby se sumía en palpitaciones extremas, oyó el
desgarrador sonido del timbre, lo que casi le dio un susto de
muerte. Pero detrás de su miedo también había una hermosa ex-
pectativa.
¿Quiénpuede ser? Seguro que no es Lu...
Joyce fue a abrir. Era Gerald el Gordo, que había telefonea-
do la semana anterior al hogar de los Kibby, presuntamente
como amigo, para ver cómo andaba Brian de salud. A Joyce le
pareció un gesto amable que los Hyp Hykers hicieran causa co-
mún cuando su hijo se encontraba tan enfermo. Acompañó a
Gerald al salón y le presentó a aquellos téjanos trajeados, rapa-
dos y dentudos, que movieron la cabeza al unísono para tomar
■225
nota de su presencia. Después le acompañó arriba, anunciándo-
le a Brian con entusiasmo: «Ha venido uno de tus amigos del
club de senderismo.»
Kibby había deseado primero, y temido después, dado su
estado, que se tratara de Lucy. En su defecto, Ian le habría vali-
do, pero cuando detrás de Joyce atravesó la puerta Gerald el
Gordo, Brian Kibby tuvo que esforzarse por ocultar su desilu-
sión.
El obeso senderista, por su parte, se dejó caer en la silla de
mimbre colocada frente a él antes de que pudiera reaccionar.
«Hola, Bri», le dijo Gerald en un tono frío y neutro.
Kibby percibió en aquellos ojos bovinos una crueldad re-
concentrada y supo que se avecinaba un mal rato. «Hola,
Ged...», dijo receloso.
Joyce se había retirado a la cocina, y cuando regresó les
trajo sendos vasos de naranjada, del que el hogar de los Kibby
andaba últimamente siempre abastecido dado que a los her-
manos Alien y Clinton les gustaba. Como remate, venía acom-
pañado de un plato rebosante de Jaffa Cakes y Digestives de
chocolate McVitie's. Joyce atravesó el dormitorio de puntillas,
como si se tratase de un campo minado, depositando la ban-
deja al pie de la cama de Kibby. Gerald no le quitó los ojos de
encima en ningún momento, e hizo inventario mental del
contenido del plato.
«Espero que te recuperes pronto, Bri», dijo Ged, cogiendo
un JafFa Cake. «Te estás perdiendo unos ratos estupendos»,
comentó, regodeándose indisimuladamente, contándole a con-
tinuación que habían estado en una discoteca en Glenshee. Ge-
rald —con cierto júbilo, pensó Kibby— le contó que Angus
He-atherhill estuvo morreándose con Lucy en el autobús tanto
durante el trayecto de ida como durante el de vuelta. «Parece
que esos dos ya son pareja», dejó caer con una tirria
maquina-dora destinada a aporrear la ya maltrecha psique de
Kibby.
Ged... es... tan... gordo...
226
Y, no obstante, estaba demasiado débil para reaccionar, a
medida que se amontonaba la miseria en un plato tan rebosante
como el que su madre había llenado de galletas, y que su cuate
senderista iba jalándose sin prisa pero sin pausa. Rumiando lo
triste e inevitable de todo ello, permaneció sentado delante de
Gerald con expresión enfermiza y lánguida.
Gordo..., gordo..., gordo...
«¿Vas a venir a la acampada de Nethy Bridge?», le preguntó
Gerald.
«Puede, si para entonces me encuentro bien», fue la iracun-
da réplica de Kibby.
Eres un gordo y un día te mataré..., empujaré tu obeso cuerpo
por el borde de un acantilado y te veré caer como un fardo y reven-
tar sobre las afiladas rocas de abajo... Ay, Dios, no, qué estoy pen-
sando, perdóname Señor, perdóname Ged, no estoy bien...
Y Gerald el Gordo contemplaba a la enfermiza criatura que
tenía delante sin dejar de ponerse morado de Jaffa Cakes, mien-
tras el chute de azúcar le sacaba brevemente de la depresión a
largo plazo que provocaba una dieta semejante. Disfrutaba re-
volcándose en el lodo de su malévolo desdén. Saboreaba la ven-
ganza, pues aún sentía el resquemor de los años de inequívoca
animosidad light que le había prodigado Kibby. Lo único que se
le pasaba por la cabeza a Gerald el Gordo era que Bri no era ni
guay ni inteligente ni buena gente. No: Bri era un fracasado al
que le estaban devolviendo la pelota.
Por fin Gerald se marchó, al mismo tiempo, por lo que
pudo oír Kibby, que los americanos. Pensó que podría volver a
Harvest Moon, pero Joyce vino a su habitación y le entregó un
panfleto. «De parte del hermano Alien y el hermano Clinton...,
dicen que a ellos les ayudó mucho.»
Kibby la miró con ojos que trinaban mientras sostenía el fo-
lleto con manos temblorosas. El panfleto se titulaba «Cómo su-
perar la masturbación», por el Comité de Vida Cotidiana de la
Nueva Iglesia de los Apóstoles de Cristo.
227
«¿Has estado hablando de mí?... ¿De mis masturbaciones
con extraños... con unos extraños americanos?»
«¡No! ¡Claro que no! ¡No les dije que se trataba de ti! Sólo
les dije que tenía un sobrinito que se tocaba mucho. Léelo,
hijo», insistió su madre con mirada fervorosa, «está lleno de
buenos consejos prácticos.»
Kibby dejó el panfleto sobre el escritorio del ordenador. Es-
peró a que su madre saliera de la habitación antes de cogerlo y
empezar a leer:
Sabemos que nuestros cuerpos son los templos de
Dios y que es preciso mantenerlos limpios para que pueda
habitarlos el Espíritu Santo. La masturbación es un hábito
pecaminoso. Aunque no sea físicamente dañina si no se
lleva a extremos, despoja a la persona del espíritu y en-
gendra remordimientos y ansiedad emocional. Es una ac-
tividad egocéntrica y reservada, y en modo alguno expre-
sa de forma apropiada el poder de procreación del que ha
sido dotado el hombre para cumplir con las metas eternas.
Separa a la persona de Dios y frustra la realización del plan
divino.
Ten la certeza de que tu problema tiene remedio. Son
muchas las personas, tanto hombres como mujeres, que lo
han superado, y tú también puedes hacerlo si estás resuelto
a que así sea. La determinación es el primer paso. Por ahí se
empieza. Tienes que decidir que vas a poner fin a esta prác-
tica; una vez tomada la decisión el problema queda muy
disminuido por sí solo.
Sin embargo, tiene que tratarse de algo más que una es-
peranza o un deseo, y de algo más que saber que te convie-
ne. Tiene que tratarse una DECISIÓN. Si de veras decides
curarte, entonces dispondrás de la fuerza de voluntad nece-
saria para resistirte a cualquier tendencia que tengas y a
cualquier tentación que pueda presentársete. Después de
228
haber tomado esta decisión, deberás observar las siguientes
directrices.
Guía para el autocontrol:
1. No tocarse nunca las partes íntimas del cuerpo salvo
durante los procesos normales requeridos para cum
plir con las necesidades fisiológicas.
2. Evita estar solo o sola cuanto te sea posible. Busca
buenas compañías y pasa tu tiempo libre con ellas.
3. Si mantienes relaciones con otras personas que pade
cen el mismo problema, DEBES ROMPER TU
AMISTAD CON ELLAS. No pienses que los dos
podréis conseguirlo juntos. Jamás lo haréis. Este pro
blema hay que sacarlo de la mente, donde radica, y
eso no se puede conseguir mientras se frecuenta a
personas aquejadas por el mismo mal.
4. Al bañarte, no te admires en el espejo ni permanez
cas en el aseo durante más de cinco o seis minutos,
lo justo para secarte, vestirte Y DESPUÉS SALIR
DEL CUARTO DE BAÑO y acudir a una habita
ción en la que esté presente algún miembro de tu fa
milia.
5. En la cama, vístete de una manera que garantice no
poder tocarte con facilidad las partes pudendas.
6. Si estando en la cama la tentación resulta abrumado
ra, LEVÁNTATE DE LA CAMA, VE A LA COCI
NA Y PREPÁRATE UN TENTEMPIÉ, aunque es
tés en plena noche y no tengas hambre. No te
preocupes por engordar, el propósito de esta suge
rencia es CONSEGUIR QUE PIENSES EN OTRA
COSA.
7. Nunca leas material pornográfico o excitante.
8. Llena tu cabeza de reflexiones sanas en todo momen
to. Lee buenos libros, libros de la Iglesia, las Escritu-
229
ras, los Sermones de los Hermanos. Acostúmbrate a
leer al menos un capítulo diario de las Escrituras.
9. Reza, pero no en relación con este problema, pues
eso hará que lo tengas más presente que nunca. Reza
pidiendo fe y comprensión pero NUNCA MEN
CIONES EL PROBLEMA EN CONVERSACIO
NES CON OTROS, PUES ESO HARÁ QUE LO
SIGAS TENIENDO PRESENTE.
10. Haz ejercicio vigoroso.
11. Cuando la tentación sea fuerte, grita ¡BASTA! y re
cita un pasaje preestablecido de las Sagradas Escri
turas o canta un himno que te inspire.
12. Fabrícate un calendario de bolsillo para un mes en
una pequeña tarjeta. Llévalo encima, pero sin ense
ñárselo a nadie. Si tienes una pérdida de control,
marca ese día con el color negro. Así se convierte en
un potente recordatorio visual de la importancia
del autocontrol, al que podrás remitirte si te sientes
tentado de añadir otro día negro.
13- Prueba con la terapia por aversión. Piensa en ideas
desagradables que anulen lo placentero. Piensa, por
ejemplo, en tener que meterte en una bañera llena
de gusanos, quizá en comerte varios.
14. A veces, por las noches, ayuda sujetar firmemente
en la cama un objeto físico, como una Biblia.
15- En los casos muy graves, para romper el hábito de
la masturbación semiinconsciente quizá sea necesa-
rio atarse una mano a una de las patas de la cama.
16. Manten una actitud mental positiva. Satanás nun-
ca tira la toalla. Tú tampoco debes. ¡Puedes salir
triunfante de este combate!
Las dos chicas, cuyas piernas tostadas por el sol asomaban
bajo sus ajustados vestidos de verano, bajaron del taxi mientras las
230
luces de Lothian Road resplandecían débilmente. Mientras des-
cendía de su propio taxi ante las puertas del pub Shakespeare y
pagaba al conductor, Skinner vislumbró fugazmente las bragas
blancas de una de ellas al bajar del taxi. La miró a los ojos con una
sonrisa de granuja y fue recompensado con una media sonrisa.
Joder, esto es chocholandia. Debería salir detrás de este par de
polvotes..., nah..., me iré para elSlutland, y luego a lo mejor a Rose
Street, para acabar en George Street. Últimamente eso está a tope
de tías con ganas de marcha.
Pero aquella noche tenía un compromiso importante con el
que quería cumplir.
Rick's Bar era un abrevadero ubicado en un sótano que había
alcanzado celebridad nacional a partir de un artículo aparecido
en las revistas del grupo Conde Nast en el que se le calificaba
como uno de los lugares más marchosos y más de moda del Rei-
no Unido. En realidad nunca se recuperó de semejante revés,
pero seguía gozando de popularidad entre algunos futbolistas lo-
cales y las chicas que iban detrás de ellos, así como entre alguna
gente del mundillo mediático escocés que se tragaban cualquier
propaganda que no hubiesen puesto en circulación ellos.
Aquella noche, Alan De Fretais había alquilado el local para
celebrar su cumpleaños invitando a un grupo selecto a tomar
unas copas. Danny Skinner, encantado de contarse entre los in-
vitados, era el único representante del ayuntamiento allí presen-
te, pues Bob Foy se había marchado a pasar una semana jugando
al golf en el Algarve.
Skinner llevaba algún tiempo pensando en De Fretais y
aguardando su regreso de España.
Compartíamos un detalle decisivo: una antipatía instintiva
por Kibby. ¿Podría ser que a fin de cuentas este cheffuera mi viejo?
Skinner sintió que la sangre se le espesaba y que el pulso se
le aceleraba cuando De Fretais le vio entrar e inmediatamente le
hizo ademán de acercarse. Tiene que ser ese gordo cabrón, pen-
só con una especie de alegre repugnancia mientras se dirigía ha-
231
cia el bar donde habían acampado el cocinero festejado y su sé-
quito.
«El señor Daniel Skinner, del ayuntamiento de Edimbur-
go», anunció histriónicamente el maestro de cocina ante sus bo-
quiabiertos acompañantes. Skinner meneó la cabeza y parpadeó
a modo de saludo ante los trajes y vestidos de noche presentes.
«Hola, Alan, gracias por la invitación. He estado leyendo tu
libro.»
«¿Te gusta?», le preguntó inquisitivamente De Fretais.
«Mucho..., muchísimo..., es curioso, porque me encontré
por casualidad con aquel tipo sobre el que escribiste, Sandy. Si-
gue bebiendo en el Archangel.»
«¿De veras?», repuso De Fretais con frialdad, antes de poner
de manifiesto sus reparos: «Un chef brillante y todo un personaje.
Estaba dotado de un talento asombroso para la cocina. Podría ha-
ber llegado muy lejos, pero supongo que te darías cuenta del esta-
do en que se halla.» De Fretais echó una mirada de preocupación
en torno a la sala. «¿No habrá venido aquí esta noche, verdad?»
«No, no creo.»
«Me alegro. Lo cierto es que le debo mucho, y nunca pier-
de ocasión de recordármelo. Es una pena, pero llega un mo-
mento en el que a los alcohólicos hay que excluirlos de tu vida.
Siempre pasa lo mismo.»
De repente, Skinner se sintió incómodo bajo la mirada es-
crutadora del maestro cocinero. Se preguntó qué sabría De Fre-
tais acerca de sus costumbres en la materia. Excluirlos de tu vida.
A él le parecía demasiado fácil.
Reparando en la incomodidad de Skinner, De Fretais se ex-
plicó: «Por desgracia, el alcoholismo es el azote del negocio de
la hostelería y los cocineros son muy propensos a caer en él.»
Skinner indicó con un gesto de la cabeza la copa que soste-
nía su anfitrión: «Pero a ti no te ha obligado a dejar de beber.»
«Durante un tiempo sí», argüyó De Fretais, forzando una
sonrisa mezquina. Estaba moreno. Skinner se preguntó si se
232
debía a España o a los rayos UVA. «Tuve problemas con la be-
bida, y fui abstemio durante años. Luego me di cuenta de que
podía beber de forma segura. El problema no estaba en el alco-
hol», dijo con una sonrisa mientras le daba un sorbo a su copa,
«sino en lo obsesión conmigo mismo. El alcohol no es más que
la medicina de los que están obsesionados consigo mismos.»
«Pero sin duda lo estamos todos», dijo Skinner, cuyo páni-
co iba en aumento. «Quiero decir, tú aún..., bueno, ¡no eres la
clase de persona que carece de autoestima!»
«Ah, pero no tiene nada que ver con el engreimiento», dijo
De Fretais sacudiendo la cabeza. «El mayor de los egotistas no
tiene por qué verlo todo exclusivamente en relación consigo
mismo, en tanto que la persona más modesta, tímida o incluso
redomadamente maja puede verlo todo en esos términos», pro-
siguió a la vez que estudiaba a los ocupantes de la habitación.
«Puede que sintamos más lástima por el triste alcohólico que se
aborrece a sí mismo que por el pedante que piensa que todo el
mundo está fuera de sintonía menos él, pero a grandes rasgos se
trata del mismo animal.»
Skinner asintió, pensativo, y una vez recobrada la compos-
tura, precisó: «He de reconocer que lo que más me interesó del
libro fueron las partes donde se habla de sexo.»
Observó cómo De Fretais se reía de buena gana antes de ob-
servarle con mayor interés, enarcando las cejas para animarle a
continuar.
«¿Sabes?, me gustó todo eso que contabas acerca del
Ar-changel Tavern. Menudo ambientazo debía haber. Anthony
Bourdain ha escrito acerca de cómo las actitudes punk influye-
ron en el desarrollo del arte culinario en Estados Unidos, pero
era la primera vez que oía hablar de ello en relación con el Rei-
no Unido. ¿Te acuerdas de Bev Skinner? En aquella época tra-
bajaba allí de camarera. Es mi madre», añadió.
De Fretais sonrió y asintió, pero sin delatarse lo más mínimo.
Skinner pensó que si hubo en algún momento un vínculo emo-
233
cional con su madre, éste se había desvanecido desde hacía ya mu-
cho tiempo. No había indicios ni de animosidad ni de cariño.
«De ese nombre sí me acuerdo. Solía andar por ahí con aquel
grupo local, los Oíd Boys. No eran malos por lo que yo recuer-
do, pero nunca lograron recabar la atención que merecían.»
«Así es... Wes Pilton, el cantante, no tiene mala voz», min-
tió Skinner. Los Oíd Boys eran uno de los grupos con los que
su madre solía castigarle de tanto en tanto.
«¿Y qué tal está tu madre?»
«Ah, muy bien. Sigue en sus trece, como si después del
punk la música hubiera muerto.»
«La verdad es yo también me harté del punk muy pronto.
Era el tipo de movida que te abría los ojos durante seis meses,
pero si después de eso no te cansabas, es que eras un poco lelo»,
dijo, con una expresión repentinamente vacilante, como dán-
dose cuenta de que quizá Bev Skinner siguiera siendo una in-
condicional del punk. «De todos modos, dale recuerdos de mi
parte. Fue una buena época.»
«Ella y tú no..., eh..., ella y tú, ¿nunca?..., ya sabes», preguntó
Skinner con una sonrisa, tratando de aparentar la máxima inocen-
cia, pese a las pequeñas brasas de ansiedad que ardían en su pecho.
«Pero, señor Skinner, ¿qué es lo que pretende usted insi-
nuar?», inquirió De Fretais, poniendo los ojos en blanco con
gesto picarón.
«Bueno..., lo cierto es que por lo que se deduce del libro tie-
nes una reputación que..., y sentí cierta curiosidad», dijo Skin-
ner con una sonrisita de complicidad.
«Con el corazón en la mano, puedo decirte que no», res-
pondió De Fretais. Parecía sincero, y agregó de inmediato, «pero
seguro que no fue por no haberlo intentado. A pesar del ma-
quillaje poco favorecedor y la indumentaria chunga, tu madre,
por lo que yo recuerdo, estaba muy buena. Pero se desvivía por
otro tío. Recuerdo que por algún motivo era un rollo muy clan-
destino, pero creo que era otro de los chefs, aunque no sé cuál.
234
Quizá mi colega yanqui, Greg Tomlin. Pagado de más, follado
de más y en todo lo demás de más», se rió De Freíais, mirando
a Skinner mientras le aseguraba: «Pero tu madre era una mujer
de un solo hombre. Estaba perdidamente enamorada de aquel
tío. Pero tú pareces haber salido un poco más aventurero.»
«Hay que probarlo todo al menos una vez, y si te gusta, re-
pites», bromeó Skinner.
«Me reconozco en tus palabras», dijo De Fretais, mirando a
su alrededor y bajando la voz. «Algunos vamos a acudir a un pe-
queño club privado más tarde. Una fiesta in extremis, sin res-
tricciones de ninguna clase. ¿Te interesa?»
«¡Cómo no! Avísame cuando estés listo», dijo Skinner con
avidez.
Quién cono sabe cómo acabará esto, pero para comerse la mier-
da ya tengo a Kibby.
Los saprofitos del circuito de gorroneo de la ciudad no tar-
daron en desempeñar su labor, devorando todo lo que había
en el buffet libre. Era evidente que eran muy pocos los que
pensaban quedarse a invitar a unas rondas. Pese a que el cham-
pán no era de gran calidad, era gratis, y a Skinner acabó por
gustarle.
De repente, apareció una señora de mediana edad envuelta
en pieles falsas levantando las manos hacia el techo. «¡Alan!
Querido, ese libro tuyo es asombroso. ¡Probé la receta de espá-
rragos con el pobre Conrad y resultó mejor que el Viagra! Tenía
pensado darte las gracias desde el fondo de mi corazón, pero
para mí que desde un poquitín más abajo sería lo suyo.»
«Encantado de serte útil, Eilidh», dijo De Fretais con una
sonrisa, mientras besaba a aquella mujer en ambas mejillas.
Skinner empezaba a encontrar tediosas las conversaciones,
cosa de la que se percató la cofradía de De Fretais, y a lo que
respondieron guardando las distancias con él. No obstante, pare-
cían tan irritados como él ante el agotamiento de la bebida gra-
tuita. Pronto De Fretais captó su atención y se dirigieron hacia la
233
salida. Subieron las escaleras hasta llegar a nivel de la calle, donde
había dos taxis aguardándoles. Skinner se metió en uno de ellos
con De Fretais, otros dos hombres y una mujer. Uno de los hom-
bres era asiático; era de complexión menuda, pero iba ataviado
con una chaqueta de ante de aspecto caro. La mujer, que según
los cálculos de Skinner andaba mediada la treintena, iba bien ves-
tida, con un traje a medida que tomó por un Prada.
El maquillaje es un poco exagerado, pero no parece estar muy
estropeada para su edad.
Aunque las proporciones no molan nada: cuatro tíos y sólo una
tía. ¡Espero que no me vengan con que nos tenemos que turnar con
la vieja esta!
El otro hombre había estado observando a Skinner con in-
terés. Era de cabello oscuro y rasgos demacrados, además de te-
ner unos ojos exageradamente saltones. Sumados a unos labios
tensos y finos, le daban un aire de indignación permanente.
Mientras el coche surcaba las adoquinadas calles del New Town,
De Fretais y él discutían de comida.
«Estoy dispuesto a inclinarme ante tu superior pericia en la
materia, Alan, pero cabría imaginar que los franceses...»
«Todo proviene de los griegos y de los romanos», terció De
Fretais. «Sigue volviendo a las tres principales tradiciones culi-
narias: china, romana y griega. Los griegos y romanos inventa-
ron el modo de alimentación occidental, el ritual y el festín, los
juegos, la idea de que había que explorar todos y cada uno de
los placeres sensuales», dijo, volviéndose de nuevo hacia Skin-
ner, quien se sentía ahora un poco inquieto.
Penetraron en un sótano después de que De Fretais llamara
a un timbre y gritara su nombre por el portero automático. Les
recibió un hombre alto y moreno, de ojos castaños de expresión
dura y cabello corto y ondulado del mismo color con las sienes
plateadas. «Alan..., Roger..., veo que habéis traído a unos ami-
gos...», dijo con un susurro de expectación, mirando a Skinner
de arriba abajo.
236
«Graeme..., me alegro de verte», dijo De Fretais con una
sonrisa radiante. «A Anwar ya lo conoces.»
El asiático le tendió la mano; el hombre llamado Graeme se
la estrechó.
«Ésta es Clarissa y éste es Danny.»
Graeme estrechó la mano de la mujer y la besó en ambas
mejillas antes de estrecharle la mano con firmeza a Skinner. En
su mirada había algo cruel y rapaz y Skinner notó la fuerza de
su agarre. Pese a ser ya maduro, parecía estar en buenas condi-
ciones físicas. Skinner se sintió inquieto y por algún motivo no
dejaba de pensar en Kibby.
De Fretais y Graeme les condujeron a una gran estancia pin-
tada de blanco y escasamente decorada, con techos altísimos, unas
cornisas impresionantes, un hogar de mármol y una recargada
araña de latón y cristal. Había una larga mesa de roble adornada
con algunas bandejas de comida: salmón ahumado, pollo en
da-ditos, arroz, diversas ensaladas, entremeses y demás. Cosa
intrigante para Skinner, reparó en las ostras -jamás las había
probado-que yacían en un lecho de hielo picado sobre grandes
bandejas de plata. Más interesante todavía resultaban las copiosas
cantidades de champán, una parte del cual ya chispeaba en copas
alargadas. Dejando eso al margen, la única otra cosa que había en
la habitación era un colchón grande con una cubierta morada,
varios cojines y una chaise-longue. «Por desgracia, tendremos que
servirnos nosotros mismos», anunció Graeme con voz resonante,
y nadie se mostró cohibido en poner manos a la obra. Skinner
cogió por vez primera una ostra y De Fretais le instruyó acerca de
cómo consumirla, dejando que se deslizase suavemente por su
gaznate. «Es..., creo que me gusta», dijo con cierta vacilación.
«¿No te recuerda algo?», le arrulló De Fretais.
Skinner sonrió lánguidamente antes de pensar en el otro co-
cinero que De Fretais había mencionado en relación con su ma-
dre. «Ese americano que aportó una de las recetas, creo que la
del postre de chocolate, ¿qué tal le va la vida?»
237
«Greg. Sí que le va bien, es cocinero ejecutivo y dueño de
una parte de un reputadísimo restaurante en San Francisco.
Pero, ¡ay!, es otro de los nuestros que ha vendido su alma a la te-
levisión y la publicidad.»
Skinner estaba envalentonado ahora por la bebida y deseo-
so de hacer más preguntas acerca de Greg Tomlin, pero Graeme
se aproximó a él con un plato que le ofreció probar. «L'escargots?»
«¿Caracoles? No sé», dijo Skinner haciendo una mueca.
«Quizá ya fuera hora de que los probases», replicó éste con
frialdad.
Skinner se encogió de hombros y pinchó uno, sumergién-
dolo un poco más en la salsa de ajo antes de comérselo. Parecía
un champiñón y no sabía demasiado distinto, pensó. Entonces
llegó el segundo taxi; en él iban dos tíos y tres mujeres jóvenes
que no habían estado en la fiesta. Skinner dio por hecho que se-
rían prostitutas.
«¿Qué opina de la cuestión nacional, señor Skinner?», le
preguntó Roger con un acento que a Skinner se le antojó muy
poco escocés.
«Creo que los escoceses le hemos sacado bastante partido a
la unión», dijo, pensando que en un salón del New Town, sin
duda un bastión del sentimiento unionista, se encontraría en te-
rritorio seguro. «Siempre estamos llorándole a todo el mundo
con que somos la última colonia del Imperio Británico, pero de-
sempeñamos un destacado papel en su gestación, concretamen-
te en el desarrollo del racismo, la esclavitud y el Ku Klux Klan.»
«A mí me parece que las cosas son un poquito más compli-
cadas que todo eso», le censuró Clarissa con sorna, volviéndole
la espalda.
Graeme, que seguía rondando a su alrededor, le dedicó una
tensa sonrisa: «Pues sí, no se trata de un punto de vista que vaya
a gozar de mucha aceptación en este ambiente.»
De repente Skinner sintió deseos de dirigirle la palabra a
una de las chicas para ver si tenía alguna posición al respecto, y
238
trató de captar la atención de la que llevaba una blusa azul ce-
ñida y cuyo brazo desnudo acariciaba uno de los hombres, pero
Roger se le arrimó más aún.
«¿Cuántos años tiene usted, señor Skinner?»
«Veinticinco», respondió éste, previendo una actitud con-
descendiente y suponiendo que quizá un par de años de propi-
na atenuarían un tanto el golpe.
«Humm», reflexionó Roger con cierta reserva.
Clarissa se volvió hacia ambos, dirigiéndose a Roger: «¿Has
leído el artículo de Gregor en el último número del Modern
Edi-na Bulletin? Creo que desacredita a fondo algunas burdas
generalizaciones», y mientras decía esto echó una fugaz mirada
a Skinner, parpadeando de forma breve y deliberada,
«realizadas de modo más bien alegre.»
«Bueno, pues me doy por enterado», dijo Skinner con una
sonrisa jovial, acercándose con gran desenfado a la mesa, donde
volvió a llenar su copa de champán. El que paga, manda, pensó
con satisfacción.
A instancias de De Fretais, se repantigaron sobre los coji-
nes, donde Graeme comenzó a verter cuidadosamente un lí-
quido transparente y ligeramente azulado en la copa de Skin-
ner. «Ya que no has estado aquí antes, sugiero que pruebes esto
para relajarte un poco.» Pero Skinner captó el tinte glacial de
su mirada.
Vacilando apenas un instante, siguió sorbiendo el champán.
No había sufrido decoloración, alteración del aroma o del sabor
por el añadido de aquel líquido, y las burbujas seguían chis-
peando.
Joder, menos mal que tengo a Kibby.
Y, en efecto, le relajó. Notando cómo sus músculos se vol-
vían más pesados, Skinner se alegró cuando Graeme y Roger le
ayudaron a quitarse la chaqueta. De repente le sobrevino una
leve náusea seguida de una efímera sensación de hambre, antes
de perder toda conexión entre la realidad y el pensamiento y no-
239
tar cómo caía desde los cojines al suelo, consciente sólo en parte
de que había sido Roger quien, tirando de él, le había llevado
hasta allí.
Siento una sensación de opresión en el pecho, como si se me
estuviera congelando el sistema respiratorio. Recuerdo que una vez
alguien me dijo que su abuelo estaba en un pulmón de acero.
Siento como si tuviese los pulmones de acero. Tendría que estar
asustado, sumido en el pánico, pero hay algo muy sosegado en todo
esto, la cabeza me dice que el miedo no conduciría a nada: lo que
haya de ser será..., pienso que sería una buena forma de morir, de
tránsito...
No se resistió —aunque en algún momento tuvo la ilusión
de que podría haberlo hecho- cuando le desabrocharon el
cin-turón y, le bajaron los pantalones y calzoncillos hasta los
tobillos. Sintió que le separaban las piernas como si fueran
sendos bultos de carne muerta. Tenía la espesa alfombra de
pelo largo en la cara, lo que dificultaba aún más el respirar.
Desde su borrosa perspectiva a ras de suelo vio entrar rayos
de luz por debajo de la puerta. Luego sintió un gran peso sobre
él, seguido de cierto movimiento y una sensación punzante en
el ano. Alguien estaba encima de él, dentro de él incluso. Supu-
so que sería Graeme, pero lo mismo habría podido ser Roger.
Oyó a aquel hombre haciendo rechinar los dientes en sus oídos,
como si a él mismo lo estuviesen penetrando y se sintiera dolo-
rido, y por lo que sabía Skinner, ése bien podía ser el caso. Lue-
go sintió que le violaba de verdad, a pesar de la droga, con una
violencia que le hizo lagrimear; parecía dispuesto a partirle en
dos. Escuchó maldiciones que tendrían que haberle producido
náuseas: «Sucia puta norbritánica, me estoy follando tu asque-
roso ojete anglofilo, chapera descerebrado y analfabeto...» Sin
embargo, por efecto de la droga, de algún modo le resultaron
tan tiernas como una canción de cuna materna.
Cuando aquel hombre hubo acabado, otro ocupó su lugar.
Apenas pudo discernir vagamente a Anwar dando idéntico tra-
240
to a otro miembro del grupo. ¿Se trataba de Roger o Graeme o
había entrado alguien más en la habitación? De Fretais le había
levantado la falda a Clarissa; su nuca subía y bajaba entre las
piernas de ésta mientras ella miraba a Skinner con intenso des-
dén. Las dos chicas que había tomado por prostitutas se acari-
ciaban la una a la otra, incitadas por voces masculinas que pare-
cían entrar y salir de su conciencia como las estaciones de radio
sintonizadas en el transcurso de un largo viaje en automóvil.
Entonces se quedó dormido, y cuando recobró la concien-
cia se encontró solo en la habitación. Se subió los calzoncillos y
los pantalones, se puso los zapatos y salió sigilosamente por la
puerta. Cada paso que daba era una tortura, pues un dolor abra-
sador y ardiente le recorría desde el ojete hasta el intestino. Llo-
ró de rabia y de dolor mientras renqueaba hasta su casa, y al lle-
gar allí se metió el dedo en el ano; al extraerlo, vio que estaba
ensangrentado.
Se sintió estúpido, violado y utilizado, hasta que pensó en
aquella extraña somnolencia. ¿Serviría para curarle? Se quedó
tendido en la cama, estremeciéndose en paroxismos tembloro-
sos y desconsolados, hasta que por fin acudió a buscarle y se lo
llevó.
Al despertar se sentía como nuevo. Se tocó el ano con el
dedo. No había rastro de sangre, ni fresca ni seca. Era como si
jamás hubiera sucedido.
Es como si le hubiese sucedido a otro.
Su propia salud nunca había sido particularmente robusta.
Mujer nerviosa, con tendencia a las infecciones víricas, su piel
casi translúcida presentaba a menudo un tono verdoso. Era pro-
pensa a las arcadas ante determinados olores, y los servicios pú-
blicos le producían especial aprensión. En efecto, era tal su con-
ducta fatalista, que parecía que Joyce Kibby desarrollase tales
enfermedades como muestra de solidaridad, primero con su
marido, y luego con su hijo. No importaba lo mucho que se la-
241
vase el cabello; éste sólo parecía alternar entre escuálido y graso,
o seco y quebradizo.
Sabía que antes de conocerla a ella Keith había sido alcohó-
lico. Había llegado a la iglesia a través de AA, y a través de la
iglesia llegó a ella. Cuando la enfermedad se agravó, Joyce dio
por supuesto que había sido su cuantioso consumo de alcohol
previo lo que había debilitado sus órganos internos, pero en vis-
ta de lo que ahora le sucedía a Brian, hubo de reevaluar el dete-
rioro de su marido.
Joyce amaba profundamente a sus hijos, pero sabía que, en
ausencia de Keith, éstos no iban a consentir con la misma pa-
ciencia su tendencia a alterarse por nimiedades. Era consciente
de que a menudo era culpable de contagiarles sus propios te-
mores y luchaba con tenacidad contra su inclinación natural a
hacerlo. Joyce veía sobre todo en Caroline la fortaleza de su di-
funto marido Keith, y se resistía a socavarla o a amargar a la chi-
ca con su propia debilidad. Y, no obstante, últimamente Caro-
line había llegado a casa fatigada, medio adormilada y oliendo a
alcohol en varias ocasiones, y pese a que Joyce lo había notado,
no lograba comprenderlo. Se apuntó el tema en la agenda men-
tal con intención de sacarlo en otro momento, pero como en
muchas otras ocasiones, aquel apunte se perdió en una neblina
de desesperación.
El miedo había delimitado los contornos de su existencia.
Criada en Lewis, en el seno de la Iglesia Libre de Escocia, asi-
miló el temor de Dios en el pleno sentido de la expresión. Su
Hacedor era esencialmente iracundo, y si a una le acaecía algo
malo, pasaba el tiempo tratando de averiguar qué era lo que ha-
bía hecho para desagradarle. Dado que no había nadie más a
quien poder culpar por el estado de Brian, Joyce asumió sobre
sus propios hombros la carga de la culpa. Le preocupaba haberle
consentido en exceso, que sus mimos fueran de algún modo
responsables de haber debilitado su sistema inmunológico.
Aparte de aquel reproche contra sí misma, sus únicas estrategias
242
consistían en escuchar las recomendaciones de los especialistas y
rezar.
Aunque seguían sin saber un ápice más acerca del origen y
las posibles causas de la enfermedad de Brian Kibby, los médi-
cos se mostraban unánimes al menos en lo que se deducía de la
observación de su estado. Dicho sin pelos en la lengua, parecía
estar pudriéndose por dentro. El cerebro, la garganta, el pecho,
los pulmones, el corazón, los riñones, el hígado, el páncreas, la
vejiga y los intestinos, todos sus órganos internos estaban co-
rroyéndose bajo los efectos de un asalto prolongado y feroz,
pero la causa exacta seguía siendo igual de fantasmal y abstrusa
que antes.
Su relación con el hermano Alien y el hermano Clinton
(qué extraño resultaba referirse así a unos hombres tan jóvenes)
se había enfriado un poco, y no la visitaban con tanta frecuen-
cia, a pesar de las formidables comilonas que les preparaba y que
tanto apreciaban. Quedaron desconcertados cuando ella trató
de endilgarles literatura de la Iglesia Libre de Escocia, la cual
sostenía que el Libro del Moderno Testamento era una malvada
herejía propagada por falsos profetas. Su fervor resultó descon-
certante para los jóvenes misioneros, que entendían que ellos
habían venido a convertir, no a ser convertidos.
Arriba, en su dormitorio, Brian Kibby se esforzaba por se-
guir los consejos del panfleto sobre la masturbación. No obs-
tante, mientras jugaba a Harvest Moon para no distraerse pen-
sando en Lucy, se topó con Muffy en la aldea y se le quedó la
boca seca.
Sólo es un icono..., sólo es una representación..., sólo es un jue-
go...
Joyce no había logrado conciliar el sueño, por lo que había
bajado a la cocina para preparar algo de comida. Mientras ru-
miaba acerca de cuestiones espirituales a la vez que preparaba su
sopa de cordero a la escocesa, arriba Brian sufrió un punzante
ataque. Sentado ante su ordenador, insomne, había logrado re-
243
sistirse a los encantos de Muffy y andaba a mitad de una parti-
da, reparando vallas estropeadas por la lluvia y cosechando tri-
go, cuando le sobrevino una extraña sensación de aturdimiento.
Después, de repente, sintió como si se le venciesen y retorciesen
las entrañas; cayó de la silla al suelo, gritando en vano ante un
dolor ardiente que se abría paso en el núcleo mismo de su ser.
244
19. DOS CHALADOS Y MUCHAS CURVAS
Pese a que soplaba un viento del Mar del Norte fresco y
enérgico, la mañana era luminosa y cálida. Skinner fue brincan-
do por Leith Walk, asintiendo con gesto jovial al mirar a los ojos
a todos aquellos con quienes se cruzaba, se tratase de conocidos
o de extraños. Su euforia aumentó cuando llegó a la oficina y
vio a Kibby apoyado contra la pared, aparentemente pasando
cierto apuro.
¡Tiene el culo totalmente petado!
«Brian, tendríamos que repasar estos informes de inspec-
ción tuyos», observó Skinner con una sonrisa jovial, acercando
un par de duras sillas de plástico que estaban junto al escritorio
de Kibby. «¡Se siente, amigo!»
Arrastrando los pies, Kibby se acercó pero no tomó asiento.
Skinner indicó la silla con un gesto de la cabeza. «¿Qué pasa?
¿Problemas con las hemorroides?»
«Nah, yo..., mira...»
«¿No habrás estado haciendo el bujarra o algo por el estilo?»
«Vete al carajo», bufó Kibby entre dientes, marchándose al
servicio como buenamente pudo.
Skinner puso los ojos en blanco y recogió una carpeta. Vol-
viéndose con gesto meditabundo hacia Shannon, preguntó:
«¿Crees que Brian Kibby es maricón?»
245
«No, sólo un poco tímido. Deja de ser tan horrible con él,
Danny», dijo Shannon. Más aún que Skinner, ella comenzaba a
acusar el hastío de una relación que no iba a ninguna parte.
Últimamente lo únicio que a él parecía interesarle era el sexo, y
por lo que había oído, no sólo con ella.
«Creo que ser virgen en Edimburgo a los veintiún años es
de lo más triste que quepa imaginar. Aquí la gente pierde la vir-
ginidad antes que en cualquier otra parte del mundo..., salvo
San Francisco.»
Shannon le miró con expresión dubitativa. «¿Hay pruebas
estadísticas de eso?»
«Hay pruebas estadísticas para todo», observó Skinner, es-
carbando con la uña entre dos dientes para desalojar un trocito
de comida. Se da cuenta que ella está necesitada, y sabe que se-
guramente volverán a follar esa noche. Shannon también lo sabe
y le mira de nuevo, desesperando de la inutilidad de todo aque-
llo. La relación de amigos-con-derecho-a-roce iba perdiendo
tirón.
El modo en que me está mirando..., se estremeció Shannon,
fijándose en él con atención. Últimamente está muy cambiado.
Quizá no fuera más que el ascenso, pero parecía embriagado de
poder. Y tenía que reconocer que, pese a la fealdad de la situa-
ción, estaba fascinada. De todas formas, y por atractivo que re-
sultara, estar cerca de él tenía algo perverso.
«¿Qué?», dijo Skinner, encogiéndose de hombros mientras
Shannon se levantaba y abandonaba el despacho.
Pero qué raras son a veces las tías.
Aun cuando estaba inmerso en el poder que tenía sobre
Kibby, Skinner sentía que de algún modo su vida actual no era
sostenible. De una forma siniestra, gran parte de ella parecía de-
pender de su némesis. Aquel extraño maleficio frenaba su avan-
ce, impidiendo que cumpliese con lo que empezaba a ver como
su destino.
Pensó en vivir en San Francisco, donde nunca hacía dema-
246
siado frío y siempre había un clima templado, entre los doce y
los veintitrés grados la mayor parte del tiempo. Las palabras de
De Fretais en el texto de Secretos de alcoba de los grandes chefs le
resonaban en los oídos: Greg Tomlin, pagado de más, follado de
más y en todo lo demás de más. Y Tomlin vivía en San Francis-
co. ¿Podía ser que el cocinero estadounidense fuera su padre?
Skinner pensó en la afinidad que siempre había sentido por los
Estados Unidos. El país de la libertad, donde daba igual qué
acento tuviera uno; de todos modos, era de suponer que el
mundo entero se identificaría con aquella nación: el cine, la te-
levisión, los restaurantes de comida rápida: uno se criaba con
todo eso a su alrededor. Imperialismo cultural. Y, no obstante,
no era de extrañar que todo el mundo le odiase cada vez más:
era tan estúpido, tan interesado y tan descarado que estaba pi-
diendo a gritos que lo aborrecieran. Greg Tomlin. ¿Cómo sería?
¿Sería él aquel hombre alto, esbelto, moreno, con una nueva y
joven familia, que recibiría con los brazos abiertos a su hijo lar-
go tiempo perdido?
¿Le detestaría? ¿Haríamos buenas migas?
Danny Skinner se marchó brincando alegremente a los la-
vabos a orinar. Mientras se lavaba las manos, tarareaba alegre-
mente la letra de una canción de R. Kelly:
It's the freakin weekend baby, I'm
gonna have me some fun, Gimmie
some ofthat toot-toot Gimmie
some ofthat beep-beep.'
Sabía quién estaba encerrado en el cubículo del retrete con
el cerrojo echado. Brian Kibby estaba sentado en la taza con las
1. «Ha llegado el puñetero finde, nena, / voy a divertirme un poco, /
dándole un poco a la bocina, / dándole un poco al claxon» («Ignition»). (TV.
del T.)
247
nalgas bien distribuidas sobre el asiento, sumido en un silencio
aterrorizado, haciendo una mueca provocada por un dolor que
le arrasaba en lo más íntimo de su ser. Había estado pensando
en formas de evitar tocarse el pene, cuando apareció Skinner y
le ayudó de forma inadvertida, pues su canturreo sofocó cual-
quier meditación de índole sexual.
Ayúdame, Señor, dame fuerzas, por favor...
Skinner sonrió ante la puerta cerrada. Oyó cómo un súbito
chaparrón golpeaba la ventana de vidrio esmerilado del exterior
y quiso estar en San Francisco.
¡Dios Santo, cómo me gustaría estar en Escocia! Estas foto-
grafías hacen que lo recuerde todo como si fuera ayer. Edim-
burgo. ¡Vaya una ciudad! Tenía un clima que hacía que no te
importara estar encerrado en una cocina o en un bar. No como
esta mierda tan marciana; los vientos de Santa Ana han hecho
estragos y la temperatura ha subido por encima de los treinta y
siete grados. Aunque en el sur de California lo tienen peor. Me
pregunto qué les pasará por la cabeza de los neocristianos de ex-
trema derecha el día que vean arder sus hogares. Quizá que ha
llegado el Juicio Final y que ése es su castigo por votar a «Arnie».
Con tanto cristiano suelto y tan pocos leones, digo yo que los
incendios estarán para eso.
Pero no hace un tiempo como para estar en una cocina.
Para nada. Preferiría estar en una playa que en el curro. Todo el
día. Todos los días. En cuanto me doy media vuelta, me sale un
cocinero renegado con ínfulas de diva que quiere imprimirle su
toque personal a mi risotto de marisco. Ahora tengo que estar a
primerísima hora en el puñetero local porque el fontanero vie-
ne a desatascar uno de los fregaderos.
Vuelvo a echarle un vistazo rápido a la colección de fotos
viejas que encontré el otro día -o, mejor dicho, que encontró
Paul cuando miraba entre sus cosas— de cuando viví en Escocia.
Debió ser en torno al 79 o el 80 quizá. Ella, con aquel peinado
248
grotesco tan pasado para aquella época y esa sonrisa bobalicona.
Él, con ese ridículo mono de portero. Y Alan, con el gen de la
obesidad a punto de entrar ya entonces en erupción, te lo juro.
Ahora se lo tiene muy bien montado: una prueba clarísima de
que la mierda flota. Me pregunto qué tal les irá a los demás.
Corren otros tiempos. Las fotos viejas no hacen más que
ponerme melancólico. Vuelvo a meterlas en el sobre y lo dejo so-
bre la mesita de la puerta principal. Bajo las escaleras del porche
y salgo a la calle, echándole un vistazo al barrio de Castro. De-
cido ir caminando al trabajo.
De modo que voy recorriendo Castro, atravesando este cu-
rioso gueto en el que se instalaron todos los paletos desmoviliza-
dos de la marina al terminar la Segunda Guerra Mundial. En
cuanto se aficionaron a los culos, no hubo manera de hacer que
volvieran a sus lugares de origen a contraer matrimonio con va-
cas reproductoras y vivir el resto de sus días sumidos en la frus-
tración sexual de una granja del Medio Oeste. No, este punto
de desembarco y desmovilización fue, de hecho, nuestro punto de
embarque y movilización. Fue el primer auténtico Boystown.
1
El viejo bar me tienta, pero paso de largo, tomando un atajo
para llegar a Fillmore y de ahí a Haight. Soy consciente de que,
pese a todo el tiempo transcurrido, esta espléndida y añeja villa,
edificada gracias a la fiebre del oro y que vive en la actualidad de
los microchips, sigue embelesándome. Incluso hace que me
pregunte por qué he entrado en el bar. Hace años, siempre me
dejaba caer para tomar una copichuela rápida, aunque sólo
fuera por ponerme al día con los cotílleos.
Probablemente se deba a que el Castro de hoy, con sus fon-
taneros gays, sus lavanderías para gays y sus carnicerías y car-
1. Denominación coloquial de uno de los barrios de Lakeview, munici-
pio lindante con Chicago, que alberga el primer barrio gay de los Estados
Unidos. Todos los meses de junio se celebra allí uno de los mayores desfiles
de orgullo gay del país. (N. del T.)
249
pinterías gays, me resulta del todo superfluo: no es más que otra
manifestación de la obsesión que tiene esta sociedad por
sexua-lizarlo todo. Hay que ver cuánto hemos cambiado el
mundo he-tero las reinonas. A peor. Si nos hubiéramos dado
cuenta de que arreglar un fregadero no es un acto gay ni hetero,
sino asexuado... De lo más asexuado.
Al llegar al restaurante, el joven fontanero lo ejemplifica a la
perfección. La forma en que encarna una imagen cultural tan
convencionalmente gay resulta tan omniabarcante que me re-
cuerda a uno de los androides de la película Yo, robot.
«Ay, señor Tomlin, a saber las cosas que bajarán por este de-
sagüe», me suelta, cubierto de alimentos en descomposición y
aguas malolientes.
«Es una cocina», le informo. Y así es. No es una playa, sólo
una puta cocina; sucia, maloliente y calurosa del carajo.
Tambaleándose, estornudando, regoldando y pediendo por
aquella inmaculada cocina con su bloc, Brian Kibby conseguía
superar el martirio de su inspección. Tan absoluta era su inmer-
sión en su propio suplicio que no era consciente de la impresión
que él mismo estaba causando. Maurice Le Grand, cocinero eje-
cutivo en el Bistro Rué St Lazare, se puso furioso al contemplar
a la criatura despeinada y hedionda que había venido a inspec-
cionar su restaurante. Aquello tenía que ser una broma. ¿Cómo
se atrevían a insultarle de aquella manera?
Le Grand llamó directamente por teléfono a Bob Foy, quien
había pedido a Skinner que estuviese presente durante una en-
trevista de orientación y asesoramiento que iba a celebrar con
Kibby al respecto.
Danny Skinner saboreó el instante en que Brian Kibby
entró en el despacho, casi arrastrándose, completamente aver-
gonzado. «Siéntate», le ordenó bruscamente Foy, tras lo cual le
arrimó un papel que había sobre la mesa. Era una hoja de recla-
maciones. A Kibby le tembló la mano al leerla.
250
«¿Qué significa esto, Brian?»
«Yo... yo...», tartamudeó Kibby.
«Es una hoja de reclamaciones. La ha enviado Le Grand.
Dice que eres un desastre. Una vergüenza», especificó Foy enar-
cando una ceja. «¿Tenemos motivos para estar preocupados,
Brian?» Escrutó con desprecio el aspecto demacrado que éste
presentaba antes de responder de forma irrevocable a su propia
pregunta: «Yo creo que sí.»
Kibby estuvo a punto de decir algo, pero su cerebro parecía
haberse fundido. Por primera vez, pareció cobrar conocimiento
de las manchas que llevaba en la camisa, y de los pantalones de
su traje azul, mucho más ceñidos de la cuenta.
Pero ¿qué es lo que me sucede?
«Escucha», dijo Skinner bajando la voz, «¿tienes algún pro-
blema?»
«Es esta enfermedad..., yo...»
«¿No hay nada que te esté perturbando, en casa, por ejem-
plo?»
«¡No! Yo... últimamente no me encuentro bien..., yo...», ti-
tubeó Kibby. Skinner y Foy acababan de deshacerse de Win-
chester, el viejo compañero de copas de Skinner. Podían com-
plicarle la vida. «Lo siento...»
«Vas a tener que ponerte las pilas», dijo Foy con ira queda y
contenida. «Estás dejando en ridículo a esta sección, Brian, y no
estamos dispuestos a tolerarlo.»
«Yo... yo...»
«¿Me he expresado con claridad?»
En algún lugar de su alma, la conciencia de lo injusto de su
situación pareció envalentonar a Kibby, y logró mirar a Foy a los
ojos y decir: «Con claridad meridiana.»
Estoy defraudando a la gente. Últimamente no he estado de-
sempeñando bien mis obligaciones. Tengo que ser más pulcro. Pero
es que me encuentro tan mal...
«Me alegro», dijo Foy con una gélida sonrisa.
251
Kibby miró a Skinner, el cual, había notado, acababa de
echarle una leve mirada de desagrado a Foy.
«Mira, Brian, tómate esto como una charla informal, de ca-
rácter extraoficial si te parece.»
En los ojos de Brian Kibby brilló una lágrima, y de forma
perversa, experimentó una oleada de gratitud que al mismo
tiempo le repugnó y le infundió deseos de gritarle a Skinner, a
Danny Skinner nada menos, pidiéndole ayuda. «Gracias», logró
decir Kibby a duras penas antes de excusarse y dirigirse al refu-
gio en el que se había convertido para él el servicio.
¿Y qué decir de Kibby hoy? Hostia puta, ese chaval es una
víctima innata. Nunca se es culpable de ofrecerle a las víctimas
aquello que más desesperadamente ansian en esta vida: persecu-
ción y, si se es aún más generoso, el martirio. Si no lo haces tú,
las Parcas lo harán por ti. Las Parcas rara vez se equivocan. Las
excepciones pueden contarse con los dedos de una mano muti-
lada.
De Fretais y mi madre. Entre los dos podría desentrañar
la verdadera historia. Pero me da la impresión de que es Tomlin
el que las Parcas me tienen reservado. Toda mi vida he sabido
que mi destino estaba en otra parte. Ahora creo que está en Ca-
lifornia.
¿Qué es lo que me retiene aquí? Con Shannon las cosas es-
tán cada vez más marcianas. Lo de anoche se parecía más a una
pelea que a un polvo. Estábamos besándonos en el sofá de casa
pero de forma rabiosa, desagradable, y me pidió —digamos que
me ordenó- que me despelotara. Entonces empezó a chuparme
la polla, pero arañándola con los dientes y mordiéndola; me do-
lía que te cagas y ella lo sabía. La tiré del pelo para apartarla de
mi entrepierna en lugar de atraerla hacia ella. Me miró de for-
ma ceñuda y cruel; yo le arranqué la blusa, haciendo saltar dos
botones. Supuse que le apetecía hacerlo en plan bruto, así que
empecé a magrearle las tetas. Ella jadeó e hizo una mueca. Me
252
mordió el labio inferior hasta que ambos notamos en la boca el
sabor metálico de la sangre. Le saqué los vaqueros y las bragas y
le hinqué los dedos en el cono a lo bruto. Ella me cogió la po-
lla de forma bastante ruda, clavándome las uñas mientras tiraba
arriba y abajo del prepucio con tal fuerza que noté cómo el pe-
llejo se desgarraba. Casi como maniobra defensiva, la agarré por
la muñeca y se la sujeté contra el sofá mientras le clavaba mi po-
lla escocida. Ella me tiró de la nuca, apretándome la frente con-
tra la nariz, frotando y machacándola de mala manera, hasta ha-
cer que me llorasen los ojos; tuve la práctica certeza de que me
la iba a romper. La follé tan fuerte y tan implacablemente como
pude, pellizcándole cruelmente el pezón, atenazándoselo entre
el pulgar y el índice. Después ella me arañó toda la espalda y los
costados, apartándome con violencia para escapar de debajo de
mí. Me ordenó que me pusiera debajo y se me montó encima,
gritando «ESTOY ENCIMA, MUY POR ENCIMA DE TI,
SKINNER, SO CABRÓN», y me folló, pero en realidad lo úni-
co que hizo fue follarse a sí misma hasta alcanzar un amargo or-
gasmo. Cuando terminó, se apartó de mí como si fuéramos dos
piezas de Velero, obligándome a meneármela para poder correr-
me. Dejé el sofá perdido de lefa. A ella le cayó un poco sobre el
muslo, que se limpió con desprecio, usando el cojín. Y lo peor
de todo ello, joder, fue el modo en que actuó como si hubiera
sido todo de lo más normal, vistiéndose con calma y marchán-
dose como si tal cosa. ¡Y luego nos vemos en la puta oficina a la
mañana siguiente y aquí no ha pasado nada!
Y no dejo de mirar sutilmente a Kibby en busca de las mar-
cas, los mordiscos y los arañazos que sé que encontraré.
Lo de Shannon y yo es de putos locos, ¡pero ya no somos
amigos! Cada vez que ella entra en una habitación, no dejo de
cantar la canción esa de los Dandy Warhols por lo bajini:
A long time ago we used to be jriends But I
haven't thought ofyou lately at all
Ifever a greeting I send to you
Short and sweet is all I intend
A-aah — a-aah - a-aah...
1
Ahora, mientras estamos sentados en un pútrido superpub
de Leith que se llama Grapes, noto que está mosqueada. El si-
tio está decorado como el bar de un aeropuerto, pero no es un
local para gente de altos vuelos: mesas de madera dura, mucho
vidrio y cromo. Las sillas y el suelo ya tienen aspecto de estar
bien castigados, y el ambiente está cargado y coloreado por una
abundante humareda. El piojoso atuendo de moda de la clien-
tela de Junction Street resulta tan delator de lo que hay como
los precios, dibujados con tiza sobre pizarras varias, anunciando
cerveza de calidad ínfima a una libra con cuarenta y nueve pe-
niques la pinta y Stella a una con noventa. Yo estoy en la barra
tomándome una sidra Bulmers y un Jack Daniels mientras
Shannon se toma un Bushmills. Para animarla un poco, me
apunto al karaoke. Veo que se aproxima a la barra una cara co-
nocida. Que me jodan si no es mi viejo colega Dessie Kinghorn.
Le saludo con una leve inclinación de cabeza; él me devuelve el
cumplido con una muy somera sacudida de la testa. «¡Dessie!»,
vocifero. «¿Qué tal?», le pregunto mientras conduzco a Shannon
hacia él.
«Voy tirando», me informa; entretanto, Shannon y él toman
nota el uno del otro con cierta incomodidad.
Me vuelvo hacia Shannon: «Te presento a Dessie Kinghorn,
un viejo amigúete mío. Shannon es... una colega», suelto con
una risotada mientras ella me mira con mala cara. «Supongo
que, a su modo, Dessie también es un viejo colega. Representa
al ala espabilada y con clase del movimiento», digo, mirándole
1. «Hace mucho tiempo fuimos amigos / pero últimamente no pienso
nunca en ti / Si alguna vez te envío recuerdos / sólo quiero que sean dulces y
breves...» (N. del T.)
254
de arriba abajo y fijándome en sus raídos vaqueros y su apesto-
sa camiseta, que tiene aspecto de haber pasado por lo menos un
día de sobra sobre sus espaldas en una infecta y sofocante ba-
rriada de favelas de Río de Janeiro. Muy poco nivel,
trapística-mente hablando.
«Vete a tomar por culo, Skinner», me bufa.
«No te pongas así, Desmondo, tómate una birra.» Me vuel-
vo hacia la camarera: «¡Una pinta de tu mejor rubia para mi vie-
jo amigo Dessie Kinghorn! Que sea Stella o Carlsberg Export.
¡Sólo lo mejor para Dessie!» Me vuelvo de nuevo hacia mi viejo
amigo: «Oye, Des, ¿sigues trabajando en el mundo de los segu-
ros?»
La verdad es que nunca antes me había fijado en lo malé-
volos que eran esos ojos, pero en este momento sí, pues King-
horn me mira con total y absoluto aborrecimiento. La boca se
le queda abierta en esa imitación bobalicona de las víctimas de
un infarto que a veces interpretan los zumbaos justo antes
de empezar a repartir leña.
«Me despidieron el año pasado. Pero no quiero que me in-
vites a una copa. ¡De ti no quiero nada!»
«Es curioso, Des, a mí acaban de darme un gran ascenso en
el ayuntamiento. ¿No es así, Shannon?» Ella me mira con tan
mala cara como Dessie. «Una pasta gansa. Pero ya me conoces,
colega, necesito hasta el último penique. Tengo gustos prohibi-
tivos», le digo, acariciando la solapa de mi chaqueta nueva CP
Company. «Supongo que es una especie de maldición.»
«Vete a tomar por culo. Te lo advierto», me dice Dessie,
mientras se le estrechan los ojos. «Porque vas con tu torda, que
si no...»
Estoy a punto de cantarle las cuarenta a Dessie por ese co-
mentario más bien sexista cuando el tipo pequeñito que lleva lo
del karaoke levanta una tarjeta y grita: «¡Danny Skinner!»
«Tengo que marcharme, pero no te vayas», le digo con una
sonrisa, subiéndome de un salto al pequeño escenario y toman-
255
do el micrófono de manos del chaval. «Yo soy Danny Skinner»,
anuncio a voz en cuello, captando la atención de algunos veje-
tes, gachos jóvenes y chávalas que están en los asientos más pró-
ximos, «y esta canción se la dedico a mi viejo compadre Dessie
Kinghorn, que últimamente está pasando una mala racha.» Le
guiño un ojo a Des, quien parece al borde de un ataque mien-
tras yo me lanzo a interpretar «Something Beautiful».
« You can't manufacture a miracle, the silence waspi-ra-ful that
day... a love is getting too cynical...» Me vuelvo hacia Shannon,
cuya expresión resulta tan acerba en estos momentos que me lle-
va una fracción de segundo caer en la cuenta de que realmente
es a ella a quien estoy viendo, «... passion's just physical these
days... butget no sign, love ain't kind, every nightyou admit
defe-at... and cryyourself blind...» Miro a Dessie y vuelvo la
palma de la mano libre hacia arriba mientras canto a grito pelado
el estribillo de forma tan amanerada y exageradamente
conmovedora como me es posible, «Ifyou can't wake up in the
morning, cause your bed lies vacant at night... if you re lost»,
digo señalando a Dessie con el dedo, «hurt» y de nuevo, «tired
and lonely can't control it try as you might... may you find that
love that won't lea-ve you, mayyoufindat the end ofthe day, you
won't be lost, hurt, tired and lonely, somethin beautiful will come
your way...»
1
Dessie pierde los papeles y sube al escenario a por mí. Yo no
suelto el micro, pero levanto los brazos estilo boxeador para pro-
tegerme la cara. El me asesta un par de buenos golpes, uno de
1. «No se pueden fabricar milagros, el silencio fue lamentable ese día...
un amor demasiado cínico, últimamente la pasión es sólo física... pero no te
equivoques, el amor es cruel, todas las noches admites tu derrota y lloras hasta
más no poder... Si no puedes despertarte por las mañanas, porque tu cama
está vacía por las noches... si te sientes perdido, cansado y solitario incapaz de
controlarlo por más que lo intentes... ojalá encuentres ese amor que no te
abandone, ojalá lo encuentres por fin, no te sentirás perdido, cansado ni so-
litario, algo bello se cruzará en tu camino...» «You can't manufacture a
mira-ele», tema de Robbie Williams. (N. del T.)
256
ellos en un lado de la mandíbula, como cuando nuestras sesio-
nes de sparring de chavales en el Leith Victoria, pero yo sigo afe-
rrado al micro. «The DJ said on the ra...» El tío que lleva el
ka-raoke apaga la máquina y los altavoces enmudecen. Yo
suelto el micro, que cae al suelo. Retrocediendo, levanto las
manos en alto proclamando mi inocencia mientras Dessie
intenta patearme, falla, se siente un capullo, y chilla: «¡Eres una
puta escoria, Skinner!», dándose la vuelta acto seguido,
apartando al tío del karaoke de malas maneras y saliendo del
pub hecho una furia. ¡Menuda diva!
Yo me encojo de hombros a modo de disculpa ante los ató-
nitos bebedores, recojo el micro y se lo devuelvo al chaval, que
está totalmente desconcertado. Shannon se acerca y me dice:
«Te estás portando como un cabrón insoportable. Me voy a mi
casa.» Y fiel a su palabra, se larga del garito. ¡Otra primma
don-nal Pues que le den. Regreso a la barra y finiquito las copas,
empezando por la pinta que le he pedido a Dessie, y que éste no
ha querido.
A long time ago we used to be friends But I
haven't thought ofyou lately at all Ifever
again a greeting I send to you Short and
sweet is all I intend A-aah - a-aah -
a-aah...
Muy pronto empiezo a flirtear con la camarera, absoluta-
mente cien por cien seguro de que luego me la follaré. Lleva un
top de color negro y unas mallas también negras. Quizá no sea
obesa, pero sin duda padece de sobrepeso; entre los espacios no
cubiertos por la ropa de su cuerpo asoman michelines de fría y
gelatinosa grasa cervecera. Es asombroso cómo a algunas muje-
res les gusta exhibir un poco de tocino y utilizarlo como recla-
mo sexual; es el rollo pederasta de la gordura infantil. Y, sin em-
bargo, a estas tías nadie las acusa de promover la pedofilia como
257
algo chic; eso se queda para las flacas anoréxicas tipo abandona-
das. Está bebiéndose un vaso enorme de Coca-Cola, veintidós
azúcares por vaso.
Come on now, sugar Bring it on,
bring it on, yeah Just remember
me when You 're good to go...
Es curioso, pero desearía poder quererla de verdad, aunque
sólo fuera por un día. «¿Qué me dices?», le digo con una sonri-
sa, captando su atención. «¿Alguna vez has hecho el amor?», le
pregunto.
Amor...
«Pssí...», contesta mirándome, pero de la misma forma va-
cía y depredadora en que probablemente la estoy contemplando
yo. Lo único que quiere es que le cepillen los bajos y nada más;
probablemente su novio estará trabajando en las plataformas pe-
trolíferas, en la cárcel o de pedo por ahí.
Pero la cosa no tiene puta vuelta de hoja. «¿Te apetece vol-
ver a hacerlo?», le pregunto.
«Puede», dice ella, y le pregunto a qué hora sale, me tomo
otra pinta y espero a que acabe y coja su abrigo. Nos vamos a mi
casa.
Y nada más llegar nos ponemos a ello. Yo estoy deseando es-
tar en otro lugar, y con otra persona. Pero a ella se le han puesto
las mejillas coloradas; es una de esas tías con las que se pueden
reducir los juegos preliminares a la mínima expresión; conque
te las folies el tiempo suficiente se corren. Es como tirarse a
Leviatán: una puta guerra de todos contra todos, un polvo de
desgaste. Por fin llega al orgasmo y yo me corro, y salvo por
una pizca de egotismo, la experiencia no me conmueve lo más
mínimo.
Ha sido sexo del malo, aunque no tan malo como el de ano-
258
che con Shannon. Porque lo que en realidad me apetecía en-
tonces era simplemente hablar con ella o jugar al Scrabble o ver
la tele. ¿Por qué? Los dos tenemos más necesidad de amigos que
de pareja de folleteo.
Kay...
Nosotros sí que bailábamos, di que sí.
Contemplando a la chica que tengo debajo, sé que jamás
podrá ser mi amiga. Sus jadeos al correrse han sonado a risota-
das burlonas, tan vacías y carentes de objeto como me siento yo
por dentro.
No sólo he olvidado su nombre, ni siquiera recuerdo si he lle-
gado a preguntárselo ni si ella se ha molestado en decírmelo.
Probablemente no.
259
20. MARCAS NEGRAS
Habían salido más polluelos del cascarón. Pese a otro ata-
que nocturno, aquella mañana se levantó temprano y realizó un
turno de trabajo en Harvest Moon. Kibby se alegraba de haber
evitado a todas las chicas, sobre todo a Muffy. Se había dado una
panzada tremenda de trabajar, concentrándose en ayudar a los
polluelos a salir del cascarón, en plantar y cosechar los cultivos,
y en reparar vallas. De eso iba Harvest Moon en realidad; no ha-
bía sido concebido como herramienta de masturbación de mal
gusto. Sacó el pequeño calendario del cajón que tenía bajo la
mesa. Ayer no hubo ninguna marca negra.
Hacía una mañana luminosa y cruda; Brian Kibby se aven-
turó a salir, subiendo de forma lenta y concienzuda por
Cler-miston Hill. Con gran esfuerzo, inhaló profundamente por
el maltrecho tabique nasal, pugnando por oxigenarse unos
acartonados pulmones. Y, no obstante, el esfuerzo valió la
pena, pues el oxígeno fresco e intenso le embriagó. Resultaba
doloroso respirar, eso sí, y por algún motivo le dolía
terriblemente la mandíbula.
Al llegar a la cima de la colina y detenerse allí por un ins-
tante, Kibby experimentó una oleada de triunfo espiritual que
trascendió brevemente el dolor de su carne mortal. Mirando a
un lado, casi podía divisar el color plateado y fresco de las aguas
260
del estuario, y tras él la costa de Fife. Forzando sus fatigados pul-
mones para introducir en ellos un poco más de aire, se volvió
hacia las colinas de Pentland, todavía espolvoreadas de nieve.
No debo pensar en Shannon, en Lucy o en Mujfy. Mujfy sólo
forma parte de un juego. Soy más fuerte que esos impulsos. Puedo
vencerlos. Hoy tampoco habrá marcas negras.
Satisfecho con sus esfuerzos, descendió lentamente hacia
Corstorphine, dejando que la inercia le llevara hasta la consulta
del médico, situada al pie de la colina.
Con una pinta de Lowenbrau y un Jack Daniel's con Pepsi
delante de él, Skinner pensaba con satisfacción: ¡He llegado al
pub antes que Rab McKenzie! Pero sólo por los pelos, pues las
puertas del Pivo Bar se abrieron de golpe y el grandullón entró
caminando con pesadez. Cosa inusitada en él, Rab el Grande no
acudió directamente a la barra, sino a la mesa ocupada por Skin-
ner. «Se ha acabado», le dijo McKenzie con crudeza.
«¿El qué?», preguntó Skinner; el tono de voz frío de Mc-
Kenzie le inquietó.
¿Acabado? ¿Qué se ha acabado? ¿De qué iba?
«El matasanos. Fui a ver al médico. Por los dolores...», le ex-
plicó, frotándose el costado y dándose una palmada en el pecho.
Skinner apenas recordaba haber oído hacía no mucho a Mc-
Kenzie farfullar algo acerca de unos dolores. «El tío me dijo:
"Como vuelvas a beber, la palmas".»
«¿Qué sabrán esos cabrones?», dijo Skinner con sorna, le-
vantando su vaso de Jack y mirando a su amigo en busca de
apoyo.
McKenzie sacudió la cabeza. «Nah, se acabó», repitió con la
solemne irrevocabilidad de un sacerdote que estuviera adminis-
trando los últimos sacramentos. Se miraron el uno al otro bre-
vemente.
foder, ¿qué es esa mierda que veo en la mirada de McKenzie?
¿Será miedo? ¿Odio?
261
Entonces Danny Skinner dijo algo que, incluso en el ins-
tante en que abandonaba sus labios, le sonó inverosímilmente
falto de garra: «Siéntate, quédate a tomarte una Pepsi o algo...»
McKenzie le miró con expresión severa, como si le estuviera
vacilando, y en la confusión en la que estaba sumida su exis-
tencia actual, Skinner se preguntó si no sería cierto que una par-
te de sí estaba haciendo eso exactamente. «Ya nos veremos
luego», dijo Rab el Grande, dirigiéndose hacia la puerta y de-
jando a Skinner solo en la mesa.
«Pégame un toque», gritó Skinner a sus espaldas. McKenzie
se volvió a medias y gruñó algo antes de reanudar el camino ha-
cia la puerta.
Por supuesto, sabía que McKenzie no volvería a llamarle.
¿Para qué iba a hacerlo? En la actualidad Skinner se estaba dis-
tanciando de la dosis de adrenalina de los sábados. Al margen de
eso, durante los ocho años que había durado su amistad como
adultos, la única vez que no habían tenido una bebida delante
había sido cuando había una raya de coca en su lugar o se ha-
bían metido una pastilla de las fuertes.
Rab el Grande va a tener que aficionarse al hachís. ¡Un cam-
bio en el estilo de vida donde los hayal
Skinner pensó en las carnes pesadas y pálidas de su amigo,
y recorrió con el dedo su propia piel, tersa y sin arrugas, para
tranquilizarse. Durante mucho tiempo se había preguntado si
su padre era bebedor o no. Era inevitable: a los chefs siempre les
gusta echar un trago, como había dicho De Freíais. Desde lue-
go, ése era el caso del viejo cabrón de Sandy, aunque era de su-
poner que tener las joyas de la corona achicharradas y esparci-
das por todo el New Town era motivo de sobra para darse al
alpiste. Se preguntó si el americano, Greg Tomlin, bebería o no.
Me imagino por ahí de tragos con mi viejo el chef. ¡Menuda
travesía! Una auténtica batalla de pesos pesados. ¡McKenzies abste-
nerse! Pobre Rab, no tiene la constitución para jugar con los chicos
grandes. ¿Quién lo habría imaginado?
262
Echando un gran trago de su pinta y apurando el doble JD
con Pepsi, Skinner se recostó en el asiento y empezó a reírse.
Luego se dio cuenta de que no podía parar. Mientras los demás
bebedores le observaban con creciente inquietud, él iba zapa-
teando una ruidosa retreta en el suelo de contrachapado del bar,
completamente ajeno al numerito que estaba montando.
263
21. MUFFY
Al romper de golpe la superficie de las aguas turquesas de la
piscina, Caroline se apartó del rostro sus cabellos chorreantes.
Mientras se llenaba de aire los pulmones, fijándose en el entor-
no blanco y cavernoso de la piscina cubierta, vio que había cam-
biado muy poca cosa desde que su padre la traía allí de niña:
uno de los muros seguía dominado por el gran marcador elec-
trónico situado sobre las hileras de bancos de plástico naranja
destinados a los espectadores. La piscina de saltos adyacente se-
guía allí.
Por unos instantes incluso se conmovió por la sensación de
notar la presencia de su padre. En sus fosas nasales estaba pre-
sente un olor fantasma, el agradable olor a anticuado que él des-
prendía, el aroma que identificaría por siempre jamás con la
virilidad. Miró a los demás bañistas que había en las inmedia-
ciones, pero la percepción de la proximidad de su padre se esfu-
mó de su conciencia, como si despertase de un sueño.
Aquél siempre fue el tiempo compartido de ambos, pensó,
recordando cómo había aprendido a nadar, con las grandes ma-
nos de su padre listas para estabilizar los titubeos de sus pro-
gresos. Siempre recordaría lo segura que se sentía en contacto
con ellas. Y, no obstante, aquellas manos eran feas; eran casi
como garras: de un color amarillo marchito como grabado a
264
fuego y con unos dedos de color rojo iracundo, con las articu-
laciones rígidas debido a un accidente laboral del que nunca
quería hablar.
Recordaba su cabello negro azabache, peinado con la raya al
medio para cubrir la evanescente V de las sienes, antes de que
desistiera y se cortara el pelo al uno, más funcional, a medida
que ésta empezó a encontrarse con la O de la coronilla. Estaba
la barba de varios días, semejante a la de aquel vaquero de tira
cómica, Dan el Desesperado, que contribuía a su aura de forta-
leza siempre presente. Había llenado la casa, decayendo con su
enfermedad, y ahora que él había desaparecido, había muerto
con él.
En un principio, aquellos recuerdos no le infundieron nin-
guna fuerza; más bien parecían ahondar más aún la sensación de
pérdida. Era como si le hubiesen arrancado la espina dorsal.
Para reunir el coraje del que carecía, se había dado copiosamen-
te a la bebida, lo cual no había hecho más que incrementar la
sensación de peligro y desorientación, pues en un par de oca-
siones había despertado en camas extrañas con personas prácti-
camente desconocidas, y con bien poco que recordar de tales
encuentros.
Al ir cayendo en la cuenta de que lo que necesitaba sólo po-
día hallarlo dentro de ella misma, no en la carne de un compa-
ñero o el contenido de una copa, poco a poco comenzó a sen-
tirse fuerte. Soy hija de mi padre, todo el mundo lo ha dicho
siempre. Éste se convirtió en su mantra. ¿Qué es lo que he per-
dido?, se preguntó. Dejó de beber tanto y volvió a acudir a la
Royal Commonwealth Pool.
Ahora volvía a nadar. Le encantaba aquel lugar: el agua, la
libertad y la sensación de exuberancia. Parecía aproximarla más
a su padre, pues aquello había sido algo exclusivo de ellos dos;
ni Brian ni Joyce eran nadadores. Y el cloro del agua de la pis-
cina disolvía las lágrimas que le corrían por las mejillas, y sus so-
llozos de dolor se fusionaban con jadeos de esfuerzo intenso al
265
atravesar las aguas hasta no poder ya con el dolor de sus brazos
y sus piernas.
Y al igual que su cuerpo, su espíritu fue haciéndose más
fuerte.
Los chirridos del autobús hacían temblar y estremecerse a
Brian Kibby; el rancio olor a cuero viejo, diesel y cuerpos añe-
jos le daba náuseas. Lo que para otros constituía una rutina sen-
cilla y sempiterna, era para él, físicamente endeble, cada vez más
gordo y anímicamente atormentado, un infierno espantoso que
tenía que atravesar dos veces al día.
De Murrayfield y el estadio de rugby habían llegado ya a
Western Córner y al zoo. Al otro lado de Corstorphine estaba su
domicilio. Andaba absorto en sus reflexiones y cayó en la cuenta
de que, dadas sus discapacidades, no se había concedido tiempo
suficiente para situarse junto a la puerta. Moviéndose con
lentitud, el joven jadeaba, esforzándose por llegar a la salida.
Para cuando llegó tambaleándose hasta las puertas, éstas se
habían cerrado y el autobús volvía a acelerar para continuar el
trayecto. Ni siquiera pudo gritar «¡Pare!»; no quiso llamar la
atención sobre su destrozado rostro amodorrado y lleno de
manchas, con aquellos ojos negros hundidos, el encorvamiento
de su espalda o su intensa sudoración y sus resuellos. En la si-
guiente parada, en Glasgow Road, se sintió desfallecer al pisar el
firme, esforzándose por llenarse los pulmones, ásperos, rígidos
y atrofiados, para luego atravesar la pendiente descendiente del
parque, encorvado y pasando frío, entre la amarga puesta de sol
que le acompañaría a casa.
Su madre estaría preparando una sopa, seguro. Toma un
poco de sopa, hijo, te sentará bien. La fe de Joyce Kibby en los po-
deres reconstituyentes de su sopa de cordero seguía intacta a pe-
sar de todas las pruebas en sentido contrario. Como los
Cien-tistas Cristianos con sus plegarias sanadoras, Joyce
necesitaba conservar la fe en su brebaje. Vigilando la olla en la
cocina, cual
266
bruja, alterando de forma sutil los ingredientes, esperaba dar
con el equilibrio químico decisivo que restituyese plenamente la
salud de su hijo enfermo. Tampoco tenía remilgos en agregar a
la mezcla alguna que otra plegaria.
Brian Kibby conocía muy bien las tendencias obsesivas de
su madre. Y quién sabe, quizá funcionara, pensó esperanzado,
levantando la vista hacia el pálido sol. Entonces, al emerger de
repente del refugio que ofrecía el pabellón deportivo, resolló
bajo el azote del viento que atravesaba South Gyle Park a toda
velocidad. Le hacía lagrimear y le impedía expulsar el aire de sus
estrechos y fatigados pulmones, de tal manera que se vio obli-
gado a caminar de espaldas simplemente para poder respirar.
Las ráfagas de viento hacían que restallase el abrigo largo,
ci-ñéndoselo alrededor como unas grandes manos de carnicero
al envolver con destreza un trozo de carne en una hoja de papel
parafinado.
«Quizá funcione», sollozó en voz alta, en un estado de exas-
peración a medio camino entre la vana esperanza y la desespe-
ración aterrada mientras el cruel viento le propinaba sopapos.
Le pareció que había transcurrido una eternidad antes de que
llegara a casa, pero cuando lo hizo, Joyce le hizo sentarse en la
vieja silla de Keith, con una bandeja sobre el regazo, ante un
cuenco de su humeante caldo.
Se esforzó por acabar la sopa y se quedó dormido en la silla
un ratito. Al despertar tuvo la impresión de que había entrado
Caroline y, en efecto, su bolsa de deporte estaba en el suelo. Tra-
tando de poner un poco de orden en su cabeza, se volvió hacia
Joyce, que estaba viendo los títulos de crédito de Eastenders, y le
preguntó: «¿Ha estado aquí Caroline?»
«¡Sí, y estuviste hablando con ella, bobo! Creo que acabas de
despertar de un profundo sueño.»
«¿Estuve...?»
«Sí», sonrió estoicamente Joyce, pues Brian había hablado
en sueños, farfullando cosas inquietantes, aunque no fueran
267
más que sandeces. «Pero te sentará bien echar una siestecita. Di-
jiste que últimamente no has dormido bien.»
«¿Caroline está arriba trabajando?»
«No, acaba de salir a casa de una amiga.»
«A casa de Angela, seguro.»
«No lo sé», dijo Joyce sacudiendo la cabeza. «Estoy a punto
de ver un vídeo que saqué para verlo los dos. Es chino o japo-
nés, Tigre y dragón. Todo el mundo la pone por las nubes.»
Kibby jamás había oído hablar de dicha película, y pensó en
lo bien que le había ido últimamente; llevaba varios días sin
anotar ninguna marca negra. Entonces las dos protagonistas fe-
meninas de la película empezaron a definirse y muy pronto
Kibby sintió que el cerebro se le recalentaba más que un trozo
de carne estofándose en una cazuela.
Muffy...
Bajó la vista, y vio cómo la erección asomaba bajo la tela de
sus pantalones.
No más marcas negras..., evita estar solo, dice el panfleto..., no
puedo subir arriba...
«Es buenísima», murmuró Joyce, pero aunque disfrutaba de
la película, la fatiga iba apoderándose de ella y se estaba que-
dando dormida, como siempre hacía delante de la televisión.
No tardó en marcar un ritmo de ruidosos y crispantes ronqui-
dos.
Kibby se fijó en su erección, que le apuntaba a la cara,
de-safiándole.
Mamá está fuera de combate, esa chavalilla es tan preciosa...,
si sólo me acariciara la punta... Lo estás deseando, ¿a que sí, pe-
queña zo...?
«¡BASTA!», gritó Kibby, angustiado.
Joyce se puso en pie de un salto, con los ojos desorbitados
y el pecho palpitándole. «¿Qué...? ¿Qué pasa, Brian?»
Kibby se puso en pie, respirando con dificultad. «Me voy a
la cama», anunció.
268
«¿No vas a quedarte a ver el final de la película, hijo?»
«Es un asco. Basura», sentenció Kibby con desdén mientras
se marchaba.
Joyce sintió que era incapaz de hacer nada a derechas: «Pero
si es de kung fu, hijo, sólo la saqué porque era de kung fu...»
«Andar por las paredes de esa manera», gimió Kibby, «¡vaya
disparate!», exclamó mientras subía las escaleras.
La cama no le dio tregua alguna. El ordenador parecía estar
rogándole que lo encendiera, pese a que sabía quién estaría
aguardándole en el ciberespacio. Pero cualquier cosa tenía que
ser mejor que estar ahí tumbado, sumido en aquel tormento.
Mufiy...
Tendido boca abajo en la oscuridad, Kibby trató de pensar
en rutinarios informes de visitas de inspección, pero cada vez
que llegaba a un restaurante, era recibido por una camarera en
minifalda que se parecía a Lucy, y que se inclinaba sobre la
mesa...
El Señor es mi pastor
... o en un restaurante chino, la chica de la película, que se
parecía a Muffy...
... no desearé..., oficina..., oficina..., Foy..., la oficina deFoy en
el entresuelo...
... pero en el interior de la oficina de Foy estaba Shannon,
sentada sobre el escritorio, mirándole a la vez que iba desabro-
chándose la blusa. «He sido muy negligente, Brian. Me he deja-
do inspeccionar por Danny sin darte una ocasión a ti...»
«¡Basta!»
Levantó el edredón y se fijó en su erección, tiesa cual palo
de tienda de campaña. ¿Por qué parecía tan robusta y tensa
cuando el resto de su cuerpo estaba tan débil, fofo y asolado?
Respiró hondo varias veces, tratando de recobrar la compostu-
ra. Oyó a Joyce al ir a acostarse, y después a Caroline yendo al
cuarto de baño antes de meterse en la cama.
Nada de marcas negras..., nada de marcas negras...
269
Los minutos iban pasando muy lentamente y aun así el sue-
ño no llegaba. Imágenes de muchachas japonesas desnudas per-
turbaban sin cesar sus pensamientos.
Mujf...
Recordó la recomendación del panfleto: prepárate un ten-
tempié, aunque no tengas hambre. Lo único que podía hacer
era levantarse y recalentar la sopa de cordero. Aunque tenía el
estómago lleno, se esforzó por tragar más. Sin embargo, cuando
regresó al dormitorio, el sueño siguió mostrándose tan esquivo
como antes. Probó a rezar un poco más, pero el corazón le latía
intensamente al darse cuenta de que la polla volvía a ponérsele
tiesa.
No debo tocarla..., pero ellas lo desean, Lucy, Shannon..., las
japonesas. Quieren que se las folien, pero ¿por qué no quieren que
sea y oí..., ¿qué les pasa? Pero aquí dentro, en mi cabeza, puedo obli-
garles a desearme, aunque está mal, mal que te cagas, es diabólico,
Shannon es mi amiga, Lucy es una chica estupenda..., Muffy es un
icono informático..., las japonesas son actrices que interpretan un
papel..., me pregunto si alguna vez el director..., no...
Apartó el edredón y volvió a levantarse, yendo a buscar una
corbata vieja al armario ropero; la empleó para atarse la mano
derecha a la pata de pino de la cama. Y luego sacó la mano iz-
quierda de debajo de la ropa de cama y rezó en silencio solici-
tando fortaleza.
A la mañana siguiente, Brian Kibby estaba sentado ante su
escritorio, abatido, frotándose el surco en forma de pulsera que
le rodeaba la muñeca. La había ceñido mucho más de lo nece-
sario, cortándole la circulación.
¡Qué estúpido y peligroso!... ¡Podría haberme quedado sin
mano!
Danny Skinner apareció por la oficina de planta abierta, sa-
liendo por la puerta que comunicaba las escaleras y el entresue-
lo. De modo acorde con sus obligaciones, Skinner estaba repa-
270
sando la lista de turnos para el inminente período de vacaciones
estivales. Era incapaz de recordar el número de pintas que había
tomado la noche anterior, pero la respiración dificultosa y su-
dorosa de Kibby, así como su silencio y su encorvamiento, le
confirmaron que debieron de ser bastantes. «Dentro de un par
de semanas te vas de vacaciones, ¿no, Brian?», preguntó en tono
jovial.
«Así es», respondió tímidamente Kibby, esforzándose por
evitar que la mandíbula se le contrajera en un espasmo.
«¿Y adonde vas? ¿Algún sitio exótico?»
«Aún no estoy seguro», farfulló Kibby. De hecho, sabía que
iba a acudir a otra convención de Star Trek, esta vez en
Bir-mingham, pero no quería que sus compañeros de trabajo,
sobre todo Skinner, supieran de sus andanzas. Ya era
suficientemente hazmerreír, pensó, mientras sostenía la botella
de Volvic con mano temblorosa y se la llevaba a unos labios
secos y agrietados. Ian no había llamado, y ni siquiera había
contestado a los mensajes que le había enviado por el móvil.
Hacía siglos que no le veía, desde lo de Newcastle, a decir
verdad. Seguro que se lo encontraría en la convención de
Birmingham, y ahí podrían retomar las cosas en el punto en
que las habían dejado.
Pero aquí y ahora, Brian Kibby se sentía absolutamente fa-
tal. Eso era lo peor de aquella enfermedad, la crueldad de los pe-
ríodos en que remitía, uno empezaba a sentirse esperanzado, y
entonces...
Estaban haciéndole más pruebas en el hospital. Seguían
insistiendo en lo mismo: varias enfermedades sin identificar y
otras conocidas, trastorno psicosomático depresivo, un virus
fantasma. La insinuación de que se negaba a reconocer que era
un alcohólico que no quería salir del armario, por muy velada
que estuviera, nunca desapareció completamente del orden del
día, pero para él todo eso no eran más que sandeces, porque
seguían sin saber por dónde empezar, lo mismo ahora que al
principio.
271
Se había puesto a hacer búsquedas obsesivas por Internet,
comprobándolo todo, desde la medicina alternativa y oscuros
cultos religiosos hasta la posesión por alienígenas, en un intento
por llegar a comprender algo acerca de su estado. Sentado
furtivamente ante el escritorio, notando palpitaciones en los oí-
dos y temblores en las manos, oyó cómo la ronca voz de
Skin-ner bramaba, con un fuerte acento cockney, para que le
oyera toda la oficina: «I'M ORF TO IBEEFA AGAIN THIS
SUMA-AAH EHND OIM AVIN IT LAWWRGGG!!»
1
Y
cuando Kibby se volvió, vio que Skinner lo decía mirándole
fijamente a él, casi como si se tratara de una amenaza. Salió
rápidamente del Internet Explorer y abrió una carpeta de
inspecciones.
Aquel día, durante la comida, Kibby realizó una de sus
acostumbradas visitas a la Biblioteca Nacional de George IV
Bridge. En su intento personal por explicar lo inexplicable, con-
tinuó investigando durante las pausas, sumido en una paranoia
compulsiva y aberrante.
Mientras escrutaba los periódicos en microfichas, algo le lla-
mó la atención. Se fijó en un artículo acerca de una mujer llama-
da Mary McClintock, que había vivido con diecisiete gatos en
una caravana apestosa de las afueras de Tranent hasta que las au-
toridades tomaron cartas en el asunto y la metieron en un com-
plejo de viviendas tuteladas. Mary se definía a sí misma como
«bruja blanca» y estaba considerada por algunos como experta en
hechizos. Kibby no necesitó mayor estímulo y obtuvo un núme-
ro de contacto por medio de una chica que conocía Shannon y
que trabajaba para Scotsman Publications en Holyrood.
Después del trabajo, fue a Tranent, tomando un autobús de
la línea Eastern Scottish en la estación de St Andrews. Encon-
tró el complejo de viviendas tuteladas sin gran dificultad. Mary
McClintock era mucho más obesa de la cuenta, pero, en apa-
1. Traducción aproximada: «¡Este verano me vuelvo otra vez pa' Ibiza y
pienso pasármelo teta!» (N. del T.)
272
rente contraste con su cuerpo indolente y aspecto general zo-
penco, tenía unos ojos chispeantes e inquietos. Llevaba lo que a
Kibby se le antojaron varias capas de ropa y aún así parecía tem-
blar, pese a que en el complejo hacía tanto calor que él había te-
nido que quitarse la chaqueta y seguía sudando de un modo
muy incómodo.
Mary le hizo tomar asiento y escuchó mientras él le expli-
caba su afección. «Para mí que te han echado un maleficio», le
dijo ella muy en serio.
Kibby casi sintió deseos de resoplar de desprecio ante lo que
acababa de oír, pero se contuvo. Al fin y al cabo, ninguna otra
cosa se había aproximado siquiera a dar con una explicación vá-
lida. «Pero ¿cómo es posible?», inquirió. «¿Cómo?... Es una in-
sensatez...»
«Si tan insensato te parece, entonces no querrás que te diga
una palabra más», dijo ella, con la cabeza temblándole imperio-
samente.
«Puedo pagar, si es eso lo que quiere», gimió Kibby, deses-
perado.
Mary le miró con expresión de cierta indignación. «Por su-
puesto que vas a pagar, y no con dinero precisamente, hijo. A
mi edad no me sirve de nada», le explicó mientras aparecía en
sus labios una expresión lujuriosa.
De repente Kibby empezó a notar que, en efecto, allí hacía
mucho frío. «Qué... esto... yo...»
«Dijiste que antes de enfermar estabas delgado...»
«Sí...»
«Serías todo polla y costillas, me jugaría algo. ¿Estoy en lo
cierto?»
«¿Qué...?», dijo Kibby con un grito ahogado de asombro,
agarrándose con fuerza a los brazos de la silla.
«¿Tienes una buena polla, hijo? ¿Una polla bien gorda? Por-
que eso es lo que quiero», le soltó Mary con toda naturalidad.
«Después haremos una consulta pormenorizada.»
273
Kibby se levantó y se dirigió hacia la puerta. «Creo que,
eh..., es obvio que me he equivocado de lugar. Lo siento», dijo
saliendo apresurada y nerviosamente del piso.
Al llegar al vestíbulo oyó cómo la voz de ella le seguía:
«¡Además, tú eres de los guarretes, no te creas que no me he
dado cuenta!»
Abrió la puerta de salida de un empujón, desesperado por
abandonar las anegadas calles de Tranent tan pronto como fue-
ra humanamente posible.
¡Es una chiflada! ¡Seguro que chochea!
Fuera estaba diluviando, y se apretujó bajo una marquesina
abarrotada de gente. Poco después se detuvo un autobús, pero él
estaba demasiado destrozado y atacado de los nervios para andar
de empellones entre cuerpos apretujados para subirse a él. Desa-
lentado, caminó con dificultad bajo el torrente lluvioso y paró un
taxi, al que le costó más tiempo del que había supuesto adelantar
al autobús, lo que le permitió coger éste y regresar a Edimburgo.
Al llegar a casa, cenó y se quedó sentado, sumido en un si-
lencio espantoso, viendo la televisión mientras Joyce le contaba
su jornada. Aquello era terrible. Se sentía abatido, nervioso, con
la cabeza como un bombo, la fuente del cual parecía alternar de
una sien a otra, y apenas podía respirar. Tenía los nervios más
tensos que las cuerdas de un piano. En cuanto se sintiera lo bas-
tante descansado subiría las escaleras para jugar a Harvest Moon.
Pero era tan peligroso...
Mujfy..., tengo tantas ganas de follármela..., no, no, no, pero al
menos ella no es real, como Lucy y... y esa horrible vieja bruja de
hoy..., no es justo..., por favor, no...
Aunque un poco de tele estaría bien, un poco de tele en un si-
lencio total. Pero ese simple placer..., ¿por qué no puede estarse ca-
llada? ¿Por qué no puede dejar de hablar nunca?
Y Joyce seguía hablando; sus palabras le taladraban el crá-
neo, convirtiéndose en otra fuente de tormento para su fatigada
alma.
274
«... unos cheques-regalo para cedes para el cumpleaños de
Caroline. Vi un jersey precioso que le habría sentado de mara-
villa, pero a ella le gusta comprarse su propia ropa y puede ser
muy suya a la hora de aceptar ponerse algo que le hayas regala-
do..., ¿a ti qué te parece, Brian?»
«De acuerdo...»
«O a lo mejor unos cheques-regalo para libros mejor que
para discos. De todos modos tiene cedes de sobra y los libros le
serán mucho más útiles en sus estudios..., a tu padre siempre le
gustaron los libros. ¿Qué te parece entonces, Brian, vales para li-
bros o para música? Dime, de verdad, ¿qué te parece?»
«¡Me da igual! ¡Déjame ver la tele en paz, por favor!», voci-
feró Kibby.
Joyce se quedó chafada, mirándole como si fuera el último
cachorrillo de la carnada que quedara en el escaparate de la tien-
da de animales. Al ver la angustiosa mirada de su madre, a
Kibby se le cayó el alma a los pies.
El silencioso impasse fue roto por un timbrazo desgarrador
que a Kibby casi lo mata del susto. Joyce también reaccionó con
un respingo. Después, contenta por la interrupción, se puso rá-
pidamente en pie para abrir la puerta. Cuando regresó, la acom-
pañaba un sujeto vestido con sudadera y parka. Era Ian.
Ha venido a hablar de lo de Birmingham.
«Escuchad», les informó Joyce, «yo me voy a dar un salto
para ver a Elspeth y a su recién nacido. Os dejaré solos para que
os pongáis el día.»
«Estupendo», dijo Kibby, lanzándole a su madre una mira-
da de disculpa por su arrebato anterior. «Y creo que la idea del
vale para libros es estupenda, mamá.»
«Muy bien, hijo», dijo Joyce, con las mejillas ruborizadas de
sentimiento amoroso. El chico se encontraba mal y era verdad
que ella hablaba por los codos. Daba igual, Ian estaba allí y le
animaría.
Ian y Brian se miraron el uno al otro de forma severa y ten-
275
sa hasta que oyeron cerrarse la puerta del cuarto de estar, segui-
da justo después por el portazo de la entrada principal.
«Ian..., yo...», empezó Brian.
Ian le indicó que se detuviera con la mano. «Escucha, Brian,
por favor, escucha lo que tengo que decir.»
Se mostró tan apremiante y tan grave que Brian Kibby no
pudo sino asentir con un gesto de la cabeza.
«El criarse por estos lares, en una ciudad como ésta..., en un
país como Escocia..., no resulta fácil para los de nuestra cuerda.»
Kibby pensó en sus años de triste aislamiento en el colegio,
cuando nadie le hacía caso, le rechazaban o, peor todavía, le po-
nían en ridículo y se metían con él. Asintió lentamente.
«Complica el admitir según qué cosas acerca de uno mismo.
Cuando vi que te marchabas en Newcastle en compañía de
aquel tipejo... y luego llegué al hotel a la mañana siguiente y te-
nías esa pinta de haber recibido una paliza...»
Kibby trató de hablar pero de su garganta reseca no salió pa-
labra alguna.
«... pensé: "¿Por qué tendría que liarse Brian con alguien así,
un tiparraco repugnante que no le respeta y encima le pega?"»
Kibby experimentó un inquietante estremecimiento. Em-
pezaron a castañetearle los dientes. «Pero si yo..., yo...»
«... cuando hay alguien próximo a él que le quiere, que
siempre...» Ian se inclinó hacia delante y Kibby palideció. «Así
es, Brian, he estado pensando mucho, rompiéndome tanto la
cabeza..., te quiero, Brian..., ya está, ya lo he dicho», soltó Ian
acto seguido, mirando hacia el techo. «No se ha desplomado el
cielo, ni me ha fulminado un rayo. Siempre te he querido. Nun-
ca supe que eras como yo..., siempre estabas hablando de chicas
como Lucy... ¡Dios mío, cada vez que mentabas el nombre de
esa zorra era como si me clavaran una estaca en el corazón!... ¡Si
me lo hubieras podido decir! ¡No había necesidad alguna de una
cortina de humo tan rebuscada, de vivir una mentira!»
«¡No! ¡Te equivocas!», chilló Kibby. «Había...»
«No, Brian, ya basta de engaños. ¿No te das cuenta? ¡Du-
rante años la gentuza como McGrillen nos llamó "maricones" o
"mariposones" en el colegio sin que hubiéramos hecho nada!
¿Qué pueden hacernos ahora? ¿Qué pueden decir o hacer que
no hayan hecho ya? Podemos alquilar un piso entre los dos...»
«¡No!», gritó Kibby.
«¿Crees que me preocupa lo de tu enfermedad? Ya nos las
arreglaremos. ¡Cuidaré de ti!», imploró Ian.
«¡Estás loco! ¡No soy gay! ¡No lo soy!»
«¡No es más que la clásica negativa a reconocerlo!», dijo Ian,
volviendo las palmas de las manos hacia arriba y sacudiendo la
cabeza. Desde la perspectiva de Kibby, la nuez se le movía arri-
ba y abajo, como si un alien estuviera a punto de reventarle la
garganta. «Sé que tu madre está metida en todo ese rollo reli-
gioso y que algunos aspectos del cristianismo son anti gays, pero
la Biblia aporta un montón de indicios en sentido contrario...»
Lo único que Kibby pudo hacer fue mirar a los ojos a su
emocionado amigo y decirle con voz queda: «Mira, no quiero
estar contigo... de ese modo...»
Ian se sentía completamente desinflado, deshecho. Se que-
dó sentado por un segundo, con el ánimo completamente por
los suelos. Después miró a Kibby de arriba abajo y de manera
fulminante, mientras le inundaba la amargura del rechazo: «¿De
modo que no te gusto? ¿Pero quién cono te crees que eres? ¿Yo
no te gusto a ti?» Se puso en pie de un salto y, furioso, señaló el
espejo que había sobre la repisa de la chimenea. «Échate un vis-
tazo ahí un rato de éstos, culo gordo. ¡Mira y verás lo que eres!
¡Te estaba haciendo un favor! No hace falta que me acompañes,
ya me largo», dijo haciendo un cáustico mohín, antes de dar
media vuelta mientras un Kibby atónito y destrozado oía ce-
rrarse de golpe primero una puerta y luego otra.
Shannon se ha recogido el pelo en un moño. Le da un as-
pecto adusto, aunque no falto de atractivo. Le pregunto si le
277
apetece tomar una copa después del trabajo. Me dice que tiene
un informe de inspección pero que nos veremos en el Café
Ro-yal a eso de las cinco y media. He decidido contarle que
creo que mi viejo es un cocinero americano que vive en
California.
Son casi las seis cuando aparece, y en vez de sentarse a mi
lado en el reservado, lo hace en la silla de enfrente. No hace el
menor ademán de quitarse la chaqueta.
«¿Qué quieres tomar?», le pregunto con nerviosismo.
«Nada. Me marcho a casa. Sola. Se acabó, Danny», me dice
con esa mirada distante, pero intensa y estoica que siempre pone
la gente cuando corta. Ya me voy acostumbrando.
Aunque asiento de forma comprensiva, no dejo de notar la
rencorosa bilis del rechazo abrasándome el pecho y las entrañas
como un licor barato y áspero.
«Esta relación ha agotado su función, al menos para mí, y
sospecho que para ti también», dice. «Ha llegado el momento
de pasar a otra cosa.»
Me abruma una avalancha de emociones. Ella tiene razón,
pero es que yo necesito... a alguien ¿Por qué será que las chicas
están más hermosas y más deseables que nunca justo en el mo-
mento en que te mandan a tomar por culo? Siento que se me
humedecen los ojos. «Tienes razón», le digo, colocando mi
mano sobre la suya y apretándola ligeramente. «Eres una tía es-
tupenda, y una de las mejores personas que jamás he conocido»,
le digo con absoluta sinceridad, «es sólo que esto llegó en el mo-
mento equivocado para ambos», admito. «Sé que es lo que la
gente acostumbra a decir en estas circunstancias sin sentirlo de
verdad, pero te aseguro que me gustaría que pudiéramos seguir
siendo amigos, y con eso quiero decir amigos de verdad.»
«Ni que decir tiene», dice ella, con una expresión de leve de-
silusión y a la vez un poco llorosa. Se entiende por qué: la psi-
que de quien va a dejarte plantado tiene que acumular fuerzas
para ello, repasando todas las frases en la cabeza, de manera que
la sola presencia de la otra parte resulta decepcionante por na-
278
turaleza, incluso antes de que ésta hable. Se frota los ojos y se le-
vanta, besándome en la mejilla.
«¿No te quedas a tomar algo?», le pregunto en un tono de
cierta desesperación, pero es que necesito hablar con alguien del
cocinero yanqui este.
«No puedo, Danny», me dice con tristeza, pero sacudiendo
la cabeza para subrayar sus palabras. «Te veré mañana en el tra-
bajo. Adiós.»
Y atraviesa el bar, haciendo resonar las baldosas de mármol
bajo los tacones.
Antes de echar otro trago voy a ir a ver a mi madre. Voy a
preguntarle acerca de los chefs con los que trabajó, dejaré caer
algunos nombres y veré cómo reacciona. Apuro mi pinta y bajo
por el Walk, subiéndome a un 16 cuando ya no me fío de mi
capacidad de pasar de largo ante otro garito.
Paro en casa y vuelvo a echarle un vistazo al libro de De Fre-
íais.
Compilar este libro resultó una tarea menos sencilla de
lo que habría cabido suponer. Cuando me puse en contac-
to con mis compañeros de profesión para pedirles que com-
partieran conmigo sus técnicas no sólo culinarias, sino de
seducción sexual y amorosa, como es natural se produjo
cierto revuelo. Mucha gente pensó que se trataba de una to-
madura de pelo pura y simple, De Fretais gastando sus acos-
tumbradas y estrambóticas bromas. Hubo espíritus aún más
tristes, que llegaron incluso a ofenderse, calificándome de
maniático o de sujeto ávido de publicidad, que sólo busca-
ba vender apoyándose en obscenidades.
No obstante, en mi oficio existen algunos audaces li-
bertinos, y éstos se mostraron más que dispuestos a com-
partir con nosotros sus secretos. Les doy a todos ellos las
gracias desde el fondo de mi corazón. El dormitorio del
maestro cocinero ha de ser como su cocina: un ruedo don-
279
de se plasman los sueños y donde la exquisitez artística y la
iluminación sensual brotan a partir del orden, el movi-
miento y la inspiración que ponemos de nuestra parte.
Joder, qué pagado de sí mismo está este cabrón. ¡Y dice que
no está obsesionado consigo mismo!
Cuando llego a casa de mi madre, me encuentro la puerta
abierta. Entro, atravesando el estrecho pasillo, pasando sobre la
alfombra india que siempre he admirado. Está en el salón, en la
zona de la cocina, y también está ahí Busby, sentado ante la ba-
rra de desayuno, su bulbosa nariz y sus mejillas reluciendo con
un tono del color del whisky. Desde su regazo, el gato me lanza
una mirada desafiante. Su disposición arrogante y hogareña se
desmorona ante mi presencia; dobla unos documentos y los
mete en un maletín desvencijado. «Hola, hijo», dice de forma
ansiosa, servil incluso.
Miro a mi vieja con ojos acusadores; ella se apoya sobre la
encimera de la cocina y se me queda mirando: con una expre-
sión socarrona y de fulana, mientras exhala el humo de un ciga-
rrillo. A su lado hay un vaso de whisky. En la radio suena la can-
ción «Rag Dolí».
¿Qué cojones pasa aquí? ¿Cuándo fue la última vez que este
viejo capullo vendió un seguro?
«Hooombre, forastero», me dice mi madre en un tono to-
talmente insidioso. Es como si supiera que ha ganado porque yo
he acudido aquí a verla, y se cachondea.
Algo hay en su comportamiento que inspira confianza al
viejo vendedor de seguros. En la mirada de éste asoma una chis-
pa, y sonríe con picardía mientras se lleva el cigarrillo a los la-
bios. El gato sigue mirándome, juzgándome de forma solemne
y férrea. Diríase una conspiración a tres bandas.
«Veo que estás ocupada. Vendré a verte cuando estés un
poco más arreglada», digo, sin poder evitar que suene despec-
tivo.
Mientras salgo oigo que mi madre me dice «Hasta luego,
forastero...» y a continuación oigo las risas de ambos —la de ella
estridente y la de él melodiosa pero jadeante, como un viejo
acordeón- que me acompañan hasta la salida y por las escaleras.
Salgo a la calle y empiezo a caminar por el adoquinado, to-
mando un atajo para llegar a Water of Leith. Durante un rato
tengo la impresión de caminar sin saber adonde voy, hasta que
me doy cuenta de que me dirijo por la cuesta de Restalrig Road
hacia Canton's Bar, en Duke Street. Empieza a anochecer y el
frío aire nocturno me azota el rostro.
Puta vacaburra. Guarra asquerosa de mierda. Sólo quería
hablar con ella y me la encuentro allí con ese canallita...
Hola, hijo.
Pero eso lo dice todo el mundo. Busby siempre me lo ha di-
cho.
En el pub, pido una pinta antes de darme cuenta de que,
por algún motivo, llevan desde ayer sin limpiar este puto bar. El
barman me informa de que anoche apuñalaron aquí a alguien,
y que la policía lo consideró un intento de asesinato. «Acaban
de darnos luz verde para abrir», dice. «No hemos tenido tiempo
para limpiar. Por lo de los forenses y todo eso.»
Me agobia el rancio residuo del reciente pasado alcohólico
y violento de esta taberna. El nauseabundo olor a vómitos se me
queda pegado en la nariz junto con la peste a humo de tabaco
viejo y a alcohol; hay que ver cómo lo impregna todo. Es evi-
dente que lo cerraron a primera hora del día de hoy: los cenice-
ros siguen llenos y los vasos de la noche pasada siguen sobre las
mesas. Una mujer madura coge una fregona y echa un poco de
Shake n' Vac a la alfombra de cuadros escoceses, que junto a la
gramola está negra de sangre. Pienso que debería marcharme
pero el camarero ya me está sirviendo, así que busco un rincón
y me siento mientras maldigo mi suerte.
Rechazo.
Kay, Shannon, mi vieja, Kinghorn, hasta McKenzie. Parece
281
que el padre ausente fijó la puta pauta. Y vaya si sería el último
bofetón en los putos morros si resultara que éste, en lugar de ser
el atlético californiano, fuera el asquerosillo de Busby.
Hola, hijo.
Si puedo hacérselo a Kibby, puedo hacérselo a ese canalla.
Siempre le he odiado. Ahora concentro mi odio sobre Busby.
BUSBY.
ODIO A ESE CAPULLO GIMOTEANTE Y MANIPU-
LADOR.
TENGO EL PODER DE DESTRUIR A ESE CABRÓN.
ODIO A BUSBY
ODIO A BUSBY
ODIO ODIO ODIO...
ODIO A BUSBY
ODIO A BUSBY
ODIO ODIO ODIO...
Ese rencoroso mantra prosigue hasta que estoy agotado y
siento que me va a estallar la cabeza. Entran en el bar un par de
vejetes, se quedan con mi intensa mirada al vacío y se hacen un
gesto mutuo con la cabeza, mirándome por encima del hombro.
«Adivina quién es el chiflado», se ríe uno de ellos.
Pero a pesar de mis esfuerzos, no pasa nada; no tiene lugar
ninguna extraña alquimia. Absolutamente nada que se asemeje
a la inmensa, vertiginosa y demoledora sensación, seguida por
una oleada de energía, que eperimenté cuando le eché el male-
ficio a Kibby. Ahora sólo me siento estúpido y cohibido, cons-
ciente de las miradas que me lanzan desde la barra.
A pesar de todo, soy incapaz de concitar el mismo odio con-
tra Busby. ¿Será porque es él, porque ese desgraciado es mi pa-
dre? ¿Será que no puedo matar a los míos?
¿Y qué es lo que tiene entonces la obsesión esta con Kibby?
¿Qué tiene que ver exactamente conmigo?
212
22. BALEARES BRUMMIE
1
Las sonrisas nacaradas que lucían Mary-Kate y Ashley
Ol-sen sobre la pantalla del multicine iluminaban la
oscuridad. Para Brian Kibby aquélla fue una experiencia
fascinante que le dio ánimos. Muévete, esto es Nueva York era
una de las mejores películas que había visto en mucho tiempo.
En su opinión era la dirección acertada a seguir por las
gemelas. No obstante, le preocupaba que las imágenes de éstas
quedasen grabadas a fuego en su cerebro. Aquella noche iba a
ser una prueba importante. Habían pasado ya doce días desde la
última vez que le había tocado anotar una marca negra. Lo
estaba haciendo muy bien.
De camino a casa, se detuvo en una papelería donde hojeó
una revista en cuya portada aparecían las gemelas Olsen. Que-
dó horrorizado al leer que una de ellas luchaba por superar un
trastorno alimentario. Al regresar a casa, se sintió impulsado a
escribirle a su madre una carta de apoyo.
Estimada Sra. Olsen:
Me inquietó mucho enterarme de la enfermedad de su
hija y espero sinceramente que Mary-Kate se reponga de sus
1. Brummie Balearles en el original. Brummie es una denominación co-
loquial para el acento y los habitantes de Birmingham. (N. del T.)
283
problemas de salud. Me llamo Brian Kibby. Soy un hombre
de Edimburgo de veintiún años que recientemente ha con-
traído una rara y espantosa enfermedad, la cual, por añadi-
dura, los médicos y los especialistas no logran explicar.
He disfrutado mucho con la película Muévete, esto es
Nueva York, que he visto hoy. Por favor, transmítales a sus
hijas mi deseo de que sigan cosechando éxitos. Espero que
veamos muy pronto a Ashley y Mary-Kate juntas de nuevo
en la gran pantalla.
No me mueve a escribir esta carta ningún motivo ulte-
rior; desde luego, no se trata de una carta mendicante. Sen-
cillamente opino que sus hijas son unas figuras muy ejem-
plares y quería hacérselo saber.
Atentamente,
Brian Kibby
La envió a la dirección de la revista, esperando que ellos se
la hicieran llegar a la señora Olsen.
Kibby había dejado de salir de excursión con los Hyp
Hy-kers, ya que su enfermedad le iba debilitando de forma
progresiva. Sin embargo, la fiesta veraniega era un
acontecimiento muy señalado en el calendario anual de
actividades sociales del grupo. Consciente de la impresión que
comenzaba a causar, y a pesar de su creciente endeblez, tomó
la decisión de asistir.
Había sido idea de Ken Radden alquilar los salones de los
Jardines Zoológicos de Corstophine. «Así juntamos a dos gru-
pos de animales», había bromeado al respecto. A Kibby le resultó
atractiva la proximidad del lugar, y caminó despacio por la
calle principal, acusando el tormento que le suponía arrastrar su
cuerpo dolorido y fatigado tras de sí. Y además estaban sus ner-
vios, aquellos nervios deshechos y hechos cisco, que veían en
todo aquel que se cruzaba en su camino una fuerza hostil; hasta
las personas más inocuas tenían el efecto de un McGrillen o un
Skinner.
284
Cuando llegó a la fiesta, notó la incomodidad que suscita-
ba a su alrededor. La paranoia brotó de su interior; se preguntó
lo que pensarían de él, y se esforzó mucho por dejar constancia
de que no bebía alcohol.
Muy a pesar de sus ostentosos esfuerzos con la Pepsi y el
zumo de naranja, la mayoría de los presentes o bien pasaron
claramente de él o le dedicaron miradas lastimeras. Aquellos
que sí entablaron conversación con él sólo se sintieron cómo-
dos haciéndolo por un breve espacio de tiempo, y se marcha-
ban en cuanto alguien más adecuado con el que hablar se cru-
zaba en su visual. Les hacía pasar vergüenza, y lo sintió de
forma aguda.
Creí que eran mis amigos. Los Hyp Hykers. Aquella pandilla
alocada...
Entonces vio a Lucy. Llevaba un vestido de color verde.
Es mejor que Mary-Kate o Ashley..., o tan buena como...
Estaba hermosísima, pero no podía abordarla. No siendo la
ruina gordinflona, sudorosa y de ojos enrojecidos en la que pa-
recía haberse convertido en la actualidad. Pero ella cruzó su mi-
rada con la suya, y le miró con expresión de perplejidad; de for-
ma muy paulatina lo fue reconociendo, y se aproximó a él con
cautela, preguntándole de forma vacilante: «¿Qué tal estás?»
Era una pregunta..., no está segura de que sea yo. ¡Ni siquiera
tiene la certeza de que sea yo!
Brian Kibby forzó una triste sonrisa de afirmación. «Yo...,
eh..., creo que me estoy recuperando pero la cosa va despacio»,
dijo, sorprendido del tono quejumbroso de sus propias menti-
ras. A continuación añadió, esperanzado: «A lo mejor podemos
volver a echar un partido de bádminton cuando esté en condi-
ciones...»
«Sí», dijo Lucy forzando una sonrisa y deseando que la tie-
rra la tragase. Y pensar que había llegado a gustarle, que incluso
le había parecido un poco deseable. El rescate llegó de la mano
de Angus Heatherhill, quien vino brincando desde la pista de
285
baile y, apartándose el flequillo de los ojos, le preguntó: «Eh,
Lucy, ¿te apetece echar un bailecito?»
«Vale, Angus. Discúlpanos, Brian», dijo ella, dejando a
Kibby con un zumo de naranja fresco que a él le supo a veneno.
Los observó durante un rato, primero en la pista de baile y
luego en el rincón.
No le quita las manos de encima. Ya ella le encanta. ¡Es como
si se burlase de mil
¡Es igual que todas!
Abatido, Kibby se largó de la fiesta y se internó en la noche.
Mientras echaba a andar por un sendero adoquinado, hacia la
salida del zoo y la calle principal, un ruido estridente laceró sus
enmarañados nervios. Sintió que el corazón iba a estallarle. A
esto le siguió una cacofonía de enormes y homicidas graznidos
procedentes de algún lugar situado a sus espaldas. Los olores lle-
garon a hacerse abrumadores mientras se apresuraba por el sen-
dero y atravesaba la verja del zoo. Llegó a casa tan rápido como
su fatigado cuerpo y un taxi muy lento pudieron llevarle.
A la mañana siguiente, Kibby, enfrentándose con gran es-
fuerzo a su dolor, se levantó y se subió al tren con destino a
Bir-mingham para asistir a la convención. Había reservado el
billete por adelantado; estaba decidido a encararse con Ian, que
sin duda estaría allí, y explicarle las cosas. Pero en cuanto llegó,
se sintió demasiado indispuesto como para visitar el centro;
con excepción de un paseo fatigoso por el canal, permaneció en
su habitación de hotel viendo la televisión. Fue inútil. En aquel
estado no había forma de enfrentarse a Ian ni a nadie. Al día si-
guiente tuvo que volver directo a casa. Y aquella noche, mien-
tras gemía de dolor en su cama de Edimburgo, Brian Kibby se
fijó en otra cosa. Le habían salido unos extraños granos que no
se parecían a nada que hubiera visto con anterioridad.
El doctor Craigmyre, convocado por Joyce Kibby, no podía
creer lo que estaba viendo. «¿Birmingham, dices?», preguntó
286
con voz temblorosa a un Kibby tendido en decúbito supino,
que emitió un débil gruñido a modo de confirmación. «Es
que... ¡a mí eso me parecen picaduras de mosquito!»
¿Picaduras de mosquito?
Y al mirar a Brian Kibby el doctor Craigmyre vio algo ex-
traño. Vio con sus propios ojos cómo afloraba y estallaba un
pequeño capilar en la mejilla de su paciente. Kibby lo experi-
mentó como un picor y una pequeña contracción muscular in-
voluntaria.
Al saltar el corcho de la botella de champán, Danny
Skin-ner se llevó el cuello espumeante a los labios, bajando así
las dos pastillas de éxtasis que le resecaban la boca y la garganta.
Cuando empezó a pasar la botella a su alrededor, la multitud
que le rodeaba en la pista de baile soltó un hurra.
Skinner se lo había pasado bien en Ibiza, al menos visto des-
de fuera. Ahí estaba pasándoselo en grande todas las noches, y
de día en la playa también. Parecía que no dormía nunca. Pero
en un club llamado Space, al romper el alba, pasó algo que el
propio Danny Skinner no lograba comprender. ¿Por qué, a pe-
sar de que Fatboy Slim martilleaba, machacaba y pellizcaba a la
multitud de parranderos desquiciados hasta provocar una frené-
tica liberación de los sentidos, pensaba él en frikis con anorak?
¿Y cómo podía ser que, con el MDMA surcándole el organismo,
sumido en un mar de abrazos y sonrisas en el seno de una ava-
lancha de buena voluntad, hedonismo festero y sí, amor en es-
tado puro, se encontrase dando una batida por los canales y ba-
rrios pobres de Birmingham? Y sencillamente no había forma de
concebir por qué, cuando tenía la mano metida dentro de las
bragas de seda y acariciaba la nalga derecha de una chica tan
hermosa que quitaba el aliento -de nombre Melanie y natural
de Surrey- cuyo ágil cuerpo rodeaba el suyo, restregándose con
rítmicos y pausados empujones contra su entrepierna, sus labios
ardientes y ávidos apretados contra los suyos, él pensaba en...
287
No.
Sí.
¡Pensaba en Brian Kibby, y en lo que le estaba sucediendo
en ese mismo instante!
Skinner sufrió una convulsión, casi ajeno a la belleza que le
rodeaba, mientras asimilaba la cruda verdad: siempre echaba de
menos a Kibby cuando llevaban separados más de unos cuantos
días; anhelaba la fascinación mórbida y cómplice de poder de-
terminar cómo le iba a su rival.
Pues aunque Kibby sortease lo que él consideraba las inda-
gaciones transparentemente insinceras de Skinner acerca de su
estado de salud, su desesperación le llevaba inevitablemente a
hacer confidencias, por lo general a Shannon McDowall, con
quien Skinner seguía manteniendo buenas, aunque no sexuales,
relaciones. Y Skinner la sonsacaba alegremente.
No, Skinner pensaba en Brian, en el impacto de su labor. Se
sentía como un artista que no pudiese comprobar los efectos de
sus pinceladas sobre el lienzo. ¿Qué efecto le habría hecho a
Kibby aquel viaje maratoniano con LSD? ¿Y qué decir de aque-
llas rayas de cocaína mugrientas y cortadas de mala manera con
laxante? ¿O esas alegres mezcolanzas de grano y uva? ¿O las bo-
tellas de vodka en el Manumisión, o el caballo que se fumó a
bordo de aquel yate? Sin duda, el horrible papel de estaño ha-
bría desbaratado los débiles pulmones de su viejo adversario.
Un fin de semana era espera de sobra; tiempo de sobra para
saborear y anticipar la aparición ruinosa o la incomparecencia
de Kibby en aquellas maravillosas mañanas de lunes, sin duda el
mejor momento de la semana para Skinner. Una semana se po-
día tolerar. ¡Pero dos! Aquello le estaba sacando de sus casillas.
Tenía que saber.
A diferencia de casi todos los demás visitantes que vinieron
a pasar sus vacaciones a la isla mágica aquel verano, Danny
Skinner apenas podía esperar el momento de volver a casa.
288
23. ALTO NIVEL
Parecía preocupada, angustiada incluso, mientras iba
abriéndose paso a través del abarrotado bar. Pero cuando vio a
su ex prometido hacerle una seña de que se sentase junto a él en
el rincón, Kay Ballantyne quedó atónita ante el aspecto tan bue-
no que éste presentaba. «Y encima acabas de volver de
Ibi-za», dijo ella, completamente obnubilada, preguntándose
si ahora habría otra persona en su vida. Experimentó una
sensación de fracaso mientras pensaba: ¿Por qué no pudo hacer
lo mismo por mí?
Kay parece agotada, pensó Skinner de forma fría y objetiva.
Tenía nuevas y más profundas arrugas alrededor de los ojos.
Aquello le hizo pensar en la primera vez que la vio, en la feria
de Leith Links. Su lustroso y largo cabello negro, la chaqueta
bomber de nylon rojo, pero sobre todo, su centelleante sonrisa,
sus dientes blancos y sus preciosos ojos oscuros.
No. No es cierto. Más que nada fue el culo, embutido en aque-
llos ceñidos vaqueros CK azules mientras ella levantaba la escopeta
de aire comprimido y disparaba contra los blancos. El modo en que
sus firmes nalgas se amoldaban a aquellos vaqueros al cambiar de
pierna el peso. Un culo de bailarina, la chica de la compañía
de danza.
Ahora, sentado con ella en el Pivo, casi dos años después de
2fg
conocerla en aquel recinto ferial, se dio cuenta de que sentía una
necesidad desesperada de volver a verle el culo. Tan abrumador
era que Skinner se embarcó en un prolongado juego centrado
en torno al objetivo de lograr que se quitase su larga chaqueta
marrón.
«Quítate la chaqueta, Kay...», sonrió, pero Kay no escucha-
ba. Hablaba sin parar acerca de cómo las cosas no habían fun-
cionado con Ronnie, de cómo éste se vino abajo cuando per-
dieron al bebé, y ella también, pero que ahora había vuelto a la
carga y recuperado el control de su vida, y tenía un empleo,
aunque fuera de camarera.
Control de su vida... ¿Quién cojones es Ronnie? ¿Que había
perdido a un bebé...?
«Quítate la chaqueta, aquí dentro hace calor», insistió Skin-
ner, jadeando ahora de forma extraña.
«Estoy bien así», dijo ella, sonriéndole de un modo que a él
lo desacreditaba y le humillaba. Le hizo pensar en lo hermosa
que seguía siendo. Y aunque le conmovía lo que ella le estaba
contando, algo se desataba en su interior.
Por favor, quítate la chaqueta...
Por favor, ve al cuarto de baño...
Para que pueda examinar críticamente tu culo en busca de sig-
nos de caída, de colapso, para que pueda evaluar mi mortalidad en
relación con tu declive, como hago con todo lo que me rodea..., lo
que me evoca las palabras del gran poeta:
Theflower in ripen'd bloom unmatch'd
Mustfall the earliest prey; Though by no
hand untimely snatch'd, The leaves must
drop away.
1
1. Lord Byron, And ThouArtDead, As Young andFair: «La flor, sin par, en
el momento de abrirse. / Es la primera presa en caer; / aun sin haber sido arran-
cadas antes de tiempo por mano alguna. / Las hojas han de caer.» (N. del T.)
290
En ese momento Kay comenzó a llorar. Apenas se había in-
sinuado una lágrima antes de que se llevara la mano al ojo. Du-
rante unos segundos insufribles, Danny Skinner quiso echar
atrás el reloj del tiempo y ser el hombre que le sostuviese la
mano, que llevase su propia mano a su cara y enjugase aquel
amenazador lagrimón. Pero abrumado por la sensación de pér-
dida y de náusea, se dio cuenta de que él ya no era ése, que nun-
ca jamás podría volver a serlo. En ese momento Kay se puso
bruscamente en pie: «Lo siento..., tengo que irme..., tengo que
irme», repitió, dirigiéndose hacia la puerta.
Danny Skinner pensó que habría debido salir tras ella y tra-
tar de consolarla, pero asintió tristemente con la cabeza como res-
puesta y observó cómo ella se daba la vuelta y se marchaba. Le
miró el culo, pero éste seguía cubierto por la chaqueta. Aún po-
día salir tras ella y de hecho se levantó, pero antes tenía que atra-
vesar el bar, y éste, como siempre, se interpuso en su camino.
Había sido una terrible quincena en la vida de Joyce Kibby.
El chiquillo volvió tan enfermo y tan malo de su viaje a
Bir-mingham... Sólo se quedó una noche. Se ha pasado la mayor
parte de las vacaciones tendido en la cama o gimiendo en el sofá.
¡Casi dos semanas! Ahora ya es el momento de que vuelva al
trabajo, pero sencillamente no puede.
El chiquillo sencillamente no puede.
La víspera de la presunta vuelta al trabajo de su hijo, Joyce
quiso que volviera a examinarle el doctor Craigmyre. Brian ape-
nas podía respirar. Bajo la ropa de cama, sudaba y se retorcía de
dolor. «Nada de médicos», jadeó, protestando de forma débil
pero decidida.
Las lágrimas se acumularon en los ojos de su madre: «Voy a
tener que volver a llamar, hijo, y decirles que no estás en condi-
ciones de ir a trabajar...»
«No...», dijo Kibby entre dientes y de forma casi inaudible,
«estaré perfectamente...»
291
Los mosquitos...
Joyce sacudió la cabeza: «No seas bobo, Brian», dijo dando
media vuelta y dirigiéndose hacia la puerta, indiferente a las sú-
plicas de su hijo. De ninguna manera iba a volver al trabajo
arrastrándose, como tantas otras veces había hecho.
Ahora su hijo, abotargado y jadeante, deliraba y murmura-
ba incoherencias. «Skinner y los mosquitos..., Skinner y los
mosquitos..., él los condujo a Birmingham...»
Birmingham..., mosquitos..., Skinner...
... y él sin una marca...
... tengo que casarme..., ponerme con Harvest Moon...,
Ann..., Mujfy..., terminar Lt partida...
Bajando pesadamente las escaleras, Joyce marcó el número
del ayuntamiento, y pidió que la pusieran con Sanidad y Medio
Ambiente, donde le informaron con aires de superioridad que
en la actualidad el departamento se llamaba Servicio de Consu-
mo y Medio Ambiente. Brian siempre le dijo que llamara a Bob
Foy, pero Joyce había terminado por hartarse de la hosca falta de
compasión de éste ante el estado de su hijo. Sin embargo, una
vez habló con un hombre que había estado sumamente amable
y se esforzó por consolarla.
Danny se llamaba, Danny Skinner.
A Brian no le caía bien, y le había hecho jurar a su madre
que no le llamaría jamás, pero ésta simplemente era incapaz
de afrontar el frío cinismo del tal señor Foy. Le dio a la
re-cepcionista el nombre de Skinner, y ésta le pasó con su ex-
tensión.
Sentado ante su escritorio, Danny Skinner estaba leyendo
un artículo de la revista de ocio The List acerca de un nuevo bar
de alto nivel que acababan de abrir en el centro y que, al pare-
cer, no sólo ampliaba las fronteras del servicio y del confort, sino
que amenazaba con transformar radicalmente el modo en que
percibimos el ocio. Y lo único que uno tenía que hacer para pe-
292
netrar en aquella nueva dimensión era presentarse allí. Con mu-
cha pasta o una tarjeta de crédito, por supuesto. El no tenía
mucha pasta, sino infinidad de impagos, pero en aquellos tiem-
pos se concedían los créditos como churros, y saldaría las deu-
das de la Visa con la MasterCard. Desde luego, acudiría allí esta
noche, pensando que quizá sirviera para liberarse de las refle-
xiones cada vez más melancólicas que le asaltaban últimamente.
No podía dejar de pensar en su reciente encuentro con Kay.
No paraba de repetírsele en la cabeza una y otra vez. Quizá de-
bería llamarla y asegurarse de que se encontraba bien. Pero ella
no era responsabilidad suya, y aquel encuentro casual había sido
la primera vez en siglos que se veían. No, uno no puede volver
atrás, había que dejarlo estar. Ahora había otras personas en su
vida, más próximas que él. Que la ayudaran ellos. Pero ¿y si...?
¿Y si no tuviera a nadie? No. Eso no era más que vanidad por su
parte. Kay siempre había sido vivaz, extrovertida y popular.
Nunca anduvo escasa de amistades. Kelly, la otra bailarina y ella
estaban muy unidas.
Pero ella ya no baila.
Nah.
Trabajo. Despéjate la mente trabajando. A veces hay que ha-
cerlo.
Encendió el monitor, arrastró al escritorio un informe de
inspección sobre otro bar-restaurante a punto de abrir en
Geor-ge Street. Luego le distrajo el teléfono; una llamada
exterior y un poco temprana para tratarse de una llamada de
trabajo real. Algo le impulsó a levantarse y asomarse desde su
despacho del entresuelo, y una sonrisa malvada apareció en sus
labios al ver el hueco vacío del escritorio de Brian Kibby. Cogió
el auricular: «Daniel Skinner», canturreó.
La voz de Joyce Kibby parecía salvar una atormentada ca-
rrera de obstáculos, pasando de los agudos a los graves, de reso-
nante a jadeante: «... estoy desesperada, señor Skinner..., tiene
que conservar su empleo, tiene tanto miedo de que lo despi-
dan..., mi hija está en la universidad y Brian le prometió a su pa-
dre que Caroline acabaría la universidad..., era una verdadera
obsesión para él...»
A oídos de Skinner, aquella voz, aunque irregular, tensa y
estridente, sonó como una melodiosa sinfonía de ángeles a coro.
Estaba pagándole la carrera a su hermana, pensó Skinner con
una extraña sensación de simpatía, pasando con dificultad de
una sensación completamente falsa a otra totalmente genuina.
A continuación terció él, con tono tranquilizador pero
—pensó— con la necesaria seriedad: «Un momento, señora
Kibby. Permítame que le diga que por eso no debe preocuparse.
Sé que Brian ha estado de baja mucho tiempo, pero aquí todo
el mundo sabe lo de su enfermedad y todos nos acordamos mu-
cho de él y le deseamos suerte. Brian tiene muchos amigos en
este departamento.»
«Es usted tan amable...», dijo Joyce, casi entre sollozos de
gratitud.
«Tenemos que darle un poco de margen, señora Kibby.
Ahora lo que quiero que haga es sentarse y poner la tetera al fue-
go. Yo mismo vendré en persona en cosa de una hora. Por el
amor de Dios, dígale a Brian que se tome las cosas con calma.
Sé lo orgulloso que es. Y procure tranquilizarse usted también»,
dijo en un arrebato de empatia.
Por la parte que le tocaba, a oídos de Joyce Kibby la canción
que interpretaba Skinner también era música celestial. «Muchí-
simas gracias, señor Skinner, pero no es preciso, estará usted tan
ocupado...»
«No es problema, señora Kibby», le aseguró él. «La veré
dentro de un rato. Hasta luego.»
«Adiós...»
Skinner colocó de nuevo el auricular sobre la horquilla. Ni
siquiera se dio cuenta de que estaba frotándose vigorosamente
las manos hasta que Bob Foy entró en el despacho y exclamó:
«¡A alguien le han dado una buena noticia!»
294
«Anoche conocí a una dama de lo más sexy», dijo Skinner,
«y acaba de volver a ponerse en contacto conmigo.»
En la mirada de Foy lograron darse cita a la vez la envidia,
el desprecio y la admiración.
Ese señor Skinner es un santo, reflexionó Joyce al colgar el te-
léfono.
Resulta tan alentador comprobar que aún quedan buenas per-
sonas en el mundo en estos tiempos tan egoístas y tan inmorales.
Joyce Kibby hizo suyo el consejo de Danny Skinner y se di-
rigió a la cocina, donde llenó la tetera de agua.
Qué joven tan agradable y amable. ¿Por qué sentirá Brian tanta
hostilidad hacia él, sobresaltándose cada vez que se pronuncia su
nombre? No lo entiendo. La verdad es que Brian se sintió muy mo-
lesto cuando ascendieron al señor Skinner en su lugar, pero ¿por qué
seguir guardándole rencor de esa forma tan tonta cuando se ha por-
tado tan bien con él?
¡Voy a visitar a mi viejo amigo Brian Kibby! Han pasado más
de dos semanas. Las vacaciones en las Baleares estuvieron de puta
madre, sí, pero ignoro las consecuencias de las mismas sobre la
salud de Kibby. Saber lo que se ha ganado es una delicia, pero ver
de la que te has librado es absolutamente exquisito.
Me quedan por efectuar dos inspecciones in situ, pero ahora
va a haber que delegarlas. El asunto de personal que hay que
atender en el domicilio de los Kibby es mucho más urgente. Re-
sultará extraño ver a un Kibby postrado y vulnerable en su en-
torno doméstico. Y no cabe duda de que se hallará asolado y
vulnerable, pues anoche me eché unos buenos tragos en com-
pañía de Gary Traynor y Alex Shevlane. Además, circuló una
buena ración de perico: los tabiques de Kibby tienen que ha-
berse llevado una paliza de impresión.
Da la casualidad de que a Shannon le encanta la idea de sa-
lir de la oficina y encargarse ella de las visitas. Lleva el pelo más
295
corto, lo que deja al descubierto su fina nuca. Normalmente no
me gustan las mujeres con el pelo corto pero a ella le sienta bas-
tante bien. «Corte de pelo nuevo. ¿Significa eso novio nuevo?»
Mientras recoge la carpeta, me dedica esa sonrisa que dice
me-están-follando-bien. «Chissst», me dice.
Más secretos de alcoba.
Menos mal que a uno de los dos le está yendo bien: a mí
tampoco me vendría mal que me levantaran un poco los áni-
mos. Todavía no me he recuperado del impacto de ver a Kay y
sus revelaciones acerca de nuevos novios y abortos que me es-
forcé por no oír; también me desconcierta la suerte de Rab
Mc-Kenzie, que pura y simplemente ha desaparecido de la faz
de la puta tierra. No le he visto el pelo a ese gordo cabrón en el
corral de clubs cutres y pubs de mala muerte que conforman
nuestro territorio.
Pobre Rab, aquejado de una cirrosis hepática y sin poder
volver a beber nunca más. Menuda pesadilla. La ebriedad es lo
que tiene: es un estado inmediato, ubicado en el presente. No
da para vivir de los recuerdos de la última consumición.
La idea de que Rab esté acabado me resulta extraña que te
cagas. Me hace pensar que tenemos aproximadamente la misma
altura y edad, aunque no el mismo peso. Kibby medirá cuatro o
cinco centímetros menos que yo y será unos dieciocho meses
más joven que nosotros. Por lo tanto debe encontrarse en el mis-
mo estado de salud, o aproximándose rápidamente a él. El re-
curso perecedero que era el cuerpo de Kibby —su sistema ner-
vioso, hígado, ríñones, páncreas, corazón- debe estar muy
devaluado a estas alturas. Al principio la consideración más im-
portante para mí era: ¿y si Kibby muriera? Ahora ha pasado a
ser: sin duda, Kibby morirá. Es inevitable. Todo el mundo lo
hace, pero gracias a mi conducta tan golfa, es casi seguro que a
él se le está acabando el tiempo. Y no puedo —ni pienso— dejar
de vivir de esta forma. No hay por qué hacerlo, ya que la cuenta
de la salud la paga Kibby. Si lo hiciera, sería sólo por mante-
296
ner a Kibby con vida, lo cual se me antoja una noción verdade-
ramente perversa.
Pero...
Pero sería un asesinato. Un asesinato de índole estrafalaria,
mística y afortunadamente indemostrable, pero asesinato al fin
y al cabo. Y especulando un poco más allá: ¿qué pasará si o
cuando Kibby fallezca efectivamente? ¿Qué será de esta maravi-
llosa bendición que me ha tocado en suerte? ¿Seré capaz de
transferirle la carga del dolor a otra persona?
¡Quizá en cuanto Kibby casque la maldición podría dar re-
sultado con el cabroncete de Busby!
¿O me convertiré de forma instantánea en una ruina mons-
truosa, nauseabunda y jadeante, reventando en plena calle
mientras un impoluto Kibby, cual Superman, sale del ataúd con
uñas y dientes? Esa, claro está, sería la perspectiva más justa,
pero el rollo este me ha desvelado demasiada oscuridad, dema-
siada fascinación mórbida, como para que crea en la posibilidad
de que exista forma alguna de karma.
No.
La perspectiva prosaica y más probable es que simplemente
me vea obligado a soportar mi propia carga. Afrontar mi propia
mortalidad. Sea, de la ventaja con la que partí no me puedo
quejar.
Pero él no debe morir, de ningún modo. Eso no puedo per-
mitirlo. Nunca fue ésa mi intención.
Así pues, cojo una furgoneta del parque móvil del ayunta-
miento y salgo zumbando por la carretera principal con direc-
ción a Glasgow. Nunca me he fiado de mí mismo al volante,
pese a que me saqué el carné hace años. Ahora está chupado. Me
meto en la barriada de viviendas de protección oficial donde re-
siden los Kibby. Está compuesta de bloques con buenos servi-
cios y está en una buena zona. Abundan las casas de una planta
y las viviendas son de dos plantas —a veces tres— como máximo.
Enseguida localizo el domicilio de los Kibby; tiene una puerta
297
nueva en la que figura el número y una extrañísima placa de
madera, casi de estilo gótico, con letras larguiruchas y como en
forma de ramas en las que a duras penas se lee KIBBY. La miro
durante un segundo y noto que una risotada nerviosa me estre-
mece los hombros.
Me recompongo y llamo al timbre.
Me abre la señora Kibby, o Joyce, como dijo que se llama-
ba. Es una mujer delgada y larguirucha, con un rostro muy an-
guloso. Los ojos son iguales a los de él, grandes y asustadizos.
Apenas me da tiempo de tomar nota de aquello que hay que ver,
oler y oír en el hogar de los Kibby, pero mi primera impresión
es que me encuentro en una especie de antiguo edificio públi-
co, como la sala de lectura de una biblioteca especializada o la
sala de espera de un dentista. Es la típica vivienda de techo bajo
del período de entreguerras, con montones de puertas hechas de
paneles de madera, de esas cuya pintura blanca siempre parece
amarillear ligeramente, como si fuera de color magnolia cuando
uno sabe que no lo es. El papel pintado es de color azul pastel
con diseño floral amarillo, de ese que algunos llaman «rústico».
En el suelo hay una alfombra de pésimo gusto con un patrón
azul y verde, pero bajo los pies parece de una calidad razonable.
La señora Kibby me acompaña hasta la cocina y pone la te-
tera al fuego, pidiéndome al mismo tiempo que tome asiento.
«¿Qué tal está?», cuchicheo en voz muy baja.
«Claro...», dice la señora Kibby. «Subamos arriba un minu-
to. Puede que se muestre un poco raro, ya comprenderá, no le
gusta que le vean en la cama...»
«No se preocupe», asiento con gesto sereno, ocultando el
palpito de mi corazón, que se acelera de expectación. «No que-
rría avergonzarle, de modo que me limitaré a asomar la cabeza
por la puerta un momentito.»
Arriba, la habitación de Kibby apesta a fetidez y descompo-
sición de un modo con el que nunca antes me he topado. Es ar-
tificial y animal a la vez: un aroma mixto de productos quími-
298
eos rancios y carne putrefacta. Oigo gemir a Kibby en la pe-
numbra cuando su madre le arrulla: «Ha venido a verte el señor
Skinner...»
Siento tal incomodidad y emoción que me entran náuseas;
me obligo a armarme de valor con pensamientos agresivos, pen-
sando en cómo esa maricona gorda y vaga puede quedarse ahí
tumbado en el catre mientras los hombres de verdad se hacen
cargo de las putas tareas pendientes.
«No puedo hablar..., márchate por favor», dice Kibby, a me-
dio camino entre un gruñido y un gemido, en el pequeño y os-
curo dormitorio, mientras yo escudriño alegremente los pósters
de Star Trek y la pantalla de la lámpara. En la cama, junto a él,
hay un ordenador portátil. ¡Seguro que el muy guarro estaba
mirando páginas porno en Internet!
«¡Por favor, hijo, no le hables así al señor Skinner, ha veni-
do a verte!», farfulla su madre disculpándose por él con la mi-
rada.
Si llega a ser un perro le habríamos pegado un puto tiro.
«Vete...», resuella Kibby.
Joyce Kibby empieza a estremecerse de ira y me veo obliga-
do a coger a la pobre mujer de ambas manos temblorosas y sa-
carla del dormitorio. Pero al atravesar la puerta, me vuelvo y cu-
chicheo: «Te comprendo, Bri, amigo. Pero si hay cualquier cosa
que yo pueda hacer, lo que sea...»
De nuevo sale de la cama un gruñido sordo. Ahora recuer-
do dónde he oído antes un sonido semejante. De niño tuve un
gato llamado Maxy. A Maxy lo atropello un coche, y se arrastró,
con las dos patas hechas puré, bajo una mata de arbustos del jar-
dín de enfrente. Cuando traté de rescatar al pobre cabrito se en-
fureció de verdad; aquello ya no era el bufido de un gato, sino
un gruñido grave y perruno que me dejó jiñao.
Acompaño a una afligida Joyce Kibby escaleras abajo hasta
la cocina, donde la ayudo a sentarse, aunque al instante vuelve
a ponerse en pie e insiste en preparar más té. «No lo entiendo,
299
señor Skinner. Con lo majo que era, encima. La enfermedad le
ha cambiado; la otra noche hasta me dio una mala contestación.
Y su mejor amigo, Ian, salió de aquí con las orejas gachas. El
otro día estaba de compras cuando le vi, ¡y ni siquiera se paró
para saludar!»
«Puede que forme parte de la índole de su mal», me aven-
turo a sugerir, «una especie de cambio en los patrones de con-
ducta, una degeneración psicológica que corre pareja con el de-
terioro físico. En el trabajo la gente ha notado que está mucho
más susceptible que antes.»
«Cambio en los patrones de conducta», sopesa Joyce Kibby
mientras me pone una taza de té delante. «Me parece una des-
cripción muy acertada, señor Skinner.»
«¿Los médicos siguen sin obtener ningún resultado?»
«Ese doctor Craigmyre no sabe nada», suelta Joyce Kibby
con amargura. «A ver, no es más que un médico de cabecera,
pero hemos recurrido a todos los especialistas habidos y por ha-
ber...», explica ella, mientras mi atención se dispersa por la aco-
gedora cocina hasta que ella la recobra de golpe dejando caer la
noticia bomba: «Han sido todos ustedes muy amables, pero se
acabó. No puede seguir así. Vamos a ver a la gente del departa-
mento de personal y solicitar una incapacidad laboral perma-
nente por motivos de salud.»
Me siento instantáneamente flojo y con náuseas. Este té lle-
va una cantidad de leche exagerada. «Pero... es muy joven..., no
puede jubilarse..., no puede...»
Joyce Kibby sonríe y sacude la cabeza con tristeza. Ahora
me mira directamente a los ojos, y me doy cuenta de que cree
que de veras me importa. Como si yo estuviera tan inquieto
como lo están ellos..., y el caso es que... que lo estoy, hostias.
«Me temo que no nos queda otra opción», responde ella
con tono grave.
«Pero ¿cómo va a arreglárselas?», le pregunto, dándome
cuenta de lo agudo y fantasioso de mi tono de voz expectante.
300
Trato de adoptar una actitud más serena. «Quiero decir, antes
me comentaba que su hija asiste a la universidad..., por teléfo-
no parecía muy preocupada...»
«Lo siento, me dejé llevar un poco por el pánico, ¿verdad?»,
admite Joyce Kibby, con una tímida sonrisa.
«¡No!», le respondo yo en un tono vociferante y abyecto.
Pero esta mujer sigue dale que te pego, ajena a mi dolor, dis-
frutando de la melancólica pero gozosa sensación de liberación
de quien acaba de tomar una terrible decisión que no había más
remedio que tomar. «La otra noche, nos sentamos todos y lo
discutimos racionalmente. Sé que Caroline está en la universi-
dad, pero ha conseguido un trabajo de camarera por las noches
para poder irse a un piso nuevo con otros estudiantes la semana
que viene. Tenemos unos pequeños ahorros guardados para pa-
garle la matrícula. Yo cuidaré de Brian. Esta semana pienso
acercarme a los servicios sociales y coger folletos acerca de las
prestaciones y subsidios para las personas que cuidan a discapa-
citados.»
Abro la boca y estoy a punto de decir algo, pero no me sale
palabra alguna; sencillamente no se me ocurre nada que decir.
«Para serle sincera, me alegro de que se marche de casa. Éste
no es lugar para una chica joven», dice Joyce Kibby, sacudiendo
con tristeza la cabeza. «Con lo felices que éramos en esta casa en
los tiempos en que mi Keith...» Se ahoga de la emoción y se seca
los ojos con un pañuelo.
Siento un tremendo impulso, casi un dolor, que me impele
ayudar... ¿o será que sólo pretendo hacerme indispensable para
poder regodearme con el deterioro de Kibby? Sin embargo, me
aproximo a su madre, y me siento en el brazo de su sillón, ro-
deando sus finos y hundidos hombros con el brazo. «Vamos, va-
mos, no pasa nada...», murmuro, aunque su postura, esa forma
que tiene de estar como doblada para dentro, me irrita. Me en-
tran ganas de apoyarle la rodilla en la espalda y tirar de sus hom-
bros hacia mí. Desprende un extraño olor que hace que me en-
301
tren dudas acerca de su higiene íntima, de modo que me levan-
to y me aparto de ella.
«Es usted tan amable, señor Skinner», dice ella entre sollo-
zos, realmente convencida.
Ahora pienso en mi propia madre, en lo mucho que nos he-
mos distanciado, en cómo la necesidad que tengo de saber algo
acerca de mi padre nos está separando. Y no volveré a verla has-
ta que le haya visto primero a él.
«Lo siento mucho, pero creo que debería ir pensando en re-
gresar a la oficina.»
«Pues claro...» Finalmente, Joyce Kibby me suelta la mano.
«No sabe lo mucho que significa para mí que haya venido. Se lo
agradezco de veras, señor Skinner.»
«Llámeme Danny, por favor», le digo con una convicción
tan sincera y enorme que me espeluzna.
Así pues, abandono la pequeña vivienda municipal de los
Kibby en el distrito Featherhall de Corstorphine, con una sen-
sación de amargura y de inquietud en el que debiera haber sido
el momento de saborear mi triunfo; al fin y al cabo, Kibby es
historia. Nadie le mirará siquiera: un capullo enfermo y obeso
que vive en casa de su madre. Sin haber echado un polvo en la
vida, y ahora completamente inempleable. ¡Todo gracias a mí!
¡Toma!
Aun así, me encuentro preocupado y abatido. Todo está
cambiando. ¡Kibby no puede hacerme esto! ¿Cómo voy a seguir
en contacto, cómo voy a comprobar el efecto de mis poderes so-
bre él? Yo... no puedo quedarme sin él. He perdido a todos los
demás, a mi padre ni siquiera lo tuve nunca. ¡Por algún motivo
no puedo perder a Brian Kibby! ¡Seguro que no querrá seguir
adelante y mandar su empleo al carajo! ¡Es lo único que le que-
da! Y él es lo único que me queda a mí...
No, esperemos que se lo piense dos veces, y quizá yo le ayu-
de con unas cuantas noches tranquilas. Van a echar un ciclo de
Fellini en la filmoteca, y tengo que ir desgranando la compila-
302
ción de poemas de MacDiarmid que compré el año pasado; me-
nuda vergüenza para un escocés no tener por lo menos unos ru-
dimentos al respecto. Lo dejé para otro momento cuando des-
cubrí que su verdadero nombre era otro; los tipos que se
cambian de nombre nunca son del todo de fiar. Sí, a lo mejor
me consigo unos deuvedés nuevos y le doy un poco de tregua al
pobre Brian Kibby.
303
24. CELEBRACIONES PRIVADAS
Llegó el verano, y con él vino y se fue el festival. Como mu-
chos lugareños, Skinner odiaba el comienzo de éste. Los aficio-
nados entusiastas le irritaban, pues siempre se interponían en el
camino de los bebedores serios, ocupando plazas en los pubs y
obstaculizando el acceso a la barra. Los taxis que habitualmente
podía uno parar para que le llevasen rápidamente de un antro
de priva a otro pasaban de largo a toda velocidad, repletos de in-
vasores rumbo al siguiente espectáculo. Y, no obstante, siempre
se sentía inclinado a lamentar el final del festival, pues tanto
gentío se traducía en que no sólo las oportunidades para que-
darse bebiendo hasta altas horas sino también las de acabar fo-
llando se multiplicaban.
Pero todo aquello él se lo había perdido, sentado a solas con
sus deuvedés y la nueva versión de El planeta de los simios le ha-
bía inducido a comprar y visionar la serie original en un estuche
triple. Se tragó las tres primeras series de Los Soprano, y casi
fli-pa por privación de sueño tras una maratón de fin de semana,
y otro sábado intentó ver la primera serie completa de 24 en
tiempo real, desmayándose a la decimosexta hora de
visionado. Aparte de todo esto, tenía su poesía; le conmovían
en especial los versos de épica romántica de Byron y Shelley.
Una vez pasado el festival, llegó a la conclusión de que si se
aventuraba a sa-
304
lir al exterior, se vería relegado a los viejos bastiones, los encla-
ves de los bebedores empedernidos, con todas las mezquinas
rencillas y peleas que ello entrañaba.
Demasiadas cicatrices potenciales para que las soporte Brian
Kibby.
Lo peor de todo era que, inevitablemente, el invierno no
tardaría en hacer acto de presencia. Pero Danny Skinner había
resuelto quedarse en casa. Estaba comiendo de forma más salu-
dable y, tras haber leído que el hígado era un órgano capaz de
regenerarse a sí mismo, empezó a tomar dosis regulares de car-
do lechero para ayudarle en el proceso.
Se había mostrado disciplinado; incluso había logrado ar-
mar y colocar unos armarios nuevos con puertas correderas en
el dormitorio. Pero a medida que fueron acumulándose los días
que siguieron a la ausencia de Brian Kibby del trabajo, Skinner
quedó desconcertado al no tener noticia alguna acerca de su ex-
traña némesis.
¿Qué le estará sucediendo a aquel cabroncete? A estas alturas
tendría que estar plenamente recuperado.
Kibby seguía sin dar señales de vida, a pesar de que Skinner,
a excepción de unas míseras latas de cerveza un domingo en que
echaron en Setanta el Edinburgh Football Derby, se había abs-
tenido de beber, se había mantenido al margen de los pubs y no
tocaba el alcohol y las drogas.
¡Seguro que Kibby volverá enseguida!
Entonces, al final de una tarde terrible, Bob Foy convocó a
Skinner a su despacho y le dijo que ya había confirmación. El
departamento de personal había preparado un paquete de inca-
pacidad laboral permanente. ¡Brian Kibby se marchaba!
¡No!
¡Esto no puede estar sucediendo, joder!
¿Cómo cono puede Kibby hacerme esto?
Había llegado a considerar a Kibby su espejo, un mapa de
carreteras de su propia mortalidad. No, aquello no podía estar
305
sucediendo. Pero la expresión de regocijo del rostro de Foy ha-
blaba por sí sola. Skinner no pudo decir nada: se limitó a asen-
tir, y regresó a su despacho, donde efectuó una desesperada lla-
mada telefónica a Joyce, suplicándole que Brian volviera a
pensarlo.
«Oh..., le agradezco tanto su apoyo, señor Skinner..., digo
Danny..., pero la decisión ya está tomada. El solo hecho de to-
marla nos ha quitado un enorme peso de encima. En el trans-
curso de estas dos últimas semanas, desde que ya no piensa en
el trabajo, ha estado muchísimo mejor.»
Na.
NO.
En el departamento, nadie era capaz de comprender por
qué Danny Skinner, que le había tomado el pelo y arengado sin
parar, estaba tan disgustado por la incapacidad permanente de
Kibby. «Aunque no lo demuestre, en el fondo Danny es un tío
muy profundo», le explicó Shannon McDowall a otra inspecto-
ra novata, Liz Franklin. «Detrás de esa fachada de eterno
bro-mista, le importa mucho la gente.»
Y a su extraña manera, así era indudablemente, pues Danny
Skinner se sumió en un estado de abatimiento sombrío y lúgu-
bre. Su mundo se venía abajo. Parecía que ya no habría forma
alguna de seguir viendo a Brian Kibby.
Tengo que verle.
Entretanto, le voy a enseñar a tocarme los cojones. ¡Ya le daré
yo a ese pequeño haragán motivos de queja!
Así pues, Skinner fue al piso de un camello llamado Davie
Creedo y le compró a éste dos gramos de cocaína. Creedo tam-
bién había preparado un par de gramos de crack y le dieron a la
pipa durante un rato, con lo que Skinner se quedó largo rato
frío. Dado que Skinner era muy buen cliente, Creedo añadió al
paquete unas cuantas golosinas de regalo. Muy pronto Danny
Skinner se fue de marcha por el centro, echando las redes en va-
rios pubs antes de encontrarse con unos conocidos y largarse a
306
un club nocturno. Después hubo una fiesta particular en
Bruntsfield, donde Skinner jamás había visto tanta priva.
Probablemente haya sido todo una coincidencia; me he estado
imaginando cosas...
Cogió una botella de absenta y empezó a trasegar como si
de agua se tratara, ante las miradas y los jadeos de estupefacción
de todos los presentes.
Ann. El mismo nombre parecía sinónimo de fiabilidad, de
lealtad. Alguien con quien podía contarse y que nunca, jamás
defraudaría. Sí, ella seguía encabezando la clasificación. Muffy
era peligrosa.
Brian Kibby permanecía en su habitación, casi siempre pen-
diente de su portátil, jugando o chateando. Los ataques habían
remitido, pero le habían dejado convaleciente, agotado y depri-
mido. Estaba echado en la cama, apoyado sobre una pila de al-
mohadas, con su iBook al lado. No estaba en condiciones de sa-
lir ni de ver a nadie, había desautorizado todas las visitas.
Aquello no amilanó ni pizca a Gerald el Gordo; le llamaba al
móvil sin parar, narrándole alegremente las presuntas aventuras
románticas de Lucy. Llegó a perturbarle tanto que Kibby dejó
de contestar, pero entonces empezó con los mensajes de texto, y
no pudo resistir la tentación de leerlos. A través de unos ojos en-
rojecidos, que le ardían como brasas encendidas engastadas en
su cráneo, leyó la última nota que Gerald se había deleitado en
enviarle:
Resumen de la excursión a Aviemore: lucy ya no sale
con angus, pero ken se enrolló con ella. ¡Qué pillo! Está he-
cha una guarra de cuidado, se lo monta con cualquiera, yo
me morreé con ella en la disco pero no fui más allá, ¡a ver si
voy a pillar algo! Ken y yo hemos terminado la guía hyp
hy-kers de las grampians, ya te enviaremos un ejemplar.
307
Kibby se revolvió, incómodo, contra las almohadas que le
mantenían derecho, y borró el mensaje.
¡Esa guía era idea mía! Se suponía que Ken y yo la íbamos a
hacer juntos..., y Lucy..., ¡pero si él podría ser su padre! ¡Vaya un
putón!
Kibby reanudó apresuradamente la conexión y dio una ba-
tida por los sitios web pornográficos hasta encontrar a una chica
que se parecía a Lucy, con gafas de montura dorada. Se llamaba
Helga, o eso decía con un acento escandinavo que resonaba con
un tintineo metálico por los altavoces del portátil. Bajando el
volumen y abrumado por la sensación de culpa, Kibby se
mas-turbó con toda la ferocidad que permitía su cuerpo minado
por la enfermedad.
Tendría que haberme tirado ese polvete..., lo estaba desean-
do..., estaban allí todos los demás..., pequeña guarra..., urgh...
Tras el orgasmo pareció abandonarle un poco más de su exi-
gua energía vital. Miró hacia el techo mientras en su interior se
abría paso una sensación aciaga y hueca, y dijo con voz apaga-
da: «Lo siento...»
Más marcas negras..., con lo bien que iba..., ¿cómo he podido
ser tan débil... ?
Volvió a coger la corbata, y vacilando sólo durante unos ins-
tantes, se ató con fuerza la mano derecha al pilar de la cama.
Pero aquella noche alguien le castigó de veras por sus peca-
dos. Se despertó sudando, entre los dolores más clamorosos y
tortuosos que había conocido en su vida.
Al ser despertada por aquellos terribles gritos, Joyce Kibby
se levantó y se puso rápidamente el batín mientras el corazón le
palpitaba con fuerza. Acudió corriendo al dormitorio de su hijo
gritando «¡Brian!». Encendió el interruptor de la luz, y la bom-
billa se fundió tras un breve e insípido fogonazo. «¡Brian!», vol-
vió a gritar.
De la penumbra no salía respuesta alguna, ni siquiera un so-
308
nido leve. Cuando de un salto llegó junto a la lámpara de la
rae-sita de noche y la encendió, encontró a su hijo con la tez
amarillenta y sin respirar apenas. Por algún motivo, tenía unas de
las manos atada al pilar de la cama. «¿Qué ha pasado, hijo, qué
haces con la mano así...?»
Dándose cuenta de que éste no se hallaba en condiciones de
responder, Joyce bajó corriendo las escaleras y llamó a una am-
bulancia, tras lo cual regresó disparada al dormitorio. «Aguanta,
que ya vienen», rogó, mientras Brian gemía suavemente y rezu-
maba sudor por todos los poros de su cuerpo. Joyce le desató la
mano y la sostuvo, tomando su débil pulso. No tenía forma de
determinar cuánto tiempo permaneció sentada con él antes de
que llegase la ambulancia y bajasen su sudorosa mole en cami-
lla, atravesando el pequeño jardín delantero hasta llegar a la fur-
goneta. El aire pareció reanimar ligeramente a Brian Kibby, y
éste gimoteo: «Siento que he defraudado a todo el mundo...»
Joyce estrechó el voluminoso cuerpo de su hijo entre sus en-
clenques brazos. «Vamos, vamos..., no digas bobadas, hijo, te
queremos. Siempre te querremos..., sigues siendo mi chiquitín»,
sollozó ella. Tenía la piel muy amarillenta, y se quejaba de unos
dolores terribles en la espalda, como si se la estuviesen abriendo
a machetazos.
309
25. VISCERAS
Foy seccionó el hígado salteado con el cuchillo como si fue-
ra mantequilla. Llevándose el tenedor a la boca, dejó que la su-
culenta carne se disolviera parcialmente en el paladar. El sabor y
la consistencia de la misma evocaban la dulzura de la miel. Foy
levantó la copa de robusto Cabernet Sauvignon del valle de
Napa, llenándose las fosas nasales con su aroma. El jefe de sec-
ción municipal vivía para momentos como aquel, para desple-
gar los sentidos por el puro arte de vivir el momento. Para él no
tenían precio. Pero por más que se esforzó, Robert Foy no pudo
mostrarse indiferente ante la noticia bomba que su amigo, sen-
tado delante de él, acababa de transmitirle.
«Lo digo en serio, Bob», dijo Skinner, echándole un vistazo
a su maletín, en el suelo.
Depositando de nuevo la copa sobre la mesa, Foy suspiró y
se quitó la máscara de satisfacción. En el vacío así creado se ins-
taló rápidamente una expresión circunspecta, forzando la deri-
va meridional de sus pesados rasgos. «Danny..., yo me siento
igual, un día sí y otro no. Consúltalo con la almohada, al me-
nos.»
Fue como si no hubiera dicho nada; Skinner rebuscó en el
maletín y sacó un sobre. «Aquí está todo.»
Foy enarcó las cejas, hizo una mueca y cogió el sobre de co-
310
lor beige que Skinner había colocado delante de él, abriéndolo
y leyendo la carta adjunta. «Dios mío, hablas en serio», conclu-
yó por fin. «Estás dimitiendo de verdad. Supongo que ya le ha-
brás enviado copia a Cooper, ¿no?»
«Esta misma mañana», contestó Skinner, impasible.
«Pero ¿por qué?» Foy no daba crédito. «Hace muy poco que
te han ascendido a jefe de sección.»
¿Quépodría decirle? Quizá algo del estilo de «Hay billones de
personas en este planeta y empiezo a estar un poco harto de encon-
trarme siempre con las mismas dos o tres docenas de gilipollas.» Po-
dría tomárselo como algo personal.
«Por viajar. Por ver un poco de mundo», respondió Skinner
con toda naturalidad. «Quiero visitar los Estados Unidos. Es
algo que siempre he querido hacer.»
Foy se mordió el labio inferior y frunció el ceño, concen-
trándose. «En fin, eres joven, y ya llevas algún tiempo aquí. Es
natural que quieras hacer una escapada. Desplegar las alas y
todo eso», dijo, mientras masticaba otro trozo de hígado y sor-
bía un poco de Cabernet Sauvignon. Como para confirmarse a
sí mismo lo que estaba paladeando, leyó la etiqueta de nuevo,
reasegurándose de que de veras procedía de las bodegas Joseph
Phelps, en su opinión una de las mejores del valle de Napa.
«Este vino es excelente», declaró, cogiendo la botella ya medio
vacía. «¿Seguro que no puedo tentarte?»
«No, gracias, estoy tratando de ponerme en forma», dijo
Skinner, tapando la copa con una mano y llevándose la burbu-
jeante agua mineral San Pellegrino a los labios con la otra.
«También he dejado el tabaco.»
«Vaya, entonces sí que es una ocasión especial. Vamos», in-
sistió Foy, «¡no te hará ningún daño! Fíjate en el joven Kibby, era
abstemio y ahora necesita un hígado nuevo. Para que veas hasta
qué punto es una chorrada todo el rollo ese de la salud. Está todo
en los genes. Si te ha tocado la china, no hay más cascaras», dijo,
llevándose a la boca otro pedazo de hígado salteado.
311
Skinner miró a Foy con gesto sombrío, recordando un verso
que se sintió movido a recitarle a su amigo: «El vino pudre el
hígado, la fiebre hincha el bazo, la carne congestiona el vientre,
el polvo inflama el ojo.»
«¿Qué mierda es ésa?»
«Aleister Crowley. Y no andaba equivocado.»
«Sólo se vive una vez», dijo Foy, levantando de nuevo su
copa. «Pero, claro, ¡vosotros los papistas creéis que después os es-
pera un sitio mejor!»
«Se llama California.» Skinner brindó con el agua mineral,
pensando en que tenía que huir de Edimburgo, de todas esas
oportunidades para beber. Estaban por todas partes, por do-
quier; la expectativa de que en cuanto salieras por la puerta de
casa, aceptarías la invitación a consumir bebidas alcohólicas. Era
algo tan natural como el respirar.
Y él está allí, al otro lado de la ciudad, en Little France, en esa
cama de hospital, adonde yo le conduje: luchando por su vida. Aho-
ra he de luchar a su lado. Tengo que estar con él. Es la maldición
más cruel de todas; lo que nunca te dicen acerca de tener una
né-mesis es el inextricable vínculo que se establece con ellos. Cómo
finalmente acabas teniendo que responsabilizarte de ellos. Un
auténtico enemigo acaba pareciéndose a una esposa, un hijo o un
pariente de avanzada edad. Determinan toda tu puta vida y nunca
te libras de ellos, joder.
Todas aquellas posibilidades de embriagarse: estaban ma-
tando a Kibby. Pero estaban en Edimburgo, Escocia, una ciu-
dad fría de la periferia europea donde anochece pronto, llueve
mucho y el cielo está nublado gran parte del año, meditó lú-
gubremente. Nominalmente una capital, aunque las principa-
les decisiones que afectaban a las vidas de sus ciudadanos se to-
maban a muchos kilómetros de distancia. En conjunto, unas
condiciones perfectas para favorecer tandas continuas de bo-
rracheras autodestructivas, pensó Skinner. Sí, tenía que salir de
aquella ciudad.
312
Al llegar a casa se sentó ante la mesa de la cocina. Embar-
gado por la emoción, le escribió una carta a su madre.
Querida mamá:
Lamento haber estado bebido cuando fui a preguntarte
por mi padre. Cuando me acerqué la última vez, tenía in-
tención de disculparme, pero estaba allí Busby, y me dio la
impresión de que tú misma habías estado bebiendo y que
no era el momento más indicado. Las cosas están un poco
enrarecidas entre nosotros, pero quiero que sepas que te
quiero de verdad.
He decidido no preguntarte más por mi padre. Respeto
que necesites guardar para ti esa información por motivos
que probablemente no entenderé jamás. Pero también es
preciso que sepas y admitas que yo necesito averiguarlo. Aca-
bo de hacerme a la idea de que tendrá que ser sin tu ayuda.
Aún no lo sé todo pero voy estrechando el cerco. He ha-
blado con De Fretais, el viejo Sandy, y traté de dar con al-
guno de los viejos punkis. Ahora me voy a los Estados Uni-
dos a averiguar el paradero de Greg Tomlin.
En caso de que quieras decirme algo, por favor, hazlo
antes del próximo jueves, porque ése es el día en que me
marcho a los Estados Unidos.
Quiero que sepas que hiciste por mí mucho más que
cualquier familia biparental y que con mi deseo de encontrar
a mi padre no pretendo faltarte al respeto ni a ti ni a todo lo
que has hecho por mí. También quiero que sepas que, sean
cuales fueran las circunstancias que rodearon tu relación con
mi padre, nada podría disminuir mi amor por ti.
Tu hijo por siempre,
Danny
Metió la carta dentro de un sobre y fue a echarla por la ren-
dija de la puerta, pero como no quiso correr el riesgo de encon-
313
trarse con ella en la escalera, fue a la peluquería y la echó al bu-
zón, donde a la mañana siguiente ella la encontraría entre los re-
cibos y los volantes de las tiendas locales de comida para llevar.
Bajó caminando hasta Bernard Street, entre los graznidos y
el hurgar de las aves: los restaurantes habían dejado montones
de desperdicios de la hora de la comida en la calle y el servicio
de recogidas iba con retraso. Cerca de las gaviotas, nerviosas y
beligerantes, un cuervo negro azulado y de aspecto grasiento pi-
coteaba un gran trozo de hígado.
Al encontrarse con un café-bar nuevo, entró y se sentó a to-
marse un agua de soda con lima, tratando de leer el Evening
News, pero a la vez absorto en sus propios dramas. Sus crípticas
consideraciones se volvieron hacia San Francisco, donde había
sol, vida al aire libre, conciencia del cuerpo y salud. Seguro que
allí podría hacer cosas buenas, cosas que no estuviesen relacio-
nadas con el alcohol. ¿En qué podía comparársele Edimburgo?
Y en San Francisco estaba Greg Tomlin, el maestro cocinero que
Danny Skinner empezaba a creer que quizá fuera su padre.
Odio el hospital: a las enfermeras, a los médicos y a los ri-
sueños y parlanchines camilleros. Los detesto a todos. No pu-
dieron hacer nada, ninguno de ellos pudo. Mi padre se consu-
mió en vida aquí, en estas nuevas instalaciones de tecnología
punta. Este lugar estaba condenado al fracaso antes de abrir si-
quiera, al igual que nuestro parlamento, o la fiesta de
Hogma-nay
1
callejera que nunca tuvo lugar. Se diría que nadie
fracasa de forma tan regular o espectacular como nosotros. Es
lo único en lo que destacamos.
Ahora es mi hermano quien está aquí y siguen sin poder ha-
cer nada. Todos sus conocimientos y sus cuidados no valen para
nada. Porque seamos sinceros: nuestro Brian se encuentra en un
estado terrible y nos dicen que le están buscando un hígado. ¿Lo
1. Nombre que se da en Escocia a la festividad de Año Nuevo. (N. del T.)
314
intentan con suficiente empeño? ¿Han mirado lo bastante lejos?
¿Se esforzarían más si tuviéramos dinero? ¿Buscarían con más
empeño? Es posible que no lo encuentren, e incluso si lo en-
cuentran el trasplante podría fracasar. Y esta enfermedad, ¿no
podría atacar al hígado nuevo de la misma manera en que atacó
al anterior?
Mi hermano mayor va a morir. Lo miro, veo su rostro abo-
targado y amarillento, y oigo el débil hilillo de su voz mientras
los párpados se le cierran y parece entrar y salir de esta vida. Por
encima de todo, capto ese olor acre, el fétido hedor que asocio
con la muerte. Recuerdo su oscura pestilencia supurando de los
poros de mi padre. Lo sé, lo noto. Y mi madre, mi pobre ma-
dre, está pasando por todo lo que ya pasó con mi padre. Su uni-
verso se cae en pedazos a su alrededor.
No hace más que rezar. Al menos aquellos repulsivos chicos
americanos han dejado de venir por casa. Pero ella sigue deján-
dose caer todos los días por esa pequeña iglesia de piedra. El lu-
gar que me aburrió que te cagas todos los domingos de mi in-
fancia, cuando me despertaba con un terror aplastante ante la
idea de que fuéramos a ir allí. Ahora incluso ha empezado a acu-
dir a esa Iglesia Libre Presbiteriana de la ciudad, la gente a la que
frecuentaba de niña en Lewis.
A veces trato de recordarle las probabilidades que nos han
dado los médicos en contra de que Brian sobreviva. No sé por
qué; es como si me estuviera preparando para el choque y nece-
sitara saber que ella va conmigo en el coche fuera de control. La
fe ciega es algo que ya no soy capaz de aceptar. Nunca pude en
realidad. Pero ella prefiere no saberlo, porque es lo único que
quiere, lo único que necesita y, probablemente, lo único que tie-
ne. Parece convencida de que la bondad y la virtud intrínsecas
de Brian le protegerán.
De modo que les dejo, a ella con sus oraciones y a él con su
sueño perturbador. Salgo del pabellón, y me dirijo a la cafetería.
No se fijan en que me marcho, aunque quizá sí.
¿Qué hacía ella aquí, en aquel lugar de culto, hablando con
aquel desconocido, un hombre que nunca había conocido mu-
jer -al menos oficialmente-, y contándoselo todo? Y cuando ella
le soltó toda la historia y le preguntó qué hacer, supo que con
tres Ave Marías bastaría y que con ellas tendría fuerzas suficien-
tes para mantener el secreto.
Salió de St Mary's Star of the Sea, un lugar donde la habían
llevado de niña a su pesar, pero al que siempre regresaba a hur-
tadillas y con humildad en los momentos de estrés. Mientras ba-
jaba por Constitution Street y Bernard Street hacia Tel Shore,
sentándose y observando a los magníficos cisnes blancos que
surcaban las negras aguas, Beverly Skinner se preguntó a sí mis-
ma qué clase de católica y de madre era.
Pero le había soltado lo suyo al cura. Aquella noche vendría
a casa Trina; beberían Carlsberg Special y vodka, fumarían cho-
colate y pondrían a los Pistols, los Clash, los Stranglers y los Jam
hasta que la pobre señora Carruthers aporrease lo que constituía
su techo y el suelo de Bev con la escoba, y todo volvería a estar
bien.
316
III.
Salida
26. CIRUJANO
Raymond Boyce, doctor en Medicina y cirujano (Edim-
burgo), se dirige a un grupo de estudiantes de medicina
de último curso en la Universidad de Edimburgo.
Para quien ha hecho del estudio de la medicina su vocación
y la obra de su vida, encontrarse con un fenómeno nuevo es una
de las cosas más emocionantes que quepa esperar. Sin embargo,
también puede ser de las más aterradoras. En el caso de Brian,
un joven de Edimburgo al que estoy tratando, se da esta singu-
lar circunstancia.
Déjenme recapitular: Brian es un joven que padece una en-
fermedad degenerativa desconocida que ha afectado a muchos
de sus principales órganos, pero sobre todo al hígado. Conoce-
mos la crucial importancia de este órgano. Un hígado sano de-
pura casi el cien por cien de las bacterias y toxinas de nuestro
cuerpo. Un hígado sobrecargado y subalimentado está conside-
rado como la causa fundamental de muchas enfermedades; en la
actualidad reconocemos que la mayoría de cánceres se derivan
de un hígado que funciona mal. Y teniendo en cuenta los pro-
ductos químicos tóxicos presentes en los alimentos que ingeri-
mos, el agua que bebemos y el aire que respiramos, dados el al-
cohol, el humo del tabaco y la preponderancia de las drogas
administradas con receta, el sistema de desintoxicación del hí-
gado se encuentra más sobrecargado y bajo mayor presión que
nunca.
Sabemos que el hígado es el único órgano capaz de regene-
rarse completamente por sí mismo cuando está dañado. A decir
verdad, lo sabemos desde la Antigüedad griega. Prometeo, un
personaje de la mitología, fue condenado a ser encadenado a
una roca mientras las águilas le devoraban el hígado de día. Du-
rante la noche éste se regeneraba, hasta que llegaba el día y su-
fría extirpación parcial por parte de dichas aves. Se trata de uno
de los primeros indicios que existen acerca de nuestro conoci-
miento intuitivo de la capacidad de regeneración del hígado.
Por lo que sabemos, no fue hasta finales del siglo diecinueve,
cuando Canalis emprendió la primera extirpación científica del
hígado. Más de un siglo después, aún no disponemos de una ex-
plicación precisa acerca del mecanismo exacto que desencadena
este proceso de regeneración.
En el caso de Brian, esto tiene una importancia secunda-
ria, puramente teórica. Se da una cicatrización crónica del hí-
gado o cirrosis avanzada. Su hígado se ha deteriorado ahora
hasta tal punto que es preciso un trasplante para salvarle la
vida.
Sólo en casos de abuso extremo y prolongado del alcohol he
presenciado lesiones hepáticas de tal envergadura. Y ello en un
joven que no es bebedor y que apenas ha probado el alcohol.
Debo decir que yo me mostré tan cínico como cualquier otra
persona respecto de la veracidad de dicho aserto, y en un prin-
cipio pensé que el muchacho se hallaba en un estado de extre-
ma negación común a muchas personas que padecen el azote del
alcoholismo.
Pero he estado realizando un seguimiento controlado de su
conducta y estoy en posición de dar fe de su absoluta sobriedad.
He seguido siendo, al mismo tiempo, testigo a mi pesar de su
triste y misterioso deterioro físico a lo largo de este período. Por
lo tanto, también puedo dar fe del terrible coste emocional de
esta enfermedad para Brian y su familia. Así pues, hemos des-
cartado casi por completo el abuso de alcohol como fuente de
la degeneración de Brian.
320
Otra causa frecuente de disfunciones hepáticas en la socie-
dad occidental son las afecciones víricas. La hepatitis vírica,
como saben los estudiosos, mata las células del hígado. Sin em-
bargo, no tenemos indicios de cepa alguna en Brian. Por tanto,
también esto podemos descartarlo.
Existe una categoría de trastornos denominada enfermedad
hepática autoinmune, en la que, hablando en términos genera-
les, los leucocitos, en lugar de atacar a las bacterias y los virus, o
además de ello, sufren por algún motivo una confusión biológica
y atacan al hígado. En este ámbito se han llevado y se están
llevando a cabo todavía muchas más pruebas.
Como siempre es el caso en la medicina o en cualquier dis-
ciplina en la que nuestros conocimientos son incompletos, te-
nemos una categoría «cajón de sastre». Esta es la designación
no-específica a la que nos referimos como cirrosis criptogénica.
Lamentablemente, a este grupo sólo se le reconoce por sus efec-
tos -deterioro hepático- y existe muy poco en términos de cura
que podamos ofrecer a quienes la padecen.
Lo que han demostrado nuestras pruebas es que, sobre todo
de noche, el cuerpo de Brian experiment a un gran trauma,
como si acumulara fuerzas para sobrellevar una inyección masiva
de toxinas. Dichos ataques son fascinantes, si bien muy in-
quietantes, y nuestra multitud de pruebas en esta área conti-
nuará mientras el paciente sea capaz de soportarlas.
No obstante, el deterioro del hígado de Brian nos ha forza-
do ahora a intervenir quirúrgicamente. El peligro inmediato es
muy serio; como he dicho antes, es preciso un trasplante para
salvarle la vida. El procedimiento tendrá lugar en cuanto dis-
pongamos de un donante.
Como ya he explicado, los demás órganos de Brian también
están padeciendo. Desconocemos por cuánto tiempo podrán se-
guir funcionando con normalidad sus riñones, y estamos tra-
tando de encontrar para él nuevos órganos de este tipo, y es evi-
dente que recurriremos a la diálisis en caso necesario.
■321
Existe un rayo de esperanza, y es que desde que fue admiti-
do en el hospital su condición se ha estabilizado un tanto. Sólo
nos cabe esperar, por el bien de Brian, que éste sea efectivamente
el caso.
322
7. QUIRÓFANO
Por primera vez, al encarar su situación, Brian Kibby expe-
rimentaba verdadero miedo: crudo y total. Tal era el alcance de
su pánico que casi sentía que su esencia fuera a desprenderse
de su cuerpo. Al principio había estado demasiado deprimido
ante su estado como para asustarse de verdad. Danny Skinner, y
la aversión irracional que éste sentía por él, habían obrado como
distracción. Ahora estaba solo, sin apenas otra cosa en que pen-
sar más que su suerte inminente, con el cabello de la nuca tan
de punta como si de agujas se tratara.
Kibby echó una mirada a los demás hombres que había en el
pabellón. No eran como él. Eran viejos, y la mayoría de ellos a to-
das luces alcohólicos crónicos. Generalmente venían en dos forma-
tos: o tremendamente escuálidos y marchitos, con aspecto de in-
sectos palo, o completamente abotargados, como cetáceos con
ictericia. Y él estaba metido allí entre ellos. ¿Por qué le había toca-
do a él, un joven hasta entonces sano y saludable, que había lleva-
do una existencia intachable, ser víctima de aquella maldición?
¿Por qué? Pues se trata, en efecto, de una maldición. ¡Aquella
vieja chiflada tenía razón! Pero ¿quién iba a echarme a mí una
maldición?¿Ypor qué?
Sus desesperadas reflexiones fueron interrumpidas cuando
se personó el señor Boyce para explicarle la intervención qui-
323
rúrgica que se proponía realizar. La desesperación en estado
puro pudo más que Brian Kibby y aferró el puño de la bata del
cirujano con su mano amarillenta mientras suplicaba: «¿Por qué
yo, doctor, por qué?»
Raymond Boyce tocó ligeramente el dorso de la mano de
Kibby; incluso eso bastó para avergonzar a éste y hacer que le
soltase. «Brian, tienes que ser fuerte», dijo con firmeza. «Hazlo
por tu madre y tu hermana», agregó Boyce, más irritado de lo
que dejaba traslucir por que alguien se dirigiera a él como «doc-
tor.» En tanto que cirujano jefe, el tratamiento que le corres-
pondía, estrictamente hablando, era «señor».
«¿Cómo? ¿Cómo quiere que sea fuerte? No he hecho nada»,
gimió Brian Kibby, sumido en el más abyecto sufrimiento.
«Tengo veintiún años y mi vida ya se ha acabado. Soy virgen,
doctor, ¡virgen a los veintiuno! Incluso antes de todo esto ya era
muy tímido con las chicas...»
Luchando por reprimir un cosquilleo de emoción en sus
mejillas, el cirujano sacó pecho y dijo: «En esta vida nunca se
sabe lo que nos espera a la vuelta de la esquina. ¡No puedes ti-
rar la toalla!»
Mientras Boyce se marchaba, Kibby pensó en Lucy; para ser
más concretos, en bajarle los tirantes de aquel vestido verde de
encima de los hombros.
Que les den por culo al hermano Clinton, al hermano Alien y
a su estúpido panfleto... ¡Me estoy muriendo, joder! No quiero mo-
rir virgen..., tendría que haberme tirado a esa vieja bruja..., pero
hay alguien más a la que tendría que haberme tirado...
Y en su febril pero viva imaginación aparecieron Lucy y él,
solos, caminando por las colinas, ella luciendo aquel vestido ver-
de, con tacones y una gran mochila que le costaba llevar...
La tos convulsiva y machacona de un viejo borrachín atra-
vesó el aire rancio y reciclado del pabellón.
Cierra el pico, viejo cabrón, cierra el pico y muérete, no esta-
mos más que Lucy y yo en las colinas...
324
... y ella sudaba por el esfuerzo bajo el sol. Gotas de sudor
le perlaban la frente. Heatherhill estaba...
No.
Heatherhill no.
«Vete a tomar por culo, Angus, vete a dar un paseo molón
en alguna otra parte», dijo Kibby con arrogancia y con desdén,
despachando a Heatherhill, que se marchó enfurruñado cual pe-
rro apaleado, desapareciendo tras el horizonte. Se volvió hacia
una sudorosa Lucy. «Dos son compañía, ¿no te parece, cacho zo-
rra?»
«Pero, Brian...», empezó a decir ella.
«Aunque según me dicen te va el rollo de la cinta transpor-
tadora. A lo mejor cuando haya acabado yo, Heatherhill,
Rad-den y Gerald el Gordo pueden venir y ponerse las botas.
Eso es lo que te gustaría, ¿no? ¿Que los chicos hagan fila?»
Lucy se quedó con los ojos y la boca abiertos mientras
Kibby llevaba su mano a los tirantes de su vestido, oportuna-
mente situados por fuera de los de la mochila. Los bajó y, al no
llevar sostén, sus tetas saltaron hacia él. Kibby las manoseó con
aspereza un ratito antes de desplazar su peso y apretarse contra
ella, a la vez que colocaba una de sus piernas detrás de ella. La
gravedad y la mochila hicieron lo demás, y Lucy cayó de espal-
das sobre la hierba mojada. Sus largas piernas se levantaron, lo
que no hizo sino contribuir a que se le subiera la falda. No lle-
vaba bragas.
«Y mientras camino, me encanta ir cantando con la mochi-
la a la espalda», canturreó Kibby, sonriendo al desabrocharse la
bragueta y...
Ooooohhhh... oooooohhhhhhhh...
Sintió cómo vertía sus pegajosos residuos en el pijama, fil-
trándose hasta las sábanas del hospital y el colchón.
Que les den por culo a las sábanas de hospital.
325
28. AA
Un asmático recepcionista de la Europa oriental, movién-
dose con pesadez, me acompaña hasta mi habitación. Al abrirse
la puerta, se confirman mis sospechas de que todo esto es un
gran error y que no aguantaré unos cuantos días por aquí sin be-
bida ni drogas. La habitación mide tres metros por tres, con una
alfombra raída que huele a meados, un lavabo, una cajonera y
una cama con un colchón tan fino como una oblea, que chirría
sobre los muelles de un somier oxidados por la orina.
Con todo, este hediondo antro infestado de ratas es el ho-
tel más barato que he podido encontrar. Está situado en la calle
Seis, justo al lado de Market Street, así que al menos es céntri-
co, pese a estar ubicado en una zona llena de albergues para va-
gabundos y tiendas de vino y licores baratos.
Nada más acostarme me quedo frito, sumido en ensoñacio-
nes alucinógenas pero desagradables: montones de mierda, pro-
saicos sueños de autobuses que se escapan, intentos de encon-
trar retretes y descifrar los resultados deportivos a partir de
periódicos redactados en caracteres jeroglíficos.
Pero al día siguiente me siento más animado y me levanto
temprano para salir de este lugar de mala muerte y recorrer las
calles de San Francisco. Por aquí hay montones de borrachines,
yonquis y desequilibrados, desesperados por establecer contacto
326
visual y arrastrarte a sus dramas existenciales, sin duda con la in-
tención de recaudar una módica suma a cambio de dejarte en
paz. Caelum non animum mutant qui trans mare currunt. Que le
den a ese rollo; bastantes problemas tengo como para encima
aparentar interés por la cuestión borrachina.
Me dirijo al distrito de Mission, donde desayuno en una
créperie. Después voy a Castro, y luego a Haight-Ashbury antes
de regresar a Lower Haight, donde paro en un pub de estilo bri-
tánico a tomar unas empanadillas con patatas fritas. De repen-
te, consciente de las necesidades de Kibby, las dejo y me paso a
una cafetería a la americana, donde como algo de pollo a la pa-
rrilla con ensalada pero sin aliño.
Curioseo en una librería de viejo, donde encuentro un raro
ejemplar en folletín de los primeros poemas de Arnulf Overland
en inglés. Si estuviera en Edimburgo, me deleitaría con esto; me
pasaría montones de veladas moribundas con una botella de
whisky leyéndolos, recitándolos una y otra vez hasta lanzarme a
la noche, a los clubs, con grandes planes para todo dios. Aquí,
sin embargo, al sol de California, los veo como lo que son: unos
versos volkisch bastante conmovedores, pro alemanes en un esti-
lo postratado de Versalles, del tipo «nos robaron.» Resulta cu-
rioso pensar que el pobre Overland acabó en un campo de con-
centración nazi. Quizá aquí no tenga demasiado sentido, pero
en casa, donde algún que otro depresivo pagará una pasta por
ellos, sí lo tendrá. El muy cretino me lo vende por tres dólares:
podría haberse sacado un buen dinerito en eBay.
Animado por mi buena fortuna, encuentro un
cibercafé-restaurante llamado Click Ass. Es un garito japonés y
aunque el escocés que llevo dentro se muere de ganas de
hincarle el diente a la tempura debido a sus cualidades de
fritanga en abundante aceite, me conformo con el colocón
proteínico del sashimi. La chica que sirve, con cabello negro
que le llega hasta el cuello y gafas, y un cuerpo largo y esbelto,
parece muy tranquila. Los tíos siempre andan hablando sin
parar de las curvas de las tías,
327
y la verdad es que las curvas mandan, pero lo que a mí me gus-
ta en una chica son las buenas líneas; una espalda recta, como
las de los púgiles aficionados de la vieja escuela. Salir con una ja-
ponesa molaría, ¿que no? Le sonrío, y su rostro es tan hermoso
como un cuadro aunque, por desgracia, igual de inmóvil.
Cuando compruebo mis correos electrónicos veo que es
todo correo basura; desconcertado, me doy cuenta de que ape-
nas hace nada que salí de Edimburgo, aunque con el vuelo y el
huso horario parece que hubieran pasado siglos. Busco las reu-
niones de AA de San Francisco en la web. ¡Hay páginas enteras
de ellas y las hay por todas partes, todos los días! Selecciono una
de Marina, porque parece un barrio pijo, y me encamino hacia
allí. Sencillamente no puedo soportar la perspectiva de oír los
relatos de los borrachínes de los bajos fondos. Para esa mierda
me vuelvo a Junction Street.
Al menos mis andanzas me han permitido hacerme alguna
idea acerca de la ciudad y de su gente. Los habitantes de San
Francisco parecen dividirse grosso modo en tres categorías. Es-
tán los ricos (casi siempre blancos) con su tiempo de ocio, sus
comidas agradables, sus gimnasios y sus entrenadores persona-
les, por lo general esbeltos y en forma. Luego están los pobres
(habitualmente latinos o negros), que tienden a ser gordísimos,
pues sólo pueden permitirse comprar alimentos preparados y
comida rápida de las cadenas, muy adictivos y repletos de calo-
rías. El tercer grupo es el de los sin techo, en su mayoría negros,
pero entre los cuales hay algún que otro blanco y latino (aunque
no demasiados), quienes, una vez más, suelen ser muy delgados,
porque ni siquiera pueden permitirse la mierda de la que se ali-
mentan los pobres.
La reunión se celebra en lo que parece un viejo edificio pú-
blico, como si estuviera pensado para ser una biblioteca pero en
la que no hay libros. Es una especie de centro cívico. Es más viejo
que la mayoría de construcciones de la zona, pero parece bien
conservado. Recorro lo que parece una sala de suelo de hormi-
328
gón, cosa poco habitual en San Fran, pues a cuenta de los terre-
motos los edificios suelen ser de madera. Está bordeado a am-
bos lados por plantas metidas en macetas. Tras atravesar dos
puertas giratorias llego a una sala con paneles de madera llena
de gente con las sillas dispuestas en un semicírculo. Un tipo con
aspecto de ser de Oriente Medio, de ojos y cabello oscuros y sin
afeitar me hace un gesto con la cabeza, indicándome algunos de
los asientos libres. El resto de los presentes apenas toma nota de
mi presencia.
El sitio está lleno de tipos evidentemente acaudalados, eje-
cutivos jóvenes y tal, todos ellos con aspecto de ser bastante
WASP.
1
El moderador es el que más pinta étnica tiene. Tomo
asiento entre un gachó trajeado y una chávala más o menos de
mi edad. Me fijo en que lleva una camiseta roja y blanca y que
no lleva sostén. Lleva estampada la palabra GALVANIZE. Tiene
una nariz prominente, que asoma de entre un pelo largo, negro
y rizado. Al fijarme más de cerca veo que tiene un aspecto un
tanto mediterráneo, latino incluso. El tío es un yuppy anodino:
cabello corto, traje azul oscuro, gafas y zapatos negros lustrosos.
Me conmocionaría tremendamente si en el transcurso de nues-
tras existencias él y yo llegásemos a intercambia una sola palabra
significativa.
La gente se levanta y suelta las habituales historias de mala
suerte, que me resulta difícil seguir porque tengo los oídos ta-
ponados, aunque oigo a la chica esta bufando esporádicamente
cosas como «chorradas» o «venga ya» entre dientes. Como soy
un chico de Leith criado por una madre punki, ese género de
conducta me impresiona desmesuradamente. Durante la pausa
del café, veo que está sola así que la abordo: «No parece que esto
te impresione demasiado», le digo con una sonrisa.
Ella me mira un momento, se lleva el café a los labios y se
1. WASP: siglas de White Anglo-Saxon Protestant (Blanco, anglosajón y
protestante). (N. del T.)
329
encoge de hombros. «Es más barato que la rehabilitación, más
no se puede decir, pero hay que tragar con todos los mamoneos
fundamentalistas.»
«¿Qué quieres decir?»
«El rollo santurrón, pero también la mierda esa de la absti-
nencia de por vida. Quiero decir, que sí, vale, admito que me
salí de madre con la bebida. Pero en algún momento, en cuanto
tenga la cosa controlada, volveré a beber. Una sola copa no es
una cuestión de vida o muerte.»
«Sí que lo es», le digo yo.
«¡Ay, qué asco!», exclama ella, y me fijo en que tiene un ros-
tro un tanto cuadrado pero agradable, y me gustan sus ojos ver-
des y su boca fina. «¿De verdad tienes tantas ganas de que Jesu-
cristo ande metido hasta ese punto en tu vida?»
Se me aparece una visión de Kibby en la cruz. Después
pienso en el vídeo porno de Traynor, La resurrección de Nuestro
Señor, seguramente porque esta chica se parece un poco a la tía
que interpretaba a la amiga de María Magdalena en la escena del
trío. Se me escapa una risita involuntaria. «Quiero excluir de mi
vida al alcohol», le explico, recomponiéndome.
«Pues tú mira a ver que en el mismo paquete no te metan a
Jesús; así funciona la cosa con estos anormales. Sustituyen una
dependencia por otra.»
Pues sí, en la peli esa sí que le metían en el paquete al po-
bre cabrón de Jesús. ¡Fue cuando le atravesaban con uno de los
clavos de la cruz! ¡Ay, qué dolor! Frunzo los labios y resoplo sólo
de pensarlo. «Por ahí sí que no paso», le hago saber.
«Hay que andarse con ojo», me cuenta, lanzando una mira-
da nerviosa alrededor.
Estoy pensando que en este lugar me hacen falta amistades,
y me encajaría muy bien que fueran sobrias y femeninas. «Oye,
hablando de dependencias», le digo, agitando el vasito de
polies-tireno, «este café es una porquería. ¿Te apetece ir a tomar
uno a algún sitio en condiciones cuando termine el
espectáculo?»
330
Ella enarca las cejas y me mira de modo desafiante: «¿Pre-
tendes ligar conmigo?»
«Esto..., yo soy escocés. La verdad es que allí no hacemos
esas cosas..., quiero decir que, en mi cultura, los miembros del
sexo opuesto pueden relacionarse sin necesidad de que se trate
de un pretexto para otras cosas», le miento.
Ella sopesa esta gilipollez durante un momento y dice:
«Vale, me mola.» Sonríe y yo noto una pequeña palpitación en
el estómago. ¡De puta madre! «Tienes un acento bastante gua-
po. Nunca he estado en Escocia», me cuenta.
«Es un país muy hermoso que bien merece una visita», sos-
tengo en un petulante arrebato de orgullo patrio en el instante en
que vuelve a empezar la reunión. «Por cierto, yo me llamo Danny.»
«Yo, Dorothy», dice ella, mientras tomamos posiciones para
presenciar el segundo asalto.
Los relatos siguen siendo igual de inquietantes, pero de vez
en cuando Dorothy y yo nos miramos el uno al otro y ponemos
caras, por lo general como respuesta a algunos de los comenta-
rios más banales de los asistentes. Sólo soy vagamente conscien-
te de lo que sucede en el resto de la habitación hasta que noto
un pequeño estallido en mi oído, seguido por una sensación de
calor y humedad, como si sangrara. Cuando me llevo la mano a
la fuente noto cómo una porquería caliente se me escurre sobre
los dedos. Sumido en el pánico, el corazón me palpita apresura-
damente, pues temo que se me estén derritiendo los sesos, pero
sólo es cerumen. Me lo limpio subrepticiamente bajo la silla.
Disculpándome, voy al lavabo, donde me lavo el oído y ese lado
de la cara hasta que desaparece el olor a cera. Echo una meada;
tiene el mismo color y consistencia que la cera.
¡Fusión!
Inquieto, regreso. Al menos ahora oigo lo que sucede. Des-
pués, tras la oración para pedir serenidad, salimos fuera juntos.
Parece que he hecho una nueva amiga, ¡y por mí estupendo!
«¿Tienes coche?», pregunta ella.
Sil
«No, llegué aquí ayer. Estoy en un hotel cutre de la calle
Seis», le cuento, quizá imprudentemente.
«Dios, más cutre imposible», dice ella, encendiendo un ci-
garrillo. «El mío está aquí mismo», dice, señalando un elegante
descapotable blanco. «Salgamos de este barrio.»
Nos subimos al bólido y nos largamos. La nariz ganchuda
de Dorothy asoma de perfil entre esa greñuda masa de cabello
negro.
Guipo todos los bares estos de la calle Dieciséis mientras
nos adentramos en el distrito de Mission. Todos y cada uno de
ellos parecen invitar a entrar. Joder, menos mal que a mi lado
tengo a una alcohólica en rehabilitación. «En esta ciudad, apar-
car es cosa de locos», dice ella con un aire de intensa concentra-
ción, introduciéndose en un espacio disponible en cuanto sale
otro coche. En la vida había visto a una tía dar marcha atrás de
esa forma.
Al salir del coche nos para una gente del Socialist Workers
Party que protestan por la guerra en Irak. Ni siquiera sabía que
en Estados Unidos hubiera socialistas revolucionarios. «Bush es
el eje del mal», aulla dirigiéndose a nosotros una chica menuda
y delgada, mientras un tío que está junto a ella me tiende con
gesto fervoroso una octavilla.
«A mí Bush me gusta», les suelto, aguardando a que arru-
guen el gesto con cara de asco antes de rematar la gracia, «al que
no soporto es al cabrón ese de la Casa Blanca.»
1
Dorothy sacude la cabeza y me aparta de los desconcertados
vendedores de periódicos. «Aquí no puedes decir esas cosas»,
dice ella mientras bajamos por la calle.
«Sí que puedo. San Francisco es una ciudad muy liberal
1. Juego de palabras intraducibie. I like Bush puede entenderse en su
sentido literal («A mí Bush me gusta») o en sentido figurado y vulgar, en cuyo
caso podría traducirse como «Me gustan los felpudos». También cunt, que es
como denomina Skinner al inquilino de la Casa Blanca, tiene el doble senti-
do de «cabrón» por un lado, pero también el de «cono». (TV. del T.)
332
pero aun así tendrá que haber gente a la que le caiga bien Bush.
A ver, que no es mi caso, yo odio a todos los políticos. Son to-
dos unos cabrones.»
«No..., has vuelto a emplear esa palabra.»
Por lo visto, aquí es más ofensivo emplear esa palabra que
comprar una pistola. Decido que ya he cometido suficientes
meteduras de pata para un día y que voy a tratar de mantener
cerrada mi bocaza.
Entramos en la cafetería. Es oscura y tiene un suelo de ma-
dera dura; está provista de una colección de sillones y mesas ba-
jas, lo que le proporciona un aspecto destartalado pero ligera-
mente decadente. «Bonito lugar», digo yo.
«Sí, Gavin y yo..., mi ex, solíamos venir aquí cuando vivía-
mos en este barrio.»
Me parece captar cierto tufillo a despecho. Sin duda yo des-
prendo idéntica fragancia. Bueno, con Kay no del todo, porque
al menos Shannon y yo nos utilizamos el uno al otro como
amortiguadores. A decir verdad, últimamente he reventado
unos cuantos amortiguadores. Miro a Dorothy pensando que
resulta extrañísimo estar sentado con alguien sin beber más que
café. ¡Con una chávala y fuera del horario de curro! Impensable
en Edimburgo, al menos en esta etapa de la relación. El aroma
del café es agradable y sabe fuerte y amargo.
Luego nos vamos a comer algo a un restaurante mexicano
de la calle Valencia llamado Puerto Allegrie. Está muy concurri-
do y la comida es estupenda. Dorothy me cuenta que se apelli-
da Cominsky y que es polaca por parte de padre y guatemalte-
ca por parte de madre. «¿Y tú qué?»
«Eh, hasta donde yo sé es escocés del montón. Si hay algo
más de por medio, probablemente no será nada más exótico que
irlandés o inglés. La verdad es que en Escocia no prestamos de-
masiada atención a los orígenes étnicos. Al menos a los nuestros.
A la gente de fuera, como los solicitantes de asilo, solemos ha-
cérselas pasar canutas por ser diferentes.»
333
Pienso en Kibby y en la gente como él. A ellos sí que se las
hacemos pasar canutas por ser diferentes, sobre todo cuando so-
mos matones depresivos y alcohólicos que nos odiamos a noso-
tros mismos. Pero lo decisivo es que también somos otras cosas.
Podemos ser mejores.
Dios, qué raro resulta estar sentado con una chica sin alco-
hol ni drogas con los que desinhibirse. Dorothy y yo estamos
sentados en ángulo, sin una mesa que nos separe. Pero tener la
cabeza despejada también sienta bien. ¿Y cuánto hará que no
siento ese relámpago de fuego alcohólico rancio en las entrañas,
abrasándome desde el gaznate hasta las tripas?
«Te veo meditabundo», dice ella.
«Yo a ti también.»
«Te digo lo que estoy pensando si lo haces tú antes.»
«Vale», digo, suponiendo que sé por dónde van los tiros.
«Estaba pensando que si hubiésemos estado en un bar y nos hu-
biésemos tomado un par de copas para relajarnos, probable-
mente habría intentado besarte.»
«Qué bonito», dice ella, inclinándose ligeramente hacia mí.
No necesito mayores invitaciones y cierro el hueco restante; nos
morreamos un rato. Pienso: joder, mira tú qué fácil. ¡La de ve-
ces que he tenido que medio embolingarme y apoquinar una
media de seis Bacardís para llegar a este punto! Joder, vaya des-
perdicio. Cuando nos separamos para tomar aire pregunto: «¿Y
tú en qué pensabas?»
Ella sonríe; en su mirada flota algo sereno y comedido:
«Pensaba que estaría guay que nos diéramos el lote.»
Dorothy me lleva, atravesando el Golden Gate Bridge, a un
sitio llamado Sausalito. Dejamos el coche en un área de descan-
so y vemos la puesta de sol. Pronto averiguo que «darse el lote»
es un término genérico en el que está incluido morrearse pero
que se queda a las puertas de follar, aunque por un minuto pen-
sé que ya estaba allí, pues fue fácil acceder a ambas tetas, estan-
do sin sostén como estaban. De todos modos, no tengo prisa, y
334
estoy contento con un juego más a largo plazo. Un caballero
nunca debe tratar de meterla en la primera cita. (Salvo que no
tenga intención de que haya una segunda.) Seguro que esa regla
cultural es universal.
Sólo cuando ella me deja en el hotel tengo la impresión de
que mi suerte ha cambiado decididamente para mejor. Mientras
una pareja de borrachínes da persistentes toquecitos en la ven-
tanilla del coche y una mujer con unas piernas hinchadas como
globos empuja un carrito de la compra con todos sus bienes te-
rrenales delante de nosotros, Dorothy se vuelve hacia mí y me
dice: «Por Dios, no puedes quedarte aquí.»
«Debería tratar de buscar otro sitio mañana, pero es que
acusaba un poco el desfase horario y no pensaba con claridad.
Pero por esta noche estaré bien», le digo.
«Ni de coña.» Dorothy sacude la cabeza y se baja del bordi-
llo mientras uno de los borrachínes le grita no sé qué acerca del
Vietnam y de las zorras yuppies y ella le muestra a su vez el dedo
corazón. «Gilipollas de mierda. Ni que yo le hubiera pedido que
fuera a ninguna jodida guerra», dice ella, poniendo mala cara
antes de llevarme a su queo en Haight-Ashbury.
El edificio me recuerda al lugar de donde procede la amiga
de mi madre, Trina, esa parte del barrio de Pilton que llaman las
casas suecas. Está construido con el mismo ancho de madera y
hasta está pintado del mismo color gris en el que estaban pinta-
das las cuevas esas de Pilton. Queda la hostia de mejor en la so-
leada California que allá en casa. Afortunadamente, algún
cere-brín del ayuntamiento cayó en la cuenta de que pintar de
gris todas las moradas de un área de vivienda protegida escocesa
quizá no fuera el mejor modo de subirle la moral a los lugareños
y creo que ahora están todas acabadas en colores luminosos. Ya
en el interior, el queo de Dorothy es asombroso; las
habitaciones tienen techos altos y están pintadas con unos tonos
atrevidos e intensos, aunque en realidad sólo llego a ver el
dormitorio y los impresionantes armarios empotrados
provistos de rendijas de
335
ventilación de éste, pues me agarra allí mismo y me echa un pol-
vo de alucinar.
Normalmente después de un buen polvo me quedo sobado
enseguida; nunca he sido muy dado a las indagaciones poscoi-
to, pero entre el desfase horario, la emoción y el enorme burri-
to de pollo que llevo en las tripas, sencillamente no logro con-
ciliar el sueño. No puedo dejar de pensar, mientras veo dormir
profundamente a Dorothy, que éste es un triunfo del carajo para
un tal Daniel Skinner, natural del puerto de Leith y jefe de sec-
ción del ayuntamiento de Edimburgo.
Me asomo a la ventana de su queo en Upper Haight, que da
a Castro y a Twin Peaks. Luego me levanto un rato y veo un poco
de televisión, quedándome maravillado ante la cantidad de cana-
les que hay, todos ellos rebosantes de mierda pura. Pronto noto el
tirón del sueño y vuelvo a meterme en cama con Dorothy. Ella se
despereza, yo la beso, y luego se enrosca a mi alrededor. Tengo la
impresión de que no le urge nada que me marche a otro lado, y
por mi parte debo reconocer que a mí tampoco.
Por la mañana desayunamos, y luego Dorothy se marcha a
su empleo en el centro. Lleva un servicio de consultoría de soft-
ware, Dot Com Solutions.
1
Ya he decidido que ella me gusta un
montón. Posee una confianza en sí misma muy americana, y
una forma de estar en el mundo atractiva, no es tan picajosa ni
sarcástica —o pura y simplemente depresiva— como la de muchas
mujeres británicas, pero sin tragar con gilipolleces tampoco. Me
gusta ese estilo: polémico pero analítico, en lugar de agresivo.
En Gran Bretaña tendemos a faltarle al respeto a la otra perso-
na en cuanto obtenemos la supremacía sobre ella. Joder, somos
incapaces de no canturrear que vamos ganando cuando con un
poquitín de decencia y de humildad podríamos...
1. «Soluciones Punto Com». El nombre de la tienda es un juego de pa-
labras entre una contracción estadounidense frecuente de Dorothy (Dot) y la
palabra dot «punto». (N. del T.)
336
Cabrón.
Espero que Brian Kibby esté cantando cual alondra. Cons-
ciente de la diferencia horaria, salgo a la calle y compro una tar-
jeta telefónica para llamadas internacionales, pensando que uti-
lizar el teléfono de Dorothy sería abusar un poco. Tarda un
huevo; hay que marcar como unos novecientos dígitos. Final-
mente, consigo hablar con la oficina en Edimburgo y pido que
me pasen con la extensión de Shannon.
«Shan, aquí Danny.»
«¡Danny! ¿Qué tal por California?»
«Estupendo. Me lo estoy pasando de cine. ¿Qué tal está
Brian? ¿Alguna novedad?»
«Por lo que yo sé, en este momento debe estar bajo el bis-
turí.»
Mientras escucho esas palabras, siento que un dolor desga-
rrador me recorre la espalda. Noto como un desvanecimiento,
una sensación de náusea en el estómago, y el auricular que sos-
tengo se me desliza de las manos, cubiertas de sudor. «Shan...,
me estoy quedando sin saldo..., te mandaré un correo..., ciao...,
ciao...»
Oigo su preocupada despedida mientras me desplomo so-
bre la acera, con la sensación de que el cuerpo me pesa y la ca-
beza dándome vueltas. Me quedo gimiendo durante un rato, in-
capaz de hablar y sin que nadie se detenga para ayudarme. Estoy
inmovilizado por completo; lo único que soy capaz de hacer es
entornar los ojos bajo el cálido sol californiano que me da en
plena cara y tratar de respirar pausadamente.
Cierro los ojos y tengo la impresión de estar sumiéndome
en la nada.
Hace tanto frío, y tiemblo en esta bata sobre la camilla mien-
tras me conducen a la antecámara del quirófano. El anestesista
me dice que haga una cuenta atrás a partir de diez. Pero se diría
que la cosa esta no tiene efecto alguno sobre mí: ¡tiemblo de ner-
337
viosismo, incluso durante la medicación previa, la cual se supo-
ne que tendría que relajarme! ¡Y no parece él! ¡No parece que el
que está detrás de esa mascarilla sea el doctor Boyce!
«Doctor...»
«Tranquilo», me suelta. «Tú cuenta. Diez.»
Nueve.
Ocho.
Siete.
Seis.
Cin...
Estoy cerca, en Featherhall; acabo de pasar por el parque, y
estoy a punto de subir las escaleras de casa cuando veo que An-
gela Henderson me está mirando. Tiene aspecto de haber esta-
do llorando. «Creía que éramos amigos», me dice.
No eres buena chica. Eres mala y me han advertido que me
mantuviera lejos de las de tu calaña.
Pero a veces parece agradable.
Angela está llorando; se vuelve y se aleja de mí. Me fijo en
la cabeza inclinada, la rebeca azul, la falda a cuadros y los
leo-tardos con ese dibujo que repta por la cara exterior del
muslo.
Trato de salir tras ella pero oigo una voz y tropiezo y me
caigo.
NO ERES NADIE, KIBBY.
No es cierto que no sea nadie...
No es...
No...
Pero caigo a toda prisa en un vacío, entre la nada..., ahora
no sé dónde estoy. No es mi casa, es la nada y sigo cayendo...
... de pronto el aire que me rodea parece espesarse hasta
adquirir primero una consistencia gaseosa, luego se convierte
en humedad y después en líquido, el cual se convierte a su vez en
una sustancia con la consistencia del jarabe, que aminora la ve-
locidad de mi descenso; entonces tengo la impresión de haber
topado con un suelo de cristal, pero éste empieza a ceder y vuel-
338
vo a coger velocidad; cada vez que trato de cerrar los ojos no
puedo, no paro de ver objetos y personas, rostros que pasan vo-
lando a toda velocidad, y voy a estrellarme contra algo y hacer-
me añicos como un cristal quebrado...
... y me preparo con todas las fibras de mi ser para el im-
pacto antes de darme cuenta de que algo ralentiza mi caída una
vez más...
Experimento una sensación de náusea a mi alrededor, en mi
interior...
Me he ido. Sé que es así...
A algún lugar tan lejano que jamás volveré.
Demasiado lejos. Demasiado tarde.
Quiero volver a casa.
Luego oigo una voz. Parece proceder de dentro de mi cabe-
za pero no es mi voz, no son mis pensamientos. Pienso que no
quiero saber nada de esto, que no quiero estar aquí, que quiero
a mi mamá, a mi hermana..., a mi padre; quiero que las cosas
sean como antes...
Suena como la voz de mi padre.
No se parece a él porque no hay nada a lo que parecerse,
pero es él. Me dice que resista y que todo saldrá bien y que Caz
y mamá me necesitan.
Resistiré. Aguantaré.
Era uno de los tres grandes crematorios municipales de la
ciudad. Como los otros dos, albergaba una capilla, un jardín del
recuerdo y un pequeño cementerio. El sol había estado brillan-
do con fuerza pero acababa de ocultarse detrás de una nube; de
pronto Beverly Skinner sintió frío. Levantó la vista, tratando
de seguir la trayectoria de la nube y esperando que reapareciera
el sol.
Depositó el ramo de flores en la tumba, sobre la sencilla lá-
pida que en tantas ocasiones había visitado, siempre en secreto
y en solitario. E incluso después de transcurrido todo aquel
339
tiempo, las lágrimas fluían con facilidad. No era natural, no es-
taba bien; en aquel entonces ella no era más que una niña. Pero
él había sido un tío tan estupendo, y fue horrible que las cosas
acabaran como lo hicieron. ¿Podría ella haberles ahorrado a to-
dos este dolor de haberle perdonado sin más, ahí mismo? Ojalá
ella no se hubiera liado con...
No.
Ahora era demasiado tarde, pensó, bajando la vista para mi-
rar la lápida.
DONALD GEOFFREY ALEXANDER 12
JULIO 1962 - 25 DICIEMBRE 1981
Volvió a levantar la vista hacia las nubes y pensó en su hijo.
Dondequiera que estuviese, rogó por que estuviese sano y salvo,
y que la perdonase. La nube que ocultaba el sol parecía estar di-
sipándose y dispersándose, pero al mirar al norte se fijó en que
en el horizonte asomaban ya otras, más oscuras y más tempes-
tuosas.
Me asomo sobre Potrero Hill y veo aproximarse unas nubes
oscuras. Lo más probable es que mientras aquí disfrutamos del
sol, allí llueva intensamente. Microclima. Me encanta la luz de
este sitio; tiene mucho movimiento; pulula, titila y cae a chorro,
ganándose el papel de protagonista principal de los dramas en
constante despliegue de la ciudad. Y no es que yo llegue a par-
ticipar en ellos; con los puñeteros turnos que hago, nunca veo
luz suficiente.
Paul siempre dice que echo demasiadas horas, y lo único
que puedo hacer es recordarle que soy chef. Los chefs trabajan
mientras los demás se divierten. Y ahora él se va y a mí me pu-
blican un libro.
Un amante o un libro, una vida o una carrera profesional.
Nunca se plantea uno la vida en esos términos. Parece posi-
340
ble diferir las opciones durante un tiempo pero siempre acaban
pudiendo más que tú. Después te das cuenta de que, sin que esa
fuera tu intención, ya habías elegido.
Ahora he de dejar mi cocina en manos de Luis, no para ir a
Key West con Paul, sino para salir de gira y promocionar el li-
bro. ¡Salid y promocionad a Greg Tomlin! A mí no me interesa-
ba demasiado Greg Tomlin en televisión ni Greg Tomlin en los
libros; lo único que siempre quise hacer fue cocinar. Pero ahora
eso es lo que hago: presentar y publicar. ¿Por qué no bastará con
preparar comida con la que la gente quiera venir a disfrutar, ade-
más de llevar mi propia cocina?
Porque algo te sucede cuando estás muy solicitado. Ya no
soportas la idea de llegar a dejar de estarlo. De manera que ha-
ces lo que quieren que hagas.
Y mi cocina y mi dormitorio se desintegran a mi alrededor,
a medida que mi sonrisa se amplía y mi corazón se vacía.
Estoy en una cama mullida. Un lecho hecho de mis propios
huesos, que parecen haberse fundido y fusionado con el colchón.
Salvo por algo que me cubre la entrepierna me siento desnudo. Kay
está sobre mí, de pie, vestida únicamente con aquella minifalda de
color gris que siempre me gustó. Se sube la falda; veo que se ha afei-
tado el vello púbico..., no, depilado a la cera, terso, en plan estrella
pomo. «Nunca te lo afeitaste..., ni siquiera cuando te lo pedí», le
digo en voz ronca, pero ella se lleva el dedo a los labios y me dice:
«Chisst..., secretos...» Después se inclina sobre mí apretando su lar-
go cabello negro y sus pechos firmes y pequeños contra mi rostro
como una especie de inundación de sensualidad..., bajo el sol huele
a fresco y a calor...
Oigo ruidos y bizqueo un poco antes de abrir los ojos del
todo; la luz dorada me ciega.
Me encuentro sobre el pavimento, donde he estado dormi-
tando como un borrachín ahito de priva y agotado por la falta
de cabezaditas. Consigo incorporarme a duras penas. Quizá
341
haya sido el desfase horario, quizá el calor. O, cosa más proba-
ble, la abstinencia de priva haciéndose sentir por fin, o todo a la
vez. Quizá aquí no tenga a Kibby a mano para tragar con toda
la mierda; quizá esté fuera de mi radio de acción.
A pesar del calor, tengo frío y tiemblo. Llego
tambaleándo-me hasta la calle principal, donde paro un taxi y
vuelvo a casa de Dorothy. Me siento débil durante el resto del
día y me quedo tumbado en el sofá, hojeando el San Francisco
Chronicle y haciendo zapping entre unos seiscientos canales de
mierda; lo mejor que encuentro es Changing Rooms, en BBC
America 163. Menos mal que Dorothy vuelve a casa temprano,
aunque se va de cabeza hacia el pequeño despacho del fondo.
«Tengo que ocuparme de unos asuntillos, cariño», me dice a
modo de semi-disculpa, como si yo ya fuera la parte integrante
de este queo en la que sin duda aspiro a convertirme.
«Tranqui, nena», le digo, guiñándole un ojo con una son-
risa de oreja a oreja, sin dejar traslucir la sensación de náusea
que llevo a cuestas. Finalmente me levanto y salgo a la galería
para que me dé un poco el aire. Como calculo que podría an-
dar bajo de azúcar en sangre, vuelvo adentro y me sirvo un
zumo de naranja, hago un poco de café, tuesto un bagel, que
me como con un plátano y un poco crema de cacahuete. Des-
pués retiro una parte de la crema de cacahuete, pues tiene un
elevadísimo contenido en grasa y en estos momentos eso po-
dría no ser beneficioso para nuestro amigo el señor Kibby. De
repente, pensando en la cafeína, le llevo el café directamente a
Dorothy.
«Eres un cielo, cariño», dice ella, «éste es el combustible que
yo necesito», me informa antes de regresar a la pantalla.
Capto la indirecta y me marcho, continúo comiendo y
pienso en Brian Kibby, en cómo, incluso aquí, del otro lado del
charco, sigo teniendo su destino en mis manos. O quizá no.
Quizá el poder dañino del maleficio realmente sea más débil es-
tando aquí, o quizá esté por completo fuera de mi radio de ac-
342
ción. Ojos que no ven, corazón que no siente. Quizá mi futuro
esté aquí en San Francisco, con Dot Cominsky.
Estoy sentado ante la mesa de mármol, hojeando el perió-
dico, con la esperanza de que mi lánguido cuerpo recobre algo
de vitalidad. Al llegar a la sección de reseñas literarias, veo una
fascinante caricatura ¡y no lo puedo creer! Es un hombre toca-
do con un gorro de cocinero, bajo el cual asoma un oscuro rizo
que le atraviesa la frente. Tiene dos cejas negras, una barbilla en
punta y un bigote de pantomima a lo Pierre Nodoyuna.
Podría ser...
Hostia puta.
Me siento vigorizado al instante. Es Greg Tomlin, lo supe
antes de mirar el encabezamiento y los subtítulos, que anuncian
una página entera dedicada a reseñar su nuevo libro. ¡Este ca-
brón tiene que ser mi viejo! ¡Lo sé! Al final del artículo dice que
mañana por la noche va a realizar una firma de ejemplares en un
local del centro. ¡Allí estaré!
343
29. VAN NESS
La librería es un local muy luminoso en forma de L en el in-
terior de un moderno y pequeño centro comercial de Van Ness
Avenue, una vía muy ancha y muy transitada con tendencia a
los atascos que corta el centro de la ciudad en dos, el frío alfiler
clavado en la mariposa. Sentí que tenía que poner las cartas so-
bre la mesa con Dorothy en lo relativo a la búsqueda de mi pa-
dre. A ella le emocionaron y le intrigaron mis revelaciones, y me
contó que en una ocasión había cenado en el viejo restaurante
de Tomlin. Tenía muchas ganas de venir conmigo, pero pensé
que el primer encuentro entre Tomlin y un servidor debía tener
lugar sólo entre nosotros dos.
Antes de marcharme hicimos el amor. Le comí el cono, tra-
bajándole el agujero con la lengua, después los labios y luego el
clítoris, prolongando las cosas, provocando un poco hasta que
sentí que empujaba las caderas contra mi rostro y noté cómo la
presión del dorso de su mano contra mi nuca aumentaba de for-
ma exponencial. «Eres un jodido provocador», dijo ella, y creo
que yo le dije algo así como «Mmmmmhhh» en respuesta, pero
la mantuve en ebullición durante un rato más antes de hacer que
se corriera repetidas veces, deleitándome con sus orgasmos
como si éstos fuesen una ristra de perlas que estallasen una tras
otra. Luego subí arriba y empecé a follarla hasta que ambos al-
344
canzamos un orgasmo viscoso y enloquecido, prolongándolo
hasta quedar agotados, yaciendo sobre la cama empapada en su-
dor. Se quedó flipada: la dejé embobada, farfullando como un
borracho en la penumbra, tamizada por los postigos de estilo co-
lonial. Se folla mucho mejor cuando se deja la priva, qué duda
cabe. No sólo tiene que ver con poseer unos niveles de energía
más altos; puesto que es la única forma de placer que queda, uno
quiere que dure lo máximo, lo que significa que la chica tiene
que tener montones de orgasmos antes de que te corras tú.
De hecho, yo sigo todavía un poco aturdido cuando me
siento entre un público formado por gente mayor vestida
como para asistir a una cena formal, apenas unos cincuenta o
así. Hay una o dos amas de casa yuppies aburridas perdidas por
ahí también. Sigo hojeando el ejemplar del libro de Tomlin
que acabo de comprar, preocupado que te cagas por el rollo gay
que rezuma.
Mis inquietantes especulaciones quedan truncadas cuando
Tomlin aparece entre amables aplausos y se sienta en un gran si-
llón de cuero, acompañado por otro tío en otro sillón igual si-
tuado enfrente del suyo. El tipo se presenta como el gerente de
la librería. Mientras escruto ávidamente y de arriba abajo a
Tomlin, no puedo evitar sentir cierta desilusión. No basta ya
con que sea mariposón, sino que además parece demasiado re-
taco para ser mi viejo. La foto del autor en la portada es evi-
dentemente ancestral, y también resulta obvio que la caricatura
del periódico se basa en ella. En el cabello negro y rizado del
Tomlin actual -además de que empieza a escasear y a tener en-
tradas- ya abundan las canas. Tiene un careto rubicundo ilumi-
nado por capilares reventados. O bien es un cocinero histérico
y estresado con la presión alta, o es un habitual de la buena vida.
En cualquier caso, desde luego no es el papi saludable, guay,
moreno y bien conservado que yo imaginé.
Después de una presentación pelotillera por parte del ge-
rente de la tienda, Tomlin se aproxima al atril para leer. Empie-
345
za de forma entrecortada y sin mucha confianza, pero no tarda
en coger el ritmo, cumpliendo con mucho encanto a medida
que se gana la simpatía del público. Habla durante mucho más
tiempo de la cuenta para mi gusto, pero al llegar la sesión de
ruegos y preguntas, Tomlin ya se ha convertido en el prototipo
de reinona afectada e ingeniosa con sobredosis de Osear Wilde.
En el libro no se habla demasiado de cocina. En buena parte se
trata de unas memorias con un contenido sexual personal muy
en primer plano; una versión bujarrona de las Pollas que he
conocido de algún putón de los que salen en la página tres de
cualquier periódico sensacionalista británico, sólo que contado
con palabras de más de tres sílabas. Evidentemente, a mí lo que
más me interesaba era lo que contaba del Archangel, en parti-
cular las siguientes líneas:
Aquel maravilloso antro de caos, cotilleo y perdición se
convirtió en —y supongo que sigue siéndolo— mi hogar es-
piritual. Aprendí a cocinar y muchas otras cosas; mantuve
relaciones carnales con el personal de cocina y barra de am-
bos sexos, de todas las edades y todas las razas.
Supongo que determinada punk de cabellos verdes figuraría
entre esa gente. El caso es: ¿encajan las fechas? ¿Dónde estaba él
y, más importante, a quién se estaba follando el domingo 20 de
enero de 1980, nueve meses antes de que llegara al mundo Da-
niel Joseph Skinner?
Pese a la naturaleza del libro, las preguntas del público son
prosaicas, y se centran en la selección de recetas y las mejores
formas de preparar este o aquel plato, sin que nadie muestre
particular interés por los detalles biográficos. Tomlin parece un
poco decepcionado. ¿Qué espera el muy capullo? No es más
que un cocinero; los capullos estos son unos vanidosos y se lo
tienen supercreído, pero al fin y al cabo lo único que queremos
de ellos es un poco de papeo en condiciones, joder. Lo que nos
346
interesan son sus secretos culinarios, no sus secretos de alcoba,
pese a que la única excepción presente en este auditorio sea yo.
Gracias al cielo, la cosa se acaba pronto, pues Tomlin tiene un
producto que colocar, y a casi cuarenta dólares cada uno, barato
no es.
Me lo monto para ponerme al final de la fila (así es como
los Septics llaman a las colas)
1
y le tiendo mi ejemplar para que
me lo firme. Tomlin tiene un aspecto aún más cascado, más viejo
y más bajito de cerca. No obstante, me mira con interés y brío al
aceptar el libro proferido. Lleva un anillo de oro en el dedo con
las iniciales G.W.T. «¿A quién se lo dedico?», pregunta, con un
acento que parece una versión más gay y más pija del alcalde
Quimby, el de Los Simpson.
«Conque firmes "para Danny", vale», le digo yo.
«Guau», dice él, «acento escocés. Eres de Edimburgo, ¿ver-
dad?»
Mi acento cautiva a la vieja locaza, y, después de aguantarle
las obligadas y cutres imitaciones see-you-Jimmy,
2
decidimos ir a
tomar una copa. Me pide que le disculpe un momento mientras
se comunica brevemente con el tío que presidía el evento. Yo
echo un vistazo a unos cuantos libros durante un rato, hojean-
do la autobiografía de Jackie Chan. Después el cocinero bujarra
se acerca y dice: «¿Listos para esa copa?»
Asiento y le sigo hacia la salida. El gachó de la silla se des-
pide de nosotros agitando la mano, y otro de los empleados de
la tienda, que parece un hurón culeador del máximo calibre,
1. Contracción del argot rimado Septic Tanks («pozo séptico») por
Yanks («yanquis»). Asimismo, distinción entre el inglés británico queue y el
estadounidense Une. (N. del T.)
2. Denominación coloquial de las boinas a cuadros con mechones peli
rrojos incorporados vendidas como souvenires kitsch de Escocia. Por exten
sión, alude a todos los tópicos y lugares comunes imaginables sobre el país y
sus habitantes, en particular la mezcla de afabilidad y belicosidad que les se
ría innata. (TV. del T.)
347
hace otro tanto, dedicándome un mohín contrariado, como si
acabara de levantarle a la novia. Tomlin sonríe y saluda a su vez
mientras partimos, pero diciendo entre dientes: «¡Vaya un tonto
del culo servil está hecho ese hombre!»
Al bajar por la Van Ness Avenue la cabeza me da vueltas. No
logro entender cómo este hombre podría ser mi padre y al mis-
mo tiempo no entiendo cómo no podría serlo.
Llevo varios meses con la sensación de que me ronda la
muerte, y que el cerco se va estrechando. Temo que me esté vol-
viendo como Moira Ormond y todas las demás chávalas del co-
legio que iban de rollo gótico a las que tanto detestaba. Leían
demasiado a Sylvia Plath, escuchaban demasiado a Nick Cave y
llevaban demasiada ropa negra. Eran mis enemigas; me pregun-
to qué clase de vida llevarán ahora. ¿Se trataba sólo de angustia
adolescente o es que ellas ya eran conscientes entonces de aque-
llo de lo que yo me estoy enterando ahora, a saber, de tanta
muerte y tanta descomposición? Sin duda algunos chavales su-
fren la experiencia de la pérdida durante la adolescencia y tiene
que afectarles. Ojalá me hubiera tomado yo la molestia de ave-
riguarlo antes de mostrarme tan displicente.
Cuando pienso en Moira, en la extraña belleza de sus ojos
luminosos, en la imperturbable determinación con la que hacía
caso omiso de los malos tratos que le prodigábamos, siento una
terrible ansiedad que me sube desde la boca del estómago, me
recorre la columna vertebral y se extiende por mi espalda como
un sarpullido tembloroso. Me dan ganas de ponerme en con-
tacto con ella, disculparme y decirle que ahora lo entiendo, aun-
que lo más probable es que me mirara con cara de no com-
prender o se riera en mis narices. No me merecería otra cosa.
A la entrada del hospital hay dos camilleros fumando, uno
mayor y corpulento, el otro más joven y más delgado. Al ver que
me acerco lucen grandes sonrisas, pero se diría que les contagio
mi tristeza porque enseguida se les ensombrece el gesto. Soy
348
como una plaga de desesperación. Las desgracias nunca vienen
solas, e ir a ver a mi hermano me da pavor.
Mis zapatos traquetean sobre el suelo de un modo casi in-
decente, contrastando con el silencio fúnebre del pabellón. Lo
primero que me alivia es ver que mi hermano sigue vivo. Y está
mejor; la presión de la muerte parece haberse aflojado un
po-quitín. Ahora, mientras me arrimo a su cama, veo que tiene
los ojos abiertos. Al principio pensé que eran los míos que me
engañaban, pero no, me mira directamente, observándome de
una forma casi astuta, cómplice. Sigue estando conectado a
tubos que salen y entran de él, y no puede hablar por la
mascarilla que lleva adherida a la cara con cinta, pero me guiña
el ojo y su mirada rebosa fuerza, esperanza y una vitalidad que no
le había visto en mucho tiempo.
Encuentro su mano bajo la ropa de cama y se la aprieto. Él
aprieta a su vez la mía. ¡Sí, aprieta con fuerza! Quizá me esté afe-
rrando a un clavo ardiendo, pero... ¡no es el apretón de manos
de alguien que se esté muriendo! Ahora sonrío, sin fijarme en las
lágrimas que tengo en los ojos hasta que empiezan a rodarme
por las mejillas. Le sonrío de oreja a oreja y, aclarándome la gar-
ganta, le digo: «Hola, Bri. Bienvenido a casa.»
349
30. MARICONES
No me malinterpretes, yo contra los maricones no tengo
nada, ¿me entiendes? Es más, ver montárselo a dos tíos mola
tope. No es que me ponga, es que es bonito que te cagas, por-
que los tíos gays siempre están supercachas, joder.
Danny es delgado, pero tiene un físico atlético, como si fue-
ra al gimnasio. Y se pone todas las cremas estas y se pasa el hilo
dental. Y he de reconocer que es bueno en la cama. Sabe usar los
dedos y la lengua. «¿Dónde aprendiste todos esos trucos, gua-
po?»
«En Leith», responde él. «No es más que una gran escuela
de sexo al aire libre. Nuestro lema es "persevera".»
«Desde luego tú lo haces, cariño.» Dios, qué encanto es.
Pero el rollo este de su padre me da rabia. Se trata de una bús-
queda sobrevalorada, eso lo tengo muy claro: yo nunca conocí a
mi viejo, aunque crecimos en la misma casa. Cuando yo me le-
vantaba para ir al colé él ya estaba trabajando y la mayoría de fi-
nes de semana también trabajaba. El muy imbécil se divorció de
mi madre cuando yo tenía ocho años. Ahora cuando está en la
ciudad por negocios a veces llama y me invita a comer. O lo in-
tenta, mejor dicho: siempre insisto en que paguemos la cuenta
a medias, lo cual incomoda al muy mamón. Hablamos de nues-
tros empleos, de su nueva familia, del menú, y de comida en ge-
350
neral. De modo que Danny nunca conoció a su padre. Quizá
sea lo mejor. A veces la cosa se queda un poco en algo así como:
pero, bueno, ¿qué es lo que hay que conocer?
Así que ahora estamos en el restaurante de Tomlin, el cocine-
ro maricón que se supone que es el viejo de Danny. O no. Tom-
lin es maricón, vale, aunque en estos tiempos eso no quiera decir
nada. Mi ex, Gavin, era un maricón que después se volvió
hete-ro, y luego reinona otra vez. Así que, vale, lo reconozco,
últimamente no me siento muy predispuesta en favor de la
ambigüedad.
Hablan de un bar en el que trabajaron él y la madre de
Danny allá a finales de los setenta. Danny nació en el 80, un par
de años después que yo. Las fechas encajan. Pero en lugar de res-
ponder a la pregunta del millón («¿Tomaste parte en actividades
impropias de maricones el domingo 20 de enero de 1980 en
Edimburgo, Escocia?»), al tal Tomlin parece que lo que le pone
es echar pestes de todos los tontos del culo con los que ha tra-
bajado jamás.
Escuchar tantas chorradas empieza a resultar cargante.
Tomlin es uno de esos tíos a los que se les cae la baba de lo sa-
lidos que están y Danny no lo acaba de pillar. Y no lo pilla por-
que le ciega su propia necesidad, joder. Parece que esté empe-
ñado en creer que este mamón es su viejo. Estoy impaciente e
irritada y sé que aquí no pinto nada, pero el champán al que nos
ha convidado -y que Danny se ha negado a tomar- se me está
subiendo a la cabeza. En cualquier caso, voy a ir al grano. «En-
tonces, Greg, la madre de Danny -¿cómo se llama, Danny?- y
tú, eh...?»
«Beverly», dice Danny de modo cortante, mientras mira mi
copa con expresión de desaprobación, cosa que ahora mismo no
necesito para nada. Recuerdo que Gavin solía decirme: «¿Por
qué no puedes mantener la boca cerrada cuando bebes?»
Me produjo una enorme satisfacción decirle que el proble-
ma no estaba en la bebida ni en lo mucho que abro la boca, sino
en la bebida y en lo mucho que él abre el ojete.
351
«¿Follasteis alguna vez Beverly Skinner y tú?»
Tomlin pone los ojos en blanco y me mira con expresión
cansina. Es de esa clase de mariconas secretamente misóginas a
las que le encantan las fag-hags
1
que le bailan el agua pero que
no sabe lidiar con la clase de zorra que le obliga a poner las car-
tas boca arriba. «Me resulta muy difícil ser categórico», dice con
afectación, «fue una época muy loca, el punk era lo más, fue an-
tes del sida y éramos muy jóvenes y muy libres. Privábamos mo-
gollón y celebrábamos fiestas muy salvajes.»
Siento que se me enarcan las cejas mientras pienso: ya, tú y
casi todos los demás mamones del universo, colega. No es por
nada, pero se llama «juventud». Tomlin capta mis vibraciones;
parece tope incómodo. Se diría que sus enormes ojos de
mari-cona fueran refugiados procedentes del rostro de otra
persona.
«Lo que estoy diciendo», y en este punto se aclara la gar-
ganta, «es que en aquella época me acosté con un montón de
gente, hombres y mujeres, y que es más que posible que Beverly
estuviera entre esas personas.» A mí me suena a cuento que te
cagas.
«De manera que quizá seas mi padre», dice Danny asintien-
do con la cabeza.
«Es más que posible.» Tomlin luce la sonrisa televisiva del
canalla profesional. Estoy segura de haber visto en una ocasión
al tiparraco este en el canal de cocina ese, preparando algún pla-
to de esos tan gays, tipo tempura de macadamias asadas a la
ha-waiana o alguna mierda por el estilo.
A mí me huele a vacile y me entran ganas de decir: pues
vale, mamonazo, entonces vamos a hacernos las pruebas de
ADN ahora mismo. Pero no me corresponde a mí hacerlo, es
Danny el que tiene que calar a este desgraciado por su cuenta.
Pero como parece que tiene muchas ganas de creerle y yo no
quiero que a mi chico de la falda a cuadros le hagan daño, voy
1. Literalmente, «bruja de maricones». (TV. del T.)
352
a estar muy al loro con este hijoputa de Tomlin. «Me acosté con
un montón de gente.» ¡Chorradas! No seré tan vieja como él,
pero a menos que padezcas demencia senil, siempre te acuerdas
de la gente con la que has follado. Y este tiparraco no se parece
en nada a Danny. En nada.
353
31. DÍAS DE GIMNASIO
Dot y yo nos lo estamos pasando de puta madre, saliendo
por ahí, follando y fumando costo. Pero en estos momentos su
trabajo la tiene frustrada y cuando salimos a comer está un
poco temperamental. No le gustan ni la mesa ni la decoración
del local, y sospecho que la comida tampoco va a dar la talla.
«Este sitio es postpuntocom», dice con expresión crispada y
malhumorada dentro de este garito yuppie un tanto hortera de
Mission.
En efecto, es como si hubieran pasado ya sus días de gloria
y hubiesen tirado la toalla. Una mancha de goteras que hay en
el techo apenas ha recibido una desganada capa de pintura. Aún
no han reemplazado el cristal rajado de la mampara que separa
el comedor de la cocina. Le indico a Dorothy dichas imperfec-
ciones. «Vaya asco», dice frunciendo el ceño. «Cuando en un si-
tio como éste dejan de esforzarse...» Entonces se le ilumina el
rostro con una sonrisa casi teatral mientras el camarero se apro-
xima y poco menos que canta: «... ¡pero la comida es siempre
tan, tan buena!».
Dorothy está programada, quizá por experiencias recientes,
para expresar su desaprobación, pero está dotada de una especie
de mecanismo autorregulador innato. Casi a su pesar, lleva mú-
sica en el alma y suena con fuerza. «El marisco es una apuesta
354
segura. Prueba la langosta al Martini caliente con salsa de cilan-
tro, naranja y champán.»
«¿No hay nada que lleve menos alcohol?», pregunto, pen-
sando en mi amigo del otro lado del charco.
«Santo Dios, sólo es el condimento, y en cualquier caso, el
alcohol se evapora al reducir la salsa. No seas tan obsesivo,
jo-der», me reprende, mientras los ojos se le van
involuntariamente hacia la botella de tinto aparcada en una
mesa adyacente. El camarero hace un montón de aspavientos al
servirla y la pareja destinataria le echa mucho teatro a la cosa;
son todo grandes sonrisas poscoito y roncos ronroneos de
aprecio. Yo me fijo en el rostro de Dorothy, en sus ojos entre
verdes y castaños, entusiastas y ansiosos, y pienso que a lo mejor
debería subir la apuesta inicial.
Entonces ella me pilla y me echa una mirada ligeramente
apremiante, pero el camarero está a nuestro lado y mi momen-
to ya ha pasado. Le entrega la carta de vinos a Dorothy, pero ella
vuelve la palma hacia arriba y dice: «No será necesario.» Al po-
bre cabrón se le ponen los ojos saltones, como los de un perro
triste cuando le han pegado por algo que no entiende.
Lo irrevocable del gesto hace que me sienta eufórico y to-
talmente abatido a la vez. Vuelvo a mirar el menú; veo que la
ternera tiene buena pinta: un filete glaseado con soja acompa-
ñado de una mermelada de berenjenas y pimientos, pero eso sig-
nifica vino tinto. Malditos seáis, Foy, tú y tu educación. Para mí
la carne roja siempre es sinónimo de vino tinto. Si se trata de
pollo o pescado, puedo resistir la tentación del blanco y perma-
necer fiel al agua mineral con gas, pero tratándose de carne
roja...
«No te veo demasiado cómodo, Danny», dice Dorothy
poco menos que en tono desafiante.
«Eh, estoy bien.»
«En realidad no te apetecía salir, ¿verdad?»
«Yo...», empiezo, pero entonces me quedo en blanco. ¿Qué
355
puedo decir? Lo de mi relación con Kibby y el alcohol no pue-
do contárselo ni a ella ni a nadie. Pensarían que estoy como una
cabra, retorcido, delirante. Puede que así sea. No tiene ningún
sentido, y menos aún estando aquí.
«Hay que hacer frente a la tentación. En cualquiera caso te-
nemos que salir. No vamos a pasarnos toda la vida encerrados
en mi piso.»
Sonrío mientras lo pienso. ¿Habrá de ser ésa la índole de mi
enfermedad, tener que permanecer exiliado en el queli de
Do-rothy para proteger a Kibby y a su hígado nuevo, situados
al otro lado del mundo? ¿Y por qué no quedarme aquí,
casarme con Dorothy, conseguir el permiso de residencia y de
trabajo, asistir a clases de ciudadanía, jurar lealtad a la bandera,
marcharnos quizá a una pequeña localidad de Utah,
engancharse a alguna orden religiosa y vivir una existencia libre
de priva? Esposa, hijos, coche, casa, jardín. Aíslate del mal que
está al acecho, del diablo en la botella, del demonio del
alcohol.
«Lo sé, lo sé, hay que hacerlo», asiento. «Eres una tía muy
guay, Dorothy», le cuento. A continuación, agrego con emo-
ción: «Me das fuerzas, me haces mejor de lo que soy.»
Ella se reclina en el asiento, ligeramente desasosegada: «Qué
rarito eres», dice. Y en efecto, lo soy. Me fijo en la pareja de al
lado; si les levantase la copa de vino de la mesa y me la echase al
coleto sería como descerrajarle un tiro por la espalda a un pobre
pringao que vive en Edimburgo, Escocia.
«Lo siento, sé que a veces soy un poco torpe para lo social,
pero sólo quería que sup...»
«Quise decir rarito-agradable», me aclara con una sonrisa.
Después de la comida nos vamos derechitos a casa y a la
cama. El sexo es muy bueno, y no cabe duda de que a Brian no
le hará ningún mal el subidón de endorfinas. También es lo más
parecido a un polvo que el pobre cabrito haya echado ni vaya a
echar en mucho tiempo, al menos de ese lado de su cuerpo.
Acostado junto a Dorothy, el fantasma de Kay se aleja de mí, su-
356
plantado quizá por un extraño remordimiento por no habérme-
lo montado mejor con Shannon o, ya puestos, con algunas de
las otras chicas que pasaron bastante cruelmente por mis manos
allá en casa.
Siempre hay algo, joder. Escocia: receta para el desastre.
Cójase una tajada de represión calvinista, espolvoréese con algo
de culpa católica, añádasele mucho alcohol y prepárese en un
horno frío, oscuro y gris durante trescientos y pico años. Ador-
nar con cuadros chillones y ridículos. Servir acompañado de
navajas.
A la mañana siguiente, madrugo mucho y compruebo mi
correo electrónico para ver si hay noticias acerca de Kibby. No
hay nada, pero Gareth se ha puesto en contacto.
Para:
[email protected]
De:
[email protected] Re:
Adiós, señor McKenzie
Hola Danny
Espero que te lo estés pasando en grande en la soleada
California. Lamento mucho ser el portador de malas nue-
vas pero he de decirte que Robert McKenzie falleció sú-
bitamente en un accidente ocurrido en Tenerife. Estaba
allí de vacaciones en compañía de algunos de los mu-
chachos. Estaban presentes Dempsey, Shevy, Gary T,
Johnny Hagen, Bloxo y creo que Eric el Rojo y Peter No
Tool.
En estos momentos los detalles relativos a las circuns-
tancias del fallecimiento de Rab el Grande son un tanto
borrosos.
Lo lamento. Por lo demás, por aquí las cosas han sido
357
más bien sosas. Hace mucho frío. Llevé a los crios a ver
el Hibs vs. Alloa Athletic en la Copa CIS. Los Hibs gana-
ron 4-0. Estuvo tirado.
Con mis mejores deseos,
Gareth
Rab el Grande..., el muy capullo debió volver a privar con
los chavales..., o quizá le curraran los de unafirm rival estando
allí..., nah..., hay que tener una mala suerte del carajo para aca-
bar seriamente lesionado en una reyerta futbolera... Brian Kibby
no tuvo suerte...
Puede que le fallara el corazón, pero se suponía que ya esta-
ba en buen estado...
Decido salir a la calle y telefonear a Gary Traynor. Es una
llamada con muchas interferencias, pues se la hago al móvil,
pero necesito que me dé los detalles.
«Gary, soy Danny. Ya me he enterado de lo de Rab el Gran-
de.»
«¡Skinny!», bulle él, emocionado.
«Sí. Cuéntame lo de Rab», le recuerdo.
«Una putada.»
«Hostia puta..., ¿cómo fue?»
«Estaba en la sala de fitness del hotel, haciendo pesas en el
multigimnasio. Llevaba dándole sin parar desde que dejó la pri-
va. Bloxo y Shevy estaban con él, ya sabes cómo son los porte-
ros con el rollo de las pesas. En fin, que aparece un puto mos-
quito y le pica, sufre una reacción alérgica y cae en estado de
shock.»
«No me jodas...»
«Los chavales guipan al mosquito, que está tan ahito de san-
gre que apenas puede volar. Como buenos porteros, lo condu-
cen hasta la salida...»
358
«Traynor, ¿de qué me estás hablando?», me río. Este cabrón
no se toma nunca nada en serio.
«¡Sólo es una bromita para poner de relieve lo grande que
era el cabrón de mosquito ese! En fin, que llevaron a Rab al hos-
pital, pero murió poco después. Reacción alérgica extrema, una
posibilidad entre ocho millones. Pobre Rab. Abatido por un in-
secto insignificante..»
«Podría haber sido peor», digo yo, tomando relevo mientras
ambos decimos al unísono, «¡podría haber sido abatido por un
Jambo!»
1
Siento una punzada de remordimiento, pero estoy seguro
de que al grandullón le habría gustado.
«¿Piensas volver para el funeral? Es la semana que viene»,
pregunta Gary.
No, eso sería demasiada embolingada en potencia como
para soportarla y, además, he de averiguar algo más acerca de
Greg Tomlin, para ver si de verdad es él. «Ya veré», le digo, «pero
puede que me resulte difícil coger un vuelo con tan poco tiem-
po. ¿Enviarás unas flores de mi parte?»
«No pasa nada, es mucho trecho. Al grandullón le habría
gustado que disfrutaras de tus vacaciones.»
«Ya..., gracias, Gaz», le digo, dejando que la tarjeta telefóni-
ca se agote.
1. Denominación despectiva para los seguidores del Hearts of
Midlot-hian F. C, que deriva de una denominación de argot rimado (Jam
Tarts, «ga-lletitas de mermelada de fresa») basada en los colores rojos de la
elástica de dicho equipo. (TV. del T.)
359
32. ATRACO
Por los huecos de las persianas del cuarto de estar de
Do-rothy entran rayos de luz brillante y dorada a raudales. Me
viene a la mente esa gran letra de Oasis: Nobody ever mentions
the weather can make or break your day.
1
Estoy examinando su nutrida colección de cedes. Dada mi
morriña, busco algo con un toque escocés, pero no tiene nada
de Primal Scream, Orange Juice, Aztec Camera, Nectarine No.
9, Beta Band, Mull Historical Society, Franz Ferdinand,
Pro-claimers o los Bay City Rollers..., lo único que encuentro es
una grabación con portada tartán. El artista es la estrella
«escocesa» de country and western «Country» George
McDonald y el disco se llama Savin For Another Raing Day.
Pongo la canción que da título al álbum. El coro es pegadizo:
Ain't expectin nuthin no good's ever gonna come my way,
So I'mjust savin for another rainy day.
2
1. «Nadie se molesta en mencionar que tu día puede ser triunfal o rui-
noso en función del tiempo que haga.» (TV. del T.)
1. «No espero que nada bueno me suceda ya jamás, / así que me reser-
vo para otro día triste.» (TV. del T.)
360
Le sigue un tema titulado «(You Cernid Get) A Bottle of
Whisky (For the Price of That)» y después una versión del
«Tax-man» de George Harrison tan sincera como acertada.
Dorothy aparece enfundada en una bata verde y con el pelo
envuelto en una toalla, y me pilla leyendo las notas de la cará-
tula. «Ah, veo que encontraste el álbum de Country George. Lo
conseguí en Texas. Es escocés.»
«¿Y de qué va?»
«Ah, acababa de salir de la cárcel. Algo que ver con Ha-
cienda, creo», me explica mientras se lima las uñas. «Las muy
ca-bronas no paran de romperse», me informa. «La culpa la
tiene el teclado.»
Hoy Dorothy trabaja, y yo he quedado con Greg para co-
mer. Me voy arreglando a mi aire y nos vemos en un café de
North Beach. Es un sitio muy concurrido, bien iluminado, lle-
no de madera de pino lavada y cromo: uno de esos garitos aba-
rrotados de yuppies y de estudiantes con portátiles y carpetas,
todos ellos trabajando sin parar como hormiguitas. Parece más
una puta oficina que una cafetería. Me río yo de todos esos ca-
pullos que te dicen en tono de superioridad moral: Yo trabajo
en casa. Y una mierda trabajan en casa, están en la puta cara de
todo el mundo: en los cafés con el portátil, en la calle y en los
trenes gritando por el móvil acerca de pedidos, perfiles de ven-
tas y cuentas consolidadas, forzándonos a todos a enterarnos de
todos sus rollos de mierda. Pronto no habrá separación alguna
entre trabajo y ocio. En cada cagadero habrá una terminal de or-
denador incorporada equipada con webeam, para que uno nun-
ca tenga necesidad de estar off-line o ilocalizable.
Greg luce moreno de rayos UVA; él pide un San Pellegrino
y yo también. «Tengo la cabeza hecha un lío», le cuento. «Son
demasiadas cosas para asimilarlas todas.»
«A mí me lo vas a contar», dice con un toque auténtica-
mente gay, en plan locaza ultraescandalosa. Me sorprende pen-
sar que nunca he conocido realmente a un homosexual (aunque
361
quizá el recto de Kibby disienta al respecto) y que ahora es bas-
tante posible que mi viejo lo sea. Pero ¿será del todo cierto? Se-
guro que cuando era chaval había mogollón de maricones re-
primidos por ahí que se dieron cuenta de que Leith no era el
territorio más prometedor para el despliegue de su sexualidad y
que se dieron el piro para otras metrópolis cuando el nivel de
testosterona alcanzó un punto crítico. Todos esos tíos que ha-
blaban un poco amaneradamente y no se mezclaban demasiado
con los demás desaparecían luego misteriosamente... «Es extra-
ño que seas gay...»
«Para mí no. Más extraño me resulta a mí que tú seas
he-tero.»
Tendrá jeta el viejo bujarra este. Pero lo pienso por un se-
gundo. «No, lo que quiero decir es que en los libros incides mu-
cho en tu faceta heterosexual. Das la imagen de haber sido un
follador de primera, pero ahora me dices que estuviste con el tal
Paul durante diez años.»
Greg parece incómodo, y me mira con expresión bastante
triste, pasándose la mano por una cabellera cada vez menos
poblada, como si quisiera sacarse el pelo de los ojos. Supongo
que en otro tiempo tendría el suficiente para esos menesteres
y que los viejos hábitos no mueren con facilidad. «En un prin-
cipio quise complacer a mi familia. Mi padre era -y supongo
que seguirá siendo— un maniático irlandés del sur de Boston
que detestaba ver cocinar a los hombres. En su opinión, eso
bastaba por sí sólo para clasificarle a uno como mariquita. De
manera que en aquel entonces cultivé una imagen muy macho
y muy hetero, pero era todo mentira. Me di cuenta de que
estaba destrozándome la vida tratando de complacer a un in-
tolerante al que ni siquiera quería y con el que no tenía nada
en común. No me conocí a mí mismo hasta que llegué a San
Francisco.»
Empiezo a sentirme un poco inquieto. «¿Y qué me cuentas
de Escocia? ¿De verdad eras amigo de De Fretais?»
362
Tomlin sonríe sin alterarse: «Sólo en la medida en que Alan
tiene amigos en lugar de rivales favoritos.»
Asiento. De Fretais es la clase de persona a la que resulta
muy difícil imaginar cayéndole bien a nadie. Al menos sé que
con una tripa como ésa el muy cabrón no puede ser mi viejo.
No hay posibilidad de elegir, pero entre una reinona escandalo-
sa y un gordo cabrón me quedo con la primera de todas todas.
Al menos sé que el día de mañana no voy a volverme gay. Pero
la cuestión sigue siendo: ¿se cepilló a mi madre?
«Sabes, llegué a Edimburgo con intención de quedarme a
pasar un fin de semana, pero me gustó y encontré trabajo en el
Archangel. Es extraño, porque probablemente sea uno de los lu-
gares más inhóspitos para homosexuales del mundo occidental,
o lo era en aquel entonces, pero fue allí donde más o menos salí
del armario. Solía beber en el Kenilworth y el Laughing Duck.»
«Entonces, ¿estabas trabajando en el Archangel en enero de
1980?»
«Uy, sí, desde luego. Me fui para conseguir un empleo en
Francia, y después me trasladé a California...», contesta en tono
evasivo, antes de pararse en seco. «Danny..., hay algo que debo
decirte.» Conozco esa puta mirada; se la he visto a Foy cuando
era mi jefe, a los profesores en el colegio, a los polis también,
pero sobre todo a los camareros cuando llega la hora del cierre
y la última ronda. No augura nada bueno. En absoluto. «Nun-
ca estuve con tu madre. Nunca tuve nada con ninguna mujer
mientras estaba en Edimburgo.»
Me siento como si me hubiesen sacado de debajo de los pies
el suelo de contrachapado, las vigas sobre las que reposa y la tie-
rra que hay debajo. Tengo la sensación de que me caigo, de que
me hundo. Aparto la mirada y veo el rostro gomoso de un ca-
marero marica, riéndose y soltando pluma. Me vuelvo de nue-
vo hacia el rostro charro y estúpido de Tomlin. Noto un pitido
en los oídos que significa que ya no soy capaz de captar lo si-
guiente que dice, sólo veo fruncirse esos gomosos labios de ma-
363
ricona. ¿Cómo iba a ser mi padre este capullo? «¿Nunca estuvis-
te con una mujer mientras vivías en Escocia?», le pregunto, con
una voz que me suena mortecina.
«No, pero conocí a unas cuantas, y fui muy amigo de una
de ellas. De tu madre, Bev.»
Mi vieja. \Jna.fag-bag punk. Cojonudo. La vida está llena de
sorpresas.
«En aquel momento ella tenía novio. Se veían al acabar sus
respectivos turnos. Creo que trabajaba en hostelería...»
«¿Quién era?», pregunto con virulenta urgencia, sintiendo
que se me ulceran las tripas.
«Por lo que recuerdo era un tío muy majo, pero no consigo
acordarme de su nombre...»
La ira me tensa. Respiro hondo. «¿Qué pinta tenía?»
«Fue hace mucho tiempo, Danny», dice Tomlin, ahora con
cara de preocupación, «lo único que recuerdo es que era un jo-
ven de lo más majo..., no recuerdo mucho más...»
«¡Inténtalo!»
«No puedo..., de verdad que no puedo, hace más de veinti-
cinco años. Ya te he llevado al huerto más de la cuenta, no voy
a inventarme nada más. Danny..., lamento no poder ser la per-
sona que querrías que fuera...», dice con tono casi suplicante,
antes de ocultarse la cara entre las manos. «¿Sabes qué es lo más
marciano de todo?»
Yo no digo nada. Lo más marciano de todo eres tú, puto
monstruo de mierda.
«Que tenía una foto de tu madre y de su novio en casa, pero
Paul... se llevó mis fotos a Atlanta por error cuando cortamos y
se marchó...» Me mira con los ojos llenos de lágrimas. «Dios
mío, qué pobre suena todo esto.»
«No hace falta que lo jures», digo, levantándome. Vaya una
triste maricona abuelítica hay que ser, pienso, para tomarme el
pelo sólo porque quiere petarme el culo. Durante unos instan-
tes odio a Tomlin más de lo que jamás haya aborrecido a nadie.
364
Pero sé adonde conduce el odio, así que me limito a asentir con
gesto pensativo y marcharme, dejando al chef y su sonrisa boba
en la mesa a la espera de dos comidas.
Salgo y echo a caminar rápidamente por la calle; me parece
importante no permitir que salga detrás de mí, porque si lo hace
me las pagará in situ. Salgo disparado colina abajo, por Grant,
atravesando Chinatown, viendo cómo las furgonetas descargan
sus productos en las tiendas, y a todos los chinos ocuparse de sus
asuntos. Apuesto a que la mitad de ellos no ha estado en China
jamás, pero seguro que todos saben de dónde vienen. El sol pega
fuerte y camino durante siglos; en algún punto, cruzo Market
Street y cometo el error de salirme de las vías principales; esta-
mos en pleno día pero no se ve un alma; hay viejos almacenes
abandonados por todas partes; bueno, casi abandonados, pues
de repente sale un chaval de un portal y se me planta delante.
«¡Eh, tú! ¡Dame la puta cartera ya!»
Que me jodan, el chaval lleva una especie de pistola en la
mano. Qué digo, de especie nada: es una puta pipa. Tiene mi
edad, puede que un poco menos, puede que un poco más. Es
difícil saberlo. No viste mal pero tiene ampollas y postillas en la
boca. Tiene esa mirada de chiflado de ojos saltones propia de los
adictos al crack, aunque podría no ser más que la adrenalina.
«No llevo cartera, colega», le digo con aire de suficiencia, como
si se tratara de una especie de broma privada. Seguro que no es
una pipa de verdad, se la ve demasiado pequeña, joder.
Al chaval le desnorta un poco mi acento pero con todo me
espeta: «¡Tú dame todo el puto dinero que lleves encima, so im-
bécil, si no quieres arrepentirte del día que te parió tu madre!»
Pienso en mi madre, en Tomlin y en toda la mierda que he
tenido que aguantar. «Tú no conoces a mi madre. Arrepentido
ya estoy », digo riéndome. A continuación, desafiante, le suelto:
«Dispara. Venga, no te cortes.» Aparto los brazos del cuerpo.
«Pégame un puto tiro, me da igual. ¡Venga, cabrón! ¿¡A qué es-
peras!?»
365
La prueba definitiva.
«Serás hijo de..., serás...», jadea él, mirándome de un modo
primario, infrahumano. Su vida está tan en juego como la mía.
Si no utiliza el arma sabe que se la quitaré y le enviaré al otro
barrio. Sé que lo capta en mi mirada.
Mientras él amartilla la pistola yo me acuerdo de Kibby.
La prueba definitiva.
No, ni hablar..., es demasiada desesperación, demasiada
pérdida.
No, no...
«No, por favor..., coge el dinero, por favor, no dispares. No
le mates...» Caigo de rodillas. Sollozo sin lágrimas, el aliento se
me obstruye en el pecho mientras me arranco los billetes del
bolsillo y se los entrego al tío, con la cabeza gacha y mirando fi-
jamente las grietas de la acera.
Aguardo la bala mientras pienso en mi vieja, en Kay, en
Do-rothy; espero el momento de oírla incrustarse en mi cerebro;
sin duda, con tanta esquirla ósea y tanta materia gris
desparramada por todas partes, el daño será excesivo para que la
demencial alquimia nocturna del hechizo lo recomponga y lo
transfiera al pobre Kibby..., me imagino a Joyce, llegando al
hospital y viendo los sesos de Brian desparramados sobre la
almohada...
Aguardo..., aguardo..., y entonces siento que me arrancan
los billetes de las manos.
«Eres un triste comemierda de lo más grillao...», grita el
jo-vencito, mientras se embolsa el dinero y sale de naja calle
abajo, volviéndose para mirarme una sola vez; yo sigo de
rodillas. No sabe que estoy rezando, rezando por su alma, por la
de Kibby y hasta por la mía. Sí, por la mía. Guárdate de aquel
que llora, pues llora sólo por sí mismo. No, no sólo por sí
mismo..., es la oración del amor.
AMOR
AMOR
AMOR
366
AMOR
Insanity laughs underpressure we're breaking why dorit we give
love one more chance...
Why dorit we...
1
No parece que suceda nada, pero de repente sale el sol de
detrás del edificio, desplegando una luz cegadora donde antes
sólo había frías sombras. Nervioso y eufórico, me pongo en pie
tambaleándome, y camino por Market Street, y luego un poco
más, hasta llegar al Click Ass Internet Café.
Para:
[email protected]
De:
[email protected]
Danny:
Ante todo, siento lo de tu amigo Rab. Nunca llegué a co-
nocerle bien. Sólo le vi aquella vez en el Café Royal,
pero me pareció un hombretón agradable y amistoso.
Me he puesto en contacto con la madre de Brian y por lo
visto ha salido del quirófano muy bien. Sigue en la uni-
dad de cuidados intensivos, pero parece que la inter-
vención ha sido un éxito y -toquemos madera- que no
hay rechazo del nuevo hígado.
Tengo que contarte que me estoy viendo con alguien, y
que ya llevo así un tiempo. Te lo oculté porque es al-
guien que conoces y me preocupaba que pudiera mos-
quearte. Se trata de Des, Dessie Kinghorn. ¡Aquella no-
che del karaoke en el Grapes hiciste de Cupido sin
1. Letras del tema de Queen/David Bowie «Under Pressure»: «La locu-
ra se ríe bajo presión nos quebramos, ¿por qué no le damos otra oportunidad
al amor...? ¿Por qué no. . . ? (N. del T.)
367
querer al portarte tan mal y hacer que los dos nos lar-
gáramos! Los dos estábamos angustiados y a nuestra
bola, solos y en la calle. Empezamos a hablar, fuimos a
tomar una copa y las cosas fueron cuajando lentamen-
te a partir de ahí.
No quiero interponerme en ninguna disputa entre tú y
Des, eso es asunto vuestro. Pero la cosa se ha salido de
madre y ambos deberíais hacer borrón y cuenta nueva.
Por curioso que parezca, Des está de acuerdo. Me en-
señó unas fotos de cuando ambos erais pequeños y to-
davía te tiene mucho afecto.
Por supuesto, a él también le afectó mucho lo que pasó
con Rab McKenzie.
Sé por tus correos electrónicos lo preocupado que has
estado por Brian. De verdad, debajo de la fachada de
tipo duro y bromista empedernido hay una persona ma-
ravillosa, Danny. Sé que ello tiene que ver con todo lo re-
lativo a tu padre y espero que consigas resolver satis-
factoriamente ese tema.
Siempre tendrás en mí a una amiga.
Besos
Shannon
¡Santo Dios!...
No queda otra que teclear. Teclear y quedarse boquiabierto,
pasándonos toda la vida ante la pantalla: informes de inspec-
ción, tele, videoconferencias, descargarse música, mirar el co-
rreo electrónico...
368
Para: shannon4 @ btclick.com
De:
[email protected]
Shannon:
Me alegro de saber que Brian se recupera. Nunca llega-
mos a congeniar y es probable que yo fuera demasiado
duro con él por culpa de mis propios malos rollos. Rezo
por él, de verdad.
Muchísimas gracias por tus amables comentarios acer-
ca de Rab el Grande. Todos echaremos mucho de me-
nos al grandullón.
Tus comentarios acerca de mí son perspicaces y gene-
rosos. Valoro muchísimo tu amistad. He de reconocer
que me preocupé un poco cuando intimamos más y temí
que aquello pudiera afectarnos como amigos. Creo que
fui un tanto displicente en aquella época, en la que sen-
timentalmente ambos estábamos en carne viva. Sólo
quiero que sepas que nunca quise faltarte al respeto.
Los dos reaccionamos ante lo mismo de forma opuesta,
y la tuya fue la correcta.
Me ha sorprendido, aunque no de forma desagradable,
enterarme de lo de Des y tú. Ahora soy yo el que debe
dar la cara y reconocer que me comporté de forma
egoísta respecto del reparto del dinero de la indemniza-
ción. Sigo sosteniendo que Des, por su parte, fue muy
poco realista, pero eso no anula mi propio egoísmo: sólo
yo puedo asumir la responsabilidad por mi propia con-
ducta. De todos modos, ahora no me apetece volver a en-
trar en todo eso. Transmítele por favor a Des mis sinceras
disculpas por mi comportamiento de aquella noche. Es
369
un tío excelente que en tiempos fue muy buen amigo mío,
y espero que pueda volver a serlo en el futuro.
Os deseo a ambos lo mejor.
Besos
Dan
¡Dessie me ha robado a mi titi! ¡Cabrón! Me pregunto a
cuánto ascenderá eso en su mente de profesional de los seguros.
¿A uno de los grandes? ¿Dos? ¿Estamos en paz? Probablemente,
él diría algo como: «Nah, vosotros no erais más que compañe-
ros de cama, de modo que queda tasado en quinientas libras
más daños por contingencias de celibato, pero como tengo en-
tendido que al poco rato te cepillaste a la guarra obesa de detrás
de la barra, esa cláusula queda sin efecto.»
Bueno, en fin, al menos él cuidará de ella mejor que yo. Fui
un poco cabrón con Shannon, aunque ella tampoco fuera pre-
cisamente la Señorita Dulzura y Luminosidad. Pero me lo mon-
taré mejor con Dorothy, porque aquí estoy libre de la maldición
de Kibby, de su maldición contra mí, que precede a la mía con-
tra él. Aquí no hay ni pizca de ese odio irracional y omnipre-
sente que distorsiona mi vida y jode a todo aquel o aquella con
quien entro en contacto. Aquí podré hacer cosas buenas y am-
bos podremos vivir en paz.
Pero primero tengo que poner orden en algunos asuntos.
Tengo que estar informado acerca de Kibby y la mierda esta que
nos pasa. Y tengo que encontrar a mi viejo, que desde luego por
aquí no anda. Tomlin queda descartado, al igual que el viejo
Sandy. Tendré que hacer de tripas corazón y encararme con ese
gordo cabrón y viscoso de De Fretais, sacándoselo a hostias si es
preciso.
Tengo que regresar a casa antes de poder hacer cualquier
otra cosa.
370
IV. La
Cena
33. OTOÑO
En otoño, Edimburgo se le antojaba un lugar despojado de
sus pretensiones, podada y reducida a su esencia. Los turistas
festivaleros ya habían desaparecido hacía mucho, y la ciudad te-
nía escaso atractivo para los que estaban de paso. A medida que
se volvía más fría, húmeda y oscura, los vecinos de la villa se mo-
vían por sus calles como novatos asustados en un cuadrilátero,
anticipando golpes procedentes de todas partes pero sin poder
hacer gran cosa al respecto.
Y, no obstante, opinaba que en aquella época del año la ciu-
dad estaba más en paz consigo misma que en ningún otro mo-
mento. Una vez liberados de las definiciones exteriores que ca-
lificaban a la urbe de «capital artística del mundo» (festival) o
«capital europea de la marcha» (Año Nuevo), a sus habitantes se
les permitía proseguir con las prosaicas pero asombrosas ocupa-
ciones de la vida cotidiana de una ciudad cualquiera del norte
de Europa.
Danny Skinner había regresado a la ciudad más desorienta-
do que nunca. Durante todo el vuelo estuvo pensando en
Do-rothy, en la traumática y lacrimógena separación que había
tenido lugar en el aeropuerto de San Francisco, y cuya
intensidad había calado tan hondo en ambos. Su mente daba
vueltas a las maravillosas posibilidades y a las crueles incógnitas
de una rela-
373
ción romántica a largo plazo y a distancia. Pero su búsqueda no
había concluido. Había eliminado de la lista a Greg Tomlin,
pero sabía que su madre había tenido alguna especie de relación
seria. Aunque le reconfortó saber que quizá fuera fruto de un
amor verdadero si bien fugaz, en lugar de producto de un pol-
vo propulsado por sidra y speed, no se sentía capaz de enfren-
tarse a ella de nuevo, al menos por el momento. A quien quería
acorralar era a De Fretais.
Cuando regresó a su frío piso de Leith, encendió la calefac-
ción central, se tomó unos somníferos y se quedó K.O. Al día
siguiente telefoneó a Bob Foy y descubrió que en aquel mo-
mento De Fretais se encontraba de rodaje en Alemania. La si-
guiente persona a la que telefoneó fue a Joyce Kibby, y seguía
acusando el desfase horario cuando acudió a tomar un café con
ella al St John's Café de Corstorphine.
Skinner se enteró de que Brian Kibby se recuperaba bien y
que el nuevo hígado cumplía debidamente con sus funciones.
Mientras escuchaba el cotorreo de Joyce le entraban ganas de
decirle: Toda la culpa de que esté tanjodido la tengo yo, pero ya lo
he sanado, he dejado de beber. Pero, por supuesto, aquello no lo
podía hacer. En aquel momento sólo era capaz de pensar: ¿Por
qué no puede caerme mejor Joyce Kibby? Sin embargo, cuando
ésta exclamó en tono cantarín: «¡Va a volver a casa, señor Skin-
ner, vuelve a casa la semana que viene!», le sorprendió compartir
su alegría.
Apretándole la mano a Joyce con emoción, Skinner procla-
mó a voz en cuello: «¡Qué noticia tan estupenda! Y por favor, se
lo ruego por última vez, llámeme Danny.»
Y Joyce Kibby se ruborizó como una colegiala, porque de
un modo que ella no acababa de entender, el joven señor Sk...,
Danny..., le gustaba mucho.
Regreso de Corstorphine a Leith a bordo del autobús nú-
mero 12, y me siento radiante de júbilo ante la mejoría en el es-
374
tado de salud de Brian Kibby. Llega a ser algo tan intenso que
opto por bajarme en el West End y recoger un ejemplar del li-
bro de Gillian McKeith, Eres lo que comes. Tengo intención de
emplearlo como base para confeccionarle a Kibby una dieta sen-
sata por poderes. También adquiero un poco más de cardo le-
chero en Boots. Más tarde, desde el cibercafé que hay al pie de
Leith Walk, le envío un correo a Dorothy detallando algunas
propuestas sexuales bastante avanzadas. Esperemos que le ayu-
den a ir tirando y al menos, si ella acaba echándose atrás, lo ten-
dré por escrito.
Navego despreocupadamente por la Red en busca de noti-
cias acerca de los grupos punk locales que le gustaban a mi ma-
dre, llegando a pensar que hasta es posible que los vejestorios
punkarras tengan mejor memoria que los cocineros abuelíticos.
Encuentro algo acerca de los Oíd Boys que me interesa:
CONCIERTO DE REUNIÓN DE LOS OLD BOYS
Los Oíd Boys fueron un cuarteto punk de Edimburgo
que dio conciertos por el circuito local entre 1977 y 1982.
La mayoría de grupos punk interpretaban panfletarios him-
nos de rebelión adolescente a grito pelado, instando a esca-
par por medios hedonistas de un estado general de corrup-
ción y a cometer actos de depravación nihilista y autolesivos
para combatir el aburrimiento de la vida moderna. Los Oíd
Boys, sin embargo, encabezados por su carismático cantan-
te, Wes Pilton (Kenneth Grant), adoptaron una perspectiva
muy distinta.
Cantaban canciones muy reaccionarias acerca de la de-
cadencia social, lamentándose por la permisividad, el con-
sumo de drogas, las madres solteras y la irresponsabilidad de
la juventud. Ensalzaron las virtudes de la Gran Bretaña de
la época de la Segunda Guerra Mundial: audacia heroica
frente al enemigo, esprit de corps y un imperio sobre el que
375
376
nunca se ponía el sol. Todo ello era motivo de inquietud,
sobre todo porque el grupo interpretaba todos los temas
con convicción y de forma deliberadamente inexpresiva, lo
que les convirtió en marginados en la propia escena punk,
en anatema para la radicalidad autoproclamada de esta. No
obstante, algunos disidentes los consideraron como la en-
carnación del verdadero espíritu del punk: lo bastante osa-
dos como para reírse de sí mismos y lo bastante provocado-
res como para vacilarle a su propio público. Jugaban a ser
todos los pedorros aburridos con los que jamás te topaste en
un pub; criticaban tu sentido de la moda. Se vestían como
sus abuelos, como esa casta de ancianos orgullosos que los
sábados acudía al pub de la esquina con su mejor traje. Wes
Pilton lucía un mostacho muy chungo, una gorra de visera
y un impermeable con una amapola conmemorativa del
Día de los Caídos en el ojal durante todo el año. Entre can-
ciones hablaba sin parar de sus palomas.
Su primer álbum, The Oíd Boys, les granjeó cierto reco-
nocimiento más allá de su ciudad natal, aunque las opinio-
nes estaban divididas acerca del grupo y las motivaciones de
éste. ¿Simplemente se burlaban y desautorizaban a las gene-
raciones precedentes de la forma más cruel posible o eran
un caballo de Troya reaccionario en la fortaleza del punk?
Los propios Oíd Boys nunca descubrieron el pastel,
aunque varios críticos musicales vieron en el single incen-
diario y racista «Repatriación obligatoria» la gota que des-
bordaba el vaso. En respuesta a un conato de motín en la
Taberna de Nicky Tam —presuntamente instigado por
miembros de la Liga Anti-Nazi-, Wes Pilton soltó su in-
mortal frase lapidaria: «¿Es que no hay dios en este puto ga-
rito que sepa apreciar la ironía?»
Aquello resumía a los Oíd Boys. Fueron unos adelanta-
dos a su tiempo: vaciletas posmodernos en una época más
solemne, más seria y más politiquera. Quizá fuese porque
nadie los entendía en realidad, por lo que empezaron a pa-
rodiarse a sí mismos, con unos resultados cada vez más in-
fructuosos.
Se diría que este sórdido capítulo señaló el comienzo
del fin para el grupo. Continuaron, renqueantes, hasta que
en 1982 se produjo la inevitable ruptura, cuando Pilton fue
internado en el Royal Edinburgh Hospital de Morningside
durante un breve período en virtud de la Ley de Salud Men-
tal. Mike Gibson, el guitarrista de la banda, abandonó el
grupo para estudiar contabilidad en Napier CoUege. Steve
Fotheringham, el bajista, fue el único Oíd Boy que siguió
en el negocio de la música. Ahora trabaja como DJ y pro-
ductor. Pilton regresó con un elepé en solitario titulado
Craighouse, una creación conceptual basada en sus expe-
riencias en el psiquiátrico.
Con los baterías, el grupo tuvo esa clase de fortuna que
se diría que inspiró más tarde a Spinal Tap, pues los percu-
sionistas de ambos grupos pusieron fin ellos mismos a sus
vidas. Donnie Alexander, el batería original, dejó el grupo
en abril de 1980, tras un horroroso accidente laboral que le
dejó gravemente desfigurado. Unos dieciocho meses más
tarde, fue hallado muerto en Newcastle-upon-Tyne, en una
habitación amueblada que apestaba a gas. Su sustituto, que
llevaba el desafortunado nombre de Martin Tufillo, se sui-
cidó arrojándose desde el Dean Bridge en el verano de
1986. Hincha entusiasta de los Hearts, se rumoreaba que
padecía una profunda depresión inducida por los aconteci-
mientos futbolísticos de aquella temporada.
Más de veinte años después, los Oíd Boys van a dar un
concierto de reunión; Chrissie Fotheringham, la esposa es-
tadounidense de Steve, sustituirá a Tufillo a la batería, de
modo que por lo menos no habrá excusa alguna para que la
sección rítmica no lleve el compás.
377
Ahí pone que el concierto es la semana que viene en el
Mu-sic Box de Victoria Street. Desde luego que iré. También
iré a buscar el cede Best of... que acaba de salir.
Salgo a la calle; después de haber vivido en California, opi-
no que en esta ciudad hace un frío que pela y además se hace de
noche enseguida. No obstante, me siento bastante contento
hasta que llego a Duke Street y veo a esa escoria viscosa deam-
bulando por la calle tan campante.
Busby. ¿Cuál es su perfil? ¿Qué beberá ese pederasta rubi-
cundo?
Export. Whisky. Tú decides.
Me oculto en la entrada de una tienda y le veo meterse en
uno de los pubs de abueletes que están luchando por no cerrar
frente al gran cagadero Wetherspoons de la esquina, con sus ja-
rras de la hora feliz de cócteles de treinta y ocho peniques o algo
por el estilo. Y, no obstante, en cuando los garitos de toda la
vida cierren, los precios subirán, y si no, al tiempo.
Busby.
Le veo a través de los ventanales del pub, manchados de gra-
sa allí donde algún borracho estrábico devorador de fish and
chips las ha sobado con sus cochinas manazas, mientras trataba
de mantener el equilibrio y ver si dentro había algún capullo al
que poder sablear.
El pequeño Busby, sentado bajo las luces de un pub de mala
muerte en Leith con media pinta de cerveza espesa y un
chupi-to de whisky. Una fina película de sudor —¿o será de
grasa?— le cubre el rostro. Nariz de fresa. Unos ojillos
atareados, despectivos y burlones, que tanto contrastan con la
sonrisa de almeja.
El hombre de la aseguradora.
¿Qué es lo que ofrece el hombre de la aseguradora? Nos
ofrece un seguro contra la posibilidad de ser nosotros mismos.
Lo cual ni es seguro ni es nada.
Le veo sentado con Sammy. El machote: a medida que su
vida ha ido deslizándose hacia la disipación alcohólica, ha ido
378
engordando y se le ha puesto cara de desconcierto. Apenas ha
notado el paso de los años, la deserción de su esposa, de los ni-
ños o de las novias, pero ahora acusa su ausencia y no le queda
sino esa muy leal pero también muy traicionera zorra: Su Ma-
jestad La Priva.
Peor aún, Busby, esa marujona delgaducha, ya le tiene to-
mada la medida a la mole esta, a la que probablemente evitó du-
rante gran parte de su vida de juventud. Las cosas cambian, sin
embargo; a veces, de una forma tan gradual que uno ni siquiera
lo nota, sobre todo los viejos cabrones como éstos. Si tiene
paciencia y toma la precaución de congraciarse lo bastante con
él, un tipo tan astuto como Busby siempre mantendrá el ascen-
diente sobre alguien tan lento como Sammy.
¿Y por qué no? Busby no representa una amenaza, no tiene
nada que Sammy desee, aparte de noches robadas con mujeres
solteras aburridas o solitarias, como mi madre. Entonces, a me-
dida que el alcoholismo y la confusión de Sammy fueron en au-
mento, descubriría en Busby un extraño compañero. Deferente
en un principio: Pronto volverás a estar en plena forma, Sammy;
no se puede impedir que un tipo válido salga adelante, y tú siempre
fuiste uno de los mejores, Sammy...
Ahora, sin embargo, asoma ya el desprecio. Se aprecia en al-
guna que otra furtiva mirada desdeñosa, que Sammy no nota
porque está demasiado aletargado y embotado por el alcohol. O
en la esporádica pulla que atraviesa las capas amortiguadas de su
conciencia, porque la aprobación de Busby se ha vuelto funda-
mental para Sammy, pues es ahora casi el único espectáculo po-
sitivo que le queda en esta ciudad.
Y veo en Busby y en Sammy lo jodidas que pueden llegar a
estar las cosas cuando uno se hace responsable de otra persona,
lo mucho que puede uno llegar a depender de ella. Donde pone
Busby y Sammy, léase Skinner y Kibby. O también: todos y
cada uno de los cabrones presentes en todos los tugurios de mala
muerte de todas las ciudades y pueblos de este país. Todos aque-
379
líos que perdieron el tren, que no se tienen sino unos a otros, y
a los que no les quedan sino tristes dramas llenos de asco y mie-
do sobre los que replegarse. Te puedes marcar un baile vacilón
con alguien, pero siempre lo acabas pagando caro. Sobre todo
cuando la música se acaba y os sumís en un abrazo tan profun-
do que no sois capaces de deshacerlo.
Aún no he cumplido los veinticuatro años y ya veo que la
he cagado del todo. Eso me lo han enseñado mis dos maldicio-
nes gemelas, Kibby y el alcoholismo. ¿Será el alcoholismo pro-
ducto del bastardismo, o no es más que otra puta excusa? De-
batan, debatan.
Pero tengo unas ganas tremendas de entrar ahí e invitar a
una copa al viejo Busby y a Sammy, llevar a los vejetes a darse
un garbeo por el pasado. Escuchar con entusiasmo, sí, con en-
tusiasmo, babear a Sammy y ver cómo la gomosa boca del viejo
Busby se pone aún más flaccida por efecto de la bebida a medi-
da que va escupiendo secretos.
«Pues sí, podrías ser mi hijo perfectamente. Más o menos
por aquel entonces me eché un casquete con tu madre. En aque-
lla época era punki, además. ¡Acuérdate de ella, Sammy, menu-
do par de tetas! ¿No te la llegaste a tirar tú también? A ti siem-
pre te gustaron los Slade, ¿no, Sammy? Noddy Holder. «Cum
On Feel The Noize» ¿Te acuerdas de ésa, Sammy? «Squeeze Me
Pleeze Me!»
Permítanme que me ponga en pie y estrelle mi puño contra
esa cara, contra esa retorcida boca gomosa que se ha librado a
base de labia de mil puñetazos semejantes, y quedarme miran-
do cómo la dentadura o los últimos dientes salen disparados por
todo el bar como balas. Pero no. Porque para eso tendría que to-
marme yo mismo una copa, y sé que una nunca es suficiente y
que mil son demasiadas.
Estoy salvando a Brian. Sacrificándome a mí mismo para
salvarle a él, y no sólo por temor a la reciprocidad, amenaza bien
real por lo demás. Se trata de algo más que del interés particu-
380
lar o del instinto de conservación. Sencillamente no quiero que
muera; nunca lo quise. Porque no merece morir. Lo único que
hizo fue ser un cabrito irritante y pelotillero. Lo único que qui-
se hacer fue sacudirle una patada en el culo.
Pero el tirón -Dios Santo, qué puto tirón- es mucho más
fuerte en la lúgubre Edina que en la soleada California. Una lata
de lager. Una puta pinta fresquita nada más. Voy subiendo por
el Walk, y paso ahora por delante del Lorne Bar. Después el
Al-hambra, con la puerta calzada para que no se cierre. En uno
de los taburetes está sentado Duncan Stewart; veo el dorso de
su cabeza afeitada. Cada bar que dejo atrás contiene una cara:
un recuerdo, una historia y el esqueleto de una vida. Más que al
alcohol, soy adicto a esa forma de vida, a esa cultura, a esa
forma de relación social. Pero no puedo entrar y limitarme a
beber agua o gaseosa. No puedo entrar. No puedo quedarme
aquí, mientras la mano invisible de la expectación me conduce,
me camela, me empuja y me impulsa en la misma dirección o
direcciones. He vuelto sobre mis pasos y camino en la dirección
por la que vine, bajando de nuevo por la calle. Porque está por
todas partes. ¿Adonde va uno desde el pie del Walk? ¿Sube hasta
llegar al Central, al Spey, etcétera, etcétera, o por Junction
Street hasta Mac's, el Tam O' Shanter, Wilkies, etcétera, etcéte-
ra? ¿O quizá a Duke Street donde están el Wetherspoon's o el
Marksman, etcétera, etcétera? ¿O tal vez a Constitution Street,
al bar de Yogi, aunque ya no sea suyo, o a Homes o a Nobles,
etcétera, etcétera?
Está por todas partes.
Una buena pinta. Sí, ahí dentro sirven una buena pinta, hijo.
¡Una pinta que está de muerte! Contiene sirope, sulfítos,
piro-carbonato de dietilo, benzoatos, potenciadores de espuma,
ami-loglucosidasa, betaglucano, alfa-acetolactato, decarboxilasa,
estabilizadores, carbonatos. Quizá incluso contenga malta,
lúpulo, levadura, agua y trigo. Quizá. Pero yo que tú no apostaría
por ello.
Y está en todas putas partes.
381
Había sido una transformación asombrosa. Estaba incorpo-
rado en la cama y ya consumía sólidos. El nuevo hígado fun-
cionaba de forma eficiente y, más importante aún, no había
vuelto a haber más ataques nocturnos. Toda la plantilla médica
y de enfermeros, hasta el último hombre, rehuían el empleo del
término «curación», pero los rápidos progresos de Brian Kibby
y los recursos de la Seguridad Social empleados al máximo de su
capacidad fueron tales que el cirujano, el señor Boyce, estimaba
que volvería a casa antes de que terminara la semana.
Joyce estaba encantada con la noticia, y era incapaz de re-
cordar la última vez que se había sentido tan feliz. Sus oraciones
habían sido atendidas. Su fe, que la muerte de Keith había he-
cho flaquear, y que la enfermedad de Brian había llevado muy
cerca del punto de quiebra, había sobrevivido intacta, renovada
incluso. Pero por naturaleza y por circunstancias la preocupa-
ción y el desasosiego estaban tan arraigados en su psique que sin
ellos se sentía un tanto desprotegida. Brian Kibby, que conocía
bien a su madre, vio que, a pesar de su júbilo, sobre el banquete
planeaba un fantasma. «¿Qué pasa, mamá? ¿Hay algún pro-
blema?»
Su madre era consciente de que la pregunta de su hijo le ha-
bía hecho dar un respingo, de modo que todo intento por disi-
mular habría sido vano y temerario. «Hijo..., sé que me pediste
que no sacara el tema», empezó ella con cautela, «pero se trata
de Danny..., el señor Skinner, de la oficina. Tiene muchas ganas
de visitarte.»
El rostro de Brian Kibby se crispó de tal forma, hasta con-
vertirse en una grotesca parodia de sí mismo, que Joyce Kibby
se arrepintió de inmediato de su revelación. Incorporado rígida-
mente en la cama, pugnando por contenerse, miró a su madre
con gesto inalterable, con una expresión hasta entonces inédita,
que la dejó helada hasta el tuétano. «Le odio», dijo, «y no quiero
que se me acerque para nada.»
«¡Pero Brian!», chilló su madre. «Dan..., el señor Skinner es-
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tuvo telefoneando desde América durante todo el tiempo en
que estuvo allí. ¡Todos los días le enviaba correos a esa chica tan
maja del trabajo preguntando por ti!»
Ahora, por disgustado que estuviese con el modo en que su
respuesta la había exasperado, le tocaba a Brian Kibby preocu-
parse por las reacciones de su madre. «No hablemos de Skinner.
Sólo quiero ir a casa y estar solos los tres: tú, yo y Caroline»,
dijo, sin dejar de pensar en ningún momento: ¿Qué querrá Skin-
ner de mi?
383
34. IMPRESIÓN Y ASOMBRO
Hace un día crudo y helador, pero al menos brutalmente
sincero, desprovisto de esas lluvias frías o esos vientos torturan-
tes que aniquilan el alma. El último resto de débil luz solar se
está desvaneciendo y el cielo azufrado se está volviendo de color
malva. Los tramos del pavimento congelados crujen bajo mis
pies en cuanto doblo la esquina de St John's Road y bajo por una
serpenteante callejuela hasta el queo de los Kibby.
He venido a ver a Joyce, que me ha llamado preocupadísi-
ma por el comportamiento de Brian. Dijo que no era necesario,
pero yo insistí, pues quería echar un vistazo al bulín de Kibby
antes de que vuelva mañana del hospital.
Llamo a la puerta y al abrirse...
Santo Dios de los cojones...
... me llevo una impresión morrocotuda al ver aparecer ante
mí a una bellísima chica de unos diecinueve o veinte años.
¡Vaya una preciosidad! Tiene cabellos rubios lacios sujetos a
un lado por un broche dorado. Sus grandes ojos de color gris azu-
lado irradian una honda espiritualidad. Sus dientes nacarados me
deslumhran y tiene el cutis más suave que yo haya visto jamás.
Hostia puta.
Lleva un top verde con pantalones de camuflaje verdes y ne-
gros.
384
¿Aquí qué cono pasa? Estoy...
Enarca las cejas burlonamente a la espera de una reacción
que tarda lo suyo en llegar, pues su sola presencia me ha dejado
un tanto fuera de combate.
Serás capullo.
Excitado, no tanto sexual como emocionalmente, me es-
fuerzo por mantener la calma y sonreír con la mayor discreción.
«Me llamo Danny. Eh, yo... trabajo con Brian en el ayunta-
miento», le explico, casi incitado a presentarme como amigo
suyo, pero logrando detenerme a tiempo.
«Adelante. Yo me llamo Caroline», dice ella, dándose la
vuelta con elegancia y regresando al interior de la casa. Me deja
totalmente asombrado que este bellezón sea la hermana de
Kibby. La sigo ansiosamente, desesperado por permanecer cerca
de su esencia y, por supuesto, para estudiar en detalle sus curvas.
Joyce Kibby, que ya se encuentra en el pasillo con nosotros,
interrumpe tan arrebatadora visión. Rebosa tanto nerviosismo e
inquietud como aplomo y garbo desprende su hija. «Señor
Skinner...», dice.
«Llámeme Danny, por favor», reitero, pensando más en Ca-
roline que en ella. A estas alturas la boba vacaburra esta podría
prescindir ya de las formalidades. Pero no obtengo reacción al-
guna por parte de Caroline, que se mete en el cuarto de estar sin
mayores ceremonias.
«¿Qué tal está Brian?», pregunto a Joyce, dispuesto a seguir
a Caroline, cuando su madre me conduce a la cocina. Mientras
me siento a regañadientes logro ver fugazmente a la hija a través
de la rendija de la puerta abierta. Está más que buena; no re-
cuerdo haber experimentado reacción semejante ante una mu-
jer jamás.
Bueno, quizá ante Justine Taylor en segundo curso. O ante
Kay. O Dorothy. Pero incluso ellas eran de algún modo dife-
rentes. Esto es la hostia. No puedo...
Joyce pone a hervir la tetera. Probablemente sea a causa de
385
su hija, pero ahora estoy examinando a la vieja, tratando sin éxito
de encontrar en ella una versión más joven y más hermosa de sí
misma. No veo sino los rizos espesos y remilgados y esa actitud
rígida y espasmódica. «Está mejorando, pero mentalmente
parece muy confundido», me cuenta con esa voz chillona que
tiene, que hace juego con el pitido de la tetera.
«Ah, pues entonces no está tan bien. ¿Cómo es eso?»
Joyce echa dos cucharadas de té a la tetera, y otra para dar
suerte, al estilo de mi vieja. Ahora que lo pienso, ella también
debe tener la misma edad que Siouxie Sioux, aunque uno no lo
creería ni en un millón de años. Esta mujer probablemente na-
ció vieja, aunque quizá sea sólo el manto de solicitud nerviosa
que la envuelve. «Tiene una extraña obsesión con su viejo em-
pleo», me dice. A continuación me echa una mirada bastante
avergonzada, y me revela en voz baja y cautelosa, «me da tanta
vergüenza... Brian se ha tomado de una forma horrible todo lo
que ha intentado hacer usted por él. ¡Es como si no se diera
cuenta de que intenta ayudarle! No entiendo por qué está tan en
contra de usted cuando ha sido tan bueno con todos nosotros y
se ha preocupado tanto por él. No me gusta ni un pelo», dice,
sonrojándose y sacudiendo la cabeza mientras deposita la taza
frente a mí.
«Joyce, esto ha sido una prueba terrible para Brian. Es lógi-
co que se sienta confundido», le digo en tono conciliador. El té
me lo ha puesto en una ridicula tacita de loza en la que no cabe
una puta mierda y con un asa tan pequeña que me es casi im-
posible levantarla.
«Sí», asiente vigorosamente Joyce Kibby, sin dejar de soltar
mil disculpas en representación de su hijo. Pero en este mo-
mento en lo único que pienso es en su hija. Es preciosa y
su-perguay, es un megapibón que te cagas; todo aquello que no
son Brian Kibby y la tonta del culo de su madre.
Caroline Kibby.
Brian Kibby.
386
¡Y entonces, en un golpe de inspiración deslumbrante, lo
veo! ¡Había una forma de poder seguir al tanto de los progresos
de Brian Kibby, un motivo legítimo para continuar visitándoles!
Equivaldría a matar dos periquitas de un tiro, y además sería
una labor realizada de mil amores. También, con toda probabi-
lidad, sería algo que le tocaría a tope las narices a Brian Kibby.
«Le hace quedar como una persona muy mala, señor
Skin-ner, y no lo es, es un chico estupendo...»
Caroline.
El divino y espléndido prefijo que neutraliza ante mi men-
te ávida la toxicidad del hasta ahora nauseabundo término
«Kibby». Este té no lleva azúcar pero aún me queda por probar
un dulce elixir. Si estuviera viéndome con Caroline Kibby, sa-
liendo con ella, podría pasarme por aquí si quisiera, y Brian no
podría hacer una mierda al respecto. Podría ocuparme de él, al
menos hasta que se pusiera fuerte. Comer de forma saludable,
descansar y gozar abundantemente, y observar cómo se pone
cada día mejor. ¡Y mientras hiciera todo eso podría llegar a en-
tenderle y descubrir por qué tengo este extraño y terrible poder
sobre él!
«... nunca nos dio el menor problema ni a mí ni a mi mari-
do, que en paz descanse...»
Caroline Kibby.
No, no era una palabra en absoluto malsonante. A decir
verdad, era bien hermosa: Kibby, Caroline Kibby. Sí, podría vi-
gorizar a Brian antes de regresar a San Francisco...
Dorothy.
De algún modo parece estar ya muy lejos, pero fue algo
muy real y muy bueno.
«... y su actitud hacia usted... no logro explicármela..., si su-
piera siquiera que ha estado aquí...»
«De acuerdo», le digo a Joyce, «cuanto menos se diga, antes
se arreglará todo. Brian todavía está muy enfermo, y lo último
que quiero hacer es trastornarle. Ahora me marcharé y me man-
387
tendré alejado del hospital. Siempre y cuando, claro está, me
mantenga usted al tanto de sus progresos.»
«Desde luego que sí, señor... Danny. Y gracias de nuevo por
ser tan comprensivo.» Joyce me mira con ese gesto suyo tan su-
plicante.
Y por primera vez pienso que quizá haya algún maravilloso
designio divino tras esta extraña maldición. Termino mi té y,
mientras me despido, me detengo y asomo la cabeza por la
puerta del cuarto de estar para soltarle a Caroline un alegre
«Hasta luego» y dedicarle una sonrisa.
«Hasta luego», me dice a su vez, volviendo la cabeza desde
la mesa ante la que está sentada, al principio un tanto perpleja,
pero a continuación me devuelve la sonrisa y pienso para mí:
¡fuá, vaya una chávala tan excepcional!
Salgo de casa de los Kibby en el séptimo cielo, casi ajeno
por completo a los arrullos y cloqueos de Joyce. Después, al
pensar de nuevo en Dorothy, allá en San Francisco, tengo la im-
presión de sufrir una caída de trescientos metros a través de mi
propio cuerpo. No sé qué cono voy a hacer.
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35. THE LEANING TOWER
Los amigos de Danny Skinner manifestaron gran asombro
no sólo por el hecho de que hubiese regresado tan pronto, sino
por que se quedase en Edimburgo y siguiera sobrio. Le escribía
con frecuencia correos electrónicos a Dorothy, pero hablaba por
teléfono con Joyce un día sí y otro no, comprobando los pro-
gresos de Brian Kibby. Su otra actividad social principal consis-
tía en tomar algún que otro café con Shannon McDowall. A
Shannon la habían ascendido al antiguo puesto de Skinner, pero
sólo de forma temporal, lo cual la fastidió, pues tenía que so-
meterse a otra comisión examinadora. Aparte de su vitriolo ante
lo que consideraba las prácticas discriminatorias de sus superio-
res en materia de empleo, sólo parecía tener ganas de hablar de
Dessie, tema que tenía un atractivo muy limitado para Skinner.
Encontraba inquietante ver a su viejo amigo y rival en el papel
de chico nuevo.
Skinner aún no había intentado ir a ver a su madre ni había
tenido noticias suyas. Personas con las que se topaba en Leith
Walk o Junction Street le contaban que estaba bien, pero él evi-
taba deliberadamente pasar por delante de la peluquería. Se
mantenía obstinadamente fiel a la decisión de que, la próxima
ve que la viera, le soltaría ese único nombre para ver cómo reac-
cionaba.
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Algo que sí reanudó fueron sus veladas de los viernes por la
noche con Bob Foy; en la actualidad el punto favorito de en-
cuentro era The Leaning Tower, un restaurante italiano del cas-
co viejo, pese a que seguía manteniéndose inquebrantablemente
fiel al consumo de agua mineral.
El inmenso placer que a Foy le producía saber que Kibby no
volvería a trabajar en el ayuntamiento seguía siendo muy mani-
fiesto. «La peste a sobaquina y a Dios sabe qué más ha desapa-
recido. Se trata literalmente de una bocanada de aire fresco»,
dijo con alegría, meneando histriónicamente el menú
plastifi-cado.
Skinner no estaba dispuesto a tolerar aquello. «Lo que ha te-
nido que pasar el pobre cabrón es una puta tragedia. Me alegro
de que saliera bien del quirófano, y si se recupera, harías bien en
contratarle de nuevo.»
Foy frunció los labios y llenó su copa de Chianti hasta arri-
ba. «Por encima de mi cadáver», se burló.
Skinner y Foy terminaron de comer en un ambiente de
cierta tensión y después fueron a tomar unas copas (un refres-
co en el caso del primero). Finalmente Foy se marchó a casa en
taxi, desilusionado y todavía un tanto desconcertado ante el
conjuro abstemio bajo el que parecía hallarse su viejo compa-
ñero de cenas.
Skinner tenía además otra misión. Aunque no bebiese en
ellos, seguía habiendo bares en los que echar las redes, sobre
todo en el barrio estudiantil.
El Grassmarket estaba a tope. Skinner logró meterse en un
café-bar y estaba tomando un refresco cuando de repente se vio
abordado por un par de rostros del pasado, Gary Traynor y el
fornido joven al que conocía por el nombre de Andy McGrillen.
Estaban claramente resueltos a pasárselo pipa y quedaron sor-
prendidos y asqueados al fijarse en el combustible elegido por
Skinner.
McGrillen...
390
Recordó la pelea que éste había provocado en Nochebuena,
cuando se mantuvo al margen. No le gustaba McGrillen. Ahora
su memoria daba vueltas en torno a la confrontación infantil
que habían tenido a bordo de un tren a la vuelta de un partido
en Dundee. No eran más que unos crios, y aquello había teni-
do lugar hacía casi diez años, pero nunca había olvidado el in-
cidente. McGrillen, en compañía de algunos colegas, se había
puesto chulo con él. Skinner, que en aquella ocasión le ha-
bía perdido la pista a McKenzie y al resto de sus amigos, iba solo
y se vio obligado a agachar las orejas. Había sido una humilla-
ción de escasa entidad pero seguía escociéndole, y más ahora
que McGrillen andaba por ahí en compañía de Traynor. En
cuanto se dio cuenta de que Skinner tenía determinadas rela-
ciones, McGrillen se portó de forma bastante gentil, y hasta trató
de entablar cierto grado de amistad con él. Ambos eran cons-
cientes, sin embargo, del peso que podía llegar a tener el pasado
y, de forma muy tácita, habían acordado evitar encontrarse, ex-
ceptuando aquella ocasión en navidades. Ahora, al ver a Mc-
Grillen lanzar una mirada de desaprobación a su vaso, Skinner
volvió a experimentar el mismo resquemor que aquella vez.
Una puta gorra de béisbol de Burberry. ¡Pero qué coleguita!
¿Cuántos años tiene? ¿Veintiuno? ¿Veintidós? ¡Como McKenzie ya
no está entre nosotros, se cree que puede cotizarse con nuestra
peña!
«Venga, Danny, tómate una puta pinta», le instó Traynor.
«Nah, con un zumo de naranja estoy servido», insistió Skin-
ner.
Traynor pareció captar el mal rollo que McGrillen le daba a
Skinner y trató de alegrar el ambiente hablando de la última pe-
lícula porno de temática religiosa que había conseguido. «A Dios
le gusta verlo todo, la mejor hasta la fecha, tío.»
Andy McGrillen se encogió de hombros y tras sonreírle a
Traynor se fue a la barra. Dejó que sus modales un tanto brus-
cos le abriesen paso entre los clientes, algunos de los cuales le re-
391
conocieron como un casual y posible fuente de problemas. Muy
pronto regresó con las copas, depositándolas sobre la mesa.
«Salud, chicos», brindó Skinner. «Me alegro de veros de
nuevo», dijo, incluyendo a McGrillen con el grado justo de con-
vicción.
A Skinner le estaba resultando extrañamente reconfortante
dar sorbitos a su naranjada. Disfrutaba con la labia de Traynor.
Su viejo colega se volvió hacia McGrillen. «Te voy a contar una
gran historia de Rab McKenzie; tú te la sabes, Skinny», dijo ha-
ciéndole a éste un gesto con la cabeza. «Estábamos nosotros dos
con Rab y un par de pijas, lapaki esa con la que saliste, ¿cómo
se llamaba?»
«Vanessa. Y es escoceasiática. Su padre es de Kerala y su ma-
dre de Edimburgo», le corrigió Skinner.
«Vale, señor Políticamente Correcto», dice Traynor sacu-
diéndole a Skinner un puñetazo amistoso en el brazo. «Así que
estábamos en un gran queo pijo en Merchiston, que si gran pis-
cina climatizada, que si el viejo y la vieja de vacaciones, y todos
tonteando en pelotas. Era la primera vez que veíamos al gran-
dullón sin ropa y, bueno..., imagínate. Pero las chávalas, la pija
grandullona llamada Andrea, y la Sarah esa, tenían ganas de
marcha, y todo dios empieza a ponerse retozón. Tú te largaste
con Vanessa, ¿eh, Skinner?»
«Sí, pero no pasó nada. Sólo nos morreamos un rato y ha-
blamos; eso es todo.»
«¡Que sólo hablaron, dice! Sí, claro.»
«Así fue», protestó Skinner. «A ella no le apetecía follar y no
me importó. Fue una noche agradable y ella era una tía intere-
sante.»
«Vete a la mierda, Skinner», se rió Traynor, dándole un
em-pujoncito en el pecho. «Bueno, pues mientras tú
"hablabas", yo me había lanzado a saco con la Sarah esa, y le
estaba dando lo suyo encima de la colchoneta hinchable. Y la
pija esa, Andrea, que estaba buena, pero no tenía demasiadas
luces», observó
392
Traynor, dándose un golpecito en el cráneo, «se lo estaba mon-
tando con el grandullón. El caso es que me acordaba de haber-
le dicho antes que a las pijas siempre les va la marcha, y que
además son unas guarras que te cagas y hacen lo que sea, tío.»
La sonrisa dentuda de Traynor fue ensanchándose. «Evidente-
mente, Rab debió tomárselo todo al pie de la letra, porque de
pronto oigo decir al grandullón: "Me gustaría metértela por el
culo." Y la pija va y dice», y Traynor frunció los labios, adop-
tando un acento de salón de té: «"¿Y eso qué entraña exacta-
mente?"»
McGrillen se rió en voz alta y Skinner también, aunque ha-
bía oído muchas veces aquella historia. Le dio otro sorbo a su
naranjada. Algo andaba mal. La olió y volvió a probarla. Le ha-
bían echado alcohol.
¡Vodka!
Al alzar la vista, Skinner reparó en el gesto estúpido y bur-
lesco de McGrillen, y paladeó por un instante el cambio de sem-
blante cuando le apuntó con el brazo para estrellarle un sólido
derechazo en plena cara. Fue un buen puñetazo; Skinner
pivo-tó y acompañó el golpe con el peso del cuerpo, y
McGrillen cayó del taburete al suelo.
Gary Traynor se quedó mirando a un atónito y postrado
McGrillen, y después volvió a mirar a Skinner. «Hostia puta,
Danny...»
Skinner seguía temblando de rabia. Arrojó el vaso al suelo;
por muy poco no alcanzó a McGrillen en el rostro. «¿Pero de
qué cono vas, tratando de envenenar a....?» Mirando a su alre-
dedor, se dio cuenta del escándalo que estaba montando y dijo:
«Lo siento, tíos», antes de salir escopeteao, frotándose los nudi-
llos doloridos.
Salió a la calle con la euforia del subidón de adrenalina re-
corriéndole el cuerpo mientras empezaban a asaltarle los remor-
dimientos.
Ha sido una sobrada. McGrillen no estaba al tanto, ¿cómo
393
iba saberlo? Pero ¿por qué hay peña que no entiende que no signi-
fica no?
Atravesando rápidamente la calle y metiéndose en otro bar,
Skinner se topó con un grupo de chicas parlanchínas a las que
conocía vagamente del ayuntamiento. Una de las amigas de és-
tas celebraba una despedida de soltera. Dos de ellas estaban muy
habladoras pero muy pronto sólo las escuchó a medias, distraí-
do como estaba por una de las camareras.
A Caroline Kibby le quedaba un cuarto de hora aproxima-
damente para terminar su turno. Desde una de las mesas, vio
que le miraba un hombre que le sonaba de algo. Sí, le conocía.
Él sonrió y ella le sonrió a su vez. Luego él se acercó y la invitó
a tomar una copa cuando terminase.
Es el tío que vino por casa de mamá el otro día, el del ayunta-
miento. Ese que pone tan de los nervios a Brian.
Aceptó con mucho gusto.
Acababa de ingerir una copiosa cena italiana en compañía
de Bob Foy. No obstante, después de unos cuantos refrescos
más, Danny Skinner no tuvo inconveniente en sugerir que Ca-
roline y él fuesen a comer algo a lo que él se sentía inclinado a
describir como «un excelente chino de la vieja escuela» llamado
el Bamboo Shoots, en Tolcross.
Sentado frente a ella en el restaurante, le seguía resultando
difícil creer que Caroline fuese la hermana de Brian Kibby.
Mientras ella comía con movimientos pausados, desenvueltos y
económicos, había momentos en que le entraban ganas de gri-
tarle: Joder, con lo preciosa que eres tú, ¿cómo puedes estar empa-
rentada con ese artero memo de Brian?
Caroline, por su parte, quedó igualmente prendada de
Danny Skinner.
Es bastante guapo, de un modo un tanto curioso. Tiene una ex-
presión asustadiza, que le da aspecto de estar más fascinado que per-
plejo ante el mundo. Debe gastarse un dineral en ropa. Parece ri-
394
dículo que sea un par de años mayor que Brian. Se diría que es mu-
chos años más joven: está lozano e impecable. Hay algo en él que
impone, ¡algo que me hace pensar que no me importaría llegar a co-
nocerle mejor
1
.
Más tarde atravesaron a pie el Meadows, en una noche fres-
ca iluminada por la luz de la luna y las farolas de sodio. No te-
nían prisa alguna; iban conversando con naturalidad, escuchan-
do atentamente al otro hablar de casi cualquier tema que se les
viniese a la cabeza. Caroline notó cómo el cansancio del turno
se le pasaba, y sus ojos, doloridos tras una multitud de horas re-
dactando un trabajo de curso ante el ordenador, recobraron su
lustre. Temiendo que la velada llegase a su fin, anunció: «Tengo
un poco de hachís, si te apetece.»
La verdad es que no soy ningún fumeta pero a su hermano
le sentaría bien un mai; lo relajaría y quizá le estimulara el
apetito.
«¿Vamos a tu casa?», inquirió Skinner, ya que al South Side
se podía llegar sin problema caminando, mientras que para ir a
Leith había que tomar un taxi.
«Eh, quizá sería mejor ir a la tuya. Acabo de instalarme y
aún no tengo demasiada confianza con mis compañeros de piso.
Ya me entiendes...», dijo Caroline con cierta inquietud.
De repente, a Skinner se le clavó en el pecho una estaca de
temor. Tendría que haber estado completamente dispuesto a re-
gresar a su nido de amor en Leith con aquella chica, pero por al-
gún motivo experimentaba una inmisericorde sensación de de-
sasosiego.
¿Por qué tengo tantas ganas de andar fisgoneando en su casa y
la de su madre, pero me inquieta la idea de dejar que ella vea la
mía? ¡Es mucho mejor que el mausoleo ese en el que vivió ella!
Él asintió, pararon un taxi en Forrest Road y pusieron rum-
bo al puerto.
«¿Llevas mucho tiempo viviendo en Leith?», preguntó Ca-
roline.
395
«Toda la vida», respondió Skinner, pensando en San Fran-
cisco, en Dorothy, y en lo mucho que le apetecía vivir allí. No
es que Leith no le gustara; en cierto modo lo adoraba, pero dis-
frutaba con la idea de vivir en otra parte y tener siempre opción
de volver. Quizá se pueda amar un lugar sin querer estar cerca
de él todo el tiempo, pensó.
Caroline entró en el vestíbulo de Skinner. Vio que el piso
estaba ordenado y muy limpio.
Hostia puta. Este espacio está domesticado. ¿ Tendrá contratada
una limpiadora?
Teniendo presente la posibilidad de quemazos de hachís en
el sofá, Skinner fue a la cocina y volvió con dos grandes cenice-
ros de pub. Caroline le siguió, fijándose en la suntuosidad del
mobiliario. «¿Hace mucho que vives aquí, Danny?»
«Cuatro años.»
«Tienes unos muebles muy bonitos», dijo Caroline, eviden-
temente impresionada, fijándose en el culito prieto enfundado
en aquellos pantalones negros. Sintió que la recorría un súbito
espasmo vertiginoso.
Mmmm.
«Cierto», dijo Skinner mientras se dirigían al cuarto de es-
tar. «Hace unos años sufrí un accidente de tráfico grave. Me
atropello un coche, quedé inconsciente, me rompió el brazo y la
pierna y me fracturó el cráneo. Me concedieron una sustancio-
sa indemnización, así que empleé la mayor parte del dinero en
adecentar este sitio», explicó, pensando con cierto remordi-
miento en su intento de pagar a Dessie Kinghorn con la exigua
suma de quinientas libras.
Quizá, uno de los grandes hubiera sido lo más justo. O incluso
quince mil. El diez por ciento.
Caroline le pidió que le contase los pormenores del acci-
dente y él se los narró, omitiendo el detalle de que la principal
causa del mismo había sido su propia imprudencia, mientras
ella liaba el porro al mismo tiempo que inspeccionaba con la
vista el salón. Tenía viejas paredes pintadas en oro y estaba do-
minado por un sofá de cuero negro en forma de L. Frente a éste
se encontraba una mesita de centro de cristal. Junto a un hogar
de época sobre el cual había un gran espejo de pared se hallaba
un televisor de pantalla plana. A ambos lados había un par de
armarios empotrados. Uno de ellos contenía un equipo de mú-
sica, y sobre él había estanterías llenas de libros y de cedes; el
otro contenía vídeos y más libros todavía. Sobre la repisa de la
chimenea reposaba una pequeña reproducción a escala de la Es-
tatua de la Libertad.
Dándole una larga calada al porro antes de pasárselo a
Skin-ner, Caroline se levantó del sofá para echar un vistazo a los
cedes y a los libros. Skinner ya le había explicado sus gustos en
materia de rap y de hip-hop, de manera que en materia de mú-
sica no hubo sorpresas: Eminem, Dr Dre, NWA, Public Enema.
El cd que estaba abierto sobre la mesita de centro le llamó la
atención. El grupo se llamaba The Oíd Boys. Algunos de los te-
mas le sonaron raros: «Repatriación obligatoria», «Ei día de los
caídos», «Un penique cogido del cepillo.» «¿Qué tal son?», pre-
guntó mientras meneaba la carátula.
«Una bazofia total», dijo Skinner. «Lo compré el otro día
porque mi madre era muy fan del grupo. Era una banda local
de punk y creo que ella solía andar por ahí con ellos. Pero no
son mi rollo para nada.»
Acercándose de nuevo a las estanterías, Caroline se fijó en
que -con la salvedad de los copiosos volúmenes de poesía de
By-ron, Shelley, Verlaine, Rimbaud, Baudelaire y Burns, y otro
enorme y con claras muestras de no haber sido leído, obra de
McDiarmid— en su mayoría los libros eran novelas estadouni-
denses, que iban de Salinger y Faulkner hasta Chuck Palahniuk
y Bret Easton Ellis. «¿No tienes nada de narrativa escocesa con-
temporánea?», preguntó ella.
«No me va. Si quiero oír tacos y consumir drogas, no tengo
más que salir por la puerta. Pero de ahí a leer al respecto...»
Skinner sonrió. Por un instante, aquella larga mandíbula se le
antojó a Caroline espeluznante y siniestramente bufa.
Qué sonrisa tan rara..., aquí hay algo que no encaja, pero al
carajo, ¿qué es lo peor que podría pasarme? ¿Acabar follando con
este tío bueno en un agradable piso de Leith... ?
«¿Nos vamos a la cama o qué?», preguntó ella.
Skinner se quedó atónito. Quizá había visto a Caroline como
la hija de Joyce o la hermana de Brian y por tanto le resultaba difí-
cil creer que pudiera mostrar una sexualidad tan espontánea. «Sí...»
La tomó de la mano y fueron juntos al dormitorio, dema-
siado absortos en su creciente turbación mutua para darse cuenta
de que se asemejaban más a un par de víctimas de un campo de
concentración dirigiéndose a la cámara de gas que a una pareja
de amantes.
En el dormitorio de Skinner pendía una gigantesca bande-
ra de los Estados Unidos, sobre la pared que dominaba a la
cama. Ésta estaba cubierta por lo que a Caroline le pareció un
edredón naranja de muy mal gusto. En conjunto, aquella habi-
tación representaba un extraño lapsus, pues parecía muy dife-
rente al resto de la casa.
Skinner iba desnudándose metódicamente, preguntándose,
con una angustia cada vez mayor, qué le sucedía exactamente.
Su erección se había convertido para él en algo afín a su padre:
era consciente de ella precisamente en virtud de su ausencia. Ca-
roline echó un vistazo al prado que había en la parte de atrás.
«Qué bonito», dijo, ahora muy cohibida. Maldijo interiormente
ante aquel comentario débil e insulso, del tipo que quizá habría
hecho su madre.
¿Qué cono me estará pasando?
«Si prescindimos de las cagadas de paloma», sonrió Skinner
con sensación atribulada, despojándose del pantalón y la cami-
sa antes de deslizarse bajo las sábanas. Por algún motivo, se dejó
los calzoncillos puestos, quizá porque ella no había hecho el me-
nor ademán de desvestirse.
398
«Las hay en todas partes...», dijo Caroline, «salvo en los tró-
picos. Eso echaría a perder un paraíso tropical, si las tuvieses zu-
reando a tus pies mientras sorbías un cóctel junto a la piscina.»
Skinner se rió ante aquel comentario, quizá de modo exce-
sivamente enérgico, pensó ella. Caroline le contempló, incorpo-
rado a medias en la cama. Su cuerpo era delgado y musculoso y
lo deseaba. No obstante, le resultó curiosamente difícil desnu-
darse ante él. Y notaba que él estaba ñipando tanto como ella.
Finalmente, se sacudió los zapatos y se quitó los vaqueros, que-
dándose sólo con la camiseta antes de meterse bajo las sábanas.
«¿Tienes frío?», preguntó él.
«Sí..., creo que al hachís ese le pasa algo raro. Creo que me
he alterado un poco, si quieres que te diga la verdad», explicó
ella con una confusa sensación de vergüenza y turbación.
Acusando su propia e inexplicable sensación de extrañeza,
Skinner se mostró de acuerdo. «Sí, ya sé lo que quieres decir...,
a lo mejor nos estamos apresurando un poco..., me gustas mu-
cho..., hay mucho tiempo para, ya sabes..., ¿te parece que nos
abracemos y sigamos charlando?»
«Vale.» Caroline sonrió tensamente mientras se arrimaba a
él. Él volvió a mirarla; no le recordaba a Kibby en absoluto. Era
hermosa, pero ¡joder!, él la tenía tan flaccida como cuando le to-
caba hacer un informe de inspección del primer nivel.
Esforzándose por darle un poco de intimidad al ambiente,
Skinner apartó el cabello del rostro de Caroline, pero sintió
como ésta se ponía tensa, como si el gesto le resultara desagra-
dable y molesto. Optando por regresar al inofensivo tema de las
palomas y al mismo tiempo escandalizado por la inanidad del
mismo, indicó la ventana y dijo: «En América no dejan que los
bichos indeseables pongan sus nidos en edificios públicos y se
nos caguen por todas partes desde tan estratégica posición. Allí
ponen esas púas tan finas en los alféizares para disuadirlas.»
«Aquí también han empezado a hacerlo», dijo Caroline en
un tono más soñador, «pero aquí el principal problema segura-
399
mente serán las gaviotas...» Le gustaba estar junto a aquel tío; es-
taba un poco alterada, sólo era eso.
Al notar la punzada del amor a la patria chica, Skinner sin-
tió la extraña compulsión de embarcarse en una defensa del ave
marina. Pero puesto que parecía que comenzaban a relajarse un
poco, resistió la tentación.
Caroline pensaba en su grupo favorito, los Streets. En cómo
el tío ese de los Streets también se apellidaba Skinner, Mikey
Skinner. Tenía una letra en la que decía que donde él se crió a
las mujeres se las llamaba periquitas y no zorras. Aquello hacía
que la cultura masculina y de clase obrera que a menudo se le
había antojado misógina pareciera hermosa. Todo dependía de
la clase de periquita de la que se estuviera hablando, claro. De
repente, se oyó a sí misma preguntar: «¿Te gustaron las ameri-
canas?»
«Son preciosas», admitió Skinner, pensando en Dorothy.
¿Era ella la chica indicada para él? ¿Era ése el motivo de que no
fuera capaz de hacerle el amor a Caroline? «Pero la mayoría de
las americanas no saben vestir, a diferencia de las europeas. Ni
siquiera las más guapas, por algún motivo, saben elegir la ropa.»
Caroline hizo una pequeña mueca; aquello probablemente
no era lo que ella esperaba oír, pensó él.
Pero Danny Skinner se sentía como si no hubiera estado
con una chica desde los quince años. Se notaba torpe y nervio-
so. Se besaron, y no estuvo mal; después se sumieron en un sue-
ño prolongado y extraño, en un abrazo mutuo, un sueño tan
hermoso y pacífico como si los hubiesen drogado con algo más
potente que el hachís que habían consumido.
Fue Skinner el primero en despertarse con la luz del ama-
necer. Al principio se maravilló de la apacible pulcritud de Ca-
roline mientras dormía, pero pronto se sintió acosado por una
terrible inquietud, y sintió la compulsión de levantarse y aban-
donar la cama. Fue a la cocina y comenzó a preparar el desayu-
no, sacando cereales, yogur, zumo de naranja y té verde. Cuan-
400
do ella apareció, completamente vestida con su propia ropa, en
lugar de haberse puesto una de sus camisetas, Skinner se sintió
curiosamente aliviado pese al chasco.
No obstante, a lo largo del desayuno charlaron relajada-
mente; sólo cuando Caroline estaba a punto de marcharse vol-
vió a hacer acto de presencia cierta pudibundez. Por algún mo-
tivo, Skinner sólo pudo darle un casto besito en la mejilla.
«¿Querrás que nos volvamos a ver?», preguntó.
«Me gustaría», dijo ella con una sonrisa, preguntándose por
qué todo aquello resultaba tan forzado.
¿ Tendría algo que ver con Brian y la aversión que experimen-
taba hacia este tío?
Skinner se sintió tentado de pedirle que fuera mañana mis-
mo, pero necesitaba algún tiempo para pensar las cosas. Tenía la
cabeza hecha un lío. «¿Te parece bien el jueves?»
Caroline Kibby estaba tan ansiosa de pedir una moratoria
como Danny Skinner. «El jueves me parece perfecto.»
Ella puso rumbo a su nuevo hogar en el South Side. Poco
después de que se hubiera marchado, Skinner recordó que el
jueves tenía previsto ir a ver a los Oíd Boys. No quería empezar
a liarle la cabeza a Caroline tan pronto, de modo que pensó que
podrían ir juntos. Se fijó en que ella se había dejado algo de ha-
chís en la mesita de centro. Lió otro porro y notó cómo le bu-
llía la cabeza. Era fuerte, desde luego.
¡Joder con el avecrem saboteador de Edimburgo! Es tan bueno
como cualquier hierba californiana que hubiera tomado con
Do-rothy. Probablemente alguna mierda hidropónica casera o como
lo llamen los fumetas.
Lió otro porro y se puso a darle caladas.
401
36. LOS OLD BOYS
Cada vez hace más frío, pero hoy el día ha salido más esti-
val. El cielo está resplandeciente. Un estornino, ramita en el
pico, va aleteando desde la esquina de la extensión del tejado de
al lado hasta el sauce del fondo del patio trasero. Tendré que
vigilar a Tarquín, el gato que vive al lado. Ya ha cazado unos
cuantos.
Cada vez estoy más fuerte. He empezado a dar pequeños
paseos, y ayer subí a la cima de Drum Brae. Hoy me he puesto
una camiseta, un forro, unas zapatillas y un pantalón de
chán-dal y he salido al aire libre, echando a andar por Glasgow
Road. Paso por la tienda de informática PC World; me
pregunto si debo o no actualizar mi versión de Harvest Moon y
hacerme con la última edición. Me decido en contra, pues
ahora que no estoy trabajando no me siento cómodo
gastando el dinero en lujos.
En la puerta está una de esas chávalas con tablillas sujetapa-
peles. Lleva un impermeable con el logotipo de OXFAM. Me de-
dica una gran sonrisa. «¿Tienes un minuto para Oxfam?»
«No.»
«Ningún problema», sonríe ella.
«En efecto, no es ningún problema. Forma parte de la solu-
ción», le informo.
402
Ella enarca las cejas y me dedica una sonrisa más bien ten-
sa. Noto que me arde la nuca al marcharme, pero me alegro de
haberme resistido. Siempre quieren algo. Siempre. ¡También he
puesto fin a las contribuciones a otras causas!
Tomo el atajo que hay junto a la iglesia, el que lleva a los
campos deportivos de Gyle. De acuerdo, cada vez estoy más
fuerte, pero nunca volveré a ser el mismo. Es mucho lo que me
ha quitado esta enfermedad. Echo de menos mi empleo y a la
gente del despacho. Salvo a Skinner, aunque he oído que ya no
sigue allí. Se supone que se ha cogido un tiempo de asuntos pro-
pios para viajar. Entonces, ¿por qué no se larga a algún sitio?
¡Joder, le dije a mamá que no le dejase acercarse a casa!
Como vuelva a venir, no pienso estar allí. ¿De qué va, mero-
deando alrededor de mi madre y de mí? No tenemos nada en
común; nunca lo hemos tenido.
¿Qué querrá?
En Gyle Park están disputando un partido; dos equipos co-
rreteando por ahí y pateando un balón de un lado a otro. Cuánto
me gustaría sumarme a ellos, a pesar de que nunca me ha gus-
tado el fútbol. Siempre me resultó demasiado brusco, veloz y
agresivo. Me gritaban porque era lento e incapaz de conservar el
balón. Era un poco nervioso y un poco torpe, nada más. Aho-
ra, sin embargo, me lanzaría de cabeza. Al ataque, como solía
decir papá. No me preocuparía por hacerme daño ni por hacér-
selo a otros. Ahora sé que lo que le hace a uno daño no es hacer
las cosas, sino evitar hacerlas.
Me echen lo que me echen en esta vida, sé que el esconder-
se se acabó.
Para cuando llego a casa se está haciendo de noche. Mamá
se dirige a la cocina con un cesto de ropa sucia en brazos, mi-
rándome como si estuviera a punto de decir algo, pero después
se lo piensa mejor.
«¿Qué?»
«Nada..., ¿has disfrutado del paseo?»
403
«Sí...» Subo a mi habitación y abro Harvest Moon. Estamos
en Año Nuevo y me voy directo a casa de Muffy, sin perder el
tiempo con los putos pollos, el ganado o la cosecha; me dedico
a cortejarla, a regalarle tartas y flores..., pero ¿qué es lo que reci-
bo a cambio, nena? ¿Qué es lo que recibo de ti?
Quítate el vestido.
Quítate esas braguitas blancas..., sé que las llevas..., eso es...
Dóblate sobre esa valla...
eso es...
Tengo un pollón, un pollón grande y cochino, y creo que
está hecho para un chochito japo bien prieto...
... eso es, puta zorra japo..., toma, nena, toma..., putas zo-
rras con esos enormes labios de muñequita y esos chochitos
prietos... y esos ojazos, todas y cada una de vosotras tenéis unos
ojazos tan dulces y grandes..., ohhh... ohhh... ohhh... JODER...
Oh.
Me he puesto los muslos perdidos de lefa. ¿Lefa echada a
perder, lefa que tendría que haber servido para engendrar her-
mosos bebés blancos? ¡Y una mierda! Lefa que se tendrían que
haber tragado guarras como la puta de Lucy Moore y la cochi-
na zorra de Shannon, que se lió con Skinner...
AHÍ Sí QUE SE ECHÓ A PERDER.
Estoy jadeando y la cabeza me da vueltas, pero me voy a fo-
llar a todas y cada una de las zorras que hay en esta puta granja.
Y mañana voy a volver a PC World para comprar Grand Theft
Auto: San Andreas. No es ninguna casualidad que Game
Infor-mer le diese una puntuación de diez sobre diez.
Desde detrás del cristal rajado y manchado de suciedad, un
cielo severo y amenazador pendía sobre la ciudad en capas ma-
gulladas. Skinner consideró que tenía que limpiar aquellas ven-
tanas. Sobre los tejados de los bloques de pisos de enfrente casi
podía divisar una hilera de sombreretes de chimenea rotos, sos-
teniéndose unos a otros como un grupo de borrachines juer-
404
guistas rumbo al siguiente bar. Mejor será que me lleve el im-
permeable, pensó, mientras se disponía a salir a la calle.
Las escaleras de la estación de Waverley, frunció la boca
amargamente Skinner, riéndose a continuación de su propia es-
tupidez.
¿Qué clase depringao de mierda queda con una tía en las es-
caleras de la estación de Waverly? Para cuando yo llegue allí, el
viento probablemente se la habrá llevado volando hasta Fije. ¡Skin-
ner, eres un tarugo!
Mientras él subía rápidamente Walk arriba, salvando aque-
lla espléndida vía pública con grandes zancadas, trató de acor-
darse de Caroline, de ver si, cuando conjurase la imagen de per-
fección que de ella tenía, concordaría con la muchacha que le
saludase en carne y hueso desde lo alto de las escaleras. ¿O aca-
so su mente había estado engañándole?
Cuando la vio allí de pie, acercándose a ella de perfil, se dio
cuenta de inmediato, casi con una sensación de decepción, de
que no había sido así. Se vio frente a frente con alguien que es-
taba llegando al cénit de su belleza sin estropearlo al no ser en
modo alguno consciente de ello.
Su cabello es blanco-rubio y sedoso, y su cuello es un esbelto ta-
llo blanco del que el pelo desciende hasta convertirse en suave
pelu-silla. Dos pequeños pendientes de plata con minúsculos
encajes de color rubí resplandencen en sus gruesos lóbulos.
Skinner sintió deseos de mordisquearlos despreocupada-
mente, recordando que había pensado en hacer eso precisamen-
te la noche anterior, cuando estaban en la cama, pero de algún
modo se sintió incapaz. Le miró las uñas, tan largas que fanta-
seó con la idea de que sería capaz de abrir cerraduras con ellas.
Era consciente de que la miraba de arriba abajo y se contuvo, es-
tableciendo contacto visual cuando ella se volvió y le vio venir.
Caroline le sonrió, y Skinner se vio a sí mismo como uno
de los filetes de atún a la plancha de De Fretais, achicharrados
por fuera y ligeramente tiernos por dentro.
405
La llevó a una coctelería a la americana, como mandan los
cánones, no a un cutre tugurio de oficinistas británico, tal como
describió burlonamente uno de los que mencionó ella. Notán-
dose de un ánimo cada vez más áspero, Skinner trató de refre-
narse. ¿Por qué se comportaba de aquel modo? ¿Sería una forma
de poner en orden su fuero interno ante una chica que suscita-
ba en él pasiones extrañas e indefinibles? Al diablo con Brian
Kibby y Gillian McKeith por un rato: pidió un martini con
vodka hecho con vermú y hielo picado. No conseguía determi-
nar por qué era incapaz de hacerle el amor a aquella chica tan
hermosa que tanto le importaba. ¿Tan difícil era? Se tomó una
copa y luego otra. Después cayó otra, sin que en materia de con-
sumiciones y de buen humor Caroline le fuera a la zaga en nin-
gún momento. Fue hasta la máquina, insertó las monedas y sacó
un paquete de tabaco.
Trataron de sortear la vorágine emocional que se arremoli-
naba a su alrededor. Interpretaron roles, jugando unas veces a
ser duros, otras a mostrarse displicentes y aún otras a ser agresi-
vamente coquetos. El alcohol fue su punto de apoyo para aquel
terrible teatro.
Llegó el cuarto martini; dos aceitunas verdes atravesadas por
un palillo coronaban las copas. Él cogió el palillo y se metió una
de las aceitunas en la boca. Cuando los ojos de ella se toparon con
los suyos, una descarga eléctrica le recorrió el cuerpo, envalento-
nándole del todo; estrechó a Caroline y le transfirió la aceituna a
la boca, casi escupiéndola. Ella se apartó por unos instantes, por-
que aquello no le había sentado como habría debido, como espe-
raba; más bien había resultado desagradable, asqueroso incluso.
Siento algo muy fuerte por Danny, pero...
Skinner se maldijo interiormente por lo inapropiado de
aquel gesto, mientras sentía cómo entre ambos se abría un te-
rrible abismo.
No pierdas la cabeza, Skinner, puto pringao..., joder..., conser-
va la calma. Venga, ha sido una mala idea, pero no un desastre.
406
Se conformó con mirarla mientras permanecían sentados en
los taburetes. En apariencia, estaban relajados y cómodos el uno
con el otro, pero presentían que en cuanto atravesasen una ba-
rrera sexual saldrían correteando como roedores con los nervios
a flor de piel. La cosa tendría que ir lenta de verdad, concluyó
Skinner, juntando con tiento sus palmas con las de ella. «Son
casi tan grandes como las mías», dijo él, maravillado ante la flui-
dez y luminosidad de aquellos ojos.
Me pregunto cómo se le pondrán cuando hagamos el amor, si
en el momento clave se le quedarán en blanco tras los párpados, con
ese efecto etéreo, sepulcral, pero no por ello menos excitante que ex-
hiben algunas mujeres -y quién sabe si también algunos hombres—
cuando alcanzan el orgasmo.
Danny Skinner seguía siendo lo bastante joven para no dar-
se cuenta de que su vanidad podía, en ocasiones, sobrepasar su
grado de sofisticación. Había estado sin beber el tiempo sufi-
ciente para olvidar que eso era algo que podía pasar muy fácil-
mente cuando había alcohol de por medio. Y aunque Caroline
Kibby fuese una mujer más joven, seguía siendo una mujer, y
además una mujer intrínsecamente madura, a la que las cir-
cunstancias habían obligado a quemar etapas con rapidez. Y
mientras bajaban por Victoria Street, Caroline tuvo la sensación
de que entre los dos fallaba algo fundamental.
Había sido idea de Skinner ir a ver a los Oíd Boys. Entra-
ron en el local tambaleándose, muy borrachos, pero ansiosos
por desprenderse de sus inhibiciones por medio de una dosis
aún mayor de alcohol y de música. No daba crédito al público:
estaba compuesto por montones de antiguos punks, la mayoría
de ellos coetáneos de su madre. Algunos seguían vistiendo como
lo habían hecho veinticinco años antes, en tanto que otros iban
bastante elegantes y parecían integrados.
El espacio era austero, y Skinner y Caroline se ocultaron
junto a un pilar al fondo de la casa, cerca de la barra, cuando el
grupo hizo su aparición entre frenéticos aplausos.
407
Es el público el que parece compuesto por viejos. Incluso los tíos
chupados que habían conservado sus estúpidos peinados no se da-
ban cuenta de que tenían un aspecto prehistórico y ridículo con sus
trapos punkis, de esa forma que los viejos son incapaces de pillar.
La vieja decía que ellos también solían reírse de los viejos Teddy
Boys, ¡pero aquellos hipócritas cabrones de mierda antisexistas,
an-tirracistasy antiedadistas se reían tanto de su edad como de su
vestimenta!
Lo bueno del grupo, sin embargo, es que al menos ellos no han
envejecido de forma palpable. Entonces parecían unos vejestorios, y
ahora es lo que son. Chrissie Fotheringham da una imagen de con-
ducta tranqui a la batería, con su pañuelo en la cabeza, el sobreto-
do, los mitones de lana y las gafas de la Seguridad Social, pero tie-
ne una década larga menos que los demás. El cantante, Wes Pilton,
es la estrella, y desata al público con « The War Years»:
Days ofglory, days ofhope Days
without porn and dope Of discipline
by birch and rope Those were the war
years.
Days when we lived without fear No
rampaging yobs on beer The beat
bobby would clip your ear Back in the
war years.
1
Pilton se acercó desfilando hasta la parte de delante del es-
cenario y se agachó para interpretar con voz suave el estribillo:
1. «Días de gloria y de esperanza / días sin porno ni maría / de discipli-
na con vara y cuerda / así fueron los años de la guerra / Días en los que vivi-
mos sin temor / a vándalos alcoholizados arrasándolo todo a su paso / el
bobby del barrio te habría sacudido un bofetón./En los años de la guerra.»
(N. del T.)
408
Britain stood alone Fought
against tbefoe People shed their
tears For those killed in those
years.
1
Se levantó de un salto, de forma muy enérgica, pensó
Skin-ner, antes de volver a una onda punk mordaz y gruñona
con la estrofa:
Now our country's breaking down
Lawless thugs in every totvn
National service would straighten those clowns
Just like the waryears.
2
Después de una reverencia, Pilton dedicó un saludo militar
al público. «Mis palomas han muerto», declaró entre los vítores
y las carcajadas del público, «pero nosotros seguimos aquí, bue-
no, la mayoría. Este tema se lo dedicamos a los que ya no están
aquí, nuestros antiguos baterías Donnie y Martin.» Y guiñó el
ojo mientras el grupo se lanzaba a interpretar «A Penny From
the Poor Box.»
Skinner se acercó a la barra para pedir algunas bebidas más,
donde vio bamboleándose a Sandy Cunningham-Blyth, total-
mente aturdido por el alcohol. Se fijó en que hasta los punks ve-
teranos de la línea más dura lo rehuían. El curtido chef era el
más entrado en años de los presentes, y Skinner le miró a los
ojos, pero Cunningham-Blyth ni le reconoció.
Cuando regresó con un par de roñes con Coca-Cola en sen-
dos vasos de plástico, encontró a Caroline sudando y con el de-
1. «Gran Bretaña hizo frente sola al enemigo / y la gente vertía lágri
mas / por los que cayeron en aquellos años.» (N. del T.)
2. «Ahora el país se desmorona / las ciudades están llenas de malhecho
res sin escrúpulos el servicio militar pondría firmes a tanto payaso / igual que
en los años de la guerra.» (TV. del T.)
409
lineador de ojos corrido. Estaba consternada por la nula
melo-diosidad del grupo. «No parece que esto sea lo tuyo,
Danny», le gritó al oído.
«No, sólo estoy buscando a mi viejo.»
«¿A tu padre? ¿Dónde está?»
«Yo qué cojones sé. Probablemente sobre el escenario», dijo
Skinner, y eso fue lo que Caroline creyó haber oído, aunque al
recapacitar llegó a la conclusión de que no podía ser. Quizá le
hubiese entendido mal, con tanto estruendo y tantas capas de
alcohol amortiguándole los sentidos.
410
37. PRIMERA COPA
La enfermedad. Había vuelto.
Llevaba su característico sello, aquel modo particular de ha-
cer que se sintiera vil y sucio por dentro, sensación que se hacía
extensiva también al resto del mundo, convirtiéndolo en un lu-
gar repugnante, lleno de gente fría, insensible y desamorada. En
su interior se desataban tormentas de miedo que flagelaban su
cuerpo con oleadas de alto impacto. Pero esta vez, decidió, no
iba a quedarse postrado en su habitación.
Así pues, Brian Kibby arrastró su pesada y temblorosa mole
hasta el Centurión Bar de Corstorphine, en St John's Road. Nada
más entrar se le vino encima un ambiente viciado y cargado de
humo, aún más espeso que la niebla helada que acababa de dejar
atrás. Esto, y la charla ruidosa y estentórea, casi le hicieron dar
media vuelta, pero el nervioso joven se mantuvo firme mientras
los ojos fatigados y calculadores de los bebedores empedernidos
reparaban en él, clasificándole a ojo como uno de los suyos.
Pensando en lo justo que andaba de dinero, Kibby se apro-
ximó con inquietud hasta la barra. Durante toda su vida juvenil
había tenido un empleo, una escuela o un colegio al que acudir.
Ahora no le quedaba nada más que aquello.
Todo ha desaparecido, incluso mamá y ahora... Caroline. ¡Las
ha hechizado!
411
Al llegar a la barra vaciló sólo un instante o dos antes de pe-
dir: «Una pinta de rubia y un whisky doble, por favor.»
El camarero no le conocía, pero reconoció la complexión y
el porte de un bebedor, y despachó la solicitud con parsimonia.
Sorbió el whisky, y estuvo a punto de darle una arcada al
notar el ardor mareante y nauseabundo durante todo el trayecto
desde la boca al vientre, pero tragó con fuerza y lo bajó con un
poco de cerveza burbujeante, la cual apenas le resultó más
agradable. Pero el segundo whisky le sentó mucho mejor, y el
tercero ya le supo a néctar. Brian Kibby estaba en órbita. La ca-
beza le zumbaba y apretó con fuerza el vaso, hasta que le pali-
decieron los nudillos. Los dolores seguían ahí presentes, los no-
taba, pero no le dolían, el alcohol amortiguaba su viveza. Casi
con horror, se sintió poseído por una ira despiadada. En el
pasado aquel joven sereno había padecido ocasionalmente el
acoso de tan espantosas emociones, pero nunca se había dejado
llevar por ellas. Ahora, sin embargo, lleno de amargo resenti-
miento, Kibby experimentaba una gozosa sensación de libera-
ción.
Caroline. Saliendo con él.
Su hermana estaba saliendo con Skinner. Aquella horrible
imagen no se le iba de la cabeza. Durante muchísimo tiempo,
sus cavilaciones habían estado dominadas por su aflicción soli-
taria; ahora las monopolizaba este nuevo horror, lo que hizo re-
flexionar malévolamente a Brian Kibby, una vez más, acerca de
su rivalidad con Danny Skinner.
Skinner. Las ha hechizado. La maldición...
Y por obra de la pureza e intensidad alquímicas de sus vio-
lentas reflexiones, algo, una verdad profunda y extraña, comen-
zó a abrirse paso hasta acceder al meollo de su psique.
¡Ha sido Skinner!
¡El me ha hecho estol
Sabía que era irracional, pero por extraño que pareciera,
tanto más potente, profundo e importante por ello mismo. Sí,
412
se ratificó entusiastamente ante su propia conciencia, había sido
Skinner.
SKINNER...
Y quizá, en algún lugar de su fuero interno, Brian Kibby
siempre lo había creído así. De algún modo sin especificar, a un
nivel puramente emocional e intuitivo, siempre había sospecha
do que Danny Skinner tenía algo que ver con su terrible casti
go. Había observado cómo Skinner le miraba, estudiándole de
aquella forma tan desconcertante, con una expresión petulante
que aparentaba comprenderlo todo. En cierto momento llegó a
pensar que quizá Skinner estuviera envenenándole. Hubo un
tiempo en que no comía ni bebía nada con lo que Skinner po
dría haber estado en contacto o alterado. Pero no había servido
de nada: aquello no interrumpió su declive. Y, no obstante, una
parte de él seguía estando convencida de que el responsable era
Skinner.
¡Había sido Skinner!
Y ahora Caroline está saliendo con él y mi madre está encan
tada. ¡Está tan contenta que no para de hablar de ello, como una
niñata atontada! ¡Y ahora Skinner va a venir a cenar a casa, el
miércoles que viene! ¡Está tomando el poder, tratando de entrar a
formar parte de la familia!
Sólo el gesto de pedir otra ronda pudo interrumpir las ren-
corosas cavilaciones de Kibby. «Lo mismo de antes», le dijo al
camarero en un tono brusco y airado, arrastrando las palabras.
No reparó lo más mínimo en las cejas enarcadas de éste, y
sólo se fijó en que las manos del camarero se acercaban al ana-
quel de las bebidas. Interiormente, tenía el cráneo consumi-
do por el ardor del whisky y las fantasías de violencia contra
Skinner.
Me gustaría ver a ese... hijo de puta... machacado, pateado y
pisoteado...
En ese momento, el hilo de sus reflexiones se estrelló tan sú-
bitamente contra una sucesión de barreras psíquicas que Kibby
413
tembló de forma espasmódica con la fuerza de la revelación. Se
dio cuenta de que Skinner ya había recibido una paliza, una pa-
liza tremenda, y que había salido en la prensa. El fútbol. ¡Y
después no tenía ni una marca!
En los pisos adyacentes -dientes solitarios e irregulares en el
seno de una boca grande, oscura y cavernosa- seguía habiendo
ventanas iluminadas con una luz amarilla sucia. Mientras sus
ojos entreabiertos enfocaban lentamente y a tientas entre un re-
petitivo palpitar que no abandonaba su cabeza, Skinner apenas
pudo discernir los variados matices de negrura en torno a los
que había aprendido a orientar el rumbo de su vida. Con las
manos temblorosas escarbando entre las cenicientas colillas del
cenicero de McEwan's Export situado junto a la cama, desmiga-
jando y quebrando hebras de tabaco sin quemar para liarlas en
un papel, meditó sobre aquellas largas horas de oscuridad, que
parecían extenderse hasta el infinito.
El alcohol, consideró mientras se llevaba el pitillo a los la-
bios, era el único mecanismo por medio del cual podía evitar
que aquella negrura omniabarcante le abrumase. A primeras ho-
ras de la mañana, sólo la ebriedad de la noche anterior le per-
mitía seguir durmiendo y evitar levantarse para ir a trabajar, sa-
liendo a la superficie de aquella oscuridad fría, mordaz y
sombría. Y las únicas ocasiones en que podía escapar del trabajo
antes de que cuajase en torno a él la penumbra incipiente del
final de la tarde, era cuando su necesidad de echar un trago le
inducía a escabullirse temprano.
¿Qué otra cosa había en aquella ciudad lúgubre y húmeda?,
pensó con sarcasmo, notando el rancio humo de tabaco en los
pulmones. El clima nivelaba a todos sus habitantes hasta redu-
cirlos al nivel de unos borrachínes deprimidos, encorvados y ce-
ñudos, acurrucados bajo un sofocante manto de negrura. ¿Dón-
de había lugar para una tregua? ¿Dónde había espacio para reírse
de forma estentórea y amistosa y -si uno estaba de suerte- para
414
la cálida y acogedora sonrisa de una muchacha bonita? Todo
aquello se encontraba bajo un mismo techo, manchado de ni-
cotina y empapado en alcohol. El lugar donde hasta la burla
desdeñosa de un adversario te permitía saber al menos que se-
guías vivo: todo transcurría en el pub.
Hacía mucho tiempo que no había estado en un lugar se-
mejante. Pero Danny Skinner acababa de despertarse con una
sensación que no había conocido en siglos: enfermo, exhausto,
tembloroso, cansado y desastrado. Percibía físicamente su in-
fluencia, degenerativa y corruptora. Debía tratarse de un virus.
Pero no, para todo eso contaba con Brian Kibby, ¿no?
Apartó de sí el edredón y dejó que el aire se llevase las pes-
tilentes emanaciones de su cuerpo corrompido por el alcohol.
Notó un repentino estremecimiento en la parte inferior de la es-
palda cuando, como en una vieja película de Hollywood, la
imagen de un Brian Kibby postrado por la enfermedad le pasó
brevemente por la mente, como el flash de un fotógrafo policial
en el lugar del crimen.
No..., no me jodas...
¿Significaría que Brian Kibby había desaparecido por fin...?
¿Que estaba tan muerto como la mañana que hacía en el exte-
rior? ¿Que su cuerpo sobrecargado y su psique torturada habían
cedido por fin a la tensión y la vida se le había escapado...?
No... ¡calma!... sin duda Caroline o Joyce habrían telefoneado
para contármelo.
Apagando el cigarrillo, Skinner aspiró una bocanada de aire
enrarecido y gélido por una boca llena de un sabor amargo y as-
queroso. Puesto que tenía la garganta en carne viva, aquello le
produjo una sensación de quemazón, además de provocarle una
arcada en el estómago, muy revuelto. Después, al ponérsele el
pulso en movimiento, tocando algún resorte, abriendo las glán-
dulas que le anegaron en sudor, de pronto tuvo un violento y
aterrador acceso de lucidez.
Kibby. Ese taimado cabroncete está... contraatacando.
415
En efecto, Danny Skinner tenía resaca. Así pues, ¿acaso los
poderes eran de naturaleza recíproca? Se palpó los músculos del
brazo, cansados pero todavía fuertes. Se habían desarrollado
mucho en los tiempos en que Kibby se machacaba en el gimna-
sio. Él se había limitado a reírse y quitarle importancia, atribu-
yéndolo a algo propio de la edad. Pero no, ¡lejos de ser un ejer-
cicio vano, Brian Kibby había estado fortaleciendo a Danny
Skinner! ¡Ahora Kibby andaba bebiendo y era él el que lo pade-
cía! Sólo aquello cuadraba perversamente con el estado en que
se encontraba, y Skinner hubo de reconocer que aquello decía
mucho de la sobriedad mojigata de Kibby. Un hombre de me-
nos valía se habría dado a la bebida mucho tiempo antes.
Recorriendo el Walk a bandazos hasta llegar al centro, Skin-
ner se sentó en el cibercafé de Rose Street, redactando correos,
pugnando por hacer caso omiso de los sórdidos demonios que
atormentaban su cerebro y su cuerpo, tratando en ocasiones,
por medio de su estado, de calibrar cuánto había bebido Kibby.
Fue inútil. Fue incapaz de escribirle a Dorothy. Skinner se
encontró en la vieja posición en la que tan a menudo se había
encontrado en el trabajo: escurriendo el bulto, eludiendo las ta-
reas por el simple hecho de que su yo nervioso y resacoso care-
cía de la firmeza mental para concentrarse y lidiar siquiera con
las menores interacciones sociales. Pedir cambio para la máqui-
na cuando se le agotó el tiempo de conexión era demasiado ago-
biante. Y antes había estado haciendo lo que habría hecho en el
ayuntamiento: pasarse el día haciendo recortes de prensa, reco-
giendo tazas de café humeantes y llevándolas de una mesa a
otra. Por encima de la sensación general de sordidez, una emo-
ción llegó a predominar sobre las restantes: si lo que Kibby quie-
re es guerra, la tendrá.
Fortalecido por el espíritu combativo, Skinner se marchó
del café y atravesó el North Bridge para lanzarse sobre los pubs
de la Milla Real. Cuando salió del primero de ellos, ya resulta-
ba difícil distinguir dónde comenzaba la línea del incipiente ho-
416
rizonte nocturno de las casas de vecinos de aspecto medieval
perfiladas contra éste que poblaban la calle.
Más tarde, aquella misma noche, al salir de la última taber-
na, empapado en alcohol, levantó la vista, fijándose en la veleta
de la aguja de una iglesia, que dividía la luna en varios frag-
mentos. Contemplando el cielo, vacío y luminoso, cuyas nubes
suministraban un trasfondo gótico tan rico al campanario esca-
lonado, Skinner imaginó que entre los pliegues de éste podían
ocultarse fuerzas diabólicas de toda clase y magnitud. A medida
que iba descendiendo por la Milla Real desde el castillo hasta el
palacio, los taconazos de sus zapatos de cuero reforzados reso-
naban sobre los fríos adoquines azulados y el vaho de su aliento
se congelaba delante de él. En ocasiones se detenía a la entrada
de una calle sin salida para tomarle el pulso vital a la ciudad a la
hora del cierre, y se sentía extrañamente reconfortado si espiaba
a una pareja echando un polvo en un rincón, a un borrachín vo-
mitando o a unos jovencitos propinándole a un desconocido
una paliza sin sentido.
Mientras saboreaba su embriaguez y pensaba en la botella
de Johnnie Walker que tenía en casa, la sonrisa de Skinner se fue
ampliando hasta rivalizar con el mismo ancho de la calle. Volvía
a estar en su terreno.
¡Si Kibby quiere bulla, entonces a ver si el puto memo tiene lo
que hay que tener!
Ya estaba deseando que llegase el momento de su inminente
visita al domicilio de los Kibby. Cuánto iba a disfrutar de ese
pequeño enfrentamiento, pensó, riéndose socarronamente para
sus adentros, mientras danzaba entre la sombra proyectada por
una luna fría, luminosa y plateada.
Brian Kibby necesitaba una copa. Había estado sentado
ante el ordenador en su dormitorio. Pese al dolor que sentía,
empapándole en sudor, había logrado enchufar el portátil. Esta
vez, sin embargo, no abrió Harvest Moon ni ningún otro video-
417
juego. Fue directamente on-line, a www.thescotsman.co.uk, en-
contró la sección del Evening News y buscó a Skinner. Y acabó
por encontrar lo que buscaba: la vez, unos meses antes, en que
llevaron a Daniel Skinner al hospital después del partido
Hibs-Aberdeen. Había tomado parte en una reyerta, dijeron, y
sufrió «heridas graves». Pero aquel lunes por la mañana, la
misma mañana en que Brian Kibby amaneció en Newcastle,
después de la convención, con el aspecto y la sensación de haber
sido atropellado por un camión, Skinner no presentaba ni un
rasguño.
Kibby se estremeció al ojear el artículo.
No puede ser..., es imposible..., pero de algún modo tiene que
tratarse de Skinner. ¡De algún modo Skinner está al tanto! ¡Me ha
lanzado una puta maldición!
Salió de casa y se encaminó hacia el Centurión Bar. Todos
aquellos años y jamás había puesto el pie en aquel lugar. Ahora
ya era para él su refugio, como hasta entonces lo había sido el
desván.
«¿Curando la resaca, eh?», le dijo con una sonrisa Raymond
Galt, mientras le servía a Kibby otro whisky doble.
«Sí», respondió Kibby farfullando bruscamente, de un
modo que recordaba a otra persona, con la mente absorta por
vez primera en el dilema del bebedor. Ayudaba, aliviaba el do-
lor aunque sólo fuera por un rato. Sin embargo, cuando toda la
vida era dolor, cualquier tregua, por breve que fuera, merecía ser
abrazada. Y ahora necesitaba realmente una copa; Skinner iba a
a su casa, a cenar.
Estaba saliendo con Caroline. ¿Se habría acostado ella...?
¡NO!
Kibby apuró el chupito y luego apuró unos cuantos más,
antes de salir tambaleándose del bar y llegar a la calle, donde es-
tuvo a punto de chocar con una mujer que iba paseando a un
niño en un carrito. Se disculpó, arrastrando extrañamente las
palabras, mientras la mujer le fulminaba con una fugaz mirada
de ira y de desprecio. Pero muy pronto volvió a encontrarse en
418
el exclusivo dominio del asco que él mismo sentía por su perso-
na, al dirigirse a casa entre la menguante luz de la tarde, paran-
do en la tienda de vinos y licores para comprar más whisky.
Digo yo que Caroline no se estará acostando con Skinner...
Kibby notó el efecto del whisky en la cabeza y, en un
flash-back burlón, oyó mentalmente los comentarios
desdeñosos de Skinner, contándole a todos los presentes en el
refectorio universitario historias acerca de las «tordas» que se
había tirado...
... a la tal Kay, que era un encanto, la trató como una mier-
da... Shannon... ¿Qué son ellas para él? Sólo son depósitos de semen
desechables..., seguro que hasta les pone puntuaciones del uno al
diez...
Amargado, Brian Kibby fue bajando resueltamente por la
colina, tambaleándose unas veces y haciendo eses otras, hasta
llegar a la urbanización donde vivía. A escasa distancia de su ho-
gar se quedó sin aliento y tuvo que pararse a descansar. Se en-
contraba junto a unos columpios en los que jugaban varios ni-
ños supervisados por algunos adultos. Kibby se quedó allí
parado, jadeando y mirando al vacío. Uno de los adultos, el úni-
co varón presente, un tipo fibroso de unos treinta y pico años,
dio un par de pasos hacia él. «¡Tú!», le gritó a Kibby, indicando
la calzada con el pulgar, «¡circula!»
«¿Qué?», preguntó Kibby, desconcertado al principio, y lue-
go, al percatarse de lo injusto de la situación, casi desasosegado.
Kibby estaba asustado. Sobreponiéndose a sus dificultades
respiratorias, reemprendió la marcha. No era aquel hombre el
que le daba miedo -su propia ira era ya demasiado grande-, lo
que le asustaba era que le etiquetasen de pervertido, desacredi-
tando así a su madre y hermana entre la gente del barrio.
Quizá sea un pervertido... haciéndome pajas de esa forma,
como un animal, como un asqueroso... ¿Cuánto tiempo pasará an-
tes de que empiece a andar por ahí metiéndoles mano a los crios...?
No...
Cuando Kibby llegó a casa, allí no había nadie. Lo más pro-
419
bable era que su madre estuviese de compras. Subió arriba como
pudo y guardó la botella de whisky debajo de la cama. Bajando
de nuevo las escaleras, medio se desplomó, medio tendió su vo-
luminoso cuerpo en el sofá. Al cabo de un rato, escuchó el rui-
do de una llave girando en la cerradura, sonido que nunca le ha-
bía molestado antes, pero que ahora era una gran fuente de
sufrimiento. Tendría que engrasar la cerradura.
Papá habría...
Kibby se encontraba en el sofá, sudando, respirando con di-
ficultad y poca profundidad, atormentado por no haberse to-
mado sólo un whisky más y tentado de subir las escaleras y ha-
cer eso mismo; sin embargo, le abrumaban los remordimientos
de conciencia y le preocupaba que Joyce lo oliese de inmediato
en su aliento. Y, sin embargo, al abrirse la puerta no pudo evi-
tar que en su rostro apareciera una mueca desafiante y belige-
rante.
Pero no era Joyce, sino Caroline. Recordó que ésta había di-
cho que iba a ayudar a su madre con la comida antes de que lle-
gara Skinner. Brian Kibby se sintió más animado. Era la prime-
ra vez en siglos que estaba a solas con su hermana. ¡Ahora era el
momento de contarle a su hermana cómo era Skinner en reali-
dad, antes de que éste la destruyese, como había hecho con él!
«Caroline», la saludó, casi sin aliento.
Caroline Kibby captó el tufillo a alcohol que desprendía su
hermano. Se fijó en sus mejillas, más ásperas, más secas y más
coloradas de lo habitual. «¿Te encuentras bien?»
«Sí..., me alegro de verte», respondió Kibby, sorbiéndose la
nariz, momentáneamente contrito, hasta que el acicate del alco-
hol que llevaba en el cerebro dio paso a una sonrisita especula-
tiva. «¿Qué tal por la facultad?», dijo, con sombría exageración,
en un intento de afianzar su posición.
Es como si la habitación diera vueltas, pero en realidad no está
tan mal..., ¿qué más dará?
«Un poco pesada», le informó Caroline encogiéndose de
420
hombros, reconfortada de forma instantánea al comprobar que
las viejas inquietudes de su hermano seguían intactas. Despista-
da y distraída, se sentó en el gran sillón, hecha un ovillo, co-
giendo el mando a distancia y encendiendo la tele. El botón de
silencio estaba puesto y el locutor movía los labios con silenciosa
sinceridad mientras aparecían secuencias de mujeres y niños de
Oriente Medio llorando entre montones de escombros. La
siguiente imagen mostraba a un soldado estadounidense arma-
do hasta los dientes. Después pasaba a un George Bush de as-
pecto distante y estreñido y por último a un Tony Blair de
son-risita estúpida, rodeado por muchos tipos trajeados, en
una especie de recepción.
Kibby sintió sublevarse algo en su interior, a pesar de sus
carnes deslavazadas y abotargadas, por encima de los metros de
espacio embotado que parecían interponerse entre cada célula,
cada neurona.
Consiguen que otra gente haga las cosas en su lugar. Tienen el
dinero, el poder y viven para satisfacer sus caprichos y su vanidad.
Pero no son ellos, ni sus hijos e hijas los que tienen que ir a luchar,
a matar, morir o ser heridos para satisfacer ese engreimiento. Son los
que no tienen nada, los que no pueden devolver el golpe, los que han
nacido dóciles... y puedes ver miles de Harry Potters o Steven
Spiel-bergs o Mary-Kate y Ashleys y Britneys y Grandes
Hermanos y Bridget Jones y olvidarte de todo ello aspirando a ser
el siguiente jefe de sección del ayuntamiento..., olvidar que no tienes
poder, que eres un meteco, un esclavo, esclavo de los hijos de puta
asesinos, egot i st as, beat os y moj i gat os est os y del mundo
que han creado, tan egoísta, cobarde y vanidoso como ellos...,
como Skin-ner..., consiguen que otra gente apechugue con la mierda
que engendra su propia y retorcida vanidad...
Entonces la distancia se cerró de pronto y una fuerza resta-
lló y crepitó en los intervalos mientras la cabeza de Kibby tra-
queteaba.
Ahí tenemos a Caroline, mi hermana, parte integral de esta de-
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cadencia perezosa y displicente, echando a perder sus oportunidades,
cuando mi padre se pasó la vida dejándose la piel y pasando priva-
ciones para asegurarse de que las tuviera...
«Siempre te gustó la facultad...», protestó él.
Caroline sacudió rápidamente la cabeza y la mata de cabe-
llo rubio cayó, se agitó y regresó a su sitio como electrizado.
Sólo un par de hebras quedaron fuera de sitio. «Sí que me gus-
ta, pero a veces me pone de los nervios. No hacemos más que
currar, currar y currar», dijo ella, encogiéndose de hombros y
adoptando una expresión entre especulativa y traviesa: «Es sólo
que a veces necesito que me mimen un poquito», adujo con una
sonrisa.
«Y ahí es donde entra él, ¿no?»
Caroline miró fijamente a su hermano, como nunca antes
le había mirado, torciendo el gesto; de forma instantánea, Brian
Kibby se vio a sí mismo través de sus ojos. Lo que vio era un
monstruo: un fracasado obeso, lamentable y posesivo, que arras-
traba tras de sí, cual baba de caracol, una ruina de vida.
Allí fuera, junto al parque, me tomaron por un cochino pede-
rasta.
En ese momento, Kibby sintió cómo sus traicioneros poros
vertían otro chorro de sudor helado y tóxico.
Pero Caroline no. Caz no. Hermanita.
Qué unidos habían estado; de un modo silencioso, poco ex-
presivo y sobrio. Y entonces, en ocasiones, un sentimiento as-
queante los agobiaba a ambos hasta hacer algún que otro gesto
que a ambos mortificaba: qué escocesamente unidos habían es-
tado en tiempos.
Caroline. Hermanita.
Desde el punto de vista de Brian Kibby, lo único que él po-
día hacer era mirar fijamente a su hermana mientras ella apar-
taba la vista y se concentraba diligentemente en el televisor.
Mientras las tropas norteamericanas se preparaban para asaltar
Fallujah de cara a las presidenciales, el telediario desvelaba que
422
habían muerto más de cien mil iraquíes como consecuencia de
las actividades de la coalición. Le apetecía hablar de aquello con
ella; habitualmente nunca hablaban de política porque él siem-
pre había considerado que era una distracción y que la gente de-
bería sentirse contenta con su suerte en lugar de protestar o de
andar siempre tratando de cambiar las cosas. Se había equivoca-
do, sin embargo; quiso decirle que él se había equivocado y que
ella tenía razón.
Pero era consciente de que no podía tender un puente, co-
nectar con ella, porque su odio por Skinner tenía vida propia;
iba más allá del intelecto y de la razón. Forjaba cada una de sus
muecas, modulaba cada una de sus frases; de hecho, determina-
ba todas las posibles respuestas. Era una entidad a la que era in-
capaz de enfrentarse. Y antes de que fuera consciente de ello,
aquella fuerza habló por él y a través de él. «Es malvado..., es...»,
gimoteó sin resuello.
Caroline volvió a escrutar a Brian, y a continuación meneó
lentamente la cabeza.
Finalmente ha perdido el juicio.
Como familia hemos pasado muchísimo y ahora ha acabado
por pasarnos factura. Cuánto me alegro de no vivir ya en esta casa
de locos, en este crisol de miedo y de pérdida; de haber soltado por
fin las amarras y navegar yo sola. Dios mío, ¿qué pensará Danny de
ellos? ¿Quépensará de mí? Menos mal que es tan comprensivo, tan
capaz de empatizar con el dolor ajeno.
«Estás enfermo, Brian», concluyó Caroline con deliberada
indiferencia. «Lo único que Danny ha hecho es intentar ayu-
darte, tratar de ser tu amigo. Fue Danny el que hizo que te guar-
dasen el empleo durante tanto tiempo, y sólo porque sabía que
lo necesitabas. Que nosotros lo necesitábamos», dijo ella, ani-
mándose a medida que iba entrando en materia. «¡Porque ésa es
la clase de persona que es!»
«¡Qué sabrás tú! ¡No sabes qué clase de persona es!», chilló
Brian Kibby, lleno de furia y de terror.
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El rostro de Caroline se crispó hasta convertirse en una pa-
rodia diabólica de sí mismo. Kibby la había visto de mal humor,
desde los mohines que hacía cuando era bebé hasta los berrin-
ches de la adolescencia, pero jamás habría imaginado que su
hermosa y serena hermana pudiese llegar a tener un aspecto tan
grotesco. «¡No lo soporto, Brian! ¡No soporto esos pueriles celos
que tienes de Danny!»
«¡Es que no es como tú crees!», gimió Kibby, levantando la
vista hacia el techo, como si buscase una confirmación enviada
por el cielo.
Pero no llegó ninguna, y, mientras tanto, Caroline se arran-
caba los pellejos. De repente se detuvo. Tenía que dejar de ha-
cer aquello. «Conozco a Danny, Brian. Ya sé que le gusta salir y
pasárselo bien. Y es popular. Así que la gente se pone celosa y
empieza a inventarse tonterías.»
A Brian Kibby se le aceleró el pulso y sus conductos sudo-
ríparos volvieron a chorrear. Al percibir de nuevo el horrible
tufo rancio que despedía se estremeció. Skinner volvía a hacér-
selo, atacándole, debilitándole de algún modo. «Te está utili-
zando, Caz, sólo te está utilizando...»
Caroline fulminó con la mirada a su hermano: «He tenido
un par de relaciones serias, Brian. De esas cosas sé algo. No pre-
tendas darme lecciones al respecto», saltó ella, con aversión ma-
nifiesta. No hacía falta que añadiera nada acerca de la evidente
inexperiencia de Kibby en materia emocional o carnal; aquello
estaba implícito. «Y no se te ocurra montar un numerito esta
noche», le advirtió, bajando la voz y frunciendo el ceño. «Si no
eres capaz de comportarte decentemente con Danny o conmi-
go, al menos piensa en mamá.»
«Es él el que carece de toda decen...»
«¡Cállate!», bufó Caroline, indicando con la cabeza la puer-
ta mientras la llave de Joyce giraba en la cerradura.
Joyce Kibby depositó dos grandes bolsas de la compra en el
vestíbulo y abrió la puerta del cuarto de estar, donde vio a sus
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dos hijos juntos delante del televisor. Como en los viejos tiem-
pos.
Danny Skinner llegó poco después, con una botella de bur-
deos de calidad que había comprado en Valvona & Crolla, y
unas flores con las que obsequió a Joyce Kibby, quien le dio una
bienvenida poco menos que orgásmica.
Era la tercera vez que Skinner visitaba la casa, aunque en las
dos primeras ocasiones se trató de visitas breves y aquélla era la
primera vez que ponía los pies en el cuarto de estar propiamente
dicho. Se empapó de lo que le rodeaba. El mobiliario era viejo
pero impoluto, lo que le confirmaba algo que habría podido dar
por sentado: que los Kibby no eran proclives a derrochar el
dinero en lujos ni propensos a celebrar fiestas desenfrenadas. La
habitación estaba dominada por un gran tresillo estampado, un
poco grande para el tamaño de ésta, lo que le daba cierta sensa-
ción de estrechez.
La impresión predominante, sin embargo, era que aquélla
era una casa habitada por fantasmas, el más prominente de los
cuales, no obstante, no era el del padre de Kibby. La mayoría de
las fotos de éste estaban descoloridas, ya que fueron tomadas en
una época en la que las copias eran de escasa calidad. No, se tra-
taba del fantasma del Kibby de antaño. A Skinner los retratos
del joven, desgarbado, entusiasta y muy detestado Kibby se le
antojaron ubicuos.
¿De veras tuvo alguna vez ese aspecto?
Lanzándole una mirada de soslayo a su adusto y abotargado
adversario, que acababa de entrar en la habitación jadeando y
mirando al invitado como si el único propósito de su visita fue-
ra aligerar a la familia de su cubertería de plata, volvió a con-
templar el retrato. Infundido por una sensación de inquietud,
Skinner apenas logró reemplazarla por una débil sonrisa.
Joyce había preparado muy bien la mesa del cuarto de estar,
sobre la cual descansaba una botella de vino. A continuación co-
locó junto a ésta la que había traído Danny. Kibby, cuyo porte
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alternaba entre agresivo y sombrío, se sobresaltó ante semejante
falta de frugalidad, antes de que la perspectiva de echar un tra-
go para aliviar su dolor le animase rápidamente.
«Sé que no deberíamos», dijo Joyce, lanzando una mirada
furtiva al retrato de su difunto marido, «pero es lo que a veces
dices tú, Brian, un poco de lo que te apetece no te hará ningún
mal. Quiero decir, con la cena...»
«Sí.» Kibby escupió entre dientes su aval.
«Brindaré por eso», le secundó Skinner.
«Y yo», dijo Kibby de forma lenta y deliberada.
«Brian...», le rogó Joyce.
«Una copita no me hará daño. Tengo un hígado nuevo»,
dijo, levantándose el jersey para mostrar la gran cicatriz que sa-
lía y entraba de sus michelines, y fascinaba a Skinner. «Borrón y
cuenta nueva», añadió en tono amenazador.
«¡Brian!» Por un instante a Joyce, horrorizada, se le desorbi-
taron los ojos, pero le alivió ver que su hijo bajaba rápidamente
el jersey. A pesar de sus espasmos de nerviosismo, logró llenar
las copas mientras Caroline contemplaba la escena, evidente-
mente muy incómoda, y apenas aplacada por la indulgencia con
que Skinner le apretaba la mano.
Se sentaron a la mesa. Pese a que la cena -la pasta a la
car-bonara de Joyce- resultara sosa para el paladar cultivado de
Skinner, éste se esforzó por emitir los comentarios positivos de
rigor. «Está muy bueno, Joyce. Bri, Caroline, vuestra madre está
hecha una excelente cocinera.»
«Seguro que la tuya también lo es, Danny», canturreó Joy-
ce en tono complaciente.
Aquí Skinner tuvo que pensarse la respuesta. Sabía que has-
ta él era mejor cocinero de lo que su madre había sido jamás.
Era una simple cuestión de disponibilidad de diferentes ingre-
dientes y de conocimientos más exhaustivos acerca de la comi-
da; una cuestión generacional. «Tiene sus momentos de inspi-
ración», dijo, pensando en Beverly con cierto remordimiento.
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La sensación de inquietud que pendía sobre la mesa fue
quebrada por el vino, dando paso a una irritación primero ner-
viosa y luego marcadamente hostil por parte de Kibby.
«No te fue demasiado bien en Estados Unidos, ¿eh, Danny?»
Skinner se negó a entrar al trapo. «Qué va, me encantó, Bri.
Tenía previsto volver. Pero...», y se volvió hacia Caroline con
una sonrisa, «ya sabes cómo son las cosas.»
Aquella respuesta dejó a Kibby hirviendo de indignación si-
lenciosa. Tardó un par de minutos largos en decidirse a atacar de
nuevo. Cambiando de táctica, preguntó de forma harto malin-
tencionada: «Oye, Danny, ¿y qué tal le va a Shannon?», alenta-
do de ver que Caroline miraba a Danny con expresión inqui-
sitiva.
«Muy bien..., aunque apenas nos hemos visto.» Pensó en
Dessie Kinghorn. «Es obvio, yo estaba en Estados Unidos.»
«Shannon trabaja o, mejor dicho, trabajaba con nosotros»,
declaró Kibby con malicia apenas velada.
«Así es», corroboró Joyce de forma tensa. «Hablé con ella
por teléfono unas cuantas veces cuando estabas en el hospital.
Parece una chica muy agradable.»
«Danny y ella estuvieron muy unidos, ¿no es cierto,
Danny?»
Skinner miró a Kibby sin inmutarse. «Corrígeme si me
equivoco, Brian, pero ¿no pasabais Shannon y tú mucho tiem-
po juntos? ¿No solíais salir a comer juntos de forma asidua?»
«Sólo en la cantina..., era una compañera...»
«Siempre fuiste de los que las mata callando, Bri», dijo
Danny Skinner, guiñándole un ojo casi con afecto, sintiéndose
con confianza suficiente para extender su sonrisa a Joyce y Ca-
roline.
Kibby estaba tan frustrado y tan bebido que tuvo que hacer
un gran esfuerzo para que no le diera un soponcio.
Joyce apenas reparó en ello, tan feliz se sentía de ver ocupa-
do de nuevo el puesto vacante en la mesa, durante tanto tiem-
427
po vacío. Pensaba que Danny Skinner era encantador, que tenía
unos modales muy afables y muy dignos, y que él y Caroline ha-
cían muy buena pareja.
Caroline Kibby se fijó en la masa resollante y sudorosa en la
que se había convertido su hermano. Recordó la fuente de ver-
güenza que había sido para ella a lo largo de los años, siempre
que traía a sus amistades del colegio o de la universidad a casa.
Al menos antes Brian trataba de mostrarse amigable, aunque
fuera de forma inepta, pero la irritación que le producía enton-
ces no era nada comparada con la alteración que su comporta-
miento le provocaba. En aquellos ácidos comentarios y amargos
apartes vio lo mucho que había cambiado su hermano.
A Skinner le resultó difícil dejar de recorrer con la vista la
habitación; se sentía como un antropólogo que intentase deter-
minar el tejido social de una tribu desconocida. Y, sin embargo,
la proximidad de Brian Kibby le hacía sentirse incómodo. Re-
sultaba desconcertante hallarse tan cerca de aquella masa de car-
ne hedionda y temblorosa, y era él quien se resistía a establecer
contacto visual con su viejo enemigo.
No era ésta tarea fácil, dada la omnipresencia de Kibby, so-
bre todo en aquella repisa de chimenea art déco de los años cin-
cuenta, cubierta con tantos retratos suyos. Pese a que las pesa-
das cortinas de las ventanas apenas dejaban pasar la luz, como si
reconocieran implícitamente que a Kibby se le apreciaba mejor
en la penumbra, una de aquellas fotografías destacaba entre las
demás y no dejaba de llamar la atención de Skinner. Una vez
más, se trataba de un gran retrato del viejo Kibby; la delgadez
cadavérica de su complexión contrastaba con unos ojos grandes
y brillantes de luminosidad casi incomparable -a decir verdad,
idénticos a los de Caroline en la actualidad- y los rasgos finos y
delicados de su boca y nariz. El Kibby de la cosecha actual le
sorprendió absorto en aquella imagen del pasado y le lanzó una
mirada de desdén tan preclara que Skinner se preocupó prime-
ro y luego se avergonzó. Sentía punzadas de auténtico remordi-
428
miento cuando reflexionaba acerca de lo mal que en otros mo-
mentos se lo había hecho pasar a Kibby con su hostigamiento,
reconociendo que había infligido considerable dolor incluso sin
tener en cuenta el peculiar y devastador maleficio.
Desde luego, lo que tengo delante pertenece a otra puta especie
que la del joven de la foto. ¡Es un monstruo de Frankenstein, y ade-
más creado de cabo a rabo por mi propio capricho! A veces, sin em-
bargo, percibo la presencia de este otro Kibby, el jovenzano del que
fui compañero de trabajo, con el que asistí a cursos y comía en el re-
fectorio. El tío que se ruborizaba y tosía cuando me ponía a ligar
con las chávalas de peluquería y secretariado, el infeliz al que mor-
tificaba cuando narraba con toda tranquilidad los detalles explíci-
tos de algún encuentro sexual, cosa que nunca me habría sentido
tentado a hacer en la mayoría de compañías, pero que era incapaz
de resistirme a hacer al ver el efecto que tenía sobre el pobre Kibby.
Y, no obstante, después me sentía tremendamente grosero, lo cual, a
su vez, hacía que detestara a Kibby todavía más. Recuerdo lo que
le dije una vez a Rab McKenzie acerca del joven Kibby: que le odio
porque saca el matón que llevo dentro, porque despierta un lado de
mi personalidad que me repugna y me asquea.
Rab -que su alma intrínsecamente minimalista descanse en
paz— me hizo una sugerencia inmediata: «Puespártele la boca.»
Ojalá hubiera seguido el consejo del grandullón. Hice algo mu-
cho peor: le partí el alma.
Skinner decidió dejar de contemplar la evocadora e inquie-
tante fotografía y concentrarse en la realidad. Pese a todos los
pequeños sobresaltos que los mordaces comentarios y miradas
de Kibby provocaban en él, se trataba de irritaciones pasajeras
que no hacían verdadera mella. En cambio, la gratitud de Joyce
ante el aprecio que mostraba por la comida, y la sonrisa indul-
gente de Caroline, por no hablar del vino, estaban ejerciendo
sobre él un efecto embriagador.
Tanto era así, que volvió a adoptar aquel estilo tan falso y
tan repugnantemente maravilloso, al que se sabía, con tristeza
429
agridulce, incapaz de resistirse. «¿Sabes una cosa, Bri? He oído
decir que te echan mucho de menos en la oficina.»
Brian Kibby levantó lentamente su gran cabeza de ojos sal-
tones. Tenía la mandíbula desencajada, enmarcada por unos la-
bios flaccidos y gomosos. No obstante, había en su mirada algo
incongruente: un dolor resignado y embrutecido, situado mu-
cho más allá de la ira. Skinner lo consideró como la última fil-
tración de rebeldía indignada arrojada por la psique vencida de
Kibby, vertida, gota a gota, en el fétido ambiente de la habita-
ción circundante.
Desde luego, Caroline tenía que salir de aquel lugar, pensó
Skinner, echándole un vistazo y sintiéndose como un caballero
de resplandeciente armadura.
Kibby jadeaba con suavidad. Hasta la luz más tenue era una
tortura para sus ojos. La más rutinaria eclosión de sonidos pro-
cedente del exterior le sobresaltaba, como un perro cuando le al-
tera un pitido de alta frecuencia. El dulce aroma de las flores re-
cién cortadas con las que Skinner había obsequiado a Joyce le
asqueaba, en tanto que sus propios olores corporales le provoca-
ban náuseas. Sumido en la malsana agudeza de sus sentidos, sólo
los alimentos más sosos e insípidos le resultaban tolerables. Y allí
estaba Danny Skinner, sentado a su mesa, torturándole como un
diestro lidiando a un morlaco malherido y tambaleante. Y a cada
lance, su propia madre y hermana chillaban «ole», alentando a
aquel arrogante fullero. Aquello era demasiado para Brian Kibby.
«Sí, claro, ya suponía que a estas alturas a lo mejor habrías en-
contrado a otro para hacer de blanco de tus gracias», le espetó.
«¡Brian!», exclamó Joyce, frunciendo la boca y mirando a
Skinner con gesto compungido.
Pero Danny Skinner no hizo sino echar la cabeza hacia atrás
y reírse ante aquella salida de tono. «No le hagas caso, Joyce,
sólo es el viejo sentido del humor Brian Kibby que todos cono-
cemos tan bien y que tanto amamos. Ya estamos todos acos-
tumbrados. ¡Mira que eres cascarrabias!»
430
Joyce soltó una oleada de risas empalagosas mientras Brian
se estremecía de nuevo en aquel asiento duro e incómodo, no-
tando cómo se le clavaba traicioneramente al desparramarse más
allá de sus bordes.
Skinner está en mi casa, se folla a mi hermana, come en la
mesa de mi madre, y el muy hijo de puta tiene la desfachatez de in-
ventarse una camaradería ficticia que en el mejor de los casos sería
un disparate falaz y en el peor un intento flagrante de negar una
campaña sistemática de acoso y de abusos. ..y...
«Pues a mí me parece fuera de lugar, bilioso y repelente»,
protestó Caroline con desdén y mal humor.
Kibby la miró con el corazón lleno de pesar. Ella era una
mujer madura, inteligente, vivaz, en la onda, y él..., bueno,
nunca había podido, nunca se le había permitido hacerse hom-
bre.
Pero a lo mejor ahora sí puedo.
Después de cenar, Brian Kibby se excusó, diciendo que es-
taba fatigado antes de retirarse a su habitación. Sacó de debajo
de la cama una botella de whisky y se echó un lingotazo. El do-
rado elixir le abrasó las entrañas: el sabor era espeso, fuerte y de-
sagradable. Le endurecía. Le volvía áspero, sórdido, arrogante y,
quién sabe, quizá tan inmortal e intemporal como esas cualida-
des mismas.
431
38. MUSO
La noche de la inauguración del bar-restaurante Muso, la
más reciente aventura empresarial de Alan De Fretais, los triun-
fadores, los semitriunfadores y los gorrones sin escrúpulos de la
ciudad se dieron cita en su precaria federación habitual. El pro-
pio De Fretais había llegado de un humor de perros, que sólo
ahora comenzaba a aliviar un chablis excelente. Los albañiles le
habían prometido que el local estaría listo para una inaugura-
ción triunfal en pleno Festival de Edimburgo, y había convoca-
do a una legión de celebridades visitantes y a la prensa nacional.
Ahora ya era bastante más tarde, en plena temporada baja oto-
ñal, y De Fretais tenía que conformarse con los famosillos loca-
les de quiero y no puedo; bullía de indignación, consciente de
que sería precisa la esquiva tercera estrella de la guía Michelin
para proporcionarle algo remotamente semejante a la cobertura
que ansiaba. «Mi propio minipalacio de Holyrood», fue el mor-
daz comentario que le hizo a un corresponsal de ocio del Daily
Record, el cual tenía tanta cara de desilusión como él.
Pero la uva afrutada, cuya personalidad característica se la
daba el arcilloso terreno local de Kimmeridge, ya estaba ejer-
ciendo su nada desdeñable embrujo sobre De Fretais. Éste no
tardó en consolarse observando que había venido bastante gente
para tratarse de aquella época del año, en la que muchos de
432
los sibaritas de la ciudad aún andaban recuperándose del des-
gaste provocado por el festival o preparándose para la inminen-
te pesadilla navideña.
Skinner llegó acompañado por Bob Foy, quien le había co-
municado la buena nueva: el maestro cocinero había regresado
de su excursión alemana. Habían disfrutado de un cóctel en
Ricks Bar, y por tanto se habían presentado con un respetable
retraso de unos veinte minutos, aunque no tan tarde como para
perderse la abundante oferta de priva gratuita. Su frágil sistema
nervioso le decía que la noche anterior Brian Kibby se había
echado al coleto unos cuantos chupitos clandestinos, y tuvo que
tomarse una copa en condiciones para suavizar la resaca. Skin-
ner casi había olvidado lo tóxico y debilitador que podía llegar
a ser el alcohol. Al menos allí dentro había poca luz, reflexionó,
agradecido por la tenue iluminación del local.
Ese cabroncete debe tener un alijo de priva en esa puta pocilga
de dormitorio. Le encargaré a Caroline que lo busque... o incluso a
Joyce. ¡Le pararé los pies a ese puto cretino! ¡El muy comemierda no
sabe lo que hace ni tiene idea de lo peligroso que es!
La zona del bar, decorada de un modo más o menos mini-
malista, ofrecía un aspecto bastante impresionante. Aunque las
paredes estaban pintadas en un azul claro muy poco inspirado,
la vieja barra estaba cubierta por una bonita losa de mármol y el
anaquel con las bebidas estaba hecho de paneles de roble. Un
majestuoso suelo de madera lavada y una serie de focos halóge-
nos empotrados completaban el aspecto del conjunto.
Skinner echó un vistazo a los presentes y pensó: por ahora,
una panda de sosos. No dejaba de mirar a las mujeres, tratando
de no pensar en Dorothy, en San Francisco ni en Caroline, mu-
cho más próxima. Sin éxito.
Lo que nos pasa a Caroline y a mí es marciano que te cagas.
Sencillamente no conseguimos montárnoslo. Supongo que porque
me recuerda a Kibby. En cuanto haya confinado a éste de nuevo a
su lecho de enfermo para que no pueda perjudicarme, iré a saco; a
433
su hermana me la cepillo por Escocia. Si la cosa se queda sólo en
sexo, entonces vuelvo escopeteao a California. Pero primero necesi-
to ponerme ciego, y este cagadero es un lugar tan bueno como cual-
quier otro para ponerse a gusto.
De todos modos, no me vendría mal echar un polvo. No hay se-
ñal de Graeme ni ninguno de los de esa banda. ¡A lo mejor un
en-cule a pelo y a toda máquina le bajaba un poco los humos a
Kibbyl
Con los rítmicos sorbos del dipsómano empedernido, des-
pachó rápidamente la primera copa de champán que le ofrecie-
ron. Distraído por los golpecitos en el costado que alguien le es-
taba dando con el codo, se volvió para ver a Foy indicándole el
techo, del que colgaban desde mucha altura una serie de instru-
mentos musicales. Había una guitarra eléctrica (a Skinner le pa-
reció que podía ser una Les Paul de época), una gran arpa, un
saxofón, un contrabajo y una batería, todos colocados a distan-
cias bien medidas entre sí, como para que un grupo de músicos
liberados de la gravedad pudiese flotar hasta ellos y empezar a
tocar sin mayores preámbulos. Pero lo más impresionante e in-
verosímil de todo era un piano de cola blanco, suspendido a
unos cuatro metros y medio sobre la barra, y sujeto al techo por
cuatro cables que iban a parar a un único gancho enorme que,
según supuso Skinner, tendría que estar atornillado a una de las
vigas del tejado.
Skinner estaba impresionado a su pesar.
De repente una voz llegó a su oído desde tan cerca que po-
día notar el calor del aliento de su dueño. «Seguro que te esta-
rás preguntando: ¿cómo habrán conseguido subir eso hasta ahí
arriba?»
«Desde luego», reconoció ante su anfitrión, el maestro de
cocina Alan De Fretais.
De Fretais mudó de semblante, dando paso a una sonrisa
lánguida y aduladora. «La respuesta es: con gran esfuerzo.» Lo
dijo con expresión meditabunda, sacudiendo la cabeza ante su
propio ingenio antes de perderse entre la multitud.
434
Imbécil, pensó Skinner, aunque sin verdadera hostilidad, si-
guiendo los meandros del deambular del chef. Sólo un mamón,
y que además fuera puesto de coca hasta las cejas, podía encon-
trar graciosa semejante chorrada. Lo cual, en resumidas cuentas,
era lo que opinaba de De Fretais. Seguro que un payaso de ese
calibre no podía ser su viejo. Se le ocurrió que era así como ha-
blaban entre sí los semidesconocidos en estos ambientes: apa-
rentando profundidad e intimidad sin decir nada en realidad,
pero haciéndolo con ese estilo de elevada formalidad perfeccio-
nado por el Bond de Connery. Y, por encima de todo, mante-
niendo un estricto control sobre cualquier información por tri-
vial que fuera. Guardando secretos. Como todos esos putos chefi,
pensó, mientras se desplazaba para circular y charlar con algu-
nos rostros que le sonaban vagamente.
Había determinado con rapidez que aquélla era la clase de
movida donde mirar por encima del hombro a los demás, lejos
de considerarse de mal tono, era conducta obligada. Resultaba
casi prestigioso mostrar lo mucho que uno se aburría en com-
pañía de alguien conocido. La boca tenía que ir echando mano
de los stocks de respuestas alojados en una región chispeante de
la mente mientras los ojos sondeaban a fondo a los demás invi-
tados para hallar interlocutores de más categoría.
La antiestética supervivencia clasista de los más mierdas.
Ahora él hacía lo mismo, pues aún seguía el rumbo de los
movimientos de De Fretais. Vio cómo el obeso chef hablaba con
Roger y Clarissa, y aprovechó la ocasión para acercarse a ellos a
grandes zancadas. «Disculpadnos...», terció, saludando a los de-
más con un gesto de la cabeza. «Alan, ¿podríamos hablar un
momento?»
«Pero si es nuestro joven amigo unionista», declaró con fin-
gido arrobo Clarissa, mientras los ojos y los labios se le estre-
chaban hasta convertirse en un par de finos tajos que le surca-
ban el rostro. «¿Qué? ¿Disfrutaste con tu pequeña... "unión"
durante nuestro último encuentro?»
4i5
«Estoy increíblemente ocupado en este momento, señor
Skinner. Me temo que tendrá que esperar», dijo De Fretais, que
procedió a largarse hacia la barra con grandes zancadas.
«Es importante, se trata de mi ma...», empezó Skinner.
Pero De Fretais no le oía, y Skinner, airado, estuvo a punto
de salir tras él, cuando, en ese mismo instante, se quedó clava-
do en el sitio y con el corazón en un puño al ver el familiar lus-
tre negro de la cabellera de una joven ataviada con el tradicional
uniforme blanco y negro de las camareras, pero cuya falda cor-
ta enfundaba un culo que conocía muy bien. Unas medias ne-
gras remataban la imagen. Ofreciendo unos tentempiés salados
en una bandeja, se volvió de perfil y Skinner captó su radiante
sonrisa de anuncio de dentífrico.
Roger hizo un comentario que el bombeo de la sangre en su
cabeza le impidió escuchar, pero se dio cuenta de la naturaleza
sarcástica del mismo por la risa socarrona de Clarissa.
Skinner se volvió distraídamente hacia ella. «Apuesto a que
en tiempos eras guapísima», le espetó, y la implosión del rostro
de su interlocutora le confirmó que había puesto la dosis exacta
de cara de pena para obtener el efecto deseado. «Claro que de
eso ya hace tiempo, ¿eh?», remató. Se alejó de ellos, y salió de-
trás de la camarera, fijándose en la redondez de sus nalgas den-
tro de aquella falda ceñida a la vez que algo se removía en su in-
terior.
Kay..., ¿qué cono estará... ?
Peor todavía, vio a De Fretais abordarla con una gran son-
risa en el rostro. El cocinero le rodeó la cintura con las manos.
Ella sonrió a regañadientes y trató de zafarse, sin éxito, pues no
podía soltar la bandeja que sostenía.
¡Le ha puesto encima sus grasicntas manazas de mierda!
No...
Y ella se queda ahí de pie, joder..., ¡dejándose sobar por ese gor-
do cabrón!
Sentía el vaso en la mano y el ácido biliar desbordándose en
436
su interior. Se imaginó hundiéndolo en el cuello del obeso coci-
nero como si fuera una daga, y contemplarlo desangrarse en el
suelo, con mirada bovina y ausente, mientras pataleaba agoni-
zante. A Skinner le hervía la sangre, pero sus pensamientos se-
guían siendo serenos y abstractos. Afortunadamente, una de las
ideas que se le pasó por la cabeza fue preguntarse cuántos hom-
bres hasta ese momento socialmente integrados habían matado
en circunstancias parecidas, lo que bastó para hacerle abandonar
apresuradamente el bar.
Fuera, la calle estaba llena de corrillos de gente que iba de
una taberna a otra. Mientras se llenaba los pulmones con el frío
aire de la noche, se percató de que aún llevaba la copa de cham-
pán en la mano. La arrojó al suelo, y la maldición en voz alta
que profirió ahogó el sonido del cristal al hacerse añicos. Ajeno
a las miradas furtivas de los viandantes, detuvo un taxi que en
aquel momento pasaba por ahí.
Cuando Brian Kibby entró arrastrando los pies, ahora ya
tan desesperado como para haberse despojado de su acostum-
brado disimulo, Mark Pryce, asistente de ventas de Victoria
Wine, pensó: Este tío es el típico bolinga. Pidió dos botellas de
whisky: una de Johnnie Walker etiqueta roja, y otra de The
Fa-mous Grouse.
Mark era estudiante de psicología de segundo curso en la
universidad. Reflexionaba en profundidad acerca de algunos de
los clientes habituales a los que atendía. En una sociedad cuer-
da habría remitido a muchos de ellos a los servicios sociales y de
salud en lugar de venderles alcohol.
A este chaval no le queda demasiado tiempo de vida, consi-
deró Mark, evaluándolo sombríamente, mientras introducía
las botellas en una bolsa y se las entregaba a un lánguido y
tembloroso Kibby. También se sintió tan extrañamente con-
movido por el refrenado pero intenso desconsuelo de aquel
cliente en particular, que casi le entraron ganas de decirle algo.
437
Pero al establecer contacto visual con Kibby, no pudo ver
nada, sólo un oscuro vacío habitado en otro tiempo por un
alma humana.
Pryce aceptó el dinero y registró la venta, tomando nota
mentalmente de conseguirse otro empleo a tiempo parcial. En
algún lugar más socialmente gratificante, como McDonalds o Phi-
lip Morris.
Al llegar a casa, ansioso por evitar a su madre y una poten-
cial escenita en relación con su consumo de alcohol, Brian
Kibby entró tan silenciosa y clandestinamente como pudo.
Afortunadamente, en casa no había nadie. Trató de subir su
cuerpo por la escalera de aluminio para llegar hasta su viejo es-
condite, pero al cabo de unos pocos pasos se sintió mareado,
como si fuera a estallarle la cabeza, y supo que no lo iba a lograr.
Descendiendo lentamente, fue a su habitación, donde antes de
perder el conocimiento se bebió abyectamente una botella de
whisky e hizo buena mella en la segunda.
La mañana llegó entre los graznidos de las gaviotas en la pe-
numbra que poco a poco iba desvaneciéndose sobre Leith.
Danny Skinner se encontraba ya con bastante mal cuerpo; sos-
pechaba de Kibby, pero su incomodidad aumentó enormemen-
te cuando sonó el teléfono y Shannon McDowall le transmitió
una noticia devastadora. «Bob está en el hospital...»
Aquello despabiló del todo a Skinner. Haciendo frente a
una horrible resaca, se acercó a duras penas al hospital. Estuvo
a punto de vomitar en el autobús, donde atrajo las miradas de
desaprobación de una mujer acompañada de un niño pequeño
que lucía la nueva elástica verde de whisky Whyte & Mackay,
que había reemplazado a la de Carlsberg.
Al menos cuando sólo era cerveza, el pobre cabrito tenía alguna
posibilidad...
Cuando llegó al hospital y subió al pabellón vio el cuerpo
postrado de Foy, que yacía inconsciente, conectado a un elec-
438
trocardiógrafo y con un tubo saliéndole de la nariz. Aquello no
pintaba nada bien, pensó.
Amelia, la segunda esposa de Foy, sollozaba a su lado, acom-
pañada por Barry, su hijo adolescente, fruto de su primer ma-
trimonio. «Danny...», lloriqueó, levantándose y abrazándole con
fuerza; su olor y su proximidad le recordaron a éste la vez que,
algunos meses antes, en el transcurso de una curda monumen-
tal, acabó en casa de los Foy.
Tras beber de una forma descomunal, Foy perdió el conoci-
miento y quedó tendido en el sofá, y Amelia se abalanzó sobre
Danny Skinner, poco menos que intentando obligarle a follár-
sela sobre la encimera de la cocina. Skinner la había apartado de
un empujón, dejándola al cuidado del cuerpo profundamente
dormido de Foy. No habían hablado desde entonces.
Me pregunto si aún tendrá ganas. Seguro que ahora más que
nunca. Al menos hay alguien a quien puedo follarme...
Amelia pareció notar algo en él, un cierto deje de cloaca, y
se apartó apresuradamente. Lanzándole una inquieta y fugaz
mirada de preocupación a Barry, aparentemente deprimido, ex-
plicó aturullada: «Le encontré tendido en el jardín. Había sali-
do a rastrillar las hojas. Traté de hacerle seguir una dieta, el mé-
dico había dicho que tenía unos niveles de colesterol altísimos...
No me hacía caso, Danny», farfulló, «¡no me hacía caso!»
Skinner apretó la mano de Amelia, captó la mirada de Barry
por encima de su hombro y le dedicó un lúgubre gesto con la
cabeza. Después miró a Bob Foy, allí tendido, pero ¿dónde es-
taba? ¿En la cama? No, más bien atrapado en una especie de ex-
traño entresuelo situado entre la vida y la muerte.
Se preguntó si Foy podría oírle, si debería decir algo, si los
médicos habrían dicho que era capaz de oír. Skinner pensó en
aquel viejo epitafio municipal: Estaba en su elemento con una
carta en francés.
Desde luego que ha sido una dieta dura para las arterias. Pero
claro, Bob nunca dispuso de un Brian Kibby.
439
Entonces notó un dolor en los riñones. Por lo visto Brian
Kibby estaba dándose cuenta de que él disponía de un Danny
Skinner.
El muy cabronazo lo sabe. Ya lo creo.
440
39. ALASKA
Se agachó para recoger el correo, con la cabeza zumbándo-
le y el estómago contraído en un espasmo. Una carta del juzga-
do de distrito le informaba de que los alguaciles iban a solicitar
una orden para entrar en su domicilio y confiscar bienes que su-
bastar para sufragar la cuantiosa deuda que había acumulado.
No soportaba la idea de que sus prohibitivas posesiones fueran
vendidas a un precio tan vil, además de que así no reduciría ape-
nas la deuda.
No es más que una puta demostración de fuerza...
Cosas del destino, se habían puesto en contacto con él para
que volviese al ayuntamiento mientras durase la baja por en-
fermedad de Bob Foy. Lo último que habría querido hacer
Danny Skinner era regresar a su empleo, pero le habían puesto
la pistola en la cabeza. Resolvió volver y comenzar así a pagar
los atrasos, para quitarse de encima a los funcionarios del juz-
gado. Después lo vendería todo y reanudaría sus vacaciones en
California.
Ya lo mejor me quedo allí una temporada larga que te cagas,
además.
Había pasado, se dio cuenta con sentimiento de culpa,
bastante tiempo desde la última vez que había contestado a un
correo electrónico de Dorothy. Ello era debido casi exclusiva-
441
mente a Caroline y a la fascinación que sentía por ella y por
los Kibby. Puesto que no podía hablarle a Dorothy de ellos y
no había hecho muchas cosas más, sencillamente no había
nada que contarle. Pero ahora sentía una necesidad abruma-
dora de verla.
Aunque la hermosura de Caroline era perfectamente evi-
dente para él y para el resto del mundo, la encontraba extraña-
mente asexuada. Ni siquiera se le ponía tiesa al pensar en ella,
pero siempre que recordaba la nariz y el pelo de Dorothy, tenía
la impresión de que iba a estallarle la polla. La cabeza le retum-
baba y le martilleaba. Pensó en Kay, en lo mal que le había sen-
tado que De Fretais la hubiera sobado. ¿Era porque se trataba de
ella o porque se trataba de él?
De camino a la oficina el primer día de su vuelta al trabajo,
se detuvo en el cibercafé:
Para:
[email protected]
De:
[email protected]
Re: Cosas
Hola Yanqui Locuela
Perdona que haya pasado un tiempo sin ponerme en
contacto contigo. No me gustan los cibercafés; los de
Edimburgo son asquerosísimos y guarrindongos compa-
rados con los de Frisco... En Leith no ha pasado nada de
nada últimamente. Nada que contar, salvo que sigo sin
beber (por eso no hay nada que contar, es triste pero es
así). Me he visto obligado a volver temporalmente al tra-
bajo para saldar unas deudas. Por supuesto, os echo
mucho de menos a ti y a California. Aquí es todo oscuro,
frío y deprimente. Me alegro de saber que sigues pen-
sando en venir a verme. ¡Seguro que se me ocurre algún
modo de mantenernos calientes!
442
A ese respecto, en relación con lo que decías de los pol-
vos, bueno, las pelotas están bastante delicadas pero yo
siempre estoy por la labor. Estoy de acuerdo en que en
esta fase no deberíamos vernos con otra gente. Dot,
para serte sincero, sólo deseo hacerte el amor lenta-
mente, echar hacia atrás esa pelambrera de rizos y cu-
chichearte al oído «mein liebling Juden Fráulein» o algo
por el estilo. Skinner: ¿enfermo mental o cachondo men-
tal? La decisión es tuya.
Con amor
Danny
P.D. Luego te llamo por teléfono.
Posdata bis: Los polacos. ¿Acaso nacieron para sufrir o
qué? Rusia por un lado, Alemania por el otro. Eso es
como compartir un compartimento de tren con un Jam-
bo y un Huno.
1
Tercera posdata: Los polacos han desempeñado un pa-
pel poco reconocido en la historia del fútbol escocés, y
además eran célebres por su pulcritud en el vestir: por
ejemplo, Félix Staroscik, en el actualmente difunto Third
Lanark, y Darius «Jackie» Dziekanowski en esa corpo-
ración de la diáspora irlandesa pero de herencia multi-
nacional conocida como el Celtic «de Glasgow».
1. Hun: Denominación despectiva referida a los seguidores del Glasgow
Rangers. Posiblemente derivada del mote germanófobo acuñado por los bri-
tánicos durante la Primera Guerra Mundial, aunque el himno
independen-tista irlandés «The Foggy Dew», compuesto para conmemorar la
insurrección de Pascua de 1916, hace referencia a las fuerzas que se
encargaron de reprimir la misma como «Brittania's Huns». (TV. del T.)
443
Recuerdo que la última vez que hicimos el amor casi nos chu-
pamos hasta el aliento el uno al otro.
Desde luego, estoy mejor con Dorothy en California, lejos de to-
das estas terribles obsesiones que rigen mi vida: el alcohol, la iden-
tidad de mi padre y, por encima de todo, los putos Kibby.
Joder que sí.
Volver a poner los pies en la oficina resultó extraño. Sólo
habían pasado unas semanas pero a él le pareció que habían
transcurrido épocas enteras. Resultaba cordial y desalentador a
un tiempo. Shannon seguía desempeñando temporalmente su
antiguo puesto, mientras que él gozaba de la misma categoría
que Bob Foy. Cooper se había jubilado un poco antes de lo pre-
visto, y el nuevo jefe de Skinner y de Shannon era un hombre
atento y con gafas llamado Gloag, que parecía ecuánime y de-
cente, si bien un poco soso. Se volcó en el trabajo de nuevo, em-
prendiendo varias tareas el primer día, fundamentalmente po-
nerse al día con los papeleos. Enseguida se dio cuenta de lo poco
que en realidad hacía Foy, al percatarse de que en la práctica ha-
bía dirigido la sección él solo, responsabilidad que le sería trans-
ferida a Shannon.
Tras acabar tarde y tomarse unas cervezas, llegó la hora de
quedar con Caroline para una cena italiana en el viejo restau-
rante favorito de Foy, The Leaning Tower. Compartieron una
botella de vino por insistencia de Skinner: un Chardonnay in-
tenso y con mucho cuerpo procedente del condado de Sonoma,
en California. Skinner tenía muchas ganas de beber.
Que le den por culo a Gillian McKeith.
Mientras miraba a Caroline, se fijó en la hilera de tres gra-
nos rojos en forma de media luna que tenía en la barbilla. Se es-
taba arrancando los pellejos. Desprendía una aureola de deses-
peración y necesidad en aumento. Básicamente, pensaba él,
quería que se la follase, y él no quería ni podía hacerlo. Y se cul-
paba a sí misma. Pero, por supuesto, aquello no iba a durar mu-
cho: no tardaría en llegar a la fase «pues que te den». No tenía
444
la autoestima lo suficientemente baja como para seguir así in-
definidamente, aun cuando él no tuviera el menor motivo para
dudar de la sinceridad de sus emociones cuando ella le decía lo
que sentía por él.
Pero ¿la quiero? En cierto modo sí. Pero también está Dorothy,
y a ella la quiero como tiene que ser, sin rollos chungos.
«¿Te encuentras bien, Danny? No te veo con muy buen
cuerpo.»
«Creo que he cogido una especie de gripe o algo por el esti-
lo», dijo éste entre dientes. Entonces Paolo, el propietario, le
preguntó por Bob Foy y Skinner se vio obligado a contarles a
ambos la historia. Escucharon compasivamente y atribuyeron el
comportamiento trastornado de Skinner a la impresión.
La gota de vino blanco del fondo de la copa de Caroline me re-
cuerda los restos de meada de una letrina. Las cosas se están co-
rrompiendo..., no, siempre fueron así. Sólo lo he notado porque la
corrupción ha superado un nuevo listón. Ahora me falla la polla.
Tengo casi veinticuatro años y no puedo follarme a una chica pre-
ciosa que está loca por mí.
¿Será eso, es ésa la respuesta a toda esta puta mierda? ¿Acaso
sólo puedo adquirir potencia odiando? No. A Kay no la odiaba, ni
a Shannon tampoco, y desde luego no odio a Dorothy.
Y Skinner pensó que sencillamente no podía volver con Ca-
roline sin más, teniendo la cabeza tan alterada con Dorothy, y
con lo de Kay y De Freíais. No podía seguir sometiendo a nin-
guno de los dos a esa titubeante, tensa y perversa psicosis. Ne-
cesitaba poner tierra de por medio, tener espacio para ordenar
sus pensamientos, de modo que pidió disculpas y se marchó a
casa solo. O por lo menos ésa había sido su intención.
Para entonces las calles de la ciudad estaban muertas. Vio
algún que otro grupo de juerguistas, pero se sentía tan desam-
parado y tan abandonado por su ciudad natal como por el pa-
dre al que nunca conoció.
Más solo que un bastardo en el Día del Padre.
445
Una parte de él quería estar ya de vuelta en el piso, buscando
inspiración en sus poemarios; sin embargo, mientras atravesaba
la ciudad, una vaga sensación de determinación se apoderó de
él a despecho de su hastío. Se encontró recitando unos versos
en voz baja:
The Devil went out a walking one doy
Being tired ofstaying in Hell
He dressed himselfin his Sunday array
And the reason he ivas drest so gay
Was to cunningly pry, whether under the sky
The affairs ofearth went well.'
La naturaleza de aquel impulso permaneció opaca para él
hasta que pasó por delante de Muso. En el interior seguía en-
cendida una luz. Sin pensarlo, dio la vuelta hasta llegar a la par-
te de atrás y empujó la puerta de la cocina. Estaba abierta. Oyó
ruidos: jadeos pausados, salpicados de vez en cuando por algún
gemido escueto, agudo. Se guió por el sonido, caminando sua-
vemente de puntillas hasta llegar al área del restaurante. Los so-
nidos procedían del bar.
Es De Fretais. Se está follando a una tía. Está encima de ella,
sobre la barra. Alguien yace bajo su sudorosa mole, inmovilizada
contra la barra.
Sé quién es. Kay. Se la está follando. Ella tiene la cabeza apar-
tada, echada a un lado, pero esa larga cabellera azabache resulta
inconfundible...
Hostia puta, se está follando a mi Kay...
El puto...
1. The Devil's Walk, Percy Bysshe Shelley: «El demonio salió un día de
paseo / cansado ya de permanecer en el infierno / se vistió de galas domini-
cales / y el motivo de tanta alegría indumentaria / era averiguar con tino, si
bajo el cielo / iban bien los asuntos del mundo.» (TV. del T.)
446
Sus movimientos parecían animados por el instinto. Regre-
só a las sombras y subió unas escaleras que conducían al desván
del edificio. Mientras ascendía los peldaños era consciente del
fuerte palpitar de su corazón y del esfuerzo de sus pulmones por
tomar aire.
El suelo del desván estaba revestido en parte con parquet de
contrachapado. Aquel espacio apenas se utilizaba, ni siquiera
como almacén, y salvo por una capa de polvo y algunas telara-
ñas estaba casi completamente vacío. La media luna brillaba tur-
biamente a través de un tragaluz Velux, arrojando su luz sobre
una bolsa de herramientas. Sobre la bolsa yacía una linterna de
goma; la cogió y la encendió. La luz dejaba ver algunos clavos
mal clavados en el suelo y algunas vigas con las que había que
tener cuidado. Había un espejo de cuerpo entero apoyado con-
tra la pared que daba al exterior. Atravesando una viga que di-
vidía el suelo, vio dos grandes pernos.
Claro, el piano. Está directamente encima de ellos. Ese sucio y
asqueroso cabrón... y Kay, mi Kay...
Se movió entre la oscuridad y vio una luz filtrándose desde
la rejilla de un conducto de ventilación. Mirando a través de
ésta podía verles, o más bien ver a De Fretais, cuya mole asfi-
xiaba obscenamente a su ex prometida. Lo único que se veía de
ella era la cabeza. Trató de descifrar la expresión del rostro de
Kay. ¿Era una expresión de pavor u orgásmica? Habría sido in-
capaz de decirlo.
Y De Fretais tiene los dedos metidos en su boca... para acallar
sus gritos...
El puto bastardo violador..., lo mismo que le hizo a mi madre
todos esos años atrás, por eso le odia...
... para acallar sus gemidos de placer...
Esa puta rastrera... no puede resistirse al puto señuelo del bai-
le, a la fama que tanto desea pero que no es tan buena como para
almacenarla, de modo que calcula que puede obtenerla por poderes,
dejando que se la cepille un monstruo obeso...
447
Danny Skinner no sabía ya qué pensar. Enfocando la bolsa
de herramientas con la antorcha, buscó algo con lo que aflojar
los pernos.
Lo que nos sucede a Danny y a mí es de lo más marciano.
Lo vi muy depre durante la cena; le habían dado malas noticias
acerca de su amigo. A los dos nos preocupa que el mal rollo se-
xual este se interponga entre nosotros. Es sólo un polvo, pero
parece pesar tanto sobre nosotros... Le deseo muchísimo, pien-
so en él a todas horas, pero cuando estamos en compañía el uno
del otro y pienso en el sexo me siento tan... remilgada. Como
una virgencita atontada.
A veces parece que Danny lleve el peso del mundo entero
sobre los hombros. Cuando nos habló de su amigo a mí y al tío
aquel del restaurante italiano, lo hizo tan a regañadientes que
fue como intentar sacar agua de una piedra. Debería tratar de
compartir sus problemas en vez de guardárselo todo para él.
La velada ha terminado antes de lo previsto, así que decido
regresar a casa para buscar unos libros viejos que necesito para
la universidad, unos que guardé en el desván de Brian, o aque-
llo que ahora llamamos con ese nombre.
Cuando llego a casa, mamá está sentada viendo la tele. Ha
estado llorando; me cuenta que encontró a Brian borracho en su
habitación con dos botellas de whisky. Yo le digo que quizá eso
haya sido parte del problema durante todo el tiempo, que de al-
gún modo logró ocultárnoslo a nosotros y a los médicos. Argu-
menta débilmente en sentido contrario, pero me doy cuenta de
que también ella está reevaluando las cosas.
La dejo y subo las escaleras para echarle un ojo. Está tum-
bado en la cama, totalmente vestido, con la boca abierta, respi-
rando de forma débil e irregular. La habitación apesta como
nunca. Apenas reconozco a mi hermano en esa cosa que hay en
la cama.
Salgo al pasillo, abro la trampilla y bajo la escalera de alu-
448
minio. Subo con rapidez. Está todo lleno de polvo y sin recoger,
debido a la enfermedad de Brian. Hace siglos que nadie sube
aquí. Al encender las luces, veo desplegarse ante mí la gran po-
blación a escala. Los trenes, la estación, los bloques de pisos, las
construcciones nuevas alrededor de las colinas. Para aquellos
a los que les gustan esas cosas resulta impresionante. Incluso
para los que no, supongo.
Una vida desaparecida, la otra consumiéndose, y éste es su
legado. Las colinas de papá. A él siempre le gustó Edimburgo
por sus colinas. Decía que eran las colinas las que mantenían
compartimentada la ciudad, las que hacían que nos ocupáramos
de nuestros propios asuntos y guardásemos nuestros pequeños
secretos. Solía llevarme a subirlas todas: Arthur's Seat, Calton
Hill, las Braids, y el zoo de Corstorphine Hill, las Pentlands.
Danny dijo algo similar acerca de San Francisco. Me contó
que le encantaba caminar por ahí, subir y bajar sus empinadas
colinas, obteniendo así una perspectiva diferente de la ciudad
cada vez. Hasta extendió un gran mapa sobre la mesa y me ha-
bló de todas ellas: Twin Peaks, Potrero Hill, Bernal Heights,
Te-legraph Hill, Pacific Heights. Tal y como lo contaba sonaba
chulísimo, y hasta dijo que a lo mejor un día íbamos allí juntos.
Pero no podemos hacer el amor. Nos apetece hacerlo pero
nos ponemos tensos cuando estamos el uno con el otro. Le amo.
Siento verdadera necesidad de estar con él, de estar a su alrede-
dor, muchísimo. Con él me he convertido en la clase de cría la-
mentable que dije que nunca sería. Quiero follar con él, o eso
creo. Pero me pregunto qué quiere él, porque él está tan nervio-
so conmigo cuando nos ponemos tiernos como yo lo estoy con
él. ¿Será esa mujer americana que mencionó? ¿La querrá? ¿Pien-
sa en ella cada vez que estamos a punto de montárnoslo?
Encuentro los libros, apilados cuidadosamente en un rin-
cón, escojo un par y bajo las escaleras. Mamá se ha quedado so-
bada en la silla, con la boca abierta, como Brian. No tendría
ningún sentido despertarla. Salgo a la fría intemperie y aguardo
449
un autobús durante siglos porque cuando cuento las monedas
en la mano, sólo hay cuatro de una libra y no puedo permitir-
me un puñetero taxi.
Apretó con fuerza la llave inglesa mientras hacía girar aque-
lla gran tuerca, notando cómo cedía inmediatamente. Después,
sin aflojarla del todo, hizo girar la otra. Sintió un tirón sobre la
viga y oyó el sonido del piano al mecerse.
Vuelvo a mirar por la reja del conducto de ventilación, pero
desde este ángulo no puedo verles reaccionar, ni a ella ni a ese ani-
mal que está encima de ella follándosela.
Pero ¿lo verán ellos, verán mecerse el piano, oirán cómo se aflo-
jan los pernos?
Reanudando sus esfuerzos, Skinner no podía verlos a ellos,
pero se vio a sí mismo, iluminado por la exigua luz de la linter-
na, reflejado de cuerpo entero en el espejo. Su expresión era dia-
bólica pero serena, como la de una gárgola medieval tallada en
piedra que hubiese cobrado vida de repente y estuviera agasa-
jándose lentamente, con la frialdad de un insecto, con la carne
de un animal de sangre caliente al que acabase de dar muerte.
Se observó a sí mismo desatornillando los pernos. Sólo
hubo un instante de náusea trepidante en el que quiso detener-
se, pero éste coincidió con la vana fracción de segundo antes de
que notase cómo el peso del piano, con dos chasquidos desga-
rradores, saltaba de sus soportes.
Fue como si hubiera transcurrido una larga pausa entre el
instante en que el instrumento se soltó de su atracadero en el te-
cho y el todopoderoso impacto, al que siguió un horrible gemi-
do animal que, incluso a través del techo del desván, resultó an-
gustiosamente audible para Danny Skinner.
Skinner se quedó de piedra, miró su reflejo culpable en el
espejo. Después pensó en Kay y en el amor que habían com-
partido, mientras la sangre se le helaba en las venas.
PERO ¿QUÉ HE HECHO?
450
A lo mejor a ella no le he dado, o a ninguno de los dos. Seguro.
Lo habrán oído, habrán visto cómo se aflojaba, se habrán
apartado. Ella lo habría visto. Pero...
Pero él tenía la mano metida en su boca, acallando sus gritos,
sus gemidos, mientras sus sudorosas carnes estaban encima de ella...,
mi padre; no, no es mi padre..., pero sí, tiene tanto sentido como
cualquier otra cosa, así es como tiene que ser, así es como tiene que
acabar...
Skinner bajó corriendo las escaleras y no se volvió para mi-
rar, no se asomó a verlos a ellos ni al piano. Sin embargo, en ese
momento se fijó en una tecla de marfil blanco que había salido
disparada por el impacto y que había rebotado dando la vuelta
a la esquina. No había ningún sonido; de la habitación no pro-
venía ningún gemido. Por algún motivo, cogió la tecla de piano
y se la guardó en el bolsillo. Abrió la puerta trasera del restau-
rante de una patada y se internó en la oscuridad de la noche. Ba-
jando por la calle apresuradamente, casi se sintió tentado de
echar a correr. Evitando el North Bridge, salió disparado por
New Street, pasando por delante de la estación de autobuses
abandonada hasta llegar a la desierta Calton Road, que discurría
junto al terraplén del ferrocarril. Mientras avanzaba, a la espera
del coche policial que no apareció jamás, tenía la columna casi
rígida de miedo. Ralentizándose hasta caminar con paso enérgi-
co, pasó por delante del nuevo parlamento, por fin inaugurado.
Nuestro parlamento de juguete: es como buscar un padre y que
te presenten a un tutor del Departamento de Servicios Sociales.
Cuando se aproximó a Leith evitó el Walk y Easter Road,
zigzagueando furtivamente por las bocacalles situadas entre am-
bas. Había tomado una ruta circular que atravesaba los Links y
se encontraba junto al Shore cuando se detuvo un rato para ver
desembocar las serenas aguas de Water of Leith en el Forth. Sin-
tió la tecla en el bolsillo. La sacó y quedó atónito al ver que su
mente le había engañado; aquella tecla no era de marfil blanco,
sino de ébano negro. La arrojó a Water of Leith, se fue a casa y
451
permaneció en vela, psicótico de agotamiento y ansiedad, pre-
guntándose con gran aflicción qué había hecho exactamente.
Ellie Marlowe llegaba un poco tarde a trabajar, y esperaba
que Abercrombie el Zombi -como llamaban a uno de los ge-
rentes, que no parecía dormir jamás- no se hubiera levantado
temprano para controlarla. Peor aún, el dueño, el gordinflón
que salía en la tele, también era propenso a aparecer en ocasio-
nes, ya que aquel local era su nuevo proyecto empresarial.
Algo andaba mal..., la puerta. No estaba cerrada. Dentro
había alguien. Ellie empezó a repasar excusas acerca de autobu-
ses. Con un sueldo de asistenta no podía ir en coche; eso ellos
tenían que saberlo, pues a fin de cuentas eran ellos los que la es-
taban pagando. Dudaba de que Abercrombie o De Fretais hu-
biesen visto un horario de autobuses en su vida.
Ellie dobló la esquina, llena de inquietud, adentrándose en
el bar principal. Mientras un acre olor a orina le asaltaba las fo-
sas nasales, no podía creer lo que veía. Pensó en gritar o en salir
corriendo a la calle, la cual seguro que ya estaría empezando a
animarse con el bullicio matutino. En lugar de eso, encendió
tranquilamente un cigarrillo y después descolgó el auricular y
marcó el 999. Cuando la operadora le preguntó qué servicio de-
seaba, Ellie le pegó una calada a su Embassy Regal, se detuvo
durante un segundo para pensárselo, y a continuación dijo:
«Creo que lo mejor será que los mandes a todos.»
Por su cuello resbalaba lentamente un reguero de sudor,
que le puso la carne de gallina y le sumió en temblores. Brian
Kibby se incorporó lentamente y al ver el frío brillo de las bo-
tellas junto a la cama, supo en el acto que no habrían escapado
a la atención de su madre. Acres olores a alcohol y rancios resi-
duos corporales asaltaron su cabeza, y acto seguido, abrumado
por una deprimente sensación de ansiedad, la dejó caer entre
las manos.
452
Todo se está cayendo a pedazos. Ha ganado. Nos destruirá a to-
dos.
Su pesado cuerpo hacía mucho ruido al bajar las escaleras;
vio a su madre sentada ante la mesa de la cocina junto a una te-
tera llena, leyendo una novela de Maeve Binchy. Kibby se dis-
culpó de inmediato: «Mamá..., siento haber bebido..., estaba
deprimido..., no volveré a...»
Joyce levantó la vista, pero no le miró a los ojos. Con la mi-
rada perdida, dejó caer: «Anoche estuvo aquí Caroline. ¿La vis-
te?»
¿Por qué no podían afrontar las cosas?, clamaba el alma de
Brian Kibby. Y, no obstante, él se había comportado de idénti-
ca manera, postrado en un sopor etílico, demasiado borracho
para darse cuenta siquiera de que su hermana estaba en casa.
«Mamá, respecto al alcohol, lo siento, no vol...»
«¿Te apetece una taza de té?», inquirió ella, traspasándole
con la mirada. «Casi he terminado de leer la nueva novela de
Maeve Binchy.» Le enseñó la portada. «Creo que es la mejor
hasta la fecha. Lástima que no llegaras a ver a Caroline.»
Kibby asintió lentamente, y con una sensación de derrota y
de resignación avanzó pesadamente hasta el armario, de donde
sacó una taza con la leyenda «Hyp Hykers Do It Wetter».
1
Fue
Ken Radden el que encargó aquellas tazas. En su momento
Kibby había considerado que se trataba de una simple alusión a
la tendencia que tenían a acabar empapados por la lluvia du-
rante sus excursiones en las Highlands. Ahora veía ahí un doble
sentido subido de tono y que pasaba de castaño oscuro.
Se sirvió una taza de té templado y lo sorbió, dejando que
le separase los labios y disolviera la viscosa película que los cu-
bría.
1. Juego de palabras intraducibie, basado en la sustitución de better
(«mejor») por wetter («más húmedo»). La frase significa, pues, «Los Hyp Hy-
kers lo hacen más húmedo», por oposición a «Los Hyp Hykers lo hacen me-
jor... (N. del T.)
453
¿Cómo pude ser tan estúpido? ¿Por qué no pude verlo claro? La
mayoría estaban allí sólo por una cuestión sexual. Como Radden y
Lucy..., como...
Caroline probablemente se fue para estar con Skinner. Lo más
probable es que en este mismo instante estén en la cama.
De repente Kibby experimentó un terrible resentimiento
contra su hermana, de índole tan honda que anteriores rivalida-
des fraternas apenas lo habían insinuado. Ella era idéntica a sus
amigas, todas aquellas chicas cuya increíble e irresistible eclo-
sión de juventud y belleza había presenciado. Con su piel cre-
mosa y su mandíbula perfilada, sus duros pechos henchidos y su
cintura de avispa, ella y sus amigas eran para él como un insul-
to ambulante. Su misma presencia las incomodaba y avergonza-
ba; era como si oliera mal. Y, sin embargo, por cruel que le re-
sultase, comprendía cómo Skinner podía encontrarse tan a sus
anchas con ellas, cómo podía satisfacer sin dificultad aquella ex-
tática y desconcertante necesidad de apropiarse de aquella belle-
za, abrirla, penetrarla y poner al desnudo su esencia.
Y Brian Kibby, con una espantosa perspicacia fruto de su te-
rrible declive, vio que no eran eras infinitas las que mediaban
entre la diáfana e imperturbable belleza de Caroline y el aspec-
to decaído y demacrado de su madre. Se trataba de un túnel de
una brevedad espantosa, al otro lado del cual uno emergía en
una danza confusa, a una velocidad apenas perceptible.
El tiempo vuela, se agota...
Subió a su habitación y encendió el ordenador.
El chat..., ¿estará esa zorrita calentorra en el puto chat ahora?
Sí..., aquí está..., ¿cuántospuntos del uno al diez voy a darle a
esta cochina guarra... ?
07-11-2004,3.05
Jenni Ninja
Una Deidad Divina
454
Me he jugado el todo por el todo y he empezado con el
juego nuevo. ¡Magnífico! Me ha cambiado la vida. He de-
cidido casarme con Ann.
07-11-2004,3.17
Chico Listo
El Hombre que Sabe
En la nueva edición Ann sale bastante mona, pero yo
sigo prefiriendo a Muffy. ¡Es la más sexy!
07-11-2004,3.18
Über-Priest Rey
del Cool
Yo creo que la más sexy eres tú, Jenni, nena. ¿Por dón-
de paras?
07-11-2004,3.26
Jenni Ninja
Una Deidad Divina
¡Pero Über-Priest, no sabía que te importaba! Vivo en
Huddersfield y me gusta nadar y patinar.
07-11-2004,3.29
Über-Priest Rey
del Cool
Deberíamos quedar y salir por ahí algún día. Seguro que
estás cañón. No me importa que te vayan también las
tías porque a mí me gusta mirar, antes de apuntarme yo,
claro. ¿Cómo eres físicamente?
i
455
Mientras sostenía su polla erecta, aguardó ansiosamente
una respuesta que nunca llegó. Después, tras recibir un mensaje
comunicándole que se le prohibía la entrada al chat, la erección
se deshizo entre sus sudorosas palmas.
El pronóstico de Ellie Marlowe resultó no ser nada desca-
bellado: en efecto, en el bar y restaurante Muso hicieron falta,
además de la ambulancia y la policía, los servicios de los bom-
beros. El piano había caído casi de lleno sobre el maestro coci-
nero y la camarera, aplastándolos contra la barra en plena có-
pula.
Alan De Fretais murió en el acto a consecuencia del impac-
to. En un principio se pensó que Kay Ballantyne había corrido
idéntica suerte, pero notaron que aún presentaba un ligero pul-
so. Estaba muy débil pero viva, pues la mayor parte del impacto
del piano la había absorbido la considerable mole del cocinero.
Los bomberos utilizaron sierras eléctricas para cortar las pa-
tas del instrumento, y luego hicieron falta varios de ellos, forni-
dos y en buena forma, para sacárselo de encima a De Fretais.
Casi hicieron falta otros tantos para arrancar el cadáver del co-
cinero del cuerpo comatoso de Kay Ballantyne. De la boca de
De Fretais chorreaba sangre sobre el rostro de ésta, pues de un
mordisco se había amputado la lengua, y ésta pendía de un hilo
de carne sobre la mejilla de Kay. Mientras trataban de despe-
garle el cadáver de ojos obscenamente desorbitados, notaron
que Kay recobraba el conocimiento, murmurando de forma de-
lirante. Fue uno de los médicos presentes el que se dio cuenta
de que el movimiento del cadáver de De Fretais la estaba exci-
tando, dado que su miembro seguía dentro de ella y probable-
mente estuviera erecto como resultado del rigor mortis.
Mientras Kay Ballantyne recuperaba la conciencia entre ja-
deos, un bombero irreverente se volvió hacia uno de sus colegas
y comentó: «Hay que reconocer que hasta después de muerto el
gordo cabrón de De Fretais fue un follador nato.»
456
40. PERSEVERA
Sentado, miraba por la ventana del dormitorio más allá del
patio, hacia los largos y desnudos árboles de cortezas de color
gris sucio tiznados de verde por el musgo e iluminados por un
rayo semiopaco de luz matinal. Tras ellos se alzaban unos blo-
ques de pisos de cinco plantas, sobre los cuales rebotaba la inci-
piente luz del sol, haciendo que la piedra rojiza brillase hasta ad-
quirir un tono de terracota mediterránea.
El reloj del campanario, único elemento que le ofrecía un
asidero de realidad al que agarrarse, le comunicaba la hora. Por
lo demás, Danny Skinner se sentía tan desarraigado como las
hojas otoñales que el viento arrastraba de un lado a otro del pa-
tio. Había permanecido en vela durante la mayor parte de la no-
che, esnifando cocaína de una vieja pápela que había encontra-
do en el mueble de al lado de la cama y escuchando Radio
Forth, sintiéndose particularmente ansioso cada vez que emi-
tían un boletín de noticias locales.
Por fin, hacia las nueve de la mañana, Skinner escuchó la
noticia acerca de las dos personas que se creía gravemente heri-
das en un accidente insólito ocurrido en un restaurante. No te-
nía la menor intención de acudir al puesto de trabajo al que aca-
baba de reincorporarse. Permaneció sentado, consumido por el
dolor y el arrepentimiento hasta que bajó al tendero bengalí de
457
la esquina a buscar la edición matinal del Evening News. La tru-
culenta muerte de la celebridad televisiva y maestro cocinero
Alan De Fretais ocupaba abundante espacio en todos los titula-
res. Aunque no le sorprendió demasiado, a Skinner le impresio-
nó averiguar que el verdadero nombre del chef era Alan Frazer
y que era natural de Gilmerton.
Le he matado. He matado a mi propio padre. Era un cocine-
ro, un follador; hasta nos unía el odio por Kibby. A mi madre no le
caía bien, pero claro, tampoco era un tío muy simpático. Es como si
lo viera; ella no le detestaba porque él la odiase; lo aborrecía por la
tremenda indiferencia que mostró hacia ella y hacia mí. Ella no fue
más que otra zorrilla atontada que no tomaba precauciones a la
que le hizo un bombo, así que era su problema. Probablemente aca-
bó cepillándosela de la misma manera en que logró cepillarse a
Kay...
No reaccionó ante mí como si yo fuera su hijo hacía tanto tiem-
po perdido. No hubo el menor feeling, aparte de cierta fascinación
morbosa por su parte, que quedó satisfecha con verme un par de ve-
ces. Sabía quién era yo desde el principio, pero no hubo vibración
alguna porque no era más que un capullo egoísta.
... pero...
... pero cuando me ascendieron y fui a su restaurante y trajo el
champán, quizá lo hizo porque se sintiera orgulloso de mí...
Sacó un viejo bloc y un bolígrafo, escribiendo el nombre
para adquirir práctica:
Danny Frazer
El periódico informaba de que Kay, cuya identidad no fue
revelada hasta algunos números más tarde, se hallaba en estado
estacionario. En cuanto la nombraron en Radio Forth, Skinner
hizo las indagaciones telefónicas precisas llamando al hospital y
declarando que era su prometido. Una enfermera compasiva le
dijo que se encontraba bien.
458
Se le llenaron los ojos de lágrimas al leer los elogiosos testi-
monios acerca de los logros y el carácter de su víctima. Sacu-
diéndose su inercia lacrimógena, Skinner tomó un taxi hasta el
hospital, convencido de que había pasado tiempo suficiente
para que no estuviera bajo sospecha. En la prensa no se había
hecho alusión alguna a un posible juego sucio, pero la policía sa-
bría que los pernos no se desatornillan solos. O quizá sí, él no
lo sabía.
Cuando llegó al pabellón casi pasó de largo ante la cama de
Kay sin reconocerla. Estaba tan maltrecha que parecía que hu-
biera sufrido un accidente de automóvil. Tenía el rostro y los
ojos hinchados y una venda sobre el tabique nasal.
De Freíais debió arrearle un tarrazo cuando les cayó encima el
piano.
Y, no obstante, ella parecía muy contenta, y él experimentó
un inmenso alivio al descubrir que se pondría bien. Se dio cuen-
ta, con una fuerza casi escalofriante, de que aún la quería, y que
posiblemente la querría siempre. Se trataba de un amor imposi-
ble, por supuesto, pero no por ello menos real. Quiso contárse-
lo todo, pero quiso la fortuna que fuera ella la primera en
ha-blar.
«Danny..., me alegro tanto de que estés aquí...»
«Me enteré por Radio Forth. Cuando te nombraron, me
asusté tanto que sentí que tenía que venir y asegurarme de que
estuvieras bien», jadeó Skinner, aliviado ahora de que hubiera
pasado ya el momento de la franqueza total. «¿Qué pasó?»
«Se nos cayó encima un piano..., encima de mí y de Alan.
Es..., tuve tanta suerte...» Los ojos se le llenaron de lágrimas.
«Fui tan estúpida, Danny..., estábamos... follando...», farfulló
pero finalmente lo soltó: «¿En qué andaría yo pensando?»
«No pasa nada, no pasa nada», susurró Skinner sin resuello,
casi mudo de arrepentimiento. Tenía rota la nariz, además de
dos costillas, y lo había hecho él. Se lo había hecho a alguien a
quien quería.
459
Fue el odio.
Fue el alcohol..., fueron los cocineros.
No es una maldición sobre Kibby, es una maldición sobre todo
el mundo; me consume a mí y a todas las personas con las que me
pongo en contacto. Tengo que dejarlo todo, y volver con Dorothy a
San Francisco...
Skinner se quedó un rato más hasta que entró la madre de
Kay. Era una mujer elegante, bien arreglada, que evidentemen-
te se había cuidado a lo largo de los años. La clase de mujer que
se conserva bien, había pensado siempre. Parecía sorprendida de
verle. Seguro que es porque estoy relativamente sobrio, reflexionó él
con vivo dolor.
Se excusó, pero no estaba en condiciones de volver al traba-
jo. Encontró un cibercafé y le envió un correo a Dorothy, tras
lo cual echó un vistazo a la red en busca de vuelos baratos a San
Francisco.
Yo me largo de aquí cagando leches. El rollo este de los Kibby
-Brian y Caroline- no mola. Es chungo que te cagas. Acabaré ma-
tándolos a todos si no me voy a tomar por culo. Es el hecho de estar
aquí; parece que se preste a fomentar obsesiones extrañas y destruc-
tivas con los vecinos, y acabas olvidándote de ocuparte de tu propia
vida.
No pienso hacerle daño a nadie más.
Reflexionó acerca de la maldición, en cómo lo infectaba
todo. Pensó en el viejo cliché «cuidado con lo que deseas» y con-
sideró si podría, una vez logrado, obtener satisfacción.
Mientras hojeaba el Evening News un poco antes, Skinner
había encontrado un artículo acerca de una bruja blanca, Mary
McClintock. Aunque ya estaba jubilada, se decía que era una
autoridad en materia de maldiciones. Le llevó mucho tiempo
seguirle la pista hasta localizarla en su casa del complejo de vi-
viendas tuteladas de Tranent. La telefoneó y, tras preguntarle
ella su edad, accedió a verle.
En el piso de Mary hacía un calor muy desagradable, pero
460
Skinner tomó asiento delante de la obesa anciana. «¿Puede us-
ted ayudarme?», preguntó en tono muy sincero.
«¿Cuál es tu problema?»
Le dijo que creía haberle echado un maleficio a otra perso-
na. Quería saber si ello era posible, cómo pudo haberlo hecho y
si era reversible.
«Desde luego, posible es.» Mary le miró con gesto astuto.
«Puedo ayudarte, pero antes necesito cobrar, hijo. A mi edad el
dinero no me sirve de nada.» Arrugó los ojos. «Eres muy buen
mozo», dijo ásperamente. «¡Una buena polla, hijo, ése es el pago
que quiero!»
Skinner la miró y sacudió la cabeza. A continuación, esbo-
zó una sonrisa. «Me está tomando el pelo, ¿verdad?»
«Ahí tienes la puerta», dijo Mary alzando lentamente la
mano y señalando detrás de él.
Skinner la miró fijamente con expresión afligida. Frunció
los labios y resopló. Entonces pensó en Caroline y en su terrible
impotencia cuando estaba con ella. «De acuerdo», dijo.
Mary se sorprendió un tanto antes de levantarse, entusias-
mada, y dejar que sus abundantes carnes fueran distribuyéndose
sobre su silueta. Renqueando lentamente hasta llegar al dor-
mitorio, indicó a Skinner que la siguiese. Éste vaciló por un
instante, y sonrió para sí, completamente abatido, antes de salir
tras ella.
El dormitorio, escasamente amueblado, y en el que desta-
caba una vieja cama de armazón de latón, era frío y húmedo.
«Quítate la ropa, pues, veamos la mercancía», le ordenó Mary
con lujurioso regocijo.
Mientras Skinner se desvestía, la anciana se quitó el abrigo
y empezó a despojarse de una sucesión de rebecas, delantales y
camisetas. Tumbada sobre la cama, parecía más pequeña pero
aún seguía resultando monstruosa, desparramando estriados
michelines por todo el colchón. De los pútridos charcos de su-
dor y la piel muerta atrapados entre los pliegues de sus carnes se
461
levantaban fétidos aromas. «Creí que la tendrías más grande»,
dijo Mary con un mohín, mientras Skinner se quitaba los cal-
zoncillos Calvin Klein.
Tendrá jeta el viejo saco de mierda este...
«La próxima vez me traigo un consolador gigante», dijo
Skinner con amargura.
Haciéndole caso omiso, Mary se recostó en la cama y apartó
los flaccidos surcos de su cuerpo hasta localizarse el sexo. «No
tengo ninguna crema lubricante. Tendrás que utilizar saliva. A
ver si echas un buen pollo», le ordenó.
Skinner se aproximó a la cama. Los huesudos dedos de
Mary mantenían separados los pliegues y entre aquellos muslos
sorprendentemente flacos, tan delgados y angulosos que daba la
impresión de que el fémur atravesaría aquella piel amarillenta y
llena de manchas azuladas, lo vio. Para su sorpresa, el pelo con-
servaba el tono negro azabache que en tiempos, probablemente
muchas décadas antes, debió tener el de la cabeza. Con la piel
que rodeaba al pubis enrojecida e irritada, probablemente a cau-
sa de una infección, sus genitales se le antojaron como el retoño
recién nacido de una forma de vida que aún estaba por concebir.
Con aterradora fascinación, Skinner se preguntó cuántos
frustrantes años sin sexo habría soportado aquella mujer, acosa-
da sin piedad por un reloj biológico que se negaba a detenerse.
Para confirmarlo, echó un vistazo a su cabeza, tumbada sobre la
almohada; ella le miró con expresión coqueta, lo que por un ins-
tante le permitió ver a la joven que llevaba dentro, cosa que a
sus ojos la hizo aún más grotesca. Hincó las rodillas en el col-
chón, mientras el tufillo de orina amarilla y materia fecal dora-
da y viscosa que saturaba las compresas para la incontinencia
impregnaba el aire frío.
Olía fatal, pero Skinner se alegró de tener las fosas nasales
bloqueadas por la coca. Se sacó flemas del pecho y se sorbió los
mocos, fabricando con ellos un acre cóctel antes de escupirlo
violentamente contra el pubis. «Trabájalo», le exhortó ella,
462
mientras Skinner extendía la espesa baba verdosa como un
cocinero habría glaseado una masa de repostería, explorando
lentamente. De golpe, cual muñeco de una caja de sorpresas,
apareció un clítoris inverosímilmente distendido, del tamaño
aproximado del pene de un niño pequeño, y unos gemidos
des-concertantemente ahogados le dijeron a Skinner que
estaba dando en el blanco. Al cabo de un rato, ella jadeó:
«Métela ahora..., métela...»
Totalmente absorto con aquella macabra pantomima, Skin-
ner ni siquiera había empezado a pensar en su pene, pero lo te-
nía duro como una piedra, a pesar de haberse metido medio
gramo de coca antes. Sin ser consciente de ello, estaba plante-
ándose una hipótesis ulterior para explicar su alcoholismo: es-
peculó con que estaba dotado de una sexualidad libertina y que
tratar de anegarla en alcohol era un modo de prevenir que se
diesen de continuo situaciones como aquélla. Frotó un poco de
aquella porquería sobre la punta de su miembro, y luego sobre
el resto de la polla, y la penetró de forma lenta y aprensiva.
«Hace tanto que probablemente estará obstruido», dijo ella
entre jadeos, leyéndole el pensamiento a medida que iba abrién-
dose camino en su interior.
Hizo falta follarla mucho; puede que su deseo permanecie-
ra intacto, pero si tenía un orgasmo dentro, éste parecía estar en-
terrado a mucha profundidad.
¡Joder, sólo por esto tendrían que tocarme los números de lote-
ría de mañana además de los resultados de las carreras de caballos
de la semana que viene!
Momentos hubo en los que ella parecía al borde del orgas-
mo pero éste se alejaba, y en los que Skinner, consciente de lo
vil de la situación, quiso abandonar. Vio cómo el viejo desper-
tador pasaba de las siete y veinte a las siete y cuarenta. Mien-
tras notaba la sensación como de ventosa de la piel húmeda de
Mary sobre el vientre, los muslos y los testículos, en una pro-
gresión que pasó de la abrasión del papel de lija al rumor de
463
huesos frágiles, tuvo que recordar la vieja divisa de Leith: Per-
severa.
Cuando ella se corrió, lo hizo acompañada de un largo y lo-
buno aullido nocturno, hincándole los dedos, huesudos como
ganchos de carnicero, en los prietos tejidos de sus nalgas.
Skinner se retiró sin correrse, bajándose de encima de Mary
y de la cama. Recogiendo con cuidado su ropa y sosteniéndola
lejos de su cuerpo, acudió al cuarto de baño, sabiendo que si mi-
raba lo que sentía extendido sobre sus genitales, su abdomen y
sus muslos, jamás sería capaz de retener los contenidos de su es-
tómago. En un extremo del cuarto de baño había una pequeña
ducha con un cordel de alarma para llamar al encargado en caso
de emergencia. En el plato de la ducha no había jabón: éste es-
taba junto al grifo de la bañera. Skinner sospechó que Mary per-
tenecía a la generación para la que lavarse significaba ponerse a
remojo en una bañera llena de los propios residuos de uno to-
dos los domingos. El agua estaba tibia, pero observó los zarcillos
de mocos, heces y otras excreciones, que bailaban en círculo al-
rededor del desagüe antes de desaparecer.
Se secó, se vistió y regresó al cuarto de estar. No había se-
ñal alguna de Mary, aunque dio por supuesto que estaría po-
niéndose de nuevo todas sus capas; temió entonces que la an-
ciana pudiera estar muerta, tan preocupado estaba con sus
poderes destructivos. Finalmente, oyó cómo se movía por el
pasillo y se sintió aliviado cuando la vio aparecer. Al desplo-
marse en la silla con una enorme sonrisa, con el semblante
mudado de forma tan radical que parecía que le hubiesen he-
cho un lifting a fondo, dijo: «Bien, vamos al grano. ¿Cuál es el
problema?»
A Skinner le costó entrar en materia, consciente de lo ri-
dículo de su relato. No obstante, se encontró, para su sorpresa,
que aquello por lo que acababan de pasar le facilitó las cosas.
Mary escuchó atentamente, sin interrumpirle una sola vez
hasta que hubo terminado. Finalizada su historia, Skinner sin-
464
tió que se quedaba un tanto limpio, liberado por el acto de la
revelación.
Mary no tenía duda alguna acerca de la índole del proble-
ma. «En alguna gente, hijo, las intenciones..., los deseos si lo
prefieres, pueden ser tan poderosos que se convierten en maldi-
ciones, en hechizos. Sí, no cabe duda: has sometido a ese mu-
chacho a un hechizo.»
Dado que llevaba muchos meses de convivencia con aque-
lla extraña situación, en lugar de tomarse aquello como si fuera
una noción descabellada, Skinner lo asumió como algo consa-
bido. «Pero ¿por qué tengo yo ese poder, y por qué sólo sobre
Kibby? Porque quise que le pasaran cosas a otras personas, pero
sin ningún resultado», explicó, pensando en Busby, mientras se
despellejaba sin piedad la cutícula.
Entonces Skinner tuvo la repentina sensación de que el aire
se enfriaba, mientras Mary asentía lentamente. Por primera vez
fue consciente de que aquella anciana emanaba cierto poder. «O
bien tiene algo que ver con la naturaleza de lo que deseaste o
con la persona a la que se lo deseaste. ¿Qué significa para ti el
maleficio? ¿Qué representa ese chico para ti?»
Skinner sacudió lentamente la cabeza, se levantó y se dis-
puso a despedirse. «Muchísimas gracias, pero llevo ya cierto
tiempo reflexionando sobre estas cuestiones», expuso, rezuman-
do sarcasmo.
Mary giró la cabeza y dijo: «Cuantas más cosas estén pen-
dientes de resolver en tu vida, más fuerte es tu ira y mayor será
tu potencial para causar esta clase de daños.»
Skinner se detuvo. «Kibby era un...», empezó, antes de in-
terrumpirse, cobrar conciencia de una forma abominable pero
opaca, descarnada pero de algún modo imposible de mirar de
frente. Tenía la sensación de que en algún lugar de su fuero in-
terno conocía la respuesta, pero que jamás sería capaz de sacarla
de las tinieblas y conducirla a los dominios del pensamiento
consciente.
465
Pero... me acuerdo de un tío que solía mirarnos cuando jugá-
bamos al fútbol. En el parque de Inverleith, en los Links. Pero siem-
pre se mantenía a distancia. Un día me dijo: "Buen partido, hijo."
Era...
«Me preocupas», le advirtió Mary, «me preocupa que acabes
mal.» Entonces ella estiró la mano y le cogió de la muñeca.
A Skinner se le encogió el corazón, atemorizado como esta-
ba por el movimiento tan repentino, los veloces reflejos y la
fuerza con que le había agarrado la anciana. No obstante, reco-
bró la compostura, y tiró del brazo, soltando así la presa. «Tú
preocúpate del otro», se burló, «el que tendría que preocuparte
es él.»
«Tengo miedo por ti», le dijo ella.
Skinner volvió a desdeñarla, pero mientras se marchaba no
pudo ocultar su aprensión. Quizá fuera a tomar aquella copa
que tanto necesitaba.
466
41. CATÁSTROFE FERROVIARIA
El whisky le había ayudado, proporcionándole la fuerza y la
determinación para embarcarse en la ardua tarea de subir su pe-
sada y maltrecha figura por la escalera de aluminio. Los atrofia-
dos músculos de sus brazos y piernas ardían como carbones en-
cendidos mientras los escalones chirriaban, crujían y gemían
bajo su peso. Los pulmones, que pugnaban por inhalar el sufi-
ciente oxígeno para mantener aquel esfuerzo, emitían un soni-
do áspero, mientras el pulso se le disparaba. En cierto momen-
to, tuvo tal sensación de mareo que pensó que iba a resbalar y
estrellarse contra el suelo. Entonces, con un último esfuerzo ex-
haustivo, entró, tembloroso, en su viejo desván. Con la cabeza
dándole vueltas por el efecto de la bebida y el esfuerzo de la su-
bida, se sintió como si acabase de atravesar una membrana asfi-
xiante y acceder a otro mundo. Jadeó, luchando por recobrar el
aliento y los sentidos mientras tiraba del cordón del interruptor
de la luz. Los tubos de neón parpadearon al encenderse, colo-
cándole cara a cara con la vía férrea y la población a escala.
La delicadeza y precisión de la maqueta supusieron para él
una burla instantánea. Allí estaba, alojado en la maltrecha y mí-
sera carrocería fofa que era su cuerpo, lleno de rabia contra su
obra, tan inmaculada como inútil.
¿Qué es todo esto? Es todo lo que he hecho con mi puta vida. Es
467
lo único de que dispongo para mostrar que jamás pasé por este pla-
neta. ¡Este puto juguete!
No volveré a obtener un empleo.
Nunca tendré novia, nunca encontraré a alguien a quien
amar.
Esto es todo lo que tengo. ¡Esto!
¡No me vale!
«¡NO ME VALE!», gritó. Su voz emanaba de un lugar recón-
dito y torturado de su alma, resonando por el cavernoso desván.
Las colinas que había construido su padre, las casas que ha-
bía edificado, los raíles que había colocado, los trenes que había
comprado, todos ellos le contemplaban en un silencio testarudo
y despectivo. «¡NO VALE NADA! ¡NO VALE NADA!» Avan-
zó cansino sobre el pueblo y empezó a destrozarlo, pateando, es-
tirando y golpeándolo con los puños, con una energía y una
fuerza que creyó que no volvería a tener jamás. Brian Kibby hizo
añicos los edificios, despedazó las colinas de cartón piedra,
arrancó las vías y arrojó las locomotoras al otro lado de la habi-
tación, saqueando la población a escala como una de aquellas
bestias enloquecidas de las antiguas películas de terror.
Sin embargo, la adrenalina se desvaneció de modo tan mis-
terioso como había surgido y de pronto se apoderó de él el ago-
tamiento, que lo dejó varado y tendido sobre el suelo, sollozan-
do suavemente entre los escombros. Al poco rato, desplazó la
mirada vidriosa al otro lado de la habitación, hacia la brillante
locomotora granate y negra, destrozada y desparramada entre
los restos. Vio la placa de color oro y negro con las palabras CITY
OF NOTTINGHAM grabadas en el lateral.
El R2383 BR Princess Class City of Nottingham. Tenía roto
el eje. Lo recogió, sosteniéndolo contra su pecho como si fuera
un primogénito recién nacido atropellado fatalmente por un co-
che que pasaba por ahí. Mientras lloraba lentamente levantó la
cabeza y contempló las colinas de su padre, en otro tiempo mag-
níficas, ahora arrasadas y convertidas en basura.
468
Las colinas que construyó papá...
NO...
¿Qué es lo que he hecho?
Y volvió a bajar las escaleras de aluminio, ahora sin preocu-
parse de los ruidos discordantes que hacía al pisar presuroso
cada escalón, y pensó que ahora ya estaba preparado para morir.
Sería lo mejor para todos.
Pero quizá antes tenga que morir otro.
Era como si tanto Caroline Kibby como Danny Skinner se
hubieran dado cuenta de que existía una forma de amor de na-
turaleza tan empírea que la ventana de la oportunidad para el
congreso carnal sólo se abría por un breve espacio de tiempo. Si,
por el motivo que fuera, uno no era capaz de atravesarla, volvía
a cerrarse para siempre.
El aroma de su cabello. Sus preciosos y profundos ojos castaños.
Esa piel tan hermosa..., ¡cómo cambia bajo mi tacto, como si mi
proximidad lo corrompiese todo! No puedo estar con ella: de esa for-
ma no.
Y, no obstante, ¿de qué otra forma podía ser?, se preguntó
mientras bajaban por Constitution Street con fría formalidad,
cogidos del brazo, sumidos en el silencio confuso y derrotado de
los amantes condenados al fracaso.
Caroline escarbó en su bolsa de maquillaje, sacó el tubo do-
rado de lápiz de labios y lo giró. Al emerger aquel fragmento es-
carlata, Skinner se imaginó su capullo asomando del prepucio
de idéntico modo.
Si...
Era la maldición que le había echado a su hermano lo que
los estaba jodiendo. Tenía que ser eso. Tenía tantos deseos de
contárselo, de decírselo a grito pelado: Estoy matando a tu her-
mano, le eché un maleficio. Lo hice porque no aguantaba su me-
diocridad, su sosería y porque llegaría más lejos que yo en la vida
por el hecho puro y simple de no tener demonios que lo retuvie-
469
ran. No podré tocarte hasta que no ponga fin a la maldición...
¿Quépodría decir ella ante eso?
Pero ¿quiénes son, esta familia tan extraña y a la vez tan pro-
saica? La hija universitaria, inteligente y rebosante de vida; el her-
mano enfermo, excursionista pringao, y la matriarca chiflada, te-
merosa de Dios y atormentada por la ansiedad. ¿Quién cojones será
esta gente? ¿Cómo cono era el padre?
Skinner pensó en el Kibby ausente, el que parecía haber
proyectado tan larga sombra sobre los demás. «Caroline, ¿qué
fue lo que le pasó a tu padre?»
Caroline se detuvo abruptamente bajo la farola de sodio de
color naranja, y le miró con expresión perpleja, con la misma
desconcertante sensación de intrusión que evidenciaba cuando
intentaba tocarla, lo que movió a Skinner a matizar el motivo de
su pregunta. «No, es que como la enfermedad de Brian empezó
poco después de la muerte de tu padre... ¿Le pasó a él algo pa-
recido?»
«Sí. Fue horrible..., fue como si los órganos internos se le
pudrieran desde dentro. Fue algo muy extraño, porque, al igual
que Brian, no bebía jamás.»
Danny Skinner asintió. Después de todo lo que había pasa-
do con Brian Kibby, empezó a acariciar la noción de que quizá
no hubiera maleficio alguno, que quizá se tratara sólo de la más
asombrosa de las coincidencias. Quizá Kibby padeciera la mis-
ma insólita enfermedad degenerativa que había padecido antes
su viejo. ¿Quién era él para suponer que tenía el poder de so-
meter a nadie a una maldición? Quizá sólo se tratara de su pro-
pia vanidad, retorcida y demencial, distorsionando todo lo que
le rodeaba.
No, tenía que alejarse de ellos si no quería acabar matándo-
los a todos, como probablemente había matado a su propio pa-
dre. Sólo que ahora Alan De Fretais parecía estar más vivo que
nunca: se informaba de que las ventas de Secretos de alcoba ha-
bían aumentado de manera espectacular a lo largo de la semana
470
anterior, volviendo a colocar el libro de cocina afrodisíaca en las
listas de supervenías. Los periódicos Scotland on Sunday, el
He-rald, el Mail on Sunday, el Observer y The Times publicaron
todos largos artículos sobre el mismo. Stephen Jardine
presentó un documental televisivo sobre la vida del «máximo
talento culinario escocés». En dicho programa, un graciosillo
profesional llegó a sostener que De Fretais nos había enseñado a
contemplar la comida de otra forma -de forma holística- y a
relacionarnos con ella de un modo completamente cultural y
social. Lo bautizaron como el «Padrino de la generación
culinaria».
Era un simple cabrón y punto, pensó Skinner, acordándose
del viejo chiste:
¿Quién dijo que el cocinero era cabrón?
¿Quién dijo que el cabrón era cocinero?
1
De repente aparecieron las luces del Shore, al otro lado de
Water of Leith. Skinner había insistido en corresponder a los
Kibby invitándoles a cenar en su marisquería favorita. Joyce
aceptó encantada pero le preocupaba la reacción de Brian. Cu-
riosamente, éste no tuvo nada que objetar, si bien no mostró el
menor entusiasmo. «Que lo paséis bien», dijo, aunque en un
tono distante y vacuo.
«Pero, Brian..., tú también estás invitado», había chillado
Joyce con incredulidad.
«Iré si me siento en condiciones», dijo Kibby, con las ganas
de pelea muy aminoradas tras destrozar —cosa de la que se arre-
pentía profundamente— el ferrocarril y la población a escala.
Pero en el mismo momento en que protestaba, era consciente
en lo más profundo de su corazón de que de ningún modo iba
a estar ausente, convirtiéndose de ese modo en el objeto unila-
1. Juego de palabras utilizando la polisemia de las palabras cook y cunt.
(N. del T.)
471
teral de la propaganda tendenciosa de Skinner. Tenía una sola
idea grabada a fuego en su cerebro: tengo que protegerles de ese
hijo de puta.
Mientras atravesaban los adoquines, Skinner echó un vista-
zo por un callejón y vio que algo se movía. Era una gaviota, y
parecía tener la cabeza y el pecho cubiertos de sangre. Estaba
oculta entre las bolsas de desperdicios de los restaurantes. «Fíja-
te..., pobre cabrona», dijo Skinner.
«No es más que una gaviota», se mofó Caroline.
«No, está cubierta de sangre..., la habrá atacado un gato
mientras hurgaba entre las bolsas... Tranquila, compañera», dijo
Skinner, agachándose y aproximándose al ave aterrada.
La gaviota graznó, emprendió súbitamente el vuelo y pasó
de largo, perdiéndose en las alturas.
«Era salsa de tomate, Danny», le explicó Caroline. «Estaba
escarbando, abriendo las bolsas de basura.»
«Vale», dijo él, apartando la cara para que ella no viera sus
lágrimas, aquellas extrañas lágrimas vertidas por la gaviota soli-
taria.
Cuando llegaron a Skipper's Bistro, vieron enseguida a
Joy-ce, que aguardaba a la entrada del restaurante, demasiado
nerviosa para entrar ella sola.
«Hola, mamá...», dijo Caroline, besándola en la mejilla, tras
lo cual Skinner hizo lo propio. «¿Brian no ha venido?»
«No le he visto hoy, ha ido al centro... Dijo que a lo mejor
vendría.»
«Pues ya estamos listos», dijo Skinner, haciendo un gesto
con la cabeza y echando un vistazo por encima del hombro de
Joyce. Ella y Caroline se volvieron para ver qué era lo que mira-
ba. De entre la niebla y la noche surgió una figura casi informe,
aproximándose lentamente hacia ellos. Parecía menos un ser hu-
mano de verdad que un fragmento de la insulsa oscuridad que
hubiera cobrado vida.
«¡Aquí está en persona! Así que al final has conseguido Ue-
472
gar», dijo Danny Skinner con una sonrisa cautelosa según iba
acercándose Brian Kibby.
«Eso parece», fue la cortante respuesta de Kibby.
Skinner abrió la puerta del restaurante e hizo pasar al inte-
rior a Caroline y Joyce. La mantuvo abierta para Kibby, articu-
lando un escueto y excesivamente teatral «Después de ti».
«Tú primero», le soltó Kibby.
«Insisto», dijo Skinner, y su sonrisa alargada desconcertó a
Kibby. Hacía frío y estaba desesperado por entrar y calentarse,
de modo que entró a trompicones por la puerta con Skinner pi-
sándose los talones.
Después de que una muchacha recogiese sus abrigos, toma-
ron una copa en el bar; Kibby sorbía un zumo de tomate bajo
la mirada aprobadora de Joyce. «¡Qué tal, Charlie!», exclamó
Skinner, saludando con entusiasmo al chef, que había salido de
la cocina; ambos intercambiaron las gentilezas de rigor durante
unos minutos.
«En tu trabajo debes conocer a muchos chefs, Danny», co-
mentó Joyce, evidentemente impresionada.
«Alguno que otro..., aunque no tantos como quisiera», dijo,
envolviendo sus palabras en un manto de tristeza.
Joyce estaba tan emocionada que no captó la nota lúgubre
de su tono. Se volvió hacia su hijo, cuyos ojos estaban clavados
en el anaquel de las bebidas. «Apuesto a que tú también cono-
cerás a unos cuantos chefs de cuando trabajabas en el ayunta-
miento, ¿no, Brian?»
«A mi nivel no», dijo éste con voz queda.
Les acompañaron a una mesa y a instancias de Joyce pidie-
ron una botella de vino. Skinner se mostró reacio en un princi-
pio, pero después echó un vistazo a Kibby y dijo: «Últimamen-
te yo ya no bebo tanto como antes, pero quizá una sola copa...
¿Cómo era aquello? Una comida sin vino es como un día sin
sol.»
Brian Kibby miró con gesto expectante a Joyce, quien tor-
473
ció la cara, por lo que éste prefirió llenar su copa de agua mi-
neral.
Sigue siendo un puto niño de mamá, pensó Skinner despia-
dadamente. Vio el televisor de la esquina, lleno de imágenes de
la ocupación de Irak y propuso un brindis. «A buon vino non
bi-sogna fasca.»
Ni uno de los Kibby tenía la menor idea de lo que había di-
cho, pero sonaba muy impresionante, sobre todo a oídos de
Joy-ce. Estaba muy emocionada con la comida; jamás había
visto ni probado una lubina como la que le trajeron. Caroline,
por recomendación de Skinner, según se fijó Brian Kibby, se
sumó a él pidiendo un San Pedro. Por su parte, Kibby optó por
el lenguado. El pescado estaba excelente; para Joyce, que rara
vez salía de noche, la velada estaba siendo todo un placer. «Este
pescado está muy fresco», dijo agradecida. «¿El tuyo está fresco
y sabroso, Danny?»
«¿Fresco? Aún no había terminado de oír los últimos ecos de
la extremaunción cuando empecé a exprimirle el limón enci-
ma», bromeó éste.
Todos se rieron salvo Brian Kibby, aunque Joyce se sintió
satisfecha de ver que, pese a mostrarse bastante hosco, no se
mostraba abiertamente hostil con Danny. «¿Y tú qué tal cocinas,
Danny?», preguntó.
«Me paso la vida emulando a cualquiera que esté en el can-
delera, Joyce. Pruebo las recetas del libro de cocina de cualquier
cocinero televisivo -Rhodes, Ramsay, Harriott, Smith, Nairn,
Oliver, Floyd, Lawson, Wbrrall-Thompson- y me esfuerzo fiel-
mente por reproducir sus obras, siempre y cuando lo permitan
las exigencias del mercado local, claro...»
«¿Y qué me dices de nuestro viejo amigo De Fretais?», in-
quirió Kibby, repentinamente desafiante. Skinner sintió que se
le aceleraba el pulso. De pronto, se quedó paralizado de temor.
«¡Decías que su cocina era un estercolero! ¿Te acuerdas, Danny?»
Pero qué cono...
474
«Qué horror», comentó Joyce, «el pobre hombre se encon-
traba en la cima de su carrera profesional... Y tan buen cocine-
ro, además.»
De Freíais...
«Pues a mí me parecía un auténtico asqueroso», dijo Caroline.
Mi viejo..., lo maté...
Joyce frunció los labios ante lo que acababa de decir su hija.
«¡Vaya forma de hablar de los muertos!»
... era un pervertido, un explotador...
«¿Y tú qué piensas, Danny?», insistió Kibby.
Kay. Es una chica tan encantadora. Lo único que quería era
bailar. Hacerlo bien. ¿Qué cono tenía eso de malo? Tendría que ha-
berla apoyado. Tendría que...
Skinner pensó en su antigua prometida, tendida en aquella
cama de hospital. «Fue algo muy de lamentar», dijo con triste-
za; entonces volvió a sentir rabia al evocar la imagen de De
Fre-tais encima de ella. «Yo era muy crítico con el estado de su
cocina, eso lo sabemos todos, y tú también, Brian. Por
desgracia, nunca obtuvimos el respaldo necesario de las altas
esferas. Como sabrás, durante mucho tiempo abogué por
cambiar los procedimientos de inspección para que fuera más
difícil que los inspectores mantuviesen relaciones poco
apropiadas con los De Fretais de este mundo...», observó a
Kibby mientras éste se ruborizaba y se avergonzaba, «pero no
me apoyaron. Personalmente, sin embargo, he de reconocer que
De Fretais era un cocinero del carajo. De modo que sí, no
dudaría en añadir su nombre a la lista de gente a la que, sin
vergüenza alguna, he tratado de emular en la cocina.»
Kibby agachó la cabeza.
Skinner se volvió de nuevo hacia Joyce. «Pero, ¡ay!, con
poco aplomo. De manera que hago lo que puedo, Joyce, pero
no acabo de estar a tu nivel.»
Joyce se llevó la mano al pecho e hizo ojitos, como una co-
legiala: «Qué amable eres, Danny, pero yo no soy nada del...»
475
«Haces unas sopas muy buenas», saltó su hijo, enfurruñado.
«Para mi gusto tienes demasiada predilección por la carne
roja», terció Caroline.
Fijándose en el pescado que Caroline tenía en el plato,
Joy-ce replicó: «¡Menuda vegetariana está hecha la señorita!»
Caroline se revolvió en el asiento.
«La estoy quitando de todas esas bobadas», bromeó Skinner,
mientras Caroline protestaba propinándole un ligero golpe con
el codo. Ambos se preguntaron con ansiedad cómo era posible
que mostrasen la confianza de unos amantes mientras seguían
sin poder consumar su amor.
Su vello púbico será tan rubio como el pelo de su cabeza, dul-
ce y delicado; me encantaría mordisquearlo como si fuera un
cor-derito alimentándose de hierba virgen, pero nunca la conoceré
en ese sentido, no como conocí la sudorosa masa de Mary...
«Sí, claro. Cuando las ranas críen pelo», le reprendió Caro-
line a su vez.
Brian Kibby trató de lanzarle una mirada penetrante a su
hermana pero ella ni siquiera le veía.
¡Te tiene dominada, joder!
Joyce se lo estaba pasando bien, y bebía a buen ritmo, poco
acostumbrada al vino que Skinner no dejaba de servirle.
«¿Alguna vez vas a la iglesia, Danny?», le preguntó ella con
toda seriedad.
«Religiosamente», dijo Skinner, provocando la carcajada de
Caroline y una sonrisa compungida de Joyce. Kibby permane-
ció impasible. «No, he de reconocer que no, Joyce», prosiguió,
prescindiendo del tono frivolo, «pero tengo entendido que tú sí
asistes con regularidad.»
«Desde luego. Me fue de gran consuelo cuando mi Keith...»
Reprimió una lágrima de emoción y miró a su hijo. «... y por su-
puesto, cuando aquí el señorito estaba tan enfermo.»
Ante el tono condescendiente de su madre, Kibby sintió
cómo irrumpía su preadolescente interior. Apuró el agua mine-
476
ral y se sirvió una copa de borgoña blanco. «Una sola no me
hará daño», le dijo a Joyce mientras ésta hacía un mohín, antes
de volverse sardónicamente hacia Skinner y agregar: «Un poco
de lo que a uno le apetece, ¿no es eso, Danny?»
Skinner se fijó primero en la cara de Kibby y después en la
expresión de desaprobación de su madre, antes de levantar los
brazos en un simulacro burlesco de rendición. «¡A mí dejadme
al margen de ésta!»
No obstante, hubo varias más al margen de aquélla, y ense-
guida fue a parar sobre la mesa otra botella.
A medida que bebía, Kibby se iba envalentonando. Miró a
Skinner desde el otro lado de la mesa. «La gente critica a la po-
licía hasta que el robo o la paliza se la llevan ellos, ¿no, Danny?»
Skinner se encogió de hombros, preguntándose adonde
pretendía llegar Kibby con aquello.
«Lo digo porque me acabo de acordar de aquella vez en que
te pegaron una paliza en el fútbol. Supongo que en ese mo-
mento te habrías alegrado de que intervinieran.»
«Seguro que a alguien le habría venido bien», dejó caer
Skinner con una sonrisita de suficiencia.
«¿La policía?», preguntó Joyce, preocupada y ansiosa. «¿Qué
pasa con la policía?»
«¿Te suena "Walking on the moon", el tema de Pólice?», le
preguntó Skinner, guiñándole un ojo. Joyce sonrió. No sabía de
qué le hablaba.
Después de que hubiesen caído unas cuantas botellas más
de vino, quedó claro que Joyce Kibby se lo estaba pasando pero
que muy bien. «Confieso... que me siento un poco mareada»,
dijo con una risa tonta, aliviada de ver a Brian y Danny lleván-
dose un poco mejor. Entonces la habitación empezó a dar vuel-
tas y Joyce empezó a atragantarse y enrojecer.
«Santo cielo...»
«Mamá, ¿estás bien?», le preguntó Caroline, sin que le pa-
sara desapercibida la singular pero bienvenida coincidencia de la
477
ebriedad de su madre y la cortesía mutua que se mostraban su
novio y su hermano, por forzada que fuera. Pese a sentirse más
animada, sintió que el deber la llamaba. «Voy a llevar a mamá a
casa», anunció, poniéndose en pie.
«Sí, dejémoslo para otro día», asintió Skinner, haciendo
ademán de pedir la cuenta.
Kibby apuró su doble brandy y pidió otro. «La noche es jo-
ven», sonrió con gesto vagamente siniestro, con los párpados
caídos y ocultos desde la perspectiva de Skinner, pese a que re-
lucían a la luz de las velas. «¿Qué pasa, Danny, colega, no aguan-
tas mi ritmo?»
Sólo Danny Skinner vio algo oscuro y etéreo en aquel apar-
te, algo que iba más allá de las bromas en estado de
semiem-briaguez entre dos viejos compañeros de trabajo.
El día se pasa entre risas y canciones...
«Vosotros dos quedaos a tomar una copa si os apetece», dijo
Caroline, tratando de levantar del asiento a su temblorosa y des-
concertada madre.
Mientras Skinner reprendía gentilmente a Joyce por haber
bebido más de la cuenta, Brian Kibby se volvió hacia Caroline
y le tiró del brazo. Ella se preparó para otro de sus ataques con-
tra su galán, pero él se limitó a mirarla con tristeza y gemir en
voz baja: «La he roto, hermanita. La vía férrea. He destrozado el
ferrocarril de papá. Estaba deprimido, me volví loco. Me siento
tan mal...»
Caroline captó el terrible dolor de su mirada. «Ay Brian...,
quizá puedas repararlo.»
«Hay cosas que no tienen arreglo. Se quedan rotas», se que-
jó Kibby, abatido, antes de volverse para mirar a los demás co-
mensales y concentrarse en Skinner, que había captado el co-
mentario y le miró fijamente a su vez.
Mientras la camarera se aproximaba con los abrigos, Caro-
line notó cómo se disparaba la tensión, y se despidió renuente.
Sin embargo, Skinner sólo la vio mover los labios, porque ese
478
gesto y aquel comentario supuestamente inofensivo confirma-
ron su certeza de que, de algún modo, Kibby sabía lo del male-
ficio.
Lo sabe. Y ahora nos matará a ambos bebiendo.
Durante uno o dos segundos el pánico se apoderó de él,
pero Danny Skinner aceptó la invitación a seguir bebiendo,
pues sentía que no tenía demasiadas opciones. Se vio sacudido
por una vorágine de sensaciones, pero una idea predominaba
sobre las demás: se estaban destruyendo el uno al otro, y había
que hacérselo ver a Brian Kibby.
De modo y manera que los dos extraños compañeros de bo-
rrachera se despidieron de las mujeres y se fueron al pub adya-
cente. Skinner miró a Kibby. Daba la impresión de estar prepa-
rándose para algo más que una borrachera; se sentó en el
taburete de la barra con la fuerza de un gladiador.
Mientras miraba a su adversario la mente de Skinner no pa-
raba de dar vueltas y revueltas. «Bri..., esto es una tontería. Esta
forma de beber no es buena para ninguno de los dos. Hazme
caso, lo sé muy bien.»
«Tú haz lo que te salga de los huevos, Skinner, yo estoy de
pedo y me la suda todo», dijo Kibby, llamando la atención de la
camarera con un gesto.
«Mira, Bri...», empezó Skinner, pero Kibby ya tenía delan-
te una pinta y un whisky doble, de modo que el instinto de con-
servación le obligó a hacer otro tanto.
A Kibby no puede quedarle demasiado aguante; otra
megabo-rrachera le pondrá tan enfermo que le dejará postrado en
la cama e incapaz de acercarse ni a pubs ni a tiendas de licores, y
por consiguiente, incapaz de perjudicarme. Entonces podré
convencerle de que está haciendo el primo.
«No serás capaz de aguantar mi ritmo, Brian», dijo Skinner,
levantando su copa y agregando en tono escalofriante, «no hay
forma de que me ganes.»
«Pero anda que no lo voy a intentar, Skinner», le espetó
479
Brian Kibby en respuesta. «¡Y ahora que mi madre y mi herma-
na se han ido ya no hace falta que estés tan empalagoso!»
Y llevó hasta sus labios agrietados un vaso de absenta que
Skinner ni siquiera le había visto pedir.
Venga, Skinner. Hagámoslo. Hagámoslo, joder. Absenta,
whisky, cerveza, vodka, ginebra, alcohol de quemar, lo que te dé la
puta gana. A ver si hay huevos. ¡A ver si hay huevos, malvado y ba-
boso bastardo muíante de Satanás!
Que Dios me ayude.
Ayúdame, Señor.
Skinner miró a Kibby de arriba abajo. Ni siquiera sonaba
como el de antes. Pero, aun así, que sejoda, pensó, viendo una
aparición fantasma del viejo Kibby, la víctima propiciatoria a la
que le había tendido la mano de la amistad, pero que, temero-
so de la vida, se había escabullido para regresar a su concha de
pelele. «Por mí perfecto», dijo. «Ah, y por cierto, sea lo que sea
que imagines que te he hecho, te aseguro que es muy poco para
lo que te mereces», dijo con sorna mientras daba grandes tragos
a su copa.
El caso es que, incluso en el momento de proferir aquellos
improperios, se daba cuenta de que, paradójicamente, Kibby ya
no le desagradaba.
Ya no es el aplicado, pelotillero e irritante lameculos de anta-
ño. Se muestra cáustico, amargo, vengativo y obsesionado; es exac-
tamente ig..., no..., no...
No...
Que te den, Kibby, yo tengo que coger un avión.
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42. EL DIARIO
Cuando salimos del taxi y nos metemos de nuevo en casa,
dejo a mamá sentada ante el televisor, borracha y mareada.
Nunca la había visto en semejante estado. No para de largar
acerca de mi padre, contándome lo bueno que era, y de repe-
tirme que Danny es muy buen chico y que Brian y él ya son
amigos.
Tengo muchas dudas acerca de esto último, y me sentí muy
reacia a dejarlos solos porque allí pasaba algo, pero ellos insis-
tieron y yo tenía que llevar a mi madre a casa como fuera.
Ahora sigue dale que te pego acerca de mi padre; no para de
hablar de lo mucho que le quería. Entonces se vuelve hacia mí,
y con expresión casi airada, baja la voz y dice: «Por supuesto, tú
siempre fuiste su favorita. Siempre dicen que si los padres y las
hijas, y las madres y los hijos.» Tose, y de repente los ojos se le
ensanchan, llenos de fervor fanático. «Pero yo te quiero,
Caroli-ne, te quiero muchísimo. Lo sabes, ¿no?»
«Por supuesto que sí, mamá...»
Se levanta, y acercándose a trompicones, me abraza. Me es-
trecha con una fuerza sorprendente, y se aferra desesperada-
mente a mí, sin soltarme. «Mi chiquitina, mi chiquitína boni-
ta», me dice ahogándose entre las lágrimas. Sus convulsiones me
estremecen. Yo acaricio sus rizos teñidos, fijándome con tacitur-
481
na fascinación en las canas que van saliéndole en las raíces de las
sienes.
Pero empiezo a sentirme incómoda y le cuchicheo al oído:
«Mamá, voy a subir un momento.» Dije que iba a comprobar
una cosa. Como me mira con cara de perplejidad por un se-
gundo, añado «para Brian», lo cual parece aplacarla y hace que
me suelte.
«Brian...», repite en voz baja, antes de empezar a murmurar
una oración, o ponerse a recitar un pasaje de las Sagradas Escri-
turas, mientras salgo de la habitación.
Subo al desván y tiro del quizque, abriendo la trampilla y li-
berando la escalera de aluminio. La bajo y empiezo a subir. El
perno que las sujeta está desgastado, y los peldaños vibran omi-
nosamente bajo mi peso. Me siento aliviada al llegar arriba y
pongo los pies en el suelo del desván.
Enciendo las luces y veo que Brian lo ha destrozado de ver-
dad. Es como si la maqueta de la población hubiera sido bom-
bardeada. No sé si podrá ser restaurada; para mí que cualquier
cosa que puede construirse puede restaurarse, pero va a ser un
trabajo arduo. Dudo que Brian esté en condiciones de hacerlo
en estos momentos. Una parte de mí se plantea ofrecerme a ayu-
darle, pero luego pienso en lo ridículo que resultaría. No sabría
ni por dónde empezar.
Contemplo el desbarajuste, mirando las colinas rotas que
fabricó papá con todo aquel cartón piedra. Me acuerdo de
que le ayudé a prepararlo en un gran barreño de color naranja que
guardábamos debajo del fregadero. De manera que sí que apor-
té mi granito de arena, en mayor medida de lo que yo misma
suponía. Ahora que lo pienso, lo hicimos entre todos. Yo era
muy pequeña, pero recuerdo que me emocionó poder echar una
mano. ¿En qué momento empecé a censurar todo lo bueno que
hubo en nuestra vida? ¿En qué momento empezaron a
parecer-me un rollo carca y vergonzante todos esos maravillosos
recuerdos de convivencia y diversión?
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Intento volver a unir las dos partes de una colina rota. Algo
se desprende del interior y cae al suelo con un ruido sordo. Pien-
so que será un soporte de madera de una parte del armazón o
algo así, pero en el suelo veo lo que parece un grueso diario. No
es un diario, sin embargo: es un cuaderno con renglones, y la le-
tra es de papá. En el interior de la tapa lleva pegada una nota.
Algún día alguien encontrará este cuaderno. Mi mujer y
mis hijos conocerán entonces la verdad con la que yo llevo
conviviendo tantos años. Joyce, Caroline, Brian, os pido por
favor que creáis dos cosas que voy a deciros. Lo primero es
que antes de que entraseis a formar parte de mi vida era una
persona muy distinta de la que soy ahora. Lo segundo es que
esté donde esté ahora, os quiero más que nunca.
Que Dios os bendiga.
Empiezo a leer el libro. La mano me tiembla de tal forma
que tengo que dejarlo en el suelo. Al llegar a determinado pasaje
se me hiela la sangre.
Apenas puedo creer que él no dijera una palabra. Acci-
dente laboral, lo llamaron. Los dos sabíamos que no había
sido así, y supongo que ella también.
Fue algo superior a mis fuerzas. Estaba desquiciado por
la ira y por el alcohol. Es muy importante para mí dejar
constancia escrita de ello.
Me llamo Keith Kibby y soy un alcohólico. No sé cuán-
do empecé a beber. Siempre lo he hecho. Mis amigos siem-
pre habían bebido. Mi familia siempre bebió. Mi padre era
marino mercante y pasaba mucho tiempo embarcado. Aho-
ra entiendo la vida tan estupenda que era para un alcohóli-
co hacerse a la mar. Mientras estás embarcado te puedes de-
sintoxicar; la mar es el único lugar en el que no se te incita
a beber. No hay pubs, ni anuncios, ni priva. Pero nadie bebe
483
484
como un marino y cuando mi padre volvía a casa bebía y
bebía. Los recuerdos que tengo de él en estado sobrio son
pocos y fugaces.
Fui criado en lo fundamental por mi madre. Tuve un
hermano menor que murió siendo un bebé. Un día llegué a
casa del colegio y encontré a mi madre llorando en compa-
ñía de mi tía Gillian y la cuna vacía. Muerte súbita, dijeron.
La gente también decía que después de aquello mi madre y
mi padre jamás volvieron a ser los mismos. También decían
que papá empezó a beber más que nunca.
Según iba creciendo, empecé a andar por ahí con algu-
nos de los chicos de la localidad. Durante la adolescencia
nos volvimos pendencieros, cosa que suele suceder cuando
los chicos forman pandillas. Algunos éramos duros, y otros
sólo hacían ver que lo eran. Nos bautizamos como los
Toll-cross Rebels. Estábamos orgullosos de ser como
éramos. Nos zurrábamos con otras pandillas y bebíamos
mucho. Yo bebía más que la mayoría.
A los dieciséis años dejé la escuela de Darroch. Cuando
fui a ver al tío de la oficina de orientación profesional, me
dijo que tomara asiento y me entregó una tarjeta para que
la llevase a los ferrocarriles. Me formé como cocinero en
British Rail. Fui a Telford College a estudiar en las horas de
formación que nos concedía la empresa. Allí asistí al curso
de cocina del City and Guilds of London Institute.
Nunca me gustó ser cocinero. No tenía aptitud alguna
y me molestaba estar encerrado y sudando en una cocina
calurosa. Trabajaba en los trenes que viajaban entre Edim-
burgo y Londres, en los vagones-restaurante. A mí lo que
me habría gustado era ir en cabeza, conduciendo el tren, no
encerrado en una cocina angosta calentando comida
preco-cinada para hombres de negocios. Como a tantos
chavales de mi colegio, la orientación profesional que me
ofrecieron era muy pobre.
Los Tories, con Thatcher a la cabeza, habían llegado al
poder y lo estaban clausurando todo. Me volqué en las ac-
tividades sindicales y adquirí «conciencia política», como
nos gustaba llamarlo entonces. Acudí a mítines, participé en
marchas y manifestaciones, y formé parte de piquetes. Leía
mucha historia y también acerca del socialismo y las posibi-
lidades de una vida mejor que éste ofrecía a la gente traba-
jadora.
Pero veía que, en gran parte, aquello eran castillos en el
aire. El sistema siempre vencería, siempre podría arrojar mi-
gajas suficientes de la mesa del rico para asegurarse de que la
gente de a pie se atrepellase una a otra para hacerse con ellas.
Me desencanté al convencerme de que el mundo nunca lle-
garía a ser el lugar justo e igualitario que yo quería que fue-
se. Así que bebí más. Por lo menos, así era como lo veía yo
en aquel entonces. Seguramente no era más que una excusa.
Me hacían falta excusas, pues no quería ser como mi
padre, que se ponía violento cuando bebía. De joven, cuan-
do él le pegaba a mi madre, le plantaba cara. Nos peleamos,
nos peleamos físicamente, borrachos perdidos. Mi padre era
un hombre brutal, y supongo que yo también aprendí a ser-
lo para poder plantarle cara. Una vez, después de una pelea,
los dos acabamos en urgencias. A veces mi madre le aban-
donaba, pero siempre acababa volviendo.
En aquel entonces en mi vida no había demasiado
amor, pero tenía la música. Al margen de la política, mi
gran pasión era ésa, concretamente el punk rock; cuando
apareció me encontré en mi elemento, pues en cierto modo
combinaba ambas cosas. Lo hacían jóvenes de a pie como
nosotros, que venían del mismo tipo de lugares que noso-
tros, y no superestrellas ricas y mimadas que vivían en man-
siones en Surrey. En aquella época, en Edimburgo había al-
gunos grupos locales estupendos: Valves, los Rezillos, los
Sears, los Skids, los Oíd Boys y Matt Vynil and Decorators.
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Es curioso que los medios de comunicación tachasen al
punk de violento, porque en aquella época lo que me apartó
a mí de la violencia callejera de las pandillas de Edimburgo
fueron a los conciertos de música punk. A través del punk me
enamoré de una chica que conocí en un concierto de los
Clash. Se llamaba Beverly y era una auténtica punk. Tenía el
pelo teñido de verde y a menudo llevaba un imperdible en la
nariz. Era una chávala de lo más salvaje, aunque también te-
nía un lado muy tierno. Destacaba por el solo hecho de ser
una chica, porque la verdad es que no había demasiadas chi-
cas guapas a las que les gustase el punk. Comparado con ella,
supongo que yo no hacía más que aparentar: era punk los
viernes y luego me vestía de discoteca para ir a Busters o
An-nabel's el sábado, a conocer chicas.
Pero en aquellos sitios nunca conocí a ninguna como ella.
A Beverly aquello le sacaba de quicio; siempre me esta-
ba llamando «punk de escaparate». Trabajaba de camarera
en el Archangel Tavern, donde se hizo famosa por su pelo
verde. Decían que el público que se congregaba allí era bo-
hemio. A mí, sin embargo, no me gustaban; los veía dema-
siado pijos para mi gusto.
Tampoco es que me importaran. Por primera vez en mi
vida, estaba enamorado.
Beverly tenía amistad con algunos de los cocineros. Eran
cocineros de restaurante y menospreciaban a las chachas de fe-
rrocarril como yo. El tal De Fretais era uno de ellos, sólo que
entonces no se llamaba De Fretais. Iba a mi clase en Telford.
Mi forma de beber siempre fue un problema. Si a eso le
añadíamos el genio de Beverly formábamos una mezcla vo-
látil. Ella iba por libre y estaba viéndose con este otro tío a
la vez que conmigo. Él también era cocinero, en el Nort-
hern Hotel. Yo no le conocía pero me habían hablado de él.
Los trabajadores de los hoteles y de los restaurantes tienden
a confraternizar a causa de los horarios.
Beverly se quedó embarazada justo después de que ella
y yo nos enrollásemos; no quiso decirme si el crío era mío o
del otro. Era batería además; tocaba con los Oíd Boys. Yo
no le conocía pero le odiaba. ¿Por qué no? Trabajaba de chef
en un sitio mejor que el mío, era un punk auténtico que to-
caba en un grupo, y Bev, que a mí me tenía loco, le quería
más a él. No fui capaz de asimilarlo.
Una noche, la cosa se salió de madre. Estaba borracho
y muy cabreado con la situación, y cometí la mayor estupi-
dez de toda mi vida. Fui a ver al otro tío para intentar zan-
jar el tema. Fue horrible. Fui a su lugar de trabajo y discutí
con él en la cocina. En aquel momento por ahí no había na-
die más. No me tomó en serio, me mandó a freír espárra-
gos. Mientras me alejaba, gritándole, me hizo un corte de
mangas y me dijo «Anda y que te den por culo, gilipollas»
en un tono de lo más despectivo. Cuando lo pienso, hizo
bien; un borracho se presenta en tu lugar de trabajo dando
voces, ¿de qué otra forma ibas a reaccionar? Pero yo estaba
bebido y traumatizado por los celos, y me enfurecí y perdí
la cabeza del todo.
El tío me había dado la espalda, y arremetí contra él; le
cogí por la nuca y le metí la cabeza en lo que, aturdido por
el alcohol, tomé por una olla llena de sopa. No lo era. Re-
sultó ser el aceite de una freidora. Gritó: jamás he oído nada
tan espeluznante como ese grito, aunque supongo que yo
también grité, porque a mí se me quemaron las manos. La
olla volcó y salí corriendo de la cocina sin mirar atrás. Un
portero me vio, pero lo aparté de un empujón y murmuré
algo acerca de un accidente. Por aquella época ni siquiera
conocía su nombre completo. Después descubrí que se lla-
maba Donnie Alexander. Fui a casa y cuando desperté pen-
sé que quizá habría sido todo un sueño. Pero mis manos
abrasadas me decían que no había sido así. Él sufrió terri-
bles quemaduras en el rostro y quedó muy desfigurado. Por
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48S
algún motivo nunca me delató. Dijo que había sido un ac-
cidente. Yo no podía acudir al médico con las manos en ese
estado. Sufrí dolores durante semanas; sabe Dios cómo lo
pasaría el pobre Donnie.
Él no dijo nada, pero Bev sabía que había sido yo. No
hacía falta ser un genio para llegar a esa conclusión. Se negó
a verme, incluso en el momento en que se encontraba a pun-
to de dar a luz. Me amenazó con contarle a la policía lo que
había hecho si me acercaba siquiera a ella. Y no bromeaba.
Beverly era una tía muy testaruda. Yo la quería, pero a quien
ella quería de verdad era a Donnie. ¿Cómo reprochárselo? Yo
era un borracho y el problema de los borrachos es que siem-
pre llega un momento en el que acabas harto de ellos estaba
con él antes de que yo apareciera, sólo que habían reñido de
mala manera. A veces pienso que sólo me utilizó para ven-
garse de él. Yo habría hecho cualquier cosa por ella.
Entonces nació el crío. Un chico. Sé que era hijo mío,
lo sé.
Lo peor, sin embargo, fue cuando me enteré de la
muerte de Donnie Alexander. Yo le había desfigurado. Se
marchó a trabajar a un pequeño hotel de Newcastle. Luego
me enteré de que había muerto. Se suicidó en su habitación
alquilada. Fue todo culpa mía; para el caso, tanto hubiera
dado que le hubiese asesinado.
Es muy importante para mí dejar todo esto por escrito
de la manera más sincera posible.
Acudí a Alcohólicos Anónimos y me reformé; después
empecé a acudir a la iglesia. Yo jamás había sido creyente;
de hecho, era todo lo contrario, y lo cierto es que sigo sien-
do escéptico, pero aquello me proporcionó la fuerza para se-
guir sobrio. Me olvidé de la política, aunque seguí siendo
miembro del sindicato. Dejé de ver a todos mis viejos ami-
gos. Hice un curso de reciclaje con British Rail, primero
para guardavía, y luego para maquinista. Me encantaba el
trabajo, la soledad y sobre todo la belleza de la ruta de las
West Highland.
A través de la iglesia conocí a Joyce y con ella construí
una nueva vida. Tuvimos dos hijos maravillosos. Con poste-
rioridad, sólo volví a probar el alcohol en contadas ocasio-
nes. En aquellas recaídas reaparecía mi viejo yo: amargado,
sarcástico, agresivo y violento. Cuando bebía, me convertía
en un psicópata.
Lo del chico de Bev me hizo sufrir terriblemente, pero
llegué a la conclusión de que estaría mejor sin mí. Ella abrió
una peluquería, y al parecer no le iba mal. Fui a verla a la
tienda una vez, algunos años más tarde. Quería saber si po-
día hacer algo por el chico. Pero Bev me dijo que no quería
tener nada que ver conmigo y que no se me ocurriera acer-
carme a él para nada; le había puesto de nombre Daniel.
Tuve que respetar sus deseos. Sí que le vi jugar al fútbol
algunas veces, asegurándome de que ella no me viera. Solía
romperme el corazón ver a los otros padres mimar a sus hi-
jos. A lo mejor no era sino una proyección de mi propio do-
lor, pero a menudo daba la impresión de ser un chiquillo de
lo más ensimismado y solitario. Recuerdo que una vez me-
tió un gol durante un partido, una vez que ella no estaba
allí; me acerqué a él después y le dije: «Buen partido, hijo.»
Se me hizo un gran nudo en la garganta cuando su mirada
topó con la mía; tuve que reprimir las lágrimas, dar media
vuelta y marcharme. Fueron las únicas palabras que jamás
le dije, aunque en la cabeza le he dicho miles. Pero al final
tuve que dejarlo estar, pues tenía que pensar en Brian y
Ca-roline, y por supuesto en Joyce. Tenía que cuidar de
ellos lo mejor que supiera.
Se lo conté todo a Joyce. Creo que fue un error. Dicen
que la verdad te hace libre, pero ahora sé que eso no es más
que una bobada autocomplaciente. A lo mejor te hace libre
a ti, pero puede llegar a hacer estragos entre los que te ro-
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deán. A Joyce le hizo tanto daño que sufrió una crisis ner-
viosa; no creo que desde entonces haya vuelto a ser del todo
la que era.
Ahora, supongo, vuelvo a hacer lo mismo: soltar verda-
des autocomplacientes para sentirme mejor, cuando sé que
eso podría hacer daño a las personas que más quiero. Creo
que uno tiene que ser lo bastante fuerte como para asimilar
las cosas y guardárselas. Pero cuando lo hago, siento dentro
de mí el ansia y la necesidad de salir a beber. Eso no puedo
hacerlo, y sólo ponerlo por escrito ayuda. Sólo espero que
cuando todos lo leáis, lo hagáis en una etapa de vuestras vi-
das en que podáis comprenderlo. Lo único que puedo decir
es que existen errores por los que uno no deja nunca de pa-
gar. Y aquellos a los que más quiere tampoco.
Brian, Caroline, en estos momentos es muy posible que
estéis leyendo esto. Quizá tú también, Danny. Si es así,
quiero que sepas que me dolió no tenerte cerca. No ha pa-
sado un solo día de mi vida en el que no pensara en ti. Es-
pero de todo corazón que el hecho de no tenerme cerca no
supusiera para ti absolutamente ninguna diferencia.
Joyce, te quiero; jamás, ni en un millón de años, podré
disculparme por todo el daño que te he causado. Os quiero
a todos y espero que sepáis perdonar mi estupidez y mi de-
bilidad.
Que Dios os bendiga a todos.
43. LEITHCALLING
Llovían frías cortinas de agua sobre un fondo de nubes os-
curas, azotando de forma amenazadora las ventanas del exterior.
Caroline entró con sigilo en la habitación, que sólo estaba ilu-
minada por el televisor encendido. Apenas distinguía la silueta
de su madre, acurrucada en el sillón.
Sobre la repisa de la chimenea, entre la luz parpadeante, vio
de forma intermitente la imagen de su padre de joven. Se apro-
ximó al retrato en blanco y negro y lo examinó como nunca an-
tes había hecho. En efecto, sí que tenía algo distinto; los ojos
desprendían una inquietud maníaca en la que hasta ese mo-
mento no había reparado, y en la boca había un mohín desafo-
rado. Ahora la fotografía parecía caracterizarle no como el hom-
bre tranquilo sentado en el sillón -religioso, recto y sobrio- sino
como un ser movido por grandes y a veces terribles impulsos
que se esforzaba a diario por reprimir.
Caroline se sentó en la silla situada junto a su madre, estre-
chando contra el muslo el cuaderno de aspecto inocuo que con-
tenía aquellas asombrosas confesiones. «Mamá, ¿cómo era papá
cuando le conociste?»
Joyce levantó la vista ante aquella distracción de la anestesia
que destilaba regularmente el tubo de rayos catódicos. Los efec-
tos euforizantes del alcohol se fueron agotando, lo que la había
491
dejado medio adormilada y desorientada. Con una sensación de
culpa lacrimógena, ahora le había dado por pensar que había
profanado la memoria de Keith al beber. Y había algo en el tono
de voz de su hija, algo amenazador... «No entiendo lo que quie-
res decir, era el de siempre, era...»
«¡No! ¡Era un alcohólico! ¡Tenía un hijo con otra mujer!»
Caroline se puso en pie y depositó el diario en el regazo de su
madre.
Con la mirada afligida y los ojos abiertos como platos,
Joy-ce miró el cuaderno y después a su hija, antes de
derrumbarse, acongojada, mientras caía al suelo el diario. Su
madre se le antojó a Caroline una masa más oscura e informe
que nunca. «Nunca la quiso..., ¡me quería a mí!», exclamó
Joyce, con un timbre de voz desesperado situado a mitad de
camino entre la súplica y la declaración. «Era cristiano..., era
un buen hombre...»
El estómago de Caroline, lleno de comida y bebida, se re-
volvía. Salió al pasillo; en la pared estaba colgado el teléfono y
sobre la estantería situada debajo de él estaban la guía telefóni-
ca y las páginas amarillas. Encontró el número del negocio de
Beverly enseguida, e hizo votos por que Bev Skinner figurase en
la guía por calles.
Había bastantes B. Skinner, pero sólo una en el distrito pos-
tal de Leith EH6: Skinner, B. F. Marcó el número con cuidado
y los nervios a flor de piel. Contestó una voz de mujer. «¿Sí?»
«¿Es usted Beverly Skinner?»
«Sí, soy yo», fue la brusca respuesta. «¿Quién quiere sa-
berlo?»
«¿Es usted la madre de Danny Skinner?», preguntó Caroli-
ne. La ira de aquella mujer alimentaba ahora su propia sensa-
ción de indignación y le infundía valor.
Al otro lado de la línea se produjo una brusca exhalación.
«A ver, ¿qué es lo que ha hecho ahora?»
«Señora Skinner, creo que quizá sea la hermanastra de
492
Danny. Me llamo Caroline, Caroline Kibby. Soy hija de Keith
Kibby. Tengo que verla. Tengo que hablar con usted.»
A esto le siguió un silencio tan largo y tan estremecedor que
Caroline quiso chillar de rabia en protesta. Justamente cuando
sospechaba que Beverly Skinner iba a colgar por la impresión re-
cibida, volvió a oír aquella voz, más pugnaz que nunca. «¿Cómo
has conseguido este número?»
«Estaba en el listín de teléfonos. Tengo que verla», repitió
Caroline.
Se produjo otro silencio, antes de que la voz dijera, en un
tono más resignado «Pues si está en el listín, ya sabes dónde
vivo.»
Caroline Kibby ni siquiera entró a despedirse de su madre.
Joyce estaba sentada, totalmente aturdida, con el cuaderno jun-
to a los pies. Al cerrarse de golpe la puerta principal, apenas se
estremeció.
Beverly Skinner colgó el auricular y se recostó en el sillón.
Cous-Cous, el gato, se le subió de un salto al regazo, y Beverly
comenzó a acariciar al animal, que empezó a ronronear de un
modo ruidoso, semejante a un ronquido, antes de salivarle en-
cima.
Había aguardado durante largo tiempo la llegada de aquel
día, reconcomida interiormente por una extraña sensación de
terror. Había supuesto que cuando llegase sería una experiencia
extrema: traumática o incluso catártica. Pero lo cierto es que fue
un anticlímax total. Estaba desilusionada. Se había propuesto
mantener la maligna influencia de Keith Kibby alejada de su
Danny durante todo el tiempo posible. Pero Danny se las había
arreglado para echar las cosas a perder por su cuenta, sin la ayu-
da de aquel gilipollas. El alcohol, las peleas..., en fin, ella había
hecho todo lo que había podido.
La chica que había llamado por teléfono era la hija del Gi-
lipollas, aquel psicópata violento y borracho. El que había su-
493
mergido la cabeza de su precioso Donnie en el aceite de freír.
Que le había desfigurado. Aquello acabó con él; abandonó el
grupo, abandonó su casa, la abandonó a ella... y lo hallaron
muerto. ¡Y ahora la hija del Gilipollas iba a venir a verla, ni más
ni menos! A Beverly le chocó que la chica pareciese bien habla-
da, no como el Gilipollas, pese a que cuando éste estaba sobrio
no dejaba de tener su labia. Claro está, por otra parte, que tales
ocasiones fueron muy contadas.
Probablemente le había dado una vida infernal a alguna otra
mujer. A lo mejor podemos cambiar impresiones. Pero sería tan ne-
gativo para Danny si se enterase de lo de su padre, si descubriera
que era...
Beverly oyó detenerse un coche frente a su casa. Inmediata-
mente, por el ruido sordo del motor, supo que era un taxi. Y
también supo quién iba dentro.
Se levantó y abrió la puerta, encontrándose con una joven
rubia que subía la escalera y la observaba desde el rellano.
Caroline vio inmediatamente a Danny en Beverly, en los
ojos y en la nariz. «¿Es usted la señora Skinner?»
«Sí..., pasa», dijo Beverly. Su primera impresión fue que Ca-
roline era una chica muy guapa. Pero cuando se conocieron, el
Gilipollas también era guapo, todo hay que decirlo. Ahora bien,
incluso entonces era obvio que la bebida estaba arruinando sus
facciones.
«¿De modo que eres hija de Keith Kibby?», preguntó Be-
verly, incapaz de evitar que aquello sonase desafiante.
«Sí, lo soy», respondió Caroline sin inmutarse.
«¿Qué tal está?», preguntó Beverly, esforzándose por adop-
tar un tono genuinamente ecuánime. Una vez más, sospechó
que había fracasado.
«Muerto», dijo Caroline imperturbable. «Murió justo des-
pués de Navidad.»
Por motivos que no pudo precisar de inmediato, aquel dato
le revolvió a Beverly las entrañas. Al fin y al cabo, había fanta-
494
seado durante años —si bien en abstracto— con bailar sobre la
tumba de Keith Kibby. Pero en realidad nunca se había llegado
a plantear la posibilidad de que pudiera estar muerto de verdad.
Su hija, sin embargo, parecía genuinamente apenada. Y de
repente Beverly Skinner se dio cuenta de lo que realmente la ha-
bía disgustado. Era la idea de que de algún modo aquel hombre
tan horrible hubiese logrado redimirse, y que ella se hubiera pa-
sado todos esos años odiando a alguien que, en realidad, había
dejado de existir desde mucho tiempo antes.
Y mientras hablaba con aquella joven desconocida, Beverly
Skinner vio las pruebas de aquella redención con sus propios
ojos, en aquella hermosa jovencita, llena de aplomo y garbo,
sentada delante de ella.
Fue su visitante quien acabó por hacer el balance de los he-
chos: «Es como si hubiera sido dos hombres distintos, señora
Skinner, el que conoció usted y el que conocí yo. No bebía ja-
más, y era un hombre delicado y cariñoso. Pero en su diario leí
cosas..., cosas que no podía creer..., conmigo... nunca fue así...»
Caroline había estado a punto de decir «con nosotros», pero
algo la retuvo. Brian. ¿Alguna vez habría presenciado algo dis-
tinto, otra cara de su padre?
Beverly dejó que calaran en ella aquellas palabras. Rastreó
su memoria en busca de otro Keith Kibby, y más o menos lo lo-
gró. «La verdad es que al principio lo pasamos muy bien. Nos
conocimos en el concierto de los Clash en el Odeon, entre un
montón de gente dando botes, totalmente idos de la olla. Cho-
qué con él y le derramé la sidra. Él se rió y me echó un poco en-
cima a mí. Y entonces nos pusimos a morrearnos como locos...»
Beverly se detuvo, dándose cuenta de que sólo de imaginar-
lo, Caroline se ponía a tragar saliva. La mujer madura, por su
parte, se ruborizó por haber exhibido involuntariamente un yo
más joven y más descocado.
«Sí, lo pasamos bien..., pero Keith era tan celoso y posesi-
vo...»
495
Caroline volvió a estremecerse, agudamente consciente de
que su padre jamás había dado muestras de semejante pasión
por su madre. El suyo había sido un amor sosegado entre un
hombre coriáceo, adusto y sobrio, y un ama de casa nerviosa,
basado en valores compartidos, como el sentido del deber y la
dedicación a la vida familiar. Pero ¿pasión? No...
Entonces Beverly empezó a hablar de cuando iban a nadar
juntos, y eso le trajo a Caroline un montón de recuerdos, entre
ellos el modo en que a veces su padre la levantaba en alto en la pis-
cina y la miraba, mientras le decía con una intensidad tan feroz
que casi la asustaba, como si no fuera él: Tú llegarás lejos, chiquilla.
Casi percibía un «o de lo contrario, te vas a enterar» a modo
de coletilla fantasma, la idea de que el fracaso no entraba en las
opciones posibles. ¿Llegó Brian a notarlo más que ella? ¿Acaso
su padre se lo había hecho sentir más a él?
«¿Quién fue el padre de Danny, señora Skinner?»
Beverly se recostó en la silla y miró con fijeza a aquella
jo-vencita. Era una completa desconocida, y se atrevía a
formularle tan impertinente pregunta en su propia casa. Como
muchas personas de aspecto y conducta externa abiertamente
estrafalarias, Beverly Skinner se hallaba en fuga constante ante
la parte brutalmente convencional de su alma. Ahora ya no ha-
bía escapatoria posible. Se sentía ofendida. Enojada no, sólo
ofendida.
«¿Fue el hombre de la cara quemada o fue mi padre?»
Ahora sí estaba enojada, de un modo tan abrumador que
tuvo que apartar la vista. De no hacerlo, habría acabado atacan-
do a Caroline Kibby a puñetazo limpio. En lugar de eso, se afe-
rró con fuerza a los brazos del sillón.
El hombre de la cara quemada. Es de mi Donnie de quien ha-
bla. Acabábamos de volver, habíamos hecho las paces como es debi-
do, cuando esa puta alimaña de Keith Kibby...
«Por favor, señora Skinner. En estos momentos Danny está
con mi hermano Brian. No se llevan bien y los dos han estado
496
bebiendo mucho. Me temo que puedan estar pensando en ha-
cerse daño el uno al otro de alguna manera.»
Beverly inspiró de forma repentina; al pensar en la ira de
Keith Kibby el pánico se desató en su pecho.
Lo que Kibby le hizo a mi Donnie estando borracho...
... y mi Danny. Mi chiquitín. Siempre ha tenido un pronto
muy vivo.
Y por lo que respecta al otro, al hijo de Kibby, ¡sabe Dios de qué
será capaz!
Beverly cogió el teléfono que estaba sobre la mesa que tenía
al lado y llamó a su hijo al móvil. Lo tenía apagado. Dejó un
mensaje en el contestador. «Danny, soy mamá. Estoy con Caro-
line, Caroline Kibby, y tenemos que hablar contigo. Es muy im-
portante. Llámame cuando recibas este mensaje», dijo, antes de
añadir de forma apremiante y con voz entrecortada: «Te quiero,
cariño.» Se volvió hacia Caroline con cierta ansiedad. «Ve a bus-
carlos, cielo. Dile a Danny que me llame.»
Caroline ya se estaba levantando, pero cuando se puso en
pie, se detuvo y miró a Beverly a los ojos. «¿Es mi hermano?»
«¿A ti qué te parece?», saltó Beverly. «¡Corre, ve a buscarlos!»
Caroline no disponía ya de tiempo para distracciones.
Abandonó rápidamente la casa, bajando las escaleras a todo co-
rrer e internándose en la noche, rumbo al Shore.
Beverly echó un vistazo al álbum London Calling que colga-
ba de la pared, a la firma y a la fecha, recordando con cariño y
cierto pesar que en el transcurso de aquella singular velada sus
amantes no habían sido uno ni dos, sino tres.
497
44. UN EXTRAÑO EN EL SHORE
El ardor del aguardiente le infundió ánimos, y había aprove-
chado una visita a los servicios para meterse a hurtadillas una
gran raya de coca. A Danny Skinner se le había pasado por la ca-
beza la descabellada idea de compartirla con Brian Kibby, antes
de darse cuenta de que habría sido una majadería del quince.
El corazón le palpitaba con la fuerza de los tambores de gue-
rra de una tribu selvática. Pero pese a la intensidad de los
subi-dones la estupidez de aquella situación empezaba a
reconco-merle. ¿Qué hacía en aquel sitio con Kibby? ¿Acaso
había algo que tuvieran que decirse el uno al otro? Entonces, al
regresar a su taburete, Kibby se fijó en el polvo blanco que
llevaba pegado a los pelos de la nariz. «¿Has estado
consumiendo drogas?»
«Sólo una rayita de coca», dijo Skinner con la mayor tran-
quilidad. «¿Quieres una?»
«Sí», respondió Kibby, estremeciéndose ante lo brusco de su
respuesta. Ansiaba probar el polvo blanco; parecía importante
pasar por aquella experiencia. Parecía importante aguantar el
ritmo de Skinner.
Skinner se marchó hacia el retrete, indicándole a Kibby que
le siguiera. Entraron en un cubículo, cerró la puerta a espaldas
de ambos, preparó una gran raya y enrolló un billete de veinte
libras. Ambos hombres se hallaban en una proximidad que re-
498
sultaba incómoda. Esto es de locos, pensó Skinner, pesaroso, al
ver a Kibby esnifarse la raya; más tarde iban a lamentarlo.
«Fuá..., cojonudo que te cagas...», comentó Kibby, jadean-
do y con los ojos llorosos, notando cómo el subidón de la cocaí-
na le atravesaba el cuerpo y ie ponía la columna rígida. Se sen-
tía fortísimo, como si estuviera hecho de metal.
Aquella reacción no le pasó desapercibida a Skinner. «La
gente critica a los criminales... hasta que son ellos los que quie-
ren drogas de primera», sentenció con fingida pomposidad.
Mientras salían del cuarto de baño para regresar a la barra,
Brian Kibby tuvo que esforzarse por reprimir una risita.
Skinner sonrió a la joven camarera para captar su atención,
a lo que ella correspondió con otra sonrisa. Kibby tomó nota de
aquello, lo que le puso furioso. «Se te dan bien, ¿eh?», dijo con
amargura, indicando a la chica con un gesto de la cabeza.
Aquello le dio que pensar a Skinner. En el pasado, cuan-
do había salido de marcha con sus colegas, las más de las ve-
ces el que ligaba era él. Desde los dieciséis años, había man-
tenido una actividad sexual más o menos continua, ya fuera
con una novia o mediante una sucesión de aventuras intras-
cendentes. Desde la perspectiva de alguien como Kibby, cla-
ro, estaría catalogado como un tío que tenía mucho éxito con
las mujeres.
Pero el verdadero problema son las relaciones, cosa que los pu-
tos retrasados sociales como Kibby ni siquiera pillan, de lo obsesio-
nados que están por follar.
Skinner se dio cuenta de que rara vez había pensado en
una mujer en términos puramente sexuales. Incluso cuando
alguien era objeto de su deseo, invariablemente acababa pen-
sando en su nivel de inteligencia, en sus preferencias musica-
les, en ropa, películas y libros, en qué clase de amistades tenía,
en sus puntos de vista sociales y políticos, y en cómo se gana-
ban la vida sus padres. Cierto, había tenido muchos rollos de
una noche, pero las relaciones superficiales siempre le resulta-
499
ron insatisfactorias. Miró a Kibby con gesto inquisitivo. «Lo
que pasa, sencillamente, es que a mí me interesan las mujeres,
Brian.»
«A mí también», se apresuró a protestar Kibby.
«Tú crees que sí, pero no es cierto. ¡Pero si hasta lees revistas
de ciencia ficción, cono!»
«¡Sí que me interesan! ¡Lo que leo no tiene nada que ver!»,
se defendió Kibby.
Skinner sacudió la cabeza. «Más allá del tema sexual, tú no
sientes curiosidad por las chicas. Sé que te gustaba Shannon,
pero nunca le hablaste de ningún tema que a ella le interesara,
lo único que hacías era darle la chapa con chorradas tuyas, como
los videojuegos y el club de senderismo ese. Estás huyendo,
Brian», dijo Skinner, notando ya el subidón de la coca y echan-
do un trago de cerveza, «huyendo y refugiándote en los ferroca-
rriles a escala y las convenciones de Star Trek...»
«Pero si a mí ni siquiera me gusta Star Trek.» Kibby pensó
amargamente en Ian mientras sacudía la cabeza con vehemen-
cia. «Lo que pasa es que soy tímido, siempre lo he sido. ¡Es
como una puta enfermedad! Tú no lo entiendes», gritó, «la gente
como tú jamás entenderá las humillaciones cotidianas por las
que pasa la gente como yo», dijo antes de levantar bruscamente
la voz, «¡SÓLO POR SER TÍMIDO, HOSTIAS!»
Algunos parroquianos se volvieron y le miraron con mala
cara. Kibby asintió con la cabeza en un gesto de semidisculpa,
haciendo rechinar los dientes al mismo tiempo. «No es que te-
mas la humillación, Brian», dijo Skinner, «laprovocas.»
«Lo que pasa es que no tengo suerte con las chicas...»
Skinner asintió, y no pudo evitar que un pensamiento ma-
licioso se le enquistara en la cabeza.
«¿Qué pasa?», exigió saber Kibby, captando aquella sonrisa
contemplativa.
«Nada, que se me ha ocurrido que si te cayeras dentro de
un barril con The Corrs al completo en pelota picada, seguro
500
que acababa comiéndote la polla el guitarrista», se cachondeó
Skinner.
Kibby le fulminó con la mirada, notando cómo volvía a
acumulársele la ira en las venas, antes de dar paso a un senti-
miento más frío y más cruel. «Entonces cuéntame, ¿cuántos
puntos del uno al diez le pondrías a Shannon... comparada con
Kay, digamos, la chávala esa con la que te ibas a casar?»
Vio el gesto lívido y mudo de ira de Skinner.
«... ¡o mi puta hermana!», le espetó.
Skinner sintió cómo su propia cólera amenazaba con des-
bordarse, y se contuvo. Durante un instante miró serenamente
a Kibby. «Son mujeres, Brian, no putos videojuegos. Yo que tú
me cogía un fajo de billetes y me iba a echar un puto polvo con
una prostituta. En cuanto te libres del estigma de la virginidad
y te relajes un poco, a lo mejor empiezas a ver a la gente de ma-
nera un poco más realista.»
Mientras Skinner se giraba hacia la barra, Kibby sintió de
nuevo aquellos liberadores impulsos de violencia, que, junto
con la droga, le atravesaban como una corriente eléctrica. Cuan-
do uno se desmanda, se preguntó, ¿qué es lo que puede llegar a
pasar? Se hallaba en territorio desconocido y estaba encantado.
Se moría de ganas de desmandarse.
A este hijo de puta de Skinner le voy a dar lo suyo. Puede que
ahora no sea el momento, ¡pero se va a llevar lo suyo!
Igual que McGrillen, el pederasta de Radden y el maricón de
mierda de Ian, igual que todos los gilipollas que me han cabreado,
se han mostrado condescendientes conmigo o me han rechazado. Y
a la guana de Lucy me la tendría que haber cepillado cuando tuve
ocasión. ¡Cómo no me di cuenta de que a la muy putilla se le caía
la baba! Ya Shannon lo mismo..., si dejó que se la metiese un ti-
pejo como Skinner, entonces...
Miró a Skinner, que ahora charlaba con la camarera. Era
guapa y se estaba riendo por algo que le acababa de decir él. Y se
supone que está con Caroline, pensó Kibby con rencor homicida.
501
Mi hermana, cono... Skinner, animal de mierda...
«Como le hagas daño a mi hermana, Skinner...», le bufó
Kibby al oído.
Mientras la camarera se marchaba para traerles lo que ha-
bían pedido, Skinner se volvió hacia él. «Nunca jamás haría
nada que pudiera hacerle daño a Caroline», declaró con una sin-
ceridad y una rotundidad tan enérgicas que Kibby casi se sintió
avergonzado.
«Pero si te pones a ligar con otras tías en cuanto sale por la
puerta...»
«Sólo estaba hablando con la chávala mientras pedía otra
ronda.» Skinner meneó la cabeza de un lado a otro. «Tranqui,
Kibby, joder», saltó, sonriendo de nuevo al ver que la camarera
se aproximaba con las consumiciones.
Justamente cuando estaba pensando en arremeter contra
Skinner con toda la violencia de que fuese capaz, Brian Kibby
vio de forma fugaz el perfil de su adversario y se quedó pasma-
do por una extraña sensación, casi como de familiaridad. Escu-
chó en su cabeza una voz del pasado:
Te aseguro que te corto la polla, joder, porque como se la arri-
mes a alguna de esas putas guarros se te pudrirá y se te caerá a tro-
zos de todas formas...
Aquella voz deshumanizada, la maligna rotundidad de la
afirmación, vertida por una boca envenenada y rencorosa..., era
tan fácil imaginarla saliendo de la boca de Skinner... Pero no ha-
bía salido de ésta.
Se le había quedado grabada a fuego en el cerebro. La vez
que su padre le había visto en compañía de Angela
Hender-son y Dionne Mclnnes. Sólo estaban hablando y
riéndose. Su padre apareció por la calle, encorvado y
arrastrando los pies, y le lanzó a su hijo aquella terrible
mirada, una mirada satánica que le heló el alma. Cuando
llegó a casa, vio a su padre furioso, divagando y
semibalbuciente. Entonces Keith Kibby cogió del brazo a su
hijo con aquellas garras suyas, y no
502
quiso soltarle. Brian captó el alcohol en su aliento, vio la có-
lera ardiendo en su mirada y sintió cómo Keith Kibby le ro-
ciaba de babas mientras le abroncaba por andar por ahí con
guarras asquerosas que le podían joder la vida a un chaval pe-
gándole el sida o quedándose embarazadas a posta, y le ad-
vertía de que si alguna vez volvía a verle por ahí con semejante
escoria le...
No. No se encontraba bien. Él mismo lo dijo.
Al día siguiente, restablecido ya su carácter habitual y exor-
cizado el terrible demonio que había tomado posesión de él, su
padre se le acercó, sobrio y abrumado por terribles remordi-
mientos. «Anoche me comporté como un bobo, Brian..., al po-
nerme así contigo. No me encontraba bien, hace ya unos días
que no me encuentro demasiado bien, hijo. Eres un buen chico
y no quiero que cometas los mismos errores que yo..., que co-
mete otra gente. Pero lo siento muchísimo, hijo. Seguimos sien-
do amigos, ¿no, colega?»
Recordó lo cohibido y arrepentido que se había mostrado
su padre, la angustia con la que trató de reconciliarse con él.
Mientras veían Star Trek, Keith Kibby reconoció ante su hijo
que La nueva generación era mejor en todos los sentidos que la
serie original: era más profunda, tenía argumentos más intere-
santes y más filosóficos, mejores personajes y unos efectos espe-
ciales superiores. Sentado en el sofá, Brian Kibby se encogió de
nuevo, muerto de vergüenza, ahora más por su padre que por sí
mismo, ansiando una vez más que aquel hombre torturado se
callase de una vez.
Su padre había sido débil, y él también, pero ya no queda-
ba tiempo para la debilidad. «Por los mosquitos en
Birming-ham», sonrió en un golpe de inspiración repentina,
alzando su copa y mirando a Skinner.
Por un instante Skinner se estremeció, fijándose por prime-
ra vez en la astuta sonrisa de Kibby con verdadero temor, aun-
que enseguida levantó su consumición con gesto desafiante.
503
«Broom-may mos-kay-toes»,
1
dijo en un acento de pega de los
West Midlands, agregando acto seguido y de manera cortante,
«¡sin olvidar a los frikis ibicencos aficionados a la ciencia fic-
ción!»
Aquello tuvo el efecto deseado: el de detener a Kibby en
seco y hacer que contemplase a Skinner con perplejidad y asom-
bro.
Había estado recorriendo Henderson Street en largos
sprints intermitentes, cuando apareció ante ella Water of Leith,
con la luz de la luna danzando sobre la superficie de las aguas,
mientras sucumbía a la falta de resuello y al peso de la comida
y de la bebida que llevaba en las tripas. Se apoyó en una verja y
se llenó los pulmones de aire. Dos chicos que pasaban por de-
lante se detuvieron y le dijeron algo, pero Caroline no oía más
que ruido blanco mientras daba vueltas y más vueltas al conte-
nido del diario de su padre y las revelaciones de Beverly, o, me-
jor dicho, a su ausencia.
Su padre: un matón alcoholizado. Le resultaba imposible,
mucho más allá de lo imaginable, concebir que una droga pu-
diera cambiar tanto a alguien. Pero empezaba a recordar ciertas
cosas, fragmentos de recuerdos de la infancia largo tiempo re-
primidos. Aquella vez que oyó gritos procedentes de abajo y el
llanto de su madre. Se alteró y quiso acudir para ver qué pasa-
ba. La detuvo Brian. Entró en su habitación y no la dejó bajar
las escaleras. Por la mañana, su madre había estado tensa y su
padre taciturno, seguramente resacoso y abrumado por el re-
mordimiento.
Brian. ¿Cuánto había sabido, de cuánto la había protegido?
Le temblaban las manos y tenía el estómago tan revuelto que en
1. Véase la nota de la página 283. Brummie es una denominación colo-
quial para el acento y los habitantes de Birmingham. Aquí la grafía inglesa
imita dicho acento. (TV. del T.)
504
determinado momento éste amenazó con renunciar a la sabrosa
comida que llevaba dentro.
En un estallido de empatia desgarrador, Caroline se dio
cuenta de que de niño su hermano debió de presenciar al me-
nos una parte de aquel caos, cosa que a ella le había pasado casi
por completo desapercibida.
La tormenta había disipado ya la espesa niebla procedente
del mar, pero la lluvia seguía azotándola sin piedad. Sacó el te-
léfono móvil de un bolsillo de los vaqueros ya empapados, y se
encontró con que se le había acabado el crédito.
Agotado... ¡Joder!
Caroline volvió a echar a correr, tenía los pies fríos, húme-
dos y empapados. Lamentó no haberse puesto unas zapatillas en
el momento en que, apretando el paso, resbaló sobre los ado-
quines mojados y se dislocó el tobillo. Prosiguió el camino, en-
tre lágrimas de dolor y frustración.
En ese momento, un grupo de chicas salía tambaleándose
de un restaurante; sus ebrias risotadas resonaban bajo la tor-
menta. «No volváis», les decía un restaurador trajeado que suje-
taba la puerta, mientras la última de ellas salía a trompicones a
la calle.
«Oye, ¿y qué tal llevas la polla de chupetones?», bramó una
chica de rostro sudoroso y largos cabellos castaños, arropada por
una salva de risotadas de sus compañeras.
El hombre sacudió la cabeza y regresó adentro.
Caroline se acercó a las chicas para pedir ayuda. «¿Podéis
prestarme un móvil? Es urgente... ¡De verdad que necesito lla-
mar a alguien!»
Una de las chicas, de aspecto nervioso, corpulenta y con un
flequillo corto, le pasó el suyo. Caroline lo cogió con ansiedad
y marcó el número de Danny. Seguía apagado.
A medida que iban cayendo copas, las ganas de pelea su-
bían y bajaban como la marea. Cuando se miraban a los ojos lo
505
hacían con un asco y una perplejidad que parecían emanar de
una mutua desilusión. A decir verdad, a ojos de los espectado-
res habrían pasado fácilmente por una pareja de amantes que,
tras una estúpida riña provocada por el alcohol, se sentían aver-
gonzados y no acababan de encontrar la forma de hacer las pa-
ces sin quedar mal. El ansia de beber de ambos hombres tam-
bién se había esfumado de pronto, como si se hubiesen dado
cuenta de que había poco que sacar en limpio intentando enve-
nenarse el uno al otro.
Con un estremecedor acceso de lucidez, Skinner, a pesar de
hallarse sumido en un estado de enorme nerviosismo y altera-
ción, cayó en que en aquellos momentos el tipo de relación que
mantenía con Kibby era prácticamente idéntica a las que había
tenido con todos sus amiguetes borrachínes.
Intentábamos envenenarnos unos a otros. Eramos como
lem-mings, pero en lugar de tirarnos juntos por un acantilado,
teníamos un pacto suicida largo y ampuloso, que nos limitamos a
intercalar de forma imperceptible en nuestra vida social.
Levantaron la vista hasta el televisor situado sobre la barra,
donde vieron el rostro ladino y sonriente del presidente nortea-
mericano, que había sido reelegido, como ya había pronostica-
do Skinner, pese a que le deseó buena suerte a Dorothy cuando
votó por el otro candidato, cuyo nombre ya había olvidado.
Tanto Danny Skinner como Brian Kibby, de forma simultánea
pero cada cual por su cuenta, se preguntaron dónde se produci-
ría la siguiente guerra. Pero Skinner ya no quería más guerras;
estaba cansado. Muy, muy cansado.
De algún modo, mediante la combinación del intenso odio que
siento por Kibby con mi acuciante necesidad de seguir llevando una
vida de crápula, logré tramar un maleficio psíquico tan poderoso
que me permitió transferirle a él la carga de mi desgaste.
Conseguí que otro librase mis batallas en mi lugar.
Miro a Bush mientras las fuerzas de Estados Unidos asaltan
Fallujah. Los desesperados, la carne de cañón de lugares desindus-
506
trializados como Ohio, con cifras cada vez más altas de paro, son
los que le volvieron a votar. De aquí a unos años se convertirán en
borrachínes tirados, como sus antepasados traicionados, que fueron
al Vietnam y ahora pordiosean en los bajos fondos. Su papel en esta
vida: poner el culo por los sueños y mangoneos ajenos. Los cadáve-
res de los niños iraquíes no salen en pantalla en época de elecciones,
y en la democracia presuntamente más grande del mundo está
ver-boten mostrar las hileras de ataúdes cubiertos por «Oíd Glory»,
la bandera norteamericana.
Si tienes poder suficiente puedes salirte con la tuya; si no,
tejo-des. Vaya un montón de mierda. ¿Para qué?
«Me voy a casa», dijo de repente Skinner, levantándose del
taburete. Kibby pensó en una respuesta, pero no le apetecía
discutir; no se sentía victorioso. Necesitaba las fuerzas que le
quedaban porque iba a hacerle algo a Skinner. No sabía qué;
algo para hacerle pagar e impedir que dañara a su familia. Es-
taba más allá de la ira; lo único que sentía ya era una fría cer-
tidumbre.
Salieron a la calle tambaleándose, ambos muy bebidos,
pero guardando todavía las distancias. El tiempo había vuelto a
cambiar a peor y fueron acogidos por una tormenta de viento
lacerante y lluvia fría y torrencial. La impresión que produjo
aquella gélida recepción en el organismo de Kibby pareció in-
flamarle de nuevo; una sensación de cólera y frustración le re-
corrió de arriba abajo. Necesitaba saber; no el cómo, que le
daba igual, sino el porqué. «¿QUIÉN ERES, SKINNER?», chi-
lló a través deel viento. «¿QUÉ COJONES QUIERES DE MÍ?
¿QUIÉN CONO ERES?»
Skinner se detuvo de inmediato, y dejó caer los hombros,
que había encogido para afrontar la tormenta. «Soy... soy...» No
podía responder a la pregunta, que ardía en su cabeza como un
ascua, a pesar del aturdimiento del alcohol y el azote del viento
arremolinándose a su alrededor.
A Brian Kibby le hervía la sangre.
507
Esta... cosa..., este hijo de puta ha estado a punto de destruir-
me y sin duda destruirá a mi familia...
Kibby se abalanzó de repente sobre Skinner y le lanzó un
puñetazo. Este inclinó rápidamente un hombro, a la vez que
efectuaba un paso lateral, recordando los movimientos que ha-
bía aprendido de niño en el Leith Victoria Boxing Club. Frus-
trado, Kibby atacó de nuevo, sólo para toparse con un directo
veloz y contundente en pleno rostro.
«Cálmate ya, Brian, joder», dijo Skinner, en un tono que es-
taba entre la amenaza y la súplica.
Notando cómo se le hinchaba el labio partido, Kibby retro-
cedió, asustado. Entonces se apoderó de él otra oleada de cóle-
ra, y volvió a arremeter contra Skinner. «¡¡TE ARRANCARÉ
LA PUTA CARA, SKINNER!!»
Pero Skinner volvió a cazarle con un directo, deteniéndole
en seco su avance y a continuación le estrelló un duro derecha-
zo en la mandíbula que le dejó aturdido. Antes de que Kibby
pudiera reaccionar, un contundente golpe al cuerpo le cortó el
resuello y lo plegó por la mitad. Vomitó la sabrosa cena y cuan-
to había bebido sobre la acera en una sucesión de arcadas des-
garradoras e ininterrumpidas.
«Ya basta. No quiero hacerte daño», dijo Skinner, dándose
cuenta de que realmente era así. Le preocupaba el nuevo hígado
de Brian Kibby, la cicatriz.
¡En qué cojones estaba pensando, sacudiéndole al pobre cabrón
en el abdomen!
Skinner sintió casi tantas náuseas como Kibby, como si hu-
biera encajado sus propios golpes. Se aproximó un poco más y
apoyó la mano en el hombro de su rival. «Respira hondo, te
pondrás bien.»
Kibby respiraba con dificultad, como un toro herido que
resopla en el ruedo. Mientras la lluvia le humedecía el pelo,
Skinner cayó en la cuenta de que tenía la vejiga a punto de re-
ventar. De modo que echó a trotar como pudo y se arrimó, tam-
508
baleante, a una gran pared junto a la vieja entrada del muelle,
sobre la que se puso a mear en una prolongada y liberadora ex-
pulsión de vaporoso y caliente líquido amarillo.
Apenas se dio cuenta de que a escasos metros había otro
hombre haciendo exactamente lo mismo. Era un camionero lla-
mado Tommy Pugh. Había pasado un largo día de viaje trans-
portando un cargamento con destino a Aberdeen desde Rouen,
en Francia. Su promedio de velocidad había sido bueno pero
ahora estaba agotado. Había aparcado junto a la vieja entrada
del muelle y esperaba poder descansar a fondo en la cabina del
camión, ahorrándose así una buena parte de sus dietas de bed &
breakfast.
Jadeando, Kibby levantó la cabeza, y poco a poco, bajo la
lluvia, fue viendo claro. Vio el camión, y vio su inmenso depó-
sito de gasolina plateado. Vio a Skinner orinando. Tras acercar-
se a echar un vistazo, comprobó que, en efecto, la cabina estaba
vacía. Asomándose al interior, vio que la puerta estaba abierta y
que las llaves estaban puestas. Y sólo unos cuantos metros más
allá de Skinner se encontraba el conductor, meando contra la
pared.
Era una señal. Tenía que serlo; no podía ser otra cosa. Y
Brian Kibby supo en su fuero interno que si no aprovechaba
aquella oportunidad en ese instante, las Parcas no iban a ofre-
cerle otra.
«¿A ti no te conozco de alguna parte?», preguntó la chica de
la cara sudorosa mientras Caroline miraba fijamente la pantalla
del móvil. Con una sensación de desesperación cada vez mayor,
tecleó un mensaje de texto:
DAN, ENCONTRÉ EL DIARIO DE MI PADRE.
TAMBIÉN ES EL TUYO. ERES MI HERMANO MAYOR,
Y TAMBIÉN EL DE BRI. POR FAVOR NO OS HAGÁIS DAÑO.
C. BESOS.
509
Lo envió mientras la chica de al lado, la nerviosa del flequi-
llo que le había dejado el teléfono, le preguntaba: «¿Conoces a
Fiona Caldwell?»
«No..., necesito enviar otro mensaje.»
«Ni hablar, devuélveme el teléfono», exigió la chica.
«Déjale mandar el mensaje», dijo otra, que iba un poco más
sobria que las demás. «Te llamas Caroline, ¿verdad?» Mientras
Caroline asentía con la cabeza, agregó: «Es Caroline Kibby, fue
conmigo a Craigmount.»
Caroline se dio cuenta de que conocía a aquella chica,
Moi-ra Ormond, del colegio. En aquella época era una gótica
introvertida, pero ya no. Mientras asentía, con mayor gratitud
de la que recordaba haber expresado ante nadie hasta ese
momento, Caroline tecleó otro mensaje, éste para su hermano.
Lo más difícil fue subir a pulso su pesado y sudoroso cuer-
po hasta la cabina. Una vez más, el alcohol le ayudó, embotan-
do el terrible y mortificante dolor de sus carnes.
Puso rápidamente en marcha el motor del camión y lo con-
dujo hacia su objetivo, que no tenía la menor idea de lo que es-
taba pasando y seguía orinando contra la pared.
Tommy Pugh oyó el familiar sonido del motor de su ca-
mión al arrancar.
¿Pero qué cono...?
Tommy se volvió, aterrado, mientras el camión aceleraba
hacia la pared, a escasos metros de él. Se desplazó rápidamente
en la dirección opuesta, y su cuerpo bajo y fornido descubrió en
ese instante las cualidades atléticas que genera la desesperación
en estado puro.
510
45. UN CORREO ELECTRÓNICO DE LOS ESTADOS
UNIDOS
Para: skinnyboy @ hotmail.com
De:
[email protected] Re:
El amor y esas cosas
De acuerdo, Skinner
Me alegra mucho que vuelvas. ¿Que por qué? En fin, ha
llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa. Yo
también estoy loca por ti. Te echo terriblemente de me-
nos. Ya sé que todo esto podría no ser más que un rollo
ciberromántico pero no dejo de ver tu cara, esa promi-
nente barbilla de pista de esquí que recuerda un poco a
una media luna de perfil, y esas enormes cejas negras
que me hacen pensar que deberías ser uno de los Oasis.
No sé adonde nos llevará esto, Danny mi amor, pero al
igual que tú sé que estaríamos locos si no lo intentára-
mos. Y además siento que es lo correcto y lo que me
pide el cuerpo. Soy muy feliz y me muero de ganas de
ver de nuevo a mi niño precioso.
Te quiero muchísimo
Dorothy
511
46. ASADO A LA PARRILLA
Caroline se obligó a sí misma a seguir avanzando por las ca-
lles adoquinadas del viejo Leith bajo aquella lluvia torrencial. A
punto estuvo de volver a resbalar, y ahora el dolor que sentía era
muy intenso. Por la calle había muy pocas personas, pues la ma-
yoría se había marchado a casa, y otras seguían instaladas en los
ruidosos bares y restaurantes que bordeaban el Shore, en Water
of Leith.
¿Dónde estarán Brian y Danny? ¿En cuál de ellos? El restau-
rante. ..
Nada más entrar en el bar adyacente al establecimiento en
el que habían cenado, a Caroline se le escapó un gritito al oír el
estruendo de la explosión y ver el reflejo de la llamarada sobre
los negros adoquines de alrededor. Se aproximó cojeando hacia
el origen de la detonación, junto a la entrada del viejo muelle.
Beverly Skinner subió el termostato del cuarto de estar. De
repente tuvo una sensación de mucho frío. Cogió a Cous-Cous,
sintiendo el calor del animal en el regazo. Volvió a echar un vis-
tazo a London Calling y recordó aquella fría noche de domingo
del año 1980.
Primero Keith Kibby y ella habían acudido a aquella fiesta
en Canongate, donde mantuvieron una relación sexual confusa
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y sin protección en el pasillo. Después él se puso completamente
beodo -ciega, obscenamente borracho- y perdió el conoci-
miento. Ella no quería volver a casa y enfrentarse a Donnie, de
modo que deambuló sin rumbo por las sucias calles que condu-
cían a la Milla Real. La zona turística no estaba tan completa
como en la actualidad, y pasó por delante de un par de pubs de
aspecto inhóspito, y oyó a dos hombres amenazándose mientras
desde la puerta de un bloque de pisos una banda salía a la calle.
No se volvió para mirar, ni siquiera cuando oyó los gritos y el
ruido de cristales rotos. Pasó por delante del pub Worlds End,
que unos años antes había sido el último lugar en el que fueron
vistas dos chicas antes de que las hallasen estranguladas en una
playa próxima, en un caso de doble asesinato que nunca llegó a
resolverse.
El trasfondo fue cambiando a medida que empezaban a pre-
dominar las tiendas para turistas y el kitsch escocés. Al pasar
frente al nuevo hotel de estilo escandinavo, apenas pudo dar cré-
dito a sus ojos cuando vio a tres de ellos saliendo de un coche.
Fue entonces cuando se acercó a él, y le dijo cuánto había dis-
frutado con el concierto y lo mucho que le gustaba el grupo. Él
se comportó como un caballero y la invitó a tomar una copa.
Subieron a su habitación, y él la trató bien, convirtiéndose en su
tercer amante de aquella noche. Por la mañana, cuando se sepa-
raron, él se dispuso a seguir con la gira y ella a comenzar su tur-
no de día en el restaurante. Ninguno de los dos tuvo motivos
para arrepentirse.
Su hijo nació nueve meses después, el 20 de octubre de
1980. De sus tres amantes, el corazón le decía que el primero
era el padre, y la cabeza que el segundo. Y a veces —sólo a veces—
su alma le insinuaba que quizá fuera el tercero.
Mientras se sacudía el pene con una mano, Danny Skinner
sacó el móvil con la otra y lo encendió. Tenía tres llamadas per-
didas. Estaba a punto de volver a guardárselo en el bolsillo cuan-
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do el aparato soltó un pitido anunciando la entrada de un men-
saje de texto. No conocía el número pero de todos modos pul-
só y leyó el mensaje.
En ese momento oyó un ruido; volviéndose, vio la expre-
sión maníaca de Brian Kibby, sentado en la cabina del camión,
echándosele encima. Sus miradas se encontraron y Brian Kibby
vio algo en Skinner, quien se quedó parado con el móvil en alto,
encogido de hombros y riéndose. En su mirada y su porte había
algo que desarmó en el acto la pulsión homicida de Kibby. Este
pisó a fondo los frenos pero no logró sino hacer derrapar el ca-
mión.
El vehículo arrolló a Skinner a gran velocidad, aplastándole
contra la pared del viejo muelle. Acto seguido, la parte trasera
del camión patinó sobre la superficie aceitosa y el enorme de-
pósito de gasolina golpeó la pared, haciendo brotar varios esca-
pes. Justo antes de que explotara, lo que hizo casi
inidentifica-ble el cadáver de Skinner, un hombre desgarbado
abandonó la cabina del camión y escapó a toda prisa, antes de
que las llamas le envolvieran también a él.
Tommy Pugh, el único testigo ocular presente, lo describió
como un hombre gordísimo con grandes ojeras. Se alejó despa-
cio y jadeando de los restos inflamados, y fue visto regresando
hacia el Shore por quienes salieron de los bares a investigar el
ruido producido por la explosión. Creían que se habría refugia-
do en uno de los muchos bares de la zona portuaria.
Cuando llegó la policía y rastreó la zona, la única persona
de las inmediaciones que bebía sola era un varón alto y delgado,
de aspecto muy saludable, por lo menos diez años más joven
que la persona a la que describieron huyendo del lugar del cri-
men o -según valoraron después los forenses de la policía- el
irreconocible cadáver abotargado y calcinado hallado en el lugar
del incendio.
Aquel hombre solitario estaba muy borracho, pero tenía la
mirada vidriosa y no dejaba de mirar la pantalla de su teléfono
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móvil. Daba la espalda a una muchacha desesperada e inquieta
que había oído la explosión y entró en aquel bar, como antes en
otros, buscando a un hombre que era él pero que no se le pare-
cía en nada. Lo cierto, eso sí, es que bebía mucho; Brian Kibby
bebía como si fuera a morir al día siguiente.
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EPILOGO
No debería ser necesario consignar obviedades, pero tengo
comprobado que en este mundillo a veces hace falta. Éste es un
relato de ficción. Por ejemplo: el «ayuntamiento de Edimburgo»
del original no existe. Como todo lo demás, es producto de mi
imaginación. No tengo motivo alguno para creer que el autén-
tico ayuntamiento de Edimburgo adopte prácticas de empleo ni
que acoja a personajes como los descritos en este libro.
Gracias a los amigos que tengo en las maravillosas ciudades
de Edimburgo, Londres, Chicago, San Francisco y Dublín, por
concederme el espacio y el sustento requeridos para escribir este
libro.
Gracias especiales a Robin Robertson, a Katherine Fry y a
Sue Amaradivakara, de Random House.
Al empezar a escribir este libro perdí a mi buen amigo
Mi-chael Kerr. Ya después de escrito, otros dos grandes amigos,
Wi-lliam Orman y James Crawford, fallecieron de forma
prematura. Para mucha gente, Edimburgo es ahora un lugar más
triste y menos pintoresco. Descansad en paz y pasadlo bien,
Mikel, Billy y Big Crawf.
AGRADECIMIENTOS
«We used to be friends.» Letra y música de Grant Nicholas,
John Lee, Taka Hirose y Courtney Taylor © Copyright 2003
Chrysalis Music Limited (80 %)/Universal Music Publishing
li-mited (20 %). Utilizado con autorización de Music sales
Limited. Todos los derechos reservados, Copyright internacional
asegurado.
«Something Beautiful.» Letra y música de Robbie
Wi-lliams/Guy Chambers. Publicado por BMG Music
Publishing Ltd. Utilizado con autorización. Todos los derechos
reservados.
«Ignition.» Letra y música de Robert Nelly. Pubicado por R
Nelly Publishing inc/Zomba Misic Publishers Ltd. Utilizado
con autorización. Todos los derechos reservados.
ÍNDICE
Preludio ....................................................................... 9
I. Recetas ................................................................ 13
II. Cocinando ............................................................... 177
III. Salida ........................................................................ 317
IV. La Cena .................................................................... 371